Un soldado de cuatro siglos
-
- General
- Mensajes: 15277
- Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
Un soldado de cuatro siglos
—Fue al final de la batalla cuando le hirieron ¿No es así, Don Félix?
—Bah. No fue más que un arañazo y bastó un zurcido. Tuve alguna fiebre, pero poca cosa. Por desgracia, fueron demasiados los que salieron malparados.
—Un millar de bajas, según Sampedro, y de ellos dos tercios fueron muertos o presos. Ya sé que lo que voy a decir no le agradará, pues solo un muerto ya es demasiado, pero no parecen tantas en un conflicto de tal magnitud.
—Tenga en cuenta que a esas hay que añadir las que ya había tenido el Chivaso unos días antes, más las guarniciones que Grajal había dejado repartidas y que los turcos masacraron. Al final, de Arsuf no volvimos ni la mitad de los que salimos de San Juan de Acre.
—Yo sigo sin entender los motivos que tuvo Lazán para la retirada. En Arsuf eran una daga en el costado turco. Sampedro cuenta que se trataba de un ardid, pero sigo sin entenderlo.
—Yo también le estuve dando vueltas. La posición de Arsuf era fuerte y, de haberla reforzado, podríamos haber vuelto a atacar Jafa, mientras Lazán hacía lo mismo en Ascalón. Hasta el camino a Jerusalén estaba abierto ¿Por qué retirarse de ahí?
—Eso mismo me pregunto yo —contesté a mi anfitrión.
—Ya le he dicho que yo también tenía mis dudas, hasta que medité en cuáles eran las verdaderas intenciones de Lazán. Ya le he dicho que el marqués no era buen enemigo. Noble, todo lo que quiera, y más ante un rival tan caballeroso como fue el pachá Elmes. Igual que en los Balcanes había sido implacable con los asesinos, en Palestina respetó a los otomanos como si fueran rivales en justas. Combatirles, les combatió y bien, aunque atendiendo a los prisioneros y cuidando a los heridos. Ahora bien, no se equivoque, que respetara esas normas de la guerra que los turcos raramente acataban, no significaba que fuera candoroso. El marqués luchaba para ganar, y era tan taimado que ni su sombra sabía por dónde iba.
—Sigo sin entenderle.
—Piense ¿Cuál era el objetivo del marqués?
—Conquistar Jerusalén ¿Qué otro podía ser?
—¿Está seguro? Me parece que está confundiendo el objetivo con el pretexto. Se lo voy a preguntar de otra manera ¿Qué pretendía conseguir en la campaña de Hungría?
—Supongo que la pregunta tendrá trampa.
—No, si lo piensa ¿Cuál era su objetivo en los Balcanes? —Insistió Don Félix.
—Sé que voy a decir una tontería, pero me parece que pretendía aliviar el cerco de Viena y echar a los turcos de Hungría.
—¿Ve cómo vuelve a confundir el pretexto con el objetivo? A mí me parece que lo que pretendía Lazán no era liberar tal o cual ciudad. Iba a por la cabeza. Quería acabar con el Imperio Turco y, para conseguirlo, primero tenía que acabar con su ejército. Por lo que se rumoreaba, los planes del marqués para la guerra implicaban ataques por varios frentes, con el objetivo aparente de tomar ciudades clave: Jerusalén en Palestina, o Budapest en Hungría, y así atraer a los turcos a una batalla campal para destruirlos. Cuando el tonto del visir atacó Viena puso su cabeza en bandeja. Fíjese en lo que hizo el marqués: dejó que Viena estuviera en un tris de caer, aunque, si hubiera atacado a los turcos nada más llegar, no le hubiera costado romper el sitio. Sin embargo, prefirió que Viena se defendiera como pudiera, mientras preparaba una amplia maniobra de cerco. Maniobra que fue arriesgada, pero que acabó con la aniquilación de sus enemigos. Luego, cuando el siguiente visir volvió a asomar la cabeza, emprendió otra maniobra que acabó con la gran victoria de Temesvar. En Dunkerque había hecho lo mismo: en lugar de intentar romper el asedio francés, prefirió arriesgar la ciudad, mientras maniobraba para atrapar al ejército enemigo.
—Visto así…
—También debe recordar lo de Tracia. Sampedro mismo se pregunta por qué el marqués de Lazán socorrió Viena y peleó en Hungría, cuando podría haber atacado Constantinopla. Ahora bien, si piensa en lo que le he explicado, entenderá los motivos: independientemente de las dificultades que hubiera podido encontrar atacando la capital, la clave estaba en que, aunque hubiera conseguido tomarla, el ejército turco hubiera escapado indemne para seguir siendo una amenaza.
—Tiene usted razón, pero sin comprender lo de Arsuf.
—Don Felipe, si no lo comprende es porque no tiene un detalle en cuenta. Los turcos habían vencido en Cesárea, en Naralauja y en Ascalón, pero esas victorias no fueron fáciles. Sus pérdidas fueron, como poco, triples a las nuestras, y de sus mejores tropas. El pachá Elmes seguía teniendo muchísimos hombres, pero apenas le quedaban la mitad de sus jenízaros. Por su cara, veo que sigue sin comprender. Se lo voy a explicar más despacio. Al principio, el marqués de Lazán, con el desembarco en Acre, quería obligar a los turcos a levantar sus líneas para que librasen una batalla de movimientos y atraparlos entre las fuerzas de Grajal y las suyas. Sin embargo, la torpeza del Grajo dio ocasión al turco Elmes, que resultó ser un jefe muy sensato. Consiguió darnos un rapapolvo, aunque a costa de demasiadas pérdidas. Además, Elmes debió enterarse de la llegada del marqués al mismo tiempo que nosotros, y sabía que Lazán no era un cabezahueca como Grajal. Imagine que el marqués hubiera reforzado Arsuf para reemprender el ataque en pinza desde el norte y el sur ¿Cree que Elmes hubiera conseguido resistir?
—Lo extraño es que consiguiera aguantar. Sampedro dice que entre Grajal y Savona consiguieron arrebatar la derrota de las fauces de la victoria.
—Razón tiene —siguió Don Félix—. Yo creo que el turco se estaba preparando para salir por pies, que a fin de cuenta esos eran los planes de Lazán, levantar la perdiz para que Savona le diera caza. El mismo Sampedro dice que el pachá se estaba preparando para retirarse a los montes de Judea, pero que, al ver que a Grajal y a Savona les entraba el canguelo, decidió aprovechar la ocasión. Ahora bien, Elmes ya había conseguido lo que quería, y no creo que hubiera sacrificado su ejército por defender Ascalón y Jafa, tal vez ni por Jerusalén. Si antes estaba dispuesto a replegarse, ahora aun más, y podría hacerlo con orden, ya que desde Arsuf no hubiera sido fácil cortarle la retirada. Que Elmes se escurriera era justo lo que el marqués no quería. En los montes de Judea, el otomano hubiera sido un incordio, teniendo que perseguirle por cada peñasco. No eran esas sus intenciones.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
-
- General
- Mensajes: 15277
- Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
Un soldado de cuatro siglos
Va entrega larga mientras esperamos el sushi. Espero no decir muchas burradas (se agradecen las correcciones).
Quinta escena
Poderoso caballero
La evolución que España experimentó durante el Resurgir se debió en buena parte al cambio económico revolucionario. Tal vez aquí sí que acomode el término «revolución», pues la economía mudó en unos pocos años de tal manera que parece un cambio violento. Violento no en la acepción habitual, sino en la de impetuoso y brusco. Aunque la historia de la economía sea menos atractiva que la bélica, es conveniente considerar que los ejércitos necesitaron de esa mejora económica para conseguir imponerse en el campo de batalla. Las brillantes maniobras del marqués de Lazán hubieran sido imposibles sin oro.
Para entender lo revolucionario que fue el cambio es preciso describir cómo era la situación económica previa. En la primera fase del Resurgir, España estaba sufriendo una gravísima crisis causada por las malas condiciones meteorológicas. El enfriamiento global afectaba a España no tanto con bajas temperaturas, sino con sequías cada vez más extremas; las crónicas relatan que el río Segura llegó a secarse varios años. Hubo años en los que prácticamente no se recolectó nada. Las malas cosechas y las epidemias hicieron que la población rural siguiera menguando, en vez de recuperarse de la expulsión de los moriscos; por lo general, tras la población se recupera rápidamente tras un efecto adverso, sea epidemia o expulsión, gracias a la mayor disponibilidad de tierras y de alimentos. Aunque no ocurrió así a principios del siglo XVII, en el que la mano de obra agraria fue cada vez menos, hasta tal punto que se abandonaron tierras de cultivo y la producción se redujo aun más.
Aparte de la tragedia que suponían la sequía y el hambre, también la nación sufrió otras consecuencias. La aristocracia terrateniente necesitaba de más dinero, no solo para mantener el nivel de vida, sino a causa de las crecientes demandas de la monarquía, embarcada en una guerra a muerte. Los nobles tuvieron que exigir rentas aun más altas a campesinos que ya estaban hundidos en la miseria; aun así, no fueron pocos los aristócratas que tuvieron que enajenar parte de sus estados. La agricultura era de subsistencia, escasamente productiva, y las pésimas comunicaciones impedían que llegaran alimentos allá donde había hambrunas. Desde luego, ni se podía soñar con la especialización.
El comercio también estaba decayendo. Nunca había sido una parte importante de la economía hispana: entre la mala red de caminos y el mínimo poder adquisitivo de la población, el consumo interno apenas lo mantenía. Tan solo la exportación de lanas tenía cierta importancia. Más próspero era el comercio marítimo, tanto el mediterráneo como el transatlántico, pero estaba lastrado por privilegios como el monopolio sevillano del comercio con las Indias, y durante los primeros decenios del siglo se enfrentó a la competencia holandesa y a la inseguridad causada por corsarios y piratas. También mermaba la actividad industrial, especialmente la pañera, a causa de la competencia externa que había expulsado los tejidos españoles de otros mercados. Tan solo se mantenían las operaciones mineras, metalúrgicas y navales gracias a las demandas militares, pero estaban amenazadas por la falta de innovaciones técnicas y, principalmente, por las agobiantes deudas de la monarquía, que llevaba a que los encargos se pagasen poco y tarde, cuando se pagaban. Sin dinero, las explotaciones tenían que detener su actividad, e innovar parecía utópico.
El estancamiento de la economía española suponía un problema para la corona, necesitada de fondos tanto para la recientemente reanudada guerra en Flandes, como para el conflicto en el Imperio que acabaría por convertirse en la Gran Guerra. Hasta entonces, habían sido los caudales de las Indias los que financiaban el esfuerzo bélico, pero el descenso de las importaciones de plata americana obligó a devaluar la moneda. Esta disminución de la ley no se debía solo al agotamiento de las minas, sino a que cada vez mayores cantidades de metal pasaban a manos privadas. Es significativo que, a pesar del descenso de las importaciones «legales» de plata, el comercio de paños con las Indias se estaba incrementando (aunque, poco a poco, el contrabando de tejidos ingleses y holandeses empezaba a amenazar a los tejedores hispanos). En cualquier caso, la monarquía disponía de menos recursos y se veía obligada a incrementar las cargas impositivas, y aun así seguía endeudándose cada vez más.
No solo se estaba contrayendo la economía; la organización social tampoco favorecía el despegue. Las múltiples aduanas internas, los privilegios locales y gremiales y las variadas jurisdicciones eran barreras para cualquier avance. Hacían que fuera Castilla contribuyera en solitario a las necesidades reales en el extranjero, aunque, a cambio, fuera la única en beneficiarse de las Indias. Incluso en Castilla había restricciones, como pudiera ser el ya citado monopolio sevillano del comercio transatlántico (que, posteriormente, se amplió a Cádiz). Los gremios, además, impedían la competencia y, por tanto, la innovación. Por su parte, las ciudades daban preferencia a sus propios productos antes de permitir importar nada, por bueno que fuera.
A pesar de la depresión, se necesitaba dinero. Con menos importaciones de plata, con menos rentas aduaneras a causa del famélico comercio, la Monarquía dependía de impuestos crecientes que eran diferentes en cada estado. Los principales eran la alcabala y la sisa (que eran más o menos similares; en otros reinos había otros parecidos) que gravaban las transacciones hasta con un doce por ciento. Sin embargo, había tantas excepciones que la cantidad recaudada era mucho menor. Paralelamente existía el diezmo, que era recaudado por la Iglesia para sus necesidades y que suponía un décimo del valor de la producción agropecuaria, aunque, en realidad, apenas llegaba al cuatro por ciento. Esa cantidad, que no dejaba de ser importante, en poco contribuía a las acuciantes necesidades hispanas. Era paradójico que, mientras la Hacienda Real no podía hacer frente a las necesidades bélicas, y el pueblo llano, oprimido por los impuestos, vivía en la miseria, la Iglesia siguiera construyendo templos y conventos. Se beneficiaban albañiles, pintores, escultores u orfebres, pero la agricultura, la gran necesitada de fondos, no veía ni uno de esos céntimos, y pocos llegaban a las arcas reales.
Los gastos de la Monarquía eran enormes: solo la guerra de Flandes consumía unos ocho millones de ducados cada año, que equivaldrían en la actualidad a unos tres mil millones de reales. Había que sumar la guerra crónica con los corsarios y con los turcos, el mantenimiento de la Corte, los salarios de los funcionarios, etcétera. La única manera de hacer frente a tal dispendio era endeudándose con los banqueros genoveses y alemanes; pero bastaba cualquier retraso en la llegada de la flota del tesoro, cualquier apuro militar, una mala cosecha o lo que fuera para que no se pudieran cancelar los créditos. Puede parecer extraño que la corona no se apoyara en los banqueros españoles, pero se debía a que el oro resultaba mucho más apreciado que la plata. Las Indias producían mucha más plata que oro: las principales fuentes de este último fueron el saqueo de imperios americanos, y la explotación de algunas minas que se agotaron rápidamente. Para financiar los ejércitos en Italia, en Alemania o en Flandes se precisaba oro, y eran los banqueros genoveses y alemanes los que lo controlaban. Gustara o no, España se veía obligada a operar con ellos.
El resultado de los enormes gastos, que no estaban aparejados con los ingresos, llevó a que la deuda aumentase de tal manera que fuera preciso pedir créditos para pagar los intereses. Con este panorama, las bancarrotas habían sido recurrentes: la monarquía tuvo que suspender pagos en 1557, 1575 y 1576, 1596 y 1607. En estos casos, las deudas apremiantes se sustituyeron por juros, que venían a ser deuda a largo plazo a menor interés, inicialmente respaldada por tierras que pasaban del realengo a los detentadores de los juros; pero en el XVII ya no existía esa posibilidad y se tenían que aportar intereses mayores. Los juros acabaron lastrando la monarquía, que debía abonar ciertas cantidades hasta que se rescataran. Por otra parte, al haberse enajenado bienes de la Corona, disminuyeron más los ingresos. Además, los juros aumentaban cada año: a la muerte de Felipe II eran de ochenta millones, y en 1630 se acercaban a los ciento veinte millones. Entre pagos a corto y largo plazo, debía abonarse la décima cantidad cada año. Era más del doble de lo que solía traer la flota del tesoro: la plata americana no llegaba ni para pagar los intereses. Como ya no quedaban más bienes que comprometer (es decir, que enajenar hasta que se rescataran) hubo que crear todo tipo de impuestos, que lastraban aun más la famélica economía.
En este escenario tan deprimente, era paradójico que fuera España la que dispusiera del mejor bagaje ideológico. Se debía a la «Escuela de Salamanca», un grupo de pensadores y de juristas que, en el entorno de la universidad salmantina, estudiaron como reconciliar la doctrina católica clásica con el nuevo orden social y económico propiciado por los grandes descubrimientos. Lo hicieron con espíritu renovador. Un ejemplo de idea revolucionaria (para la época) era que el mal podía hacerse, aunque se reconociera a Dios; el ejemplo extremo era el de Satanás, que era la maldad personalizada, pero también conocedor de primera mano de la divinidad. El reconocimiento de la falsedad de la contradicción entre fe y maldad significaba que podía haber cristianos malos y paganos buenos, contrariamente al concepto de predestinación protestante. Para estos, la salvación dependía de la fe y no de las obras; estas, a lo sumo, eran indicio de la existencia de la fe. Los que no tenían su retorcida fe eran no salvados (por ser indígenas paganos, papistas, de otra secta, o lo que fuera) y apenas podían ser considerados seres humanos. Por el contrario, la escuela salmantina se aproximaba mucho más a la idea católica de que la salvación depende del esfuerzo y sacrificio personal. Por mucha fe que se tuviera, si no se obraba rectamente la condenación era segura, aunque siempre existía la posibilidad del arrepentimiento, que devolvía al pecador a la grey. Por el contrario, para los protestantes la fe era clave, y era una virtud teologal, es decir, que se recibía o no. Si alguien no tenía fe (la correcta) era por no haberla recibido, y como no la podía conseguir, nunca podría unirse a los salvos: apenas era humano.
Otro concepto salmantino fue el del «Derecho natural», el que surge de la misma naturaleza, y que implicaba que todas las personas (incluyendo a los indígenas) comparten derechos como la igualdad o la libertad. Tal vez la idea más revolucionaria fue la soberanía popular: en una época en la que los monarcas intentaban afianzarse difundiendo la teoría de que el poder real es por designio divino (y por tanto, quien se oponía se enfrentaba a la obra de Dios), salmantinos como Francisco Suárez o Luis de Molina habían afirmado, ya en el siglo anterior, que es el pueblo el receptor de la soberanía (aunque había discrepancias respecto a si esa recepción era individual o en conjunto), y que el gobernante recibe el poder como delegación, siendo su obligación servir a las gentes de su nación.
La escuela salmantina también fue innovadora en campos como la teología o el derecho internacional (del que fue pionera), pero tal vez dejara su mayor huella en la Economía.
Los salmantinos revaluaron antiguos conceptos como la propiedad privada o el precio justo. Respecto al primero, la idea medieval, heredada de la Antigüedad y de una equivocada concepción de los Evangelios, partía de la idea que los bienes disponibles eran fijos e inamovibles, de tal manera que el rico lo era porque gozaba de la parte que hubiera correspondido a los pobres. De la misma manera, el precio de un producto dependía del coste de producción, independientemente de la necesidad. Por tanto, el precio de bienes de primera necesidad como los alimentos debía ser el mismo tanto en épocas de plenitud como durante las hambrunas, y quien aprovechara la necesidad de otros para obtener ganancias estaba robando. De ahí que el prestamista fuera un estafador que se aprovechaba de la necesidad ajena, y que el emprendedor que creara un negocio próspero también se convertía en sospechoso.
Sin embargo, en España hubo teóricos que adujeron que la riqueza tiene el efecto beneficioso de alentar la economía y enriquecer al conjunto de la sociedad, mientras que el ideal de pobreza de las órdenes mendicantes conducía al marasmo y a una ruina cada vez peor. Fueron personalidades como Martín de Azpilicueta, Luis de Alcalá o Luis de Molina, y ya durante el Resurgir, los de la llamada «Escuela valenciana», sucesora de la salmantina, en la que destacaron Pedro Llopís y Vincent de Llompart (la autora recomienda la lectura de los libros La Hacienda Real, de Llopís, y De la salud de los reinos de España, de Llompart). Estos consideraban que el precio no era un valor absoluto, sino un concepto subjetivo, la «común estimación», que dependía de la importancia que le daban el comprador y el vendedor. Afirmaban que esa común estimación se alcanzaba cuando había suficientes compradores y vendedores: mayor necesidad conllevaba mayores precios, y eso no significaba que fueran injustos. Al contrario, esos precios altos estimulaban la producción. Por el contrario, más disponibilidad suponía precios más bajos, independientemente del coste de producción, y solo disminuyéndolo podrían conseguirse beneficios. Este equilibrio entre necesidad y disponibilidad llevaba a la mejora de los procesos y de la calidad de los bienes, y resultaba en costes y precios inferiores. Un corolario era que el emprendedor que conseguía beneficios estaba favoreciendo a la sociedad y que, en lugar de robar los bienes a los pobres, les ayudaba a salir de la miseria. Un segundo corolario era que cualquier intervención externa (gubernamental) en la común estimación daba ventaja a unos a u otros, con perjuicio para el común.
Llompart proponía ejemplos como el de los vinos en Pamplona. La comarca en la que estaba la ciudad era inadecuada para la producción vitivinícola, y en el siglo XVII aun menos a causa del enfriamiento global (que Llompart no conocía, aunque señalaba que la cosecha había disminuido). No obstante, el concejo de la ciudad prohibía la entrada de vinos mientras no se hubieran agotado los propios. De tal manera que los pamploneses se veían obligados a beber vinagre al precio que exigieran los vinateros, que acordaban mantenerlos altos, cuando a menos de dos días había comarcas con cualidades excepcionales para la producción de vinos. Había otros efectos perniciosos: por una parte, los viticultores de la comarca no tenían ningún estímulo para mejorar sus caldos, ya que sabían que se los iban a comprar al precio que ellos pusieran (independientemente del coste de producción, mostrando el fariseísmo de los defensores del sistema antiguo). Por otra, los agricultores de las regiones cercanas no disponían de los fondos necesarios para producir más, ya que les faltaba la que hubiera debido ser su clientela. Todos perdían, salvo unos pocos vinateros de Pamplona.
Otro ejemplo puesto por Llompart fue el de las adquisiciones de armas. El único cliente era la Monarquía, que podía imponer precios bajos, pagar con grandes retrasos, o incluso no hacerlo. Obviamente, los armeros estaban en el negocio para ganar dinero y, si no lo conseguían, tenían que ahorrar costes, fuera disminuyendo la calidad, o alargando interminablemente los plazos de entrega. Eso, cuando no abandonaban la armería. Como consecuencia, la monarquía se veía obligada a adquirir armas y barcos en el extranjero, a precios desproporcionados y dependiendo de sus enemigos. Esos dineros que no llegaban a los fabricantes hispanos tampoco lo hacían a las gentes que en ese negocio trabajaban, condenando a la pobreza a ellos, a sus familias y a sus localidades, mientras que enriquecían a sus enemigos.
Llompart recomendaba la abolición de las barreras internas, limitar la intervención estatal, evitar en lo posible los monopolios (señalaba la concentración de la banca en unas pocas familias como ejemplo de «el pez grande se come al chico») y, cuando no podía evitarse la posición de poder de una parte (en el caso de la fabricación de armas), que se establecieran medios de control que evitaran enriquecimientos injustos de unos u otros. Nótese que ese concepto de «enriquecimiento injusto» no era el de la época medieval, del rico que robaba al pobre, sino del monopolista que con su posición de fuerza impedía cualquier concurrencia y alteraba la común estimación, con ventaja a corto plazo, pero efectos perniciosos a la larga.
Efecto de las ideas salmantinas fue la luz que alumbraba las tinieblas económicas hispanas: el Reino de Valencia, cuyo bienestar dependía de la inspiración de Don Pedro Llopís, marqués del Puerto. El despegar económico se había iniciado con el comercio de pieles con Siberia, pero siguió creciendo gracias a las campañas mediterráneas, con la depredación de las bases piratas y, sobre todo, gracias a la industria: por ejemplo, solo la venta de espejos proporcionaba varios millones de ducados cada año. Además, la fabricación de equipos metálicos (herramientas, estufas, etcétera) produjo aun mejores resultados que la de artículos de lujo. En 1630, los beneficios que conseguía la industria valenciana equivalían al gasto anual de la Monarquía. Apoyándose en el prestigio (y en los beneficios obtenidos), el marqués del Puerto consiguió convencer al concejo de la ciudad de la necesidad de eliminar las barreras comerciales, y el resultado fue una expansión económica fue fulgurante: durante el decenio 1630 – 1640 el crecimiento estuvo ente el 15% y el 20% anual. Buena parte se debía a la exportación de bienes como los ya citados, pero llegó un momento en el que fue capaz de sustentarse por sí mismo: los enriquecidos valencianos podían adquirir los productos de la industria, pero también la producción de los alrededores, a más precio si era mejor. En el caso de los vinos, empezaron a entrar en la ciudad algunos de gran calidad, como el famoso vino clariano. No pudiendo competir con los vinos de calidad, los agricultores arrancaron las vides del extrarradio de Valencia y las sustituyeron por cultivos alimenticios (tanto cereal como hortalizas y frutas), ya que el aumento de la población incrementaba la necesidad y, por tanto, el precio. La transformación económica se fue extendiendo cual mancha de aceite, apoyándose en los nuevos caminos: en las localidades cercanas se construyeron nuevas fábricas, llegaron más gentes, creció la demanda, y en esas comarcas ocurrió lo mismo que en la huerta valenciana, que se especializaron en cultivos más demandados. Además, la industria fue ampliado su oferta: tras los espejos y las herramientas metálicas siguieron las armas, la construcción naval y, sobre todo, los textiles. Aunque pueda parecer paradójico, fueron esos productos baratos los de mayor provecho, ya que su clientela era mucho mayor. Las telas valencianas vistieron a toda Europa, cada vez entraba más dinero en Valencia, y al circular se multiplicaba, dando la razón a los teóricos de las escuelas salmantina y valenciana.
Como parece lógico, la Monarquía intentó financiarse en Valencia, y en 1630 el rey Felipe IV solicitó a las Cortes de Valencia una ayuda de ocho millones de ducados para la eterna guerra de Flandes. La demanda fue rechazada y en su lugar, por consejo de Don Pedro Llopís, las Cortes votaron un empréstito de doce millones a un interés nominal, destinado a rescatar la deuda que había con los banqueros genoveses. Fue una medida que fue preciso repetir en varias ocasiones, y que consiguió aliviar parcialmente las arcas reales. Sin embargo, en vez de cambiar el escenario económico, los préstamos solo consiguieron que se gastara más. Temporalmente, la fortuna sonrió a los ejércitos hispanos, hasta que la crisis de 1640 puso a España entre la espada y la pared: las rebeliones de Cataluña y Portugal cercenaron los ingresos al mismo tiempo que se multiplicaron los gastos militares. Aparentemente, no había salida.
Afortunadamente, la luz de Valencia se había convertido en una potente luminaria. En 1645, y entre el comercio, la industria y las exportaciones, y aun habiéndose rebajado la carga impositiva, el reino recaudaba siete veces más que en 1630. Significó que con los empréstitos valencianos se pudo sufragar el esfuerzo militar e incluso seguir amortizando la gravosa deuda a largo plazo, que al acabar la guerra ya solo era de sesenta millones. El recién conquistado Egipto proporcionó algunos ingresos adicionales, y aun más procedieron del comercio de especias, que la superioridad naval hispana (lograda gracias a una Armada reconstruida con fondos valencianos) había arrebatado a holandeses, ingleses, portugueses y turcos: se había invertido la tendencia, incrementándose los ingresos de la monarquía y disminuyendo los de sus enemigos. El éxito económico valenciano invirtió el flujo comercial, y el escaso oro empezó a llegar a sus arcas; asimismo, la reforma de los ejércitos españoles llevó a que se aceptaran los pagos en plata, disminuyendo la enojosa dependencia de banqueros genoveses y alemanes. Poco después llegaron los éxitos militares y, de su mano, todavía mayor solvencia. En 1649, tras la firma de las paces de las Paces de Utrech, Nancy y Dublín que pusieron fin a la Gran Guerra, España estaba en una situación inédita: aunque todavía no se había podido rescatar la deuda que se tenía con los banqueros genoveses y alemanes, los intereses que había que pagar suponían cinco millones al año, los gastos eran de dieciocho, y la recaudación ascendía a veintinueve. Por primera vez en un siglo, al rey le sobraba dinero. Nótese que el final de la guerra y la disminución de los gastos militares no había llevado a que disminuyera el gasto público, ya que se había incrementado la inversión en infraestructuras: por ejemplo, fue entonces cuando se mejoraron los principales puertos y se inició la construcción de la red de carreteras pavimentadas con la técnica de Quevedo.
A los modernistas no se les escapaba que esa prosperidad podía ser una ilusión temporal. La deuda real ascendía a casi doscientos millones de ducados, aunque en su mayor parte estaba en poder de particulares (hispanos, no extranjeros), del Banco de San Vicente Ferrer y del Reino de Valencia. Con todo, los intereses, aun pequeños, suponían cuatro millones al año (no incluidos en el balance del párrafo anterior), y a ese ritmo la Hacienda Real tardaría casi un siglo en pagar lo que debía, siempre que no se produjera ninguna crisis. Ahora bien, los modernistas estaban seguros de que los enemigos de España volverían a confabularse, y que la próxima generación también escucharía el tronar del cañón. Si no se hacía nada, España volvería a estar oprimida por las deudas.
La única manera de garantizar el futuro era mediante una amplia reforma, que se realizó aprovechando que, durante su periodo de gobierno personal el rey Felipe IV atendió a los consejos de los modernistas. Como ya hemos visto, tanto Llopís como Llompart abogaban por la racionalización de la economía y de la recaudación de impuestos. La primera medida fue la eliminación de los peajes y aranceles internos, permitiendo la libre circulación de bienes por todos los reinos de la Monarquía. Inicialmente fue muy protestada, pues amenazaba tanto a los productores locales, cuyos productos no podrían competir con los más baratos de la agricultura especializada y de la industria, como a los municipios, cuyos ingresos procedían de esas tasas. Empero, la medida llevó a un florecer económico. Volviendo al ejemplo de Pamplona, ocurrió como en Valencia: la entrada en la ciudad de vinos de la Navarra media, de precio menor y calidad excepcional, no solo benefició al paladar de los navarros, sino a sus bolsas. El dinero que ya no recibían los malos vinateros primero fue a bolsillos de fuera de la ciudad, pero esos labradores que, de repente, dispusieron de mucho más dinero, no solo invertían en mejorar sus campos, sino que adquirían bienes pamploneses. Además, las tierras que en Pamplona antes se dedicaban a la vid y al olivo (con magras producciones) se destinaron a cultivos que precisaban de ambientes húmedos: cereales y leguminosas, verduras, y la recién llegada patata. La comarca de Pamplona, de estar al borde del hambre, pasó a exportar alimentos a la Navarra media, y en ella, vides, olivos y almendros sustituyeron al cereal en las tierras de secano menos productivas. La consecuencia fue que no solo disminuyó el precio del vino, sino también el de los alimentos. Aunque siguió habiendo protestas, provenían de los vinateros pamploneses que durante tanto tiempo se habían aprovechado de sus conciudadanos; el común de las gentes estaba mucho más satisfechas, e indicio fue que disminuyeron los disturbios en la ciudad.
Otro aspecto también contestado fue la eliminación en 1659 del monopolio sevillano del comercio americano. Se creía que sustraería a la península el provechoso comercio indiano, pero fue al revés: se incrementó el transporte naval y, aunque los virreinatos mercadearan entre sí, la demanda de productos manufacturados peninsulares se disparó. Como siempre, hubo quienes ganaron y quienes perdieron, pero, a medio plazo, el provecho fue general. El incremento de la actividad económica (y, por tanto, de la cantidad recaudada) llevó a que en 1677 se terminase de pagar la deuda externa que tanto había comprometido a la Monarquía apenas treinta años antes, y se habían amortizado casi dos tercios de la interna: en vez de tardar un siglo, se había conseguido en cinco lustros; si no se había amortizado por completo era por mantener a financieros y a bancos, herramientas tal utilidad para el comercio y la industria que convenía mantenerlos, aunque fuera a costa de unos intereses que tampoco eran altos.
Otra medida fue la racionalización del sistema impositivo. Los impuestos quedaron reducidos a tres: uno, sobre las rentas personales. Era reducido, y solo los más pobres estaban exentos. Su papel fue hacer partícipes a todos los hispanos en el mantenimiento del reino. De mayor importancia fue la Nueva Alcabala, que gravaba las transacciones, tanto en especie como de servicios. La cantidad a pagar era variable: había bienes libres, como los de primera necesidad (alimentos, cuidados sanitarios) mientras que otros, como los bienes de lujo importados, tenían que pagar un quince por ciento; la media estuvo entre el cinco y el ocho por ciento. Finalmente, existía un impuesto a la propiedad que gravaba a los edificios y que era el que financiaba a los municipios, consiguiendo así acallar sus quejas por la supresión de los peajes. Tanto la Iglesia como la Monarquía estaban exoneradas. Entre los gravámenes eliminados estaba el diezmo: a partir de entonces fue la Hacienda Real la que financió a la Iglesia, que también disponía de las rentas de sus estados, amén de las donaciones. En conjunto, la carga impositiva media rondaba el diez por ciento.
Estos impuestos se recaudaban por los diferentes reinos, que posteriormente cedían a la Hacienda Real y a la Iglesia su parte correspondiente. Además, el Real Tribunal de Cuentas establecía la cantidad que debía pagar cada Reino; incluso había casos en los que eran los reinos más necesitados los que recibían fondos.
A la reordenación impositiva le siguió la regularización de la moneda. Previamente coexistían maravedíes, ducados, reales, pesos, escudos, centenes, etcétera, más una pléyade de monedas fraccionarias; eso, solo en Castilla, porque otros reinos tenían sus propias monedas: el carlín napolitano, el florín flamenco, etcétera. Más perjudicial, las monedas que más circulaban eran de vellón (aleaciones de cobre con poca o nada plata), ya que las de plata se atesoraban: el poco aprecio al vellón estaba causando una peligrosa inflación. Tal escenario era paraíso para cambistas, pero una pesadilla para contables. Más importante, el sistema económico se apoyaba únicamente en el peso en metal precioso, condicionando a la economía a nuevos hallazgos de oro y plata, pues la producción americana apenas llegaba para sustentar la expansión.
En lugar de esa mezcla de monedas, en 1660 se adoptó un sistema decimal basado en el «Real», que equivalía a la décima parte de un ducado de oro de 3,5 gramos. Estaba acuñado en una aleación de plata y su peso era de ocho gramos. Nótese que esta moneda tenía una importante característica: su valor facial era algo mayor que el del metal precioso con que estaba hecha. Pasó a acuñarse en diversas cecas, pero solo con la autorización real, prohibiéndose de manera terminante que se acuñaran otras monedas. Había monedas de mayor valor (de cien reales, de oro, y de cinco, de plata) y fraccionarias (de cincuenta céntimos, veinticinco, diez, cinco y uno) que podían ser de plata o de cobre. Ya en la Transformación pasó a utilizarse una aleación de cobre y níquel más duradera. Las demás monedas desaparecieron. Podían atesorarse o ser cambiadas por su valor, fuera en ducados de oro, pesos de plata, o reales, aunque se prohibió su empleo en transacciones. Además, para eliminar la circulación del pernicioso vellón, se ofreció cambiarlo en condiciones favorables, con la advertencia de que en dos años quedaría prohibido su empleo.
Aparentemente, la medida implicaba una devaluación de la moneda al tener menor contenido de plata. Ahora bien, la intención de los reformadores era desligar su valor de la disponibilidad de metal precioso, en consonancia con las ideas salmantinas y valencianas, que consideraban al dinero como otra mercancía cuyo valor podía fluctuar. Sujetarla a los hallazgos de oro y de plata implicaba introducir un factor de distorsión: antes o después las minas se agotarían (como estaba ocurriendo con algunas de América) y, si no se descubrían nuevos yacimientos, la economía se paralizaría. En realidad, aunque durante el Resurgir y la Transformación hubo riquísimos hallazgos (destacando los de oro en California, Alasca y Brasil), la economía se incrementó a un ritmo superior al de la producción de metales preciosos.
Ahora bien, desligar el valor facial del metálico conllevaba los riesgos de la devaluación (porque se exigiera el precio en oro o plata) y de la especulación (del que cambiara reales sin valor por oro y plata más valiosos). Para limitarlo se establecieron salvaguardas. Una, que el valor en plata era solo una sexta parte menor que el facial: en la práctica, salía a precio similar emplear el real que gastar en cambistas. Otra, la prohibición de utilizar otras monedas. Como ya se ha dicho, podían atesorarse o cambiarse, pero no mercadear con ellas. Esa medida, obviamente, era más teórica que real, y solo estaba dirigida contra los especuladores. La principal salvaguardia fue la intercambiabilidad: el Real Decreto que creó el real establecía que podían intercambiarse por pesos de plata o ducados de oro equivalentes a su valor facial. Al ser intercambiables moneda y metálico, no tenía sentido vender o comprar metales preciosos a valores diferentes que su precio en reales. Luego, y como se ha dicho, ese oro y esa plata podían atesorarse, pero no emplear transacciones si no se cambiaban previamente por moneda. Que tal pudiera hacerse en las oficinas del recién fundado Banco de España (o en sus sucursales, repartidas por todos los reinos) de manera libre, sin limitaciones de cantidad, impidió la especulación. Aun así, a pesar de la prohibición y de las sanciones, ducados, pesos, carlines y florines coexistieron con el real, y durante los primeros años se siguieron prefiriendo las antiguas monedas. Ahora bien, la confianza en el real fue aumentando, no tanto por su contenido en plata, sino por la seguridad que proporcionaba y por su prestigio, cada vez mayor: esas monedas, producidas industrialmente, eran de difícil manipulación y casi imposible falsificación. Algo que no ocurría con las antiguas, que muchas veces estaban «sisadas» (es decir, se había recortado parte del metal precioso del borde) cuando no falsificadas (con un núcleo de plomo con una fina capa de oro o plata). Como resultado, la circulación de las monedas antiguas fue cada vez menor, y en 1680 su empleo era marginal.
Simultáneamente se emitieron «certificados» de oro y plata, con un valor que podía ser de cien o de mil reales. Como ocurría con la moneda, podían intercambiarse por el metal precioso. Se imprimieron en la Real Fábrica de Moneda y Timbre, y su falsificación resultó muy difícil; además, sobre los falsificadores recaían gravísimas penas. Los certificados se empleaban solo para grandes transacciones, aunque, posteriormente, se emitieron también billetes de cinco y diez reales para su empleo cotidiano. Tal medida se había tomado por consejo de Llompart, que creía (con razón) que el metálico circulante no bastaría para sustentar una economía que crecía rápidamente. Con todo, Llompart prevenía contra el peligro que suponía tener unos certificados desligados de los metales preciosos, ya que existiría la tentación de financiarse fabricándolos en grandes cantidades. Conscientes de tal riesgo, primero la Hacienda Real y después el Banco de España controlaron estrictamente la emisión de moneda y de certificados.
El resultado fue que la reforma monetaria de 1665 creó la primera moneda moderna. Moderna no tanto por la confección de las monedas, aunque fueran mucho más refinadas que las anteriores, sino porque su valor lo regulaba el recién fundado Banco de España y no la llegada de metales preciosos. El control se hacía ajustando la cantidad de moneda circulante a la situación económica, de tal manera que la emisión de más o menos certificados (de billetes) permitían actuar sobre los precios. Obviamente, existía el riesgo ya indicado de imprimirlos en demasía. Francia financió su propio Resurgir (ya en tiempos de la Transformación) mediante emisiones de certificados de oro sin respaldo. Por desgracia, el efecto de la emisión de certificados sin respaldo era temporal: antes o después se producía una crisis de confianza, que se agravaba cuando los tenedores no conseguían canjear sus certificados por metálico. De ahí el papel regulador que el Banco de España tuvo en los dominios hispánicos. Las grandes reservas de oro y plata permitían responder a las fases de pánico (como el de 1681, cuando los turcos consiguieron varias victorias en la primera fase de la guerra de la Santa Alianza), y una constante fue la mesura con la que se actuó, siempre intentando mantener el valor de la moneda. Así se consiguió que el real se convirtiera en la principal moneda mundial y resultara muy apreciado en cualquier lugar, hasta tal punto que los precios en Extremo Oriente se doblaban para el comprador que intentara pagar con luises, libras o táleros.
Para mantener el valor de la moneda no bastó con el control de las emisiones. Llompart ya había advertido de la importancia de la «emisión indirecta»: cuando se realizaba un préstamo, el dinero circulante se duplicaba, ya que el acreedor conseguía el dinero que necesitaba, pero el prestador conseguía un pagaré que también podía negociar. El riesgo se acentuó ya que a finales del Resurgir las principales transacciones no se hacían con metálico, sino en papel. Para los bancos, la manera más sencilla de crecer era hacerse préstamos mutuos, que podían ser de cantidades enormes. Esos pagarés sin apenas respaldo podían facilitar un crecimiento económico rápido, pero también derrumbes. Ahora bien, tampoco podían limitarse de manera estricta: Llompart, de nuevo, prevenía contra el riesgo de limitar el crédito. Si la actividad económica solo podía hacerse con dinero contante y sonante, ni pequeños emprendedores ni grandes industriales podrían mejorar y expandir sus negocios, y los compradores se verían obligados a retrasar las grandes adquisiciones (viviendas, animales de tiro o máquinas, etcétera). Era preciso un equilibrio entre el crédito necesario para sustentar el crecimiento, y la peligrosa expansión desmedida. El Banco de España lo consiguió limitando los préstamos interbancarios e imponiendo gravámenes a tales operaciones. Con esta finalidad también se controlaron las transacciones de grandes cantidades, ya que se podían emplear para ocultar esas prácticas. Fue el control de los préstamos la principal herramienta para mantener el valor de la moneda, evitando, por un lado, el sobreendeudamiento y la devaluación, y por otro, el estancamiento.
Mientras, el Banco de España acumuló un tesoro enorme. Con la capacidad que le daba la solvencia económica y la llegada de metales preciosos (especialmente, tras el descubrimiento de los nuevos yacimientos americanos) se pudieron limitar las exportaciones de oro y de plata, e imponer que las transacciones exteriores se hicieran en certificados de oro españoles. La última gran salida de metálico de España fue en 1671, y estuvo destinada a liquidar los últimos plazos de la deuda externa. Esta liquidación no fue bien aceptada, pues era la deuda española era la principal fuente de metálico en Europa. Ahora bien, la Monarquía ofreció dos alternativas a los banqueros: vender su deuda con una plusvalía del 20%, o arriesgarse a pleitos interminables contra una nación que ya no necesitaba a los prestamistas y que estaba dispuesta a pagar, siempre que fuera en certificados.
El motivo por el que España controlaba tan estrechamente la exportación de metálico no era la avaricia: dado que los certificados eran convertibles, cualquiera podía acudir a una oficina del Banco de España y obtener el oro correspondiente… siempre que luego no cruzara las fronteras. Los particulares podían obtener permisos de exportación, pero solo en casos muy concretos: por ejemplo, solían concederse para adquirir determinados bienes de gran valor (como los minerales necesarios para aceros especiales) tanto en Europa como en Extremo Oriente. Sin embargo, raramente se autorizaba la salida de metal precioso para la actividad comercial habitual. La principal salida de oro y plata fue por la ayuda que España prestaba a sus aliados, como luego se explicará.
Si se limitaba la circulación de metal precioso era por tratarse de un arma estratégica que España esgrimió contra sus enemigos. Ya se ha explicado que, según la escuela salmantina, los metales preciosos no eran sino una mercancía más, pero que era tan importante para la actividad económica como cualquier otra materia prima. Para construir barcos no solo se necesitaban maderas, clavos y sogas, sino dinero con el que comprarlos y con el que pagar a los trabajadores, dinero que pagaría el que encargó el barco… pero solo si lo tenía. Si no había suficiente metálico, el poco que quedara adquiriría cada vez más valor y se produciría una desastrosa deflación. Desastrosa porque quienes tuvieran oro y plata los atesorarían, ya que cada vez valdrían más, y cada vez quedaría menos metal circulante. Al dispararse el valor del dinero (y, por tanto, al disminuir el de los bienes) los potenciales compradores retrasarían sus adquisiciones, esperando que su precio siguiera bajando. Al mismo tiempo, los que se vieran obligados a vender mercaderías tendrían que ofrecerlas a precios cada vez menores, incrementando a su vez el valor de los metales preciosos. Una espiral que conducía a la ruina.
La cuestión era que en esa época se estaba produciendo en Europa un déficit de metal precioso cada vez mayor. Aunque las demás potencias iban a la rémora de España, también en ellas se estaba incrementando la actividad económica gracias a las adquisiciones de los mercaderes hispanos y a las tecnologías que se filtraban. Con todo, no había suficiente metal precioso para las transacciones: parte del metálico desaparecía (atesorado o perdido) y las fuentes eran escasas. La principal era la plata americana. Fuera de ella, se limitaban al magro producto de pocas minas. Hubo hallazgos, como los de oro en Escocia, Gales y, sobre todo, en Valaquia (ya en la Transformación), que fue la principal mina de oro no controlada por España, aunque sí por un firme aliado. La plata no americana procedía, sobre todo, de Europa Central, de Alemania y de Polonia; como en el caso anterior, varias de esas minas eran de aliados de España. Otra fuente de oro y de plata fue el contrabando, cada vez menor, pues se aplicaban severas penas a los matuteros. También llegaron pequeñas cantidades de oro subsahariano mediante caravanas que se dirigían al golfo de Guinea o cruzaban el Sáhara, y que después tenían que superar el control español de las aguas.
La principal fuente de metales preciosos, tanto plata como oro, siguió siendo España, que continuó exportándolos en pequeñas cantidades. Sobre todo, estaban destinados al Sacro Imperio y a la República de las Dos Naciones, con la intención de soportar sus economías. También se autorizaba el comercio a pequeña escala con otras potencias: aunque se tratara de probables rivales, también eran clientes de la industria hispana. El riesgo estaba en que era España quien controlaba cuanto oro y plata circulaban por España. Además, el flujo no alcanzaba para las necesidades de una economía en expansión.
Los gobernantes europeos tenían pocas alternativas. Podían intentar conseguir oro y plata de ultramar, pero las fuentes eran escasas e implicaban superar la férrea vigilancia de la Armada española. Además, la instauración del real llevó a que no fuera necesario traer a la Península el oro y la plata americanos, sino que podían atesorarse allí, y enviar solo la cantidad necesaria para acuñar monedas. Además, las «flotas de la plata» recibieron mayor atención de los aduaneros para evitar el fraude practicado por particulares. Los buques españoles patrullaban el Mediterráneo, el Atlántico y el Caribe deteniendo y registrando a barcos de cualquier bandera. Si hallaban metales preciosos de procedencia dudosa confiscaban barco y carga, y encarcelaban a los marinos. El contrabando no desapareció, pero el riesgo tan alto llevó a que fuera poco rentable.
Hasta entonces la plata americana había sido el motor de la economía europea. La monarquía española, necesitada de fondos, se endeudaba con banqueros genoveses y alemanes; después tenía que pagar cantidades mucho mayores a causa de los intereses: en 1642 las importaciones de plata americana pasaron directamente a los bolsillos genoveses y germanos y, de allí, al resto de Europa; peor todavía, los fondos prestados se gastaban en su mayor parte en Flandes, y antes o después llegaban a las arcas holandesas. Además, el dominio holandés de los mares les permitía capturar algún cargamento (aunque fracasó el ataque de 1628 a la flota de la plata) y, sobre todo, monopolizar el comercio de especias, que hasta los españoles tenían que pagar en plata. Asimismo, y por los problemas antes indicados, no era raro que la Corona tuviera que adquirir bienes incluso a sus enemigos, de nuevo, pagados en plata.
El despegue económico español lo trastocó todo. En 1649 la cantidad de plata que salía de España hacia los bancos europeos era solo la mitad de la que lo hacía en 1640. Además, en buena parte era para cancelar préstamos, que se sustituían por empréstitos valencianos: pronto llegaría un momento en el que España ya no necesitaría fondos de banqueros extranjeros. El último solicitado fue en 1654, y a partir de entonces fueron los banqueros hispanos los que financiaron a la Monarquía. Además, las nuevas tecnologías españolas invirtieron el comercio: ya no era el rey de España el que adquiría armas o barcos en Europa, sino al revés; además, las exportaciones españolas, tanto de objetos de lujo (espejos, relojes, vinos y licores, porcelanas, etcétera) como de primera necesidad (ropas) inundaron los mercados europeos. El comercio de especias pasó a manos españolas: ya no salía metálico de España, sino que lo atraía. Finalmente, la paz en Flandes hizo que los gastos militares en Europa disminuyeran.
El resultado es que el flujo de plata americana casi se cortó: se estima que en 1665 no salía de España ni la quinta parte del de 1640. Las extracciones de oro y plata en Europa y el contrabando ni de lejos llegaban a las necesidades de las economías europeas, y se produjeron los primeros indicios de la desastrosa deflación. Se intentó conseguir más metal precioso, pero con pobres resultados. Necesitados de moneda circulante, la alternativa fue emplear los certificados españoles. Obviamente, los rivales de España sabían que al emplearlos se ponían en las manos de España e intentaron emitir los propios. Como se ha dicho, Francia escogió esa vía; desafortunadamente (para los españoles, pero también para la misma Francia), el desplome del valor de los bonos llevó al rey francés Luis XIV a iniciar la guerra de Sucesión. También colapsaron los bonos ingleses y sajones. La desconfianza en el papel disparó el precio del oro y de la plata, en una deflación con los ominosos resultados antedichos. El elevado precio del metálico obligó a los estados europeos a utilizar los certificados españoles, pero solo podían conseguirlo vendiendo a los hispanos los productos que demandaran, al precio que impusieran; de esta manera acababan subordinando sus economías a la española. La consecuencia se manifestó durante la guerra de Sucesión: el comienzo de las hostilidades llevó a que se prohibiera el comercio con Francia y sus aliados. En esos países la plata y los certificados españoles desaparecieron de la circulación, se volvió a caer en la tentación de emitir bonos sin respaldo que nadie aceptaba, y el disparatado precio de los metales preciosos acabó desplomando a los enemigos de España en la deflación y la ruina.
Los efectos del control de los metales preciosos se apreciaron incluso al otro lado del mundo: hasta entonces, China se había negado a adquirir productos europeos, y solo vendía sus apreciadas sedas y porcelanas a cambio de plata, que era la que mantenía su propia economía. Sin embargo, las fábricas españolas empezaron a producir tejidos y porcelanas comparables a los chinos; de repente, los sederos y los alfareros de China se arruinaron, y los manchúes se encontraron con que no tenían la plata necesaria para sustentar su administración y su ejército. Las otras potencias europeas, o no tenían contactos con China (a causa de la Armada hispana), o adquirían los productos españoles, que eran más baratos. En cualquier caso, carecían de oro y plata con que pagar. El imperio manchú tuvo que retomar la impopular política de los emperadores mogoles de prohibir la tenencia de oro, plata, diamantes o perlas, entregando a cambio billetes. Ahora bien, como no había un tesoro que los respaldara, y la creciente amenaza hispana obligaba a incrementar los gastos militares, el valor de los billetes se derrumbó, empeorando la crisis económica e iniciando el declive de la dinastía Quing. De la misma manera, también el hostil Japón se vio privado de plata, y la escasez de circulante empeoró la depresión económica iniciada por la caída del sogunato Tokugawa y la reanudación de las guerras civiles.
El resultado de las grandes reformas económicas no solo sacó a España de la apurada situación del deudor, sino que le permitió alinear ejércitos más grandes y mejor armados. A la postre, acabó proporcionando la clave con la que mantener a sus aliados y arruinar a sus enemigos.
Quinta escena
Poderoso caballero
La evolución que España experimentó durante el Resurgir se debió en buena parte al cambio económico revolucionario. Tal vez aquí sí que acomode el término «revolución», pues la economía mudó en unos pocos años de tal manera que parece un cambio violento. Violento no en la acepción habitual, sino en la de impetuoso y brusco. Aunque la historia de la economía sea menos atractiva que la bélica, es conveniente considerar que los ejércitos necesitaron de esa mejora económica para conseguir imponerse en el campo de batalla. Las brillantes maniobras del marqués de Lazán hubieran sido imposibles sin oro.
Para entender lo revolucionario que fue el cambio es preciso describir cómo era la situación económica previa. En la primera fase del Resurgir, España estaba sufriendo una gravísima crisis causada por las malas condiciones meteorológicas. El enfriamiento global afectaba a España no tanto con bajas temperaturas, sino con sequías cada vez más extremas; las crónicas relatan que el río Segura llegó a secarse varios años. Hubo años en los que prácticamente no se recolectó nada. Las malas cosechas y las epidemias hicieron que la población rural siguiera menguando, en vez de recuperarse de la expulsión de los moriscos; por lo general, tras la población se recupera rápidamente tras un efecto adverso, sea epidemia o expulsión, gracias a la mayor disponibilidad de tierras y de alimentos. Aunque no ocurrió así a principios del siglo XVII, en el que la mano de obra agraria fue cada vez menos, hasta tal punto que se abandonaron tierras de cultivo y la producción se redujo aun más.
Aparte de la tragedia que suponían la sequía y el hambre, también la nación sufrió otras consecuencias. La aristocracia terrateniente necesitaba de más dinero, no solo para mantener el nivel de vida, sino a causa de las crecientes demandas de la monarquía, embarcada en una guerra a muerte. Los nobles tuvieron que exigir rentas aun más altas a campesinos que ya estaban hundidos en la miseria; aun así, no fueron pocos los aristócratas que tuvieron que enajenar parte de sus estados. La agricultura era de subsistencia, escasamente productiva, y las pésimas comunicaciones impedían que llegaran alimentos allá donde había hambrunas. Desde luego, ni se podía soñar con la especialización.
El comercio también estaba decayendo. Nunca había sido una parte importante de la economía hispana: entre la mala red de caminos y el mínimo poder adquisitivo de la población, el consumo interno apenas lo mantenía. Tan solo la exportación de lanas tenía cierta importancia. Más próspero era el comercio marítimo, tanto el mediterráneo como el transatlántico, pero estaba lastrado por privilegios como el monopolio sevillano del comercio con las Indias, y durante los primeros decenios del siglo se enfrentó a la competencia holandesa y a la inseguridad causada por corsarios y piratas. También mermaba la actividad industrial, especialmente la pañera, a causa de la competencia externa que había expulsado los tejidos españoles de otros mercados. Tan solo se mantenían las operaciones mineras, metalúrgicas y navales gracias a las demandas militares, pero estaban amenazadas por la falta de innovaciones técnicas y, principalmente, por las agobiantes deudas de la monarquía, que llevaba a que los encargos se pagasen poco y tarde, cuando se pagaban. Sin dinero, las explotaciones tenían que detener su actividad, e innovar parecía utópico.
El estancamiento de la economía española suponía un problema para la corona, necesitada de fondos tanto para la recientemente reanudada guerra en Flandes, como para el conflicto en el Imperio que acabaría por convertirse en la Gran Guerra. Hasta entonces, habían sido los caudales de las Indias los que financiaban el esfuerzo bélico, pero el descenso de las importaciones de plata americana obligó a devaluar la moneda. Esta disminución de la ley no se debía solo al agotamiento de las minas, sino a que cada vez mayores cantidades de metal pasaban a manos privadas. Es significativo que, a pesar del descenso de las importaciones «legales» de plata, el comercio de paños con las Indias se estaba incrementando (aunque, poco a poco, el contrabando de tejidos ingleses y holandeses empezaba a amenazar a los tejedores hispanos). En cualquier caso, la monarquía disponía de menos recursos y se veía obligada a incrementar las cargas impositivas, y aun así seguía endeudándose cada vez más.
No solo se estaba contrayendo la economía; la organización social tampoco favorecía el despegue. Las múltiples aduanas internas, los privilegios locales y gremiales y las variadas jurisdicciones eran barreras para cualquier avance. Hacían que fuera Castilla contribuyera en solitario a las necesidades reales en el extranjero, aunque, a cambio, fuera la única en beneficiarse de las Indias. Incluso en Castilla había restricciones, como pudiera ser el ya citado monopolio sevillano del comercio transatlántico (que, posteriormente, se amplió a Cádiz). Los gremios, además, impedían la competencia y, por tanto, la innovación. Por su parte, las ciudades daban preferencia a sus propios productos antes de permitir importar nada, por bueno que fuera.
A pesar de la depresión, se necesitaba dinero. Con menos importaciones de plata, con menos rentas aduaneras a causa del famélico comercio, la Monarquía dependía de impuestos crecientes que eran diferentes en cada estado. Los principales eran la alcabala y la sisa (que eran más o menos similares; en otros reinos había otros parecidos) que gravaban las transacciones hasta con un doce por ciento. Sin embargo, había tantas excepciones que la cantidad recaudada era mucho menor. Paralelamente existía el diezmo, que era recaudado por la Iglesia para sus necesidades y que suponía un décimo del valor de la producción agropecuaria, aunque, en realidad, apenas llegaba al cuatro por ciento. Esa cantidad, que no dejaba de ser importante, en poco contribuía a las acuciantes necesidades hispanas. Era paradójico que, mientras la Hacienda Real no podía hacer frente a las necesidades bélicas, y el pueblo llano, oprimido por los impuestos, vivía en la miseria, la Iglesia siguiera construyendo templos y conventos. Se beneficiaban albañiles, pintores, escultores u orfebres, pero la agricultura, la gran necesitada de fondos, no veía ni uno de esos céntimos, y pocos llegaban a las arcas reales.
Los gastos de la Monarquía eran enormes: solo la guerra de Flandes consumía unos ocho millones de ducados cada año, que equivaldrían en la actualidad a unos tres mil millones de reales. Había que sumar la guerra crónica con los corsarios y con los turcos, el mantenimiento de la Corte, los salarios de los funcionarios, etcétera. La única manera de hacer frente a tal dispendio era endeudándose con los banqueros genoveses y alemanes; pero bastaba cualquier retraso en la llegada de la flota del tesoro, cualquier apuro militar, una mala cosecha o lo que fuera para que no se pudieran cancelar los créditos. Puede parecer extraño que la corona no se apoyara en los banqueros españoles, pero se debía a que el oro resultaba mucho más apreciado que la plata. Las Indias producían mucha más plata que oro: las principales fuentes de este último fueron el saqueo de imperios americanos, y la explotación de algunas minas que se agotaron rápidamente. Para financiar los ejércitos en Italia, en Alemania o en Flandes se precisaba oro, y eran los banqueros genoveses y alemanes los que lo controlaban. Gustara o no, España se veía obligada a operar con ellos.
El resultado de los enormes gastos, que no estaban aparejados con los ingresos, llevó a que la deuda aumentase de tal manera que fuera preciso pedir créditos para pagar los intereses. Con este panorama, las bancarrotas habían sido recurrentes: la monarquía tuvo que suspender pagos en 1557, 1575 y 1576, 1596 y 1607. En estos casos, las deudas apremiantes se sustituyeron por juros, que venían a ser deuda a largo plazo a menor interés, inicialmente respaldada por tierras que pasaban del realengo a los detentadores de los juros; pero en el XVII ya no existía esa posibilidad y se tenían que aportar intereses mayores. Los juros acabaron lastrando la monarquía, que debía abonar ciertas cantidades hasta que se rescataran. Por otra parte, al haberse enajenado bienes de la Corona, disminuyeron más los ingresos. Además, los juros aumentaban cada año: a la muerte de Felipe II eran de ochenta millones, y en 1630 se acercaban a los ciento veinte millones. Entre pagos a corto y largo plazo, debía abonarse la décima cantidad cada año. Era más del doble de lo que solía traer la flota del tesoro: la plata americana no llegaba ni para pagar los intereses. Como ya no quedaban más bienes que comprometer (es decir, que enajenar hasta que se rescataran) hubo que crear todo tipo de impuestos, que lastraban aun más la famélica economía.
En este escenario tan deprimente, era paradójico que fuera España la que dispusiera del mejor bagaje ideológico. Se debía a la «Escuela de Salamanca», un grupo de pensadores y de juristas que, en el entorno de la universidad salmantina, estudiaron como reconciliar la doctrina católica clásica con el nuevo orden social y económico propiciado por los grandes descubrimientos. Lo hicieron con espíritu renovador. Un ejemplo de idea revolucionaria (para la época) era que el mal podía hacerse, aunque se reconociera a Dios; el ejemplo extremo era el de Satanás, que era la maldad personalizada, pero también conocedor de primera mano de la divinidad. El reconocimiento de la falsedad de la contradicción entre fe y maldad significaba que podía haber cristianos malos y paganos buenos, contrariamente al concepto de predestinación protestante. Para estos, la salvación dependía de la fe y no de las obras; estas, a lo sumo, eran indicio de la existencia de la fe. Los que no tenían su retorcida fe eran no salvados (por ser indígenas paganos, papistas, de otra secta, o lo que fuera) y apenas podían ser considerados seres humanos. Por el contrario, la escuela salmantina se aproximaba mucho más a la idea católica de que la salvación depende del esfuerzo y sacrificio personal. Por mucha fe que se tuviera, si no se obraba rectamente la condenación era segura, aunque siempre existía la posibilidad del arrepentimiento, que devolvía al pecador a la grey. Por el contrario, para los protestantes la fe era clave, y era una virtud teologal, es decir, que se recibía o no. Si alguien no tenía fe (la correcta) era por no haberla recibido, y como no la podía conseguir, nunca podría unirse a los salvos: apenas era humano.
Otro concepto salmantino fue el del «Derecho natural», el que surge de la misma naturaleza, y que implicaba que todas las personas (incluyendo a los indígenas) comparten derechos como la igualdad o la libertad. Tal vez la idea más revolucionaria fue la soberanía popular: en una época en la que los monarcas intentaban afianzarse difundiendo la teoría de que el poder real es por designio divino (y por tanto, quien se oponía se enfrentaba a la obra de Dios), salmantinos como Francisco Suárez o Luis de Molina habían afirmado, ya en el siglo anterior, que es el pueblo el receptor de la soberanía (aunque había discrepancias respecto a si esa recepción era individual o en conjunto), y que el gobernante recibe el poder como delegación, siendo su obligación servir a las gentes de su nación.
La escuela salmantina también fue innovadora en campos como la teología o el derecho internacional (del que fue pionera), pero tal vez dejara su mayor huella en la Economía.
Los salmantinos revaluaron antiguos conceptos como la propiedad privada o el precio justo. Respecto al primero, la idea medieval, heredada de la Antigüedad y de una equivocada concepción de los Evangelios, partía de la idea que los bienes disponibles eran fijos e inamovibles, de tal manera que el rico lo era porque gozaba de la parte que hubiera correspondido a los pobres. De la misma manera, el precio de un producto dependía del coste de producción, independientemente de la necesidad. Por tanto, el precio de bienes de primera necesidad como los alimentos debía ser el mismo tanto en épocas de plenitud como durante las hambrunas, y quien aprovechara la necesidad de otros para obtener ganancias estaba robando. De ahí que el prestamista fuera un estafador que se aprovechaba de la necesidad ajena, y que el emprendedor que creara un negocio próspero también se convertía en sospechoso.
Sin embargo, en España hubo teóricos que adujeron que la riqueza tiene el efecto beneficioso de alentar la economía y enriquecer al conjunto de la sociedad, mientras que el ideal de pobreza de las órdenes mendicantes conducía al marasmo y a una ruina cada vez peor. Fueron personalidades como Martín de Azpilicueta, Luis de Alcalá o Luis de Molina, y ya durante el Resurgir, los de la llamada «Escuela valenciana», sucesora de la salmantina, en la que destacaron Pedro Llopís y Vincent de Llompart (la autora recomienda la lectura de los libros La Hacienda Real, de Llopís, y De la salud de los reinos de España, de Llompart). Estos consideraban que el precio no era un valor absoluto, sino un concepto subjetivo, la «común estimación», que dependía de la importancia que le daban el comprador y el vendedor. Afirmaban que esa común estimación se alcanzaba cuando había suficientes compradores y vendedores: mayor necesidad conllevaba mayores precios, y eso no significaba que fueran injustos. Al contrario, esos precios altos estimulaban la producción. Por el contrario, más disponibilidad suponía precios más bajos, independientemente del coste de producción, y solo disminuyéndolo podrían conseguirse beneficios. Este equilibrio entre necesidad y disponibilidad llevaba a la mejora de los procesos y de la calidad de los bienes, y resultaba en costes y precios inferiores. Un corolario era que el emprendedor que conseguía beneficios estaba favoreciendo a la sociedad y que, en lugar de robar los bienes a los pobres, les ayudaba a salir de la miseria. Un segundo corolario era que cualquier intervención externa (gubernamental) en la común estimación daba ventaja a unos a u otros, con perjuicio para el común.
Llompart proponía ejemplos como el de los vinos en Pamplona. La comarca en la que estaba la ciudad era inadecuada para la producción vitivinícola, y en el siglo XVII aun menos a causa del enfriamiento global (que Llompart no conocía, aunque señalaba que la cosecha había disminuido). No obstante, el concejo de la ciudad prohibía la entrada de vinos mientras no se hubieran agotado los propios. De tal manera que los pamploneses se veían obligados a beber vinagre al precio que exigieran los vinateros, que acordaban mantenerlos altos, cuando a menos de dos días había comarcas con cualidades excepcionales para la producción de vinos. Había otros efectos perniciosos: por una parte, los viticultores de la comarca no tenían ningún estímulo para mejorar sus caldos, ya que sabían que se los iban a comprar al precio que ellos pusieran (independientemente del coste de producción, mostrando el fariseísmo de los defensores del sistema antiguo). Por otra, los agricultores de las regiones cercanas no disponían de los fondos necesarios para producir más, ya que les faltaba la que hubiera debido ser su clientela. Todos perdían, salvo unos pocos vinateros de Pamplona.
Otro ejemplo puesto por Llompart fue el de las adquisiciones de armas. El único cliente era la Monarquía, que podía imponer precios bajos, pagar con grandes retrasos, o incluso no hacerlo. Obviamente, los armeros estaban en el negocio para ganar dinero y, si no lo conseguían, tenían que ahorrar costes, fuera disminuyendo la calidad, o alargando interminablemente los plazos de entrega. Eso, cuando no abandonaban la armería. Como consecuencia, la monarquía se veía obligada a adquirir armas y barcos en el extranjero, a precios desproporcionados y dependiendo de sus enemigos. Esos dineros que no llegaban a los fabricantes hispanos tampoco lo hacían a las gentes que en ese negocio trabajaban, condenando a la pobreza a ellos, a sus familias y a sus localidades, mientras que enriquecían a sus enemigos.
Llompart recomendaba la abolición de las barreras internas, limitar la intervención estatal, evitar en lo posible los monopolios (señalaba la concentración de la banca en unas pocas familias como ejemplo de «el pez grande se come al chico») y, cuando no podía evitarse la posición de poder de una parte (en el caso de la fabricación de armas), que se establecieran medios de control que evitaran enriquecimientos injustos de unos u otros. Nótese que ese concepto de «enriquecimiento injusto» no era el de la época medieval, del rico que robaba al pobre, sino del monopolista que con su posición de fuerza impedía cualquier concurrencia y alteraba la común estimación, con ventaja a corto plazo, pero efectos perniciosos a la larga.
Efecto de las ideas salmantinas fue la luz que alumbraba las tinieblas económicas hispanas: el Reino de Valencia, cuyo bienestar dependía de la inspiración de Don Pedro Llopís, marqués del Puerto. El despegar económico se había iniciado con el comercio de pieles con Siberia, pero siguió creciendo gracias a las campañas mediterráneas, con la depredación de las bases piratas y, sobre todo, gracias a la industria: por ejemplo, solo la venta de espejos proporcionaba varios millones de ducados cada año. Además, la fabricación de equipos metálicos (herramientas, estufas, etcétera) produjo aun mejores resultados que la de artículos de lujo. En 1630, los beneficios que conseguía la industria valenciana equivalían al gasto anual de la Monarquía. Apoyándose en el prestigio (y en los beneficios obtenidos), el marqués del Puerto consiguió convencer al concejo de la ciudad de la necesidad de eliminar las barreras comerciales, y el resultado fue una expansión económica fue fulgurante: durante el decenio 1630 – 1640 el crecimiento estuvo ente el 15% y el 20% anual. Buena parte se debía a la exportación de bienes como los ya citados, pero llegó un momento en el que fue capaz de sustentarse por sí mismo: los enriquecidos valencianos podían adquirir los productos de la industria, pero también la producción de los alrededores, a más precio si era mejor. En el caso de los vinos, empezaron a entrar en la ciudad algunos de gran calidad, como el famoso vino clariano. No pudiendo competir con los vinos de calidad, los agricultores arrancaron las vides del extrarradio de Valencia y las sustituyeron por cultivos alimenticios (tanto cereal como hortalizas y frutas), ya que el aumento de la población incrementaba la necesidad y, por tanto, el precio. La transformación económica se fue extendiendo cual mancha de aceite, apoyándose en los nuevos caminos: en las localidades cercanas se construyeron nuevas fábricas, llegaron más gentes, creció la demanda, y en esas comarcas ocurrió lo mismo que en la huerta valenciana, que se especializaron en cultivos más demandados. Además, la industria fue ampliado su oferta: tras los espejos y las herramientas metálicas siguieron las armas, la construcción naval y, sobre todo, los textiles. Aunque pueda parecer paradójico, fueron esos productos baratos los de mayor provecho, ya que su clientela era mucho mayor. Las telas valencianas vistieron a toda Europa, cada vez entraba más dinero en Valencia, y al circular se multiplicaba, dando la razón a los teóricos de las escuelas salmantina y valenciana.
Como parece lógico, la Monarquía intentó financiarse en Valencia, y en 1630 el rey Felipe IV solicitó a las Cortes de Valencia una ayuda de ocho millones de ducados para la eterna guerra de Flandes. La demanda fue rechazada y en su lugar, por consejo de Don Pedro Llopís, las Cortes votaron un empréstito de doce millones a un interés nominal, destinado a rescatar la deuda que había con los banqueros genoveses. Fue una medida que fue preciso repetir en varias ocasiones, y que consiguió aliviar parcialmente las arcas reales. Sin embargo, en vez de cambiar el escenario económico, los préstamos solo consiguieron que se gastara más. Temporalmente, la fortuna sonrió a los ejércitos hispanos, hasta que la crisis de 1640 puso a España entre la espada y la pared: las rebeliones de Cataluña y Portugal cercenaron los ingresos al mismo tiempo que se multiplicaron los gastos militares. Aparentemente, no había salida.
Afortunadamente, la luz de Valencia se había convertido en una potente luminaria. En 1645, y entre el comercio, la industria y las exportaciones, y aun habiéndose rebajado la carga impositiva, el reino recaudaba siete veces más que en 1630. Significó que con los empréstitos valencianos se pudo sufragar el esfuerzo militar e incluso seguir amortizando la gravosa deuda a largo plazo, que al acabar la guerra ya solo era de sesenta millones. El recién conquistado Egipto proporcionó algunos ingresos adicionales, y aun más procedieron del comercio de especias, que la superioridad naval hispana (lograda gracias a una Armada reconstruida con fondos valencianos) había arrebatado a holandeses, ingleses, portugueses y turcos: se había invertido la tendencia, incrementándose los ingresos de la monarquía y disminuyendo los de sus enemigos. El éxito económico valenciano invirtió el flujo comercial, y el escaso oro empezó a llegar a sus arcas; asimismo, la reforma de los ejércitos españoles llevó a que se aceptaran los pagos en plata, disminuyendo la enojosa dependencia de banqueros genoveses y alemanes. Poco después llegaron los éxitos militares y, de su mano, todavía mayor solvencia. En 1649, tras la firma de las paces de las Paces de Utrech, Nancy y Dublín que pusieron fin a la Gran Guerra, España estaba en una situación inédita: aunque todavía no se había podido rescatar la deuda que se tenía con los banqueros genoveses y alemanes, los intereses que había que pagar suponían cinco millones al año, los gastos eran de dieciocho, y la recaudación ascendía a veintinueve. Por primera vez en un siglo, al rey le sobraba dinero. Nótese que el final de la guerra y la disminución de los gastos militares no había llevado a que disminuyera el gasto público, ya que se había incrementado la inversión en infraestructuras: por ejemplo, fue entonces cuando se mejoraron los principales puertos y se inició la construcción de la red de carreteras pavimentadas con la técnica de Quevedo.
A los modernistas no se les escapaba que esa prosperidad podía ser una ilusión temporal. La deuda real ascendía a casi doscientos millones de ducados, aunque en su mayor parte estaba en poder de particulares (hispanos, no extranjeros), del Banco de San Vicente Ferrer y del Reino de Valencia. Con todo, los intereses, aun pequeños, suponían cuatro millones al año (no incluidos en el balance del párrafo anterior), y a ese ritmo la Hacienda Real tardaría casi un siglo en pagar lo que debía, siempre que no se produjera ninguna crisis. Ahora bien, los modernistas estaban seguros de que los enemigos de España volverían a confabularse, y que la próxima generación también escucharía el tronar del cañón. Si no se hacía nada, España volvería a estar oprimida por las deudas.
La única manera de garantizar el futuro era mediante una amplia reforma, que se realizó aprovechando que, durante su periodo de gobierno personal el rey Felipe IV atendió a los consejos de los modernistas. Como ya hemos visto, tanto Llopís como Llompart abogaban por la racionalización de la economía y de la recaudación de impuestos. La primera medida fue la eliminación de los peajes y aranceles internos, permitiendo la libre circulación de bienes por todos los reinos de la Monarquía. Inicialmente fue muy protestada, pues amenazaba tanto a los productores locales, cuyos productos no podrían competir con los más baratos de la agricultura especializada y de la industria, como a los municipios, cuyos ingresos procedían de esas tasas. Empero, la medida llevó a un florecer económico. Volviendo al ejemplo de Pamplona, ocurrió como en Valencia: la entrada en la ciudad de vinos de la Navarra media, de precio menor y calidad excepcional, no solo benefició al paladar de los navarros, sino a sus bolsas. El dinero que ya no recibían los malos vinateros primero fue a bolsillos de fuera de la ciudad, pero esos labradores que, de repente, dispusieron de mucho más dinero, no solo invertían en mejorar sus campos, sino que adquirían bienes pamploneses. Además, las tierras que en Pamplona antes se dedicaban a la vid y al olivo (con magras producciones) se destinaron a cultivos que precisaban de ambientes húmedos: cereales y leguminosas, verduras, y la recién llegada patata. La comarca de Pamplona, de estar al borde del hambre, pasó a exportar alimentos a la Navarra media, y en ella, vides, olivos y almendros sustituyeron al cereal en las tierras de secano menos productivas. La consecuencia fue que no solo disminuyó el precio del vino, sino también el de los alimentos. Aunque siguió habiendo protestas, provenían de los vinateros pamploneses que durante tanto tiempo se habían aprovechado de sus conciudadanos; el común de las gentes estaba mucho más satisfechas, e indicio fue que disminuyeron los disturbios en la ciudad.
Otro aspecto también contestado fue la eliminación en 1659 del monopolio sevillano del comercio americano. Se creía que sustraería a la península el provechoso comercio indiano, pero fue al revés: se incrementó el transporte naval y, aunque los virreinatos mercadearan entre sí, la demanda de productos manufacturados peninsulares se disparó. Como siempre, hubo quienes ganaron y quienes perdieron, pero, a medio plazo, el provecho fue general. El incremento de la actividad económica (y, por tanto, de la cantidad recaudada) llevó a que en 1677 se terminase de pagar la deuda externa que tanto había comprometido a la Monarquía apenas treinta años antes, y se habían amortizado casi dos tercios de la interna: en vez de tardar un siglo, se había conseguido en cinco lustros; si no se había amortizado por completo era por mantener a financieros y a bancos, herramientas tal utilidad para el comercio y la industria que convenía mantenerlos, aunque fuera a costa de unos intereses que tampoco eran altos.
Otra medida fue la racionalización del sistema impositivo. Los impuestos quedaron reducidos a tres: uno, sobre las rentas personales. Era reducido, y solo los más pobres estaban exentos. Su papel fue hacer partícipes a todos los hispanos en el mantenimiento del reino. De mayor importancia fue la Nueva Alcabala, que gravaba las transacciones, tanto en especie como de servicios. La cantidad a pagar era variable: había bienes libres, como los de primera necesidad (alimentos, cuidados sanitarios) mientras que otros, como los bienes de lujo importados, tenían que pagar un quince por ciento; la media estuvo entre el cinco y el ocho por ciento. Finalmente, existía un impuesto a la propiedad que gravaba a los edificios y que era el que financiaba a los municipios, consiguiendo así acallar sus quejas por la supresión de los peajes. Tanto la Iglesia como la Monarquía estaban exoneradas. Entre los gravámenes eliminados estaba el diezmo: a partir de entonces fue la Hacienda Real la que financió a la Iglesia, que también disponía de las rentas de sus estados, amén de las donaciones. En conjunto, la carga impositiva media rondaba el diez por ciento.
Estos impuestos se recaudaban por los diferentes reinos, que posteriormente cedían a la Hacienda Real y a la Iglesia su parte correspondiente. Además, el Real Tribunal de Cuentas establecía la cantidad que debía pagar cada Reino; incluso había casos en los que eran los reinos más necesitados los que recibían fondos.
A la reordenación impositiva le siguió la regularización de la moneda. Previamente coexistían maravedíes, ducados, reales, pesos, escudos, centenes, etcétera, más una pléyade de monedas fraccionarias; eso, solo en Castilla, porque otros reinos tenían sus propias monedas: el carlín napolitano, el florín flamenco, etcétera. Más perjudicial, las monedas que más circulaban eran de vellón (aleaciones de cobre con poca o nada plata), ya que las de plata se atesoraban: el poco aprecio al vellón estaba causando una peligrosa inflación. Tal escenario era paraíso para cambistas, pero una pesadilla para contables. Más importante, el sistema económico se apoyaba únicamente en el peso en metal precioso, condicionando a la economía a nuevos hallazgos de oro y plata, pues la producción americana apenas llegaba para sustentar la expansión.
En lugar de esa mezcla de monedas, en 1660 se adoptó un sistema decimal basado en el «Real», que equivalía a la décima parte de un ducado de oro de 3,5 gramos. Estaba acuñado en una aleación de plata y su peso era de ocho gramos. Nótese que esta moneda tenía una importante característica: su valor facial era algo mayor que el del metal precioso con que estaba hecha. Pasó a acuñarse en diversas cecas, pero solo con la autorización real, prohibiéndose de manera terminante que se acuñaran otras monedas. Había monedas de mayor valor (de cien reales, de oro, y de cinco, de plata) y fraccionarias (de cincuenta céntimos, veinticinco, diez, cinco y uno) que podían ser de plata o de cobre. Ya en la Transformación pasó a utilizarse una aleación de cobre y níquel más duradera. Las demás monedas desaparecieron. Podían atesorarse o ser cambiadas por su valor, fuera en ducados de oro, pesos de plata, o reales, aunque se prohibió su empleo en transacciones. Además, para eliminar la circulación del pernicioso vellón, se ofreció cambiarlo en condiciones favorables, con la advertencia de que en dos años quedaría prohibido su empleo.
Aparentemente, la medida implicaba una devaluación de la moneda al tener menor contenido de plata. Ahora bien, la intención de los reformadores era desligar su valor de la disponibilidad de metal precioso, en consonancia con las ideas salmantinas y valencianas, que consideraban al dinero como otra mercancía cuyo valor podía fluctuar. Sujetarla a los hallazgos de oro y de plata implicaba introducir un factor de distorsión: antes o después las minas se agotarían (como estaba ocurriendo con algunas de América) y, si no se descubrían nuevos yacimientos, la economía se paralizaría. En realidad, aunque durante el Resurgir y la Transformación hubo riquísimos hallazgos (destacando los de oro en California, Alasca y Brasil), la economía se incrementó a un ritmo superior al de la producción de metales preciosos.
Ahora bien, desligar el valor facial del metálico conllevaba los riesgos de la devaluación (porque se exigiera el precio en oro o plata) y de la especulación (del que cambiara reales sin valor por oro y plata más valiosos). Para limitarlo se establecieron salvaguardas. Una, que el valor en plata era solo una sexta parte menor que el facial: en la práctica, salía a precio similar emplear el real que gastar en cambistas. Otra, la prohibición de utilizar otras monedas. Como ya se ha dicho, podían atesorarse o cambiarse, pero no mercadear con ellas. Esa medida, obviamente, era más teórica que real, y solo estaba dirigida contra los especuladores. La principal salvaguardia fue la intercambiabilidad: el Real Decreto que creó el real establecía que podían intercambiarse por pesos de plata o ducados de oro equivalentes a su valor facial. Al ser intercambiables moneda y metálico, no tenía sentido vender o comprar metales preciosos a valores diferentes que su precio en reales. Luego, y como se ha dicho, ese oro y esa plata podían atesorarse, pero no emplear transacciones si no se cambiaban previamente por moneda. Que tal pudiera hacerse en las oficinas del recién fundado Banco de España (o en sus sucursales, repartidas por todos los reinos) de manera libre, sin limitaciones de cantidad, impidió la especulación. Aun así, a pesar de la prohibición y de las sanciones, ducados, pesos, carlines y florines coexistieron con el real, y durante los primeros años se siguieron prefiriendo las antiguas monedas. Ahora bien, la confianza en el real fue aumentando, no tanto por su contenido en plata, sino por la seguridad que proporcionaba y por su prestigio, cada vez mayor: esas monedas, producidas industrialmente, eran de difícil manipulación y casi imposible falsificación. Algo que no ocurría con las antiguas, que muchas veces estaban «sisadas» (es decir, se había recortado parte del metal precioso del borde) cuando no falsificadas (con un núcleo de plomo con una fina capa de oro o plata). Como resultado, la circulación de las monedas antiguas fue cada vez menor, y en 1680 su empleo era marginal.
Simultáneamente se emitieron «certificados» de oro y plata, con un valor que podía ser de cien o de mil reales. Como ocurría con la moneda, podían intercambiarse por el metal precioso. Se imprimieron en la Real Fábrica de Moneda y Timbre, y su falsificación resultó muy difícil; además, sobre los falsificadores recaían gravísimas penas. Los certificados se empleaban solo para grandes transacciones, aunque, posteriormente, se emitieron también billetes de cinco y diez reales para su empleo cotidiano. Tal medida se había tomado por consejo de Llompart, que creía (con razón) que el metálico circulante no bastaría para sustentar una economía que crecía rápidamente. Con todo, Llompart prevenía contra el peligro que suponía tener unos certificados desligados de los metales preciosos, ya que existiría la tentación de financiarse fabricándolos en grandes cantidades. Conscientes de tal riesgo, primero la Hacienda Real y después el Banco de España controlaron estrictamente la emisión de moneda y de certificados.
El resultado fue que la reforma monetaria de 1665 creó la primera moneda moderna. Moderna no tanto por la confección de las monedas, aunque fueran mucho más refinadas que las anteriores, sino porque su valor lo regulaba el recién fundado Banco de España y no la llegada de metales preciosos. El control se hacía ajustando la cantidad de moneda circulante a la situación económica, de tal manera que la emisión de más o menos certificados (de billetes) permitían actuar sobre los precios. Obviamente, existía el riesgo ya indicado de imprimirlos en demasía. Francia financió su propio Resurgir (ya en tiempos de la Transformación) mediante emisiones de certificados de oro sin respaldo. Por desgracia, el efecto de la emisión de certificados sin respaldo era temporal: antes o después se producía una crisis de confianza, que se agravaba cuando los tenedores no conseguían canjear sus certificados por metálico. De ahí el papel regulador que el Banco de España tuvo en los dominios hispánicos. Las grandes reservas de oro y plata permitían responder a las fases de pánico (como el de 1681, cuando los turcos consiguieron varias victorias en la primera fase de la guerra de la Santa Alianza), y una constante fue la mesura con la que se actuó, siempre intentando mantener el valor de la moneda. Así se consiguió que el real se convirtiera en la principal moneda mundial y resultara muy apreciado en cualquier lugar, hasta tal punto que los precios en Extremo Oriente se doblaban para el comprador que intentara pagar con luises, libras o táleros.
Para mantener el valor de la moneda no bastó con el control de las emisiones. Llompart ya había advertido de la importancia de la «emisión indirecta»: cuando se realizaba un préstamo, el dinero circulante se duplicaba, ya que el acreedor conseguía el dinero que necesitaba, pero el prestador conseguía un pagaré que también podía negociar. El riesgo se acentuó ya que a finales del Resurgir las principales transacciones no se hacían con metálico, sino en papel. Para los bancos, la manera más sencilla de crecer era hacerse préstamos mutuos, que podían ser de cantidades enormes. Esos pagarés sin apenas respaldo podían facilitar un crecimiento económico rápido, pero también derrumbes. Ahora bien, tampoco podían limitarse de manera estricta: Llompart, de nuevo, prevenía contra el riesgo de limitar el crédito. Si la actividad económica solo podía hacerse con dinero contante y sonante, ni pequeños emprendedores ni grandes industriales podrían mejorar y expandir sus negocios, y los compradores se verían obligados a retrasar las grandes adquisiciones (viviendas, animales de tiro o máquinas, etcétera). Era preciso un equilibrio entre el crédito necesario para sustentar el crecimiento, y la peligrosa expansión desmedida. El Banco de España lo consiguió limitando los préstamos interbancarios e imponiendo gravámenes a tales operaciones. Con esta finalidad también se controlaron las transacciones de grandes cantidades, ya que se podían emplear para ocultar esas prácticas. Fue el control de los préstamos la principal herramienta para mantener el valor de la moneda, evitando, por un lado, el sobreendeudamiento y la devaluación, y por otro, el estancamiento.
Mientras, el Banco de España acumuló un tesoro enorme. Con la capacidad que le daba la solvencia económica y la llegada de metales preciosos (especialmente, tras el descubrimiento de los nuevos yacimientos americanos) se pudieron limitar las exportaciones de oro y de plata, e imponer que las transacciones exteriores se hicieran en certificados de oro españoles. La última gran salida de metálico de España fue en 1671, y estuvo destinada a liquidar los últimos plazos de la deuda externa. Esta liquidación no fue bien aceptada, pues era la deuda española era la principal fuente de metálico en Europa. Ahora bien, la Monarquía ofreció dos alternativas a los banqueros: vender su deuda con una plusvalía del 20%, o arriesgarse a pleitos interminables contra una nación que ya no necesitaba a los prestamistas y que estaba dispuesta a pagar, siempre que fuera en certificados.
El motivo por el que España controlaba tan estrechamente la exportación de metálico no era la avaricia: dado que los certificados eran convertibles, cualquiera podía acudir a una oficina del Banco de España y obtener el oro correspondiente… siempre que luego no cruzara las fronteras. Los particulares podían obtener permisos de exportación, pero solo en casos muy concretos: por ejemplo, solían concederse para adquirir determinados bienes de gran valor (como los minerales necesarios para aceros especiales) tanto en Europa como en Extremo Oriente. Sin embargo, raramente se autorizaba la salida de metal precioso para la actividad comercial habitual. La principal salida de oro y plata fue por la ayuda que España prestaba a sus aliados, como luego se explicará.
Si se limitaba la circulación de metal precioso era por tratarse de un arma estratégica que España esgrimió contra sus enemigos. Ya se ha explicado que, según la escuela salmantina, los metales preciosos no eran sino una mercancía más, pero que era tan importante para la actividad económica como cualquier otra materia prima. Para construir barcos no solo se necesitaban maderas, clavos y sogas, sino dinero con el que comprarlos y con el que pagar a los trabajadores, dinero que pagaría el que encargó el barco… pero solo si lo tenía. Si no había suficiente metálico, el poco que quedara adquiriría cada vez más valor y se produciría una desastrosa deflación. Desastrosa porque quienes tuvieran oro y plata los atesorarían, ya que cada vez valdrían más, y cada vez quedaría menos metal circulante. Al dispararse el valor del dinero (y, por tanto, al disminuir el de los bienes) los potenciales compradores retrasarían sus adquisiciones, esperando que su precio siguiera bajando. Al mismo tiempo, los que se vieran obligados a vender mercaderías tendrían que ofrecerlas a precios cada vez menores, incrementando a su vez el valor de los metales preciosos. Una espiral que conducía a la ruina.
La cuestión era que en esa época se estaba produciendo en Europa un déficit de metal precioso cada vez mayor. Aunque las demás potencias iban a la rémora de España, también en ellas se estaba incrementando la actividad económica gracias a las adquisiciones de los mercaderes hispanos y a las tecnologías que se filtraban. Con todo, no había suficiente metal precioso para las transacciones: parte del metálico desaparecía (atesorado o perdido) y las fuentes eran escasas. La principal era la plata americana. Fuera de ella, se limitaban al magro producto de pocas minas. Hubo hallazgos, como los de oro en Escocia, Gales y, sobre todo, en Valaquia (ya en la Transformación), que fue la principal mina de oro no controlada por España, aunque sí por un firme aliado. La plata no americana procedía, sobre todo, de Europa Central, de Alemania y de Polonia; como en el caso anterior, varias de esas minas eran de aliados de España. Otra fuente de oro y de plata fue el contrabando, cada vez menor, pues se aplicaban severas penas a los matuteros. También llegaron pequeñas cantidades de oro subsahariano mediante caravanas que se dirigían al golfo de Guinea o cruzaban el Sáhara, y que después tenían que superar el control español de las aguas.
La principal fuente de metales preciosos, tanto plata como oro, siguió siendo España, que continuó exportándolos en pequeñas cantidades. Sobre todo, estaban destinados al Sacro Imperio y a la República de las Dos Naciones, con la intención de soportar sus economías. También se autorizaba el comercio a pequeña escala con otras potencias: aunque se tratara de probables rivales, también eran clientes de la industria hispana. El riesgo estaba en que era España quien controlaba cuanto oro y plata circulaban por España. Además, el flujo no alcanzaba para las necesidades de una economía en expansión.
Los gobernantes europeos tenían pocas alternativas. Podían intentar conseguir oro y plata de ultramar, pero las fuentes eran escasas e implicaban superar la férrea vigilancia de la Armada española. Además, la instauración del real llevó a que no fuera necesario traer a la Península el oro y la plata americanos, sino que podían atesorarse allí, y enviar solo la cantidad necesaria para acuñar monedas. Además, las «flotas de la plata» recibieron mayor atención de los aduaneros para evitar el fraude practicado por particulares. Los buques españoles patrullaban el Mediterráneo, el Atlántico y el Caribe deteniendo y registrando a barcos de cualquier bandera. Si hallaban metales preciosos de procedencia dudosa confiscaban barco y carga, y encarcelaban a los marinos. El contrabando no desapareció, pero el riesgo tan alto llevó a que fuera poco rentable.
Hasta entonces la plata americana había sido el motor de la economía europea. La monarquía española, necesitada de fondos, se endeudaba con banqueros genoveses y alemanes; después tenía que pagar cantidades mucho mayores a causa de los intereses: en 1642 las importaciones de plata americana pasaron directamente a los bolsillos genoveses y germanos y, de allí, al resto de Europa; peor todavía, los fondos prestados se gastaban en su mayor parte en Flandes, y antes o después llegaban a las arcas holandesas. Además, el dominio holandés de los mares les permitía capturar algún cargamento (aunque fracasó el ataque de 1628 a la flota de la plata) y, sobre todo, monopolizar el comercio de especias, que hasta los españoles tenían que pagar en plata. Asimismo, y por los problemas antes indicados, no era raro que la Corona tuviera que adquirir bienes incluso a sus enemigos, de nuevo, pagados en plata.
El despegue económico español lo trastocó todo. En 1649 la cantidad de plata que salía de España hacia los bancos europeos era solo la mitad de la que lo hacía en 1640. Además, en buena parte era para cancelar préstamos, que se sustituían por empréstitos valencianos: pronto llegaría un momento en el que España ya no necesitaría fondos de banqueros extranjeros. El último solicitado fue en 1654, y a partir de entonces fueron los banqueros hispanos los que financiaron a la Monarquía. Además, las nuevas tecnologías españolas invirtieron el comercio: ya no era el rey de España el que adquiría armas o barcos en Europa, sino al revés; además, las exportaciones españolas, tanto de objetos de lujo (espejos, relojes, vinos y licores, porcelanas, etcétera) como de primera necesidad (ropas) inundaron los mercados europeos. El comercio de especias pasó a manos españolas: ya no salía metálico de España, sino que lo atraía. Finalmente, la paz en Flandes hizo que los gastos militares en Europa disminuyeran.
El resultado es que el flujo de plata americana casi se cortó: se estima que en 1665 no salía de España ni la quinta parte del de 1640. Las extracciones de oro y plata en Europa y el contrabando ni de lejos llegaban a las necesidades de las economías europeas, y se produjeron los primeros indicios de la desastrosa deflación. Se intentó conseguir más metal precioso, pero con pobres resultados. Necesitados de moneda circulante, la alternativa fue emplear los certificados españoles. Obviamente, los rivales de España sabían que al emplearlos se ponían en las manos de España e intentaron emitir los propios. Como se ha dicho, Francia escogió esa vía; desafortunadamente (para los españoles, pero también para la misma Francia), el desplome del valor de los bonos llevó al rey francés Luis XIV a iniciar la guerra de Sucesión. También colapsaron los bonos ingleses y sajones. La desconfianza en el papel disparó el precio del oro y de la plata, en una deflación con los ominosos resultados antedichos. El elevado precio del metálico obligó a los estados europeos a utilizar los certificados españoles, pero solo podían conseguirlo vendiendo a los hispanos los productos que demandaran, al precio que impusieran; de esta manera acababan subordinando sus economías a la española. La consecuencia se manifestó durante la guerra de Sucesión: el comienzo de las hostilidades llevó a que se prohibiera el comercio con Francia y sus aliados. En esos países la plata y los certificados españoles desaparecieron de la circulación, se volvió a caer en la tentación de emitir bonos sin respaldo que nadie aceptaba, y el disparatado precio de los metales preciosos acabó desplomando a los enemigos de España en la deflación y la ruina.
Los efectos del control de los metales preciosos se apreciaron incluso al otro lado del mundo: hasta entonces, China se había negado a adquirir productos europeos, y solo vendía sus apreciadas sedas y porcelanas a cambio de plata, que era la que mantenía su propia economía. Sin embargo, las fábricas españolas empezaron a producir tejidos y porcelanas comparables a los chinos; de repente, los sederos y los alfareros de China se arruinaron, y los manchúes se encontraron con que no tenían la plata necesaria para sustentar su administración y su ejército. Las otras potencias europeas, o no tenían contactos con China (a causa de la Armada hispana), o adquirían los productos españoles, que eran más baratos. En cualquier caso, carecían de oro y plata con que pagar. El imperio manchú tuvo que retomar la impopular política de los emperadores mogoles de prohibir la tenencia de oro, plata, diamantes o perlas, entregando a cambio billetes. Ahora bien, como no había un tesoro que los respaldara, y la creciente amenaza hispana obligaba a incrementar los gastos militares, el valor de los billetes se derrumbó, empeorando la crisis económica e iniciando el declive de la dinastía Quing. De la misma manera, también el hostil Japón se vio privado de plata, y la escasez de circulante empeoró la depresión económica iniciada por la caída del sogunato Tokugawa y la reanudación de las guerras civiles.
El resultado de las grandes reformas económicas no solo sacó a España de la apurada situación del deudor, sino que le permitió alinear ejércitos más grandes y mejor armados. A la postre, acabó proporcionando la clave con la que mantener a sus aliados y arruinar a sus enemigos.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
¿Quién está conectado?
Usuarios navegando por este Foro: ClaudeBot [Bot] y 0 invitados