Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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—¿Van aprendiendo, sargento?

—Sí, son buenos chicos, mi teniente —respondió el sargento Betorz al teniente José Bestué—. Un poco lerdos, pero es que aun tienen las boñigas en los pies.

—También vuesa merced tuvo necesidad de que se las extrajéramos.

—Razón tiene, mi teniente…

—¡Déjate de milongas, Venan, que nuestras madres eran primas! Cara a la galería, me hablas con respeto para que los demás no se crezcan, pero como me trates de usted o de vuesa merced, te pongo a hacer lagartijas como a esos palurdos.

—Como quieras, tenien…

—¡Qué leches de teniente! Para ti, Pepe. Y también para Fulgencio, si le echo la mano encima. ¿Te acuerdas cómo nos cameló con lo del botín de Abbeville? Luego resultó que ni botín ni hostias, pero ya nos habíamos enrolado. Ahora el jeta ese está disfrutando de las chinitas en Manila, y nosotros, a bailar con la más fea.

—Al menos tu pillaste aquel estandarte en Salé que te valió esos galones, y ahora eres el señor teniente, y no el bestia del sargento

—La verdad es que tuve suerte. Pero basta de palique, que esta vez vengo con encargo ¿Los reclutas están listos o no?

—Aun les falta. Yo creo que en un par de semanas…

—Semanas, dices. Pues vengo con malas noticias.

—¿Los turcos?

—Sí, los turcos. Muchos, y con malas pulgas.

—¿Por fin se ha enterado el freiherr de los huevos?

—Venan, no seas tan burro, que algún día se te escapará y como se entere el coronel no te lavará ni el agua del Jordán.

—Esa agua se la metía yo por las orejas a ver si se las limpiaba. Que vienen los culinegros es la comidilla de Presburgo. Si te acercas a la casa de la Mina, hasta te dirán cuántos jenízaros y cuántos espagis.

—Ya me gustaría poder acompañarte, pero ya sabes que los oficiales no podemos amanecer por según qué sitios.

—La verdad, Pepe, es que me troncho cada vez que os veo entrar en la ópera. Poco mejor se está con las pupilas de la Mina. Si vieras a la Elke…

—Calla y haz el favor de escucharme. Acaba de llegar un mensaje desde Viena. Los turcos se vienen para acá. Ayer llegó a la capital un mensajero con un ultimátum, exigiendo al emperador que se achante y que de paso les regale Presburgo por las molestias.

—Me imagino la respuesta.

—Yo también. Pero el mensaje no llegó solo. Hoy se ha sabido que el ejército turco que estaba en Belgrado partió hacia el norte hace ya semanas, y ya está saliendo de Buda. Sí, ya sé lo que dirás, que a buenas horas se enteran, pero es lo que hay. No acaban ahí los problemas. También hoy se ha sabido que los paganos han derrotado a la Armada en Otranto.

—Imposible —dijo el sargento, que recordaba los imponentes barcos que habían machacado Salé.

—No sé si imposible o no, pero la cuestión es que el coronel Pérez nos ha dicho que no esperemos refuerzos hasta agosto.

Betorz calló, pensando en lo que significaba. Iban a ser los imperiales los que aguantaran el embate turco. Por mal que estuviera, el imperio otomano seguía siendo muy grande y tenía muchísimos soldados. Bastantes más que Austria. Tampoco había muchas dudas sobre el objetivo de los musulmanes—. Supongo que volveremos a Viena.

—Supones mal. Nos quedamos aquí. Un húngaro ha dicho que los turcos están pasando por el puente de barcas de Gran. Significa que también quieren moverse por la orilla norte del Danubio. No sé si es para rodear Viena, o si les apetece quedarse con Presburgo. En cualquier caso, nosotros estamos en medio.



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De esta ucronía tengo más escrito. Se siente por los admiradores de Schellenberg.


Durante la tarde llegaron órdenes adicionales. Se suspendieron la instrucción y las prácticas en el campo de tiro; había que reservar cada disparo. La noche pasó sin que hubiera más noticias, y a la mañana siguiente los presburgueses se alegraron al ver llegar al mariscal Leopoldo Guillermo de Baden-Baden, aunque les chasqueó comprobar que apenas le acompañaban fuerzas. Poco después llegó otra noticia alarmante: la confirmación de que infantería turca había salido de Buda y que había cruzado a la orilla norte del Danubio por Gran. Además, no solo Presburgo corría peligro. Los austríacos también tenían que defender Raab, en la orilla sur del Danubio; era la última ciudad del antiguo reino de Hungría, y desde allí Viena quedaba a solo tres días de marcha. Incluso se habían visto embarcaciones otomanas en el río.

A mediodía, el coronel Pérez llamó a los oficiales a consejo. Poco después Betorz se encontró con un cariacontecido Bestué.

—Suéltalo, primo.

—Bien, pero de esto chitón hasta que me dirija a la tropa.

—Seré una tumba.

—No seas cenizo, que igual llevas más razón de la que crees. Ese Baden es un cretino como pocos. Pérez propuso aprovechar los canales y los muros de Presburgo, que se podrían mejorar con obras de campaña, igual que en Salé, pero el muy berzotas soltó que los muros medievales no resistían los cañones, como muy bien debiera saber un español, que blablablá y blablablá. Va a situar su ejército en las colinas del oeste de la ciudad, entre Kalvaria y el castillo, y a los vecinos, que les den.

—Lo siento por los pobres. Ahora entiendo que Mina haya levantado el campo. No es tonta la señora, no. De todas maneras, mejor para nosotros. Siempre es mejor defender desde arriba.

—Que te lo has creído. El castillo es una posición decente, pero las demás colinas están cubiertas de bosques y allí no habrá cristiano capaz de aclararse. Además, al tonto ese se le ha ocurrido que situando una batería de cañones en la colina Estrace podrá batir de flanco a los turcos que quieran romper su frente. Pérez le dijo que le parecía una posición muy expuesta, y el cabroncete contestó que confiaba en él para que la defendiera.

—Así que vamos a formar el extremo norte de la línea.

—Así es. De una porquería de línea, porque la dichosa colina es una birria. Es tan suave que se puede ascender por cualquier parte, y tiene todos los árboles del mundo para ocultar a los pichascortadas. Tontos serán si no la atacan.

—O sea, que tenemos ocasión de conseguir mucha gloria.

—Mucha mierda, que Pérez también me tenía guardado un regalito. Me ha dicho que tengo que defender un barranco al norte, por donde se pueden colar los cabrones. Imagina lo que confía en el Baden de los cojo*** que me ha advertido que igual tenemos que salir por pies.

—O sea que las órdenes son…

—Llama a la compañía, que se las daré de viva voz. En cuanto podamos, saldremos para esa trampa.



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Poco después los soldados se reunieron. Alineados de mala manera, que no había dado tiempo para que aprendieran a formar. La mayoría eran reclutas moravos, campesinos de los alrededores, con algunos cabos de la misma procedencia. Más el personal de dos baterías de cañones Trubia, y medio centenar españoles entre artilleros e instructores. El coronel Pérez se dirigió a los hombres, ayudado por un traductor.

—Muchachos, ahora vais a demostrar que os habéis convertido en soldados del Sacro Imperio. Los turcos han cruzado el río en Buda y en Gran, y sus patrullas están a la vista de la ciudad. El margrave de Baden-Baden ha ordenado defender Presburgo desde las colinas, y nosotros haremos pagar a los paganos su osadía ¡Por el Imperio! ¡Por la Cruz!

Los reclutas respondieron con vítores. Inmediatamente, los hombres partieron hacia la posición. Su camino les evitó pasar por el centro de la ciudad; mejor, porque así se libraron de ver las escenas de pánico. Una hora después estaban en la colina. Betorz la miró con prevención ¿A quién se le había ocurrido mandarles a semejante ratonera? Sería una excelente posición defensiva para una legión, pero no para un batallón. Nada más llegar empezaron a talar árboles, levantar terraplenes y aspillerar muros. El sargento siguió a Bestué, que se adentró en la ladera, cubierta de bosquecillos, setos, granjas y alguna vivienda de mejor aspecto, hasta llegar al barranco.

—Pepe, si nos metemos ahí lo tenemos claro. —dijo, mirando la vaguada cubierta por el bosque—. Mejor sitio me parece esa ladera, que esos bancales no serán fáciles de trepar. Desde allí podremos apiolar a cualquier cabeza de toalla que se quiera colar.

—No es mala idea. Venan, organiza a los hombres y que vayan creando obstrucciones.

Durante la tarde se escucharon las hachas, las sierras, y los árboles que caían. Los suboficiales elegían los de mediano porte, fáciles de cortar, que luego arrastraban sin desbrozar para formar una maraña de ramas y troncos. También se cavaron trincheras y levantaron parapetos, suficientemente elevados para permanecer a pie firme sin exponerse, y también se prepararon pozos para los tiradores. Al caer la noche, Pérez ordenó a los soldados que descansaran. Sin embargo, no fue un reposo grato pues empezó a llover, y los soldados apenas pudieron guarecerse bajo chamizos hechos de mala manera.

Al amanecer se escucharon campanas y, poco después, el distintivo estampido del cañón, que fue acallado por el griterío de los vecinos al ver patrullas turcas que cabalgaban hacia las puertas de la ciudad. El sargento subió hasta la cima, y vio la caballería otomana acercándose al galope. Desde los muros recibieron algunos disparos, pero los jinetes no se detuvieron y asaltaron las puertas. Durante unos minutos se escucharon las salvas de los mosquetes, pero al momento arreciaron los gritos: los turcos habían entrado y acuchillaban a las gentes en las calles atestadas. Al momento, se empezó a elevar el humo de los edificios incendiados.

El sargento notó que se le había unido el teniente.

—Ese cabrón de margrave ni ha defendido la ciudad ni la ha evacuado. Mala madre la que lo trajo al mundo. Al menos, el calvario que van a sufrir esos desgraciados nos dará tiempo.

Así fue. Durante todo el día se escucharon aullidos y disparos, que a veces se sobreponían al ruido de las hachas que hacían caer los árboles. Tras bloquear los caminos, se escogieron gruesos troncos para reforzar los parapetos. Las granjas de la ladera fueron o derribadas para no ofrecer refugio a los turcos, o convertidas en fortines tras retirar el tejado y aspillerar los muros.

Al atardecer se escuchó de nuevo el cañón. Primero, alejado. Luego, el cercano estampido de los Trubia de la batería de la colina.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica

La batalla de Presburgo

La batalla de Presburgo fue una acción librada los días ocho, nueve y diez de mayo de 1681 en los alrededores de la ciudad morava del mismo nombre.

Antecedentes

En el siglo XVII Presburgo (Pressburg en alemán, Pozsonyen húngaro o Bratislava en moravo) era capital del reino de Hungría (aunque la corona fuera detentada por el emperador Leopoldo, en Viena), y también del condado de Moravia. Estaba en la ribera norte del río Danubio, y su castillo se levantaba en el extremo sur de los Cárpatos de Devin. Justo al norte de la ciudad se iniciaban los Pequeños Cárpatos, dejando entre ambas elevaciones un fácil paso que daba acceso a la llanura vienesa.

Después de la formalización de la Santa Alianza, el gran visir turco Kara Mustafá decidió adelantarse a los planes de los aliados y atacar al que consideraba más vulnerable, el Sacro Imperio Romano Germánico (en realidad, el imperio de los Habsburgo), sitiando Viena, la capital, que estaba muy próxima a las posesiones turcas. El visir aumentó la vigilancia en la frontera para ocultar sus movimientos y, tras reunir un importante ejército en Belgrado, lo desplazó hacia Buda, en la llanura húngara. Allí la fuerza se dividió: el principal contingente, de ciento cincuenta mil hombres, se dirigió hacia la capital austriaca por el sur, mientras que una segunda fuerza cruzó el Danubio por Gran. Estaba al mando del pachá Abaza Siyavus y su misión era depredar la llanura al norte del río e impedir la llegada de suministros y refuerzos a Viena. Para ello contaba con un ejército mixto, compuesto de soldados regulares y de voluntarios, destacando su caballería: de los sesenta mil hombres, veinte mil iban a caballo. Su avance sería apoyado por una flotilla fluvial turca.

En la ruta hacia la capital austriaca, el principal obstáculo era la prolongación de los Cárpatos que llegaba hasta la orilla del Danubio, donde el imponente castillo de Devin dominaba el río. Como se ha dicho, el mejor paso estaba tras Presburgo: si los turcos tomaban la ciudad podrían sobrepasar Devin y amenazar Viena por el norte. Sin embargo, Presburgo no estaba preparada para resistir un asedio. Se había edificado en colinas bajas junto al Danubio, y estaba defendida por una muralla medieval; aunque un profundo foso dificultaba el acceso, los muros no podían resistir a la artillería moderna. Su guarnición era reducida, ya que el ejército austríaco se estaba reuniendo para defender Raab, en la otra orilla del Danubio, así como Viena. Para defender Presburgo solo había ocho mil hombres, en su mayoría reclutados en los alrededores y con escasa formación. Una dificultad añadida era que los oficiales eran austríacos, y los reclutas, moravos que no entendían el alemán.

Además de mal entrenada, la guarnición aun no había recibido armas modernas. Estaba equipada en su mayoría con mosquetes, solo parte convertidos a la percusión, y artillería anticuada. Estaba previsto rearmarla, y con esa finalidad había llegado un contingente español de unos doscientos cincuenta hombres, al mando del coronel Eulogio Pérez, un veterano de Dunkerque y de Salé. Sin embargo, se había dado preferencia al ejército que defendía Viena, y durante la batalla solo unos pocos soldados disponían de fusiles de percusión. Al menos, quince días antes habían llegado seiscientos fusiles Entrerríos de retrocarga, con los que se estaba equipando un batallón.

El mando se encomendó al mariscal margrave Leopoldo Guillermo de Baden-Baden, veterano de las fases finales de la Gran Guerra y de la batalla de San Gotardo. Sin embargo, no tenía buena salud, y su salida de Viena se retrasó a causa de una angina de pecho. Para desgracia para la causa aliada, no renunció al mando. Como tampoco permitió que sus tropas se adelantaran, tuvieron que esperar a que el mariscal mejorase lo suficiente para ser llevado en litera. Leopoldo Guillermo dejó una potente guarnición en Devin, no solo para bloquear el Danubio, sino también para proteger una posible retirada. Finalmente, solo llegaron a Presburgo cuatro mil soldados.

Durante el viaje la salud del margrave empeoró pero, de nuevo, se empeñó en seguir al frente del ejército aliado. Se alojó en el castillo de la ciudad y se negó a visitar las murallas, que consideraba demasiado débiles. No quiso aceptar el plan que le proponía el coronel Pérez, que recomendaba reforzar los muros con obras de campaña (como se había hecho en Salé) y emplear los canales al este de la ciudad para dificultar el avance otomano. Leopoldo Guillermo prefirió apostar sus fuerzas en las colinas junto al castillo, posición defectuosa ya que las laderas eran suaves, la profusión de villas y bosquecillos y vaguadas ofrecían resguardo al enemigo, y podía ser rodeada por el norte. Pérez le advirtió de las deficiencias de la línea, pero Leopoldo Guillermo lo apartó destinándolo junto con las fuerzas que estaba instruyendo a la colina Estrace, en el extremo norte, al otro lado del paso que llevaba a la llanura austríaca.



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El saqueo de Presburgo

Leopoldo Guillermo había decidido no defender la ciudad, pero tampoco intentó evacuarla, y ni siquiera comunicó sus intenciones al burgomaestre Thobias Plankenauer. Plankenauer creyó que las fuerzas de Leopoldo iban a resistir en las murallas, y llamó a la milicia local para resistir hasta que pudiera apostarse el ejército. Aun así, buena parte de los habitantes prefirieron huir. Los primeros salieron sin problemas, pero al ver que los caminos se atestaban, el margrave ordenó cerrarlos con la intención de dejarlos libres para sus tropas, dejando atrapada a una parte importante de los ciudadanos, que intentaron escapar hacia el norte.

Durante la noche, las patrullas turcas de caballería se acercaron sin ser advertidas, y al amanecer estaban a la vista de las murallas. Se trataba de akincis, es decir, de caballería irregular sin paga, que se unía al ejército turco en busca de botín y que, al ver la confusión que parecía reinar en la ciudad, se lanzó hacia las puertas. La milicia de Plankenauer intentó detenerlos, pero los akincis encontraron abierta la puerta de San Miguel, la del norte, que los milicianos estaban intentando cerrar sin que se lo permitieran los fugitivos. Los turcos la asaltaron y la tomaron tras un sangriento combate. Luego siguieron por las calles. Los milicianos combatieron hasta el final, pereciendo la mayoría, incluyendo al burgomaestre. Por desgracia, la resistencia solo sirvió para excitar a los asaltantes, que se entregaron a una orgía de muerte y destrucción. Durante las horas siguientes entraron en la ciudad miles de turcos en busca de botín, buscando no solo joyas y enseres, sino esclavos: fue tal ansia la que permitió que la mitad de los habitantes sobrevivieran, aunque cargados de cadenas y arrastrados hacia Buda.

El primer asalto a la línea aliada

El pachá Abaza Siyavus no olvidaba que su objetivo no era la ciudad, sino expulsar a los aliados del paso de Presburgo. Sin embargo, buena parte de sus fuerzas estaban entretenidas en el saqueo. Tuvo que poner piquetes ante las puertas para que impedir que entraran más soldados, y ordenó a las fuerzas que consiguió reunir (la mayoría, de jenízaros) que rodeasen la ciudad por el norte para atacar la colina Slavin, en el centro de la línea aliada. El ataque no pudo iniciarse hasta el atardecer, y se convirtió en una carnicería cuando las columnas de asalto que se estaban reuniendo al pie de la colina quedaron expuestas a los cañones Trubia de la colina Estrace.

A pesar de las bajas, Siyavus ordenó ataques repetidos, no solo contra la colina Slavin sino también contra la Kalvaria, algo más al norte, pero el resultado fue el mismo. Las columnas eran desorganizadas por los cañones que disparaban los letales proyectiles de metralla. Intentando silenciarlos, Siyabus lanzó un asalto frontal contra la colina Estrace. Fue la primera vez que los turcos se enfrentaban a los mortíferos fusiles de retrocarga, y en pocos minutos los jenízaros sufrieron centenares de bajas sin llegar a acercarse a las posiciones hispanomoravas.



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—Buenos días, mi teniente ¿Le apetece un cafetito? —dijo el sargento Betorz, al ver acercarse a su superior.

—No sobrará después de esta noche de perros —respondió el teniente. Pues al poco de anochecer había vuelto a llover, y no había parado en toda la noche. Ahora, con las primeras luces, parecía amainar, y zarcillos de niebla ascendían por la ladera.

—Supongo que los cabezas de toalla siguen allí.

—¿Cómo van a irse, con el premio que les ha regalado el imbécil del margrave? —respondió Bestué. Menos mal que desde aquí no vemos lo que pasa allá abajo.


–Qué bien hizo Mina en irse.

—No pienses que está a salvo, que como se cuele la caballería de esos cabrones culinegros, no parará hasta Viena.

—Eso dependerá de nosotros.

—De nosotros, y del cretino del margrave, que si hicieran un concurso de tontos perdería, por tonto. No quiero ni imaginar cómo habrá dispuesto sus fuerzas, pero seguro que mal.

Entonces llegó un cabo español que al ver a sus superiores saludó—. Mi teniente, parece que hay movimiento allá abajo.

Tanto Betorz como Bestué se esforzaron en atisbar algo, pero la niebla no les dejaba ver nada.

—Gracias, cabo. Vuelva con sus hombres y que disparen en cuanto vean un turco. Si le dan en los huevos, mejor.

El teniente también marchó, mientras Betorz desplegaba a sus soldados, procurando que se apostasen tras los parapetos, donde no los pudieran ver. Entonces empezó a soplar un viento que arrastró la bruma, mostrando que la vaguada a su frente estaba llena de infantes turcos.

—Esos quieren tomar los cañones del revés ¡Atención, fuego por líneas!

Al momento sonaron las descargas. Los fusiles Entrerríos fueron devastadores. Las balas arrancaban el alma a los turcos del barranco, sin que pudieran responder ni con mosquetes, que tenían las mechas mojadas, ni con los peligrosos arcos turcos, al estar las cuerdas empapadas por la lluvia. Su única opción fue ascender cuánto más deprisa mejor, intentando llegar al combate cuerpo a cuerpo. Pero tenían que subir por una ladera cruzada por bancales, y cada terraza estaba obstruida por ramas y estacas. El asalto se descompuso, y el combate se convirtió en un tiro al blanco, con los moravos y los españoles afinando la puntería contra los turcos atrapados en las marañas. Tras veinte minutos el fuego se detuvo, pero por poco tiempo: los otomanos aun intentaron otros dos ataques, cada cual más decidido, pero los Entrerríos convirtieron en mortal cualquier intento de moverse por la ladera. Aunque los oficiales prepararon sus pistolas rotatorias y los soldados sus bombas de mano, no llegaron a emplearlas.

No acabaron allí los intentos. Una hora después, los cañones otomanos dispararon contra la ladera que daba al este, a la derecha de la posición de Betorz y Bestué. Como había ocurrido en la vaguada, la fusilería acabó con las intentonas. A mediodía aun se produjo un nuevo asalto por la vaguada, esta vez con oleadas de irregulares basi-bozuk que agitaban sus espadas mientras gritaban el nombre de Alá. Pero los moravos ya habían tomado la medida al lugar y convirtieron los últimos cien metros en un campo de muerte, en el que bastaba asomarse para recibir una bala.

—¿Cómo vas, Venan? ¿Muchas bajas?

—Hola, Pepe —dijo respondiendo al teniente—. Por ahora, bien. He tenido cuatro de muertos y siete heridos que ya hemos evacuado.

—¿Cómo se lo han tomado los reclutas?

—Bien. Están furiosos y deseosos de matar turcos.

Bestué miró la vaguada y silbó al verla cubierta de cuerpos—. Pues se han dado el gusto. Lo cierto es que no lo han hecho nada mal.

—Estoy muy contento con ellos. Estos chicos estarán verdes, pero aguantar y disparar necesita más que práctica, valor, y eso no les falta. Lo malo es que gastan pólvora como si la regalaran. A este ritmo, mañana no quedará.

—Veré si puedo conseguirte más, pero procura controlarlos un poco.

—Lo intentaré, pero no te prometo nada.

A media tarde llegaron mulas con cajas de municiones. Justo a tiempo, porque aun estaban repartiéndolas cuando se produjo un nuevo asalto. No muy decidido, pero cuando se escuchó el fragor de la batalla a la derecha Betorz entendió que se trataba de una distracción, y ordenó contener el fuego. También retiró una sección por si la llamaban a otro sector, pero el combate cedió al tiempo que oscurecía. Volvió a llover, esta vez con mayor intensidad. Iba a ser otra noche de perros.



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El segundo día

Durante la noche, Abaza Siyavus envió jenízaros a la ciudad para reunir a los irregulares. No costó, ya que gran parte del caserío ardía, y los supervivientes del saqueo marchaban encadenados hacia Buda. Los irregulares fueron agrupados en unidades que no siempre eran las originariamente suyas.

El fuego de los cañones había mostrado al pachá la importancia de la colina Estrace. Sus exploradores le habían dicho que estaba débilmente defendida y decidió enviar a la infantería irregular para tomarla. El ataque hubiera debido producirse al alba, pero organizar a los saqueadores llevó varias horas, y hasta media mañana no comenzó el asalto. La colina hubiera debido ser atacada simultáneamente desde el sur y el este, pero los irregulares no consiguieron coordinarse. Además, se encontraron con las fortificaciones construidas bajo la dirección de los hispanos, que incluían obstrucciones con caballos de Frisia, muros de troncos, trincheras y parapetos. Bajo el certero fuego de los Entrerríos los irregulares sufrieron muchas bajas sin conseguir resultados. A mediodía se produjo un intento mejor coordinado, pero por error fue directamente contra la batería y el fuego de los Trubia los detuvo. Una carga de la caballería akinci acabó desastrosamente.

Siyabus renunció a tomar la colina Estrace, y decidió hacer el último intento del día lanzando otra vez a los jenízaros contra la colina Slavin, mientras los basi-bozuk realizaban un ataque de distracción contra Estrace. Sin embargo, no consiguieron desviar el fuego de la artillería española, que barrió a los turcos. Los jenízaros se retiraron, pero no sin encontrar una debilidad en la posición aliada que el pachá iba a explotar a la mañana siguiente.



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Si mala había sido la noche anterior, esta había sido pésima. Un viento frío del norte trajo nubes cargadas de lluvia y, aun siendo mayo, durante la noche se convirtió en aguanieve. Al menos, los tres días que llevaban en el campo habían bastado para construir algunos abrigos en los que los soldados aguantaron como pudieron. Tras el ocaso Betorz había revisado la tropa, cuidando que tuvieran la munición protegida de la humedad. Además, al ver que el temporal arreciaba, envió escuchas al pie de la colina, pues no quería ser sorprendido. Pero la noche transcurrió sin más incidencias que el frío y el agua. A la mañana siguiente seguía cayendo aguanieve con menor intensidad. El sargento hizo otra ronda, comprobó que la pólvora no se hubiera mojado, y esperó órdenes.

Algo después llegó el teniente— Qué noche más deliciosa ¿verdad?

—Yo la dejaría en agradable, Pepe. Nada que ver con esos temporales de la Peña ¿Te acuerdas aquella vez que fuimos a sacar al onso de su madriguera?

—Me acuerdo, Venan, me acuerdo. Buen paseo fue aquel, con la nieve hasta el corvejón y la ventisca en los ojos. Al menos nos volvimos con la piel, y unos jamoncitos que no estuvieron nada mal. Quien ha probado el jamón de onso ya no disfruta tanto del cuto.

—Qué rico estaba. Seguro que por esas sierras de atrás hay alimañas. Esta noche me ha parecido escuchar lobos.

—Vendrán a por los despojos de los cabezas de toalla, que con esos de ahí abajo tendrán buen aperitivo —contestó el teniente—. Bueno, menos cháchara ¿Están tus hombres preparados?

—Más o menos. Tiemblan como flanes, pero no de miedo sino de frío. Si suben los pichascortadas por aquí, saldrán con el cul* caliente.

—¿Y la munición?

—Sigue seca, pero ando un poco escaso.

—Tú y todos. El capitán me ha dicho que a los cañones solo les quedan diez disparos por pieza.

—Pues será mejor que el mariscal de los cojo*** no cuente con ellos. Pepe, no pienses que es miedo, sino sentido común ¿No le parece que sería el momento para retirarnos? Presburgo está perdida, les hemos dado un buen mamporro a los pichascortadas en los morros, la lluvia nos protege, y seguro que más atrás habrá algún buen sitio para darles otro patadón a los paganos.

—Tienes razón, y eso mismo cree el coronel. Esta noche se ha acercado al castillo, pero el mariscal no ha querido ni recibirle. Sus ayudantes estaban tan satisfechos por los cuatro tiros que han pegado que creen que han conseguido una victoria que ni el Batallador en Cutanda.

—Poco me gusta lo que dices.

—Y a mí, menos. El coronel tampoco está tranquilo y ha ordenado que nos preparemos para salir por pies.



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El tercer día

Tras dos días de combates el coronel Pérez estaba preocupado. Aunque habían conseguido rechazar todos los ataques, y las pérdidas eran escasas, apenas quedaba munición para sus cañones, y las peticiones al cuartel general habían sido infructuosas. Su batallón también había consumido gran parte de su cartuchería. Había solicitado repetidamente al margrave que le enviara más o, si no la tenía, que la reclamara a Viena, que estaba a pocas horas de cabalgada. En caso de ser imposible recibir municiones, proponía abandonar la línea y retirarse a los montes de Devin, donde la montaña Thebener Kogel ofrecía una posición muy fuerte.

Sin embargo, en el castillo de Presburgo reinaba la satisfacción tras haber rechazado a los turcos durante dos días; la alegría apenas estaba empañada por una nueva angina de pecho que había obligado a encamarse a Leopoldo Guillermo. Le hubiera debido sustituir el conde de Hohenlohe-Langenburg, que mandaba el ala izquierda desde la colina Kalvaria, pero no fue informado del deterioro de la salud del margrave. El general Von Holze, que dirigía el ala derecha, se arrogó el mando del ejército, aunque no está claro si lo hizo siguiendo instrucciones del margrave Baden-Baden. En todo caso, anunció a sus subordinados que le había ordenado resistir, y que no se molestara al margrave mientras se recuperaba. De ahí que no accediera a las demandas de Pérez, ni que tampoco las transmitiera. Por el contrario, aseguró al coronel español que los turcos estaban a punto de retirarse, e incluso envió mensajes de victoria a Viena.

Von Holtze acertaba al decir que la situación en el campo otomano era delicada. Después de dos días de sangrientos e infructuosos asaltos, el ejército recelaba de Abaza Siyavus, y el pachá temía por su posición y hasta por su vida. Estuvo considerando replegarse para rodear a los aliados atravesando los Pequeños Cárpatos por el paso de Jablonica, a un día de marcha al norte. Sin embargo, Arabacı Ali pachá, adjak agalari (general) de los jenízaros, advirtió que, durante el ataque de la tarde anterior a la colina Slavin, apenas había recibido fuego desde el castillo. Propuso que en lugar de reiterar los ataques contra Slavin y Kalvaria, se hicieran por la ladera entre Slavin y la colina del castillo. Inicialmente el lugar había sido descartado, creyendo que sería una trampa de fuego, pero parecía que no estaba suficientemente protegido. Se debía a que las posiciones estaban mal emplazadas y dejaban un punto ciego en la margen izquierda de la depresión.

Durante la mañana se produjo un enfrentamiento en el mando aliado, cuando Von Hohenlohe-Langenburg supo de la enfermedad del margrave. Acudió al castillo, pero Von Holtze dijo haber recibido el mando del margrave y no permitió que Von Hohenlone hablara con él para comprobarlo. La discusión se cortó cuando comenzaron a escucharse disparos, no sin que dijera a Von Holtze que iba a acudir al emperador para que le castigase por insubordinarse. Von Holtze, poco después, debió reflexionar y envió un mensaje delegando el mando en Von Hohenlone, pero no llegó a localizar al general, que estaba enfrentándose a una nueva crisis.

Mientras en el castillo se peleaban los generales austriacos, Siyavus envió pequeños grupos a tantear la línea defensiva tanto en el castillo como en las colinas Slovin, Kalvaria y Estrace; su intención era distraer a los aliados del ataque principal, que se lanzó a mediodía: sin cañoneo previo, y ocultos por las cortinas de agua, cuatro ortas (batallones) de jenízaros ascendieron por la ladera. Dos asaltaron las débiles posiciones del centro, mientras que uno atacó de flanco la colina del castillo y otro la Slovin. Los austriacos que las defendían se encontraron con que sus mosquetes fallaban a causa de la lluvia. Aun así, ofrecieron una férrea resistencia, y solo tras costosos combates cuerpo a cuerpo los jenízaros consiguieron coronar la ladera, mientras los imperiales se retiraban ordenadamente. En los flancos, el ataque no iba mucho mejor. Los defensores de la colina Slavin rechazaron al orta jenízaro, y lo mismo ocurrió en las faldas del castillo. Sin embargo, el repliegue del centro estaba amenazando con aislar la colina del castillo, sin que reaccionara Leopoldo Guillermo, que estaba cada vez más enfermo. El conde Von Dünewald, comandante de los coraceros Trautmansdorf, pidió repetidamente permiso para contratacar, pero Von Holtze no quiso tomar la decisión, y le negó la autorización hasta que la refrendara Von Hohenlohe.

Von Holtze envió otro mensajero, pero no iba a llegar a tiempo, ya que Siyavus decidió enviar a los irregulares en apoyo de los agotados jenízaros. Su anticuado armamento resultó ventajoso ya que con lanzas y espadas se impusieron a los mosquetes empapados. Von Dünewald no quiso seguir esperando y cargó con su regimiento. Los coraceros consiguieron rechazar a los irregulares, pero después desoyeron las órdenes de detenerse y descendieron por la ladera hasta quedar encerrados entre los jenízaros, que les obligaron a retirarse tras dejar a muchos atrás. Tras el fracaso del contrataque, los imperiales se retiraron del centro; su línea estaba rota.

Por entonces el castillo estaba a punto de quedar aislado. Los coraceros supervivientes consiguieron mantener la vía de retirada expedita; aun así, menos de la mitad de los defensores lograron replegarse, dejando atrás la artillería, la impedimenta, y el cuerpo del margrave, al que el esfuerzo de la retirada había matado. Hohenlohe, al ver que la batalla estaba perdida, ordenó el repliegue del ala derecha; a fin de cuentas, el ejército aliado seguía siendo fuerte y una retirada a tiempo podría salvarlo.

De nuevo, los turcos se adelantaron. Al ver que los austriacos se retiraban de Slavin y Kalvaria, Siyavus lanzó su caballería tártara. La carga contra las colinas resultó un fracaso: primero, la poca munición que quedaba para los cañones de Estrace bastó para diezmar a los tártaros. Después, la pendiente detuvo el ímpetu de los jinetes, y las descargas de la retaguardia austriaca causaron serias pérdidas. Parecía que Hohenlohe iba a poder retirarse en orden; pero entonces Mehmed Aga, que comandaba los espagis, la caballería de la guardia imperial, vio que había quedado un espacio vacío y lanzó su división Silahtars por el paso entre las colinas Estrace y Kalvaria, que estaba siendo evacuada. La artillería española disparó sus últimos proyectiles sin poder impedir el paso de la división Ulufeci, que cargó contra las columnas de austriacos que se retiraban. A los espagis se unieron los tártaros y, como había ocurrido con el ala derecha, el repliegue se convirtió en desbandada, con los infantes intentando escapar de los jinetes espagis. La persecución no se detuvo hasta que los pocos supervivientes (entre los que no estaba el conde de Hohenlohe-Langenburg) se pusieron a salvo al otro lado del río Morava.

La batalla había acabado catastróficamente. A pesar de las tremendas pérdidas turcas (se estima que tuvieron seis mil muertos y trece mil heridos, una tercera parte del ejército), apenas cuatro mil hombres llegaron hasta Viena. Otros dos mil se habían unido al millar y medio que defendía Devin. Desmoralizados y sin alimentos, se rindieron tres días después, pero los enfurecidos irregulares no respetaron la capitulación y los masacraron. El general Von Holtze, que había firmado la capitulación, fue desollado vivo.

El desastre de Presburgo dio a Siyavus el dominio de la orilla derecha del Danubio, aislando Viena por el norte, mientras el ejército principal turco se acercaba por el sur. A su espalda, los españoles y moravos que defendían la colina Estrace habían quedado aislados…



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Las explosiones atronaban la colina. Aunque Betorz no veía lo que ocurría, buena espina no le daba, y ordenó a sus soldados que se preparasen. Entonces llegó el teniente Bestué con cara de pocos amigos.

—¡Venan, deprisa, recoged todo que nos vamos!

—¿Por fin se ha decidido el margrave?

—Qué va. A ese cabrón le ha entrado el canguelo y ha salido a escape para Viena, con los turcos detrás.

—La leche. Pepe, no me digas que nos han dejado solos.

—Más solos que la una, Venan. El coronel está que fuma en pipa. Vamos a salir por pies, a ver si podemos salvar la piel. En cinco minutos nos marchamos.

—¿Y el capitán?

—Con el coronel, sustituyendo al comandante González, que sea empeñado en parar una flecha con la tripa. Me ha dejado al mando, y tú te encargarás de la sección. Así que aligera.

—Como quieras, Pepe. Allá voy.

El sargento llamó al traductor, y corrió a organizar la retirada— ¡Diles que salimos en seguida! ¡Una manta, raciones para tres días, y toda la munición que les quede! ¡Si veo a alguien con un pañuelo de más le cortaré los huevos! ¡Marchando!

Aunque los soldados no entendieran muy bien lo que les decían, comprendían que algo pasaba y se apresuraron a seguir las órdenes. Betorz estaba reuniendo la tropa cuando se escucharon ruidos en la vaguada.

—¡Me cago en la puta de oros! Solo faltaban los pichascortadas para la fiesta ¡Desplegaos tras el parapeto y cargad los fusiles! ¡Con cuidado, que al que se le moje la munición yo sí que le daré una mojada!

Los fusileros volvieron a sus puestos y se prepararon. Bien hacían, porque por la vaguada estaba ascendiendo una masa de irregulares.

—¡Fuego! —Como el día anterior, una descarga los barrió. Viendo el campo cubierto de cadáveres del día anterior, los que no habían sido heridos prefirieron permanecer a cubierto.

—¡Venan, quédate con tu sección para entretenerlos! —Dijo el teniente—. Yo cubriré vuestra retirada. Si me pasa algo, id hacia esa colina. El punto de reunión es Marianka.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica

El fusil Entrerríos

El fusil Entrerríos del modelo 41 fue un arma de fuego empleada por los ejércitos españoles durante las fases finales de la Gran Guerra, que proporcionó a los ejércitos hispanos la potencia de fuego necesaria para superar a sus numerosos enemigos. También fue utilizado por los ejércitos aliados durante la guerra de la Santa Alianza.

Durante el siglo XVI se había generalizado el empleo del arcabuz, un arma de fuego portátil que reemplazó a los arcos largos y a las ballestas. Los primeros modelos se disparaban con llaves de mecha, que más adelante fueron sustituidas por las de rueda. Eran poco fiables y no era raro que fallaran en ambientes húmedos. Su carga era lenta y, como sus cañones forjados y soldados a mano no podían resistir presiones elevadas, era necesario dejar holguras (vientos) que permitían que la bala bailara en el cañón y que no aprovechara la potencia de la pólvora, de tal manera que los arcabuces tenían un alcance reducido y eran tan imprecisos que resultara improbable acertar a más de veinte pasos, siendo necesario usarlos en masa y a corta distancia.

El mosquete, aparecido a principios del XVII, era una versión más pesada del arcabuz, con más potencia y alcance, pero requería una horquilla para apoyarlo. Durante la Gran Guerra los ejércitos españoles se equiparon con una versión aligerada que, en lugar de llave de rueda, empleaba una de chispa más fiable, pero que seguía fallando si se humedecía. En esos mosquetes se podían engarzar «cuchillos de Breda» que permitían emplearlos como lanzas, de tal manera que los españoles abandonaron la tradicional formación en cuadros con piqueros y mosqueteros, sustituyéndola por filas de mosqueteros que podían hacer fuego en andanadas y abrumar los cuadros enemigos.

Aun así, los mosquetes, que seguían empleando cañones forjados, seguían siendo poco precisos. La solución estaba en los fusiles, que eran armas «rayadas», es decir, con un estriado interno que hacía rotar al proyectil para estabilizarlo e incrementar su precisión. Sin embargo, era necesario encajar el proyectil en el ánima, generalmente con papel encerado, de tal manera que la carga era muy lenta. Al no haber «vientos» tenían que disparar con cargas reducidas, pues los cañones podían reventar.

El fusil Entrerríos 41, aunque aparentemente era similar a los mosquetes, supuso un cambio revolucionario, ya que aunaba varios cambios tecnológicos que lo convirtieron en un arma más fiable, más precisa y con superior cadencia de tiro. La más importante fue la manufactura del cañón. En lugar de ser una lámina de acero forjada y soldada, se fabricaba con una barra maciza de acero de crisol de alta calidad, que se perforaba con un taladro especial. Después se tallaban estrías y se templaba. Ese cañón era más ligero y resistía presiones más altas.

La llave de chispa se sustituyó por una de percusión que empleaba pequeños pistones, inicialmente de papel y luego herméticos de metal blando. Los primeros ejemplares llevaban pólvora fina, pero fue sustituida por fulminatos. Los pistones detonaban por el golpe de la llave e inflamaban la pólvora. La ventaja no solo estaba en que se colocaran con facilidad, sino que permitían llevar el arma cargada sin temor a que cayera la pólvora fina de la llave, y sin que fallara a causa de la humedad. Finalmente, los proyectiles ya no eran esféricos, sino troncocónicos, con una oquedad en la parte posterior que se expandía por la presión de los gases, haciendo que tomaran el rayado.

El fusil Entrerríos seguía requiriendo estar de pie para cargarlo. El fusilero tomaba el «cartucho», que era una bolsita de papel encerado, y lo mordía por un extremo para romperlo. Dejaba caer la pólvora por la boca del cañón, y después la sémola, que actuaba como amortiguador entre la pólvora y el proyectil. Con la baqueta la apretaba. Después metía la bala, con el hueco hacia abajo: esta era de calibre un milímetro menor, para que entrara con facilidad. Una vez llegaba el fondo, se le daba un golpe con la baqueta para que asentara bien. No se necesitaba taco, pero era recomendable ponerlo (usando el papel del envoltorio) si se iba a llevar el arma cargada, para que la bala no se moviera. Una vez cargado, el soldado elevaba el fusil, abría la llave y colocaba un pistón: el arma ya estaba cargada. Entonces se apuntaba y se disparaba. Los gases de la pólvora abrían la oquedad de la bala, que tomaba el rayado. Además, al no producirse el fogonazo de la llave, ni deslumbraba al tirador ni le hería con partículas, de tal manera que no temía acercar su ojo a la mira.

Aun siendo un procedimiento complejo, era más rápido que cargar un mosquete y un fusilero experimentado podía disparar incluso cuatro veces por minuto. Las balas eran letales a mil metros, aunque a tal distancia eran poco precisas, y solo eran eficaces si disparaban en andanadas contra objetivos grandes, como podían ser cuadros o cañones enemigos. En la práctica, se recomendaba que la distancia fuera de doscientos cincuenta metros o menos: un gran avance, teniendo en cuenta que el alcance eficaz de los mosquetes era menos de la mitad. El fusil Entrerríos tenía una mira que estaba graduada de cincuenta en cincuenta metros, hasta doscientos cincuenta; para distancias mayores podía emplearse un suplemento, de los que se distribuyeron pocos.

El efecto del nuevo fusil fue revolucionario. Se decía que una línea de fusileros, equipada con los Entrerríos, podía enfrentarse con un cuadro diez veces más numeroso, y que podía derrotar a una carga de caballería «a la sueca» (es decir, que buscara el choque). Incluso tenía más alcance que la artillería de la época. De ser preciso, admitía un cuchillo de Breda que se engarzaba con un cubo, de tal manera que los fusileros podían defenderse de la caballería o imponerse en el cuerpo a cuerpo sin precisar el auxilio de piqueros..

A pesar de su eficacia, la vigencia del fusil Entrerríos fue temporal, ya que fue superado por el fusil Otamendi de retrocarga. Sin embargo, las entregas del Otamendi no eran suficientes, y se decidió convertir miles de unidades del Entrerríos para la retrocarga, con un sistema de bisagra y bloque de cierre que permitía aprovechar el mecanismo de la llave de percusión. A partir de 1670 se convirtieron casi todos los que quedaban. La nueva arma, llamada fusil Entrerríos modelo 68, no era tan eficiente como el Otamendi 62: obturaba peor y, al no haber un extractor, había que voltear el fusil o emplear una llave para extraer el cartucho vacío; tampoco era raro que hubiera que hacerlo con la baqueta. Empleaba la misma munición, con casquillo de latón arrollado (después, extrusionado), carga de pólvora roja, percusión central, y proyectil ojival de plomo, a veces con recubrimiento de cobre.

A pesar de sus inconvenientes, sobre todo, las dificultades para extraer los cartuchos disparados (los arrollados se expandían y quedaban encajados), su cadencia de tiro triplicaba la de la versión de avancarga. Con el fusil Entrerríos modelo 68 se equiparon las unidades de milicias hasta que estuvieron disponibles armas más avanzadas. Además, se mantuvo la producción tanto de la versión de retrocarga como la de avancarga, esta última destinada a los aliados de la monarquía y para su venta a tramperos y colonos. A partir de 1678 se empezó a suministrar la versión de retrocarga a los aliados…



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Ahora, algunos dibujitos. Cuidado, en alguno las fechas no están actualizadas. Cuentan las del texto.

Mosquete Orbaiceta modelo 35
Imagen
https://www.deviantart.com/yqueleden/ar ... -912409333

Los primeros mosquetes, que aparecieron a comienzos del siglo XVII, eran armas muy pesadas, tanto que necesitaban ser apoyadas en una horquilla. En 1638 el ejército de Egipto comenzó a emplear una versión mejorada, el mosquete Orbaiceta modelo 35. Se empezó a construir en Orbaiceta, en Navarra, pero la proximidad a Francia hizo que la producción se trasladara a una nueva factoría en Mieres, en el Principado de Asturias.


El mosquete Orbaiceta tenía un cañón que, en lugar de forjarse a partir de una plancha, se hacía taladrando barras de acero, de tal manera que siendo más ligero tenía más resistencia. Otras innovaciones eran que se fabricaba con piezas intercambiables, que usaba una llave de chispa más fiable que las de rueda, y que podía llevar una bayoneta de cubo que permitía emplearlo como si fuera una pica.


Con el nuevo mosquete los ejércitos españoles abandonaron las pesadas formaciones en cuadro, adoptando otras lineales que maximizaban la potencia de fuego.


Muchos mosquetes Orbaiceta fueron transformados sustituyendo la llave de chispa por otra de perfusión. Con todo, fueron dados de baja poco después del final de la guerra, y cedidos en grandes cantidades al ducado de Irlanda y al Imperio.



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Fusiles Entrerríos modelos 41 y 68
Imagen
https://www.deviantart.com/yqueleden/ar ... -912389271

Cañón Trubia de 10 cm
Imagen
https://www.deviantart.com/yqueleden/ar ... -927240251

El fusil y los mosquetes están basados en el excelente dibujo de Rundewrun del mosquete Charleville: http://shipbucket.com/forums/viewtopic. ... 17#p182250

El tiro de caballos del cañón está tomado de DarthPanda.

En DeviantArt: https://www.deviantart.com/yqueleden/ga ... tro-siglos pueden verse bastantes dibujos, con algunos textos adicionales. Como ya he advertido, si hay discrepancias lo que cuenta es el texto de este foro. Iré corrigiendo las discordancias, pero agradecería vuestros avisos.

Saludos



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La larga marcha

En el día de San Norberto, sexto del mes de junio del Año de Nuestro Señor de 1681.

—M¡o capitano, estiamo a dieci chilometri de Pavia.

El capitán Sampedro tuvo que pensar para comprender lo que le decía el napolitano —. Alférez Varriale, envíe por delante el tren para que vayan preparando el campamento.

Los arrieros hicieron que las recuas avivaran el paso, pues tenían que tenerlo todo preparado para pernoctar. Mientras, el capitán relajó el paso, para dar tiempo a los aposenteros. No estaba nada mal, se había plantado en Pavía en solo dos días. Seguro que la mitad de la legión aun seguía en los barcos. Ni el Lobo lo hubiera conseguido.

La 22ª Legión del general Ruiz de Apodaca había tenido que desembarcar en Génova y no en Trieste como estaba previsto, ya que las galeras turcas hacían demasiado peligroso el Adriático. Era un inconveniente que las piernas de sus hombres tendrían que remediar. El capitán aun recordaba las instrucciones que le había dado el comandante Barrones nada más llegar a tierra.

—Rufino, malas noticias. El telégrafo dice que los turcos se dirigen hacia Viena. Tenemos allí buenos chicos que van a necesitar ayuda. El general ha dicho que nos olvidemos de marchas organizadas. Sal a escape, que te irán llegando instrucciones por el camino. Te dirigirás a Viena por el paso de Tarsicio. Primero irás a Pavía donde recibirás más órdenes.

—Lo que usted mande, mi comandante ¿Qué distancia tenemos que recorrer?

—Casi nada —contestó el coronel. Unos ochocientos kilómetros. Más o menos, como de su Zaragoza a mi Sevilla.

—Un paseíllo de nada.

—Paseíllo el que le darán los turcos a los vieneses si no llegamos pronto ¿Cuándo podrá partir?

Sampedro pensó un momento—. Mañana al amanecer.

—Excelente. Le proporcionaré un guía, y vales para que vaya comprando comida. Le comunico que le precederá la caballería.

—Esos se zamparán todo lo que pillen, mi comandante.

—Espero que no. Tienen órdenes de ir recogiendo suministros, y más les valdrá cumplirlas.

—Como usted diga, mi comandante.

—Puede irse, capitán.

Sampedro se había dirigido al barracón donde la compañía se estaba reuniendo. Tras dar instrucciones a los oficiales, revisó el material y las mulas, alegrándose de verlas en buenas condiciones, pues la rapidez de la marcha iba a depender de la salud de los animales.

Con las primeras luces de la mañana siguiente Sampedro se levantó y tomó el desayuno de pan tostado y café que le había preparado el asistente. Los hombres tomaban un desayuno similar, pues en el ejército español no había lujos para nadie, y menos en la legión de Ruiz de Apodaca. En cuanto los hombres rumiaron las últimas migas, cargaron su equipaje en los carros que tiraban las mulas, tomaron la mochila y el fusil, e iniciaron la marcha. Primero por la costa, luego por el valle del Poicevera, y después por el Scrivia, tras superar el paso del Giovi. El sinuoso curso del río alargaba el trayecto, pero evitaba tener que ascender las montañas de Liguria. Habían hecho noche en Tortona, tras una caminata que había llenado de orgullo las almas y de ampollas los talones. La noche fue para reponer fuerzas y cuidar los pies, porque también pronto por la mañana emprendieron la segunda jornada que les dejó en Pavía cuando aun había luz del sol.

Estaban llegando a la ciudad de tan gloriosa historia para las armas hispanas, cuando un teniente llegó a la carrera.

—¿Capitán Sampedro? —Rufino asintió— A sus órdenes. Tengo un mensaje para usted —dijo entregándole una nota.

A Cpt Sampedro de Com Barrones. Derrota cerca Viena. Turcos cercan ciudad. Acelere marcha a Mantua

—¿Más deprisa? ¿Pero qué piensan, que tenemos ruedas? Haré lo que pueda.

La compañía volvió a partir al amanecer. Sin embargo, esta vez Sampedro se detuvo a mediodía, pues quería dar tiempo para que sus hombres revisaran el equipo y para que los rezagados se incorporaran. Al día siguiente llegaron a Cremona, pero la corta andada de esos dos días se compensó al salvar en una larga jornada la distancia que quedaba hasta Mantua, la gran fortaleza del río Mincio. Allí descansaban dos regimientos de caballería, cuyos animales tenían que recuperarse de la cabalgada. En la ciudadela escuchó noticias cada vez peores. De Viena solo se sabía que había sido cercada, y que la navegación por el Adriático seguía siendo muy peligrosa, aunque la Armada estaba escoltando un gran convoy con suministros hacia Trieste. También actualizaron sus órdenes. Debía seguir sin detenerse, pasando por Vicenza, ya en territorio de la Serenísima República, para luego recorrer la llanura véneta evitando las estribaciones de los Alpes. No debía acercarse a Venecia, pues en la ciudad de la laguna se seguía recelando de los españoles, a pesar de la temporal alianza. Luego tenía que afrontar el cruce de los Alpes Julianos ya que su nuevo destino era Leoben, cerca de Viena.

Recorrer el Véneto supuso otros cuatro días de esfuerzos, y la compañía de Sampedro llegó a Gemona, en el valle del Tagliamento, nueve días después de salir de Génova, cuando el convoy de suministros ni siquiera había pasado el canal de Sicilia. Sin embargo, allí acabaron las facilidades. El impetuoso río bajaba entre montañas, dejando apenas espacio para un camino poco más que senda, frecuentemente cortado por barrancos que se pasaban por puentes de madera que daban grima. Aun así, emprendieron la marcha con brío; pero a mediodía fueron alcanzados por la caballería. Regimiento tras regimiento que ocupaban el estrecho camino mientras el capitán refunfuñaba, no tanto por el retraso, sino por ver como el suelo se cubría de una mezcla de barro y boñigas.

—¡Alférez Varriale!

—Al suo servizio, mio capitano —dijo mientras saludaba llevándose la mano a la gorra.

—Alférez, supongo que en ese pueblo podrá encontrar algún pastor que le sirva de guía. Pregúntele si hay algún otro paso por ese valle de ahí.

Al rato volvió el napolitano, acompañado de un lugareño que lucía calzones cortos con medias, chaquetilla corta, llamativo cinturón, y un curioso sombrero alto que a Sampedro le pareció como los flamencos. El tipo blandía un fuerte bordón con contera de hierro, tan apto para saltar arroyos como para lidiar con lobos.

—Mio capitano, este signore dice que atraviesa la valle uno sendero non troppo difficile.

El capitán entendió que se podía pasar. Era lo que necesitaba, pero de todas formas quiso más explicaciones.

—Pregúntele si es mucho más largo y que a dónde va.

—Dice que anda a Tarvisio e que con buone gamba arrivará in un giorno.

—¿Un día? Magnífico.

—Mio capitano, dice anche que es bouna idea andar por aquesta parte, in caso di tempesta è meglio il passo di Sella Nevea.

—¿Tempestad? La verdad es que esas nubes no me dan buena pinta. Razón de más para darnos prisa ¿A qué distancia está el puerto?

—Quattro ore —repuso el pastor.

—Casi se le entiende mejor a este señor que a usted, alférez. Bien, en cinco minutos nos movemos. Me gustaría estar al otro lado del paso antes de que oscurezca. Diga a ese hombre que tendrá seis ducados si nos acompaña.

La compañía vadeó el río entre las piedras y se internó en el valle lateral. Entre frescos bosques y aldeas de montaña, ascendía una senda tan bien trazada que los hombres mantuvieron un ritmo que al pastor casi le costaba seguir; tenían buen aliciente, pues las nubes se hicieron grises y luego negras, y empezó a soplar un viento cálido que dio muy mala espina a Sampedro, que tenía la experiencia de las tronadas que tantas veces afligían a su Almudévar natal. No se equivocaba, pues al poco empezaron primero a escucharse truenos, y luego a caer gotas gruesas seguidas de pedrisco fino: afortunadamente, con la protección de las capas y resguardándose bajo los árboles el granizo no fue demasiado molesto. En cuanto escampó, la compañía reinició la marcha, más rápida aun si cabe, porque llegaban más nubes que arrastraban cortinas de agua. Al menos, el paso de Sella Nevea era un collado boscoso que daba seguridad ante los rayos que ya caían en las cimas. Aunque el descenso fue a la carrera, llegaron a Cave del Predil ya de noche cerrada. Pasaron la noche en las casas, escuchando a la lluvia golpear paredes y tejados, con tal violencia que parecía que iba a derribarlos. A la mañana siguiente seguía lloviendo a cántaros, y el guía aconsejó a Sampedro esperar a que acabara la tormenta; sin embargo, un par de horas después el temporal dio una tregua, que la compañía aprovechó para llegar a Tarvisio.

Allí, ya en territorio imperial, encontraron al que debía ser su enlace, el teniente Lothar Graf von Kopfersberg. Se sorprendió al verlos llegar tan pronto, ya que la violenta tempestad arreciaba en las cumbres y había cortado los caminos. Poco le importó a Sampedro: se mantenían las instrucciones de apresurarse y, aprovechando que no llovía mucho, prefirió continuar hasta salir al llano. Ordenó al austriaco que se le uniera; por su expresión, supuso que no le hacía gracia obedecer a un Don Nadie que no llevaba ni ropillas ni brocados; como si le importara mucho al capitán. Le bastó una mirada para someter al teniente. Al momento, la compañía volvió a la carretera, consiguiendo llegar a Villach, ya al otro lado de las montañas, con las últimas luces.

Aun les llevó otros cuatro días recorrer el terreno ondulado que quedaba hasta Leoben. Marcha desagradable por la lluvia casi continua; al menos, llevaban buen calzado, y las capas de lona y elástica protegían de lo peor. Además, seguían sin ver a la caballería, y la carretera que recorrían no estaba mal del todo.

A medida que se acercaban a Leoben el flujo de refugiados disminuía, ya que las autoridades imperiales no querían que los civiles bloqueasen los caminos. Por el contrario, lo que encontraban eran formaciones austriacas, caballería en su mayoría, que marchaban en la misma dirección; motivo para que Sampedro pidiera a su enlace otra ruta menos desagradable. Otra buena andada por los cerros y se plantaron en Leoben. Tras trece días de marcha, habían llegado a la guerra.



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Sampedro esperaba ver la pequeña ciudad convertida en un campamento militar. Le habían indicado que era el punto de concentración del ejército de socorro y, si había dejado el camino principal, era para evitar toda la caballería austriaca que estaba pasando. Sin embargo, en el puente solo encontró una patrulla de milicianos. El español ordenó a Von Kopfersberg que buscara alguna autoridad. Tardó en volver, acompañado de un militar que lucía un uniforme caqui, el color entre pardo y verdoso de los ejércitos hispanos en Europa. Sampedro se cuadró al ver las estrellas que lucía en la bocamanga.

—A sus órdenes, mi coronel. Se presenta el capitán Sampedro con la primera compañía del tercio de cazadores de montaña Camarasa número setenta y ocho.

—Descanse, capitán. Me alegra verles. Ya sabrá que su compañía ha sido la primera en llegar.

Sampedro vio con agrado que el militar, además de tener la tez morena de quién ha andado muchos caminos, empleaba la nueva etiqueta. El capitán, que procedía de una familia de ganaderos, prefería jefes partidarios de los modernos—. Tengo el placer de mandar buenos hombres. Curtidos veteranos que han probado la pólvora en Rémortier y en La Hermosa.

—¿Rémortier y la Hermosa? Serviríais a las órdenes del general Purroy.

—Tuve ese honor, mi coronel.

—Pues debe saber que es mi hermano mayor. Es decir, que yo soy tan aragonés como usted, a fuer de su acento. Si mi hermano le llevó a La Hermosa motivos tendría. No esperaba que hubiera llegado ya, lo hacía volviendo.

—Mi coronel, siento no poder darle noticias del hermano de su señoría, pues hace ya seis años que dejé las Indias Orientales. De Madrid pidieron veteranos para el ejército de los Pirineos, y la patria chica siempre llama.

—Razón tiene, capitán. Demasiados años llevo sin ver los cerros de mi pueblo. De todas maneras, ya dejaremos la charla para otra ocasión ¿Sabe si le siguen más fuerzas? No han llegado mensajeros, y el telégrafo está cortado por el temporal.

—Siento no saberlo. Yo recibí órdenes de adelantarme, pero tras mis pasos debe andar mi legión, y en el convoy que me llevó a Génova habían embarcado otras dos.

—¿Tres legiones? No será demasiado, pero menos da una piedra.

—Tres de infantería más la caballería, que yo esperaba ver aquí. Sin embargo, temo que se retrasen. En las montañas soportamos una tronada de las buenas, y al descender vimos prepararse otras. Mi teniente coronel, soy de Almudévar, en el llano, y se reconocer una nube cuando va preñada de piedra. Me temo que los torrentes hayan podido cortar el paso.

—Espero que no sea así, porque aquí anda todo manga por hombro. Pero lo primero es lo primero. He enviado al teniente Von Cofebé, o cómo se diga, ese que le acompañaba, para que le busque alojamiento. Mientras, necesitaré que ponga un poco de orden. Capitán, hágase cargo del puente y de la puerta. Si puede hacerlo por las buenas, mejor, pero quiero que en media hora el paso esté expedito. Luego ponga un control y no deje pasar a nadie sin mi permiso.



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