Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Ahora ya no era el Federico, sino el alférez Don Federico Estébanez. No era poco progreso para un arriero palentino, y el flamante alférez no solo estaba orgulloso de su grado o de su chapela vizcaína, sino también de pertenecer al ejército que promocionaba incluso a rústicos con boñigas en los pies.

No es que ahora pisara muchas boñigas, que eso era tarea de los ceporros que tenía en la batería, unos flojuchos que se quejaban cada vez que tenían que mover un cañoncito de nada. Con los morteros de Abbeville le hubiera gustado verlos, esos mamotretos que solo se movían con reniegos. No como estos Trubia que parecían de señoritas. Aunque, al menos, disparaban que era un primor, y se les daba requetebién destripar a los cabezas de toalla. Buen papel harían en Viena… si llegaban.

Las ocho galeotas y los cuatro botes estaban pintados de negro, no llevaban velas, y los remos iban forrados de telas para evitar salpicaduras. Aun así, procuraban hacer poco ruido. Se dejaban llevar por la escasa corriente del estiaje, y los patrones se bastaban del timón para guiarlas. Al principio por el centro del río, pero luego se habían aproximado a la orilla derecha, hasta que el patrón del bote que iba en cabeza vio una linterna sorda que marcaba la entrada del canal. Los remeros tuvieron que bogar para embocarlo, y la flotilla se introdujo en el ramal.

El alférez miraba con aprensión las frondosas riberas, apenas visibles en la noche sin luna. Seguro que habría pichascortadas vigilando. Sabía que algo más adelante había una cadena, precisamente para evitar que llegaran provisiones a la ciudad asediada. Allí estarían los turcos al acecho; se iban a llevar una sorpresa.

Unas hogueras en las orillas marcaban el lugar donde estaba la obstrucción. Lo estrecho del ramal impediría pasar sin ser vistos, así que habría que hacerlo a la brava: al acercarse, el bote de cabeza avivó la boga hasta chocar con la cadena. Los tripulantes lo fijaron con una lazada, lanzaron un esquife, y escaparon remando como si les fuera la vida en ello. Que así era, porque en ese momento se escucharon algunos disparos.

La respuesta fue abrumadora. De otros dos botes que se habían encarado hacia las orillas surgió una oleada de fuego en forma de cohetes. Las sacudidas de los lanzamientos movieron tanto las embarcaciones que muchos cohetes salieron volando al buen tuntún, algunos hacia el cielo, otros contra el agua, pero bastaron para enseñar modales a los turcos. Al momento se produjo una gran explosión cuando estalló la carga de medio quintal de pólvora rayo del primer bote. El estallido atronó el río, zarandeó las galeotas, y rompió la cadena. Entonces las galeotas pasaron con boga forzada. Durante su recorrido fueron saludadas por disparos, la mayoría perdidos. Alguno se estrelló contra las tablas, y los gemidos indicaron que otros habían hallado carne; pero pocos minutos después las embarcaciones se pusieron bajo la protección de los cañones de las murallas vienesas.



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El cargamento consistía en su mayoría en municiones, balas y pólvora para cañones y fusiles. Una galeota llevaba tres centenares de Entrerríos de retrocarga y miles de cartuchos. Otra, centenares de bombas de mano. Dos galeotas llevaban a los españoles, sus seis cañones Trubia de diez centímetros y la munición.

El alférez supervisó la descarga, que se hizo a toda prisa. Aunque los turcos estuvieran escasos de pólvora, un mortero se animó a hacer algunos disparos que apremiaron a los estibadores. Entraron las piezas a la ciudad, y después decenas de vieneses tiraron de cada cañón para llevarlos hasta las murallas. Estébanez inspeccionó las defensas, y decidió situar la batería en la parte alta del bastión del Burgo. Puso a sus hombres a trabajar con sus finas maneras.

—¡Cavad más, rediós, si no queréis que los pichascortadas os den por el cul*! ¡García, como te vea tirar así la tierra te parto el alma a hostias! ¿Qué coñ* hacéis parados los demás? Hala, nenazas, que no os pasará nada por sudar un poquillo.

A toda prisa se reforzaron los muros con tierra que frenara los proyectiles turcos. No es que dispararan muchos; ya había indicios de que estaban justos de municiones. Una compañía de austriacos se añadió a la guarnición del bastión, mientras los cazadores emplearon los Entrerríos para levantar la tapa de los sesos de los imprudentes turcos que se atrevían a asomarse. A media mañana los cañones estaban emplazados, y Estébanez señaló a unos cañones enemigos.

—¡Primero, abra fuego!

El jefe de la pieza ordenó al número uno que abriera el cierre; tras girar una palanca, se abrió el medio tornillo, y el número dos introdujo un proyectil en la recámara. Después el número uno bloqueó el cerrojo, y el apuntador empleó una mira abierta y dos manivelas para orientar la pieza. Cuando estuvo preparado, el jefe alertó a sus hombres.

—¡Atención! —. Y tras comprobar que los servidores estaban seguros, dio la segunda orden— ¡Fuego!

El artillero jaló del tirafrictor, y el cañón disparó con un estampido y una llamarada. El tubo retrocedió en su cuna, frenado poco a poco por muelles y comprimiendo otro de acero y elástica, hasta que finalmente el tubo empezó a retroceder hasta su posición original. No lo hizo por completo, y dos servidores tuvieron que empujar unos muñones. La cureña se había desplazado unos centímetros, y tuvieron que devolver a la pieza a su posición; pero en unos segundos estaba otra vez preparada. Entonces el número uno abrió el cierre, y una uña expulsó el casquillo gastado. El número dos introdujo un nuevo proyectil: el cañón estaba cargado y listo para volver a disparar.

Mientras, el proyectil había pasado rozando el parapeto de la batería turca. Pero el segundo disparo se introdujo en un cestón, y al estallar lo deshizo en una mortal nube de piedras y acero. Los otros cañones se unieron al fuego, y al momento los proyectiles estallaron en el interior de la batería, levantando una llamarada que indicó que la pólvora se había incendiado.

—No está mal del todo, mis nenas. Ahora, a por ese otro.

A mediodía, Estébanez había gastado un cuarto de su munición, pero de las baterías turcas solo quedaban restos. Entonces enfiló sus piezas hacia las trincheras junto al bastión Lobel, el más amenazado. Algo después de oscurecer, disparó botes de metralla, y las bolas de plomo obligaron a los turcos a cubrirse. Fue cuando dos centenares de imperiales entraron en las trincheras lanzando bombas de mano. Tras acabar con los otomanos que no habían huido, colocaron cargas explosivas que convirtieron las zanjas en cráteres.

A la mañana siguiente, los turcos intentaron cavar otra trinchera, pero el tercer disparo de Estébanez estalló contra el mantelete que empleaban como escudo. Otros reventaron los cestones, demostrando que no servían como protección contra la artillería moderna.



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—¡Me cago en ese turco y en la madre que lo parió! —juró Estébanez cuando una bala de arcabuz le arrancó la chapela— ¡Otro gorro me haré con el pellejo de esos malnacidos! ¡Sánchez, no asomes la chola que esos cabrones te la vuelan!

Los turcos habían concentrado decenas de tiradores ante el baluarte, intentando suprimir los mortales cañones. A su vez, los cazadores austriacos respondían con ventaja gracias a los Entrerríos, pero la ensalada de tiros estaba creando problemas a los artilleros. El alférez volvió a proferir improperios cuando otra bala se estrelló contra el escudo de la pieza— ¡Jodidos pichascortadas! ¡Sánchez, mira con cuidado e intenta distinguir donde se meten!

El soldado se apartó unos metros y se alzó con cuidado. Miró unos segundos antes de agacharse, justo a tiempo de esquivar la bala que rebotó contra el borde de la muralla. El alférez se hartó y llamó al traductor.

—¡Dile al que manda aquí que me busque algún blanco, o me marcho!

Los austriacos atisbaron, atrayendo más disparos, hasta que el traductor volvió—. Dice que cree que hay movimiento en esas ruinas.

Momentos después, dos proyectiles reventaron contra las piedras, pero no pareció que hubieran conseguido nada.

—¡Alto el fuego! Así solo gastamos pólvora en vano.

Tampoco sirvió de nada disparar contra la nueva trinchera que estaban cavando, ya que los proyectiles rasantes rebotaban por encima, y la metralla tampoco se introducía en la zanja. El alférez decidió retirar sus piezas, y dejar el duelo a los cazadores. Eso sí, luego fue al lienzo de la muralla para atisbar con cuidado y adivinar por dónde iban a entrar en el foso.



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Una explosión hizo temblar la ciudad. No bastó para despertar a Estébanez, cuyo sueño era proverbial, pero un ayudante le sacudió.

—Despierte, mi alférez. Los turcos están entrando en el foso.

—¿Esos cabrones de pichascortadas no saben pelear en horarios de cristianos? Bueno, vayamos a hacerles los honores.

El fragor de la batalla acompañó a los pasos de Estébanez hasta el baluarte. A la luz de los disparos vio hileras de turcos descendiendo al foso y asaltando la brecha que una mina había abierto en el baluarte de Lobel. El alférez ordenó mover los cañones hasta la batería que había dispuesto, y en cuanto estuvieron preparados, abrir fuego. Dos cañones dispararon granadas de metralla, y los demás, proyectiles explosivos que se enterraban en el terraplén por donde las trincheras turcas bajaban al foso. Los primeros proyectiles removieron la tierra, y los siguientes convirtieron el talud en un amasijo de escombros y sangre. Con el paso seguro interrumpido, los refuerzos turcos tuvieron que bajar al foso a la carrera, exponiéndose a la metralla y a los tiradores.

—Mi alférez, están coronando el muro.

Los atacantes eran miles: los destellos de las explosiones mostraron que el glacis estaba lleno de otomanos que esperaban para bajar por la contraescarpa. En el foso había tantos que no cabían en las trincheras, y oleadas trepaban por la esquina del bastión que una mina había derruido. Ya se peleaba en lo alto y, aunque los turcos caían por decenas, parecía que iban a lograr imponerse a los defensores imperiales. Estébanez dejó una pieza disparando contra el lugar por donde bajaban los enemigos, otra barriendo el foso con metralla, y las otras empezaron a tirar contra la brecha con proyectiles explosivos; cuando tocaban una piedra, estallaban desperdigando letal metralla; cuando se enterraban, la explosión arrojaba esquirlas y tierra sobre los asaltantes. Los otomanos tuvieron que acercar escaleras, que fueron destruidas al poco.

—Mi alférez, los cañones están casi al rojo.

—Pues que se jodan. Que alguien traiga mantas empapadas, que por mis muertos que esta noche estas niñas no callarán.

El cañoneo consiguió por fin frenar la acometida turca, y los imperiales exterminaron a los otomanos que habían estado a punto de tomar el baluarte Lobel. Pero la noche de fuego no fue gratuita. Los turcos apuntaron sus propios cañones contra la posición española, y consiguieron desmontar una pieza antes que la respuesta española les hiciera callar. Además, el cañoneo casi continuo había desgastado tanto los cañones, que un cerrojo se rompió, y el ánima de otro quedó tan lisa que solo podría disparar metralla. Pero los tres que quedaban siguieron tirando contra las baterías turcas.



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Al amanecer una alfombra de cuerpos cubría el foso; eran tantos los caídos que un enviado del pachá Karakas ofreció una tregua para rescatar a los heridos y sepultar los cadáveres. Durante veinticuatro horas, austriacos y otomanos recorrieron los alrededores de las murallas, buscando restos humanos y heridos que a veces llevaban días entre las dos líneas. Para Estébanez era obvio que los turcos estaban aprovechando para inspeccionar las murallas sin arriesgarse a que les levantaran la tapa de los sesos; pero también los austriacos se esforzaban en reconstruir los bastiones. A su vez, los españoles movieron sus cañones por el adarve, para que parecieran más; no importaba que solo la mitad de las piezas siguieran en servicio.

Tras el fracasado asalto los turcos fueron más circunspectos. Volvieron a cavar trincheras por el borde de la contraescarpa, y los arcabuceros se apostaron para molestar a los imperiales. También reconstruyeron dos baterías de sitio, esta vez mucho más fuertes, con una protección de tierra y piedras de varios metros de espesor que era impenetrable para los Trubia.

Estébanez ya solo tenía tres cañones; a cambio, no le faltaban municiones. Al ver que era inútil disparar contra las baterías turcas, y que no había signos de un asalto inminente, distribuyó sus piezas por la muralla para que dispararan de vez en cuando contra el campo turco. Los vieneses aplaudían cada disparo, y se esforzaban en mover los cañones antes de que los sitiadores respondieran. Al alférez no le importaba mantener ese fuego, aun sabiendo que la mayoría de los disparos se perdían en el campo. Sobraba munición —una barcaza había llegado la noche del gran asalto— y Von Starhemberg le había ordenado mantener el fuego por el efecto moral que tenía.

La escasa actividad turca no impidió que Viena sufriera los efectos del asedio. Los españoles refunfuñaron cuando se redujeron las raciones, primero en un tercio, luego a la mitad, si se podía llamar comida al tasajo rancio y a la harina llena de gorgojos. Gatos y perros desaparecieron de las calles, las palomas fueron perseguidas con saña, y algo después en los mercados solo se vendían ratas. Además, la disentería se extendió, pues los turcos habían situado sus letrinas en los ríos; había pozos, pero no fueron pocos los que enfermaron por tomar aguas del Danubio.

Mal estaban de alimentos; pero Estébanez también sabía que no solo faltaba comida: también empezaban a escasear las municiones para los fusiles. Bastarían para contener otro gran asalto; a partir de entonces, solo dispondrían de sus cuchillos.



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Glaube, Hoffnung und Nächstenliebe

En el segundo socorro, como se ha dicho, llegó una batería española de cañones Trubia. Aunque fueran piezas de campaña de solo diez centímetros de calibre, se trataba de armas muy modernas del modelo 1675, de retrocarga y con sistema de amortiguación, que podían hacer hasta seis disparos por minuto. Por el contrario, los cañones turcos solo conseguían hacer fuego cada cinco o diez minutos; de hecho, hubo algunos cañones otomanos que solo dispararon dos o tres veces en todo el asedio.

La llegada de los cañones españoles tuvo efecto inmediato, ya que al día siguiente ya habían destruido las principales baterías de asedio turcas, obligando a los sitiadores a volver a sus tácticas subterráneas. Aunque no quedaban cañones con los que abrir brecha, el pachá Karakas decidió que el atacar el bastión Lobel. Los mineros cavaron tres galerías, y los zapadores abrieron nuevas trincheras hasta el borde del foso. La noche del dos al tres de agosto las minas estallaron, derruyendo gran parte del bastión. Los otomanos cargaron en masa, pero se encontraron con una cortadura que los vieneses habían preparado, y quedaron atrapados bajo el fuego de los fusiles Entrerríos y de los cañones Trubia. Los seis cañones españoles, que habían sido emplazados en el bastión Burg, a la izquierda del Lobel, hicieron un fuego tan intenso que convirtieron la brecha en una escombrera en la que no se podía hacer pie. Los turcos intentaron aproximar escaleras, que en seguida fueron destruidas. Con el acceso al bastión cortado, una compañía de imperiales pudo contratacar y expulsar a los turcos supervivientes. El fuego de los cañones había sido tan intenso que dos quedaron fuera de combate por averías; además, un proyectil turco dañó otro. Aun así, los tres restantes seguían disparando a la mañana siguiente.

Los asaltantes sufrieron un millar y medio de bajas, casi todas entre los jenízaros. El glacis, el foso y el bastión quedaron cubiertos de muertos y heridos, hasta tal punto que Karakas tuvo que solicitar una tregua para retirar las bajas y los cadáveres. Tras el fracaso del asalto, no tuvo otra opción que intentar reducir a la ciudad por el hambre. Retiró a sus hombres de las posiciones más expuestas, y los distribuyó en los alrededores de Viena, sobre todo en las islas del Danubio, por donde habían llegado el segundo y el tercer socorro. El cerco se hizo impenetrable, y un cuarto intento de socorro hecho la noche del seis al siete de agosto tuvo que ser anulado cuando la flotilla imperial fue recibida a cañonazos.

Aunque el gran asalto hubiera sido derrotado, la situación en Viena se estaba deteriorando. La numerosa guarnición se estaba convirtiendo en una desventaja y los alimentos empezaban a escasear. Además, la disentería se extendió entre militares y civiles. Al menos, los vieneses sabían que no estaban solos. Desde las murallas se podía escuchar como se combatía hacia el sur, y los defensores podían comunicarse con el ejército imperial apostado en la montaña Kahlenberg mediante señales luminosas. Además, los tres cañones Trubia (que fueron llamados «Glaube, Hoffnung und Nächstenliebe», es decir, Fe, Esperanza y Caridad) siguieron disparando contra el campo enemigo, aumentando su alcance con rampas, sin que los turcos pudieran responder. Cada disparo era seguido de aplausos y aclamaciones de los vieneses.

Aun así, Von Starhemberg sabía que no iba a poder resistir indefinidamente. Solo los Trubia tenían munición. Los cañones austriacos la habían agotado, y quedaba poca para fusiles y mosquetes. Las provisiones alcanzarían para pocos días, y la enfermedad hacía estragos. Además, otro temporal de lluvias impidió emplear el telégrafo óptico. El diez de agosto, aprovechando una corta mejoría del tiempo, comunicó que la ciudad no podría resistir más de dos semanas.



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López Cañamazo, Felipe. Op. cit.

El cañón Trubia de 10 cm modelo 1675

El cañón Trubia de 10 cm modelo 1675 (posteriormente designado C100M75) fue la principal pieza de campaña de las fuerzas del marqués de Lazán durante la guerra de la Santa Alianza. Ha sido calificado como el primer cañón moderno ya que aunaba construcción en acero, ánima rayada, retrocarga, y un sistema de amortiguación del retroceso.

Hasta su aparición, el modelo 1651 (C100M51) había constituido el núcleo de la artillería de campaña, siendo complementado por el más avanzado C100M63. El cañón modelo 1651 era un arma moderna de bronce comprimido y ánima rayada, pero que seguía siendo de avancarga. Aun siendo un enorme avance sobre la artillería preexistente, la carga por la boca y el tener que volver la pieza en posición tras cada disparo, a causa del gran retroceso, disminuían la cadencia de tiro. Otro inconveniente era que el ánima se desgastaba rápidamente, sobre todo si se empleaban botes de metralla. Por otra parte, aunque el cañón podía disparar granadas explosivas y de metralla, los proyectiles carecían de espoleta de impacto, y necesitaban una mecha que fallaba con cierta frecuencia.

El modelo 1663 (C100M63) incorporaba la construcción mixta, con un ánima de acero en un tubo de bronce comprimido, y tenía un primitivo sistema de amortiguación: la pieza no se apoyaba directamente en la cureña, sino que se deslizaba por una cuna que tenía un muelle para frenar el movimiento. Así se conseguía transmitir la fuerza del retroceso no en una centésima de segundo, como en el C100M51, sino en décimas. Sin embargo, el rudimentario sistema de amortiguación solía fallar y obligaba a devolver el tubo a su posición manualmente. Además, el cañón era más caro que su predecesor y las averías eran frecuentes, tanto del sistema de amortiguación (que por lo general podía repararse en las maestranzas de artillería) como del ánima, que agrietaba o se desprendía del tubo, inutilizando la pieza. Aunque el C100M63 fue empleado en la campaña de Salé, no llegó a sustituir por completo al modelo anterior.

El C100M75 solucionaba la mayor parte de estos inconvenientes. Estaba hecho de acero con el sistema Semovilla, más barato y duradero que la construcción en bronce, y con la ventaja añadida (para España) de que precisaba técnicas metalúrgicas avanzadas que otras potencias no disponían, impidiendo que el cañón fuera copiado: los armeros imperiales, cuando intentaron reproducirlo (partiendo de una pieza que había quedado abandonada tras caer al río Drava, y que fue recuperada al verano siguiente) descubrieron que no conseguían reproducirlo en hierro, ya que su metal era excesivamente frágil, y si empleaban bronce comprimido, necesitaban tubos que pesaban más del doble que el original. El cañón español tenía ánima rayada, una capa de alambre de acero tensado en caliente y un zuncho exterior, también de acero. El modelo C100M75/2 tenía una construcción más sencilla, de acero con zuncho de refuerzo. El tubo se apoyaba en una cuna que tenía un amortiguador de muelle de acero y de elástica, y otro muelle recuperador. El sistema aun no funcionaba bien: el amortiguador se rompía con facilidad (se podía sustituir en pocos minutos), y el muelle recuperador no siempre bastaba para devolver el cañón a su posición: el tubo tenía unas vistosas orejeras para que los artilleros lo devolvieran a su posición, un elemento del que carecía su predecesor C100M63. A pesar de estos inconvenientes, se lograba que la pieza, si estaba bien anclada, no se desplazara durante el fuego, haciendo innecesario volver a apuntar tras cada disparo. La cureña, a su vez, era de hierro, más ligera y resistente que la de madera. Por primera vez en una pieza de artillería, el C100M63 tenía un escudo de planchas de acero que protegía a los servidores de las armas ligeras enemigas.

El C100M75 empleaba un cierre de medio tornillo similar al utilizado por la artillería naval, pero en lugar de utilizar el obturador «de champiñón» de los cañones pesados, empleaba otro más sencillo de anillo Solís, que se podía desmontar para revisarlo o reemplazarlo; normalmente era necesario hacerlo tras unas decenas de disparos, pero podía hacerse en unos minutos y no necesitaba herramientas especiales. La munición era engarzada, con casquillo metálico, y había de diversos tipos: granadas de metralla, proyectiles perforantes explosivos, incendiarios, botes de metralla y, por primera vez en un cañón de campaña, proyectiles explosivos con espoleta de impacto, con un sistema de seguro que combinaba un «capuchón» de metal blando, y un perno que se desbloqueaba con la rotación del proyectil.

Gracias a estas mejoras, una dotación entrenada podía hacer un disparo cada diez segundos (se llegó a uno cada cinco segundos en pruebas): un increíble avance frente al C100M51, que hacía un disparo por minuto, y aun más respecto a los cañones de otras potencias, que raramente conseguían disparar cada menos de tres o cuatro minutos. La cadencia era tan alta que muchas veces tenía que suspenderse el fuego por las elevadas temperaturas que alcanzaba el tubo. Además, la velocidad inicial de los proyectiles era mayor, de tal manera que el cañón podía apuntarse como si fuera un fusil. La dispersión era pequeña, de un metro a mil pasos (con cañones nuevos que estuvieran bien anclados). La combinación de cadencia de tiro, precisión, y la mayor efectividad de los proyectiles explosivos y de metralla, hacían que una batería de C100M75 tuviera más potencia de fuego que la artillería completa de los ejércitos enemigos. Fue un arma tan eficaz que recuperó para la artillería el apelativo de la «reina de las batallas» que durante dos decenios le había arrebatado el fusil Otamendi de retrocarga.

Paralelamente al C100M75, se desarrolló una versión naval sobre afuste, el N100M75, que se empleó como armamento principal en cañoneros, y como secundario en buques de mayor porte. En los enfrentamientos navales resultó más preciso que las pieza de catorce y dieciocho centímetros que constituían el armamento principal de los navíos y de las fragatas pesadas.

Varios C100M75 han sido preservados. Los más famosos son los «Glaube, Hoffnung und Nächstenliebe» (Fe, Esperanza y Caridad) que participaron en el sitio de Viena. Durante decenios estuvieron situados en el bastión del Burg, manteniendo la tradición de disparar al amanecer, al mediodía y al anochecer. Han sido sustituidos por réplicas, y los originales se conservan en el Museo de Historia Militar de Viena.


Imagen
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Interludio madrileño

En el día de San Pedro Crisólogo, trigésimo del mes de julio del Año de Nuestro Señor de 1681.

—Buenas tardes, eminencia ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

—Mi querido marqués, no creo necesitar ningún motivo para disfrutar de vuestra compañía. Aunque cierto es que tengo gran interés en conocer las últimas noticias de Viena.

—Será un placer ilustraros con lo que sé. Sabéis que ya no soy bien visto en Palacio, pero conservo amistades que me hacen la merced de trasladarme las nuevas que llegan desde el Imperio. Que, por desgracia, son preocupantes.

—Explicaos, marqués, os lo ruego.

—Según los últimos mensajes, la guerra no va nada bien. Ya supisteis que los turcos dieron un buen rapapolvo a los barquitos de nuestro ministro principal.

—Pero se dijo que habían liquidado a los navíos otomanos.

—Eso es lo que se comenta, desde luego, pero sabed que el marqués de Lazán no pudo desembarcar en Trieste y tuvo que hacerlo en Génova. Se vio obligado a cruzar los Alpes y Dios Nuestro Señor, en su infinita justicia, le castigó con tremendas tormentas. Aunque ha conseguido llegar a Austria, que no ignoráis cuan escurridizo puede ser un diablo, ha tenido que parar para reponerse, mientras que los turcos están a punto de conquistar Viena.

—Será lamentable que esa ciudad cristiana se pierda.

—Eminencia, más lamentable será que el demoníaco Lazán se arrogue con un triunfo. Cuando Viena caiga, daré mi golpe. El rey está enfermo y ya no es el de antes. La reina nos apoya, y también la princesa de Asturias. Con su ayuda conseguiré una orden de prisión para ese traidor, que tendrá que dar explicaciones a la Inquisición. Espero que colaboréis para que ese hijo de Belcebú acabe donde se merece, en la hoguera.



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Interludio parisino

En el día de San Félix de Gerona, primero del mes de agosto del Año de Nuestro Señor de 1681.

—Monsieur le tavernier, pouvez-vous me dire où habite monsieur Mercier, le marchand de poivre? —dijo mientras dejaba una monedita de plata sobre la mesa.

El posadero inspeccionó a su cliente. No lo conocía, pero no era raro en la capital. Llegaban gentes de toda Europa, casi siempre con la misma cantinela, echando pestes de los españoles. Ni siquiera faltaban herejes circulando por las calles. Aunque le rey Luis hubiera expulsado a los hugonotes, alentaba las insurrecciones contra los demonios del sur, y a París llegaba un incesante flujo de derrotados pidiendo auxilio. Algunos, católicos, pero los más, herejes de todo pelaje.

Lástima que era eran gentes de pasar y poco gastar. Su negocio iba bien, que incluso cuando venían mal dadas, la gente necesitaba olvidar sus problemas, mejor si era roncando bajo una mesa en una niebla de vino. Sin embargo, la ciudad se hundía en la miseria. Su abuelo, antes de morir de fiebres pútridas, le había hablado de la pujanza en tiempos de buen cardenal, cuando a París llegaba el oro de toda Europa. Ahora, las que llegaban eran miserias. Las tiendas cerraban y solo subsistían aquellas que vendían lujos a los engolados aristócratas. No importaba que el rey Luis hubiera legislado contra el lujo, pues otra peste que llegaba a París se componía de vividores que decían ser mercaderes pero que en realidad contrabandeaban con especias o con telas finas. A esos condes y duques poco les importaban las gentes famélicas, mientras pudieran adornarse con telas valencianas mientras engullían montañas de pimienta, canela y clavo. Ya les llegaría el día.

El nuevo parroquiano parecía de esa desagradable especie. Sin embargo, mal viviría un tabernero si se permitía el lujo de seleccionar sus clientes. Esos contrabandistas tenían dinero, y la poca plata que circulaba pasaba por sus manos. Así que sonrió —forzadamente, pero esperaba que el forastero no lo notara y, si lo notaba, peor para él— y le atendió con solicitud.

—Monsieur, la casa del señor Mercier está en el callejón de detrás.

—Gracias, tabernero. Tengo que hacer unos negocios en París y necesitaré alojarme durante algunos días ¿Podría hacerlo en vuestra posada?

—Como deseéis. Ahora bien, os prevengo que las calles no son seguras. Si os parece, conozco a un par de hombres que os podrían acompañar.

—Mercí, agradeceré vuestra ayuda —dijo mientras dejaba otra moneda de más valor— ¿Bastará para pagar esta próxima semana, y la ayuda de vuestros amigos?

El posadero retuvo su contento. Hacía tiempo que no veía un testón. Claro que bastaría. Aun así, estuvo tentado de pedirle más, pero le pareció que el cliente estaba muy viajado.

—Desde luego que será suficiente, monsieur…

—Gauthier. Denis Gauthier.

Ya le parecía. La tez rubicunda y el acento del forastero le sonaba del norte, y había muchos Gauthier en Artois que habían tenido que escapar tras la última guerra. Si fuera varón, el cabrón del rey recuperaría esas tierras en lugar de festejar en su palacio, enfundado en medias y luciendo zapatos de cortesana. Al menos, eso decía Pierrot, que servía en las Tullerías.

—Necesitaré que rellenéis la carta para la policía. Ya sabéis que los demonios del sur acechan ¿Tenéis vuestro pasaporte?

—Desde luego —le dijo enseñándole un documento, que el posadero miró sin entender nada, pues apenas sabía dibujar las letras de su nombre.

—Tendré que dar parte de vuestra llegada. No os importará, ¿verdad?

—Es vuestra obligación, y la entiendo, que todas las precauciones son pocas. Tal vez otra moneda —dijo dejando caer otro testón— os ayude a vuestras gestiones.

—Así será. Mientras esperáis, tal vez os agrade un poco de estofado.



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Fernand Chalon, alias Denis Gauthier, removió la mezcla de patatas y verduras de aspecto dudoso, sin encontrar las briznas de carne que se suponía debiera llevar el boeuf bourguignon. Al menos estaba caliente, y esperaba que no le sentara mal. El vino tampoco era una delicia, más parecía aguachirle con regusto a vinagre. Qué se le iba a hacer, pues ya no estaba en los Reales Ejércitos. Recordaba esos macarrones con chorizo que tanto odió en su día, y que ahora se zamparía con gusto. Qué duro era el servicio a la Nación.

Chalon no era francés, sino valón. Su bisabuelo había luchado en el asedio de Amberes, en las filas de Alejandro Farnesio, el genio de la guerra que de haber estado en lugar del macedonio no se hubiera conformado con Persia y hubiera llegado hasta la China. Su abuelo había caído luchando en las filas del cardenal infante, y su padre, bajo la bandera del Lobo. Fernand había seguido la tradición familiar y se había distinguido en Salé. Después había pasado a Italia, pero solo para aburrirse en Padua. Hasta que había sido abordado por un tipo anodino.

Nunca había llegado a saber cómo se llamaba el que le reclutó, ya que no se estilaba la verborrea en ese servicio. Tan solo lo suponía siciliano, por su acento. Le había propuesto otra manera de servir a la Nación que conllevaría riesgo, escasa paga y menor reconocimiento. Semejante propuesta hubiera tentado a cualquier hispano de honor, fuera valón o napolitano, y Fernand no había sido menos. No se le ocultaba que antes de abordarle se habría comprobado su fidelidad y la de su familia. Tampoco, que la mejor de las prendas que habían interesado al servicio era ser el francés su lengua materna, aunque él prefería llamarlo valón. Tras aceptar, Fernand dejó de llamarse así para ser Tailleur, que a saber por qué el siciliano le había endilgado tal mote.

Una vez llegó su licencia —honorable—, Fernand se trasladó a un caserón de aspecto ruinoso, no muy lejano a Bruselas. Como buen veterano, el valón notó la vigilancia, parte uniformada —guardabosques que desanimaban a los curiosos— y otra, más disimulada —tipos con aspecto de campesinos, atentos a los curiosos demasiado insistentes—. Allí tuvo que aprender las mañas propias de ladrones que empleaban los estragadores de la Inquisición Civil. Durante semanas practicó cómo pasar desapercibido, cómo seguir y cómo detectar si le seguían. Estudió varios tipos de escritura secreta y de claves. También practicó la falsificación de documentos. Para sorpresa de Fernand, soldado veterano, un quirisitán le enseñó nuevas técnicas de lucha con armas y sin ellas.

Después de semanas de aprendizaje emprendió la prueba definitiva: seguir a un sospechoso por Bruselas para averiguar su nombre, dónde vivía y a qué se dedicaba; la dificultad estaba en que carecía de documentos y de dinero, y que tenía a la policía detrás. Con todo, no le fue difícil hurtar un recado de tinta y pluma para confeccionar un pasaporte pasable, y tampoco sustraer ropas y hacerse con algunas monedas. Luego disimuló sus andares encorvándose un poco y colocándose una piedrecita en el zapato —receta ideal para cojear—. De vez en cuando retiraba el guijarro para que sus andares fueran normales, y volvía del revés la casaca; bastaron esos cambios para pasar desapercibido. Una vez vio que el desconocido se encaminaba a una calle, pagó a un chavalín para que fuera a llamar en alguna puerta. Al ver que lo detenían, le dio unas monedas a otro para que preguntase a sus amigos sobre ese vecino que era tan interesante para la policía. Entonces pudo volver a la casucha donde le habían citado; pero al parecerle que estaba vigilada, entró en otra de la calle de detrás, y moviéndose por los tejados llegó a su destino. Fue el único que ese mes completó la prueba.

No acabó allí su formación. Debieron pensar que Fernand era prometedor y lo enviaron a España para complementar su formación. El valón se imaginaba que pronto estaría luchando contra gabachos o busieros, pero sus jefes, quienes fueran —nunca llegó a conocer sus nombres— le endosaron aburridas tareas. Vigilancias disfrazado de mendigo, seguimientos, o interrogar con disimulo a vecinos de tal o cual sospechoso. Fueron tres años de aburrimiento; al menos, cada poco tenía que trasladarse a la casa que la institución tenía en Alpedrete, para recuperar la forma física por la sierra, y mantener sus habilidades con las armas.

Cuando ya llevaba tres años en la Inquisición, un día le citó el siciliano que le había reclutado tiempos ha. Le felicitó por su esfuerzo, y le confirmó que ese periodo tan aburrido no solo había sido de aprendizaje, sino de prueba. Ya se le consideraba capaz de efectuar misiones de más enjundia. Esta era la tercera que iba a realizar en París.



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Gauthier (o Chalon, o Tailleur) se dirigió a la casa del mercader, cargado con un pesado petate y acompañado de los dos matones que le había proporcionado el posadero. Viendo el aspecto de las calles, no parecían de más: París estaba lleno de miserables que huían del campo empobrecido por las malas cosechas, y que el único futuro que encontraban era morir en cualquier callejón. Más de uno y más de dos miraron con interés sus ropas, hasta darse cuenta que no venía solo. Entonces, prefirieron esperar a un incauto menos protegido. Los matasietes le hicieron dar unas cuantas vueltas por callejones, hasta que se hartó y les apremió con un poco de calderilla. Entonces le llevaron hasta una puerta que no tenía mejor aspecto que las demás.

—Qui est-ce qui appelle? —respondieron desde dentro a su llamada.

—Je suis Denis Gauthier, et je viens d'arriver du Le Havre. Monsieur Mercier m'attend. Est-il chez lui?

Tuvo que esperar unos minutos hasta que le abrieron; quien lo hizo, cerró la puerta inmediatamente; fuera quedaron los matones. El interior de la casa desentonaba con el avejentado exterior. Estaba adornada con finos muebles y bonitos tapices, indicio de que su propietario no era un don nadie, pero también que no quería lucir sus dineros. Fernand, tras sus estancias en París, entendía la razón. Un criado que parecía sacado de un osario le condujo al despacho de Mercier. El comerciante no desentonaba con la casa: arrugas y ojeras no le beneficiaban, pero la barriga demostraba que allí no se pasaba hambre. El valón pasó y dejó el saco en el suelo, con cuidado de evitar los meados de la esquina, ya que en París se abominaba de las absurdas modas españolas.

—Me alegra verle, Monsieur Gauthier ¿Ha tenido buen viaje? —dijo el gordo.

—No ha sido tan malo como temía. Al menos, me he librado de malos encuentros —tras las guerras y con el hambre, la campiña estaba llena de forajidos.

—¿Qué ha traído esta vez?

—No mucho. Solo lo que podía cargar sin llamar demasiado la atención —dijo abriendo la boca del saco. Mercier se aproximó y olfateó.

—Mmmm. Canela. Parece de buena calidad ¿Dónde la consigue?

—Monsieur Mercier, entenderá que no quiera revelar mis fuentes. Las paredes oyen.

—Estas son seguras. Los recaudadores del rey no se atreven en estas calles.

—Si usted lo dice… Digamos que este saco se cayó mientras lo descargaban de un barco portugués.

—Sin que lo vieran los aduaneros.

—Lamentablemente, tenían otras distracciones —contestó el agente.

—Así que no se habrá pagado la tasa.

—Pues no lo sé. Tal vez por eso me lo vendieron a tan buen precio.

—Ahora que habla de precios… —Dijo el comerciante.

—Tres escudos por libra.

—¿Tres? ¿Estáis loco? En el Hôtel Amelot venden la sellada a dos.

—Esta es canela de Ceilán. Si vos preferís la de China, tal vez quien me recomendó veros se equivocó.

—La de Ceilán la venden a dos y medio.

—Sabéis que no es así, Monsieur Mercier. No baja de cinco, cuando se encuentra.

—Tal vez, pero corro riesgo si os compro la vuestra. Como mucho, os la podré pagar a una libra ¿Cuánta habéis traído?

—Cuarenta libras, pero no las venderé por menos de cinco luises.

—¿Oro decís? Sabéis que de ese metal no se ve ni el brillo. Diez escudos de plata.

—¿Os reís de mí? No podré aceptar menos de cuatro luises.

—Señor Gauthier, oro no os podré dar. No lo hay. Quince escudos.

—Treinta.

—Iros pues. No podré pagaros.

El agente hizo ademán de levantarse.

—Esperad, señor Gauthier. Pensad que las calles de París no son seguras ¿No será mejor que aceptéis mi plata?

—Si estáis dispuesto a darme veinticinco escudos, tendremos un trato.

Los dos siguieron regateando, hasta que acordaron veintidós escudos por cada libra de canela. El agente cambió su saco por la bolsa con las monedas, y llamó a su escolta, pues si peligroso era andar por las calles cargado, más con una bolsa tintineante; no sería la primera vez que el criado de un comerciante señalara al cliente al que merecía la pena atracar. Ni siquiera se fiaba de los hombretones del posadero; pero si se querían meter con él, descubrirían que ese quirisitán le había enseñado a hacer filigranas con su navaja. Sin embargo, los tipos resultaron de fiar, aunque su sentido de la orientación precisara otras dos monedas.
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Al volver a la posada el dueño le sirvió unas verduras de dudoso aspecto, y le preguntó, con la untuosidad del que deseaba más plata— ¿Ya habéis hecho vuestro negocio?

—Sí, posadero, y gracias por vuestra ayuda —dijo dejando unas monedillas en la mesa—. Mañana mismo partiré ¿Os importará llamar a vuestros amigos? Me agradará su compañía.

—A primera hora estarán. Descansad.

—Así lo haré.

Una vez en su aposento, Fernand atrancó la puerta —tampoco se fiaba demasiado del posadero— y revisó las monedas, encontrando unas marcas. Perfecto, ya sabía la dirección. De paso, Mercier, o cómo se llamara en realidad, le había otras informaciones de cierto valor. En Madrid les interesaría saber que el oro escaseaba tanto en París que preferían pagar precios inflados en plata. También, que el valor de las especias se había multiplicado, ya que tanto el posadero como los matones habían puesto ojitos a las monedillas que les había dado. El valón recordaba de sus clases que, si no había circulante, la economía se estancaba. Antes o después iban a tener que bajar la ley de la moneda, eso si no empezaban a emitir pagarés. Realmente interesante.

El otro detalle era más alarmante. En sus anteriores visitas a la capital francesa, Mercier no se había andado con tantos rodeos. Que no se hubiera atrevido a confiarse no era buena señal. Igual era por tener algún nuevo criado del que no se fiara, pero se olía que el falso mercader estaba notando el aliento de la policía en la nuca. Aun no se creería descubierto, o ya habría escapado; aun así, Fernand recomendaría a su supervisor que hicieran salir a Mercier.

Ahora, el estragador tenía que cumplir la primera misión que le había traído a París. Ya tenía la dirección, y el valón conocía la ciudad al dedillo, aunque se hubiera dejado enredar por los fanfarrones del posadero. Así que esperó a la noche con la navaja en la mano, por si al mesonero se le ocurría redondear su negocio. No sufrió visitas incómodas, afortunadamente para los visitantes, que se libraron de conocer esas habilidades que enseñaban en Alpedrete. Ya había caído de noche cuando salió con cuidado, se embozó y se movió por las sombras. Su objetivo real estaba lejos, pero no excesivamente; lo suficiente para que nadie sospechara. Se movió como un gato hasta que llegó frente a una casa de mejor ver que las otras. A su puerta, dormitaba un vigilante. El estragador preparó su navaja y se acercó con los andares de un borracho. El guardia notó el movimiento y fue a decirle que se largara; no llegó a articular palabra porque la hoja le entró por el oído. Después, Fernand lo registró hasta encontrar la llave. Abrió con cuidado y arrastró el cuerpo. Aun así, no pudo evitar que la puerta crujiera. Llegaron voces desde arriba; daba igual, pues no iban a tener tiempo. Colocó el artefacto, prendió la mecha y salió a toda prisa.

Segundos después, la bomba lanzó fósforo por toda la estancia, y la casa quedó convertida en una hoguera. El desertor Serafín González no podría seguir contando los secretos del rey.



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No muy lejos tenía lugar otra conversación. Uno de los interlocutores llevaba las oscuras ropillas de aquellos que no habían abandonado la clásica vestimenta española. El otro lucía las más coloridas propias de la corte francesa; el de negro notó con disgusto que esos colores parecían alquímicos.

—Decidme, señor ¿Quién os envía, y con qué motivo? —dijo el francés.

—Monsieur, espero no incomodaros, pero tengo órdenes terminantes de quiénes me envían de silenciar sus nombres.

—¿Es qué no confiáis en su majestad cristianísima?

—Monsieur, no es cuestión que yo confíe o no, sino quiénes me envían. Si no tuvieran confianza en el rey cristianísimo, yo no estaría aquí. Aquellos a quienes represento jamás podrían albergar ni la más remota duda sobre las cualidades que adornan al rey Luis, que Dios guarde muchos años. Sin embargo, recelan de la larga mano del demonio manifestada en la Inquisición Civil. Sabed que hasta en la corte del rey cristianísimo han logrado introducir a sus sucios confidentes.

—Nada nuevo me decís. Entenderé, pues, que por ahora calléis esos nombres. Pero sí que podréis indicarme el motivo de vuestra visita. Si no lo hacéis, me será imposible comprometer la palabra de mi augusto señor.

—Entiendo vuestra precaución, pero he de deciros que es infundada. No puedo dar nombres, pero sí revelar cuál es el motivo de mi presencia. Será fácil de resumir: los que me enviaron saben de la llegada a París de una embajada de la Sublime Puerta.

—No es ningún secreto. Tampoco, que su majestad cristianísima no ha tomado ninguna resolución respecto a la guerra que os enfrenta con el Turco.

—Cierto es, Monsieur. Pero tampoco es secreto que el demoníaco Lazán y los diablos de su corte han orquestado esta guerra con el objetivo de conseguir el poder que les permitirá destruir el catolicismo. Supongo que sabéis que se está tolerando la herejía en Flandes.

—Lo sabemos, y recordamos el papel que tuvo ese Lazán en la libertad que disfrutan los apóstatas.

—También sabréis que se ha permitido la vuelta de marranos deicidas.

—Desde luego. Aunque nuestras noticias son que solo se ha permitido el retorno de unos pocos artífices.

—Incluso esos serían demasiados, pero lo que no sabéis es que ese émulo de Belcebú, aprovechando de la senectud del rey, intenta convencerle para que firme un decreto que permita el libre retorno de los marranos. Tampoco conoceréis que el hijo de Satanás está presionando al Sumo Pontífice para que desautorice a quienes queremos castigar a los asesinos de Cristo.

—¡El papa jamás lo admitirá!

—Monsieur, no conocéis al diablo. Envía sus exigencias aderezadas en frases melifluas y envueltas en oro. Siento tener que decíroslo, pero la Santa Iglesia es demasiado sensible al aroma dorado.

—Lamentable es, desde luego, pero ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué puede hacer su majestad cristianísima? Es notorio que Su Santidad babea a las faldas de ese marqués que tanto odiáis.

—Así es, Monsieur. Mirad el resultado de esas maquinaciones: de los baluartes de la cristiandad, el rey cristianísimo es el único que no tolera la podredumbre de la herejía en sus estados. Costó diez años de guerra que acabarais con esa pecaminosa facción; justo es que sea el rey Luis quien lidere al catolicismo y la tradición.

—También es mi opinión, pero seguís sin decir qué es lo que queréis.

—Tened paciencia, Monsieur. Tan solo quería comunicaros los motivos de aquellos a quienes represento.

—Y lo habéis hecho. Pero esta conversación no nos está llevando a nada. Aunque sea muy agradable conversar con vos, no dispongo de tanto tiempo como quisiera.

—Lo tendréis para lo que voy a deciros. Perdonad si empiezo por una pregunta ¿No es cierto que el rey Luis está retomando el camino de su abuelo Enrique, y está preparando la guerra con España?

—Eso lo habéis dicho vos.

—Monsieur, no pretendo vuestra respuesta. Mi misión era deciros que, si el rey cristianísimo considerase que es el momento de tomar cumplida venganza por la anterior guerra, este es el menor momento, cuando el demonio Lazán está comprometido en una guerra con los turcos que no está yendo como desea. Dios Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, está castigando las pretensiones de ese diablo, y es el momento de que Francia se uniera a ese castigo.

—Tal vez sí, tal vez no. Aunque no entiendo que pidáis que su majestad cristianísima se una a los turcos.

—Monsieur, a veces es preciso escoger entre dos males. Los turcos son paganos, pero humanos. Lazán es el representante del demonio.

—Puede que tengáis razón. Pero sigo sin entender el motivo de vuestra visita.

—Es sencillo, Monsieur. En España sigue habiendo almas devotas que quieren luchar por la fe.

—Como las que representáis.

—Como las que represento, Monsieur.

—Entiendo que queréis decirnos que esas almas devotas podrían auxiliar a su majestad cristianísima en la lucha por la religión ¿No es así?

—Así es, Monsieur.

—Me alegra que representéis a hombres justos, pero no sé qué pueden o no pueden hacer ¿De qué manera auxiliarían a su majestad cristianísima?

—Monsieur, esos buenos cristianos que me han enviado ni son pocos ni les faltan buenos amigos. Cuando llegue el momento, harán caer al marqués y lo destruirán. Pero, por desgracia, esos piadosos señores también están atenazados por las mañas demoníacas. Necesitan que Lazán sea derrotado, algo que ocurrirá con seguridad con la ayuda del cristianísimo rey Luis.

—Están claras vuestras pretensiones. Queréis que Francia derrote a Lazán para que vuestra facción se haga con el poder. No, no protestéis, que sé lo que es el ansia de mandar. Supongamos que su majestad cristianísima os auxilia ¿Qué obtendría a cambio?

—Obtendrá el liderazgo de los fieles católicos.

—Ese ya lo tiene. Será necesario algo más concreto. Empezando por la devolución de las plazas que Llopís y Lazán le arrebataron.

—Algo lógico, Monsieur.

—Su majestad cristianísima también desea recuperar aquellos territorios de Borgoña que fueron de sus antepasados.

—¿Os referís a…?

—Nos referimos a Valonia, Lorena y el Franco Condado.

—Franceses eran y franceses volverán a ser, Monsieur.

—Su majestad cristianísima no olvida que sus antepasados gobernaron Lombardía y las Dos Sicilias, que les fueron concedidas por el Sumo Pontífice hasta que los traidores aragoneses se las robaron. Recordad además que su majestad cristianísima es rey de Francia y de Navarra. Si queréis su ayuda, como pago deseará el retorno de ese reino que el felón rey Fernando le arrebató.

—Mucho queréis.

—Mucho quieren aquellos de los que no decís su nombre. Podéis decirles lo que les costará.

—Así lo haré, Monsieur.

—Eso espero. Si esos piadosos señores consienten en las justas demandas de su majestad cristianísima, la primavera próxima se unirá a vuestra lucha por la fe.

Al poco, el español dejó el palacio y se dirigió hacia la puerta de Orleans. Seguido por Fernand, alias Tailleur, alias Gauthier.



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Tercera parte: el Rayo de la Guerra

Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. El Rayo de la Guerra. Editorial Tiempos Modernos. Zaragoza, 2003.



La destreza militar

En los capítulos anteriores se ha revisado el efecto que tuvieron en el campo de batalla los avances armamentísticos y técnicos. Como hemos visto, el rápido progreso tecnológico del Resurgir proveyó al ejército español de armas muy superiores a las enemigas, que permitieron que en el segundo combate de Neustadt ochocientos españoles vencieran a una fuerza turca diez veces superior. Sin embargo, los grandes éxitos del Marqués de Lazán, que como mínimo fueron tan asombrosos como los logrados por el Marqués del Puerto en la Gran Guerra, no pueden explicarse solamente por la potencia de las armas, sino que es preciso analizar la operativa española.

El Marqués de Lazán, en su obra «De la guerra», comparaba la operativa militar a un combate de esgrima. Decía que los legos solo ven la fulgurante estocada mortal, pero el ojo advertido aprecia el enfrentamiento en su totalidad. Ve la bondad de la espada, los años de aprendizaje, las maniobras para llevar al oponente a la mejor posición, la profunda estocada, y el giro de muñeca que la hace mortal. De la misma manera, para vencer en la batalla el general requerirá la herramienta, su preparación, las maniobras para lograr una posición favorable, el golpe al adversario, y el remate de la victoria.

Lazán distinguía entre táctica, es decir, las maniobras del combate, la estrategia, la gestión de la guerra, y la operativa, como llamaba al control de los ejércitos. Siguiendo el símil de la esgrima, llamó a su teoría sobre la operativa la «Destreza militar».



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La herramienta

«Hasta al mejor de los soldados le conviene una espada más larga».


Menos mal que la peste villana que había infectado al ejército no se había extendido a la caballería, pensaba el capitán Don Elisendo Gorriti Zumalabe, un lemonarra que se comía los jenízaros crudos. Esos pisaboñigas que se llamaban a sí mismos burgueses no sabían distinguir la cabeza de la cola. Elisendo, como buen hidalgo vizcaíno, se había criado a caballo, subiendo y bajando los montes que salpicaban su tierra.

Cuando fue admitido en el recién estrenado Real Colegio Militar de Burgos, la elección lógica tanto para Elisendo como para los más de los hidalgos fue la caballería, donde podían ejercitar sus habilidades ecuestres. Que resultaron pocas ante las de los profesores de la academia de Valladolid, emparentados con los centauros. Elisendo recordaba a Don Akram, que había empezado su carrera con los jinetes mogataces del marqués de Camarasa, y ahora se dedicaba a torturar a los cadetes que creían que sabían montar.

Además, no todo era equitación y esgrima, que eso se le daba bien, sino que tenían que aprender cálculo, que para qué demontres se necesitaba sumar en una batalla. También querían que memorizase unos cuadernos de táctica propios de herejes, y otros de armamento como si se dedicara a reparar fusiles, que eso era menester de maestros armeros. Como a los profesores ni les iban ni les venían las opiniones de los cadetes, el de Lemona tuvo que dejarse las pestañas estudiando disciplinas ideadas por hombres de dudosa cordura. A Elisendo se le daba bien lo que se le daba, pero lo demás no, así que no quedó muy bien en la promoción, y de ahí el destino que le tocó. Pues los más atractivos, con los húsares o los dragones, se los llevaron los primeracos, y la morralla acabó en la caballería ligera. Elisendo ni eso, que lo mandaron al regimiento de cazadores montados de Rocroi. Bonitas palabras, pero eso de «cazadores montados» significaba que solo tenían los caballos para pasearse pues, cuando tocara batir el cobre, tenían que hacerlo a pie como los pisahormigas, y no a la carga, como Dios manda.

Si mal había empezado, peor fue conocer su destino. Mal lugar para estacionar un regimiento, pensó Elisendo cuando llegó a su destino, Tudela, pues los secarrales que rodeaban la pequeña ciudad resultaban extraños para un vasco criado entre montañas verdes. Menos le gustó ver a los mastuerzos que le habían caído en la sección, que daba pena verlos montados a caballo. Más brutos parecían los de arriba que los de abajo.

Pero el oficial no era tonto del todo. Ya en Valladolid había tirado con los Entrerríos y daba qué pensar como convertían los blancos en coladores. Más aun cuando recibieron en el regimiento los fusiles de pólvora rayo. Incluso los ceporros de su compañía metían cuatro tiros de cada cinco en la diana, y Elisendo temblaba pensando en lo que pudieran hacer si ese blanco era tan grande como un tipo a caballo. Poco a poco se fue aficionando a aplastar hormiguitas, y acabó viendo a los nobles de la caballería como una panda de ilusos, y a los infantes como unos tontos que hacían lo mismo que él, pero dejándose el bofe en los caminos. Que si tocaban maniobras en Alagón o en Calahorra mejor se iba a lomo que chupando polvo. Tanto le gustó que, cuando ascendió —por antigüedad, que otros méritos más bien pocos— prefirió seguir con los cazadores.

Elisendo había visto los cuernos del toro, como decían los veteranos, en un par de rotaciones en Melilla, cuando tocó enseñar modales a una harka respondona. No fue ningún hecho épico, pero nada como tener enfrente a un tipo que te quiere dejar sin huevos para saber cómo es la milicia en realidad. Luego, vuelta a la guarnición, a pavonearse por las calles tudelanas y a dejarse querer por lindas señoritas. Hasta que a ese pesado de Lazán se le ocurrió irse de juerga a los Balcanes.

La compañía marchó por la carretera real hasta el Grao de Sagunto, donde embarcó en el transporte artillado Santa Florentina, un barco que no parecía del todo mal ni a un lemonarra. Era de dimensiones más que generosas, capaz de admitir a la compañía entera de bestias bípedas y cuadrúpedas. También embarcaron los cañoncitos del ocho con sus artilleros a caballo, amén de municiones, comida de viaje, ropas y todos esos enseres que no vienen nada mal cuando se trata de dormir al raso y apiolar paganos.



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