Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

El barón de Purroy también recibía los informes de sus exploradores.

—Señor, están a apenas una hora. Un poco más allá de esos bosquetes —dijo señalándolos; ya se veía una patrulla enemiga rodeándolos por la derecha; menos mal que no los había elegido como línea de defensa.

—¿Es una avanzada o vienen en fuerza?

—Es el ejército francés al completo, barón. Con su caballería por delante.

—¿Llevan artillería?

—En vanguardia, no.

Purroy asintió. El francés estaba aprendiendo. Desplegar sus pesa-dos e ineficaces cañones le hubiese llevado las horas que necesitaba para que Lazán le socorriese. No le iban a dar ese tiempo. Iba a tener que combatir solo, superado cinco a uno. Al menos, parecía que los franceses de Montreuil no se movían, y había bastado con dejar unos piquetes para vigilar la plaza. Además, el barón confiaba en sus hombres y en sus armas. El día ayudaba, con un suave viento de poniente que despejaría el humo.

—Mejor —dijo en voz alta el barón—. A mis bravos les puede matar una bala, pero no un jinete, y menos si es francés ¿No os parece, hijos míos?
Los presentes rieron la bravata.

—Capitán —dijo dirigiéndose al que mandaba a sus ayudantes—, hágame la merced de enviar un mensaje al marqués de Lazán diciéndole que vamos a entablar batalla. Necesitaremos su ayuda para recoger los despojos— Nuevas carcajadas celebraron la ocurrencia—. Vayamos a saludar a los soldados.

El barón recorrió las débiles hileras a caballo. Tenía a casi todos sus hombres desplegados, y solo quedaba como reserva dos compañías en el pueblo.

—Hijos míos, hoy va a ser el día de la gloria —fue gritando para animar a sus soldados—. Vienen muchos franceses; mejor, que habrá más honor.

—Honor, el de tu padre —musitó uno.

—¡Cállate, imbécil, o te descalabro! —rugió Sampedro.

Los españoles habían desmontado las casuchas de la aldea, trans-formándolas en fortines para sus cañones. Con las vigas de los tejados y con árboles cortados iban construyendo obstáculos, hasta que los sargentos les ordenaron prepararse.

—A formar, que vienen ya. Preparen los cuchillos y tomen posiciones. Si alguien dispara sin que yo lo diga, se las verá conmigo. Vuesas mercedes sabrán si les irá mejor habiéndolas con los franceses o con un servidor.

Los soldados formaron tres filas, aun en posición de descanso. Les quedaban unos minutos.



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Los escuadrones franceses pasaron entre los árboles y empezaron a alinearse en los campos del otro lado. El mariscal Gramont pudo ver que se había recogido la cosecha, pero que todavía no habían labrado. Aunque las lluvias habían dejado el terreno un poco blando, soportaría el paso de sus caballos. Decidió que iba a atacar por la izquierda, donde casi mil pasos separaban la aldea del bosque, y había espacio sobrado para sus escuadrones. El terreno no estaba del todo despejado, porque el enemigo había arrastrado ramas y hasta árboles enteros para crear obstáculos, pero vio con satisfacción que no habían logrado cerrarlo por completo. Además ¿a qué loco se le habría ocurrido formar una línea tan fina? Bastaría con hendirla para deshacerla; después sus jinetes rodearían y acuchillarían a los demás. Con su sable, marcó el punto que deseaba atacar.

—Vienen ya. Están a mil pasos ¡Calen cuchillos! ¡En posición!

Los soldados españoles engastaron los cuchillos de Breda en los cañones. Después, la primera fila se echó al suelo, la segunda puso la rodilla en tierra y la tercera se quedó de pie.

La caballería avanzaba al paso; no era cuestión de agotar a las bestias. Pero entonces Gramont vio que la batería española de la aldea disparaba. No parecían cañones potentes; pero al momento se produjeron pequeñas explosiones, y sus hombres cayeron por racimos.

—Merde —pensó—. Esos cabrones están tirando con metralla. Será de un tipo nuevo si tiene tanto alcance. Otro invento de los demonios— ¡Al trote! —gritó Gramont, que no quería exponer sus caballeros a los cañones más tiempo del necesario. Aunque los caballos se fatigasen, mejor sería que llegasen cansados pero vivos.

—Quinientos pasos ¡Carguen armas!

Los soldados tiraron de las palancas de sus nuevos fusiles para abrir las recámaras. Después insertaron los cartuchos y bloquearon los cerrojos.

Los cañones volvieron a tronar. Son rápidos recargando, pensó Gramont, viendo los restos sangrientos en los que se estaban convirtiendo hombres y caballos. Ordenó pasar al galope; la distancia era grande pero no quería soportar una tercera andanada.

—Mire, sargento, esta vez vamos a tener franceses para todos ¿A cuántos nos tocan? ¿A diez por barba?

—¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? Mira que me estás hartando —dijo Sampedro—. Doscientos pasos ¡Apunten!

—¿A los franceses o a los caballos?

—%$#"%

Gramont vio como los españoles levantaban sus mosquetes. Ninguno disparaba: señal que eran tropas disciplinadas, que preferían retener el fuego para que la descarga fuese más efectiva. La distancia seguía disminuyendo y…



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—Primera línea ¡Fuego!

Los españoles dispararon. El mariscal Gramont pensó que se habían apresurado demasiado, pero el zumbido de un proyectil pasando junto a su oreja interrumpió sus pensamientos. Además, con el rabillo del ojo vio a muchos jinetes rodando. Habían hecho daño, pero tendrían que haber aguardado un momento más…

—Segunda ¡Fuego!

La andanada resultó aun más letal y el mariscal notó que su caballo trastabillaba; si pudiera aguantar un poco…

—Tercera ¡Fuego!

Esta vez Gramont notó un golpe en el costado. Pero ya estaban casi encima del enemigo, y los españoles se habían quedado con sus mosquetes vacíos. Además, el humo les cegaría ¿Por qué había tan poco?

—Primera ¡Fuego!

Una nueva andanada barrió el amasijo de hombres y bestias que había a pocos pasos de la línea española ¿Cómo podía ser que siguiesen tirando?

—Segunda ¡Fuego!

—Tercera ¡Fuego!

—¡Fuego a discreción!

Las ordenadas andanadas se habían convertido en un crepitar continuo. Los jinetes franceses estaban tan cerca que podían escuchar las voces de los españoles, y los ruidos de los mecanismos de sus armas. El mariscal intentó mirar por encima de su caballo, que al caer le había librado de lo peor; pero bastó que asomase un poco para que una bala le arrancase el sombrero.

—¡A cuchillo!

Un millar de hombres se lanzaron a la carrera contra el amasijo que había sido la mejor caballería del mundo. Al llegar a los cadáveres se entretuvieron en acuchillarlos, pues nadie quería que alguno que no estuviera muerto del todo le sorprendiera por detrás. Gramont vio cómo se le acercaban y salió a la carrera, seguido de los supervivientes.

—¡Alto el fuego!

—Sargento, tengo a ese tipo a tiro…

—¡Guarda tu munición, soldado, que tendrás ocasión de gastarla!

A mil pasos, otros escuadrones de caballería se preparaban. Los cañones de la aldea volvieron a tronar, abriendo brechas en la formación francesa. Tras una segunda andanada que derribó más hombres y monturas, el resto se lanzó a la carga. Esta vez ni consiguieron acercarse: cuando solo quedaban cien pasos, ya habían caído la mitad; casi todos tras ser heridas sus caballos, blancos fáciles para la fusilería. También cayeron jinetes, y Gramont pudo tomar una bestia que pastaba como si la guerra no fuese con él. Apenas lo hizo, se cruzó con los jinetes que intentaban un tercer asalto entre el ominoso zumbido de las balas. También fracasaron. Ver la nueva sangría fue suficiente para el mariscal: había perdido un tercio de sus fuerzas, y los españoles seguían incólumes. Entonces vio una cara conocida.

—Caballero d’Artagnan —saludó el mariscal.

—Mi señor —respondió— ¿Estáis herido?

—No es nada. Una bala me ha rozado el costado. Cuatro gotas de sangre ¿Llega ya Monsieur de Turenne?

—Mariscal, es quien me envía para saber si el camino está libre.

—¿Libre decís? Vos mismo podréis comprobarlo, si os place.

D’Artagnan miró el campo, salpicado por cadáveres de hombres y caballos. Más allá, la cruz de Borgoña seguía flameando.

—¿Qué mensaje queréis que comunique al señor de Turenne?

—Decidle que, si quiere llegar a Montreuil, necesitará cañones.



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Las horas pasaban y los soldados seguían cavando; aunque hubiesen rechazado a la caballería, seguían llegando más franceses. Otros caballeros se habían dispuesto en los flancos, dejando el paso libre a masas de soldados que formaron sólidos escuadrones. De vez en cuando, grupos de mosqueteros se acercaban en orden abierto con intención de hostigar a los españoles; sin embargo, tuvieron que enfrentarse con las patrullas de cazadores, y pronto aprendieron que era letal acercarse a menos de cien pasos. Los batidores enemigos se habían retirado permitiendo que los defensores pudieran cavar sin ser molestados.

—Todavía no ha llegado su artillería —musitó Purroy— ¿Cómo andamos de munición?

—Quedan quince disparos por pieza —respondió un ayudante.

—¿Y los hombres?

—Los batallones de la izquierda apenas han disparado, pero los de la derecha tienen sus cartucheras casi vacías.

—Tendremos que repartir las balas entre los franceses que quedan, que nadie pueda quejarse de no haber catado plomo español. Capitán —dijo a su asistente—, necesito que se encargue de distribuir los cartuchos. Teniente —dijo a otro ayudante—, hacedme la merced de enviar un mensajero al marqués de Lazan. Decidle que podremos resistir si recibimos municiones.

Por fin pudo ver que el enemigo preparaba sus cañones. Los contó: nada menos que cuarenta piezas. Pero…

—Decime, teniente ¿A qué distancia creéis que están?

El ayudante no tuvo que pensar, pues esa mañana había recorrido la pradera tomando referencias.

—A ochocientos pasos, mi general.

—Esos infelices no saben dónde se han metido. Decidle al capitán Pérez —al mando de la artillería española— que acabe con ellos, pero que reserve la mitad de su munición para la infantería.



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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XX
Donde se cuenta como Don Francisco curó la mano del Marqués del Puerto


Sepa, lector sapientísimo, que mi mentor y maestro, tuvo la ventura de escogerme para que, por mi aplicación para llevar cuentas, anotase los pormenores del día, de tal suerte que fue habitual que lo acompañase en sus diligencias fuera del hospital y esta fue causa primera y principal desta y otras aventuras en la guerra de nuestra Católica Majestad contra los infieles en las tierras de Egipto.

Después de haber fortificado el campo y montado el hospital, hubo una escaramuza entre las caballerías, y una nutrida partida de turcos persiguió a los nuestros hasta la entrada del campo. Pero por gracia de Dios, de un certero cañonazo los nuestros mataron al hijo del señor de Rexi, que mandaba la tropa enemiga.

Dos días después, el Marqués del Puerto sacó al ejercito antes del amanecer, marchando hacia el enemigo con el majestuoso rio Nilo protegiéndonos la izquierda. No estaban muy lejos del foso cuando Don Francisco me manda ensillar una jaca y acompañarlo, pues no había pasado aún la revisión sanitaria matutina. Mi maestro estuvo satisfecho, pues no llegaba a la docena el número de soldados con diarreas que tuvo que mandar de vuelta al campamento. El bueno de Don Francisco decía que con el cul* flojo, el calor del desierto y los rigores de la guerra, el cuerpo no aguanta, y el soldado enfermo lejos de ser ayuda para sus compañeros se convierte en una carga. Al menos en el campamento podrían ayudar en la defensa.

Cuando estábamos en el batallón de Don Álvaro de Luna y visitando a la Compañía del Hospital y la Reina, como si una vara hubiese golpeado un avispero, así salió una multitud de jinetes infieles que pronto cubrió el horizonte. Don Álvaro, con buen tino de capitán avezado, ordenó que nos quedásemos dentro del cuadrado de hombres con mosquetes que presentaban sus armas a suerte de picas.

Cuando los moros cabalgaban sobre nosotros, Don Francisco me dio su bordón y me dijo que apoyase en el parte de mi peso.
- Don Francisco, no estoy cansado – respondí.
- Lo sé, zagal. Es para que no se vea que estáis temblando.
- Y vos, vos no tenéis miedo?
- Yo? – y se volteó mirándome con una sonrisa resignada, para luego acercarse a mi oreja y susurrarme –yo me estoy cagando de miedo, Pablo, pero primero me corto los cojo*** antes de deshonrar a los hombres que nos rodean. Habéis entendido? Ahora callad y no penséis.

Así que callé. Nuestros cañones hablaron por mí y derribaron a los primeros mamelucos, cuando ya sentía la tierra temblar, escuché los tambores y los gritos de “Santiago, España!” y sonó la primera descarga de mosquetes, luego otra, y otra más. Los turcos se acercaron hasta disparar con sus pistolas, pero nuestra línea no cedió. Prietas filas de acero eran las puntas de los estoques de los mosquetes! Más disparos de mosquetes, y nuestros enemigos huyeron.

Al poco tiempo, vi a nuestros jinetes salir en persecución del infiel, y su derrota se convirtió en una desbandada. Los que estaban a pie probaron el frío de nuestras espadas, y los que aun cabalgaban fueron desmontados a disparos de pistolas y carabinas. Todos sabéis que fueron los caballeros de Malta quienes primero entraron en Rexi por las puertas, pero fueron los prohombres de Valencia quienes aseguraron las mismas. Mientras Don Francisco con regocijo comprobaba que no teníamos muertos que lamentar y los heridos eran pocos, Don Álvaro, ágil de mente y presto de miembros, reunió 4 compañías de los batallones de Valencia y los llevó delante de las murallas de la recién conquistada ciudad. Y allí mismo los puso a cavar el foso y la muralla de un castro de campaña.

Esa misma tarde, el resto del ejército se puso al resguardo de las nuevas defensas, y con las bocas de nuestros cañones apuntando a Rexi, no hubo movimiento hostil de los infieles. Surgieron toldos para resguardar a nuestros hombres del inclemente sol y poco después de mediodía, Don Pedro Barea y un grupo de cirujanos llegaban al campamento adelantado. Don Francisco, incansable y este servidor ya habían comenzado a atender a los heridos leves, pues fue menester antes de eso, enviar al hospital a los heridos mas graves.

Dios quiso que en esta victoria solo tuviésemos que lamentar 30 muertos. También tuvimos heridos graves, de estos menos de dos docenas morirían. El resto de los heridos podían ser aliviados en el mismo campo de batalla de haber sido necesario, pero por la previsión de Don Álvaro, esto se hizo protegidos de cualquier alevosía y traición.

Ya había el sol estaba bajando, cuando se escuchó en el hospital “el Marqués del Puerto está herido, el Marqués del Puerto está herido!”. Por primera vez en el día, vi al rostro de mi maestro descomponerse y una palidez que no le había visto ni siquiera cuando cargaban los mamelucos. Yo, que había visto a mi maestro en tantos y tan diversos lances, ignoraba que fuese tan cercano del hombre más notable de Valencia! De inmediato, tomó una caja de instrumentos aún cerrada, y haciéndome acompañar por Martinico, Martin de Alcántara y por mí, nos dirigimos a la tienda en donde flameaba la bandera de mando de Don Pedro LLopis.

No habíamos entrado en la tienda del herido cuando escuchamos retumbar la voz del marqués desprovista de cualquier matiz de amabilidad “…Fuera!!!, he dicho que fuera de aquí!... Malditos matasanos, son todos iguales!...” . Al entrar, vimos que varios médicos notables de Valencia se retiraban con las orejas gachas de perros apaleados.

Vimos que Don Pedro ya se había lavado la mano izquierda que era la herida. Luego de lavarse las manos hasta los codos, Don Francisco ordenó que todos los los que no eran sanitarios saliesen, luego examinó la herida, y vió que el marqués apretaba los dientes.
- Duele?
- No preguntes gilipolleces, Paco! – también ignoraba que entre ellos a veces intercalaban palabras que los demás no entendíamos – Cómo estoy?
- Mueve los dedos. Sientes los pellizcos?
- Coooño! Sí! Y también puedo mover los dedos.
- Corriste con suerte. No hay nervios ni ligamentos destrozados. La punta de la flecha atravesó limpiamente el espacio entre los metacarpianos. Te voy a lavar. Aguantas o te anestesio?
- Con coca?
- Sí, porque el láudano que usaste es bastante flojo.
- Anestesia. Poco, pero anestésiame.
- OK. Evita durante las próximas 6 horas dar órdenes importantes, y revisa después toda la correspondencia que hayas dictado. Puedes ser algo exultante – dijo mi maestro casi riendo.
- Te haré azotar! – respondió el marqués con una sonrisa cansada.

Luego de anestesiar, Don Francisco limpió la herida concienzudamente. Lavo con agua, jabón y enjuagó con vinagre. Con cuidado puso una venda limpia y dijo:
- Te dejo una cura oclusiva. En unos días va oler a podrido, pero estarás bien.
- Riesgo de tétanos?
- Menos que en Europa. Pero existe.
- Tu qué crees?
- 9 de 10 a tu favor.
- Me basta. Y la infección?
- Está en camino. Pero tu sistema inmune es fuerte. Sobrevivirás. En los próximos días te tendré a punta de sopa de pollo con jengibre y ajo.
- Antibiótico naturales?
- Placebos que hacen que la sopa sepa bien! Lo que no mata, engorda!

Don Francisco hizo entrar a los Maestres de Campo Idiáquez, Barlota y Toralto y les dijo en voz baja:
- Se ha de recuperar, si la virgen nos ayuda, será pronto. Pero evitad cansarlo. Por qué no me llamasteis antes?
- El Marqués quiso que vos primero atendieseis al ejército.
- Y él no es parte del ejército? Caballeros, sé que todos vosotros sois hábiles hombres de armas y capitanes intrépidos. Pero os ruego que no dejéis de llamarme atendiendo al estoicismo del Marqués.
- Vos sabéis que es difícil lidiar con el Marqués. La paciencia a veces no es una de sus virtudes.
- Ni tampoco el descanso – agregó el coronel Vinuesa – se preocupa de minucias. La noche antes de la batalla, tenía espacio en su cabeza para preguntar por una piedra cubierta de dibujos de los infieles.
- Oh! Esa piedra es importante para don Pedro! Sabed que el Marqués piensa que en alguno de esos dibujos se cuenta la historia de José y de Moisés.
- Son judíos – se quejó Vinuesa.
- Son profetas judíos que no vieron la luz que Nuestro Señor trajo al mundo, pero recordad que fue al segundo al que Dios Padre dio sus leyes en el monte Sinaí.
- La piedra os interesa a vos también?
- Sí, pues es de interés para nuestra santa religión. Pero en tanto no sepamos como leerla, solo será una piedra. Cuidadla por favor! Y recordad, dejad al Marques que pueda descansar.
- Eso será difícil – agregó meneando la cabeza el Maestre Idiáquez .

Y en ese instante, Don Pedro Llopis, Marqués del Puerto y comandante del Ejército de Egipto comenzó a dictar de nuevo a Don Francisco Herrera, su escribano particular: “…así desplegamos el ejército en línea, con las banderas al frente…”


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Mensaje por reytuerto »

BOLLOS FRITOS CON RELLENO DE DULCE DE JUDIAS NEGRAS BATIDAS COMO DON FRANCISCO LAS HIZO PARA EL EJERCITO DE EGIPTO

(del recetario de Dña. Leonor Aparicio, cocinera del Cirujano Real Fco. De Lima, Madrid, Siglo XVII)

Ingredientes

1. PARA LOS BOLLOS FRITOS

 1 taza grande de leche de vaca
 4 tazas de harina
 1 cucharada de levadura seca de panadero
 Media taza de azúcar (o al gusto)
 5 cucharadas de mantequilla suave
 1 vaina de vainilla
 2 huevos
 1 pizca de sal


2. PARA EL DULCE DE JUDIAS NEGRAS BATIDAS

• 4 tazas de judías negras
• 1 taza de leche
• 5 tazas de azúcar rubia
• 2 ramas de canela
• 3 clavos de olor
• 1 1⁄2 cucharadas de sésamo tostado


Preparación

Templad la leche a fuego bajo y deshaced muy bien la levadura en ella.
Incorporad el azúcar, la mantequilla y el huevo muy batido y mezclad bien. Poned la harina y la pizca de sal y amasad hasta que la masa esté lisa, pero por ventura, que no os quede muy sólida. Dejadla reposar tapada con un paño húmedo hasta que doble su tamaño.

Volved a amasar ligeramente y estirad con la ayuda de un palo de cocina hasta que tenga dos dedos de grosor, cortad con un vaso en círculos y dejad reposar nuevamente en una bandeja tapada (separad los bollos, porque aumentaran de tamaño nuevamente).

Freíd los bollos en el aceite caliente. Dad la vuelta para que estén hechas por igual. Escurrid bien.

Para el dulce de judías negras, remojad las judías negras desde la noche anterior. Por la mañana, cocinadlos a fuego medio con agua que los cubra hasta que estén bien hechos. Retirad el líquido y aplastad las judías hasta que obtengáis una pasta blanda.

En una olla alta de fondo grueso, echad la pasta de judías negras, la leche, el azúcar, la canela y los clavos de olor y cocinadlos a fuego lento. Es menester que remováis con una cuchara de madera de mango largo hasta que espese.
El dulce de judías negras estará listo cuando, al remover con la cuchara de palo, se pueda ver el fondo de la olla. Agregad para finalizar el sésamo tostado.

Abrid con un cuchillo afilado los panes por la mitad y llenadlos generosamente con el dulce de judías negras. Estos bollos saciarán el hambre de los soldados, se pueden repartir durante la batalla y evitan que los hombres del rey pierdan sus fuerzas. Es buen alimento.

Si disponéis de leche de vaca y azúcar en abundancia, podéis hacer un dulce de leche que en el reino del Perú los naturales llaman manjarblanco. Por cada azumbre de leche, usad 4 libras de azúcar, podéis agregar una rama de canela si ese es vuestro gusto.

En una olla alta de fondo grueso a fuego bajo hervid la leche y el azúcar. Removed bien con una cuchara de palo y mango largo, siempre haciendo movimientos de ocho, y no en círculos. No ahorréis fatigas y removed hasta que la leche haya reducido y cuando al remover se pueda ver el fondo de la olla. Dejad reposar y llenad con manjarblanco tibio los bollos fritos.


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Mensaje por Domper »


Turenne acababa de expresar su disgusto a Gramont. Su fracaso le había costado medio día. O más, porque tras el combate el ejército tendría que ponerse en orden de marcha, y las horas contaban. Ahora comprendía la estrategia de sus enemigos: al dejarle asediar Dunkerque, había abierto el camino para que el ejército de Flandes conquistase Abbeville y machacase la Picardía. Al final, no solo no había tomado Dunkerque, sino que Francia estaba perdiendo el norte. Era imperativo que el ejército volviera a campo francés para contener a los españoles e intentar recuperar alguna plaza; sin embargo, esa línea que tenía delante se estaba revelando más coriácea de lo que pensaba. En otras condiciones no le hubiera preocupado demasiado, pues antes o después la hubiera arrollado, pero se imaginaba que el resto del ejército español se dirigía hacia él a marchas forzadas. Es lo que él hubiese hecho y, a la vista de los movimientos españoles, tenía que suponer que el enemigo no estaba cometiendo errores. El problema era que, si no conseguía romper la línea contraria, tendría que intentar escapar hacia el oeste, pero atravesar los pantanos le costaría, como mínimo, su artillería y su bagaje.

Al menos, parecía que los bloqueadores no habían recibido refuerzos, y el ejército francés seguía siendo muy superior. Ahora lamentaba el intempestivo ataque de Gramont. Hubiera sido mejor esperar a que los cañones abrieran brecha. Por fin estaban dispuestos; había llevado horas, pero con unas pocas balas de cañón evitaría perder más soldados. Entonces vio las nubes de humo que se elevaban de la aldea. Momentos después escuchó una explosión como de petardo, y al momento los hombres y caballos que movían un cañón cayeron al suelo, retorciéndose. Los españoles siguieron disparando, y un carro cargado con pólvora estalló con terrible estruendo.

—Mi señor, os dije que están empleando un tipo nuevo de metralla.

—Ya lo veo —contestó secamente—. Señor de Gramont, uníos a vuestros escuadrones y preparaos para cargar. Señor de Villeroy, es el momento para que vuestros infantes ataquen.

Turenne vio cómo el resto de su artillería desaparecía antes de que los infantes empezasen a moverse.



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—¡A las trincheras! —ordenó Sampedro al ver que los cañones franceses supervivientes disparaban. Los soldados ni se lo pensaron, y las bolas de hierro pasaron inofensivamente. Desde la aldea, Purroy seguía los movimientos enemigos. A unos pasos a la derecha, los cañones españoles dispararon casi al unísono. Al momento, vio que las explosiones barrían la posición francesa. Los aturdidos artilleros pudieron tirarse al suelo o refugiarse tras las cureñas, pero los caballos de los tiros cayeron despanzurrados, otro carro de pólvora explotó, y las pesadas piezas quedaron abandonadas en el campo.

—Excelente, capitán. Les habéis dejado sin artillería. Ahora preparaos para acabar con los infantes. Hacedme la merced de barrer ese escuadrón.

Unos segundos después las piezas volvieron a abrir fuego, haciendo caer a decenas de enemigos y deshaciendo la formación.

—¡Bravo! Seguid así y la jornada será nuestra.

—Mi general, eran los últimos disparos.

—¿Sabemos algo de Lazán?

—Todavía no.

—Pues entonces serán los fusiles los que hablen. Ordenad a los soldados que salgan de las trincheras y que se preparen.

—¡Todos arriba! —Gritó Sampedro— ¡Por mis muertos, que al último le arranco la piel!

Al momento, las líneas volvieron a formarse. Desde el otro lado, llegó un grito—: En avant!

Las formaciones francesas avanzaron pesadamente. Eran buenos hombres, que habían resistido la metralla sin pestañear, rehaciéndose para cubrir los huecos. Llegaron a donde el campo se alfombraba de cadáveres de hombres y caballos, y sin romper sus líneas siguieron adelante.

—Esperen a que estén a cien pasos —ordenó Purroy.

Los segundos pasaron. Los franceses continuaron; al ver que pisaban los restos de los suyos empezaron a gritar, pero sus jefes les ordenaron seguir.

—Cien pasos ¡Apunten!

Los fusiles se elevaron.

—Recuerden vuesas mercedes. Cada disparo, un blanco. Los batidores, contra los jefes. Los demás, a lo que se mueva ¡Fuego!

Cuatrocientos fusiles tiraron al unísono, y decenas de hombres parecieron retorcerse en el aire, alcanzados por nubes de proyectiles. Los soldados enemigos se detuvieron un momento…

—Segunda ¡Fuego!

Las andanadas siguieron, una cada diez segundos. En pocos momentos la mitad de la infantería francesa estaba por tierra. El resto echó a correr.

—¡Alto el fuego!

—¡Bravo, muchachos! —todos escucharon los ánimos de Purroy. Pero tanto él como sus hombres sabían que apenas quedaba munición.



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El asalto no había sido detenido, sino aniquilado. Turenne podía ver que pocos de sus soldados volvían, la mayoría sin sus armas. Era grave perder tantos hombres; pero lo peor era ver que el valor les había abandonado. Además, acababa de escuchar disparos hacia el oeste. El ejército español se acercaba. Tenía que decidirse ya: o se retiraba hacia el pantano, o hacía el último esfuerzo.

—Monsieur d’Artagnan, decid al mariscal de Gramont que se una al ataque en cuanto los infantes lleguen a doscientos pasos.

Otro escuadrón de soldados empezó a moverse. A trescientos pasos se desplegaron formando una línea; al menos, esta vez los cañones españoles permanecieron en silencio. Siguieron avanzando, dejando huecos para que pasase la caballería, pero apenas sobrepasó a los infantes cuando volvieron a escuchar las andanadas y el zumbido de las balas. Los caballeros supervivientes tardaron en volverse el tiempo de rezar un padrenuestro, sin detenerse por nada, ni siquiera para respetar a los soldados de a pie. Las líneas descompuestas intentaron rehacerse, pero entonces las balas se dirigieron contra ellas, y los franceses fueron derribados como bolos.

Turenne quedó impresionado por la masacre. Había podido distinguir como la cabeza de Gramont desaparecía en una nube de sangre. Los soldaos caían por decenas, hasta que los infantes titubearon. A su flanco, los disparos eran cada vez más cercanos. Era ahora, o nunca.

—¡Victoria o muerte! —dijo Turenne ¡El que tenga valor, que me siga!

El valor no defendía del plomo, y la carga conoció el mismo fin.

—Sargento, no me quedan balas.

—A mí, solo dos.

—¿Qué os faltan, balas o huevos? ¡A cuchillo!

La línea española empezó a avanzar. Purroy se puso al frente y se lanzó hacia los franceses que ahora uno, luego diez, empezaron a recular, hasta que todos perdieron el ánimo y escaparon.

—¡Adelante! ¡Que no escapen esos cobardes!

Cuando la noche cayó el ejército francés había desaparecido. Fueron miles los que se volvieron hacia San Omer, solo para encontrarse con el ejército de Lazán. Tan solo pudieron salvarse los que consiguieron cruzar los pantanos que les separaban de la costa: unos pocos millares de desharrapados, que habían perdido sus armas, acosados por los infantes españoles del ala izquierda, que apenas había entrado en combate. Purroy se quedó en Rémortier, felicitando a sus hombres, cuando llegó otro grupo al galope.

—Barón, veo que no me habéis dejado nada.

Purroy pensó su respuesta; no quería manchar su triunfo enfrentándose a su jefe.

—Señor marqués, siento no haberos aguardado, pero los franceses tenían prisa en ser derrotados.

—Bien dicho, barón. No hay que hacer esperar a la victoria. Ahora disfrutad de los honores y del descanso que os habéis ganado a pulso. Tenéis tres días. Luego, me acompañaréis. Deseo que vuestra división forme a la diestra, como los más bravos. Hasta París.



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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


—Señor d’Artagnan ¿Dónde está el ejército del rey?

—Eminencia, yo soy el ejército.

El caballero había llegado a París tras una difícil huida. Había seguido a Turenne hasta que una bala le partió el pecho. Con su último aliento le pidió que salvase lo que quedaba de ejército, pero había sido imposible, porque los españoles que llegaban desde Amiens ya estaban cayendo contra el flanco. Los que intentaron resistir, murieron. Los que volvieron a Dunkerque, fueron apresados. Los que huyeron hacia la costa, cazados como ratas. Tres mil pudieron acogerse a Montreuil tras chapotear por el pantano, solo para que la plaza capitulase a los tres días. Él había capitaneado a los que no quisieron rendirse, pero el cansancio y las deserciones habían hecho que el caballero llegase a París solo.

—¿Cómo pudo ocurrir? ¿Qué es lo que falló?

Mazarino casi imploraba, pues jamás hubiese esperado un desastre como el de Rémortier. Había confiado en Turenne, creyendo que, aunque no venciese, al menos podría evitar la derrota. Pero estaba equivocado. El orgulloso ejército había desaparecido. Las últimas noticias decían que los españoles se dirigían hacia la capital a marchas forzadas, y que las ciudades abrían sus puertas en cuanto veían emplazar los cañones.

—No fue el mariscal quién falló, monseñor, ni les faltó valor a sus hombres. Pero no pueden luchar contra el hierro. Tienen unas armas nuevas que disparan diez veces en el tiempo que las nuestras tiran una. Pensábamos que les superábamos cinco a uno; en realidad, era al revés.

—Decidme, caballero ¿Qué podemos hacer contra esas armas?

—¿La paz?
Última edición por Domper el 06 Ene 2022, 23:20, editado 1 vez en total.



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reytuerto
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Dejé la tienda de Pedro y de inmediato me dirigí a ver que los carros aljibes y los aguateros en mulas estuviesen llevando el agua con vinagre a todo el ejército, pues con el esfuerzo hecho, el calor pese a ser invierno y tener un rio al lado, la tentación de beber aguas insalubres era grande. Por supuesto, quien defecase fuera de las letrinas seria castigado, pero permití que el que quisiese bañarse en el río lo hiciese a sus anchas. La comida era buena y abundante, y además de posca en abundancia repartida 5 o 6 veces al día, autoricé la repartición de vino con prudencia.

Primera vez que veía una batalla campal. Los ayes de los heridos que llenaban el campo paulatinamente iban disminuyendo, pues numerosas partidas de soldados recorrían el descampado ultimando a los heridos con estoques breda, cuchillos y cualquier moharra disponible, obviamente el pillaje de los muertos era permitido (y generalmente, este no era contabilizado en el botín, sino que pasaba a ser propiedad del afortunado que lo tomaba). Pude convencer a los soldados que no matasen a todo los heridos, y que llevasen al hospital al menos a los que tenían los arreos más lujosos y las armas más elaboradas, pues seguramente serían los jefes. Con todo, si los muertos se quedaban ahí, no tardaríamos en tener una epidemia de proporciones.

Al día siguiente, con la autorización del Maestre de Campo Idiáquez, conmine a todo labriego varón mayor de 20 años de los pueblos y aldeas del kadiluk local. Al final, cerca de 2000 hombres estaban disponibles. Les ordené cavar a media milla tierra adentro del campo de batalla una docena de fosas de por lo menos dos metros de profundidad y allí fueron arrojados los cadáveres ya tiesos para luego ser cubiertos por cal y enterrados. Lo que no había sido pillado por nuestros soldados, fue despojado por los fellahs, todo!, desde cinturones, bolsos y botas, hasta caftanes y turbantes. Los caballos muertos fueron quemados en enormes hogueras que dejaron una pestilencia en el ambiente por varios días.

La cuidadosa tabulación de Pablo me señaló que los mamelucos habían tenido 3126 muertos, contando los heridos despachados después de la batalla. De estos, casi dos tercios fueron barridos por la artillería, incluidos los cañoncitos de 1 libra, otro tercio fue muerto a fuego de fusil, pero las heridas por arma blanca fueron testimoniales, prueba que la caballería otomana no llegó a chocar contra nuestras líneas. Una magnifica victoria… pero, podrá repetirse en otro escenario? La suerte, la verdadera suerte, es que a Pedro este triunfo no se le subiría a la cabeza, y sabría ponderar los pros y contras, para poner las cosas en su sitio.

Mientras la flota recorría el delta y sometía a Damietta el puerto viejo en el brazo oriental del Nilo, controlando efectivamente los principales accesos al Delta y el Alto Egipto, los contables de Pedro hacían recuento de nuestro botín: Mierda! Superaba con creces mis expectativas más locas! Toneladas de pimienta, clavo, nuez moscada, Cardamomo, canela y cúrcuma, Además de incienso y mirra de la Arabia Feliz, Café de Abisinia, cientos cuando no miles de troncos de ébano y palisandro, sedas y lacas de China y Japón. Pero eso era tan solo el comercio mayorista, la parte de león eran los bienes suntuarios destinados a las cortes y palacios alrededor del Mediterraneo: diamantes de Golconda, rubíes de Ceilán, zafiros de Cachemira, esmeraldas del Panshir, lapislázuli de Bactria, perlas de Bahrein, y por supuesto oro, enormes cantidades de sultaníes, altines, dinares, cequíes, ducados y florines, de todos los imperios y reinos situados a los cuatro puntos cardinales de Egipto. Por no contar el rescate de 200,000 sultaníes que tuvo que pagar Rexi para que no fuese entregada al saqueo. Al regresar a Valencia, todos los miembros de la expedición tocarían tierra siendo hombres prósperos!
A las dos semanas, la mano de Pedro lucía en franco proceso de recuperación. Las fiebres habían pasado y el Marqués del Puerto hacía gala de un humor estupendo y encaraba la repatriación de los más de 4000 esclavos cristianos (entre católicos, ortodoxos y protestantes) a la Sicilia española con optimismo. Si a eso le sumamos los decenas de yeguas y padrillos de la mejor sangre árabe, los que indudablemente serian un excelente influjo para el servicio de remonta real, y sobre todo que la dieta de sopa de pollo ajo y jengibre había dado paso a guisos de cordero muy condimentado, gambas al ajillo y curry y ganso asado. Lo dejé después de haber tomado un café tan fuerte y especiado que me dejó una taquicardia ligera, cuando estaba con sus capitanes planeando el viaje de retorno, que para los tercios italiano, valón y español sería a Génova, pues de la costa ligur subirían hasta Alemania para reforzar el ejército del Cardenal Infante: el Camino Español estaba abierto de par en par!

Sin embargo, apenas a los dos días, me recibió con evidente malhumor. La mano le duele! Fue el primer pensamiento que cruzó por mi cabeza:
- No, Paco, la mano va de mil maravillas. No me molesta y ya ha dejado de oler a muerto. Mira! –me mostro un despacho reciente, que leí con rapidez.
- El bey de Derna ha roto su palabra y está pirateando de nuevo? Está loco! Con lo que le ha pasado a Argelia y Tripoli!
- Sí, es un cretino pagado de sí mismo. Se cree independiente de Bengazi, Trípoli o Túnez, y sólo acata órdenes de la Sublime Puerta.
- Ordenes que no deben haber llegado, si es que alguna vez se cursaron.
- Exacto!
- Los puedes reducir en un santiamén.
- No, los tercios en una semana embarcan hacia Génova. Y yo regreso con la caballería a Valencia.
Una idea pasó por mi mente y casi sin pensar se la solté:
- Dame tres batallones valencianos, dos navíos, las galeras y media docena de jabeques.
- Tú? Cómo vas a tomar la plaza? –Me miró Pedro con sorpresa.
- Tengo dos armas a mi disposición y un as bajo la manga.
- Que armas tienes, Paco?
- Cohetes, una versión de los cohetes Hale, que he venido perfeccionando. No tienen gran precisión, pero de que saturan, saturan!
- Y cuál es la otra?
- Los mapas y planos de Derna de la guerra de 1805.
- Qué?
- From de halls of Montezuma, to the shores of Tripoli – canturrée bajito- no te acuerdas de los Marines en Libia. La primera guerra Americano-berberisca. Desde la expedición de Trípoli he exprimido la memoria de mi teléfono para tener información útil del norte de Africa.
- Sinvergüenza! – Bufó Pedro – Cuando me lo ibas a decir? 2000 hombres te serán suficientes?
- Los gringos lo hicieron con 500. Mercenarios entre griegos, albaneses, egipcios y turcos.
- Me estás tentando. Muestra tu juego, cuál es tu as bajo la manga?
- Napalm y gases lacrimógenos, Pedrito – dije con una sonrisa – guerra del siglo XX.


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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.
Las tres victorias: Rémortier, las Dunas y Coullemelle

La recuperación francesa obra de Mazarino, había naufragado en Rémortier. La enconada defensa que la división del barón de Purroy hizo de la aldea detuvo en seco a los franceses y les causó millares de bajas: el número exacto se desconoce, pero solo ante Rémortier se contaron tres mil doscientos cuerpos. El enfrentamiento fue tan intenso y prolongado que la división e Purroy estaba a punto de agotar su munición cuando, en el momento álgido del combate, llegó el regimiento de caballería de Lens, que había sido enviado para reforzar a Purroy. Junto a los jinetes iba el marqués de Lazán que, al ver la crítica situación de Purroy, prefirió no reforzar su línea sino lanzar los apenas seiscientos sables del regimiento contra el flanco francés.

El momento fue de lo más oportuno pues acababa de ser rechazado un ataque en el que habían caído Turenne y Gramont, y el mando había recaído en el señor de Villeroy, que había sido herido en el brazo y estaba aterrado tras las tremendas pérdidas que había sufrido su infantería. Creyendo que la caballería era la vanguardia del ejército español, dio órdenes de escapar, pero sin indicar hacia dónde. Él mismo sería apresado poco después por los soldados de Purroy.

A pesar del mortífero efecto de la fusilería, el ejército francés aun era potente pero, impresionado por el terrible fuego español y sin órdenes claras, emprendió una retirada caótica y acabó dispersándose acosado por los restantes regimientos de caballería hispanos, que se incorporaron al ataque a medida que llegaban al campo de batalla. Buena parte de los franceses intentaron volver hacia San Omer, solo para verse embolsados y tener que capitular al día siguiente. La vanguardia, la que había sufrido lo peor del combate, intentó escapar por las marismas tras abandonar la impedimenta e incluso sus armas personales. Acosados por los fusileros de Purroy, fueron apresados unos dos mil, y solo tres mil consiguieron llegar a Montreuil, que se rindieron tres días después cuando la plaza fue bombardeada por la artillería española. El caballero D’Artagnan comandó a algunos fugitivos que le fueron dejando, hasta llegar solo a París. Su respuesta al cardenal Mazarino («Monsieur, yo soy el ejército») llevó al mito del ejército de un hombre, cuando en realidad, durante los días siguientes miles de fugitivos consiguieron acogerse a las líneas francesas. Ahora bien, habían perdido armas, bagaje y, sobre todo, la moral. Buena parte retornó a sus hogares, y algunos se convirtieron en salteadores de caminos.

La batalla había acabado en un desastre peor que el de Pavía del siglo anterior, o los de Camarasa o Lens de la Gran Guerra. El ejército reunido con tanto esfuerzo había sido aniquilado, y el norte de Francia quedó indefenso. Por el contrario, las fuerzas españolas apenas habían tenido pérdidas: unos cuatrocientos entre heridos y muertos, la mitad del regimiento de Lens. El resto del ejército español, que llegó al campo de batalla al atardecer, estaba intacto y fresco, y prosiguió las operaciones sin detenerse. La caballería española avanzó rápidamente hacia el sur, llegando tan lejos como Ruan, Beauvais y Creil, a apenas dos días de marcha de París. Aunque las ciudades cerraron sus puertas, la frontera quedó abandonada a su suerte.

Mientras, Lazán se dirigió a marchas forzadas hacia Dunkerque. Al saber de la derrota de Turenne, Montagu había ordenado abandonar el sitio y reembarcar el ejército, pero aun estaban en tierra la mitad de sus fuerzas cuando llegaron los españoles. El general inglés ya había embarcado, y su subordinado Caufeild intentó formar una línea para proteger la retirada del resto del ejército. Sin embargo, el marqués atacó sin detenerse y en la batalla de las Dunas. Destrozó al ejército inglés. Con las divisiones de Pérez de Peralta y de Alburquerque (apenas siete mil hombres) se lanzó contra el centro inglés tras un corto bombardeo artillero. En la batalla, que duró menos de una hora, los hombres de Pérez de Peralta rompieron el centro enemigo y barrieron lo que quedaba de las fuerzas inglesas, que perdieron cuatro mil hombres, la mayoría prisioneros, más toda la artillería y la impedimenta.




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Destruidos los dos ejércitos de campaña enemigos, el marqués de Lazán reanudó su campaña en la Picardía. Durante las tres semanas siguientes expugnó las ciudades de Albert, Peronne, San Quintín y Laon. La desmoralización gala quedó manifestada en la rápida capitulación de las plazas tras cortos bombardeos artilleros.

Mientras tanto, el pánico se había adueñado de París. Corrían rumores sobre el desastre de Turenne (que Mazarino intentó inútilmente ocultar) cuando se avistaron patrullas de caballería española en el Oisne. Casi al mismo tiempo se supo del descalabro de Montagu en las Dunas, de la caída de las plazas de la frontera, y del avance hacia la capital. Parecía que España disponía de una pléyade de hábiles generales, a cada cual más hábil y más veloz, y que la caída de París era inminente. Temiendo que la capital fuera cercada, la corte la abandonó entre los abucheos de los parisinos, que tras la salida de los últimos aristócratas cerraron las puertas de la ciudad. La corte francesa vio como también se le negaba el acceso a Orleans, y tuvo que refugiarse en Tours.

Por entonces, el ejército español apenas había superado el Somme, ya que Lazán había concedido a sus hombres unos días de descanso, necesario no solo por la fatiga de sus soldados, sino por tener que reponer las provisiones y la munición. Había sido la caballería ligera la que efectuó las incursiones que crearon tanta alarma. Finalmente, los españoles se dirigieron hacia París. En Coullemelle, Lazán se encontró con el ejército de Lorena dirigido por De Créquy. Allí los franceses sufrieron otra derrota catastrófica cuando el marqués, en una atrevida maniobra, consiguió interponerse entre los franceses y París. De nuevo los galos intentaron romper las líneas españolas solo para encontrarse con el fuego de todo el ejército hispano. Esta vez las bajas no fueron tantas como el Rémortier, ya que los franceses desistieron tras un primer ataque fallido. Atrapado entre los fusiles españoles y el río, De Créuguy se vio forzado a capitular, y solo unos pocos franceses consiguieron escapar a nado. El último ejército de Mazarino también había sido destruido.

El resultado de la campaña, hasta entonces, había sido impresionante: la destrucción de los ejércitos de campaña enemigos, con la captura de unos treinta mil prisioneros y de montañas de armamento, más la conquista de las plazas fuertes de la frontera norte francesa. Siguiendo la estrategia iniciada tres lustros antes por el Marqués del Puerto, Lazán ordenó demoler las fortificaciones de las plazas que había tomado. Aparte de su escaso valor ante la artillería moderna, Lazán prefería no tener que dispersar sus fuerzas en guarniciones. Solo Laon las mantuvo, y en la colina que dominaba la ciudad se construyó una de las plazas de nuevo estilo que pasó a ser la más adelantada de las españolas, apuntando directamente a París, Reims y el corazón de Francia. De hecho, buena parte de los prisioneros tuvieron que trabajar en las obras hasta que fueron rescatados por Luis XIV (con un coste de cien francos por soldado). El armamento capturado también tuvo utilidad: la artillería apresada fue cedido a los imperiales y al rey de Polonia, y se hizo lo mismo con los mosquetes en mejor estado, tras ser convertidos para emplear percutores. Otras partidas de armas acabaron en manos griegas o irlandesas, y el resto se vendieron a los venecianos y a otras potencias católicas.

El resultado de la campaña asombró incluso a los que habrían sufrido las del Marqués del Puerto del decenio anterior. No solo por el genio de Lazán (que llegó a ser comparado con Aníbal) sino porque las innovaciones introducidas por su mentor habían cristalizado en un ejército con potencia de fuego y movilidad que multiplicaban las de sus enemigos. Tras el corto paréntesis de los primeros años de la Gran Guerra, la infantería española volvía a dominar Europa.

Los protagonistas de las batallas recibieron el crédito a que se habían hecho acreedores. Al llegar las nuevas de la gran victoria de Rémortier el rey Felipe IV ordenó que repicasen las campanas de las ciudades, y que disparase una salva de veinticuatro cañonazos en honor a los vencedores. El barón de Purroy fue premiado con el marquesado de Rémortier, y Lazán, con el ducado de las Dunas. Para el almirante Atondo se creó el marquesado que llevó su nombre. Además, el monarca reconoció a los verdaderos artífices de la victoria: el marqués del Puerto recibió el ducado de Ámsterdam (por su campaña en Flandes), el de Camarasa, el ducado de Dublín, y el barón de Otamendi fue nombrado marqués de Avilés; los tres títulos conllevaban la grandeza de España. Asimismo, se creó la Real Orden de San Felipe, encabezada por el marqués del Puerto (que prefirió seguir ostentando su antiguo título, igual que hicieron Camarasa y Lazán). Los mandos de la campaña recibieron la Gran Cruz Laureada de San Felipe, así como los soldados que se habían distinguido en los combates.

Mientras, la guerra continuaba. Tras la desaparición de los ejércitos franceses el camino de París había quedado abierto, y parecía que nada podía salvar a Francia de los invencibles batallones hispanos. Sin embargo, el milagro llegó en forma de Don Luis Méndez de Haro y Guzmán, marqués del Carpio.




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Pedro y yo sostuvimos una larga conversación esa noche y la siguiente para establecer la “fuerza de tareas” que atacaría Derna. Sólo dos batallones de voluntarios valencianos, los de Álvaro y Vinuesa, un escuadrón de carabineros de la guardia, un destacamento de artilleros y un tercio del hospital, además de las fuerzas navales al mando de Urquizo que estarían compuestas por dos de los navíos valencianos, dos fragatas, dos galeras y ocho jabeques, haciendo una flota respetable.

Pero tan importante como calibrar la fuerza propia es saber la fuerza del enemigo y la inteligencia que la sostiene, Sun Tzu dixit, y ese señor sabía bastante. Afortunadamente, en Derna más que inteligencia había ambición, angurria y vanidad, pues el Bey local, Ali Saquizli, sobrino del prudente pachá de Trípoli, tenía el ansia de hacer que sus posesiones fuesen las más importantes de toda Cirenaica, y en esos oídos la prédica del renegado holandés Martin van der Wiel, el renegado Kemal Rais, encontró campo abonado. Con una flota de 6 polacras de tres palos y otras tantas de dos comenzó intempestivamente una razzia en las posesiones españolas del sur de Italia, Sicilia y Nápoles, capturando cientos de cautivos que fueron llevados a las agobiantes mazmorras y mercados de esclavos magrebíes.

En tierra el bey tenía un orta, unidad del tamaño de un batallón, de jenízaros. Afortunadamente no eran los temidos jenízaros del Cemaat, el endurecido cuerpo fronterizo fogueado en mil combates contra las fuerzas del Emperador en los Balcanes, sino los ya reblandecidos yerliyyas de guarnición, acostumbrados a la vida muelle de señores en una alejada posta del Imperio Otomano. La caballería estaba compuesta por un par de escuadrones de irregulares bereberes, encuadrados como akinjis, pero combatiendo a su indisciplinado modo. Sabía que había un pequeño destacamento de topcus, los entrenados artilleros de la Sublime Puerta, pero como eran pocos serían los encargados de apuntar y dirigir las piezas, que tal vez tuviesen buena dirección, pero les faltaría la cadencia de tiro y perseverancia frente al fuego enemigo de nuestros curtidos artilleros.

La noche antes de partir, recibí las órdenes expresas de Pedro: No exponer vidas castellanas inútilmente! Mejor un castigo menor, que una mortandad inmerecida de los nuestros. Le prometí que sería tacaño con las vidas de los soldados que me confiaba. Nada de asaltos frontales, ni de remedos del Somme o Passchendaele! Por si acaso, me cedía un par de traductores, uno versado en árabe y hebreo, y otro en turco y persa.

A la semana de navegación, nos reunimos en la cámara del almirante Urquizo (hacer la reunión en su buque y no en la San Cosme fue un gesto de respeto que Urquizo supo reconocer). Lo que más le preocupaba era la entidad de las polacras piratas:
- Esas polacras que vos decís, son un invento veneciano?
- No, Almirante. Es un engendro hecho por los herejes calvinistas renegados. Tomaron como base un jabeque y el palo mayor recibió aparejo redondo, también en el mesana, pero sin que este palo perdiese su latina a la española.
- Ciñe bien al viento?
- Tan bien como nuestros jabeques, pero con un viento de popa puede aventajarlos en velocidad.
- Se los lleve el diablo! –Bufó Urquizo- Cómo están artillados?
- Ligeramente, al contrario que nuestros jabeques pensados para combatir rivales de igual o superior entidad, las polacras berberiscas están pensadas en rapiñar. Una batería completa de 6 libras y algunas piezas de 2 o 4 hasta completar dos docenas.
- Vos habéis hecho bien vuestros deberes, Don Francisco! – dijo el almirante valenciano meneando la cabeza en forma de aprobación – dónde y cuándo visteis tales polacras?
- Nunca las he visto, almirante! Pero tengo interés en los avances de la ciencia náutica, especialmente la de nuestros enemigos, y cada vez que puedo, pregunto en el puerto a nuestros capitanes de las novedades que han visto en la mar – Mentira piadosa para no mencionar la Wikipedia – luego, con datos de ahí y de allá, hago un dibujo aproximado, y conversando ahí y allá voy teniendo una idea aproximada de sus capacidades.
- Sois un cristiano mañoso! Dios os preserve así! – y luego dijo señalando el mapa – Si la providencia quiere, los cogeremos a todos en el puerto! Daréis alguna advertencia previa?
- Ninguna, Almirante. No la merecen, han sido ellos quienes faltaron a la palabra empeñada.
- Mejor así, mucho mejor!
- Almirante, puedo recomendar que pongáis a vuestros mejores tiradores en las cofas?
- Os habéis ganado ese derecho, Don Francisco! Pero, por qué?
- Las polacras infieles no tienen cofas – Respondí con una sonrisa aviesa – Los cazareis en cubierta si se ponen a tiro!

Una semana más tarde, la flota española apareció ante Derna apenas una hora después del amanecer. Las defensas del puerto eran idénticas, aunque peores, a las que hicieron frente a los estadounidenses a inicios del siglo XIX: Un fuerte con 24 bocas de fuego, ninguna mayor de 18 libras, defendía el puerto y los almacenes; al oeste, un fortín con 8 cañoncitos, ninguno de los cuales tenía ni el alcance ni la orientación para ofender a la flota, hacía dell palacio del bey una alcazaba más aparente que real, que estaba conectada a una muralla perimetral, más pensada en detener una incursión de bandoleros del desierto, que mantener a raya a un ejército sitiador. Y el premio mayor: la mayoría de la flota pirata se encontraba guarnecida en el Puerto!

Hábil conocedor de su oficio, Urquizo encargó a los dos navíos reducir al fuerte, las fragatas debían acercarse lo más posible sin arriesgarse demasiado para cañonear las polacras otomanas, nuestros jabeques serían perros de presa que se lanzarían a cualquier buque que intentase salir de Derna. Yo desde la San Cosme y los demás mercantes artillados, cañonearíamos el palacio del bey y el fortín adyacente.


A las ocho menos veinte comenzó el cañoneo. Las piezas de 36, 32 y 24 libras de los navíos machacaron con impunidad el fuerte, que en menos de dos horas ya no devolvía el fuego. Dos polacras intentaron salir del puerto en fila, mala decisión, pues fueron cañoneadas una por una de manera inmisericorde. A las once, fragatas y navíos comenzaron a bombardear el fondeaderos, muelles y almacenes portuarios.. Con valor y pericia, una polacra pirata, con las dos velas latinas ya hinchadas, intentó colarse entre los navíos, pero el vivo fuego desde las cofas hispanas dejó al bajel turco sin gobierno, pues apenas estuvieron a tiro, los timoneles y gavieros fueron víctimas de la fusilería española desde lo alto.

Al oeste, 4 mercantes armados con cañones de 12 y 18 libras afinaron puntería sobre la alcazaba, que pomposamente Saquizli llamaba Al-Qzer Darna, el castillo de Derna. Sólo dos cañones de 3 o 4 libras del fortín otomano podían disparar sobre el agua y no tardaron en ser silenciados. A mediodía, justo cuando todas las fortificaciones estaban dominadas, comenzó el desembarco en la cala al noreste de la ciudad, rápidamente una partida de reconocimiento a caballo que incluía a Fadrique trazó un esquema de las murallas de ese lado y como a media milla tierra adentro, entre lo que quedaba de la alcazaba y la puerta de Poniente, se estableció el campamento, a menos de 300 metros del muro sin foso.

Pero simultáneamente, uno de los jabeques capturó sin dificultad a un barco redondo veneciano. Navegaba ligero, sólo un cargamento de mosquetes de mecha que incautamos al momento, y lastre. Pero en el lastre destacaban dos grandes piedras de molino de origen francés. En sus ansias de poder Ali Squizli había creído que podía dar el pan a sus jenízaros proveniente de una única panadería central, algo que sólo la Sublime Puerta hacía con algunas ortas del Beylik, la guardia personal de Tokapi, todo un alarde de vanitas, vanitas, vanitas!

Con rapidez, un fuerte con forma de estrella de 4 puntas apareció detrás del foso, eso nos ahorraría el trabajo de hacer baluartes y fortificaciones externas, e inmediatamente, en el terraplén frontal, colocamos nuestra artillería de 8 libras y 3 cañones de 24 prestados de uno de los navíos. A las 4 de la tarde, el hospital estaba instalado y al lado, casi como una dependencia anexa, mi propia tienda.

De inmediato, con la ayuda de Lope Valenzuela, el traductor y escribano de árabe y hebreo que Pedro puso a mi disposición, redactamos un manifiesto en el que le decíamos con claridad que el bombardeo era una represalia por sus fechorías injustificadas faltado a la palabra empeñada y sobre todo, que si se entregaba, sería considerado huésped –no prisionero- del rey de España y sería llevado en cabina de popa hasta el Bey de Tripoli o a Estambul, o a donde prefiriese. Como compensación se pediría un rescate moderado, la liberación de todos los cautivos y para más garantías, tomaría toda la artillería de la plaza, al menos lo que quedaba. No estábamos estirando la cuerda y proporcionábamos una salida razonablemente cómoda. Eso sí, me cuidé dirigirme a Ali Saquizli no como bey de Derna, sino simplemente como el sankaj-bey de la ciudad, una diferencia sutil pero importante, para que estuviese al tanto que en Valencia y Madrid sabían que sus piraterías eran asunto de él y de nadie más.

Pasaron las horas, y al día siguiente me hace llegar una respuesta breve y de soberbia necedad: “Tu cabeza o mi cabeza”. Antes de hacer las cosas a la bruta, hice un último pulso para que entendiese nuestra posición: Lentamente, hice llevar desde la caleta en donde desembarcamos, las muelas de molino hasta dejarla delante de nuestras fortificaciones de campaña. Fue un proceso tortuoso y por lo tanto, muy arduo. Sin embargo, en ningún momento se atrevieron a molestarnos, ni desde las murallas (no tenían con que), ni con la caballería. A mediodía, el espectáculo estaba servido. La mitad de la población de Derna estaba en las murallas viendo las piedras, al igual que la mayoría de mis hombres. Y era de todos sabido, la pretensión del bey, de alimentar a sus hombres con la harina molida en su propia panadería, tal como el sultán lo hacía. Puse una carga explosiva entre las piedras, encendí la mecha, lo suficientemente larga como para que se viese con claridad lo que estaba haciendo y luego vino la explosión, no demasiado aparatosa, apenas lo suficiente como para que las muelas se rompiesen a la vista de todos.

La respuesta no se hizo esperar, y no fue la que yo pensaba. Fue la de un autócrata cruel, pagado de si mismo e ignorante del peligro al que se enfrentaba. Antes de las dos de la tarde, había llevado a la muralla a todos los cautivos cristianos varones y a una orden, a la vista de todo mi ejército, los comenzó a asesinar. Fue un frenesí de decapitaciones y degüellos, que no respetó ni las barbas de los ancianos, ni la falta de pelo de niños que aún no habían entrado en la adolescencia. En un horrible cuarto de hora, más de quinientas vidas habían sido arrebatadas.

Mis hombres, pese a ya estar curtidos en el campo de batalla, estaban asqueados pero también sentía que se extendía un sentimiento de feroz resolución. Sentí la mano de Álvaro en mi hombro.
- Hijos de la gran puta – dije con cólera apenas contenida.
- Piensan que eliminando las bocas inútiles, alargaran la resistencia y que el asedio será lo suficientemente largo como para soñar en auxilio externo. Imbéciles. Mañana mismo los estaremos asaltando.
- Haced ondead la bandera negra, aquella con una cruz amarilla.
- Esa bandera no tiene significado. La hicisteis con retazos utilizables de las otras banderas.
- Ahora va a tener uno: “Sin Misericordia”.


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La paz de Chartres

El marqués del Carpio era un sobrino del Conde Duque de Olivares, y se había erigido en líder de la facción nobiliaria tras la caída del valido. Aprovechando el hastío que al rey Felipe IV le producía el gobierno personal, consiguió ser nombrado ministro principal, justamente el día que Lazán vencía en las Dunas. Cuando llegaron las noticias de las victorias, el marqués pensó que era ocasión ideal para arrogarse el éxito. Estando reciente la ejecución del rey Carlos de Inglaterra por los parlamentarios puritanos, Carpio alarmó al monarca al sugerirle que la caída de la monarquía francesa llevaría a que los hugonotes se hicieran con el poder. La advertencia no cayó en balde, pues además Felipe IV temía que el rey Luis XIV, que era su sobrino, corriera el mismo destino que Carlos de Inglaterra. El rey autorizó a Méndez de Haro a negociar la paz, y Lazán recibió la orden de cesar las operaciones. Las delegaciones se reunieron en Chartres, una ciudad cercana a París que se había mantenido fiel a los monárquicos.

Apenas hubo debates, ya que ambas partes querían firmar la paz cuanto antes. La delegación francesa estaba dispuesta a ceder en cualquier petición, siempre que se respetase la monarquía, pero la española no quiso exigir demasiado ante el temor de dilatar las negociaciones o de acabar favoreciendo a los hugonotes. Apenas un mes después se llegó a un acuerdo según el cual Francia debía entregar las plazas del río Somme y de la Baja Navarra, y se comprometía a abandonar sus factorías en el Nuevo Mundo y en la India. En la práctica, el Somme ya estaba en manos hispanas, la evacuación de las colonias no llegó a producirse, y la única ganancia territorial española fue la Baja Navarra, con la ciudad–fortaleza de Bayona.

El marqués del Carpio utilizó el ascendiente ganado en Chartres (que realmente habían obtenido los fusileros de Purroy en Rémortier) para consolidar la restauración nobiliaria. Su ministerio quedó cerrado a los «hombres nuevos», que tuvieron que salir de la Corte y volver a sus posesiones de Valencia y el norte. Sin embargo, por toda España circularon panfletos que acusaban al valido de traicionar a los ejércitos de la monarquía, hasta que Felipe IV advirtió al valido de su descontento. El marqués del Carpio, sintiendo que su posición peligraba, tuvo que cesar sus ataques contra sus rivales modernistas, que siguieron detentando buena parte de las secretarías. El enfrentamiento entre el valido y la recién nacida opinión pública fue el primer indicio de la fuerza que estaba adquiriendo la naciente burguesía, y signo de la crisis que se produciría tras la muerte de Felipe IV.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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