Un soldado de cuatro siglos

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Azul y gris

En el día de Nuestra Señora del Carmen, decimosexto del mes de julio del Año de Nuestro Señor de 1681.


—Ja hem arribat al feliç canal. Ara, a fica el dit al full als culs negres.

—Disculpe, excelencia, pero no le he entendido.

—Perdona, noi, pero es que el català em surt del alma. Decía que a esos culs negres se lo vamos a poner vermell.

El oficial se resignó a no entender lo que decía el contralmirante Don Joan Pallejá. Algún defecto tenía que tener ese hombre, y no los había ni como marino, ni como guerrero. Como no todo se puede tener, aun llevaba las escamas en los pies de un pescador de Cambrils, origen que se le notaba en cuanto abría la boca. Al menos, le había llamado «noi», muchacho, y no «nen», como tenía por costumbre. No es que el contralmirante fuera un anciano, que por las justas pasaba los cuarenta, pero el capitán de corbeta Nicolás Cardona era de facciones tan finas que, de no ser por el uniforme, más de uno lo hubiera confundido con un alférez recién salido del cascarón.

La verdad era que pocos llegaban a capitanes de corbeta a esa edad. No era mala recomendación ser hijo de Don Nicolás Cardona, el comandante de la Flota de la Mar Océana cuando la conquista de Salé, y actual presidente de la Junta de Marina. Su padre, el almirante, antes se hubiera cortado la mano que favorecer a un familiar, pero su hijo, también de nombre Nicolás, había visto cómo se le abrían las puertas desde que entró en la escuela de Guardiamarinas; aunque no se hubiera beneficiado de favoritismos, la pléyade de sádicos que infestaba las academias prefería no molestar al vástago del jefe. Tras su egreso había servido en el navío Firme y, después, de segundo en la corbeta Veloz; pero los entorchados los había ganado en un barco que, como todo primer mando, nunca podría olvidar, aunque ahora descansara en el fondo del estuario del Támesis. El cañonero de vapor Martín de Aranda había sido el único perdido en la gran victoria conseguida frente a Shoebury. No por causa de su comandante, como había dictaminado el consejo de guerra, sino por un tiro de mala suerte que rompió la chumacera de la rueda de babor. El eje roto hizo los destrozos que no pudo la bala, y el Aranda acabó teniendo que ser hundido. Pero a cambio del fatal cañonazo, el cañonero de Cardona había destrozado el timón del galeón Royal London, un monstruo de ochenta cañones y que desplazaba diez veces más, y que al quedar sin gobierno tuvo que arriar sus colores. De ahí que el consejo de guerra no solo hubiera exonerado a Cardona, sino que lo felicitó. Así que el teniente de navío Cardona, ahora capitán de corbeta, estuvo entre los oficiales cuyas carreras recibieron un buen empujón con la victoria.

Cardona hubiera esperado un descanso, pero nada más llegar a Amberes se recibió un mensaje reclamando urgentemente la flota al Mediterráneo: los turcos habían empezado la guerra antes de lo esperado, y el marqués de Lazán quería que lo mejor de la Armada para combatir a los turcos. Incluyendo al almirante Don Isidro de Atondo, al que ya se le conocía como «el Afortunado» y digno sucesor de Don Pedro Llopís. Atondo había aprendido a navegar y guerrear con el marqués del Puerto y, como él, nunca había perdido un combate. Al aniquilar en el Támesis a la flota inglesa, su fama se había acrecentado de tal manera que el anciano rey Felipe IV había requerido su presencia para imponerle personalmente el Toisón de Oro. Sin embargo, el devenir del conflicto con los turcos iba a hacer esperar al rey emperador.

Don Isidro de Atondo había sido siempre un inconformista, como había demostrado en Dunkerque, cuando prefirió llevar solo fragatas para derrotar a una flota siete veces mayor. No le bastó, y en el Támesis empleó su escuadra de navíos y fragatas para encelar a la flota inglesa, como el matador que agita la muleta, mientras le clavaba un estoque revolucionario: sus barcos de vapor. Al ser llamado al Mediterráneo, se llevó las unidades que más eran de su gusto: dejó que los pesados navíos mantuvieran el bloqueo de Inglaterra, y puso rumbo a Gibraltar acompañado de rápidas fragatas y sus vapores. Con ellos se llevó a uno de los artífices de la victoria, el recién ascendido contralmirante Pallejá. También, al alumno aventajado que había derrotado al Royal London.



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El que acabaría siendo llamado Carmelo no había nacido para la guerra, sino como polacra destinada al comercio, con unas formas más panzudas que las de los rasadores del océano, ya que cambiaba un ápice de velocidad por la rentabilidad. Pero un buen día, o malo a decir de ciertas lenguas, el ingeniero Don Juan Sanz de Elorduy, el cuarto de la ilustre saga de constructores navales, eligió ese fuerte casco para hacer un ensayo. La Armada estaba entusiasmada con el vapor, y se estaba proveyendo de pequeñas embarcaciones que no dependían del viento; pero Sanz de Elorduy pensaba que pronto querría tenerlo en buques de gran porte, y prefería probarlo en algún cascarón barato pero que pudiera dar algún servicio.

Así fue que el casco número trescientos quince pasó al muelle de armamento; todavía no había recibido nombre, pues si lo adquiría, la Armada querría ser quien lo bautizara, y así se evitarían las toneladas de mal fario que conllevaban los rebautizos. No por ello los carpinteros expertos dejaron de santiguarse, igual que en su día habían hecho ante la ya veterana Victoria. Pues en la panza del trescientos quince se instalaron dos grandes calderas conectadas a la máquina que debía mover un eje situado, pecado de los pecados, poco por encima de la flotación. Que unos engranajes intentaran sellarlo no engañaba a los veteranos, que sabían que el mar siempre encontraría una manera de colarse. No satisfechos aun, los ingenieros le colocaron dos antiestéticas ruedas que hubieran tenido un pasar en una noria, pero que mancillaban el costado del buque; al menos, le clavaron unas planchas que aspiraban a esconder el horror.

Los refuerzos de la tablazón y la fuerte cubierta que le endosaron denotaban que el trescientos quince no iba a ser un barco de paseo. Luego se plantaron los palos, pero no los que mereciera una embarcación de tal porte, sino unas miniaturas esmirriadas más propias de carbonero. Poco importó, pues el trescientos quince, ahora apodado el dislate, hizo sus pruebas en la bahía de Santander, echando nubes de mefítico humo negro por dos altas chimeneas que estaban situadas lado a lado, como hermanas de negra alma.

Dios los cría y ellos se juntan. Los ingenieros que habían concebido tal abominación se reunieron con un marino poco temeroso de Dios que, en lugar de cruzar los dedos y escupir, felicitó a los artífices de tan horripilante insensatez. La Armada adquirió al trescientos quince como cañonero y lo bautizó con el nombre de Don Carmelo Vergara, el valiente almirante que, a pesar de ofrendar su vida en la batalla del Támesis, fue recompensado con la ignominia de que un adefesio ostentase su nombre. Por entonces ya había llegado el que iba a ser comandante de la nueva unidad, el capitán Cardona.

La tensión en el Mediterráneo había acelerado las obras, y el Carmelo —pues Almirante Vergara solo sería llamado en los libros oficiales— recibió dos potentes cañones del catorce que podían moverse a cada banda, y otros cuatro más pequeños del diez. Estando a punto de zarpar se cometió la última profanación, al montarle cuatro engendros que parecían espingardas dobles. Algunos más se almacenaron en la bodega, destinados a desgraciadas embarcaciones que no sabían qué se les venía encima.



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El Carmelo fue terminado a tiempo para partir hacia Cádiz, donde el marqués de Atondo estaba reuniendo su escuadra. Hizo la travesía parte a vela y parte a vapor, no solo para buscar defectos —los pocos que se hallaron pudieron ser corregidos por los obreros del arsenal que habían embarcado para el viaje inaugural— sino para familiarizar a la dotación con las características de un barco tan novedoso. El cañonero se portó, y logró una media de nueve nudos, llegando a Cádiz a tiempo de incorporarse a la flota.

Allí atrajo más atención que los mastodontes de la flota de la Mar Océana. Los curiosos más sensatos menearon la cabeza intentando apartar de su mente la visión. Pero había locos, como el marqués de Atondo, al que el Carmelo le entró por el ojo derecho. También gustó a otro reputado heresiarca, al capitán de navío Pallejá, que estando en puerto recibió el ascenso a contralmirante. No sorprendió a nadie que un marino que había basado su carrera en descarríos más o menos flotantes, escogiera al cañonero como insignia de su división. Así que el flamante comandante Cardona se convirtió en el flamante capitán de bandera del flamante contralmirante Pallejá, a bordo del cañonero Almirante Vergara, alias el Carmelo, supuestamente flamante pero con ese toque de hollín característico de los nuevos tiempos. El ataque turco no dio mucho tiempo para maniobras, pero los marinos de Atondo y de Pallejá tenían experiencia en navegar y combatir juntos, y a Cardona tampoco le costó integrarse. Mejor, porque no llevaba la escuadra en Cádiz ni una semana cuando aparejó hacia el Adriático.

Las noticias no eran buenas. Tras el revés sufrido por el capitán Martínez de Liendo, Ochoa de Bolívar había conseguido forzar el paso por el Adriático, pero a costa de perder un gran navío. Los ataques se habían repetido, y quince días los turcos acabaron con dos corbetas y dos jabeques, y varios más sufrieron daños; que les hubiera costado caro era incidental, porque los otomanos estaban empleando barcos de «usar y tirar», tan baratos que podían ser construidos en gran número, y la suerte de los galeotes tampoco parecía preocuparles mucho.

La escuadra que partió de Cádiz poco hubiera gustado a muchos marinos, ya que prescindía de los navíos, y solo contaba con fragatas —cuatro pesadas y seis ligeras—, una decena de buques de apoyo —la mitad, cargados del crucial carbón—, algunos jabeques, y la división de vapor del contralmirante Pallejá, que incluía al Carmelo, cuatro cañoneros, tres marrajeros y dos remolcadores armados. Los vapores, que navegaron a vela con sus pequeños aparejos, supusieron tal rémora que la navegación por el Mediterráneo se eternizó. No ayudaron tampoco las encalmadas que encontraron entre las Baleares y Cerdeña, y la llegada a Tarento se demoró dos eternas semanas.



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En Tarento el tiempo tampoco ayudó. Las temperaturas subieron hasta ser agobiantes, sin que se moviera ni una hoja. La mar estaba plana como un espejo, y el almirante Atondo, frenético cual fiera enjaulada. El maldito Mediterráneo, que lo mismo parecía estanque de palacio que saludaba a los incautos con terribles tormentas. Una mínima brisa permitió a la escuadra salir del puerto, pero dos días después aun estaba en el golfo de Tarento dando bordadas para intentar ganar metros, que no millas. El almirante temblaba por los barcos que en el Adriático pudieran quedar a merced de las galeras turcas y, aunque no le gustaba dividir sus fuerzas, decidió enviar por delante a los barcos de vapor, acompañados de dos urcas cargadas de carbón atoadas por los remolcadores.

Los barcos de Pallejá aprovecharon sus calderas para doblar el cabo de Leuca. Que era un año de tiempo loco los marinos lo pudieron comprobar cuando al acercarse a Brindisi empezó a soplar un desagradable bora que les hizo tiritar aun siendo verano. Sin embargo, fue en esas circunstancias en las que el vapor reveló su poder, y a pesar del viento contrario, la flotilla entró en puerto sin dificultad. Allí hizo aguada y rellenó las carboneras. También recibió las nuevas que, para variar, buenas no eran. De la escuadra de Atondo no se sabía nada; probablemente estaba luchando con el viento en algún lugar del mar Jónico. En el norte, el ejército del marqués de Lazán se peleaba con los temporales en los Alpes. En Otranto, las galeras turcas eran cada vez más activas, y ni los pescadores se atrevían a hacerse a la mar.

Sin embargo, Pallejá no pareció preocuparse, sino al contrario, y a la mañana siguiente salió al mar con el Carmelo y tres cañoneros, adoptando rumbo este. Cuando aun no estaban a la vista de la otra orilla, el contralmirante ordenó apagar las calderas y emplear tan solo el viento. Al no ser los mejores barcos de vela, la flotilla fue derivando hacia el sureste, intentando recuperarse con bordadas mal dadas… bajo los ojos de los centinelas otomanos del lado oriental del estrecho.



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Las condiciones de viento y mar eran las mismas que habían hecho sufrir a Martínez de Liendo, y Pallejá no pensaba dejarse sorprender durante la noche. En cuanto oscureció, sus cuatro buques pusieron proa al sur, para alejarse de esas peligrosas aguas, mientras emprendían la tediosa tarea de encender las calderas hasta conseguir presión. Largo proceso que llevó cuatro horas. Ya con fuerza en sus cilindros, la flotilla invirtió el rumbo, aunque con los fuegos al mínimo para no echar chispas, y manteniendo la cohesión con linternas sordas. De madrugada pudieron verse dos fanales; parecía que los invitados no iban a faltar a la cita.

Cuando apenas empezaba a aclararse el cielo se tocó zafarrancho de combate, temiendo lo que pudieran haber ocultado las sombras. Al momento se escuchó el grito de un serviola.

—¡Velas a la vista! ¡Al Este Noroeste!

Tanto Cardona como Pallejá ascendieron al palo mayor, el primero con el ansia de la juventud, el segundo con la habilidad que da una vida en el mar. Al llegar a la cruceta desplegaron sus catalejos.

—Sis galeres, noi. Ens afartem com un lladre.

Sin entender ni una palabra, que tampoco falta hacía, el comandante descendió y ordenó preparar las armas— ¡Don Félix! —dijo a Don Félix de Lena, el primer teniente— ¡Aumente la presión de las máquinas! ¡Don Eduardo! —mandó al teniente segundo Don Eduardo Castell, que dirigía la artillería— ¡Bombas de explosión para los de catorce y de metralla para los de diez! ¡Cubra los ametralladores!

El contralmirante ordenó rumbo noroeste para pasar ante la proa de las galeras. Se expondría a su tiro —lo mínimo— pero así impediría que luego los turcos se auxiliaran con el viento. Siguiendo las instrucciones del contralmirante, fueron dejando que las galeras se acercaran, hasta que la que iba en cabeza —por lo adornada, la capitana— hizo un disparo; la bala, tras rebotar, se hundió junto a la popa del Carmelo.

—Aguanta, noi. Deixarem que s'entretinguin y tiren el bofe.

Las galeras turcas siguieron disparando; por fortuna, la mar picada hacía que los disparos se perdiesen. Hasta que Pallejá se dio por satisfecho.

—¡Ahara hi són a la quinta forca!

Siguiendo las señales del Carmelo, la flotilla aumentó su andar y tras separarse de sus seguidores, cayó al oeste suroeste. Los barcos turcos intentaron seguirlos, pero la flotilla viró aun más hasta adoptar rumbo sur, desfilando por el costado de las galeras a apenas trescientos metros de distancia.

—Don Nicolau, seria bo que els tirés una mica de metralla.

Los cañones del diez dispararon, apuntando a la popa de las galeras. El primer disparo levantó surtidores tras la capitana. El segundo, solo unos pocos por detrás: aunque el disparo fuera alto, parte de las bolas de metal habían alcanzado el castillo. Entonces se escuchó, por primera vez en la Historia, el tac tac tac que en lo sucesivo dominaría los campos de batalla: más surtidores se elevaron alrededor de la capitana cuando los dos ametralladores de babor dispararon contra la galera. El efecto fue demoledor: los maderos volaron por los aires, y los hombres eran arrojados en pedazos al mar por los pesados proyectiles. El Carmelo suspendió el fuego cuando sobrepasó a la nave turca, pero fueron entonces los otros cañoneros los que, en sucesión, la convirtieron en una ruina. Tras apenas un minuto cesó el combate. Pero solo provisionalmente.

Mientras las galeras turcas intentaban virar a estribor para seguir a los españoles —excepto su capitana, que estaba sin gobierno—, los cuatro barcos de Pallejá invirtieron de nuevo el rumbo. Los otomanos quisieron apuntarles, pero inútilmente: otra vez, los barcos hispanos desfilaron a toda velocidad junto al costado, pero esta vez a apenas doscientos metros. Esta vez dispararon los cañones del catorce del Carmelo; de nuevo, uno falló, pero el otro atravesó una galera; por donde la alcanzó, el agujero no llegaba al palmo, pero al otro lado las maderas salieron despedidas. Mientras, los ametralladores tomaron como objetivo los cañones que en la proa llevaban los turcos. En una galera se produjo una gran llamarada, y la embarcación empezó a arder como una tea. Los turcos se lanzaron al agua, pero hasta los españoles llegaron los gritos de los remeros que se quemaban.

—Don Nicolau, farà un favor a aquests pobres si els ultima.

El Carmelo disminuyó su andar para permitir que su artillería desfondara la desgraciada embarcación. Momento que aprovechó otra galera para intentar apuntar sus cañones de proa, pero cuando los artilleros aun no habían conseguido apuntar sus piezas, recibieron una veintena de proyectiles de un cañón ametrallador.

Por entonces, la flotilla turca era una ruina. La galera incendiada ya estaba bajo las aguas, otras cuatro estaban arruinadas, y la capitana empezaba a hundirse. En ella se arrió el pabellón, y las galeras supervivientes lo interpretaron como señal de rendición.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica

El tercer combate de Otranto

El tercer combate de Otranto fue la primera vez en la Historia en la que una flotilla movida exclusivamente a vapor derrotó a otra movida a remo y vela. En el enfrentamiento, que se produjo el diecisiete de julio de 1681, cuatro cañoneros españoles hundieron dos galeras turcas y capturaron otras cuatro sin sufrir bajas.

Antecedentes

Previamente al comienzo de la guerra de la Santa Alianza, la marina turca se había equipado con buen número de galeras que armaron con el estilo de las cañoneras españolas, con cañones pesados montados a crujía que disparaban por la proa. También construyeron galeazas de diseño mejorado, y galeotas que convirtieron en brulotes. Al poder operar con independencia del viento, consiguieron sorprender a una flotilla española en el primer combate de Otranto, y hundir al navío Montañés en el segundo.

El estrecho de Otranto tenía importancia crucial ya que era la principal vía para enviar refuerzos y suministros a los Balcanes. El revés del primer combate de Otranto obligó a que el ejército del marqués de Lazán tuviera que emprender una larga marcha desde Génova hasta las cercanías de Viena; sin embargo, era una ruta demasiado larga para los trenes de suministro.

En el segundo combate de Otranto, la flota del Mediterráneo protegió el paso de un gran convoy. Sin embargo, durante su vuelta el navío Montañés fue destruido por brulotes a remo. Otras cuatro unidades menores se perdieron en pocos días, mostrando el riesgo que corrían los barcos ligeros que transitaban por esas aguas ante las embarcaciones turcas que operaban desde la costa albanesa.

En España se estaba preparando un nuevo convoy que iba a llevar el II cuerpo de ejército mandado por el general Don Pablo Espínola Doria, nieto del famoso general Don Ambrosio Espínola. Para protegerlo, la flota del Mediterráneo se reforzó con un destacamento de la flota de Flandes. La agrupación iba a ser dirigida por el marqués de Atondo, que acababa de derrotar a la flota inglesa en el Támesis, y que había sustituido al almirante Ochoa de Bolívar. Los buques de la flota de Flandes se adelantaron para limpiar el estrecho de Otranto, pero los fuertes vientos les impidieron acceder al canal. Atondo envió a su división de barcos de vapor dirigida por el contralmirante Pallejá, que se había distinguido en Salé y en el Támesis.

La batalla

La división de Pallejá llegó a Brindisi el catorce de julio, gracias a que la propulsión a vapor le permitió navegar contra el fuerte viento del nordeste. Allí supo que las galeras turcas solían refugiarse en la bahía de Valona, donde no solo estaban protegidas, sino que estaban fuera de las vistas de las patrullas navales españolas. Desde allí atacaban a los barcos que detectaban los vigías, preferiblemente por la noche y a favor del viento. Ya que soplaba del nordeste y favorecía los planes otomanos, Pallejá decidió atraer a sus enemigos a una trampa.

El contralmirante salió con el cañonero pesado Almirante Vergara, su buque insignia (en realidad, una pequeña fragata de ruedas) y tres pequeños cañoneros de clase Munguía. Pallejá supuso, con razón, que los turcos no sabrían identificarlos como barcos de vapor, y navegó inicialmente a vela, simulando ser un pequeño convoy que se encontraba en dificultades por los fuertes vientos contrarios. No queriendo ser sorprendido de noche, en cuanto oscureció sus buques encendieron sus máquinas y navegaron hacia el noroeste.

Como había supuesto Pallejá, durante la noche salieron de Valona seis galeras al mando del renegado Hussein Mezzomorto. Sin embargo, la maniobra de Pallejá impidió que los turcos lo encontraran. Por el contrario, un vigía español avistó el farol de una galera turca, y los barcos españoles se situaron a barlovento de los otomanos. A la mañana siguiente, Mezzomorto descubrió a los barcos españoles e intentó darles caza; Pallejá se retiró hacia el viento, impidiendo que las galeras empleasen su velamen e imponiendo un duro esfuerzo a los remeros. Los barcos de Pallejá mantenían un andar medio, para permitir a los turcos acercarse; cuando la distancia disminuyó a seiscientos metros, la flotilla española viró y, navegando ahora a toda máquina, describió una espiral alrededor de los barcos enemigos, aprovechando que las largas galeras maniobraban mal bajo el fuego, impidiendo a los turcos apuntar los cañones pesados que tenían en proa. Los cañoneros dispararon con proyectiles de metralla y con sus cañones ametralladores Beleti, que acababan de serles instalados, destrozando las cubiertas turcas. Una galera se incendió; que los turcos no liberaran a los forzados (que eran cautivos cristianos) sería un paso más en el encarnizamiento de la guerra.

Tras dos pasadas de los barcos españoles, los turcos estaban reducidos a la impotencia. La capitana turca se estaba yendo a pique, y cuando a Mezzomorte le arrancó la cabeza un proyectil (probablemente de cañón ametrallador), los turcos supervivientes arriaron el pabellón. Las otras cuatro galeras se rindieron a su vez. El combate había costado a los turcos seis galeras, setecientos cincuenta hombres (la mitad, heridos o muertos en el combate, el resto capturados) y la liberación de ochocientos forzados. Los barcos españoles solo fueron alcanzados por una decena de arcabuzazos y algunas flechas, y no sufrieron ni daños ni bajas.

La muerte de los forzados de una galera tuvo consecuencias funestas para los turcos capturados. Los españoles pudieron ver en las rendidas que las cadenas de los forzados estaban dispuestas de tal manera que no se pudiera soltar a los presos; incluso encontraron hachas y pies amputados que denotaban que, para sacar a un galeote, había que cortar o los pernos, o las extremidades. Considerando que tal práctica era opuesta a las costumbres del mar y de la guerra, los oficiales supervivientes y los comitres de las galeras fueron condenados a muerte y ejecutados en la horca, y los soldados y marinos, sometidos a la esclavitud. El embajador español en París entregó una carta destinada al legado turco en el que se decía que, en lo sucesivo, se castigaría severamente a los culpables de tales crímenes.

Consecuencias

Aunque la destrucción de la escuadra de Mezzomorte no acabó con la amenaza turca en el canal de Otranto, causó tal impresión que en lo sucesivo bastó que se avistara un buque de vapor para que los otomanos se refugiaran en puerto. Tras el combate de Durres de cinco días después, las escuadras otomanas evitaron adentrarse en el mar, dejando expedito el paso a los barcos españoles. A partir de entonces, las galeras turcas solo supusieron un riesgo para los buques que se acercaran demasiado a la costa albanesa.

La victoria de Pallejá mostró las ventajas que conllevaba el vapor en la guerra naval, al hacer independientes a los barcos del viento. Aunque, en realidad, el desplazamiento de los barcos españoles era similar al de los turcos (cuatrocientas sesenta toneladas el Almirante Vergara, y doscientos quince cada uno de los otros tres), la victoria había sido tan aplastante que quedó demostrada la absoluta superioridad del vapor. Don Nicolás de Cardona, presidente de la Junta de Marina, ordenó que se detuvieran las obras de las unidades que estuvieran en construcción, incluso las a punto de ser finalizadas, salvo las destinadas a Ultramar. Tras los buenos resultados del cañonero Almirante Vergara y de la fragata Prueba, ordenó la conversión al vapor de todos los barcos en obras y, en los que no fuera factible, su venta (la Compañía del Carmen adquirió varios) o desguace. También solicitó que se estudiara la manera de convertir las unidades más modernas al vapor.



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Toca dibujito, se siente.

Cañonero de vapor Almirante Vergara
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Tras la victoria, la flotilla española condujo a Brindisi a las galeras capturadas. Los forzados cristianos volvieron a tomar los remos, pero esta vez sin cadenas, que fueron cortadas por el herrero del Carmelo. Luego cruzaron el canal, aunque a ritmo desesperante para Pallejá. La velocidad disminuyó aun más cuando un cañonero sufrió una avería y tuvo que moverse a vela.

— Escolta, noi, a aquest ritme de cargol quan tornem a la mar els turcs estaran tots a la falda de les mares.

Cardona asintió, pues esta vez había entendido más o menos lo que le decía el contralmirante.

— Com que el Carmel és l'únic que té pedres negres per anar i tornar a Brindisi, vull que vagis i recorris la costa, a veure què pots pescar.
Esta vez le costó algo más comprenderle.

—A sus órdenes, excelencia.

—Jo passaré al Leiva, que aquesta barqueta navega bé. Tu segueix amb el Carmelo i repassa la costa. Si enganxes alguna cosa, li dónes per l'ullet, però no arrisquis el vaixell.

—Como desee, excelencia.

—¡Deixa't d'excel·lències i altres ximpleries, que si t'escolten els meus amics de Cambrils estaran rient fins al dia del Judici Final!

Cardona asintió, y dio órdenes a su segundo. Al momento se hicieron señales al Leiva. Tras disminuir el andar, el contralmirante saltó al bote con agilidad de grumete, y pasó al pequeño cañonero. Tras recuperar el bote, el Carmelo indicó con señales que iba a emprender la comisión. Los banderines del Leiva flamearon. Cardona sonrió: era el tradicional saludo del corsario: «buena suerte, y buena caza».



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El Carmelo siguió hacia el noroeste, a suficiente distancia de la costa como para no ser observado. Pallejá le había dado manos libres, y Cardona pensó que, si se veía la humareda cerca de la costa, solo conseguiría espantar posibles presas. Pasó la noche en mar abierto —nada de sorpresas— y a la amanecida, ya a la altura de Kotor, disminuyó la máquina al mínimo, ordenando a los fogoneros que evitaran en lo posible emitir humo; por ahora, solo quería conservar algo de presión de vapor. Tras izar las velas, el cañonero adoptó un rumbo paralelo a la costa.

Cardona desesperaba de encontrar nada cuando, ya pasado Durres, el vigía advirtió unas siluetas bajas junto a la costa.

—¡Ah de cubierta! ¡Tres galeras al este, rumbo sur!

El segundo subió a la cofa y confirmó el avistamiento. Cardona ordenó dar potencia a la máquina y arrumbar hacia los barcos avistados. Sin embargo, desde las galeras también advirtieron el humo del Carmelo.

—Están virando hacia el norte —dijo el teniente Castells.

—Ya veo. Querrán navegar contra el viento y acogerse a Durres. Me temo que las noticias de la pelea del otro día han corrido más de la cuenta. Bueno, si escapan, mejor que mejor. Vamos a darles caza y, como diría el contralmirante, les pondremos el cul* a caldo.

El Carmelo puso proa al noroeste para interceptar a las galeras. Se vio obligado a recoger el trapo, pero la máquina le permitió moverse a siete nudos. Demasiado para las galeras, cuyo ritmo decayó tras algunos minutos de boga forzada. Consiguieron doblar el cabo Lajit, pero después tuvieron que mantenerse lejos de la costa, pues el sur de la amplia bahía de Durres tenía durmientes peligrosas. El Carmelo acortó distancias, y en las galeras chasquearon los látigos, pues estaban a solo una hora de la seguridad.

—Segundo, abra fuego en cuanto sea posible. Intente ofender solo sus popas.

Cuando la distancia era de ochocientos pasos abrió fuego un cañón del diez, pero sus proyectiles se perdieron.

—Me da pena por los galeotes, pero si no hacemos algo los turcos se escaparán. Mejor que caigan algunos a que sigan como esclavos ¡Granadas de metralla!

Al tercer disparo, la espuma levantada mostró que la galera que iba en cabeza había recibido una ración de hierro. Se vio que algunos remos bailaban, y que la boga perdía el ritmo.

—Buen tiro. Haga lo mismo con las otras.

Siendo la distancia menor, antes de que los cañones volvieran a disparar empezó a escucharse el tac tac tac de los cañones ametralladores de estribor. Esta vez fue la galera más retrasada el objetivo. Además de los proyectiles, recibió la rociada de otra granada de metralla. Entonces las tres galeras, al unísono, pusieron proa a tierra.

—¡Qué cabritos! ¡Prefieren irse a las piedras a rendirse! —entonces Cardona ordenó disminuir el andar; no tenía sentido arriesgarse con los escollos. Al mismo tiempo, las tres galeras seguían bogando hacia la orilla; desde el Carmelo vieron con horror como la de cabeza se detenía en seco y empezaba a hundirse.

—Han encallado, mi comandante.

—Ya veo. Mire, deben estar yéndose a pique porque han echado el bote ¡Hijos de la gran puta, están dejando que se ahoguen los galeotes! Castell, dirija la artillería contra esas barcas.

Los cañones del catorce dispararon granadas de metralla que barrieron los botes. Por entonces, las otras dos galeras también habían embarrancado.

—¡Están saltando a tierra! ¡Castell, que la artillería aleje a los turcos! Aliste un bote a ver si puede hacerse algo.

La artillería del Carmelo tiró contra los otomanos que intentaban salvarse; luego fueron los cañones ametralladores. Por desgracia, nada pudo hacerse por los cautivos, ni por los de la galera encallada —que zozobró en segundos— ni por los de tierra, ya que en la costa se estaban reuniendo infantes turcos con arcabuces que hacían demasiado peligroso acercarse más. A pesar de los estragos de la metralla, los turcos consiguieron obligar a los forzados a desembarcar. Con impotencia, desde el Carmelo vieron a las cuerdas de presos alejarse de la playa.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica

El bombardeo de Valona

La batalla de Valona, librada el doce de agosto de 1681, fue al mismo tiempo uno de los primeros enfrentamientos de la era del vapor y de los últimos de la marina a remo.

Antecedentes

Los combates de Otranto y de Durres habían alejado temporalmente a los otomanos del Canal de Otranto. Sin embargo, la flota turca seguía suponiendo una amenaza, ya que en Valona y en Preveza estaban basadas potentes escuadras que ponían en peligro el paso de barcos españoles. La escuadra más peligrosa era la de Valona, ciudad situada en la costa este de la parte más angosta del canal.

La ciudad de Valona había sido un enclave otomano desde dos siglos antes y, contrariamente a las ciudades venecianas, sus fortificaciones eran débiles. La bahía en la que estaba tampoco tenía defensas modernas, ya que los pasos existentes (al este y al sur de la isla de Sazán) eran demasiado amplios y no podían ser cerrados por la artillería. Aun así, la presencia de una escuadra de galeras (muchas, convertidas en cañoneras o en brulotes) hacía muy peligroso penetrar en sus aguas confinadas. Además, se habían instalado baterías costeras que protegían a la flota, y en Valona una flotilla otomana de cuatro navíos de dos puentes y cinco galeazas estaba preparada para acabar con los barcos averiados. En caso necesario, las galeras turcas podían resguardarse en la laguna costera de Limanit, al fondo de la bahía, que también estaba protegida por cañones.

Tras el tercer combate de Otranto y el de Durres, la marina turca había comprendido el riesgo que suponían los barcos españoles de vapor, y evitaba hacerse al mar si se avistaban. La retirada otomana dejó expedito el paso por el Adriático, ruta estratégica para los hispanos. Sin embargo, la mera presencia de barcos turcos obligaba a mantener una potente escuadra en Apulia, que era necesaria en otros lugares, y obligaba a mantener el engorroso sistema de los convoyes. El almirante Atondo decidió destruir a la flota enemiga, en parte liberar a sus barcos, pero también por efecto moral que tendría la victoria.

La batalla

La bahía de Valona era un objetivo difícil. Al menos, era de aguas profundas y no había riesgo de encontrar durmientes; pero al estar rodeada de montañas, los vientos eran cambiantes; además, durante buena parte de la primavera y el verano habían estado soplando vientos del norte (el bora) que podían hacer muy difícil la salida. Por otra parte, los turcos se habían esforzado en mejorar sus defensas. Habían emplazado decenas de cañones en la península de Caraburún y en la isla de Sazán; aunque no podían cerrar el paso, hacían que acercarse a la costa fuera peligroso. También habían levantado en Valona baterías de costa protegidas por terraplenes, y habían reforzado la guarnición para contrarrestar posibles desembarcos. Además, el pachá Kapudán, que mandaba la escuadra allí basada, había anclado sus navíos junto a la costa, reforzando sus costados con sacos de arena, y desembarcado los cañones de la banda de tierra para armar más baterías. Disponía de una veintena de galeotas convertidas en brulotes (algunos, incendiarios, otros con potentes cargas explosivas) y las galeazas estaban preparadas para acabar con los barcos enemigos averiados.

Mientras, la escuadra de Atondo había conseguido llegar a Brindisi. Era muy potente: tres navíos (el Victorioso de tres puentes, en el que embarcó Atondo, más los Neptuno y Valiente de dos, ambos convertidos para llevar artillería moderna), diez fragatas (cuatro, pesadas), seis corbetas, y una división de vapor formada por el cañonero pesado Almirante Vergara (contralmirante Pallejá), dos cañoneros, dos marrajeros y cuatro remolcadores.

Para el almirante español, el principal problema era el viento, pero pensaba solventarlo con sus buques de vapor, que darían movilidad a los navíos de vela. La flota partió el once de agosto, citándose frente a la isla de Sazán. Allí, los vapores tomaron a remolque a los navíos y fragatas, que anclaron frente a Valona.

El peligro que suponía el viento se manifestó cuando de manera inesperada empezó a soplar el Bora. Las anclas del navío Valiente garrearon y el barco fue arrastrado hacia las baterías de la costa, que se cebaron en el buque, que había quedado cruzado y no podía responder con sus cañones; sin embargo, el remolcador Santa Orosia consiguió sacarlo de la zona de peligro. Mientras, el resto de la flota abrió fuego. Según el barón Von Peltz, de la marina austríaca, que había embarcado en el Príncipe de Asturias:

«Los navíos españoles dispararon con tal furia que superaban al mismísimo Vesubio. Empleaban bombas que estallaban en las embarcaciones turcas a un ritmo aterrador: según mi cronómetro Otamendi, se producía una explosión cada dos segundos».

En pocos minutos la escuadra otomana fue aniquilada: dos navíos zozobraron, y otro se incendió y posteriormente reventó. Las galeazas fueron destrozadas por los proyectiles explosivos. Después, la flota de Atondo dirigió su fuego hacia las baterías, las demás embarcaciones (sobre todo galeras, unas a flote y otras varadas) y, finalmente, contra el puerto y las murallas de la ciudad. Tras extender la destrucción durante cuarenta minutos, Atondo se retiró, tras acabar con tres navíos, cinco galeazas y una veintena de galeras y galeotas. Las baterías de campaña turcas fueron destruidas sin que apenas pudieran responder, y las tropas que estaban apostadas en la costa, prestas a impedir cualquier desembarco, quedaron diezmadas.

Sin embargo, en Valona solo estaba parte de la fuerza enemiga. Buena parte de las galeras, incluyendo las peligrosas naves incendiarias, se habían refugiado en el fondo de la bahía, aunque solo las más pequeñas pudieron pasar a la laguna de Limanit, ya que el canal de acceso estaba obstruido por los sedimentos.

Atondo envió para destruirlas a sus buques de vapor, apoyados por tres fragatas remolcadas. Cuatro brulotes que intentaron atacar la retaguardia hispana fueron destruidos por el fuego de las fragatas. Las demás galeras otomanas tuvieron que embarrancar en la barra de la bahía. Como ya había ocurrido frente a Valona, los cañones españoles destrozaron las embarcaciones turcas encalladas, las que se habían intentado refugiar en la bahía, sin que los turcos sospecharan el alcance de la artillería hispana, así como las baterías que se habían montado en la barra.

Al atardecer la escuadra española se retiró por el paso entre la península de Caraburún y la isla de Sazán, gastando sus últimas municiones contra las baterías turcas. Las pérdidas de Atondo habían sido pequeñas: veintiséis muertos y sesenta y tres heridos, casi todas en el Valiente. Las bajas turcas llegaron al millar, la mayor parte de la infantería y de la artillería. Fueron destruidas noventa y siete galeras de diversos tipos, y capturados doce mercantes.

La conquista de Preveza

La escuadra del marqués de Atondo había conseguido destruir con pérdidas mínimas un objetivo que anteriormente se consideraba excesivamente peligroso. Tras reponer municiones en Tarento, donde dejó al Valiente para que fuera reparado, aparejó hacia Preveza, cuya fortaleza cerraba el golfo de Ambracia. Allí desembarcó una legión española y dos regimientos venecianos.

La fortaleza estaba edificada según el estilo italiano, pero tenía importantes deficiencias: no había obras exteriores, los muros eran demasiado verticales y ofrecían un blanco excelente para los cañones, y tampoco tenían casamatas protegidas contra los morteros de asedio. En apenas tres días se consiguió abrir una brecha practicable, y la ciudad se vio obligada a capitular, quedando abierto el paso a la bahía. Posteriormente, los barcos españoles entraron para buscar y destruir a las galeras turcas. No llegaron a producirse enfrentamientos ya que los otomanos las abandonaron, y las galeras vacías fueron capturadas (y cedidas a los venecianos), o destruidas bien por partidas de desembarco, bien por la artillería y los novedosos cañones ametralladores.

La destrucción de la escuadra de galeras de Valona y la conquista de Preveza eliminó el poder naval turco en el Jónico y en el Adriático, permitiendo que la marina española apoyase a la veneciana en la reconquista de Dalmacia.



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Artuch, Eduardo. Guía ilustrada de las armas del Resurgir. Editorial Juventud. Barcelona, 1959.

Cañón ametrallador Beleti modelo 76

El cañón ametrallador Beleti modelo 76 (impropiamente llamado ametralladora) fue el primero de tiro rápido, aunque no automático, en ser empleado en combate. Desarrollado como arma naval de defensa contra abordajes, la Armada Española lo utilizó durante la Guerra de la Santa Alianza para combatir las rápidas galeras turcas.

Desarrollo

Desde la aparición de las armas de fuego, su principal inconveniente era la lentitud con la que se recargaban, que obligaba a emplearlas en masa para poder detener los ataques enemigos. El empleo por la artillería de botes de metralla solventó parcialmente este inconveniente, ya que un único disparo equivalía al fuego de decenas de arcabuces. Sin embargo, la recarga seguía siendo lenta. Por ello, varios inventores estudiaron sistemas de tiro rápido, como los ribadoquines de múltiples tubos, pero eran tan pesados como la artillería, y su recarga aun más engorrosa. El primer sistema práctico fue la culebrina de retrocarga ideada por Don Ignacio Otamendi, que realmente era un cañón ligero de recámaras intercambiables. Permitía una cadencia de tiro elevada pero, entre otros inconvenientes, requería caras y pesadas recámaras, que los gases del disparo erosionaban rápidamente. El sistema fue abandonado en cuanto surgieron los fusiles de retrocarga.

Don Ignacio Otamendi dibujó varios mecanismos que permitían realizar fuego continuo, y la factoría de Trubia llegó a construir un prototipo de «ametralladora» (llamado así porque debía tener el efecto de la metralla) que disparaba de manera completamente automática por el sistema llamado de «cerrojo abierto». Sin embargo, al no disponerse aun de cartuchos de latón, se empleaban jarras de hierro, que eran caras, de recarga lenta, y solían deformarse. Además, el cañón tendía a recalentarse, y los residuos que producía la pólvora negra causaban peligrosas obstrucciones. Con cartuchos metálicos (de latón) de pólvora parda funcionó algo mejor, pero seguía existiendo el problema de los residuos. Además, era frecuente que los cartuchos de latón arrollado se rompieran y bloqueasen el arma.

Otamendi propuso otros diseños, pero dejó escrito que serían inviables mientras no se dispusiera de cartuchos de mejor factura que empleasen la pólvora rayo. Además, calculó que el sistema de cerrojo abierto solo permitía disparar cartuchos de baja potencia, y para munición más potente se precisaban diseños alternativos.

El ingeniero boloñés Paolo Beleti (aunque su apellido originario era Belletti, lo castellanizó al pasar a España) continuó con el desarrollo de armas de fuego rápido. Al principio, prosiguió el desarrollo del sistema de cerrojo abierto; era muy prometedor, ya que permitiría diseñar armas ligeras y baratas capaces de hacer fuego automático, pero pronto se descubrió que se requerían tolerancias muy pequeñas que todavía no se podían conseguir en la producción en serie, y se requería un cuidadoso ajuste manual.

Beleti no abandonó el desarrollo de ametralladoras de cerrojo abierto, pero tenía más urgencia el de un arma con capacidad para hacer fuego mantenido que pudiera sustituir a la artillería ligera de acompañamiento. El sistema que parecía más prometedor era el rotatorio: seis cañones de fusil dispuestos en círculo, cada uno con un ingenioso cerrojo, que giraban y disparaban al accionar una manivela. En 1672 comenzaron las pruebas y se alcanzaron cadencias de tiro de trescientos disparos por minuto. Con todo, el modelo sufría frecuentes interrupciones (habitualmente, por la mala calidad de los cartuchos) y requería muchas mejoras.

Sin embargo, Beleti recibió un encargo más apremiante: la Armada necesitaba un cañón de tiro rápido. En la batalla de Salé se habían empleado con gran fortuna cañoneras y marrajeras a remo, y los agentes españoles avisaron que otras potencias estaban construyendo embarcaciones ligeras para utilizarlas de la misma manera. Por desgracia, ni siquiera los modernos cañones de retrocarga tenían la cadencia de tiro que se necesitaba para combatirlas. Las ametralladoras podrían hacerlo (cuando estuvieran disponibles), pero la Armada quería que esos cañones ametralladores tuvieran un alcance comparable a la artillería de la época (se especificó un alcance mínimo de mil metros), y que los proyectiles tuvieran la potencia necesaria para destruir las lanchas y, si era posible, para perforar los costados de los barcos de la época.

Debido a la premura, Beleti tuvo que dejar el desarrollo de la ametralladora rotatoria a su subordinado Bauzá (sería adoptada como ametralladora Bauzá modelo 1694), y postergar las armas de cerrojo abierto (hasta 1707 no empezó la producción de la ametralladora de mano Mieres 04). El boloñés pasó a estudiar otros diseños de Otamendi más sencillos, seleccionando finalmente un arma múltiple en órgano, de aspecto similar a los antiguos ribadoquines, con varios cañones que se cargaban y disparaban accionando una manivela. El diseño final tenía dos cañones paralelos de dieciséis milímetros de calibre; se podían poner más tubos, pero a costa del peso. Los cartuchos tenían casquillo de percusión central y proyectil engarzado; en el prototipo estaban en tolvas, entrando en la recámara por gravedad, pero los modelos de producción empleaban peines para evitar los atascos. Un pesado cerrojo movido por la manivela sacaba el cartucho del peine, lo llevaba a la recámara, liberaba el percutor y, tras el disparo, dejaba caer el casquillo vacío. Aunque la cadencia teórica podía llegar a los sesenta disparos por minuto y tubo, se recomendaba no sobrepasar los cuarenta para evitar sobrecalentamientos e interrupciones. Una ventaja del sistema era que los cartuchos se expulsaban aunque hubieran fallado, siendo menos frecuentes las interrupciones. Posteriormente se construyeron algunos con sistema de refrigeración por agua, pero que apenas fueron empleadas, ya que se prefirió la ametralladora Bauzá. Sin embargo, las versiones pesadas de veinticinco milímetros de calibre, de cañón doble con accionamiento neumático, se mantuvieron en servicio durante decenios.

Cada montaje requería seis sirvientes: el jefe de la pieza, el apuntador y accionador de la manivela, y cuatro municionadores que rellenaban los peines y los colocaban. Cada pieza tenía una treintena de peines que se preparaban antes del combate. Una dotación entrenada podía mantener una cadencia de tiro de sesenta disparos por minuto (treinta por tubo) mientras hubiera munición preparada.

Los primeros ejemplares del cañón ametrallador Beleti llegaron a Cádiz a tiempo de ser montados en los barcos de vapor con los que el almirante marqués de Atondo quería expulsar la amenaza turca del Adriático. Los remolcadores llevaron un cañón ametrallador, y dos los cañoneros; el cañonero pesado Almirante Carmelo Vergara montó cuatro. Los Beleti fueron empleados con efectos demoledores en el tercer combate de Otranto, en el de Durres y en el bombardeo de Valona.



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Cañonero de vapor Almirante Vergara (alias Carmelo)

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El asedio

Con la colaboración de Urbano Calleja, autor de los relatos.

Roger Raduit de Souches se encontraba sobre las murallas de la fortaleza de Spielberk, contemplando como la llanura de la cabecera del valle sobre la que la ciudad de Brünn se asentaba, veía un goteo constante de gente que huía con lo puesto del avance de los ejércitos turcos.

Era nuestro hombre alto, bien parecido y de cabellera abundante y rubia, heredada de su madre, una noble de segunda fila emparentada con los Dietrichstein. Con los cuarenta recién cumplidos, algunas canas poblaban el mostacho que se atusaba de un modo mecánico cada vez que algo abstraía su pensamiento.

Siguiendo los pasos de su padre, Jean Louis, que durante la guerra de los treinta años sirvió fielmente fuera a uno u otro bando, siempre que sus servicios fueran remunerados, Roger había permanecido al servicio del emperador Leopoldo durante los últimos años.

Había sido el mismo emperador quien le llamó a la corte y le hizo Comandante Militar de la ciudad de Brünn (o Brno, como la llamaban los campesinos locales) hacía poco menos de un mes, una vez que el riesgo de la invasión turca se había hecho más que evidente. No parecía tarea compleja, pues la fortaleza de Spielberk como bastión y la ciudad amurallada a sus pies eran un hueso duro de roer para cualquiera que quisiera hacer presa en ella… o al menos lo hubiera sido, si hubiesen dispuesto de algo más de tiempo y fuerzas para asegurar su defensa. Los preparativos para la guerra que estaban por desatar España y sus aliados habían enajenado recursos, dejando tropas de segunda línea y no mucho material en buen uso para la defensa del propio imperio.

El mejor punto a favor de la defensa de la ciudad eran sus fortificaciones. Las murallas de la ciudad estaban en plenitud, pudiéndose notar los esfuerzos (y el oro) que se habían invertido ellas durante los últimos 15 años. Las estructuras eran sólidas, con sillares de piedra y ladrillo alrededor de la ciudad, y unos buenos tres metros de espesor. Los baluartes estaban bien dispuestos, y las posiciones de artillería, que cruzaban sus fuegos para impedir cualquier aproximación, bien protegidas. Lástima que las piezas fuesen pocas y de alcance reducido… pero era mejor que nada.

Pero si algo impresionaba, era la fortaleza de Spielberk. Situada en lo alto de una colina, desde sus modernos baluartes de traza italiana se podía barrer a cualquiera que intentara aproximarse. Aun en el caso de que la ciudad cayese, la fortaleza era prácticamente inexpugnable para cualquier enemigo que no dispusiera de un tren de asedio, municiones y víveres en abundancia.

Los muros de piedra cimentados en roca coronaban la colina sobre la que se asentaba la posición militar, desde la que nuestro hombre divisaba la planicie enfangada bajo la lluvia y la procesión lenta y penosa de almas en pena que trataban de refugiarse en la ciudad.

Con todo, lo que preocupaba a Roger Raduit de Roches no eran las murallas o la fortaleza, sino quienes debían defenderla. La guarnición contaba con escasos setecientos efectivos profesionales, y eso gracias a que él había logrado distraer un destacamento de infantería de trescientos hombres que había traído desde la corte. Eran esos trescientos los mejores disponibles, y estaban armados con los fusiles Entrerríos de avancarga que habían empezado a llegar hacía poco a los arsenales del imperio. Aunque le constaba que estaban lejos de las armas de las que disponían los ejércitos del rey Felipe, esos fusiles suponían un avance con respecto a los mosquetes de los que disponía el resto de la guarnición, no solo por el arma en sí, sino por la instrucción reciente, que había puesto a la unidad que los portaba en forma y lista para la acción.

Sin embargo, el talón de Aquiles estaba en las municiones, que podían faltar si la amenaza se alargaba, pues sabía que cualquier ayuda o socorro era una quimera mientras Viena estuviera sujeta al riesgo de sitio y devastación. Decidió cerrar su mente a las imágenes que pudiesen suceder si los turcos lograban rendir los muros de la ciudad. No lo consentiría.

Al menos en Brünn, y con el trabajo acelerado que había llevado a cabo desde su llegada, contaban con abundante agua, tanto en los depósitos de la ciudad como en los de la fortaleza. Los dos ríos que fluían alrededor de su centro habían facilitado la tarea, y también las lluvias copiosas que habían azotado la región durante el mes pasado. Los alimentos y reservas serían suficientes para más de cuatro meses, pues había dado orden a trasladar, por la fuerza si era preciso, todas las existencias de grano, carne y alimentos de la zona a Brünn. En la ciudad, el intrincado complejo subterráneo por el que el agua fluía permitía conservarlos de la mejor manera. Eran esos túneles una maravilla que le había sorprendido: un auténtico laberinto de galerías excavadas, conectadas y refrigeradas por las aguas subterráneas, bajo la superficie de Brünn.

Cierto que los campesinos no habían apreciado la orden de mover sus preciadas despensas, pero el permiso dado de permitir que ellos se moviesen con ellas a intramuros mitigó las protestas. Especialmente tras saber del destino que sufrió la vecina Nikolsburg (Mikulov según el nombre vernáculo de los campesinos) a manos de la caballería turca. La fortaleza y la torre de artillería llamada Torre de las Cabras habían sobrevivido, y con ellos la guardia del señor y sus sirvientes. Pero el resto de la ciudad, el extramuros y la judería, habían sido pasto de las llamas, y sus habitantes pasados a cuchillo, empalados y dejados a las alimañas.

Si los turcos pensaban minar la moral de los campesinos, habían errado. Los por naturaleza indiferentes moravos habían visto que las opciones se resumían en una: resistir. Y si algo sabían hacer, era resistir. Lo habían hecho ante husitas, españoles, húngaros… y se acomodaban a lo que fuese menester, para fluir con la dirección del viento en vez de romperse.

Pero esta vez no había opciones para la resistencia pasiva. Había que luchar, y el mejor punto para hacerlo era en Brünn, hacia donde se había dirigido todo aquel que pudiera moverse. De ahí todo el reguero de almas que se deslizaban hacia la ciudad, bajo la vista del comandante militar.

Y no lo hacían solos; lo hacían con su miedo, pero también con su rabia.



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Souza, Jenaro. Moravia en guerra. HRM Ediciones. Zaragoza, 1994.

El sitio de Brünn

Brünn (Brno en la lengua morava) era la principal ciudad de Moravia. Estaba situada al pie de las estribaciones de los Cárpatos Occidentales, en la confluencia de los ríos Svitava y Svratka. La importancia de la ciudad no solo se debía a su población, sino a su situación estratégica, en la salida sur de las Puertas Moravas, el paso que conduce desde la llanura polaca a la cuenca del Danubio. La posesión de Brünn significaba tener acceso hasta Viena desde el norte de Europa, y por ello la ciudad había sufrido tres asedios suecos durante la guerra de los Treinta Años; el más enconado fue el de 1645, cuando el general Torstenson, tal vez el mejor del bando protestante, marchó con treinta mil hombres con la intención de tomar Viena. Sin embargo, fue detenido en Brünn, donde mil quinientos hombres, dirigidos por el hugonote francés al servicio imperial Jean Louis Raduit de Souches, resistieron durante ciento doce días, derrotando el último esfuerzo de los suecos de invertir la desfavorable marcha de la guerra.

La ciudad había conseguido aguantar gracias a sus fuertes defensas. Un doble cinturón de murallas la rodeaba; aunque eran de traza medieval, tenían fuerte construcción, y estaban protegidos por un foso inundado por las aguas de los dos ríos. Varios baluartes las defendían, siendo el principal el de Santiago (Svaty Jakub), en la parte occidental, donde se alzaba la iglesia del mismo nombre. Estaba defendido por una muralla de estilo moderno y de traza rectangular; desde el bastión se podían batir los accesos a la muralla. En 1645 fue uno de los puntos atacados por los suecos de Torstenson, y la iglesia había sufrido muchos daños que aun no habían sido reparados.

La clave de la defensa estaba en el castillo de Spielberk, situado en una colina adyacente a la muralla oeste. Había sido propiedad de los margraves de Bohemia, pero el siglo anterior había sido reconstruido con murallas modernas y baluartes pentagonales. Un camino cubierto lo unía por la ciudad; había sido erigido durante el sitio de 1645 para llevar agua, aunque en los años siguientes se había construido un aljibe con gran capacidad; entre este y las conducciones subterráneas, ni Brünn ni el castillo corrían el riesgo de quedarse sin agua.

Durante la guerra de los Treinta Años las fortificaciones habían sufrido muchos daños, que la penuria económica no había permitido restaurar. Sin embargo, tras la guerra de 1663 se habían invertido fondos para mejorarlas. Los muros habían sido rehechos y reforzados en los puntos más débiles. Se habían construido dos nuevos bastiones en el este y en el sur de la ciudad, donde se instalaron baterías que cubrían los aproches. Para proteger el vital camino cubierto se habían levantado muros aspillerados.

Aun así, las fortificaciones de Brünn, siendo fuertes, no podían compararse a las de las plazas de Flandes o el norte de Italia. Las murallas medían más de dos kilómetros (sin contar el lado norte), había decenas de torres de estructura medieval que la artillería podía derribar, con el riesgo añadido de que los escombros colmatasen el foso. Los tres baluartes (el de Santiago al norte, de San Vicente al este, y San Juan al sur) estaban bien diseñados, pero no había obras exteriores que los protegieran. El castillo tampoco las tenía aunque, a cambio, las laderas dificultaban la aproximación de los atacantes, y al estar levantado sobre roca viva, resultaba casi imposible cavar minas. Sin embargo, podía ser cañoneado desde el cercano Cerro Amarillo (Žlutý kopec), y si la ciudad caía, o se interrumpía el camino cubierto, podría ser sometido por hambre y sed. En resumen, la ciudad y el castillo requerían una guarnición numerosa, aunque solo fuera para vigilar las largas murallas, y aun así tendrían dificultades si un asediador llevaba artillería pesada.

Peor aun, la guarnición estaba lejos de ser la necesaria. Hubiera debido ser de, como mínimo, dos mil quinientos hombres, aunque la crónica penuria había hecho que raramente llegasen al millar. Además, la necesidad de reunir fuerzas para detener del inopinado ataque turco vació aun más la guarnición. Quedaron apenas cuatrocientos hombres, aquellos que nadie quería, bien por mayores o enfermos, bien por ser de escasa confianza. Por otra parte, la crisis que se fraguaba en Viena hacía improbable que se recibieran refuerzos.

El emperador Leopoldo, al no disponer de medios, intentó compensarlo enviando un comandante enérgico: Roger Raduit de Souches, el hijo del famoso Jean Louis Raduit de Souches, un hugonote que había dirigido la defensa de la ciudad durante el sitio de 1645. Como su padre, Roger era un soldado de fortuna, y había servido al rey Luis XIV durante la nefasta guerra de Dunkerque; indicio de su capacidad era que su compañía fue de las pocas que consiguieron escapar del desastre de Coullemelle. Posteriormente se había unido a los ejércitos imperiales, distinguiéndose en la batalla de San Gotardo. El generalísimo Carlos de Lorena lo había escogido para mandar un regimiento, pero el emperador lo reclamó para defender la misma ciudad en la que había vencido su padre.

Al menos, Roger había conseguido un refuerzo de trescientos hombres, excelentes mercenarios escoceses que además habían sido entrenados con el fusil Entrerríos. Estos, cedidos por los españoles poco antes, eran armas rayadas muy precisas y de largo alcance. Lamentablemente, eran de la versión de avancarga; aun así, se podían cargar tan rápidamente como los mosquetes, y durante el asedio se iban a cobrar un pesado peaje. Con los magros refuerzos, el francés se trasladó a toda prisa a Brünn, a la que llegó poco antes que las avanzadas turcas.



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