Un soldado de cuatro siglos

La guerra en el arte y los medios de comunicación. Libros, cine, prensa, música, TV, videos.
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Domper
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Los dos oficiales degustaron un sorbo de vino, y entonces el comandante pasó a mayores—. Jacinto, no seas tan plasta y apéame del tratamiento. Te preguntarás para qué me ha llamado el almirante con tantas prisas. No te tendré en vilo. Nos ha llamado al saber que las galeras turcas están atacando Apulia. Ha empezado la guerra.

El teniente permaneció en silencio. No porque le sorprendiera la noticia. Si algo había aprendido en sus años en el Mediterráneo era que el turco no era de fiar, y las barbaridades que estaban haciendo en el Egeo antes o después iban a acabar mal. Aun así, era preocupante que las galeras enemigas se hubieran atrevido a ofender la costa del reino de Nápoles.

—La nueva o, mejor dicho, la mala nueva —siguió el capitán—, ha llegado a Nápoles esta mañana. Por desgracia, el temporal de ayer cortó el telégrafo óptico, y han tenido que ser mensajeros a espuela quienes la trajeran. Los turcos desembarcaron hace dos días, y han atacado la ciudad de Lecce.

—¿Han tomado una ciudad? —el asombro hizo que el segundo se atreviera a interrumpir al comandante.

—No, el alcalde llamó a la milicia, y los malditos no se han atrevido con los muros. Sin embargo, han devastado la campiña, quemando casas y apresando gentes. Según el mensaje, ha sido una escuadra de galeras la que ha traído a los infieles, y luego ha recorrido la costa para atrapar a los pobres pescadores. No habrán podido hacer mucho más, pues el mensajero dijo que el regidor había llamado a la milicia, y que otros correos se habían enviado a Tarento y a Brindisi. Me imagino que los jabeques de esas flotillas ya habrán salido a la caza de los corsarios, pero no bastarán contra una escuadra al completo.

—Mi comandante, te pido que me perdones, pues no dudo de tu palabra, pero ¿Es segura la noticia?

—No me molesta tu duda, ni mucho menos. No será la primera vez que un desaprensivo con oscuros intereses envíe un mensaje falso. Puestos a pensar mal, yo me malicio que hayan podido exagerar el incidente. Si quería hablar contigo antes de reunir a los oficiales era por querer conocer tu opinión. Tú ya habías estado en el apostadero ¿Qué tal es ese Arpaja?

Langre llevaba dos años en la escuadra de Nápoles, primero como tercer teniente en la Clara, ahora como segundo de su amigo.

—Hasta ahora, solo puedo decir buenas cosas de él. Su designación fue una apuesta, que ya sabes que Arpaja es el primer natural del reino que es virrey, pero ha demostrado ser un excelente administrador, y un buen amigo de la Armada. Cuando estuve con la Clara nunca nos faltó nada. Si se necesitaba un madero, llegaban diez, y si perniles, un rebaño. Ahora bien, entiendo el resquemor. Arpaja pertenece por naturaleza al bando moderno, y como tal es partidario de retomar la guerra con el infiel. Aun así, me parece que es honrado a carta cabal, y no creo que se haya inventado la noticia.

—Ya, pero me dices que es partidario de la guerra. Es lo que me temía —dijo el comandante.

—Mi comandante, con lo que está pasando yo también lo sería. Los renegados albaneses salen noche sí y noche también a apresar napolitanas. Aunque pasan por las barbas de la fortaleza de Corfú, esos venecianos malnacidos cierran los ojos. Dios quiera que era traidora ciudad se hunda en sus canales.

—No será para tanto, Jacinto.

—Sí lo es, mi comandante. En Candía se sacaban los ojos con los paganos, y si resistieron fue por la ayuda de la Compañía; pero aquí, prefieren que el turco se haga rico siempre que nos haga daño. El virrey Arpaja debe estar hasta los mismísimos, pero es un hombre leal, y dudo mucho que haya sido capaz de inventarse algo de tal magnitud.

—Es lo que piensa el almirante Ochoa. Así que esta escuadra va a ser la que refresque a los otomanos la lección que ya les dimos en Lepanto ¿Cuándo podremos zarpar?

El teniente ya imaginaba la pregunta, y se había adelantado a los deseos de Martínez de Liendo—. Inmediatamente, mi comandante.

—¿Está todo preparado?

—Sí, mi comandante. Ayer llegó una gabarra con provisiones…

—Sí, las pedí al almirante al saber lo de Quíos.

—Excelente previsión, mi comandante. Además, cuando el almirante le ha llamado a junta me he tomado la libertad de enviar un bote a tierra para llamar a los francos de servicio. La Victoria está al completo y lista para partir.

—Magnífico. El almirante me ha preguntado cuando podría zarpar. Voy a enviarle una nota diciendo que estamos prestos. No faltará una reseña de tu celo.

—Gracias, comandante.



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Domper
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El cómitre chasqueó el látigo, y los penados pugnaron con los remos, pues el vapor aun no había llegado a Nápoles. En los puertos españoles eran embarcaciones a vapor las que cumplían ese papel, pero la guerra con Inglaterra las había retenido en la Península y en Flandes. Así que tenían que ser los penados —los más, piratas apresados— los que tuvieron que sacar a la fragata, con músculos y sudor. Poco a poco, la galeota empezó a moverse, pero entonces el cable de remolque se tensó, y los remeros tuvieron que esforzarse más y más, hasta que la fragata empezó a desplazarse por la rada napolitana.

El capitán observaba la maniobra desde el alcázar de la fragata. Los gavieros esperaban en los palos la señal para desplegar las velas; pero por ahora, el buque navegaba a palo seco, remolcado por la achaparrada galeota que más que barco parecía tortuga, pues no estaba pensada para la guerra sino para ayudar a entrar y salir del puerto a otras embarcaciones. Su aspecto era abominable, con un casco ancho —pues no se buscaba la velocidad—, portas para los grandes remos, y bancadas tapadas por una media cubierta en la que estaban el puente, un corto mástil de señales con su cofa, el timón, y el aparejo al que se unía el remolque.

Llevada por la galeota, la Victoria desfiló ante los fuertes y baterías que defendían Nápoles. Eran del nuevo estilo, más parecidos a casamatas que a castillos, y en su interior estaban los pesados cañones capaces de acabar con quien se atreviera a ofender a la ciudad del Vesubio. Al fondo, el volcán seguía humeando, recordando a los napolitanos la intervención española que les había salvado de las llamas. Hasta que la fragata sobrepasó el espigón y, ya en mar abierto, el casco empezó a agitarse y el viento hizo flamear la bandera.

—Don Jacinto —dijo a su segundo—, creo que el viento es suficiente. Ordene la maniobra.

Se soltó el cable, que fue recuperado desde la galeota. Dirigidos por los contramaestres, los marineros desplegaron las lonas, que un viento frescachón llenó. La nave puso proa al suroeste para, una vez fuera de la bahía y rebasada Capri, caer al sursureste, en demanda del estrecho de Mesina. Una vez en alta mar, el comandante mandó llamar a sus oficiales.

Martínez de Liendo explicó someramente lo que se sabía de la guerra. No era del todo inesperada: las atrocidades turcas en Quíos habían elevado la tensión; era la causa de que la escuadra de Ocho de Bolívar estuviera en Nápoles. Sin embargo, se pensaba que bastaría exhibir la bandera para hacer bajar los humos en Estambul, y no se esperaba el ataque otomano.

—Caballeros, ya conocen que estamos en situación de guerra con el turco. Algo que antes o después tenía que pasar. Sin embargo, a esos paganos del demonio poco les importan las formas, y la primer anoticia que hemos tenido ha sido cuando una escuadra de sus malditas galeras se ha dedicado a saquear la costa de Apulia.

—Mi comandante —preguntó el teniente Crisóstomo Álvarez de Utrillas, el tercero en el mando— ¿Vamos a darles caza?

—Esas son nuestras órdenes. Las escuadras de jabeques de Tarento y de Bari ya habrán hecho por ellas, pero son fuerzas ligeras más aptas para cazar piratas que para batir flotas. El almirante espera que se limiten a vigilar a los turcos, pero siempre es de temer que encalmadas o malos vientos permitan que los muslimes los atrapen. Gracias a la diligencia de los aquí presentes, la Victoria ha sido la primera en salir. Tenemos que adelantarnos y auxiliar a los jabeques, si fuera preciso.

—¿Hasta dónde debemos llegar, mi comandante? —inquirió el segundo; era una pregunta que ya habían preparado en la cámara.

—Debemos costear hasta Brindisi, aunque si hay otras instrucciones, se nos notificará por telégrafo en Regio. Siempre que el tiempo aguante —dijo mirando al techo de la cámara; los oficiales lo entendieron, pues habían visto las nubes que dominaban las montañas del interior; las lluvias podían impedir que se vieran las señales ópticas—. Una vez en Brindisi recibiremos nuevas órdenes.



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En algún lugar al este de Argel

Pablo se despertó con las primeras luces de la mañana pero pronto notó que algo no era como acostumbraba a ser.


Pudo ver desde los peñascos como un grupo de barcos se acercaba a la playa, pero eran barcos raros nada parecido a lo que él hubiera visto en el puerto eran alargados y tenían muchos remos a cada lado.
de pronto una serie de ruidos le sacó de sus pensamientos se oían se oían disparos y una serie de explosiones divisó en dirección a donde estaba la torre de la hispano y empezó y empezó a ver humo.
a la vez con un grupo bastante grande de hombres a caballo estaban en la playa esperando a los barcos.

Pablo decidió que ya había visto todo lo que tenía que ver allí. llamó a su mastín y salieron corriendo.

-Trueno ven aquí vámonos….


Pablo llegó más de una hora después casi sin aliento a los caseríos.

Padre …. padre !!!!

Qué pasa zagal a qué viene tanto grito

padre algo raro pasa en la en la playa del otro lado de los riscos. había barcos y yo creo que había también gente del interior. y creo que la torre de la hispano está ardiendo

como que barcos , qué barcos ?cómo eran?

No sé padre, no eran barcos normales, tenían muchos remos largos a los lados y eran alargados y estaban muy cerca de la playa.

Maldición……niña dile a tu madre que venga ahora mismo.


José sabía bien qué eran esos barcos lo había escuchado muchas veces en su Murcia natal. Recordó cómo había sido su vida de Murcia a Valencia . La ciudad no estaba mal pero aquella vida no era para él. Intentó entrar en los cupos que salían hacia las nuevas colonias pero le dijeron que no daba el perfil , fuera lo que fuese eso del perfil.

Y de repente un día en una taberna del puerto escuchó una conversación sobre las oportunidades de las ciudades del norte de áfrica de Orán de Argel . Y tras invitar a unos tragos empezó a pensar en ir a probar fortuna allí…..

Y aquí estaba había logrado casarse con una viuda napolitana y formar una familia hasta un negocio . Y esos malditos sarracenos iban a acabar con todo …..no al menos con su familia no se dijo.


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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

La compañía Hispano Egipcia ( más conocida en esas tierras como la hispano) fue una compañía telegráfica que operó en el norte de áfrica en el último tercio del siglo XVII. Fue una de las muchas compañías fundadas durante la segunda mitad del siglo XVII siguiendo el ejemplo de la exitosa Compañía del Carmen.

Sus estatutos se cerraron en Cádiz en 1660 ( dándose el visto bueno real 3 años después) . El objetivo de la compañía era conectar por telégrafo la península con Egipto, para lo cual enlazaria con el sistema telegráfico Ceuta Tánger que ya conectaba con la península.

Los estudios previos ya tenían en cuenta que las zonas más difíciles para la empresa serían la zona del Rif y toda la zona libica.

Así pues se decidió empezar a tender líneas en Argel y Túnez llegando hasta Melilla . Y en la zona egipcia conectar la red egipcia con la cirenaica para ir ensayando en zonas desérticas.

Si bien el tendido en el norte de áfrica fue más simple pues existían ya pequeñas líneas militares preexistentes ayudando en gran medida las nuevas líneas a controlar todo el territorio. El proyecto de enlazar la cirenaica era de por sí un gran reto pues eran más de 800 millas de distancia.

Se estudiaron varios métodos para poder aumentar la distancia de comunicación y así abaratar costes. Siendo la más fructífera el uso de reflectores que comunicaban mediante destellos por la noche pero con el lógico problema de que solo podían ser usados por la noche.

La compañía seria finalmente absorbida por la Real Compañía de Correos y Telégrafos en 1709


Domper
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Con el impulso del mismo poniente que formaba nubarrones en las montañas italianas, la fragata surcó las olas con la prestancia de la Gaviota, el famoso yate del ingeniero Otamendi que, según se decía, podía batir a un caballo a la carrera. Al anochecer del día siguiente la Victoria llegó al traicionero estrecho de Mesina. En otras condiciones, hubiera facheado esperando al amanecer, pero era impensable perder un tiempo que podía significar la vida de los marinos de Tarento. Además, seguían encendidas las luces que marcaban el paso; señal de que los turcos no estaban cerca. La Victoria largó dos botes que se adelantaron, marcando las fuertes corrientes que hacían peligroso el estrecho, y confirmando que las farolas no se habían movido. Una entretenida diversión de los lugareños era cambiar de posición las luces y atraer barcos con cargamentos valiosos a las rocas; la capitanía vigilaba y más de un gracioso había acabado en la horca, pero nunca se sabía.

Con poca vela y mucha precaución, la Victoria llegó a Regio con la amanecida, justo a tiempo de consultar si había órdenes adicionales. Desde el puerto le ordenaron que se mantuviera a la espera. Una hora después llegó una escampavía, y su comandante solicitó permiso para pasar a la Victoria.

—Alférez de fragata Corrado de Lauria, a sus órdenes, mi comandante. Traigo un mensaje para usted.

—Gracias, alférez. Hacedme el honor de seguirme a la cámara. Don Jacinto, sírvase acompañarnos, si me hace la merced.

Minutos después los tres oficiales leían el mensaje. Era muy corto.

«Escuadra cuarenta galeras turcas observada punta Mucurune punto Caballería turca recorre costa punto Acuden jabeques Tarento».

—Alférez, si no le importa, dígame qué noticias se saben de los turcos.

—Poco más de lo que dice el mensaje, mi comandante. La noticia de la incursión llegó ayer a la ciudad, y el regidor llamó a la milicia y ordenó que se acogiesen los lugareños a las murallas. El telégrafo dijo lo mismo, que la división de Tarento había salido a la caza del turco. Poco después llegó el mensaje que le traigo, pero después la lluvia ha cortado las comunicaciones.

—Gracias, alférez. En ese caso, seguiré mis órdenes. Le ruego que espere mientras redacto unas notas para el telégrafo y para la escuadra, que supongo pasará mañana por aquí.

Mientras el alférez esperaba, el capitán tomó un par de hojas y anotó unas palabras a lapicero. El segundo miró el instrumento que manejaba su superior, pensando en el efecto de un invento aparentemente banal. Hasta entonces, escribir había sido una tarea engorrosa que implicaba plumas, navajas y tinteros en los que diluir las pastillas de tinta. Había marcadores de grafito, pero eran bloques burdos que se importaban de Inglaterra a precio de oro. Sin embargo, la inventiva de los modernos se había adueñado del mercado. En lugar de emplear barritas cuidadosamente labradas y envueltas en cordeles, se tallaba un bastoncillo de madera con un canalito, y se abría por la mitad. En el centro se colocaba una barrita fina hecha con arcilla y grafito de baja calidad, y luego el conjunto se encolaba. El lapicero era fácil de copiar, y se fabricaba por toda Europa; la diferencia estaba en que los tornos de accionamiento hidráulico las factorías producían miles con un coste irrisorio.

Martínez de Liendo terminó los dos mensajes y se los dio al oficial—. Gracias por esperar, alférez. Esta nota es para el telégrafo, y esta otra deberá entregarse al almirante Ochoa de Bolívar cuando pase ante Regio.

En cuanto la escampavía se alejó, la fragata desplegó sus velas y retomó el rumbo sur, manteniéndose a cierta distancia de la costa, pues no quería dejarse atrapar entre las rompientes y una escuadra de galeras. Aunque hubiesen sido superadas por la artillería de los navíos, no debía olvidarse su capacidad de moverse contra el viento, y resultaban peligrosas si conseguían atacar por la popa. A medida que la costa se volvía hacia el este, también lo hizo la fragata, recibiendo el viento por la amura de estribor, luego de empopada, y finalmente por babor. Cuando cayó la noche ya estaban cerca del golfo de Tarento. Liendo aprovechó la noche para cruzar las aguas que faltaban hasta la punta de Leuca; la gran fragata había conseguido recorrer casi doscientas millas, superando los ocho nudos de andar.



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Durante la noche el viento arreció y empezó a traer agua. El comandante ordenó recoger trapo, pues no quería acercarse a una costa que no veía; bastaba que hubiese un error en la estima para acabar contra las piedras. Aun no clareaba cuando se tocó a zafarrancho de combate, precaución habitual en aguas hostiles.

El día amaneció triste, con nubes bajas y con viento del noroeste rolando al norte. Llevaba gotas frías como el hielo, como si aun no supiera del final del invierno. Más preocupante era que la visibilidad no llegaba a las dos millas. Al menos, las aguas seguían tranquilas, con una marejadilla que apenas era capaz de agitar las mil quinientas toneladas de la Victoria.

Tras comprobar que no había enemigos a la vista, el segundo ordenó a sus subordinados que se repartiera el desayuno, antes de empezar las tareas del día. Sin embargo, los hombres apenas habían empezado a degustar sus raciones —un buen plato de pasta con tocino entreverado— cuando se escuchó el grito del vigiador de la cofa.

—¡Ah del puente! ¡Se escuchan cañonazos en la lejanía!

Los hombres empezaron a murmurar, pero callaron al escuchar la orden de silencio del segundo. Entonces pudo escucharse el distante retumbo.

—Don Jacinto ¿Le parece que se oyen por proa?

—Eso creo. Por lo menos a cinco millas, diría yo.

El capitán meditó durante unos segundos antes de ordenar al teniente—: Aun tenemos algún tiempo. Que los hombres terminen la colación, que la necesitarán. En cuanto pasen quince minutos, ordene el zafarrancho de combate.

La tripulación se apuró a terminar la comida, e inmediatamente después alistaron la fragata. Se apagaron los fuegos de la cocina, se desmontaron los tableros que separaban las cámaras, dejando las cubiertas expeditas, se llevaron los muebles a la bodega, para que no pudieran romperse en letales astillas, y se colocaron los coyes en las amuras, para proporcionar protección contra el balerío. Además, se subieron saquetes de arena que se colgaron cubriendo la base de los mástiles y el interior de las bordas, para evitar los astillazos, tan peligrosos como la metralla. Sobre la cubierta se extendió una red para proteger a los hombres de los restos que pudieran caer de la arboladura. Se botaron las lanchas, que se tomaron a remolque. Los infantes de marina, equipados con pesados fusiles navales, se desplegaron en las amuras y en las cofas. El armero también distribuyó alfanjes, pistolas revólveres y bombas de mano de explosión y de fuego, que servirían como última defensa en caso de abordaje. Después, los polipastos empezaron a subir los pesados proyectiles a cubierta, y los artilleros los colocaron en las cunas necesarias para manejarlos. Apartadas estaban los estopines y las jarras con la pólvora rayo.

Mientras se culminaban los preparativos, los retumbos se escuchaban cada vez más fuertes, y empezó a verse algún destello.

—Don Jacinto, caiga quince grados a babor. Preferiría conservar la ventaja del viento. Que carguen los obuses del dieciocho con bombas de explosión.

—Mi comandante ¿Cargo los del diez con las de metralla?

—De acuerdo, que las pongan a cero, y dejen los cubrebocas. No quisiera que se mojen las pólvoras, y no me fío de esos nubarrones, que tienen la panza más negra que el sobaco de un grillo.

Como si sus palabras lo hubiesen provocado, fue el momento que las nubes escogieron para descargar. Fusileros y artilleros cubrieron los cartuchos con lonas impermeabilizadas con elástica, mientras el comandante maldecía su suerte; la visibilidad se había reducido a apenas doscientos pasos.

—Don Jacinto, que se preparen los hombres para disparar, pero esperaré antes de dar la orden. No quiero ametrallar a uno de nuestros buques.

Los servidores obedecieron la orden, protegidos del agua que caía por las grandes lonas. Los cabos de cañón prepararon las llaves e insertaron los estopines; todo estaba preparado.



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Seguía lloviendo a cántaros, pero las nieblas se abrieron cuando una batería disparó a tan corta distancia que parecía haberlo hecho contra la Victoria. Pero no era el caso: el fogonazo dejó ver a dos jabeques que estaban siendo acosados por una docena de galeras. Tres de ellas habían ganado el sotavento y se preparaban para abordar.

—Don Jacinto, cargue las velas para fachear. Dispare contra esas tres galeras. Que los obuses del dieciocho tiren contra el castillo o contra la proa, no hacia el combés, que seguramente los galeotes serán cristianos. Los del diez, que barran las cubiertas. Cuide que ninguna bala pueda llegar a los jabeques.

Sin tensión, las velas gualdrapearon y la Victoria redujo su andar. La galera otomana comenzó a virar mientras su artillería permanecía en silencio; parecía que la lluvia había mojado la pólvora y confiaban en el abordaje. No tuvieron ocasión. Unos segundos después dispararon los cuatro obuses de estribor de la fragata. Un proyectil falló y rebotó varias veces antes de hundirse entre las aguas, y otro pareció atravesar las frágiles maderas de la galera sin detenerse. El tercero, de nuevo, atravesó la galera con mínimo efecto, pero el cuarto quedó incrustado. Una fracción de segundo después la mecha hizo estallar el explosivo de la granada, y el castillo de popa se deshizo.

—Magnífico. Mantenga el fuego.

Los cañones del diez disparaban bombas de metralla que se abrían apenas salidas de las bocas. A doscientos pasos, no tenían fuerza para atravesar maderas, pero resultaban mortales contra los hombres que estaban al descubierto. Los turcos que se preparaban para el abordaje cayeron por docenas, y desde la Victoria pudieron escucharse los gritos de dolor. Inmediatamente después los artilleros se afanaron en recargar, pero la fragata no suspendió el fuego, pues los fusileros estaban acribillando los puentes enemigos.

—Mi comandante, esa galera se está hundiendo.

—Lo veo y lo oigo —pues hasta allí llegaban los gritos de los remeros, todavía encadenados—. Será mejor que no volvamos a emplear explosivas. Que los cañones del dieciocho suspendan el fuego, pero que sigan los pequeños.

La siguiente andanada de la Victoria terminó de destrozar la cubierta de otra galera que, sin control, empezó a separarse de los jabeques. La tercera no estaba mucho mejor, al estar sometida al fuego constante de los tiradores.

—Están arriando las banderas.

—Excelente. Que los botes se aproximen y liberen a los galeotes. Si pueden, que auxilien a los de la que se hunde.

—¿Y a los turcos?

—Si han liberado a los remeros, que les ayuden también. Si no, que aprendan a nadar.

La llegada de la Victoria había cambiado el combate. En las galeras supervivientes, los cómitres chasquearon sus látigos ordenando boga forzada, para separarse cuanto antes del monstruo que escupía fuego como un volcán.

—Teniente, creo que aun podremos atrapar a unas cuantas. Tese las velas y caiga a estribor. Los cañones del dieciocho, que tiren con bombas de metralla contra las galeras más alejadas. Las más cercanas, para los del diez y los fusileros.

Con todo, la Victoria dependía del viento y sus enemigas, no. Dos galeras más se fueron a pique; sus ligeras maderas, ya dañadas por el combate contra los jabeques, terminaron de abrirse al recibir la metralla. Otras tres tuvieron que rendirse, diezmadas sus dotaciones por el plomo español; las demás consiguieron escapar.



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Los hombres de la Victoria auxiliaron a los tripulantes de los dos jabeques a parchear los daños. Después, los tres barcos se dirigieron a Tarento, con sus cinco presas. Entraron a tiempo, porque el viento arreciaba por momentos. El barómetro se había desplomado y anunciaba la llegada de una de las letales tormentas que convertían el Mediterráneo en tumba de los incautos que se dejaban engañar por sus habitualmente tranquilas aguas.

Con todo, en la protegida rada el agua apenas se agitaba, y solo el ulular del viento en los palos secos recordaba el maretón que había al otro lado de la boca. Liendo había recibido en la cámara de la fragata a los comandantes de los jabeques, los tenientes de navío Cosenza, uno de los napolitanos cada vez más numerosos en la Armada, e Iturri, un bermeotarra que aun no siendo propiamente de Bilbao, parecía capaz de comerse una escuadra de galeras turcas de aperitivo. También estaba el capitán de fragata Fabrizio Bertodano, otro napolitano que comandaba la escuadrilla de vigilancia de Tarento.

—Son las malditas encalmadas de esta corta traidora las que permitieron que los culinegros se acercaran. La Valiente de mi compañero el teniente Cosenza las seguía de cerca, y mi San Blas transmitía a tierra los mensajes. El tiempo estaba empeorando y tuvimos que quitar trapo, pero entonces empezó a llover a cántaros y el viento quedó en un bagajillo. Los cabrones aprovecharon para tirarse contra la Valiente, y tuve que acercarme para echarle una mano. Como vuesa merced imaginará, nuestros cañones pusieron a caldo a los culinegros, pero tres galeras malnacidas nos ganaron el sotavento. Ya habíamos distribuido pistolas, bombas y alfanjes cuando se produjo la afortunada intervención de vuestra magnífica fragata.

—Gracias por el cumplido, teniente, y me alegra haberos servido de auxilio aunque, por lo que contáis, aun no estabais en peligro. Tres galeras poco son para un napolitano, y menos para un vizcaíno.

—Verdad es lo que decís, que los marranos no sabían con quién se las veían, aunque cierto es que su oportuna ayuda nos hemos ahorrado perder vidas que, aunque sus almas vayan al cielo, más provecho hacen a España si siguen aferradas a sus cuerpos.

—¿Qué podéis decirme de los turcos?

—¿De esos maiale que no conocen padre? Poco más de lo que ya sabéis. La escuadra estaba recorriendo la costa a la caza de pescadores. Ya no tienen tropas en tierra, me imagino que las reembarcaron al ver que el viento arreciaba, pero también porque no querían acercarse mucho más a Tarento.

—Don Jacinto ¿Ha cantado el turco? —el capitán había ordenado interrogar al arráez de una de las galeras, uno de los pocos turcos que habían sobrevivido primero al plomo español y luego a sus galeotes liberados.

—Por bulerías, soleares y tarantelas. Bastó con hurgarle en los cataplines con un hierro al rojo para que entonara cual soprano.

—¿Un poco excesivo, tal vez? —preguntó el capitán.

—Mi comandante, ese desgraciado dio orden de desfondar la galera sin soltar a los galeotes. Lástima que hablara, que se merecía mear en cuclillas.

—Ya, ya, entiendo. Por curiosidad ¿habló con el primero o necesitó que le repasaseis el otro?

—Bastó con el primero, aunque necesitó algún apremio cada vez que callaba.

—La verdad, Don Jacinto, es que sus métodos tal vez sean excesivamente expeditivos —dijo el capitán.

—Si me permite que le contradiga —repuso Cosenza, que hasta entonces había callado— es lo menos que merece una bestia que se dedica a esclavizar, violar y matar. Por desgracia, he visto como han quedado las aldeas tras el paso de esos hijos de perra.

—No se preocupe vuesa merced, que los turcos que apresemos pagarán sus crímenes en el remo, y sus jefes, como ese capitán, con un dogal de cáñamo. Ahora bien, preferiría que llegase a la horca entero.

—Y entero llegará, mi comandante, que para que esa bestia soltase la lengua bastó con rozar con el hierro rusiente el pellejito que le cuelga ya saben de dónde.

—Mejor, mejor. Ahora a lo que importa. Ya he leído su informe, pero preferiría que lo oyeran nuestros invitados. Si no le importa, Don Jacinto.

—Será un placer, mi capitán. La salida de las galeras estaba preparada desde meses. Por lo visto, lo de Quíos y el ataque a los barcos de la compañía ha sido solo pretextos. Durante los últimos meses han estado reuniendo una fuerte escuadra en Préveza y el golfo de Ambracia. Seguro que los venecianos se enteraron, pero por los motivos que todos suponemos han preferido callar.

—Perdone, Don Jacinto ¿Por qué dice que prepararon? Es un detalle de gran importancia —interrumpió el comandante.

—Perdone, tendría que haberme detenido en explicarlo. El culinegro ha dicho que se les ordenó aprovisionar la flota dos meses antes de la barbaridad de Andros.

—Detalle interesante que tal vez salve la vida de ese tipo. Por ahora escapará de la horca hasta que vuelva a ser interrogado. Por jueces y con escribanos. Toda Europa debe saberlo. Por favor, tome medidas para que ese hombre siga vivo. Pero ahora, siga con su exposición.

—En cuanto acabe cumpliré sus órdenes, señor.

—No tenga tanta prisa. Podrá esperar a que terminemos la cena. Prosiga, si no le importa.

—Gracias, mi comandante. La flota enemiga estaba formada por medio centenar de galeras, otras tantas fustas, y diez o doce galeazas. Partieron de Préveza y se adentraron en el mar Jónico, antes de dirigirse a Apulia. La flota se dividió en dos: una flota de veinte galeras y la mayoría de las fustas, que es la que ha recorrido la costa y con la que se han encontrado nuestros invitados. Mar adentro iban el resto de las galeras y las galeazas. La intención era atrapar entre ambas fuerzas los barcos de nuestra Armada, pero el temporal les ha debido aguar los planes, y nunca mejor dicho.

—Es interesante lo que ha dicho, Don Jacinto. Significa que la mayor parte de su flota aun debe estar en alta mar, soportando las olas de la señora ¿Cree que podrán hacerlo?

—Esa cuestión puedo responderla yo —dijo Cosenza—, que no en vano serví en la última escuadra de galeras, la de Brindisi. No parece que sea un temporal terrible para barcos como los nuestros, pero las galeras y sobre todo las galeazas lo habrán pasado muy mal.

Martínez de Liendo calló unos instantes, y lo mismo hicieron los demás, para dejarle pensar. Finalmente, el capitán habló.

—Señores, saldremos en cuanto sea posible. Mientras, voy a llamar al capellán, para que ofrezca preces para que mejore el tiempo.

—Pero eso beneficiará a los culinegros ¿No le parece?

—Cierto es. Pero no se me van de la cabeza los miles de cristianos que penan en las galeras.



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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


El tiempo mejoró al atardecer, y los cielos se despejaron lo suficiente para que el telégrafo óptico volviera a funcionar. Durante la madrugada llegó un mensaje. El capitán había dado órdenes de que se le despertara a la hora que fuera, y así hizo el segundo. Martínez de Liendo lo leyó y se lo entregó a su segundo.

—Así que no se sabe dónde está la escuadra.

—Lamentablemente, no. La han visto ante Mesina, pero no pudo embocar el estrecho. Supongo que al amanecer volverán a intentarlo.

—Es decir, que tardarán como mínimo un día en llegar.

—Tú lo has dicho. Un día como poco. Suponiendo que no se haya dispersado, que no encuentre vientos adversos en el estrecho, y que luego les sean favorables. Igual tardan una semana, o un mes. Quién sabe.

—Significa que nos hemos quedado solos.

—Efectivamente —dijo el capitán—. Mientras el almirante no consiga superar el estrecho, la unidad más potente de estas aguas es nuestra gacela…

—Una gacela gordita —intervino el teniente—, pero que toma los vientos de maravilla.

—Más valdrá, porque ya conoces las órdenes. Tenemos que seguir hasta Brindisi para reforzar a los jabeques. Ya sabes lo importante que es el Adriático. Es la ruta del comercio con el Imperio, y los barcos que circulan por esas aguas bastarían para remediar la deuda turca.

—Usted cree que los turcos también andan por ahí.

—Tontos serían si no lo hicieran —repuso Martínez de Liendo—. En la costa de Dalmacia hay más radas que las que puedas contar, donde se podrían esconder todas las escuadras del mundo. Ya has escuchado al arráez turco. Todo esto lo tenían preparado. Además, a esos venecianos que tanto te gustan no se les ha ocurrido mejor idea que desarmar su escuadra con el pretexto de los dineros, que luego no les faltan para fiestas. Además, como dices, o andan ciegos, o se han olvidado de decirnos lo que se estaba preparando.

—Mi comandante, perdone que le interrumpa. Aparte de lo que hagan las alimañas de los canales ¿No es misión de los jabeques de Brindisi proteger el comercio?

—Lo es, pero una cosa es lidiar con algún corsario, otra con escuadras al completo. Recuerda qué poco les ha faltado a los jabeques contra las galeras.

—Sí, menos mal que llegamos a tiempo.

—Así es. Jacinto, hazme el favor de enviar un mensaje al capitán Bertodano. Ya sé que es una hora inconveniente, pero no quisiera perder el viento. Me gustaría zarpar por la mañana.

A pesar de las intenciones de Martínez de Liendo, aun se tardó otro día en salir a la mar, a causa de las reparaciones que necesitaban el San Blas y el Valiente. Como seguían sin llegar noticias de la escuadra, con las primeras luces del día siguiente zarparon la Victoria, el jabeque Cierzo, que enarbolaba el estandarte del capitán de fragata Bertodano, seguidos de los de su mismo tipo San Blas, Valiente y Rápido, cuyas dotaciones se habían reforzado con marinos del apostadero.

Un viento fresquito del norte mantenía las temperaturas bajas, pero también alejaba las nubes, ampliando el horizonte a decenas de millas. Los cinco barcos cabeceaban con la mar de leva que mostraba que el temporal se mantenía al sur. Era molesta en la Victoria, con sus dos mil seiscientas toneladas, y castigaba a los jabeques, que no llegaban a las seiscientas. Ahora bien, las condiciones del viento y el mar más que incomodar, alegraban a los oficiales: si para los jabeques la mar era mala, sería un infierno para galeras y galeotas.

La escuadrilla aprovechó las horas de luz para salir del golfo de Tarento y doblar el cabo de Leuca. Durante la noche la escuadrilla navegó de ceñida, iniciando las bordadas que iba a precisar para ascender por el Adriático. Situación que en poco gustaba a Martínez de Liendo, pues ponía a sus buques en franca desventaja ante cualquier turco que estuviera a barlovento; de ahí que moderara la marcha para no perder la cohesión de sus fuerzas, y procuró no acercarse demasiado a la peligrosa costa albanesa. Al amanecer la flotilla viró por redondo, perdiendo centenares de metros, pero manteniendo la cohesión. Poco después comenzaron a apreciar los efectos del temporal en forma de maderos y, de vez en cuando, cuerpos flotando. Vestían las típicas ropas otomanas, detalle que enfureció a los españoles: si no se veían cadáveres de forzados era porque se habían ido al fondo, encadenados a sus bancos.

Fue preciso todo el día para remontar el canal de Otranto. Ya atardecía y no habían llegado aun a la altura de Brindisi, cuando se oyó la voz en la cubierta de la fragata.

—¡Velas a la vista!

Martínez de Liendo trepó con una agilidad impropia de sus años. Y pudo ver que contra el horizonte se recortaban palos y alguna vela. En seguida contó quince, siete de ellas grandes: debían ser las galeotas, grandes galeras artilladas con piezas de calibres variados. El capitán descendió y, tras poner su fragata al pairo, llamó a junta de capitanes.

—Parece que los turcos han podido capear mal que bien el temporal —les dijo— y ahí al frente los tenemos. Hasta ahora hemos contado ya diecisiete, pero seguro que son más. No sé si son las galeras de Préveza, u otra escuadra otomana, pero están bloqueando el canal.

—Ojalá pudiéramos atacarlos, pero estamos en mala posición —dijo el capitán napolitano.

—Razón tenéis. Tenemos el viento en contra y nos será imposible alcanzarlos. Además, estoy seguro que se volverán en cuanto caiga la noche. Incluso si permanecemos aquí corremos el riesgo de ser atacados en condiciones menos que ideales.

—¿Vuesa merced propone que nos retiremos? Aunque sea lo razonable, lamentaría dejar escapar a esos botarates —repuso Bertodano.

—Y yo también, pero preferiría no exponerme a una batalla nocturna. Por eso les he convocado a junta. Yo propongo quedarnos, pero no aquí. Si les parece, podríamos permanecer al pairo hasta que sea noche cerrada, y entonces navegar hacia la costa albanesa, de tal manera que si los culinegros nos buscan no nos encuentren, y mañana estén en mala posición. Tendrán que poner linternas sordas que no sean visibles desde el norte para mantenernos unidos. Además, sus barcos deberán permanecer alerta, aunque les pese a sus tripulantes. Si al amanecer están los turcos donde pienso, los atacaré sin detenerme. Ustedes deberán situarse a mi popa para formar una línea de fuego.



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Mientras la tarde caía la escuadrilla puso proa hacia la cercana costa italiana. Con el viento por la amura de estribor las naves ganaron velocidad, para luego virar y seguir la costa, pareciendo ir en búsqueda de algún refugio difícil de hallar en esa orilla baja, pródiga en bancos de arena y arrecifes. Hasta que ya de noche cerrada, cuando la luna todavía no había salido, Martínez de Liendo dio una orden que se transmitió de barco en barco. Los cinco buques orzaron y pusieron proa al este, hacia Valona, aunque sin aproximarse demasiado a la también peligrosa costa albanesa.

Para mantenerse en contacto empleaban pequeñas linternas, situadas de tal manera que no pudieran verse desde el norte; pero la luna les descubrió iluminando las velas. El capitán dio orden de zafarrancho de combate, aunque en silencio. También, de recoger la lona, para intentar pasar desapercibidos; estrategia que se demostró fallida cuando el fogonazo de un cañón iluminó las aguas.

La Victoria, ya preparada, respondió con un cañonazo; en vano pues el proyectil se perdió; al menos, la luz de la llamarada mostró una galera a apenas quinientos metros. Aun tiró otra vez, de nuevo sin fortuna. No como los turcos, cuyo segundo cañonazo se estrelló contra el casco de la fragata.

—Es por lo menos un veinticuatro —dijo el teniente de Langre—. Nunca hubiera pensado que pudieran montar semejante cañón en una frágil galera.

A popa, otros fogonazos mostraron que el combate se generalizaba. Los jabeques respondieron contra la oscuridad; los pantallazos de luz mostraron más galeras que se aproximaban. Una andanada afortunada de la Victoria dejó a una a punto de hundimiento, pero entonces recibió fuego también por estribor, mostrando que estaban siendo rodeados.

La situación, si había sido mala, se estaba volviendo peor. La Victoria aun no estaba apurada, y si izaba las lonas podría escapar con facilidad hacia el sur, pero a costa de abandonar algún jabeque. Martínez de Liendo hubiera preferido cortarse la mano, y lo mismo sus hombres. Así que dio orden de equipar también la batería de estribor —lo que disminuyó la cadencia de tiro— y porfiar en el enfrentamiento.

Una y otra vez, los pesados proyectiles de dieciocho y de veinticuatro golpeaban las recias maderas; al menos, no eran rival para las demoledoras bombas de treinta kilos de los cañones; bastaban uno o dos impactos para silenciar a cualquier galera. Los cañones más ligeros también mantenían el fuego, pero dirigido contra las acosadoras de los jabeques. No tenían la potencia de los pesados, pero las explosiones de sus bombas de metralla barrían las cubiertas.

—Mi comandante, el Cierzo se encuentra en dificultades —avisó el segundo.

El jabeque que seguía a la Victoria estaba a punto de ser abordado por dos galeras, a las que solo podían ofender los dos guardatimones de la fragata. El capitán ordenó a los fusileros que se apostaran en el alcázar; desde allí pudieron mantener un fuego nutrido que hizo estragos entre los turcos de la galera más cercana. Sin embargo, la segunda consiguió embestir al jabeque, y en su cubierta comenzó el combate con armas cortas.

—Don Jacinto, vamos a virar por redondo.

La pesada Victoria, poco a poco, mostró su popa al viento para intentar acercarse al jabeque atacado. Un segundo motivo de alarma fue ver como el fuego consumía las velas que el Rápido intentaba izar. La dotación consiguió cortar las drizas, y las bombas apagaron las llamas que habían caído a la cubierta; pero la interrupción permitió que dos galeras asaltaran al jabeque.

Los marinos intentaban impulsar con su pensamiento a la fragata, cuya proa caía grado a grado, demasiado lentamente, pero en seguida empezaron a vitorear.

—¡Mire, es Iturri con su San Blas!

El tercer jabeque de la línea había conseguido elevar sus velas y se situó a la banda de las galeras que atacaban al Rápido; su fuego rompió las frágiles amuras de la embarcación turca; los abordadores quedaron sin apoyo y la dotación del Rápido consiguió acabar con ellos. Además, el Valiente sobrepasó al San Blas por la banda de estribor hasta conseguir abarloarse al Cierzo. Con su ayuda, las escopetas y las pistolas repetidoras se impusieron a alfanjes y cimitarras. Momentos después, fue la Victoria la que por fin consiguió romper una galera de una andanada. Sin embargo, aun no había acabado el combate, pues empezaron a disparar los cañones de dos galeazas sobre la desprotegida popa de la Victoria. Afortunadamente su fuego no fue certero, y cuando la fragata quedó arrumbada a Poniente, pudo ahuyentar al nuevo enemigo.

A la mañana siguiente, los leños quemados y los restos humanos eran señal de la violencia del combate. En la línea hispana, los carpinteros intentaban reparar las averías. Las de la Victoria no eran demasiado graves; la más seria, la de un proyectil del dieciocho que se incrustó junto a los guardines del timón; un tiro de suerte, pues de haberse desviado unos centímetros hubiera dejado sin gobierno a la fragata. También eran ligeras en el San Blas y en el Valiente; pero el Rápido estaba desarbolado y apenas pudo izar un aparejo en bandola para mantener el gobierno, y tuvo que ser remolcado por el San Blas. El Cierzo estaba todavía peor. La mitad de su dotación estaba muerta —incluyendo al capitán Bertodano— o herida. Entre el fuego de las galeras y sus embestidas, el buque embarcaba más agua de la que podían evacuar las bombas.

Además, no estaban solos. La escuadra turca, aunque disminuida, seguía amenazando a los españoles. La peor amenaza la suponían las seis galeazas, que se mantenían a dos mil pasos, justo fuera del alcance artillero hispano. Dos docenas de galeras las acompañaban. Con el pecho oprimido, Martínez de Liendo ordenó hundir al Cierzo tras evacuar a su dotación, y después de buscar refugio en Otranto.



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El primer combate de Otranto



Consecuencias


Al amanecer, ambas flotas estaban seriamente afectadas. La española había sufrido daños muy graves en dos de sus jabeques. El que estaba en peor estado era el Cierzo, cuyo casco había quedado seriamente afectado al ser embestido por una galera turca. Aunque se había podido rechazar a los abordadores, la mayor parte de la dotación estaba herida o muerta, incluyendo el capitán Bertodano, caído de un flechazo durante el abordaje. Se colocó un pallete para contener la inundación, sin conseguir impedir que el nivel del agua subiera rápidamente. No mucho mejor estaba el Rápido, que también había sido embestido. Durante el duelo artillero había quedado desarbolado y sin timón.

No eran los únicos. En las proximidades de los españoles, tres galeras turcas estaban a punto de hundimiento. Martínez de Liendo envió al Valiente a acabar con ellas tras rescatar a los galeotes. Otras dos, más lejanas, se fueron a pique sin que se pudiera hacer nada por ellas, a causa de la amenaza que suponían las galeazas enemigas, que se mantenían a la vista, aunque fuera de alcance.

Mientras, se estaba intentando salvar a los jabeques, pero resultó imposible. Los daños en el Cierzo eran muy graves, y no hubo otra opción que ordenar su abandono y hundirlo con una carga explosiva. El jabeque San Blas tendió una guía al Rápido para remolcarlo, pero no se consiguió reparar el timón, y el derrelicto resultó ingobernable. Nuevamente, no quedó otra opción que zabordarlo.

Los otros tres buques estaban en mejor estado, aunque la fragata Victoria había recibido una decena de impactos de gran calibre, y los jabeques San Blas y Valiente habían sufrido daños en mástiles y aparejos. En total, eran tres centenares las bajas de la escuadrilla española, la mitad en el Cierzo. Con los barcos dañados, sobrecargados con los heridos y los galeotes rescatados, corto de munición, y ante la amenaza de la flota turca, que le seguía de cerca, Martínez de Liendo tuvo que abandonar el escenario de los combates, dirigiéndose primero a Otranto y, al ver que no era perseguido, a la base de Tarento, donde pudo desembarcar a sus heridos y reparar sus barcos.

La escuadra turca había pagado su victoria con sangre. Durante la noche, la artillería de la Victoria había conseguido hundir cuatro galeras, y otras tantas los jabeques. Muchas otras fueron dañadas y se fueron a pique al día siguiente. Con todo, las galeazas no habían sufrido daños, y bastó su amenaza (y su mejor situación, con el viento a favor) para obligar a los españoles a retirarse. Los turcos quedaron dueños del estrecho, cortando las estratégicas comunicaciones con Venecia y Trieste.

Con todo, el dominio turco del estrecho de Otranto tuvo corta duración. La escuadra del almirante Ochoa de Bolívar no consiguió embocar el estrecho de Mesina a causa primero del temporal y luego del viento, que roló al sur, y se vio obligada a rodear Sicilia. Pudo llegar a Otranto a los diez días del combate, y bastó su presencia para que los turcos escaparan mientras los españoles les daban caza, esta vez con el viento a favor. Tres galeazas tuvieron que rendirse, y las demás se refugiaron en Dirraquio, donde otras dos fueron destruidas por el cañoneo a larga distancia español. Sin embargo, durante la noche siguiente el navío Montañés fue atacado por cuatro fustas convertidas en brulotes. El buque pudo hundir dos, y la corbeta Flora otra. Sin embargo, la cuarta consiguió embestir e incendiar al Montañés, que tuvo que ser abandonado.

A pesar de la pérdida del Montañés, el estratégico estrecho quedó abierto a la navegación, y los turcos se vieron obligados a refugiarse en la costa dálmata. Sin embargo, las galeras otomanas habían demostrado ser muy peligrosas, especialmente de noche o contra formaciones reducidas: hasta que no se despejó la amenaza, por el Adriático solo pudieron aventurarse convoyes con fuerte escolta. También fue preciso reforzar la escolta en el Mediterráneo Oriental, disminuyendo los efectivos disponibles para otras operaciones. Además, la amenaza que suponían las islas y puertos de la costa dálmata obligó a destinar a su conquista fuerzas que debieran haberse dirigido al Egeo, alejando temporalmente la amenaza a Estambul.



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Un soldado de cuatro siglos

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hilo equivocado


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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El consejo de guerra

El posterior consejo de guerra exoneró a Ochoa de Bolívar y Martínez de Liendo por la pérdida de los jabeques y del Montañés, aunque con algunos reproches: a Martínez de Liendo, por haber permitido que su división fuera atacada por la noche, y por no haber empleado botes de metralla al ver que los proyectiles de sus cañones atravesaban las galeras enemigas. A Ochoa de Bolívar, el haber expuesto al navío Montañés a un ataque nocturno. Aunque el tribunal consideró que habían conseguido el objetivo deseado, que era abrir el estrecho de Otranto, y les felicitó por su arrojo, las carreras de los dos marinos sufrieron las consecuencias. Martínez de Liendo siguió comandando la Victoria mientras era reparada, y solicitó pasar a la reserva en cuanto la fragata volvió a la tercera situación. Ochoa de Bolívar fue destinado a la base naval de Cartagena (como Martínez, se retiró al año siguiente) y fue sustituido en el Adriático por el almirante marqués de Atondo, que acababa de conseguir la gran victoria del Támesis sobre los ingleses. De hecho, algunos autores sugieren que si Ochoa y Martínez no sufrieron sanciones más graves fue por no querer reconocer la derrota.

El tribunal consideró que las pérdidas españolas se debían a varias causas. Una, la desfavorable posición tanto de la flotilla de Martínez de Liendo como del navío Montañés cuando fueron atacados, ya que en ambos casos estaban detenidos y con el viento en contra: la flotilla de Martínez de Liendo, por la orden de recoger trapo para intentar pasar desapercibido, cuando ya había sido avistado y estaba a punto de ser atacado. El Montañés y la Flora habían fondeado y tenían que protegerse el uno a la otra, pero estaban anclados a la vira y la corriente había dejado sus popas expuestas.

Otra causa de los reveses fue la nueva táctica turca de emplear sus galeras como cañoneras pesadas con cañones de hasta treinta y seis libras en crujía, de manera muy parecida a las lanchas españolas, y las embarcaciones ligeras a remo como brulotes con remeros voluntarios. Esta táctica se consideró tan peligrosa que se recomendó evitar el combate contra flotillas de galeras salvo que se gozara de la ventaja del viento, y se advirtió del riesgo a las unidades aliadas de vigilancia, que solían operar por separado. No fue una alerta vana, como quedó demostrado el seis de mayo cuando una escuadra de galeras turcas derrotó a una flotilla veneciana en el canal de Meleda, hundiendo al navío Constanza Guerriera de setenta cañones y al San Vittoio de sesenta y dos. Tanto en los combates de Otranto como en el de Meleda las pérdidas turcas fueron mucho más elevadas, pero se trataba de embarcaciones ligeras y baratas tripuladas por voluntarios.

Finalmente, también se reprochó a Ocho de Bolívar que no protegiera adecuadamente el fondeadero. Había destacado lanchas para la vigilancia, pero no fueron capaces de detener a las galeras turcas.

Con todo, el consejo de guerra que revisó las acciones encontró defectos que era preciso corregir. Uno, el fallo de los proyectiles explosivos. Los empleados por los españoles tenían espoletas de tiempo (de mecha) y debían estallar tras incrustarse en el maderamen de los barcos de guerra enemigos. Sin embargo, solo ocurrió cuando a las galeras longitudinalmente o cuando los detuvo un mástil. En esos casos resultaron muy eficaces, y varias galeras se hundieron tras haber sido alcanzadas por un único disparo. Sin embargo, si se tiraba contra los costados, la norma fue que los proyectiles los atravesaran y estallasen en el mar, causando daños y bajas, pero sin incapacitar al buque enemigo. De ahí el reproche por no emplear proyectiles de metralla (de los que había pocos a bordo), y que se recomendara aumentar la dotación de los de este tipo, hasta que se distribuyeran los nuevos con espoleta de impacto.

Otro, la carencia de unidades ligeras de escolta, como las que tan eficaces se habían demostrado en la batalla del Támesis. Por tanto, otra recomendación del consejo fue incrementar el número de estas unidades para que acompañaran a los buques mayores de la flota, incluyendo tipos capaces de operar en mar abierto.

El tercero estaba en la artillería de los buques españoles. La Victoria llevaba potentes obuses del dieciocho en montajes pivotantes que hacía que los ángulos muertos fueran pequeños, pero eran piezas de recarga lenta a causa de los sesenta kilogramos de peso de los proyectiles. Originalmente, esas grandes piezas debían servir de reemplazo para los enormes obuses de sesenta y cuatro libras que montaban los buques de línea de las clases Glorioso y Triunfante, que habían resultado demasiado engorrosos. Los obuses de retrocarga del dieciocho los habían sustituido con ventaja, pero su cadencia de tiro, a lo sumo de un disparo cada dos minutos, era adecuada para las acciones entre flotas, pero no para combatir a embarcaciones rápidas y ágiles como eran las galeotas otomanas. El más potente cañón del mismo calibre tenía una cadencia de tiro aun menor. Por el contrario, los cañones del diez podían disparar con ritmos muy elevados, pero sus proyectiles no eran suficientemente destructivos.

El Montañés, por su parte, llevaba obuses del dieciocho y cañones del diez en cureñas tradicionales. Con veintiséis cañones por cada banda, su potencia de fuego superaba a la de una flota enemiga; pero sus obuses eran de recarga aun más lenta que en la Victoria, sus arcos de fuego reducidos, y solo tenían cuatro cañones del diez para proteger la proa y la popa, que no fueron capaces de detener el ataque otomano.

Para remediar esos defectos, y como primera medida, el consejo recomendó instalar ascensores de munición y cabestrantes para incrementar la cadencia de tiro de los cañones del dieciocho, y sustituir los obuses del mismo calibre y las piezas de pequeño calibre por cañones del catorce, que podían ser cargados a mano, mientras que los cañones del diez debían reservarse para unidades ligeras como los jabeques, o como armamento secundario en otras unidades donde no se pudieran montar los del catorce.

Finalmente, el consejo de guerra resolvió que la principal causa de e los reveses había sido la dependencia del viento. Los buques españoles, condicionados por la necesidad de abrir el estrecho, se habían visto obligados a atacar a un enemigo que disfrutaba de la ventaja del barlovento, y cuyas galeras propulsadas por remos podían moverse independientemente de su fuerza. En mar abierto, la escuadra española hubiera podido evitar a las galeras turcas y buscar un combate diurno en condiciones favorables, como había ocurrido unos días antes en el combate de Leuca, pero había sido imposible hacerlo en el estrecho de Otranto, donde la flota otomana pudo encontrar a la flotilla de Martínez de Liendo durante la noche. Por tanto, el combate demostró el riesgo que corría una flota impulsada por el viento frente a otra que no dependiera de él.

Obviamente, volver a las galeras era inviable, ya que esas frágiles embarcaciones no podían llevar la nueva artillería. Sin embargo, la marina de vapor ya había demostrado su potencial en el Támesis, y el consejo recomendó incorporar la propulsión por vapor en la Armada española.



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Cañones Ordóñez de 18 cm N180M76 y C180M76

El cañón naval de ciento ochenta milímetros modelo 1676 (abreviadamente, N180M76: N por cañón naval, 180 por los milímetros de calibre, M76 por la fecha del diseño) fue el cañón más pesado de la Armada Española durante la guerra de la Santa Alianza. También fue empleado por el ejército, que lo denominó C180M76.

El N180M76 combinaba las innovaciones desarrolladas durante la segunda parte del Resurgir. Junto con el cañón de campaña Trubia 100M69/2 y los navales N100M67 y N140M70, fueron las primeras piezas de artillería construidas en cantidad que empleaban pólvora rayo como propelente. Aparte de producir poco humo y menos residuos, era más segura de almacenar a bordo, no se deterioraba con la humedad, y su combustión relativamente lenta permitía acelerar el proyectil de manera más progresiva que la pólvora negra o la parda, alcanzándose velocidades mayores con menor presión dentro del tubo. El N180M76 estaba diseñado para disparar proyectiles explosivos, similares a los empleados por los obuses navales. Al contrario de estos, no conservaba la capacidad de disparar proyectiles macizos montándolos en un zuncho; para las ocasiones que se precisaban proyectiles inertes, se empleaban unos que sustituían la carga explosiva por una mezcla de arena y serrín.

El N180M76 fue también uno de los primeros cañones emplear un sistema de construcción compuesto, con ánima rayada, tubo de acero, y zunchos y camisas de refuerzo aplicados en caliente, de tal manera que se conseguía la misma resistencia que un cañón macizo, pero ahorrando la tercera parte de peso. Otra característica del N180M76 era disponer de un sistema de amortiguación del retroceso que permitía embarcarlo en fragatas ligeras e incluso en buques menores. El tubo se apoyaba en una cureña que se deslizaba sobre raíles que en los primeros modelos eran de madera y posteriormente metálicos. Tras el disparo, la pieza debía ser devuelta a su posición mediante una rueda dentada. El tubo podía elevarse quince grados, y el montaje se orientaba moviéndose sobre ruedas; posteriormente se desarrolló uno que giraba alrededor de un pivote. Muchos cañones se equiparon con placas de hierro para protección a los artilleros.

La característica más innovadora estaba en el cierre, ya que el N180M76 fue el primer cañón pesado de retrocarga; aunque la Armada había empleado obuses de retrocarga de similar calibre, utilizaban cargas menos potentes. El N180M76 tenía un cierre de medio tornillo y obturador de anillo plástico de elástica; en las primeras series se deterioraba con rapidez, era necesario refrescarlo con agua y debía sustituirse cada pocos disparos. Aun con los inconvenientes que suponían tener que devolver a la pieza a su posición manualmente, y que fuera preciso reemplazar el anillo (que era barato y del que suministraron suficientes repuestos), la retrocarga no solo permitía una cadencia de tiro superior, sino que facilitaba su instalación a bordo ya que no había que desplazar el arma para cargarla por la boca.

La munición estaba dividida, cargándose primero el proyectil y luego un saquete con la pólvora rayo. Inicialmente, los proyectiles podían ser inertes, explosivos de metralla con espoleta de tiempo o explosivos rompedores, también con espoleta de tiempo; en ambos casos era una mecha con una tapa de metal blando, que el artillero perforaba antes de cargar con el tiempo deseado. Sin embargo, los rompedores tuvieron un rendimiento mediocre durante la guerra de la Santa Alianza, ya que era frecuente que las frágiles maderas de las galeras otomanas no los detuvieran, y estallaran inofensivamente más allá. Sin embargo, estaba en desarrollo un proyectil de alto explosivo de espoleta de contacto, el eN180M76. Estaba cargado con ácido pícrico y empleaba una espoleta de percusión notablemente avanzada que, entre otras características, incluía un seguro de bloque deslizante que se liberaba por la fuerza centrífuga e impedía la activación hasta que el proyectil no abandonaba el tubo. Estos proyectiles, que fueron distribuidos tras los primeros choques en el Canal de Otranto, tuvieron efectos demoledores contra las embarcaciones otomanas. Paradójicamente, fueron menos eficaces contra los navíos de estilo europeo, ya que detonaban sin incrustarse. Para combatirlos se diseñó el proyectil fN180M76, con espoleta en el culote y mecha de retardo, pero no llegó a tiempo, y en su lugar se utilizaron los antiguos de espoleta de tiempo.

El principal inconveniente del cañón estuvo precisamente en su potencia. Sus proyectiles tenían efectos demoledores, pero pesaban sesenta kilogramos cada uno y resultaban difíciles de manejar a bordo, ya que se necesitaba una cuna que precisaba cuatro servidores, y otro más para la carga de proyección. Eso implicaba una cadencia de tiro baja, que solo se podía acelerar almacenando disparos en cajas de urgencia, con riesgo de deflagración si eran alcanzadas. Subir las cargas desde el pañol era más seguro, pero conllevaba tal retraso que apenas se podía hacer un disparo cada dos o tres minutos, en el mejor de los casos. El inconveniente se remedió instalando ascensores de munición (primero de accionamiento manual, posteriormente mecánico) y grúas, pero estas reformas solo se podían hacer en el astillero. Otro problema era el gran espacio requerido por los raíles: estos dos inconvenientes llevaron al desarrollo del cañón N180M94, con un sistema de amortiguación mejorado, que estaba destinado a montajes en barbeta.

El ejército empleó el mismo cañón como artillería pesada de sitio. El gran peso del arma (cinco toneladas) obligaba a dividirla en cuatro cargas: el tubo, la cureña (de tipo naval, de madera), y los raíles de deslizamiento, que se desmontaban para su traslado. Normalmente, los carriles de la plataforma (sobre los que rotaba la pieza) se construían in situ, pero a veces también se trasladaban. Una vez en el lugar, se preparaba la plataforma (excavando y colocando maderos, más los carriles de dirección), se colocaban los raíles de deslizamiento, la cureña y, finalmente, el tubo. Era una tarea engorrosa que normalmente requería un día entero. Ahora bien, el alcance del cañón permitía emplazarlo fuera del alcance de las armas enemigas. De ser preciso, se podía excavar la plataforma y colocar los raíles, tarea que se podía hacer a cubierto y, mientras, montar el tubo en la cureña para luego mover la pieza cambiando las pequeñas ruedas de deslizamiento por otras mayores. Una vez orientada la pieza, se solían colocar soportes bajo los raíles, pues de lo contrario las uniones podían romperse; en todo caso, eran fáciles de sustituir. A pesar de estos inconvenientes, el C180M76 era un arma tan potente que normalmente podía abrir brecha en una muralla en unas horas, y su alcance permitía batir varios puntos de la fortaleza atacada. Durante la guerra de la Santa Alianza fue empleado en combinación con el mortero M180M68, el obús H210M79 y el cañón pesado 140M77, y su efecto fue tal que las ciudades turcas se veían obligadas a capitular en pocos días.



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El Danubio rojo

En el día de San Ireneo, sexto del mes de mayo del Año de Nuestro Señor de 1681.

—En mal momento se me ocurriría meterme en el ejército. Con lo bien que estaba yo en mis peñas, pastoreando las vacas. Sí, pasaba calor en verano y frío en invierno. Sí, me las veía con llobos, onsos y gabachos. Sí, pasaba hambre un día sí y otro también. Sí, solo tenía una mísera borda para refugiarme cuando nevaba ¡Pero volvería con gusto a esas miserias en vez de seguir aguantando a una panda de holgazanes como vosotros! Mi madre ya me decía que no me fuera con los saukerl, pero yo, como soy tonto, me veo con esta panda de scheisser.

Venancio Betorz, uno de los instructores que intentaba formar a los soldados imperiales en las nuevas tácticas españolas, seguía soltando improperios que el traductor intentaba trasladar al bohemio, sin apenas poder seguirle. Tampoco lo conseguían los reclutas que intentaban hacerse al nuevo fusil Entrerríos, aunque al menos entendían alguno de los insultos y casi se alegraban, porque era lo que esperaban de un sargento como Dios manda.

—Ya pillaré algún día a mi primo Fulgencio. Vente para los tercios, decía. Vente, que encontrarás buenos camaradas. Camaradas, las narices. El cabrón de Fulgencio estará ahora disfrutando de las chinitas de Manila, y yo aguantando a estos tragacoles que no distinguen las manos de su cul* ¡Atentos a mis movimientos!

Al sargento Venancio Betorz, ser enviado como instructor a Viena le pareció una gollería. En mala hora se le había ocurrido escuchar a su primo Fulgencio, el de Laspuña, que de ese pueblo no venía nada bueno. Alístate que verás mundo, la paga es buena y los amigos mejores. Ya había disfrutado de esas delicias en Salé, donde pudo ver un secarral que ni los Monegros. Allí la paga fue buena, los amigos mejores y, para disfrutar, nada como la miríada de moscas, las nubes de polvo, y la porrada de moros con intenciones de dejarle sin pelendengues.

Suponía que lo de Viena iba a ser mejor. Nada de lidiar en las selvas asiáticas, o de perseguir indígenas por algún desierto olvidado de Dios. Mucho mejor dormir bajo techo, jarana y putitas cuando le apeteciera, todo por dar consejos más o menos bienvenidos. No como su amigo Pepe, que ostentaría los galones de teniente, dormiría en mejor cama, pero le tocaba aguantar a nobles engolados que se creían algo por llevar muchos Von en su apellido.

Lo cierto era que Venancio dormía bajo techo, solaz no le faltaba, aunque fuera con el insípido vino austriaco, y cerca había una casa con señoritas de muy buen ver. Pero no era en Viena, sino en una ciudad de baratillo que llamaban Presburgo, que por no ser ni se podía comparar con Huesca, que tampoco era nada del otro jueves. Además, lo interesante de Presburgo era que tenía los turcos tan cerca que iban a caerles encima en cualquier momento, y esos tipos también tenían un inusual aprecio por los pelendengues del prójimo.

Con semejante vecindario, eso de impartir consejitos y darse la buena vida, tururú. Instrucción desde el amanecer hasta el anochecer, que el tiempo contaba, y ya le habían avisado que fuera aprendiendo el lenguaje militar porque le tocaría pelear hombro con hombro con los moravos. Si al menos tuviera un fusil como Dios manda, pero no, que había que aguantar con esos Entrerríos que debieron inventarlos en tiempos de Matusalén. Él se hubiera llevado su Otamendi, que le tenía cariño, pero el mando dijo que nones y que sin privilegios. Al menos, había colado de matute su seis tiros, que era de los buenos, de casquillos. Si le gustaba al coronel, bien, y si no, también.

Las noticias no eran buenas. Según radio macuto, los turcos estaban preparando una buena fiesta. Los mandos decían que los culinegros aun no estaban preparados, pero sería porque no habían preguntado a los vecinos, que estaban tomando las de Villadiego por lo que pudiera pasar. Por la frontera llegaba un día sí y otro también un aluvión de húngaros con ganas de poner tierra por medio con los cabezas de toalla, y que contaban que había en Buda más jenízaros que pinos en la Peña. Por si acaso, estaban metiendo prisa a los reclutas. Un buen problema, ya que no le tocaba enseñar a mercenarios que hubieran degustado la pólvora, sino a unos campesinos locales con menos luces que una madriguera, y que hablaban un galimatías que no la entendían ni ellos.

Así que Betorz fue repitiendo los pasos uno tras otro, dando voces en la jerigonza mezcla de alemán y Dios sabe qué, que llamaban lengua militar y que supuestamente entendían esas gentes. Hizo los movimientos lentamente, con la ayuda de un traductor que intentaba explicar a esos zopencos las maldiciones que soltaba Betorz.

—Lo primero que tenéis que recordar es que jamás, es decir, nunca, en la puta vida, se os ocurra apuntar el fusil hacia vuestras cabezotas ¿Estamos? Ni se os ocurra mirar por agujerito si no queréis que os haga otro grandote en el coco. El fusil, apoyado en tierra, hacia arriba y un poco hacia adelante. Ahora, el que tenga puesto el cuchillo de Breda, que lo retire si tiene algún aprecio a sus dedos ¡Sí, lo digo por ti, imbécil! ¡Cabo, dele a ese cenutrio el sopapo que se merece!

Ya con los cuchillos de Breda en su funda, Betorz siguió—. Ahora hay que limpiar el cañón. No es necesario hacerlo cada vez que disparéis, pero sí cada diez tiros, o si cargáis por primera vez. Tomad la baqueta e introducid el cepillo hasta el final, dadle unas vueltas y sacadlo ¡Cabo, al tercero de la segunda fila, un buen estacazo por acercar su chola al cañón! No será porque no lo haya dicho, pero que no, que es imposible que entre una idea en esas cabezas cuadradas ¡El próximo que no me haga caso va a estar haciendo lagartijas hasta el día del Juicio Final! ¿Entendido?

Entendido o no, los reclutas asintieron, y el sargento siguió—. Ahora sacáis la baqueta y la encajáis bajo el cañón. Si alguien no ha conseguido meter la baqueta hasta el fondo, es que tiene el fusil atascado; que lo deje en tierra con cuidado, que levante la mano y que espere.

Más de uno elevó el brazo, solo para dar motivo a otra maldición— ¿Serán tontos del cul* estos kraus? Media docena de bestias que habrán dejado el ánima cubierta de boñiga. A ver si hay suerte y no se pegan un tiro antes de la hora de comer—. Cabo, separe a esos hombres. Los demás ¡Atentos!

El cabo apartó a los del fusil atascado. El sargento continuó con sus explicaciones—. Ahora, con el pulgar, amartilláis el percutor ¡Oye, soplapollas! ¿Es que no sabes distinguir el pulgar de tu pimmel? Cabo, un par de palmaditas a ese, por tonto.

—Tomáis el fusil con la derecha —siguió—, y con la izquierda dais un tirón a la palanca de ese lado para que se abra la recámara ¿Estáis todos, o queda algún espabilao? Pues ahora, comprobad que la recámara esté vacía. Si alguien tiene un cartucho en ella, que levante la mano —como era de esperar, media docena lo hicieron—. Vaya panda de asnos que me ha tocado ¡Cabo, retire los cartuchos! ¡¡¡Gilipollas, no apuntes al de delante!!! ¡Cabo, quítele el fusil a ese burro y póngalo a hacer lagartijas hasta que se desasne!

Los soldados esperaron, hasta que Betorz siguió—. Ahora tomáis un cartucho de la cartuchera ¡Imbécil, recógelo del suelo, y le das un par de chupetones para que quede reluciente! Mirad el cartucho ¿Veis que la punta es redondita, como vuestro schwanz? Pues es lo que va delante. Metéis el cartucho con lo redondito primero, con cuidado, hasta el fondo, igual que os hacen vuestros novios por los culetes. Después, cerráis la recámara hasta que haga tope, y ya está cargada ¡Cuidado con el fusil, zopenco! Cabo, una caricia para ese hurensohn que está haciendo el mono.

Los soldados repitieron los movimientos, mientras Betorz esperaba— ¿Ya estáis todos, o es para mañana? Bien, empuñad el fusil apuntando al cielo y no a los lados ¡Cabo, otra hostia a ese arsch mit ohren, y luego que haga unas cuantas lagartijas! ¿Algún otro cretino con ganas de hacer el payaso? ¿No? Pues apoyad el fusil en tierra ¡Con cuidado que está cargado!

Aun así se escucharon un par de disparos en la línea.

—Cabo, a esos dos tontolabas me los pone a hacer lagartijas hasta la hora de comer. Los demás, a mi orden. Primera línea, rodilla en tierra. Segunda, en pie ¡Apunten! ¡Fuego!

—¡La leche! ¿No decían que erais cazadores? —exclamó al ver el resultado—. Si no le dais a un buey a tres pasos. Qué se le va a hacer ¡Repetimos para retirar el cartucho! ¡Martillo atrás! ¡Tirón de la palanca! —un soldado contuvo un gemido— Sí, está más caliente que la cosita de tu hermana, así que no metas los dedetes dentro. Dad la vuelta al fusil para que caiga el cartucho ¡Mira que os he dicho que con los dedos no ¿Es que os gusta hacer manitas?

Los cartuchos vacíos cayeron al suelo— ¿Alguno no ha caído? —casi la tercera parte levantaron la mano—. De esperar era. Vaya mierda de munición nos han dado. Ahora vais a aprender a retirarlos. Los que tengáis la recámara vacía, tomad el cartucho vacío que os hemos dado antes, y lo metéis. Habrá que hacer un poco de fuerza ¿Veis que ya no se cae? Pues ahora tomáis la llave del cinturón, y con los dientes extraéis el cartucho ¡Los dientes de la llave, coñ*, no los de la mui!

Los soldados fueron repitiendo las maniobras, cargando, apuntando y disparando, y retirando los cartuchos atascados. Después de otras dos andanadas, Betorz aceleró el ritmo —El que lo haga como yo y no haga gansadas tendrá una cervecita con la comida ¡He dicho sin gansadas, tonto de los eier! Cabo, otro más a hacer lagartijas.

Los reclutas dispararon una docena de veces. Entonces, el español les enseñó a limpiar el arma y a desobstruirla, y luego a cambiar la aguja. Repitieron los movimientos una y otra vez, la mitad de los reclutas alternándose con los que hacían flexiones como castigo.


Es la versión expurgada. La original… Digamos que no es el colmo de la corrección política.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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