Un soldado de cuatro siglos

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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

El Almirante Cereceda quedó mirando las cruces en donde habían ardido los mártires y en voz baja me dijo
– Teníais razón Don Francisco – y con una mirada cargada de resolución que ya le había empezado a conocer agregó - esos salvajes sólo entenderán la paz que le impongan nuestros aceros.

Nos convocó a una reunión esa misma tarde. No se habló mucho, fue muy breve, apenas para dar órdenes y distribuir tareas: Don Nuño iría al archipiélago Goto a rescatar a los kirishitan de esas islas, Urquijo atacaría los puertos y la navegación del enemigo, Cereceda mismo marcharía contra la isla de Shimoshima y yo quedaría encargado de la defensa de San Lucas.

A los pocos días, nuestros marinos salieron hacia sus destinos. En Minami Arima, Ito Ishikawa cumplió su promesa y en poco menos de un mes había construido no una sino dos balandras, y tenía en construcción otras dos. Las balandras fueron bautizadas por el Páter Gabriel como Mártir Santiago Miki y Mártir Francisco Arima. A todo trapo se desenvolvían estupendamente, eran ágiles, orzaban bien, y para su desplazamiento, iban bien armadas con cuatro piezas de bronce de a 4 y además de cuatro falconetes de retrocarga de a 1. Ishikawa, habiendo oído lo que la vela balón hacía con los bergantines, estaba decidido a ponerles esa vela y estaba experimentando en un hacchoro con la ayuda de Matteo y Luigi, dos marineros italianos de mucho ingenio, uno ligur y otro napolitano, varios españoles, tanto levantinos como andaluces y algunos pescadores japoneses.

Para la inmediata defensa del asentamiento habían quedado el galeón ex-holandés Mártir Nicolás de Pieck, ahora con arboladura renovada, luciendo tres velas en los palos mayor y trinquete, aunque conservaba la anticuada sobrecebadera en el bauprés, como un recuerdo de un pasado que se resistía a irse. La artillería también había sido remozada, y las cubiertas reforzadas ahora soportaban los cañones de bronce de a 18 y de a 12, sin dudas, era el mejor barco de San Lucas. El capitán Ezcurra cedió el mando de la zabra al piloto Juan Arbaiza. A él se le concedió el mando tanto del galeón como del escuadrón, que quedó conformado por la zabra San Esteban y la última fluyt capturada que fue bautizada como Mártir Diego Kisai y fue artillada con piezas de a 12. Además, las seis lorchas —armadas con cañones de a 6— completaban su mando.

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Mis tareas en tierra continuaban, no sólo debía seguir reforzado las defensas y entrenando a sus defensores, también debía prevenir al aluvión de refugiados que debía esperar. Y lo primero que debía hacer era preparar almacenes y llenarlos de arroz. ¡Estamos hablando de cien mil kirishitan solo en Kyushu! Ya los primeros barcos llenos de cristianos habían partido hacia las Filipinas, con escolta, pues debían pasar cerca del nido de Piratas que era Okinawa y demás islas Ryukyu, el viaje redondo tomaba más de dos meses, aunque al menos, en la vuelta, los galeones traían no sólo comida, sino pólvora y lingotes de plomo. Ahora, todas las santabárbaras de San Lucas Evangelista rebosaban de buena pólvora española. Además nuestros herreros eran artesanos habilidosos. No solo no tuvieron problemas en adaptar llaves de chispa a los arcabuces, sino que se las ingeniaron para copiar las mismas llaves. Y los carpinteros que no estaban trabajando con Ishikawa, se afanaban colocando culatas completas a las armas reformadas.

Fadrique se había reunido con Pablo Segoviano, el otro espingardero de buen ojo y con fruición vieron los veinte mosquetes rayados que el maestro Miruela había hecho y que yo había pagado salir de sus cajas de embalaje. Si bien eran lentos de cargar con balas redondas, cuando se usaban las troncocónicas podían disparar cada 15 o 20 segundos, y con estas armas, acertarle a un conejo a 200 metros era no sólo factible, sino que con un tirador entrenado, era algo habitual. Los dos espingarderos pensaban que un grupo de tiradores duchos podían hacer mucho daño al enemigo. Así me lo plantearon y yo les dije que tenían razón, pero harían incluso más daño si había un ojo experto que señalase que blanco era más prioritario o de más valor.

Estábamos conversando esto en el tenshu cuando pasó frente al castillo el hacchoro de Ishikawa, al que le había puesto un alto palo y un bauprés, con el que una improvisada vela globosa se hinchaba con el viento.
- Mirad, tío! – dijo Isabel con una sonrisa – Ishikawa San quiere que sus botes sean tan rapidos como el Derna.
- Que dices, mujer – bromeó Fadrique – si larga más trapo, va a volcar al bote.
- No, Fadrique. ¡Mira! Ahí hay cuatro marineros que están bajando una tablazón por la borda, de tal suerte que se convierta en la quilla que dará la estabilidad que un bote de fondo plano no tiene.
- Kaze no Tsubasa – dijo Marina con su discresión habitual, pero con una sonrisa tan amable como una caricia.
- ¿Qué habéis dicho, hermana?
- Las alas del viento, tío –tradujo Isabel.
- Kaze no Tsubasa – repetí. Ojalá esas alas nos lleven a buen destino.
- Jai, tío. Minami Arima cada vez es más fuerte. Matsudaira no podrá derrotarnos y los cristianos podremos vivir nuestra fe.
- Dios te oiga, hijita, Dios te oiga.


Ezcurra demostró ser un capitán competente y puso a navegar a sus buques en formación ni bien recibió el mando del galeón y enarboló su insignia azul en el Mártir Nicolás. La tripulación era una auténtica torre de babel, pues había sido hecha con marineros cedidos por los buques de Cereceda y Urquijo, sin embargo, sus contramaestres no tuvieron problemas en hacerlos funcionar como un equipo, porque eran hombres curtidos. Las lorchas no ceñían tan bien como una zabra, pero eran sorprendentemente buenas para seguir la sinuosa costa japonesa, incluso podían entrar al agotado Minamigawa sin embarrancar, y sus patrones y tripulantes, tanto lusos como chinos, eran marinos mañosos, y los artilleros sabían aprovechar bien sus cañones de bronce de a 6.

Con la seguridad que daban las lorchas, los pescadores kirishitan, ahora faenando en el mar de Ariake, se habían enterado de que en el recogido puerto de Yatsushiro, se habían concentrado las levas de los feudos de Sadowara y Takanabe; una considerable flota de los puertos de Funai, perteneciente al clan Otomo y muchos barcos de los piratas wako dependientes del clan Shimazu, se encargarían de transportar estos refuerzos para el ejercito sitiador.

Sin embargo, nuestra protección y vigilancia no pudo evitar una tragedia. El último de mayo por la tarde, el hacchoro de Ishikawa San salió a probar su vela por la tarde, se hizo de noche y no regresaron. Al día siguiente, los paganos dejaron el hacchoro a la vista del puerto. Una visión macabra. Los hijos de puta habían lastrado al bote, al cual seguramente se le había partido el mástil, y habían empalado al maestro carpintero y toda su tripulación. Lo habían hecho con cuidada premeditación, pues la mayoría aún no había muerto cuando fueron traídos a nuestra costa. Con delicadeza y rapidez, a los agonizantes les inyecté una liberadora dosis de morfina. Y todos murieron de una hemorragia masiva cuando les retiraron el madero que los atravesava. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

De inmediato ordené a las balandras salir a la búsqueda de Urquijo. El día 5 bombardearemos los puertos que le dan de comer al ejército Tokugawa y ya veremos cuánto aguantan con la tripa vacía. El escuadrón de Ezcurra se bastará para atacar al este. La indignación y rabia entre los nuestros era enorme: Los marineros italianos, andaluces levantinos, gallegos, cántabros, vascos, lusitanos y tagalos, nuestros kirishitan, los tlaxcaltecas, los voluntarios de Macao y Goa y los duros mosqueteros españoles ardían por vengar a los últimos mártires. Cada uno de nuestros barcos, embarcaba un grueso contingente de infantes como guarnición.

Nos hicimos a la mar en la madrugada, enarbolando la bandera negra con la cruz amarilla en lugar de los palos de Borgoña. La guerra sería a muerte y sin cuartel. Embarqué con Ezcurra en el Mártir Nicolás y pude ver que su variopinta tripulación funcionaba como un hombre. Así se lo hice notar a su capitán.
- Albricias, Don Lázaro. Habéis entrenado bien a vuestros hombres.
- Son marineros que han visto mucho mar, Don Francisco. Algunos han probado la sal de la mar junto con la leche de sus madres.
- No habéis tenido problemas con las lenguas?
- No, la lengua no representa una barrera, todos conocen las órdenes en castellano, valenciá o ligur, y mal que bien, todos los que han navegado en el Mediterráneo entienden sabir –me explicaba Ezcurra- Ved ahí, nuestros nostromos, uno es de Denia, el otro es de Palermo y el último de Bastia, pero los tres comparten un pasado común, pues son arráeces, duchos en la pesca del atún. Y sus chicotes, hacen entrar en razón rápidamente a cualquier atontado.
- Además todos obedecen al mismo rey.
- Y todos rezamos al mismo Dios –sentenció el capitán del galeón – aquí la mayoría, sino todos, hemos sido traídos por nuestra fe.

La travesía sería corta, pues Minamishimabara estaba a menos de cuatro horas de San Lucas, pero desde las cofas el grito de “mástiles a estribor” nos hizo mirar hacia el mar y no hacia la costa: La flota de Funai y Satsuma estaba cruzando el Mar de Ariake. Ezcurra mandó a izar las órdenes al palo mayor, y las lorchas se separaron virando hacia el enemigo.
- ¡Nostromo! Aprestad a vuestros hombres. Preparaos para la batalla. Artilleros, disparad bolaños como si no hubiese mañana.
- Don Lázaro, ¿no utilizaréis proyectiles de segmento?
- No, Don Francisco. Esos los reservo para los herejes. Con bolaños a los paganos ya los hemos descalabrado más de una vez. ¿Vos conocéis cómo se pesca el atún?
- No, no.
- En el Mediterráneo los pescan con unas jaulas de redes que llamamos almadrabas, que son parecidas si no idénticas a las tonnare de Sicilia. ¿Veis las lorchas?
- Sí, Don Lázaro.
- Hemos practicado en la mar cómo proteger los juncos cristianos y cómo mantener a raya a los enemigos. Es como ser mastines protegiendo ovejas. Pero ahora las lorchas serán las almadrabas.
- No os comprendo, capitán – seguía sin entender.
- Las almadrabas conducen a sus presas hasta una jaula especial donde los arponeros esperan, la cámara de la muerte.
- Y ahora vos seréis el arponero – dije asintiendo con la cabeza.
- Entendéis rápido, Don Francisco.

Las lorchas, mucho más ágiles que los sengokobunes y sekibunes atiborrados de samurái y ashagiri, rodearon al enemigo con facilidad. Los bajeles wokou arteramente giraron en redondo y abandonaron a su suerte a los barcos de Funai, los cuales, desesperadamente intentaron ganar la costa, que era exactamente lo que Ezcurra esperaba. En un silencio, solo roto por el batir de los tambores y las órdenes repetidas de boca en boca, el Mártir Nicolás, la San Esteban y el Mártir Diego Kisei se interpusieron entre Minamishimabara y la flota enemiga y comenzó el cañoneo.

En Sicilia, se llama mattanza al momento culminante de la pesca, los pescadores arponean a los atunes con sus fiocine de tres puntas, y el nombre estaba bien puesto. Los bolaños de a 18 y de a 12 se cebaron en los buques japoneses que no estaban diseñados para resistir este tipo de combate, y rápidamente se comenzaron a hundir. Desde atrás las lorchas presionaban y el fuego vivo de sus piezas de a 6 no solo destrozaba bordas, sino que hacía que el pánico cundiese, pues no tenían forma de responder el fuego. Era pescar en un barril.

Y no solo hubo barcos enemigos en la mar, en los puertos de Nagamuta, Nada, Funatsu, Uwatanaka y Kitari, decenas y decenas de godairikisen, tarukaisen e higakikaisen se arracimaban desembarcando provisiones para el ejército de Matsudaira. Pero después de cinco horas de un cañoneo inclemente, no quedaba barco enemigo a flote, y aunque los samuráis se debían haber ahogado bajo el peso de sus corazas, aún quedaban cientos de náufragos en el agua. Pero nadie los pensaba rescatar. Los contramaestres pasearon por las cubiertas repartiendo picas de mar, recias moharras de sección cuadrangular encubadas en astas cortas, y Tomasso el nostromo siciliano repetía cada vez que entregaba una “Cu’ sfiora li nostri frati, ferisci la nostra ànima”.

Andrea, el recio rais de Bastia y tercer nostromo del Mártir Nicolás, lentamente sacó de su envoltura de tela encerada a un fiocine y mientras se subían a los botes, lo mostró a todos y soltó una frase que en el áspero dialecto de su isla era capaz de desollar: “A misericordia ùn hè per tutti”. Y no lo fue, de hecho, no la hubo. La tradición de Kyushu recuerda que en el combate de Minamishimabara no quedó un japonés vivo.


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Domper
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Mensaje por Domper »

Tenía el tema un poco abandonado, así que ¡Regreso al futuro!


Entreacto tercero, primera escena
La Iglesia del Resurgir


La Iglesia es una institución divina, pero está formada por humanos, que no fueron ajenos a los cambios que estaba experimentando España.

Los autores modernos de la «Escuela crítica», como Pablo Presto Baya o Ruperto Arribas Baquero, han descrito el Resurgir como «el triunfo del clericalismo», arguyendo que el éxito de los modernistas se debió a su asociación con los sectores más intransigentes de la Iglesia. Apoyaban sus informaciones en argumentos peregrinos, como el papel de la religión en los conflictos de la época, especialmente en la Gran Guerra, la de Salé, o de la Santa Alianza. Asimismo, señalaban el exclusivismo del catolicismo en España, que prohibía en territorios hispánicos de cualquier religión que no fuera la católica. Esa interpretación ha quedado completamente desacreditada por la mayoría de los historiadores, destacando la obra «Tiempos que fueron», de los hermanos Don Olaf y Doña Judit Guillén Tusquets. Los dos hermanos indican el enorme papel de la religión en la sociedad de la época, la intransigencia que dominaba Europa, y cómo durante el Resurgir se estaban dando los primeros pasos que llevaron a que en la reforma de 1704 de Ley Fundamental Hispánica proclamara en su Artículo 16 la libertad de religión.

Sin embargo, durante el Resurgir se estaba muy lejos de tal libertad, ya que las guerras de la época enraizaban en los conflictos religiosos iniciados en la Baja Edad Media y que culminaron en la revuelta protestante (la llamara «reforma») de principios del siglo XVI. La reforma fue el desencadenante de las grandes guerras que ensangrentaron Europa durante un siglo, y que finalizaron con el triunfo católico gracias a la intervención de los modernistas. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que España se había formado en una larguísima guerra de religión, la Reconquista, ya que, independientemente de la tesis de Don Íñigo Videla Olagüe, el trasfondo de las guerras de la Reconquista estuvo en la invasión islámica de España, entendiendo como tal no tanto la llegada de oleadas invasoras (una constante en la historia de la Península) sino a la justificación que el islam daba a la guerra religiosa.

Sin embargo, el final de la Reconquista no dejó una España ideológicamente uniforme. Considerando tan uniformidad deseable para la tranquilidad de sus estados, los reyes se esforzaron por conseguirla. Son destacables la expulsión de los hebreos de 1492, la represión de los protestantes, y la expulsión de los moriscos realizada entre 1609 y 1613. La escuela crítica se apoya en estas medidas para justificar sus tesis. Sin embargo, olvida que la prolongada lucha contra los musulmanes (continuada durante los dos siglos siguientes en el Mediterráneo, el Norte de África y en Extremo Oriente) había forjado el alma española. Un ejemplo de tal espíritu lo señala el historiador hispanoirlandés Don Enrique Fricelle Kamen, al mostrar como en España ninguna herejía consiguió éxito a nivel popular. Mientras que la herejía protestante tuvo gran implantación en toda Europa, en España solo había conseguido atraer a pequeños círculos de ilustrados. Incluso la desviación más exitosa, el iluminismo, podía considerarse como una visión extremada del misticismo imperante; aun así, tampoco salió de esos pequeños círculos.

Por otra parte, otros estados europeos estaban intentando conseguir esa uniformidad religiosa mediante el poder militar. Durante el siglo XVI se había impuesto el principio «Cuius regio, eius religió» (a tal rey, tal religión) que implicó la imposición forzosa de la herejía protestante. No debe olvidarse que los príncipes formaban parte de esa minoría ilustrada proclive a las ideas desviadas. Contrariamente a las tesis críticas, fueron los rebeldes los que iniciaron la represión contra los católicos, primero mediante expulsiones y confiscaciones de bienes, posteriormente con la violencia. La delicada situación del Sacro Imperio, enfrentado a franceses y turcos, llevó a que se toleraran tales imposiciones. Justo lo que precisaron los rebeldes (especialmente, los de la extremista secta calvinista) para imponerse en sus territorios. Un ejemplo fue lo ocurrido en Holanda, donde los protestantes eran minoría: el censo de 1650, realizado tras la victoria española, muestra que incluso en las provincias más radicales los católicos seguían siendo mayoría; aunque se han cuestionado sus resultados, ya que tras la victoria muchos preferirían declararse católicos, hay sobrados testimonios de como los pobladores locales recibieron con alborozo a los ejércitos hispanos, recuperando la devoción de sus padres o abuelos. Con viene recordar, además, que esa radicalización era casi exclusivamente anticatólica, de tal manera que los hebreos tenían más derechos que los católicos.

Las naciones católicas reaccionaron. Francia, que había protagonizado algunas de las peores persecuciones contra los discrepantes, como la cruzada albigense, se vio inmersa en repetidas crisis civiles. La guerra civil acabó con el triunfo del hugonote (calvinista) Enrique IV de Borbón, pero solo lo logró mediante la conversión al catolicismo. Los protestantes franceses consiguieron protección temporal, hasta que el rey Luis XIV (nieto de Enrique IV) los proscribió. En el Imperio, la difícil convivencia entre católicos y protestantes desencadenó la Gran Guerra. En el Imperio Otomano, supuestamente tolerante con otras religiones, solo era bajo el principio de absoluta superioridad de la islámica, hasta tal punto que el proselitismo se castigaba con la última pena. Un hebreo, un luterano o un católico podía seguir siéndolo en territorio turco, siempre que admitiera el total sometimiento, tanto civil como religioso (aunque algunos cristianos ocuparon puestos en la administración otomana, solo podían llegar a los más encumbrados tras la conversión) y pagara impuestos que podían ser tan duros como la devsirme, la obligación de entregar niños para que fueran educados como soldados esclavos (los jenízaros).

Las exitosas campañas militares del Resurgir forzaron a abrir el férreo cerrojo que en España había respecto a otras religiones. La conquista de Egipto y la guerra de Salé hicieron que se incorporaran al imperio español territorios en los que vivían centenares de miles de musulmanes; es más, no fueron pocos los que habían luchado en el bando español. En ambas provincias se toleró el islam, aunque en segundo plano respecto al catolicismo. Lo mismo ocurrió en Flandes: la paz de Utrecht garantizaba a los rebeldes poder mantener el culto religioso herético, aunque, igual que en Egipto, sometido a la primacía católica.

Otra brecha se había abierto cuando en 1632 el marqués del Puerto consiguió el permiso real para restaurar la judería de Valencia. Poco después, los hebreos del recién conquistado Egipto consiguieron mayores derechos que los musulmanes (aunque no que los cristianos coptos). La participación de los hebreos en el bando español durante la guerra de Salé llevó a que se tolerara el regreso de los judíos sefardíes; tímidamente al principio, pero en 1680 eran ya decenas de miles los que se establecían en España. El resultado fue que la nación que al principio del Resurgir era más homogénea en cuestiones religiosas, al finalizar el periodo se estaba abriendo a los antiguos marginados. Desde el punto de vista actual, protestantes, hebreos o musulmanes estaban severamente oprimidos, pero su situación legal era bastante mejor a la que en otras partes del mundo recibían las minorías religiosas.

La transformación de la Iglesia del Resurgir debe verse en ese contexto. Ya la había iniciado antes del periodo que se estudia: aunque la llamada «Contrarreforma» pasara desapercibida tras el terremoto que supuso la reforma protestante, la Iglesia salida del Concilio de Trento en poco se parecía a la medieval: en Trento no solo se habían debatido cuestiones dogmáticas, sino que se habían reformado los aspectos más viciosos para conseguir que el clero fuera moral.

Uno de los aciertos de Llopis y sus compañeros fue su asociación sin reservas con la Iglesia. Aunque pudieran criticarla en cuestiones concretas, demostraron ser fervientes creyentes, hicieron enormes donaciones, y emprendieron campañas militares contra los enemigos de la Cristiandad. Fuera por devoción o por interés, consiguieron para sus reformas el apoyo de grandes sectores del clero. En esta asociación fue clave el arzobispo de Santiago, Don Antonio de Monroy, que llegó a superior de la Orden de Predicadores. Monroy fundó seminarios reformados con la divisa «Lauda Deum scientes Opus suum» (alaba a Dios conociendo su Obra), en los que se enseñaba a los novicios que el mensaje evangélico se difundía no solo con rezos, sino con estudio y labor pastoral. El pastor debía guiar a la comunidad, formarla y ayudarla.

La consecuencia fue el nuevo papel social de la Iglesia. Siempre lo había tenido, incluso en los tiempos más oscuros de la Alta Edad Media. Aunque hubiera prelados que se regodeasen en el lujo y el vicio, nunca faltaron religiosos que dedicaron su vida a los demás, aunque tuvieran que enfrentarse a sus superiores e incluso llegaran a hacerse sospechosos de herejía. Ejemplo fueron los franciscanos espirituales, desgajados de la Orden Franciscana. En todo caso, la reacción a los protestantes había llevado a que en el mundo católico adquirieran un peso cada vez mayor las órdenes dedicadas a la oración.

Esta tendencia cambió cuando se extendió el ideal de servicio del clero modernista. Pretendían volver al ideal evangélico, pero no de la manera tumultuosa de los herejes luteranos, calvinistas o anabaptistas, sino en el respeto a la tradición y con espíritu de obediencia. Esa fue la diferencia clave entre la reforma protestante, que con el pretexto de los defectos de la Iglesia bajomedieval llevó a que se interpretaran las Escrituras a la conveniencia de cada cual, y la Contrarreforma, que acercó la Religión al pueblo, conservando la Tradición.

Con este nuevo espíritu, hubo diversas órdenes (destacando los franciscanos) que construyeron hospicios y albergues destinados a los menesterosos. Parte de la familia franciscana se dedicó a la atención de los enfermos (auxiliados por órdenes nuevas, como los Padres Paules), mientras que otras ramas se centraron en la educación. Asimismo, al clero secular se le ordenó auxiliar en la instrucción de los niños y, posteriormente, que se convirtiera en servidor de los más necesitados de su grey. Como era de esperar, la respuesta no fue unánime, pero para muchos clérigos su misión ya no fue solo la administración de los sacramentos, sino el cuidado del prójimo, manifestado en las obras de caridad. Surgieron hospitales, orfanatos y asilos de ancianos.

Al mismo tiempo, la iglesia hispana siguió dedicando gran esfuerzo a la expansión de la fe. Cada vez partían más misioneros a evangelizar tierras lejanas, tanto en los territorios de la monarquía como en los hostiles. Fue una misión peligrosa que contó con el apoyo del ejército y de la marina hispanos. Los potentados extranjeros pronto aprendieron que el asesinato de misioneros solía ser seguido de una expedición de castigo. Japón fue el que las sufrió en mayor medida, pero no fueron pocos los sultanes depuestos tras la muerte de religiosos hispanos. De ahí que se haya considerado que esos misioneros eran, en realidad, una herramienta imperial. No puede negarse que la Monarquía los utilizó, pero no por voluntad de los religiosos, que solían ponerse del lado de los desfavorecidos y se enfrentaron muchas veces con las autoridades, fueran o no españolas. Es destacable que esos misioneros no se limitaban a la enseñanza religiosa, sino que su labor, como en España, era en buena parte social. En las misiones solía haber clínicas que atendían a los indígenas, escuelas que iban desde parvularios hasta universidades, y se prestaba asistencia en el aprendizaje de técnicas agrícolas y en la construcción de obras públicas que mejoraran la vida de los pueblos. Hubo también misioneros seglares que colaboraron con los religiosos con sus conocimientos técnicos. No pocas veces las misiones disponían de un destacamento militar para su protección, pues chamanes, imanes, monjes budistas, etcétera, las veían como una amenaza para sus falsas creencias. Sin embargo, ya no se permitían las conversiones forzadas ni que se retuviera a los indígenas. Se pretendía atraerlos mediante el ejemplo y no con la fuerza. Ahora bien, los «indios cristianos» recibían protección frente a los «gentiles» (los amistosos pero que no habían sido bautizados) y más aun frente a los «salvajes», los hostiles, los que se dedicaban a atacar a las tribus más pacíficas. Tal estrategia, casi copia del «divide et impera» romano, pesó para atraer a los indígenas tanto como la labor misionera. Ahora bien, esas primeras conversiones podrían ser más o menos interesadas, pero los descendientes de los conversos se convertían en fieles cristianos.

El nuevo papel social de la Iglesia tuvo varias consecuencias. Una, el respeto social; hasta entonces, aunque no hubiera duda de la religiosidad del clero, no pocos desconfiaban de clérigos que eran considerados vagos y aprovechados; el habla castellana estaba llena de tópicos del tipo de «vivir como un cura». Ahora, profesar ya no sería una manera de asegurarse una vida más o menos muelle, sino de compromiso. Paradójicamente, conllevó el aumento de las vocaciones religiosas. Tras una temporal disminución en el periodo 1650 – 1670, debido al mayor número de oportunidades de la vida civil, la Iglesia ofreció una vida de servicio dentro del ideal evangélico. En las Indias, ese esfuerzo por el prójimo sirvió para aproximar el catolicismo a los emigrantes de origen europeo, no pocos criados en el luteranismo. Para ellos resultaban ofensivos los «papistas», entendiendo como tales a sacerdotes furibundos, prestos a anatemizar, que vivían en la molicie y que convertían su misión en ritos vanos. Por el contrario, el concepto del sacerdote no solo como intermediario ante Dios, sino como pastor de sus fieles, les era mucho más próximo.

Este nuevo sentimiento religioso se hizo de tal peso que, ya en la época de la Transformación, la iglesia española logró que el papa Alejandro VIII convocara en 1689 el Concilio de Bolonia, que completó la labor de reforma (de Contrarreforma) que había iniciado el de Trento.



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Domper
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Mensaje por Domper »


Lorenzo prefería seguir fiel a su máxima de no llamar la atención, pero había veces que era mejor dar un paso adelante. Al volver al barracón vio que un matón había apartado sus cosas, que no eran muchas, que su familia bastante había tenido con poderle vestir. Ya se sabía el cuento: siempre había algún desgraciado que quería hacerse el amo y buscaba alguien con quien hacerse el gallito. Al verle delgaducho pensó que Lorenzo serviría de víctima, sin saber que de subir y bajar los del valle eran todo fibra y músculo; incluso los vagos. En esta situación, si se dejaba avasallar solo conseguiría provocarlo más. Así que se encaró al perdonavidas.

—¿Le molesta que haya apartado sus miserias? —exclamó el bravucón.

Lorenzo hizo como si fuera a responder, pero en lugar de hablar le echó la mano zurda a la cara para hacer la presa que tan bien le había funcionado en tantas peleas. Le metió dos dedos por los agujeros de la nariz, apretó con el pulgar, y con la diestra le soltó al camorrista dos soberbios guantazos. El pobre empezó a sangrar como un cochino; Lorenzo pensó que la lección quedaría mejor aprendida con otros dos bofetones. Luego, le advirtió.

—Tú, haz lo que quieras, pero si tocas cualquier cosa mía, te quedarás sin mano —soltó, mientras enseñaba el brillo del resorte de esa navaja que nunca dejaba—. O tal vez te corte los huevos, o la papada, lo que se me pase por los mismísimos ¿Estamos? Eso sí, si se te ocurre venirme por detrás, te haré un trabajito fino ¿Cuántos dedos tienes? ¿Cinco en cada mano? Suficiente para divertirnos un rato. Y no te preocupes, que cuando se acaben podremos seguir con la polla. Verás como no nos aburrimos.

Tras marcar el territorio, Lorenzo se sentó en su catre. Vio que los demás reclutas le miraban, algunos con cara de asombro, otros, de recelo, e incluso de veneración. Había que cortarlo.

—¡Vosotros, como si estuvierais ciegos! Como llegue una palabra al sargento, descubriréis lo bien que se me da la de siete muelles —advirtió, mientras abría y cerraba la navaja.

La advertencia, en realidad, la dirigía al fanfarrón, para que supiera que no llevaba la navaja solo para cortar chorizos. No en vano había rematado con ella unos cuantos chabalíes, y también la había tenido que enseñar más de una vez en Luchón. Por si acaso, dejó la herramienta a mano, y puso la vara del hatillo de manera que hiciera tropezar a cualquier visitante nocturno. Así pudo dormir como un bendito.

A la mañana siguiente le despertó el toque de corneta. Imaginando lo que haría el alma condenada del sargento, se apresuró en componer un poco su sitio, y fue justo a tiempo, porque al instante entró el malnacido del Timoteo. Entonces descubrió que con los galones venía de añadido una singular combinación de vista y olfato para cualquier desorden. Les mandó ponerse firmes, soltó un par de improperios al primero que pilló —intercambiables por media docena de vueltas al campo a la carrera— y, al ver al de la nariz, le soltó un buen cachete.

—Ya veo que te lo pasaste bien ayer. No te voy a preguntar cómo, porque me importa un pito. Eso sí, escucha atento, que solo te lo diré una vez: si algo me gusta menos que un guapetón, es un guapetón que se deje apiolar. Para que se te quede la lección, te pasas ahora por las letrinas, que allí te darán faena. Y procura que no vuelva a oír hablar de ti, o estarás paleando mierda hasta que los cutos digan misa ¿Qué coñ* esperas? ¡Marcha de una vez! ¡Corre, coñ*, que es pa hoy!

Tras salir zumbando el valentón, el sargento se dirigió al resto—. Ni sé lo que ha pasado ni lo quiero saber, ni tampoco quien ha sido, aunque me lo imagino. Que sea la última vez. Por si acaso, y para que no se os olvide, vamos a correr un poquillo.

El día fue tan extenuante como el anterior; tras la cena llegó el rato libre, y Lorenzo ya había advertido que en la tienda del al lado se oían unos gritos que le sonaban al siete y llevar.



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Archivo General de Simancas

Secretaría del Consejo de Guerra (siglos XV-XVII)

Memorial del Almirante Cereceda a Don Pedro Llopis, Marqués del Puerto


III. Campaña del Marqués de Derna sobre los puertos y navegación del enemigo

Apenas recibió las tareas encargadas, Don Francisco de Lima, Marqués de Campo de Derna con su celo habitual, encontró la forma de preparar en interior de la torre del homenaje del castillo de Hara, silos para el arroz y legumbres que llegaban de China y las Filipinas capaces de alimentar al doble o el triple de la población de San Lucas. No sólo eso, me hizo notar la necesidad de tener un puerto de embarque adicional para no congestionar nuestro asentamiento.

Decidí dejar en Minami Arima a un pequeño escuadrón conformado por el remozado galeón Mártir Nicolás Pieck, la zabra de la compañía del Carmen San Esteban, el filibote Mártir Diego Kisei y las seis lorchas de Macao que Don Nuño de Caires trajo consigo. El mando del galeón y del escuadrón lo detentaría el competente capitán Don Lázaro Ezcurra.

Bajo la dirección de Don Francisco, los carpinteros quirisitanes lograron hacer dos veloces balandras, útiles como avisos entre los diversos escuadrones, pues su velocidad y ligereza los hacían ideales para mantener el enlace entre nuestras fuerzas, tal como lo hizo al enviar a estas balandras al encuentro del Almirante Urquijo para coordinar el bombardeo sobre los puertos y caletas más inmediatos al campamento del ejército pagano.

El dia 5, el escuadrón de Ezcurra se hizo a la mar y logró interceptar un nutrido convoy pagano con los refuerzos de los feudos del sur de Kyushu. Los piratas de Satsuma conocedores de los cañones de la zabra, huyeron cobardemente y frente a Minamisimabara se consiguó una victoria naval completa hundiendo a todos los buques del enemigo. Luego se dedicaron a cañonear los numerosos convoyes que habían buscado refugio en los puertos de Nagamuta, Nada, Funasu, Uguatanaca y Quitari. Ya en la tarde, la San Esteban remontó el curso del rio Amiragagua y cañoneó hasta acabar su munición al extenso campo donde se acumulaban los bastimentos del ejército del enviado del válido del Japón.

El dia 9, el galeón Batavia llevó a los heridos de la batalla de Hondo, que fueron atendidos con presteza en San Lucas. Poco después el galeón Macasar llevó a los primeros quirisitanes rescatados de Tensudo y Saquitsu. Y dos días más tarde, la barca Nta. Sra. Del Consuelo escoltada por los tres navíos bajo mi mando, atracó en Minami Arima con el grueso de los cristianos rescatados en Simosima.




IV. Rescate de los cristianos de las Ínsulas Goto

Don Nuño de Caires fue encargado de recorrer las ínsulas Goto, al este de San Lucas, y rescatar a los quirisitanes que allí se encontraban. Fue la tarea más ardua, pues en ese archipiélago, nuestros hermanos en la fe se encontraban muy dispersos y la situación en las islas era confusa.

Cuarenta años antes, el padre del actual señor de las islas, se mantuvo neutral en la guerra que encumbró a la familia Tokugagua y recién le juró lealtad al válido dos años después de la victoria de Sequigajara, a cambio de seguir manteniendo las posesiones ancestrales, que eran unos modestos 15,000 koku. Sin embargo el daimio Moritoshi Goto, a ojos del válido un “daimio tozama” que no era de su confianza, se mostraba incapaz de controlar las facciones de su propio clan, las cuales ya habían llegado a las armas. Por otro lado, la rivalidad por los derechos de pesca entre diversas aldeas de pescadores de las cinco islas principales también había hecho que se derramase sangre. No solo eso, la prosperidad de los balleneros hacia que la rígida sociedad del Japón se tambalease, pues los balleneros podían llegar a tener tantos bienes como un comerciante, pero sin tener el baldón que estos llevaban encima. Finalmente, los numerosos cristianos de las islas jamás pudieron ser reducidos. Incluso en Fukue, la isla principal, aun quedaban comunidades importantes, y en las islas más al norte, los quirisitanes se ocultaban en aldeas apartadas, e incluso en cuevas en las montañas.

Antes de partir, el Capitán de Caires pasó largas horas conversando con el Marqués de Derna, sus capitanes nipones y los páteres Manuel y Gabriel. También con el hijo del jefe de los balleneros que se sacrificó en el cuarto combate del Castillo de Hara, que aunque natural de las Amacusa, tenía conocidos y familia en las ínsulas Goto. El propósito de Don Francisco era conseguir en Fukue lo que no se pudo conseguir en Simabara: rescatar a los quirisitanes en paz y pagando por su libertad.

El dia de San Felipe Neri, El capitán de Caires, con el San Antonio y el Santo Condestable, cuatro juncos chinos grandes, la polacra Rosa de Santa Maria y seis bagalas zarparon hacia las islas Goto con el viento adverso. En lugar de las chalupas acostumbradas, en las cubiertas de los galeones habían embarcado dos botes balleneros japoneses de brillantes colores.

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En las cercanías del pueblo de Goto, en la isla principal Fukue, echaron al agua los balleneros con esperanza de encontrar pescadores y establecer alguna comunicación. Ellos tal vez pudiesen hacer llegar nuestro mensaje al daimio en el castillo de Egagua. Nuestros balleneros quirisitanes sabían que sus vidas pendían de un hilo en la tarea que se les encomendaba.

Sin embargo el daimio Moritoshi Goto era un hombre prudente, enterado de los fracasos de los ejércitos del válido ante San Lucas, se avino a negociar. En su buen tino, envió a su delegado, que era su propio hijo Moritsugo, a la isla de Hocho, situada algunas millas a las afueras de Goto y lo suficientemente alta como para ocultar los mástiles de nuestros barcos de miradas indiscretas. Se acordó la importante cantidad de 12 hyo de plata por el rescate de la Cristiandad de las ínsulas. El daimio conocía bien la localización de las principales comunidades cristianas, pero teniendo preocupaciones más urgentes, su persecución a la fe verdadera era más bien laxa. Sin embargo, Moritsugo fue claro al referir que en Sincamigoto, Goto Moriquillo, su primo, obraba con independencia insolente pues deseaba que su isla se convirtiese en un feudo aparte, y para congraciarse con el válido, era severo con los quirisitanes de la norteña ínsula de Nacadori, persiguiéndolos con crueldad y arrinconándolos en una península en el extremo más septentrional. Don Nuño hizo la promesa de ayuda militar en caso de amenaza o ataques por parte del válido Tocugagua, si es que se enteraba de esta negociación, pero como hombre avezado en estos lances, el capitán de Caires retuvo a Moritsugo como prenda para asegurar el buen entendimiento con su padre.

El 31 de Mayo, Don Nuño y sus fuerzas al adentrarse en la ría del Surimichi pudieron contemplar la brutalidad de Moriquillo, que acababa de prender fuego a la iglesia de Atosugi con la feligresía adentro, hombres, mujeres, niños y ancianos, luego de crucificar a los jefes de la aldea. Prevenido por Morisugo Goto de las intenciones de su primo de hacer lo mismo con la iglesia de Oso, De Caires desembarcó a la compañía de voluntarios de Goa, la compañía de voluntarios de Macao, una compañía de quirisitanes al mando de alférez Carrillo, otra al mando de Coichi Nisimura, uno de los lugartenientes del Marqués de Derna y los veinte espingarderos de Don Fadrique de Luján, para cortar el paso a los samuráis y asigaris de Moriquillo, que eran cerca de mil hombres. En tanto, sus buques echaron ancla a la vista tanto de Sincamigoto como de Oso.

Con apenas tiempo para formar, las cuatro compañías cristianas esperaron a pie firme al ejército de Tomie, que no esperaba la presencia de nuestras tropas. Moriquillo, sorprendido al tener enfrente a hombres tan atezados como los voluntarios de Goa, se burló de su color antes de dar inicio a la batalla. Las flechas enemigas fueron de escaso valor pues los espingarderos de Luján a más de 300 pasos de distancia comenzaron a disparar con un fuego preciso que ultimó a los principales capitanes de Moriquillo. Cuando sus lanceros se lanzaron al ataque, fueron repelidos por las cerradas descargas de nuestra mosquetería, que ayudados por una brisa lateral, siempre tuvieron al enemigo a la vista, y estos nunca pudieron acercarse para herir a los hombres de nuestra primera línea. Después de varios intentos, los hombres de Tomie recularon, y fue cuando los nuestros avanzaron con los breda al frente.

La línea enemiga se rehízo, pero un breve cañoneo desde las bandas que daban a tierra del San Antonio y del Santo Condestable,desordenó al enemigo y cuando sus lanceros y sus espadas se prepararon nuevamente para recibir con sus armas a nuestros mosqueteros, estos, lejos de lanzarse al asalto con sus estoques, hicieron pausa, apuntaron, dispararon varias veces y antes de que los de Tomie se repusieran, los arrollaron con sus bredas. Al llegar al combate cuerpo a cuerpo, algunos voluntarios indios dejaron sus mosquetes y con la cimitarra y el broquel que llevaban al cinto se enfrentaron a los últimos espadachines del enemigo y los derrotaron. Cuando el heredero del señor de Fukae reconoció la cabeza de Moriquillo, terminó la batalla de Sincamigoto.

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Los días siguientes fueron de intensa y necesaria navegación. Las bagalas con su capacidad de ceñir los vientos más difíciles fueron muy útiles para navegar contra el cierzo que soplaba en las islas del norte y rescatar a los quirisitanes que se ocultaban en las caletas más recónditas, pero pudimos traer del norte a 500 fieles de las comunidades de Nokubi, Funamori, Chuchi, Oomizu, Aosaguara y Casiraga, junto con los casi 100 de Oso. Luego Don Nuño continuó bajando al sur de la misma ínsula de Nakanori, rescató a 500 más de Tainora, Hamacusi, Fukumi, Kiri y Nakanura. Luego, algunas docenas más en tres comunidades de la isla Guacamasu. Mientras más al sur estaban, menos quirisitanes encontraba de Caires, así entre Arifucu, Gorin, Egami y Dozaqui, ya en la insula de Fukae, solo pudo reunir a 300 fieles. En total en casi mes y medio, Don Nuño de Caires rescató a poco menos de 3000 almas para la Cristiandad, llegando a San Lucas Evangelista en la primera semana de Julio, justo a tiempo para los nuevos afanes que Don Francisco le reservaba.


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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M. el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XLIII
Donde se sigue contando la guerra contra el válido Tokugawa



Dilectísimo lector, sepa que desde que el Almirante Cereceda arribó a San Lucas Evangelista, las fuerzas cristianas no sólo se dieron maña de seguir resisitiendo sino que ahora estaban tan fuertes que devolvían golpe por golpe, e injuria por injuria, ¡Vive Dios!

Mi maestro ni bien comenzaron a llegar arroz y judías, acondicionó grandes silos en las estancias interiores del castillo de Hara. El calculaba que nuestos almacenes debían de dar de comer a cienmil bocas por dos meses sin auxilio de fuera, por eso, una de las cargas provenientes de China, no fue ni de arroz, ni de soja, sino de mortero para hacer los graneros inmunes al agua. ¡Nunca más la amenaza del hambre volvería a ensombrecer el destino de los quirisitanes!

No sólo ya no pasábamos hambre, sino que incluso podíamos deleitarnos con algunos manjares. Ciertamente no teníamos espacio para animales de cuatro patas, pero la mayoría de familias ya poseía gallinas, patos o gansos, que generosamente les daban huevos casi todos los días. El cocinero que Don Nuño trajo de Macao, Donato Choy a veces guisaba un ganso, uno de los muchos que ahora se paseaban por los terraplenes de nuestras defensas. Y desde China, llegaban muchas piezas de cerdo ahumadas, embutidos, pescado salado y condimentos.

Pero como os había dicho ¡Bendito sea el Nombre de Dios!, también devolvimos los golpes y las tornas cambiaron: Ahora, el fantasma del hambre rondaría las barrigas del ejército sitiador, pues el Almirante Urquijo capturó y hundió más de cien bajeles en Nagasaqui y en las caletas al oeste de Minami Arima, en tanto el capitán Ezcurra hizo lo propio en los puertos al este, que eran los más próximos al campo del ejército Tocugagua. No solo eso, día de San Doroteo, el bueno de Don Lázaro hundió a toda una flota pagana que transportaba muchos hombres de refuerzo en el puerto de Minamisimabara, con grande mortandad para el enemigo. Pocos días después, el mismo Almirante Cereceda regresó de conquistar la ínsula de Simosima, sus puertos y sus castillos, y rescatar cinco mil cristianos que malvivían bajo la opresión del conde Teresagua, cuyo ejército fue destruido hasta el último hombre.

Pero tal como el capitán Aritomo Goto señaló a Don Francisco, en el campo enemigo habían banderas nuevas, las levas de los feudos del sur de Quiuchu habían llegado y las filas del ejercito de Matsudaira, el general enemigo, nuevamente estaban completas; no menos de ciento cuarentamil guerreros alineaban en su campo. Los herejes calvinistas habían proporcionado a los paganos veinte semi-culebrinas de fierro, las cuales por suerte tenían menos alcance que nuestros cañones, pero que seguramente utilizarían a buen grado cuando sus hordas se lancen a atacarnos.

Gokusan, el siempre bien informado amigo de Don Francisco, mandamás de los tequilla de San Lucas, le previno que Matsudaira atacaría pronto, y al igual que la vez anterior, primero intentaría cortar las cabezas de los principales. Esta vez los chinobis, los asesinos expertos, no fallarían, y atacarían en todos los puntos de nuestro asentamiento en donde podrían encontrarse nuestros jefes. Por lo que le sugirió pasar las noches en alguno de los buques de la flota. El Almirante Cereceda le ofreció un camarote en la cámara del Frisias, pero él prefirió su antiguo camarote en el San Cosme. Los demás jefes y capellanes, dejaron sus habitaciones en el castillo, y compartieron las cuadras con sus soldados; y redoblaron los vigías, cambiando el santo y seña dos veces al día.

En la madrugada del día de San Albano, antes del alba, los asesinos se infiltraron por nuestras defensas, cien hombres sin corazas y vestidos de un azul muy oscuro sortearon los fosos, y estaban progresando ante el hornabeque y los bastiones cuando, ¡Divina Providencia!, los gansos comenzaron a graznar con desespero, previniendo a nuestros hombres. ¡Ni Marco Manlio tuvo en los gansos de Juno Capitolina tan escandalosos y vigilantes guardianes como nuestros gansos de Minami Arima! Pero algunos chinobis, o ninjas como también los llaman, llegaron hasta el corazón de nuestras defensas, matando a muchos pues eran guerreros habilidosos y taimados, consiguiendo volar el polvorín de dos semi-culebrinas en el bastión de la puerta.

Ese debe haber sido el anuncio que Matsudaira esperaba, pues de la oscuridad, salió una multitud de guerreros con escaleras de asalto. No en uno, dos o tres puntos, sino a todo lo largo de nuestras defensas. Nunca, desde la conquista de Constantinopla por los infieles, la Cristiandad se vio atacada por tan grande numero de enmigos. Despues de la batalla y luego contar los muertos, el Almirante Cereceda, Don Francisco, Don Aritomo Goto y Don Alvaro estimaron que no menos de ciento veinte mil hombres se lanzaron casi al unísono sobre nuestras defensas. ¡Ciento veinte mil paganos gritando nuestra muerte!

Pero esta vez, los nuestros los repelieron con gran oprobio para el jefe nipón. Las banderas de Luna, Vinuesa y García, la compañía del Hospital y la Reina, los samuarais de Don Francisco, apoyados por los ronin de Simosima y Simabara haciendo un fuego vivísimo, ultimaron a los paganos que podían llegar a distancia de tiro, porque un grande numero de ellos morían por el fuego de nuestros cañones. El capitán Saigo Hirada había calculado bien las distancias, y los bolaños de los culebrinas y cañones dejaban largos pasillos sanguinolentos en las filas japonesas, mientras las granadas de a 18 reventando sobre sus cabezas los regaban con una mortal metralla. Los morteros pesados, hacían lo mismo cuando los paganos intentaban cruzar los fosos, y los más ligeros, cuando ya estaban a tiro de mosquete. Y cuando los herejes dispararon contra nuestros muros, nuestros cañones se encargaron de silenciarlos. No solo eso, desde los flancos, el Frisias, el Santa Isabel y el San Fernando dispararon sus piezas de a 36 libras sobre cañones y hombres del enemigo, que morían antes siquiera de traspasar las lindes de su campo. Pero si algo han demostrado nuestros enemigos es que valor no les falta, hora tras hora, intentaban llegar a nuestras líneas, pero siempre infructuosamente. Al caer la tarde, los nipones se retiraron dejando el campo cubierto de muertos.

Esa noche, Gokusan, los tequilla y numerosos voluntarios salieron a pillar a los muertos. Su cuenta fue de 8,844, la mayoría antes de llegar a los fosos. Fue una victoria completa, Don Francisco pisó tierra recién pasado el mediodía, a tiempo para escuchar a sus veteranos pedir por otro toro, y solo tuvimos que lamentar poco más de una centena de muertos, la mayoría por el ataque artero de los chinobis. Por la noche, los almirantes Cereceda y Urquijo y los capitanes Contreras y Ezcurra, se reunieron con mi maestro y los capitanes de San Lucas y al saber la cantidad de muertos enemigos, y la asusencia de mochi en la bolsa de raciones de sus caidos, se dieron cuenta de la dimensión de la derrota de los paganos y del efecto de nuestros ataques contra su navegación y sus puertos.

Pero el Diablo era el verdadero consejero de Matsudaira. El daño que su ejército no podía hacer sobre nuestras fuerzas, lo reemplazó con una sevicia destinada a emponzoñar nuestras almas. El día de San Juan, amaneció con más de 400 estacas ante nuestro campo y a media mañana, igual número de víctimas fueron atadas a los mismos. El inmundo heraldo pagano se paseó delante de nuestro campo profiriendo insultos.
- Dentista de mierda, pilotos (por capitanes) de mierda, Jefe de mierda, rey de España de mierda, Cristo de mierda, quirisitanes de mierda. ¿Quieren más quirisitanes? ¡Tengan quirisitanes! ¡Vamos a darles todos los quirisitanes de Nihon!
- Hijo de la gran puta –masculló mi maestro – en mala hora Fadrique y Segoviano se largaron a las Goto.
- Tío, yo puedo. Nosotros podemos – dijo Diego, con timidez – Fadrique nos ha enseñado, a Isabel y a mi.
- Sí, tío – aseguró Isabel – nosotros le cargábamos los mosquetes, pero Fadrique nos enseño a apuntar, a ver el viento, a aguantar la respiración cuando disparamos.
- Diego, buen ojo – abogó Aritomo Goto – que lo mate.
- ¡Trae la espingarda, muchacho!

Mientras los páteres gritaban a voz en cuello la absolución, los paganos iban encendiendo las piras ¡el diablo se lleve sus almas! Y en medio de espantosos gritos, los mártires profesaban su fe, e Isabel terminaba de baquetear la bala troncocónica y le pasaba la espingarda de muralla a su hermano.
- ¡Jefe español de mierda, dentista de mierda, rey de España de mierda!, ¡tontos, tontos!, ¿Quieren quirisitanes?
- Apunta bien, Diego.
- Ya lo tengo, tío, ya lo tengo.
- Tontos, tontos, quirisitanes de m…!Arghhhh!

El disparo de Diego le dió debajo del pecho, lo dejó sin voz de inmediato, y caballo ya sin gobierno trotó unos pasos, hasta que su jineté rodó al suelo. Don Francisco, levantó su tizona y gritó ¡Batsu! siendo coreado por miles de gargantas, ¡¡Batsu, batsu, batsu!! Pero en nuestros corazones, todos en San Lucas sabíamos que no era suficiente. El olor de carne quemada de 400 nuevos mártires nos recordaba que no era suficiente.

Esa noche, el Almirante Cereceda convocó a una reunión de todos los capitanes y capellanes de la Cristiandad mas aislada de Extremo Oriente, nuevamente, como responsables del hospital, Don Francisco nos hizo ir a José y a mí. Una vez estuvimos todos, sin muchos preámbulos, Don Juan hizo una rápida exposición:
- Señorías, el día de San Albano hemos tenido una grande vitoria. Casi 9000 de los malos quedaron en el campo frente a nuestros muros. Hemos Conquistado la insula de Simosima con dos castillos, varias villas y dos puertos. Y hemos castigado sus puertos y hundido sus bajeles. Pero el enemigo no se aviene a dejarnos en paz. – y elevando un poco su voz exclamó - ¡Nosostros hemos venido a rescatar cristianos, no a ser testigos de su martirio!
- Almirante, habéis rescatado a nuestros hermanos de Simosima y ciertamente Don Nuno hará lo mismo con los de las ínsulas Goto, pero los paganos avivarán la persecución. Seguramente los mártires de hoy son creyentes al norte de Nagasaqui – agregó el páter Manuel – Matsudaira hará caer su puño de hierro sobre los más débiles y los matará con crueldad al frente de nuestros ojos.
- Estais en lo cierto, páter Manuel. La cruel cobardía del general enemigo se ensañará con nuestros hermanos indefensos.
- Señorías, Matsudaira está en una posición cada vez mas comprometida. El válido Tocugagua lo debe estar acicateando para que ultime la rebelión, que ante sus ojos es un simple alzamiento de campesinos, lo que aumenta su vergüenza – dijo con propiedad mi maestro – Creo que es el momento que sepa a lo que de verdad se enfrenta.
- Don Francisco, el general enemigo ya debe saberlo. Vos lo habéis derrotado todas las veces que osó atacar San Lucas.
- No hablaba de Matsudaira, Almirante. Es hora que el válido Tocugagua sepa del poder de nuestras armas.
- Arimirante Cereceda – se levantó Sigequichi Tazaqui, uno de los jefes de Simabara, un ronin veterano que en algún momento fue un samurái de renombre en la isla grande de Honsu - Tu matar víbora por cabeza. Tu cortar cabeza de víbora. Tu atacar shogun en Edo. Tu derrotar shogun en Edo.
- Vosotros me sugerís atacar la capital de Cipango.
- No, Almirante –apresuró a corregir el padre Manuel – la capital es Kyoto, donde está el palacio del Emperador. En Edo está el castillo del válido.
- Y la ruta está abierta –agregó Urquijo- hace unos meses atacamos la navegación enemiga sin resistencia. Ahora vuestro principal enemigo serán los vientos contrarios.
- Don Juan, Edo es la principal ciudad del clan Tocugagua – Don Francisco ilustraba de la situación política de Nihon - y es la sede del bafuku, su consejo de palacio, además es allí donde se retiene a las familias de los daimios, un secuestro para garantizar su buen comportamiento. Y alrededor de Edo, están los feudos de sus principales y más fieles allegados.
- ¿Cuáles son las defensas de Edo?
- Muy fuertes. La ciudad esta rodeada por fosos y murallas solidas, y el castillo de Edo es uno de los más fuertes de todo el Japón – afirmó el de Lima - Pero vos no vais a invadir ni conquistar la ciudad. Vos os encargareis de hacerle ver la conveniencia de no interferir con nuestro rescate.
- ¿Las fuerzas a mi mando serán suficientes?
- Vuestro escuadrón, con el que conquistasteis el castillo de Tomioca, el escuadrón que venció en la batalla de Hondomachi, los hombres que conquistaron el castillo de Hondo, y los refuerzos que vos consideréis necesarios, serán una fuerza con la que el válido del Japón no sabrá como lidiar.
- ¿Las fuerzas que dejaré en San Lucas serán suficientes como para defenderlo?
- No creo que Matsudaira se atreva a atacar nuevamente. Solo con los voluntarios de Simabara y Amacusa tenemos 9000 mosqueteros bien entrenados. Y los cañones del capitán Hirado han demostrado ser capaces de causar gran mortandad. Estamos artillando los filobotes que Don Jose Mario tuvo a bien capturar, que junto con las lorchas de Macao harán que cualquier bajel pagano lo piense dos veces antes de acercarse a los puertos al este o al oeste de Minami Arima. ¿Habeis dejado bien guarnicionado el Castillo de Tomioca?
- Dos compañías guardan al castillo y al puerto. Con artillería española. Y en Reijocu encontramos dos galeras de 24 remeros que ahora están a nuestro servicio.
- Las coballabunes serán un correo rápido entre los castillos de Tomioca y de Hara.
- Y vuestras balandras harán lo mismo entre los diviersos escuadrones de la flota, he visto que los carpinteros están terminando otras dos.
- Que besarán el mar apenas se terminen de calafatear.
- Don Alvaro, Don Vicente, Don Juan: preparad vuestras banderas - ordenó Cereceda con voz calmada - Nos haremos a la mar en 8 días, apenas tengamos la marea a favor, así los vientos nos adversen. Si la perfidia viene desde Edo, pues a Edo iremos a extirparla.


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Los cohetes Derna


Los barcos de la Real Armada se armaban con la artillería que estaba produciendo las factorías del norte de España: cañones de bronce comprimido de 4, 6, 12, 18, 24 y 36 libras, y obuses navales de 18 libras; estos últimos podían disparar bombas explosivas. Pero para bombardear áreas extensas, en el Siglo XVII se introdujo el cohete Derna.

Los cohetes Derna (llamados así por la toma de la ciudad por Don Francisco de Lima, en la que los cohetes tuvieron papel crucial) eran una mejora de los empleados por el Marqués del Puerto en el Mediterráneo. En lugar de emplear pólvora negra como propelente, utilizaban el «caramelo de cohete», o azúcar nitrado: una mezcla de agua, azúcar de caña, nitrato sódico y de potasio que se calentaba hasta que se fundía. Con la masa se llenaban los tubos de los cohetes, y después se taladraba y tallaba una cavidad interior en forma de estrella para que la combustión fuera uniforme.

A diferencia de la pólvora negra, el caramelo de cohete no era higroscópico, siendo más sencillo el lmacenamiento, sobre todo en los húmedos trópicos. Además, la combustión del azúcar nitrado era progresiva. También era más potente, lo que resultó un inconveniente, ya que obligó a que los fuselajes fueran de tubos de acero sin costura, pues los construidos con la técnica tradicional reventaban. Una tobera (un aro de acero soldado) hacía que se aprovechase mejor el impulso.

Los cohetes Derna llevaban una cabeza de combate que podía ser explosiva (de «pasta rayo», es decir, una mezcla de nitroglicerina y nitrocelulosa), incendiaria (con aceite de piedra gelificado y fósforo) o de metralla (balines con una pequeña carga explosiva para dispersarlos). No necesitaban pértiga, ya que estaban estabilizados por rotación gracias a unas aletas de chapa, y su alcance superaba los tres mil pasos. Se lanzaban desde raíles o trípodes, pero en el mar se hacía desde chalupas que se protegían con cuero humedecido, ya que se consideraba que el riesgo de incendio era excesivo si se disparaban desde un barco de vela. Eran una gran mejora sobre los primeros cohetes y aunque seguían siendo imprecisos (con el máximo alcance, la dispersión podía ser de más de cien pasos), eran las armas más potentes de la época. Bastaba un único impacto incendiario para acabar con el mayor buque de guerra.


PS: En donde dice "por reytuerto", debe decir "por Domper" :guino: .


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Por lo visto, Don Juan de Cereceda iba a negociar con el shogun de una forma en que el japonés nunca imaginaría. Se estaban aprestando los mejores buques de su escuadra: sus tres navíos de línea, con 64 cañones en dos cubiertas, el Frisias enarbolando su insignia, y algo menores, el Santa Isabel y San Fernando; tres fragatas de la misma clase, Empel, San Vicente y Breda, algo mayores y mejor armadas que la Santa Apolonia, y casi igual de rápidas aunque no tan ágiles; tres de las nuevas bombardas, Tévar, Simancas y Clavijo, ideales para bombardear a corta distancia con sus monstruosos morteros de a 64; cuatro de las barcas siberianas con las que la Compañía del Carmen comerciaba con el Extremo Oriente, Manises, Paterna, Nuestra Sra. del Rosario y Nuestra Sra. del Consuelo, que en total transportaban seis cañoneras y los novísimos cohetes Derna.

En el poco tiempo que pasó desde nuestra incursión castigo a Berbería y el rescate de los quirisitanes, los ingenieros de Pedro habían hecho grandes progresos con mis voladores: en lugar de usar pólvora negra como propelente, usaba “caramelo de cohete” una mezcla nitratada de azúcar con potasio, que triplicaban su alcance y mejoraban la capacidad de carga. Así, la cabeza de guerra aumentaba a casi 9 libras, y esta podía ser incendiaria, con una versión mejorada del fuego griego; explosiva con “pasta rayo” un desarrollo valenciano del algodón pólvora, y de metralla. A esos ingenios les llamaban “cohetes Derna” (aunque en Derna, lamentablemente, no tuvimos ni uno) y Cereceda tenía mil de estos.

Pero si Cereceda iba a hacer lo que Tazaki le recomendaba, matar a la víbora por la cabeza, yo tenía que recordarle que esta víbora era bicéfala. No sólo había que extirpar la ponzoña de Edo, también teníamos que hacerlo en Hirado, puerto en donde se asentaba el poder naval y económico holandés en el Japón.
- No, Don Francisco. No puedo distraer ni uno de mis navíos. La empresa en Edo requiere de todos mis esfuerzos.
- Os comprendo, Almirante. Pero yo no deseo que me cedáis ni uno de los buques o de los hombres que llevareis a Edo. Por favor, mirad este mapa – y le mostré uno de los de Nuno- estas son las defensas de Hirado. Como veis, no esta artillado a excepción del castillo, fuerte y grande, y que aunque mira desde un lugar elevado, sus cañones, unas bombardas tan viejas e inutiles como las de Hondomachi, no le harán mella al escuadrón que llevemos.
- Los buques de Urquijo.
- Sí, todos los buques del buen José Mario, quien detentará indudablemente el mando de la expedición, pero también los de de Caires y los de Contreras.
- ¿Solo quedará el escuadrón de Ezcurra para defender San Lucas?
- Pero sin el Mártir Nicolás. Sólo la San Esteban, los filibotes artillados y las lorchas.
- ¿Solo bombardeareis el establecimiento de los herejes?
- No, es menester conquistar el castillo.
- ¿Y cuántos hombres atacarán por tierra para someter al castillo?
- Mil me bastan. No podemos dejar los muros de San Lucas sin hombres.
- Mil me parecen escasos, Señor Marqués. Vos me acabáis de decir que el castillo es fuerte y grande.
- Y además el señor de Hirado, no ha enviado ni uno de sus lanceros a Shimabara, por lo que sus fuerzas están intactas. Empero, incluso así le digo que mil serán suficientes, Almirante.
- ¡Ah! Don Francisco, debe ser como vuestros hombres comentan, ¡vos tenéis gato encerrado!
- Sí, Don Juan. Si os habéis fijado, al lado de las balandras en construcción hay varios palos.
- Pude verlos, pero son mástiles y vergas demasiado grandes para una balandra.
- Aguda observación, Almirante. Y estáis en lo cierto. Son los palos para un trabuco de asedio, de la época de los abuelos de los Reyes Católicos.
- Pero si disponemos de cañones de a 36…
- Sí, pero los trabucos no lanzarán bolaños, sino vasijas de cerámica.
- No os entiendo.
- Acompañadme, por favor. Deseo mostradle algo. Aprovecharemos que nuestros carpinteros están acondicionando las cubiertas de los filibotes para que puedan aguantar nuestros cañones de bronce.

Caminamos desde el tenshu de Hara hasta los varaderos de Minami Arima. Mientras yo recogía una de las botellitas del sótano refrigerado, envié a Pablo para que trajesen a los tres shinobis que capturamos en su incursión anterior. Los nipones, sabedores de su peligrosidad los dejaron en taparrabos, y sendas cadenas en pies y manos limitaban su movilidad.
- Pablo, decidle al Almirante como habéis encontrado a los paganos.
- Almirante, son hombres aptos. Pese a ser canijos, son muy fuertes y su salud es de hierro.
- Dadles de comer mochi, arroz, pescado y sake. Será su última comida. Luego llevadlos al filibote más pequeño y dejadlos en la sentina. Y que dos hacchoros lo saquen a remolque hasta la mitad del puerto.

Una vez que la fluyt estaba lejos del asentamiento, embarcamos en otro hacchoro y llegamos hasta el mercante holandés.

- Almirante, Como veis, he ordenado cerrar todas las portas y escotillas que dan a la bodega donde están los presos, a los que le he dejado una cesta con agua y arroz, por lo que no han de pasar ni sed ni hambre. Los dejaré encerrados por dos noches. Y en tres días regresaremos.

Ordené cerrar el escotillón, y antes lancé el frasco con el líquido verduzco que había destilado los últimos días de frío con un peso atado, de tal suerte que al impacto se oyó con claridad que se rompió. Hecho esto, dejamos a los ninjas y al filibote al ancla, alejados de todos. Regresamos a tierra y cada cual, siguió con sus afanes.

En Minami Arima, vi como los carpinteros kirishitanes se esmeraban terminando la impermeabilización de la obra viva de la tercera y cuarta balandra. E Isabel ya tenía los dos tablones con bordes dorados en donde escribiría el nombre de las mismas.
- Se deberían llamar “Venganza” y “Castigo” – dije pensando en voz alta.
- No, hermano. Esos nombres no – me respondió con delicadeza Marina – vos habéis venido a rescatar almas, no a repartir muerte.
- Vos sabéis que no… pero justamente eso es lo he hecho hasta ahora.
- Por eso os lo digo.
- Entonces hermana, ¿qué nombre me proponéis?
- “Misericordia”, Francisco. La misericordia de los quirisitanes.
- Me hacéis dudar, Marina. A veces la misericordia es un lujo que no podemos permitirnos.
- Hijo – me dijo con voz calmada el páter Manuel – la misericordia vos la debéis encontrar, incluso en la más terrible de las guerras, si es que sabéis buscar.
- Ah, Don Manuel, muy hondo he de cavar para encontrar misericordia para estos chacales.
- Empezad cambiando de nombre a vuestra balandra.
- Sea, “Misericordia” y “Castigo”.
- Mejor “Misericordia” y “Retribución” – respondió el franciscano con una sonrisa bondadosa - No seáis vos quien reparta, dejad que el Altísimo premie o castigue según les toque.
- ¡Habéis oído, Isabelita! Nos mandan cambiar de nombre – dije riendo con evidente buen ánimo – Escribid allí lo que vuestra madre y Don Manuel han dicho.
- Sí, tío – se apresuró a contestar Isabel, riendo – será así: “Misericordia” y “Retribución”.

Ese día almorzamos rico. Donato era capaz de hacer con los alimentos más humildes, verdaderas delicias. Nos había preparado unas bolas de pescado en un lecho de taufú, la cuajada de soya cantonesa, con diversas salsas de soya, todo cocido al vapor, con arroz. Ya no estábamos macilentos como semanas anteriores y en el tenshu, con los Arima, Don Manuel y los cirujanos militares, comimos distendidamente, como no lo hacíamos desde hacía meses, esperando los días a que Don Nuno regresase de las islas Goto.

Llegó la mañana en que fuimos a la fluyt, desde el hacchoro ordené abrir el escotillón y las portas. Por un instante percibimos un leve olor a heno recién cortado antes que el viento marino se lo llevase. Nos demoramos unas tres horas antes de abordar, esperando que el mercante holandés se ventilase lo mejor posible. Al subir, notamos las bodegas estaban en silencio, ratas muertas salpicaban el piso. Y en eso vimos a los tres ninjas tiesos, o mejor dicho, aún tiesos, por lo que la muerte les debía haber llegado por lo menos veinte horas antes.
- ¡Mirad! Ahí alguien ha escrito algo – Dijo José señalando el maderamen de la bodega mientras Pablo iluminó la bodega levantando el candil que llevaba – está escrito con sangre.

Me acerqué. El trazo era irregular, pero inequívoco:
- Pablo, copiadlo lo más fielmente posible, ya sabéis que, en la escritura de los nipones, un palito cambia el significado totalmente.
- Sí, Don Francisco, voy a eso.

Subimos los cadáveres a la cubierta y les pedí a Pablo y José que me ayudasen a examinarlos.
- Don Francisco – señalo José - los reos están cianóticos, casi del color de los colgados. Además, veo legañas y ojos rojos – señaló José ni bien vio a los muertos.
- Deben haber tenido los ojos muy irritados o haber llorado mucho, porque estan muy rojos – agregó Pablo con interés - aunque visto lo visto, dudo que estos sean de los que lloran mucho.
- Y dos de los paganos deben haber vomitado, la boca les huele a vomito.
- Y la ropa también – Pablo abrió con esfuerzo la boca del muerto, cuya rigidez ya iba cediendo - Y ved lo roja que está la garganta. Tambien está irritada.
- Además – José retiraba los taparrabos – al morir, el meado tenía sangre.
- Bien, bien, muchachos. ¿Qué otra cosa notáis?
- Pareciese que el esputo y los mocos también tienen sangre. Don Francisco, creo que debemos abrir a los cadáveres mientras estén frescos.
- ¿Deseáis hacerlo, José?
- Sí.
- Entonces yo os ayudo. Y vos, Pablo, escribid todo lo que os digamos.

Luego de abrir el pecho del primer shinobi, una masiva secreción serosa salió de los pulmones.
- ¡Mierda!, disculpad maestro – José se apresuró a disculparse por el taco, pero evidentemente la magnitud del edema lo había sorprendido – hay tanta agua como en los bofes de un ahogado.
- Lo que decís es cierto, José.
- Además, mirad. Por eso es que las babas tenían sangre: toda la tráquea está llena de coágulos.
- ¿Qué otra cosa notáis en los bofes?
- Tiene como una baba suelta y resbalosa.
- Nuevamente estáis en lo cierto. ¿Deseáis bajar a la cavidad abdominal?
- Sí, pero ¡mirad! El diafragma está como duro - mientras José palpaba, dijo, casi para adentro - aunque el rigor mortis puede estar engañándome, es casi como si el reo hubiese hecho esfuerzos para respirar.
- O hubiese tosido mucho.
- Sí, Don Francisco. O para toser. ¡Mirad! El hígado está de un tono que a mi se me antoja que es casi gualda, aunque de un amarillo más bien pálido.
- Tocadlo, tocadlo.
- Y yo diría - dijo deslizando el pulgar sobre el índice varias veces – que esta grasoso. Grasoso y blandurrio, casi como una esponja.
- Bien, muchacho. Nada se os está escapando.
- Y aquí en la vejiga el hallazgo de coágulos confirma porque los meados tenían sangre. Además, si me pedís mi opinión, yo diría que encontramos poca sangre.
- Hasta aquí llegamos, José. No deseo que abráis el tripero del reo. Ni tampoco a los otros dos. Lo coseremos y una vez lastrados, los entregaremos al mar.

Luego de bañarnos, pasamos en claro las notas tomadas por Pablo.
- Irritación de ojos y garganta – leyó Pablo.
- Y posible lagrimeo – agregó Segovia.
- Cianosis – continuó leyendo de Luque.
- Debe haber tenido tos, o dificultad para respirar.
- O ambas cosas - agregué
- Hematuria y oliguria – dijo José, y luego añadió con modestia - aunque oliguria es más una apreciación mía que un hallazgo cierto.
- Apreciación totalmente válida, José.
- Hemoptisis – Pablo siguió enumerando sus escritos - Edema pulmonar.
- Con una discreta hemorragia - apuntó José – Y espuma sanguinolenta en los bofes.
- Hepatomegalia discreta
- Hígado como esponja y amarillento.
- Suficiente como para causar la muerte en tres días – pensó el de Segovia en voz alta.
- No, estos se murieron antes. He de acudir con presteza al Almirante Cereceda.

Encontré al marino en tierra y fuimos a una de las estancias del tenshu en donde le expuse en privado y con detenimiento los hallazgos en los cadáveres de los ninjas. Cereceda escuchó atentamente y sin interrupción.

- Vuestros hombres apostarían todos los dedos de sus manos mientras vos estéis en la capacidad de seguir haciendo trucos. Pero os he de confesar, que esto más bien, es un presente del mismísimo Diablo.
- Lo sé, Almirante. No sabéis cuanto he pedido a Dios iluminación para usar o no lo que he descubierto.
- Decidme, ¿desde cuándo estáis buscando este aire ponzoñoso?
- Lo descubrí por casualidad – mentí con descaro – entre Acapulco y Cipango. Os digo, no buscaba un veneno, experimentaba con lejía buscando una mejor agua limpiadora. ¿Me crearías si os digo que muchas de mis invenciones más celebradas fueron de casualidad?
- Os creo. Ya he conversado con el capitán Martínez de Luna.
- Sí, el bueno de Álvaro fue uno de los primeros en ver mis ocurrencias puestas en papel.
- Decidme, ¿qué pensáis hacer con vuestro aire ponzoñoso?
- Tomar el castillo de Hirado.
- ¿Y después?
- Después no se. Soy consciente que tal vez esté abriendo una puerta que no sabría como cerrar.
- Estáis en lo cierto. Ahora los usareis contra paganos, pero nada os impide que mañana tal vez lo uséis contra infieles.
- O contra herejes. O contra cristianos.
- ¿Visteis?
- Sí. No hemos visto como sobreviene la muerte, pero creo que depende de cuanto gas ponzoñoso respire la persona. Y puedo suponer que es como ahogarse en seco.
- No os he comprendido muy bien eso de la cantidad de gas.
- Si el viento se ha llevado parte del gas, la persona tiene que estar mucho tiempo respirando la ponzoña, en cambio si el viento está quieto y no ha dispersado el gas, con poco tiempo respirando el veneno, está condenado. Incluso si deja de respirarlo, morirá irremediablemente.
- ¿Cómo sabéis esto? - preguntó Cereceda con suspicacia - Sólo habéis matado a esos tres paganos.
- Pero antes lo hice con innumerables ratas – mentí otra vez – y en ellas pude ver los mismos efectos que en los humanos.
- Por eso estáis convencido de sólo necesitar mil hombres.
- Sí, Almirante. Durante un día, con el trabuco de sitio lanzaré las vasijas con gas, que cuando está muy frio es un líquido, por eso es que guardo los botellones entre panes de hielo. Simultáneamente los cañones batirán las cortinas externas del castillo. Al tercer día, el mismo trabuco lanzará vasijas con fuego griego, mientras los vientos dispersan los restos del gas venenoso, si el incendio no es controlado, eso me dará idea de cuánta gente hay viva adentro. Después, si ya no hay un olor a heno recién cortado, mandaré el asalto, y nuestros hombres podrán tomar el castillo de Hirado.
- Casi sin muertos propios.
- Sí, Almirante. Espero que los muertos y heridos sean pocos. Pero lo que pase allí se oirá por todo el Japón y después por toda Asia, y con certeza los herejes se encargarán de llevar el chisme a Europa. Las vidas que ahorraremos ahí, no serán sólo en esta campaña. ¡Quienes se enfrenten a los ejércitos del rey, sabrán que se enfrentan a una muerte segura!
- Lo habéis pensado bien.
- Mucho, Almirante.
- ¿Lo saben otros?
- Sólo vos, y los cirujanos. Pero apenas llegue Don Gabriel, me he de confesar con él.
- ¿Secreto de confesión?
- No, consejo de uno que compartió conmigo los rigores del asedio.
- Así sea - dijo el marino castellano inspirando fuertemente - Podréis disponer de los mil hombres. Id y conquistad Hirado... y que Dios os perdone.

¡Listo, tenía la aprobación de Cereceda! O al menos, la autorización para la incursión a Hirado. Fui a mis aposentos del tenshu y durante la cena, departiendo con los Arima, Pablo nos mostró los caracteres que había copiado en el filibote:
刈りたての
干し草や 死の
匂い満ちる

- Diego, Isabel ¿qué dice en vuestra lengua?
- Karitate no / hoshikusa ya / shi no nioi michiru – leyó la chica – es un haiku, poesía.
- ¿Y qué dice?
- Heno recién cortado / ¡Ah! el olor de muerte / llena el aire.
- Poema de despedida, es común en los guerreros – dijo Diego sentencioso.
- Depende – agregó Isabel más reflexiva – a veces los shinobis no son samuráis en una misión de guerra, sino asesinos a sueldo buscando ganancias para su banda. Los ninjas no son de escribir haiku.
- Entonces, queridos míos, hemos corrido con suerte – dije pensativo.
- ¿Por qué, tío? – preguntó Isabel intrigada.
- Porque puede ser que aún en la muerte, los ninjas están cumpliendo con su deber.
- ¿Con un haiku?
- No. Eso parece ser más que un poema final, es un aviso
- ¿Para quién?
- Para quien sepa leerlo. Y Dios ha querido que seas tu quien lo hizo, al menos quien lo hizo primero.
- ¿Teméis que haya más espías, Don Francisco?
- Desconfiar es un temor saludable, Pablo. Pero si me apuráis, no creo que entre los carpinteros hayan traidores. El filibote capturado ha permanecido cerrado y ahora mismo iremos en bote a borrar ese haiku funerario.

A los dos días, por la mañana, llegó la polacra y en ella Fadrique y los espingarderos, para alegría de Isabel, también un par de bagalas llenas de kakure kirishitan, a lo largo de los dos días siguientes fueron llegando todos los barcos de Don Nuño hasta que finalmente, el San Antonio y el Santo Condestable entraron en Minami Arima. El buen hidalgo lisboeta estaba exultante.
- Albricias, Don Francisco, ¡hemos rescatado tres mil almas!
- Sabía que vos lo haríais bien, Don Nuño.
- Pero, hijo, esa no es la mejor noticia – agregó Don Gabriel que se unía a la conversación – hemos logrado una conversión importante.
- ¿Quién? – mi sorpresa era mayúscula.
- Morisugo Goto, el hijo del conde de todas las ínsulas y su heredero.
- ¿Y ese joven sabe el paso que está dando? – pregunté intrigado - porque tal vez tenga que renunciar a su herencia.
- Sí, lo sabe. Pero también sabe que un conde católico en Cipango puede contar con la amistad de su Cathólica Megestad Filipo IV.
- ¿Vos le habéis dicho eso, Páter Gabriel?
- Yo lo hice, Don Francisco – apresuró a responder de Caires – ¿Hice mal?
- No sé si habréis hecho mal, pero ignoro si el rey pueda ayudar al hijo de un daimio nipón al otro lado del mundo.
- Eso no lo sabemos, hijo – dijo el cura jesuita con calma – ni él, ni vos, ni el rey Filipo. De momento regocijémonos por esta conversión.
- ¿Cómo lo habéis logrado, páter?
- Conversando, largas conversaciones en la cámara del San Antonio.
- Aunque – Don Nuno se permitió una sonrisa traviesa - ver la facilidad con la que nuestras armas derrotaban a los hombres de su primo también ayudo.
- Eso no lo niego, Don Nuno, pero sentir la devoción de los kirishitan kakure, manteniendo sufridamente su fe, también hizo lo suyo.
- Vos tenéis razón, páter.
- Don Francisco, ¿vos los habéis oído orar?
- Sólo a los de Shimabara y Amakusa, algunas veces he rezado con ellos el rosario.
- No, Don Francisco. Con los de Goto es diferente. Son 40 años sin guía pastoral y siendo perseguidos. Algunos vivían en cuevas y en islas muy aisladas. Os lo digo, es muy diferente, empero, creedme a pie juntillas si os digo que con ellos la presencia de Dios se siente tanto como en Mosteiro dos Jerónimos allá en Lisboa.
- Decís la verdad, Don Gabriel. Mucha fortaleza les ha dado su fe para soportar el martirio – asintió de Caires gravemente – yo he sido testigo deste grande sacrificio.
- Venid, venid – invitó el jesuita a los Almirantes y capitanes que llegaban al embarcadero – vamos a dar las gracias a Dios, que suenen las campanas.
- ¡Vive Dios! – exclamo Cereceda que se acercaba – ¿Desde cuándo tenemos campanas?
- Sí, almirante – dijo Don Manuel sonriendo – desde ayer la iglesia de San Lucas Evangelista tiene una campana para llamar a los fieles. La trajo Don Nuno.
- Después de la victoria de Shin-Kamigoto decidimos desmontar la campana del templo pagano de la capital del derrotado Morikiyo y traerla a San Lucas – agregó el lisboeta con modestia - Nuestra ofrenda por la victoria.

La campana capturada en Shin-Kamigoto era la típica campana japonesa sin badajo, ya estaba montada en un recio trapecio de madera, pero a diferencia de las campanas budistas o sintoístas que eran percutidas por un madero colgado horizontalmente, en la campana de San Lucas, dos fieles sordos golpeaban con sendos mazos de hierro las paredes produciendo un sonido más vivo.

Ah, la vieja y querida iglesia de Minami Arima, más que iglesia era un remedo del tabernáculo: Una gran tienda de campaña, cuyos muros de lona marinera habían atraído lo peor del cañoneo holandés los días más duros del sitio, Quemada muchas veces, era lo primero que los quirisitanes levantaban de nuevo, apenas los cañones callaban, en un abierto desafío y reafirmación de fiel perseverancia hacia su fe.

Los primeros en rezar fueron los fieles de Shimabara, Amakusa, Nagasaki, Omura, Isahaya y Tara, su versión del Ave María intentaba conservar palabras latinas convertidas al japonés, y aunque la cadencia del rezo invitaba a un recogimiento extraño, su ritmo aún recordaba a la liturgia establecida:

Maria Kannon, gurasha purena,
Dominusu tekumu.
Benedikuta tu in murieribusu,
eto benedikuto furukuto bentorisu tui Iesu.
Sankuta Maria, Materu Dei,
ora puro nobis pekatoribusu,
nunku eto in ora moruchisu nosutorae.
Amen.


( Maria Kannon, gracia plena,
el Señor está contigo.
Bendita tú entre las mujeres,
y bendito el fruto de tu vientre, Iesu.
Santa Kannon, madre de misericordia,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.)



Pero cuando los cristianos de las Goto iniciaron la oración, con Moritsugo Goto a la cabeza, lo que escuchamos fue algo distinto, muy distinto. Era el rezo repetitivo, monocorde y sin pausa de una oración budista. Sin embargo, los páteres Manuel y Gabriel tenían los ojos fervorosamente cerrados, y a mi lado, por los rostros de Marina e Isabel caían gruesas lágrimas.

Abe Mariya
Goriyo Maria Kannon
tasukete kudasai
Iesu-sama no go-megumi
watashi ni sashite kudasai


(Ave María
Gloria María Kannon
por favor, ayúdame
la gracia del Señor Jesús
concédemela a mí)



Escuché cuchichear a Urquijo y Cereceda, amigos que habían progresado juntos en la Compañía del Carmen a fuerza de cojo***, capacidad y constancia, Cereceda rara vez se permitía confesiones, pero si era con alguien, ese alguien era Urquijo.
- No sé si le están rezando a la misma virgen que nosotros.
- Calla, Juan. Vos habéis visto el fervor con el que afrontan el martirio.
- Es que ese rezo suena tan pagano...
- Me cortaría las pelotas – Urquijo dió fin a la conversación acercando su cabeza al oido de Cereceda y respondiendo con tal énfasis que yo lo pude oir - si estos quirisitanes rezan a una virgen que no sea la Madre de Dios.

Y en medio del recogimiento general, vi envuelto en su hábito negro y blanco, la figura adusta del padre Valentín Ortiz, capellán de la flota de Valencia y el único de los curas embarcados para esta empresa que no conocía ni la India, ni Extremo Oriente. Se gesto torcido anunciaba una próxima tormenta en San Lucas.


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Archivo General de Simancas

Secretaría del Consejo de Guerra (siglos XV-XVII)

Memorial del Almirante Cereceda a Don Pedro Llopis, Marqués del Puerto

V. Noveno combate del castillo de Hara.


En el mes de junio, el ejercito pagano fue reforzado con nuevas levas de los feudos del sur de Quiuchu, según el capitán Aritomo Goto, ahora el general Matsudaira disponía de ciento cuarenta mil hombres, por lo que debíamos esperar un ataque en cualquier momento. Los informantes de Don Francisco corroboraron esa impresión, además de prevenirnos de posibles encamisadas destinadas a vulnerar nuestras defensas durante la noche y de ser posible, matar a nuestros principales jefes, capellanes y capitanes. Para evitar esto, ordené redoblar las rondas nocturnas, cambiar el santo y seña dos veces al día y especialmente, hacer que las posibles víctimas de asesinato no durmiesen en sus lugares habituales.

En la madrugada del día de San Albano, con mucho sigilo, los asesinos nipones, muy duchos en sus malas artes, se infiltraron a través de nuestros fosos y muros, mataron en silencio a nuestros hombres que estaban haciendo sus rondas, e incluso llegaron a volar un polvorín en las defensas del ala derecha. Pero los nuestros, prevenidos por el graznido de los gansos, lograron conjurar la encamisada, a tiempo para guarnecer los muros ante el asalto de todo el ejército Tocugagua.

Y aunque muy numeroso, pues calculamos en ciento veinte mil el número de los enemigos que asaltaron nuestros muros ese día, el nutrido fuego de nuestra mosquetería los tuvo a raya en todo momento. Y los pocos que llegaron a los fosos, cayeron bajo la metralla de los morteros. Pese a sus numerosas escalas, nunca tuvieron la oportunidad de hollar nuestras defensas. Cuando rayó el sol, la artillería bajo el mando del capitán Saigo Hirada, comenzó un cañoneo que impedía que el enemigo llegase hasta nuestros fosos. Poco más tarde, el fuego de mis tres navíos primero calló a la artillería holandesa, y luego se afanó sobre las concentraciones de tropas enemigas dentro de sus propias líneas.

El ejército pagano envió asalto tras asalto toda la mañana y buena parte de la tarde. Pero pese a la inmensidad de sus números, se vieron impotentes frente al fuego de nuestros cañones, las granadas de los obuses y morteros, y el fuego intenso y preciso de nuestros mosquetes. Cuatro horas después del mediodía suspendieron sus ataques, dejando grande mortandad en el campo de batalla, y a nuestras armas cubiertas de gloria.

Durante la noche, escaramuzadores dejaron nuestro campo y dieron misericordia a los heridos enemigos que yacían en el campo. Contaron casi 9000 muertos, sin saber cuántos cayeron en las lindes del campamento enemigo. Pese a recoger un botín de muchas espadas, dagas, lanzas, cascos y corazas, los mosquetes y arcabuces de fabricación flamenca fueron más bien escasos. Los escaramuzadores nos informaron que les extrañó lo escasa que era la ración de pan de arroz que los caídos llevaban en sus morrales, lo que nos indicó que las incursiones del Almirante Urquijo y el capitán Ezcurra sobre los puertos del enemigo, habían hecho daño en los bastimentos del ejército del enviado del válido Tocugagua.

En venganza por su derrota, el día de San Juan, los paganos martirizaron frente a nuestros muros a cuatrocientos creyentes del norte de Nagasaqui, quemándolos vivos. Semejante acto de cobarde barbarie indignó a todos en San Lucas Evangelista y en la reunión de capitanes siguiente, tomé la resolución de exigir en Edo que nos permitan retirarnos en paz.


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