Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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En Madrid

—Ese cabr** nos la ha jugado bien. Jamás hubiera pensado que un hijo de la nobleza aragonesa se fuera a alinear en el bando de esos demonios que se hacen llamar modernos.

Quien viera al que así hablaba no se hubiera equivocado al identificarlo como miembro de la más alta aristocracia. Tanto por su porte, digno pero también altivo, como por sus ropas, de riguroso negro y no de los colores que en Valencia hacían furor. Aunque lo austero del traje no quitaba el lujo que se apreciaba en los delicados brocados de las ropillas, en el tahalí de cuero repujado, y en la artística factura de la espada ropera.

—¿Modernos decís? Satánicos debiera ser como los llaméis. Hijos de Belcebú y actores de sus maquinaciones que quieren destruir a la católica Castilla —dijo el contertulo, que lucía el púrpura cardenalicio.

—Razón tenéis, eminencia. Porque solo puede ser demoníaca la maquinación que nos ha arrebatado la cercanía a su majestad el rey emperador. Jamás hubiera pensado que esos panfletos y esas noveluchas fueran la daga traidora que iba a herir tan profundamente a nuestro bando.

—No decid bando, porque no lo somos. Decid mejor la católica tradición.

—Católica tradición, razón tenéis. Porque no somos bandería sino el alma de Castilla que vertebra la herencia hispana, el espíritu de la nobleza que ganó España a los moros, y que ahora esos malnacidos quieren arrumbar.

—Lo triste es que lo han conseguido.

—Así es, eminencia. Jamás hubiera pensado que esos diablos pudieran arrebatarme el favor real. Mirad esta carta: me obliga a retirarme al reino de Córdoba, con prohibición de alejarme más de treinta millas.

—No podéis imaginar cuánto lo sentimos.

—Gracias, eminencia. He de deciros que lo que más lamento no es el apartamiento, sino que lo hace el rey que en su infancia jugó con mi padre. Esos demonios hay engañado a su majestad, y ahora han encontrado el Lazán la herramienta para mantenerlo alejado de la tradición castellana.

—No temáis, que no será por mucho tiempo.

—Debo contradeciros, eminencia. Pues no creo que el monarca mude de parecer tras la escena ante la Corte. Allí vi como las envidias caían sobre mí, por no creer que la grandeza de España deba rendirse ante ideales corruptos. Falsas ideas que, lamento decíroslo, también están haciendo mella en la Santa Iglesia.

—Cierto es, Don Gaspar. Pero no durará. No será la primera vez que la Iglesia se ha enfrentado a traidores que quieren carcomerla desde dentro y que acabaron pagando entre llamas su traición. Sabed que hasta el Santo Padre recela de esos que se llaman a sí modernos. Sabed también que poderosas figuras de la familia real buscan la caída de esos satánicos traidores.

—Habláis de…

—Callad, Don Gaspar, que no puedo violar secretos de confesión. Pero pensad que el rey es anciano y ni los encantamientos del Satanás de Lima lo mantendrán mucho tiempo en el mundo de los vivos. Además, la salud del Príncipe de Asturias es frágil; dudo que vea muchos amaneceres. Pensad que no estáis solo, que tenéis poderosos amigos, y que el momento llegará. Tened confianza, que el futuro nos ofrece la oportunidad de acabar con esos siervos de Luzbel.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

La guerra de la Santa Alianza

La guerra de la Santa Alianza, que tuvo lugar entre los años 1681 y 1684, fue un conflicto que afectó a los Balcanes y al Mediterráneo Oriental en el que las principales potencias católicas, reunidas en la Santa Alianza, se enfrentaron con el imperio turco.


Antecedentes

La Edad Media finalizó con la conquista de lo que quedaba del imperio bizantino por los otomanos. Tras conquistar Constantinopla, que pasó a llamarse Estambul Kostantiniyy y, más simplemente, Estambul, el imperio turco se hizo con los pocos restos del bizantino. En los decenios siguientes se extendió por el Mediterráneo y los Balcanes, llegando a las puertas de Viena. A pesar de la derrota de Lepanto, los otomanos siguieron amenazando Europa Central. Fueron capaces de rechazar una gran coalición católica durante la guerra de los Quince Años, y sus corsarios saquearon repetidamente las costas españolas. La Gran Guerra, iniciada poco después, hubiera sido ocasión para reiniciar la expansión otomana, pero la Sublime Puerta sufrió una grave crisis interna. Una sucesión de sultanes locos, de reformas fracasadas, asesinatos y rebeliones sumieron al imperio en la anarquía.

La situación se hizo crítica cuando en 1638 Egipto fue conquistado por un ejército español dirigido por Don Pedro Llopís, marqués del Puerto. La pérdida de la provincia fue una catástrofe para Turquía, no solo por su riqueza, sino por cortar la ruta de la seda y de las especias. La debilidad y atraso otomano quedaron de manifiesto cuando la guarnición española de Egipto (formada por mercenarios capturados en las guerras europeas y que había pasado al servicio español, reforzados con soldados coptos y griegos) no solo rechazó los contrataques, sino que fue capaz de hacerse con la península del Sinaí y con Gaza, la llave de Palestina.

Solo la crítica situación española tras las rebeliones de Cataluña y de Portugal salvó a los otomanos, ya que España tuvo que concentrar sus esfuerzos en la guerra con Holanda y Francia. Hubiera sido la ocasión para intentar volver a abrir la ruta de la seda y de las especias, sin cuyos impuestos el imperio turco estaba cojo. Pero, para su desgracia, estaba sufriendo al sultán loco Ibrahim I que, en lugar de intentar recuperar Egipto, declaró la guerra a Venecia por un motivo fútil. El conflicto, aun siendo de un gran imperio contra una ciudad empobrecida, no fue paseo sino larga y dura campaña. Para financiarla, el sultán impuso gabelas cada vez más asfixiantes, hasta conseguir que la combinación de opresión y desastres navales animó a los asesinos que acabaron con él en un golpe palaciego.

Ibrahim I fue sucedido por el niño Mehmet IV. Su entronización fue la señal para que se extendieran los disturbios, agravados por los efectos del bloqueo veneciano de los Dardanelos. Sin embargo, las revueltas tuvieron un abrupto final cuando la sultana madre escogió como gran visir al albanés Mehmed Koprulu. El nuevo ministro dirigió el imperio con mano de hierro y, tras aplastar a los rebeldes, reformó la marina con el auxilio del oro francés y de holandeses renegados. La nueva flota turca derrotó decisivamente a la flota veneciana, y los ejércitos otomanos volvieron a Creta, que conquistaron a sangre y fuego; apenas uno de cada cinco cretenses sobrevivió a la devastación. Después se reinició el asedio de Candía, el último enclave veneciano en lo que había sido su más próspera posesión.

Las matanzas de Creta enfurecieron a los católicos europeos y, sobre todo, a los españoles. Desde los púlpitos se llamó a la guerra, pero los turcos aun tuvieron un respiro, ya que era ministro principal del rey Felipe IV Don Luis Méndez de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, líder de la facción tradicionalista. Los tradicionalistas eran opuestos a las aventuras militares, y más aun en Oriente, feudo de sus rivales modernistas. Con el pretexto de la deuda generada por el conflicto con Francia e Inglaterra (la guerra de Dunkerque), Madrid se negó a intervenir en el conflicto. La muerte de Don Luis en 1661 no cambió la política, ya que fue sucedido en el ministerio por su hijo Gaspar de Haro y Fernández de Córdoba, que pretendió continuar la política pacifista. No tanto por convicciones personales, sino porque creía que las aventuras militares estaban beneficiando económicamente a los modernos, que controlaban el ejército, la armada y la fabricación de armamento.

Siguiendo la línea de su padre, Don Gaspar también se negó a enviar tropas cuando Fazil Ahmed Koprulu, que en 1661 había sucedido a su padre como gran visir, dirigió su ejército contra Austria. La abstención española supuso un enfriamiento de las relaciones entre Madrid y Viena. A pesar de las gestiones de Don Pablo Spínola Doria, embajador español en ante el emperador, se estuvo cerca de la ruptura. Solo la promesa de un importante subsidio español (veinticinco millones de ducados, la mitad en metales preciosos y la otra mitad en armas) aquietó a la corte austríaca. Que España fuera capaz de ofrecer semejante fortuna era señal del cambio económico que se estaba produciendo en la Península: la monarquía hispánica, antes crónicamente endeudada, ahora disponía de un superávit que le permitía influir en la política internacional, tomando el papel que durante la Gran Guerra había tenido Francia. A partir de entonces, el tesoro español sería un factor de peso en las relaciones internacionales.

El ministro principal intentó retrasar la entrega de la prometida ayuda, sin tener en cuenta el efecto que las dilaciones estaban teniendo en las relaciones entre las dos monarquías. Esta decisión de Haro desagradó profundamente al rey Felipe IV. Aunque el ministro siguió en el poder, sus relaciones con el monarca se enfriaron. Durante los años siguientes Haro intentó recuperar el aprecio del rey, aunque con escasos resultados, y acabaría siendo destituido y desterrado con ocasión de la crisis de los piratas.

Mientras, los modernos habían sabido ganarle la mano a Haro, manteniendo las buenas relaciones entre Viena y Madrid. Aunque las fuerzas armadas españolas no pudieran intervenir, la Compañía del Carmen lo hizo a título privado. Según la tesis del historiador Don Federico López de Albornoz, basada en documentos recientemente descubiertos, realmente fue a instancias del rey. La Compañía entregó a su costa artillería de campaña y modernos mosquetes de pistón, con los que los imperiales derrotaron a los turcos en San Gotardo. El conflicto entre austríacos y turcos quedó en tablas; sin embargo, su final permitió a Fazil Ahmed Koprulu llevar refuerzos a Creta y reiniciar el asedio de Candía.

Venecia solicitó el auxilio español pero, de nuevo, encontró en Madrid oídos sordos. No solo por la política de Haro, sino por el resentimiento hacia la República; aunque comercialmente fuera cada vez más dependiente de España, la ciudad de los canales seguía intrigando contra los intereses españoles en Italia. Aun así, los modernistas no deseaban la derrota veneciana, ya que Venecia era una pieza de gran importancia para su campaña económica en Europa, al revender productos hispanos en países rivales y así arruinar la industria y la economía de sus enemigos. De nuevo, fue la Compañía del Carmen la que cedió a los venecianos armamento moderno, incluyendo dos mil modernos fusiles Entrerríos. Más importante, fueron sus buques los que llevaron armas, municiones y suministros a los asediados, con la protección de la Armada española, que tenía órdenes directas del rey Felipe IV de «no permitir que ni un esquife sea apresado por los infieles». Con tal apoyo, los venecianos de Morosini consiguieron rechazar los asaltos turcos.

Sin embargo, el conflicto se decidió en el mar. La flota turca, reforzada con buques de diseño europeo, consiguió expulsar a la veneciana de los Dardanelos. Tras la victoria, los turcos pudieron reconquistar las islas del Egeo y llevar fuerzas adicionales a Creta. Tras una serie de sangrientos asaltos, Francesco Morosini se vio obligado a pedir condiciones. El doce de junio de 1675 los venecianos abandonaron las ruinas de Candía con armas y bagajes; con todo, era una derrota.

La guerra de Candía, sin embargo, fue el canto de cisne turco. Sucesos ocurridos en el confín del mundo iban a repercutir en el Mediterráneo Oriental. El ministerio de Haro pendía de un hilo, y la crisis de los piratas llevó a su caída. En 1680 fue sustituido por el marqués de Lazán, un veterano militar que se había distinguido en Dunkerque y Salé. Aunque fuera moderado en cuestiones internas, en cuestiones de política exterior era un fiel discípulo del marqués del Puerto, como había demostrado durante la guerra contra Inglaterra.



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La formalización de la Santa Alianza

Entre los cambios que impuso Lazán estuvo el de la política exterior española. Consideraba que abandonar al Imperio y a la República de las Dos Naciones (Polonia y Lituania) había sido un grave error, que debía ser subsanado cuanto antes.

Lazán envió a Varsovia y a Viena embajadores con la misión de estrechar los lazos con ambas potencias católicas. Tras limar algunas asperezas (de nuevo, gracias a grandes subsidios), se convocó una conferencia de naciones católicas en Salzburgo, con el objetivo de crear una alianza defensiva contra los enemigos de la fe. Además de delegados de las tres potencias, asistieron los de otras menores, como el ducado de Toscana, Génova, Venecia y la Orden de Malta. Como era de esperar, Luis XIV de Francia rechazó la invitación, diciendo «no será mi reino lacayo de duques austríacos ni de nigromantes españoles».

En la conferencia se aprobó la creación de la Santa Alianza, con el compromiso de sus miembros a prestarse ayuda mutua en medida de sus posibilidades; no llegaron a concretarse cuáles serían, ya que para Lazán lo importante no era la colaboración que otras potencias pudieran proporcionar, sino el sustrato ideológico. Tampoco se especificaron cuáles serían sus fines, salvo defender a sus miembros y a la fe católica; con todo, era evidente que, tras la derrota de los protestantes en la Gran Guerra, la única amenaza creíble contra la religión católica era la turca. El papa Inocencio X dio su bendición, aunque no participó en la alianza.

Además del documento público, las tres principales potencias firmaron un tratado secreto con cuatro puntos principales. El primero establecía las diferentes áreas de influencia: para la República de las Dos Naciones serían los territorios situados al este de los ríos Oder, Neise y Dniéster, así como el ducado de Brandemburgo. En la órbita imperial quedarían los territorios de hablas germánicas (con la excepción de los hispanos y los de Brandemburgo), los estrechos daneses para dar a Polonia salida a mares abiertos, y los Balcanes. España se reservaba los territorios borgoñones y las costas del Mediterráneo, incluyendo Italia y Grecia. Las tres potencias se comprometían no solo a respetar sus áreas de influencia y expansión, sino a realizar consultas frecuentes para unificar su política exterior, así como a apoyarse mutuamente para conseguir dominar sus respectivas áreas.

El segundo punto dividía el mundo entre las tres potencias. España se reservó los territorios del Nuevo Mundo, Extremo Oriente y el Mar del Sur, mientras que Polonia y el Imperio podrían colonizar África y la India. En África, España solo conservaría la costa mediterránea, el sur del continente por debajo del paralelo 17, y algunos enclaves en el Golfo de Guinea y Zanzíbar. En Asia, Adén, Mascate y Ceilán, las islas del Índico, y las Indias Orientales. A cambio, Polonia y Austria debían comprometerse a respetar la prohibición del tráfico o tenencia de esclavos. Hasta que Varsovia y Viena pudieran fundar colonias en África, España permitiría que colonos católicos procedentes de potencias católicas se establecieran en sus posesiones, aunque manteniendo la soberanía hispana.

Según el tercer punto, España se comprometía a financiar la modernización de los ejércitos y de la economía de sus aliados. Más concretamente, se obligaba a auxiliar al rey Jan Sobieski en la modernización de sus estados y en sus disputas con las noblezas polaca y lituana.

El cuarto punto trataba sobre el reparto del imperio otomano.



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Los planes de guerra

El objetivo inmediato de la Santa Alianza, el que debía justificarla, era la destrucción de la amenaza turca. El general Pérez de Peralta, que encabezaba la misión militar española, presentó a sus aliados un plan de guerra que contemplaba ataques conjuntos simultáneos para paralizar a los otomanos e impedirles responder.

El plan preveía ofensivas en todos los frentes. Una embajada ofrecería al Sah de Persia Solimán I una sustanciosa contribución económica si atacaba a la frontera turca. La mancomunidad polaco lituana operaría en Ucrania, invadiendo Podolia y amenazando Crimea. Venecianos y genoveses debían hacerlo en las costas adriáticas, y una fuerza mixta española y veneciana desembarcaría en Creta. El ejército español de Egipto invadiría Palestina siendo Jerusalén y Damasco sus objetivos.

Con todo, serían ataques secundarios para distraer de la doble ofensiva principal. En el sur, la Armada Española debía entrar en el Egeo y, tras hacerse con bases insulares, desembarcar una fuerza española en la costa tracia. En el norte, un ejército combinado español, imperial y polaco que saldría desde Viena se dirigiría hacia Budapest y Belgrado.

Como veremos, esta ambiciosa planificación no podría cumplirse, en parte por las limitaciones de los aliados de España y, sobre todo, por la respuesta turca. En cualquier caso, el sustrato era el mismo: ofensivas coordinadas en todos los frentes, destinadas no solo a dispersar las fuerzas enemigas, sino a arrebatar grandes territorios que los otomanos no iban a poder defender. Ya que esta guerra debía diferenciarse de las anteriores en que no estaba destinada a conseguir pequeños avances fronterizos, sino a destruir al imperio turco como potencia.

Una cuestión clave iba a ser el mando. Ninguna potencia quería perder ni el control de sus tropas ni el escenario que le correspondiera. Sin embargo, los españoles insistían en el mando único. Sobre todo, Lazán señaló los inconvenientes que se habían producido durante la Gran Guerra, cuando nación operaba por su cuenta. Tras algunos debates (de nuevo, suavizados con metales preciosos) se aceptó crear un mando conjunto formado con representantes de las tres potencias. Además, habría mandos unificados para cada teatro de operaciones; esta cuestión fue el principal escollo, ya que los españoles querían imponer una condición: en caso de haber fuerzas hispanas en número apreciable, tendrían el mando táctico, aduciendo que estaban más familiarizado con las armas y tácticas modernas. Fue la República de las Dos Naciones la más renuente, y finalmente se acordó asignarle las operaciones en Ucrania y Crimea, que serían realizadas por fuerzas polacas con apoyo de las otras potencias. Con todo, la cuestión del mando supondría algunas discrepancias durante las operaciones en los Balcanes.

Más fáciles fueron las relaciones entre Madrid y Viena, gracias a la amistad tradicional y al parentesco de las dos casas reinantes. Finalmente se decidió que las operaciones en los Balcanes estuvieran bajo el mando de Lazán, con Carlos de Lorena, el comandante imperial, como adjunto; posteriormente se les uniría el rey polaco Jan Sobieski. La excelente relación personal que mantuvieron impidió los habituales roces entre ejércitos.

Lazán hubiera deseado iniciar la campaña cuanto antes, pero iba a ser imposible a causa de la debilidad de sus aliados. Seguían anclados en las tácticas superadas de la Gran Guerra, y el atraso de sus estados iba a dificultar acumular las provisiones que se iban a necesitar. Hubo que retrasar el principio de las operaciones al primero de abril de 1683, y dedicar los dos años y medio que quedaban a la mejora de las infraestructuras y a la preparación de los ejércitos imperial y polaco lituano.



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La modernización de los ejércitos aliados

Las reformas militares del marqués del Puerto llegaron al ejército austriaco, que las empleó en su conflicto con los turcos de 1663. Ya no empleaba cuadros de piqueros, sino líneas de mosqueteros, y había sustituido los viejos arcabuces de mecha por mosquetes de chispa, que se estaban convirtiendo a la percusión; incluso se había iniciado la producción de fulminantes. Sin embargo, seguían siendo armas de capacidad bastante limitada. Se seguía empleando la manufactura clásica, fabricando el cañón a partir de una plancha de hierro que se forjaba, de tal manera que, entre holguras, irregularidades e incapacidad de emplear cargas potentes, su eficacia a más de cien metros era dudosa. En 1664, como se ha citado previamente, habían recibido fusiles rayados Entrerríos que habían sido tan efectivos que se estaban intentando copiar. Sin embargo, las imitaciones se hacían con la misma técnica que los mosquetes, de tal manera que los soldados las miraban con recelo por la frecuencia con la que reventaban. Solo a partir de 1675 se empezó a fabricar cañones perforando una barra, pero al carecer de medios mecánicos adecuados, solo se habían hecho unos centenares cuando comenzó la guerra.

Algo parecido ocurría con la artillería. Se había modernizado, y ya no empleaba los pesadísimos cañones de 1630; aun así, los de ocho libras, los disponibles en mayor número, pesaban tonelada y media, y resultaba engorroso su emplazamiento en el campo de batalla. La artillería imperial se estaba dotando de piezas más ligeras de dos y cuatro libras, pero adolecían de potencia y alcance.

La ayuda española supuso una revolución. Durante los años previos, la Compañía del Carmen había vendido grandes cantidades de armamento a bajo precio: fusiles rayados Entrerríos, pistolas giratorias (del primitivo modelo de chispa), y algunas «escopetas» con su munición. A partir de 1678 comenzaron a llegar fusiles Entrerríos convertidos a la retrocarga; asimismo, se asistió en la conversión local a la retrocarga del arsenal existente de fusiles Entrerríos, así como de las pocas copias locales que se consideraron fiables; las demás fueron descartadas. También se convirtieron a la retrocarga bastantes mosquetes, aunque solo podían emplear cargas reducidas. También llegaron pistolas de retrocarga de un disparo. Por desgracia, estas armas todavía se estaban distribuyendo cuando comenzó la guerra.

Lo mismo ocurrió con la artillería. Las piezas existentes fueron mejoradas con llaves de percusión, y se recibieron tres centenares de cañones Trubia de bronce comprimido, aunque la técnica de fabricación siguió siendo secreta. Igualmente importante fue la llegada de instructores españoles para enseñar las nuevas tácticas que tan eficaces se habían mostrado en Dunkerque y Salé.

La reforma era especialmente necesaria para Polonia, cuyo ejército estaba compuesto principalmente de caballería. Aun fuera de las mejores del mundo, como demostraría durante la guerra, el ejército polaco adolecía de artillería y de infantería. Esta, aunque numerosa, estaba formada por reclutas de origen campesino con escasa preparación. La tendencia llevaba años cambiando, ya que España estaba ayudando a formar un ejército profesional, mayoritariamente de infantería, leal a la corona y no a la nobleza feudal. Tras la firma del tratado las entregas de armas se incrementaron; a partir de 1680 llegaron al puerto de Danzig veinte mil mosquetes de percusión (dos mil convertidos a la retrocarga), doce mil fusiles Entrerríos (tres millares, de retrocarga), miles de pistolas giratorias y de retrocarga, y doscientos veinte cañones de diversos modelos.

El primer resultado de las reformas se produjo en Chichirin, en Ucrania, donde una fuerza de infantería y caballería lituana derrotó al hetmán cosaco Yuri Khmelnytsky, que había ofrecido vasallaje a los turcos. Khmelnytsky fue sustituido por Ivan Samoylovych, que a cambio del apoyo polaco vigiló la frontera oriental de la República frente a las aspiraciones rusas.

Las operaciones en Ucrania mejoraron la posición de la Santa Alianza, pues al alejar la guerra de las fronteras de la Mancomunidad, la magnífica caballería pesada polaca pudo incorporarse a las operaciones en los Balcanes. Sin embargo, también sirvieron para alertar a los turcos.



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La modernización de los ejércitos aliados

Las reformas militares que el marqués del Puerto había introducido en el ejército español, también habían llegado al ejército austriaco, que cuyas tácticas del conflicto con los turcos de 1663 poco tenían que ver con las empleadas en la Gran Guerra. Ya no empleaba cuadros de piqueros, sino líneas de mosqueteros, y había sustituido los viejos arcabuces de mecha por mosquetes de chispa, que se estaban convirtiendo a la percusión; incluso se había iniciado la producción de fulminantes. Esta mejora, aparentemente simple, había tenido gran efecto ya que aceleraba la recarga, permitía llevar el mosquete cargado incluso cuando llovía (ya que el pistón obturaba por completo el oído), y el disparo era prácticamente instantáneo, sin las demoras de las llaves de chispa. Además, al poder llevar un cuchillo de Breda, ya no era necesario que los mosqueteros se acompañaran de piqueros.

Sin embargo, el ejército imperial aun estaba lejos del español. No había adoptado la organización por divisiones, tampoco tenía estado mayor permanente, ni un cuerpo como el español de Abastos; al contrario, seguía dependiendo de contratistas civiles de dudosa fiabilidad. Los mandos se escogían no tanto por sus cualidades sino por su título nobiliario. En el campo de batalla, sus líneas eran rígidas, intentaban resolver los enfrentamientos mediante el ineficaz fuego de sus mosquetes, y no formaban columnas de asalto para resolver los combates mediante el choque. Solo la caballería efectuaba cargas «a la sueca». Justo cuando el ejército español estaba sustituyendo sus formaciones lineales por otras más flexibles para aprovechar su superior potencia de fuego, y su caballería combatía a pie.

El armamento seguía dejando mucho que desear. Mientras que el ejército español se había reequipado con fusiles rayados de retrocarga y artillería de tiro rápido, los imperiales disponían de mosquetes de factura clásica, en el que el cañón se fabricaba partiendo de una plancha de hierro que se forjaba y se soldaba. Entre holguras, irregularidades e incapacidad de emplear cargas potentes, su eficacia a más de cien metros era dudosa. En 1664, como se ha citado previamente, se habían recibido fusiles rayados Entrerríos que resultaron tan efectivos que se estaban intentando copiar. Sin embargo, las imitaciones se hacían con la misma técnica que los mosquetes, de tal manera que los soldados las miraban con recelo por la frecuencia con la que reventaban. Solo a partir de 1675 se había empezado a fabricar cañones perforando una barra, pero al carecer de medios mecánicos adecuados, en 1681 solo se habían terminado unos centenares de fusiles.

Algo parecido ocurría con la artillería. Se había modernizado, y ya no empleaba los pesadísimos cañones de 1630; aun así, los de ocho libras, los disponibles en mayor número, solo podían hacer un disparo cada dos o tres minutos (con dotaciones entrenadas), y con su peso de tonelada y media resultaba engorroso su emplazamiento en el campo de batalla. La artillería imperial se estaba dotando de piezas más ligeras de dos y cuatro libras, pero adolecían de potencia y alcance.

La ayuda española supuso una revolución. Durante los años previos, la Compañía del Carmen había vendido grandes cantidades de armamento a bajo precio: fusiles rayados Entrerríos, pistolas giratorias (del primitivo modelo de chispa), y algunas «escopetas» con su munición. A partir de 1678 comenzaron a llegar fusiles Entrerríos convertidos a la retrocarga; asimismo, se asistió en la conversión local a la retrocarga del arsenal existente de fusiles Entrerríos, así como de las pocas copias locales que se consideraron fiables; las demás fueron descartadas. También se convirtieron a la retrocarga bastantes mosquetes. Aunque solo podían emplear cargas reducidas, y adolecían de potencia y precisión, podían hacer seis e incluso ocho disparos por minuto. También llegaron pistolas de retrocarga de un disparo. Por desgracia, estas armas todavía se estaban distribuyendo cuando comenzó la guerra.

Lo mismo ocurrió con la artillería. Las piezas existentes fueron mejoradas con llaves de percusión, y se recibieron tres centenares de cañones Trubia de bronce comprimido, aunque la técnica de fabricación siguió siendo secreta. Igualmente importante fue la llegada de instructores españoles para enseñar las nuevas tácticas que tan eficaces se habían mostrado en Dunkerque y Salé.

La reforma era especialmente necesaria para Polonia, cuyo ejército estaba compuesto principalmente de caballería. Aun fuera de las mejores del mundo, como demostraría durante la guerra, el ejército polaco adolecía de artillería y de infantería. Esta, aunque numerosa, estaba formada por reclutas de origen campesino con escasa preparación. La tendencia llevaba años cambiando, ya que España estaba ayudando a formar un ejército profesional, mayoritariamente de infantería, leal a la corona y no a la nobleza feudal. Tras la firma del tratado de Salzburgo las entregas de armas se incrementaron; a partir de 1680 llegaron al puerto de Danzig veinte mil mosquetes de percusión (dos mil, convertidos a la retrocarga), doce mil fusiles Entrerríos (tres millares, de retrocarga), miles de pistolas giratorias y de retrocarga, y doscientos veinte cañones de diversos modelos.

El primer resultado de las reformas se produjo en Chichirin, en Ucrania, donde una fuerza de infantería y caballería lituana derrotó al hetmán cosaco Yuri Khmelnytsky, que había ofrecido vasallaje a los turcos. Khmelnytsky fue sustituido por Ivan Samoylovych, que a cambio del apoyo polaco vigiló la frontera oriental de la República frente a las aspiraciones rusas.

Las operaciones en Ucrania mejoraron la posición de la Santa Alianza, pues al alejar la guerra de las fronteras de la Mancomunidad, la magnífica caballería pesada polaca pudo incorporarse a las operaciones en los Balcanes. Sin embargo, también sirvieron para alertar a los turcos.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica:

La gran expedición al norte (continuación)

Una vez descargados los pertrechos, presentaron las cartas credenciales ante el gobernador, y
prepararon el campamento del personal. El cronista oficial de la expedición, Bernardo de
Castro, nos cuenta que Pérez se dirigió a una taberna de la ciudad para encontrar guías y
noticias sobre el territorio al que se iba a dirigir. Tras contratar a algunos y tener varias charlas,
de Castro nos cuenta que en una de ellas Pérez quedó muy sorprendido. pues varios
tramperos le hablaron de unos cuerpos de agua gigantescos, casi como si fueran mares, que
había tierra adentro, hacia el oeste. De Castro relata hasta qué punto sorprendió a Pérez la
noticia.

Así que, dos meses después de su llegada, Pérez reunió a sus capitanes. decidiéndose que la
Galga y la Santa Clara explorarían hacia el sur para volver en cuatro meses. El San José y el San
Lorenzo irían hacia el norte, al mando de Alonso de Lanzos. Pérez se adentrará en el territorio
continental en dirección a las masas de agua descritas por los tramperos.

Mientras Pérez remontaba el río Norte en canoa, De Lanzos, con los dos buques, iba hacia el
norte. Una vez dejado atrás el último presidio español, los buques de la expedición de Lanzos
se esforzaron en buscar grandes puertos naturales o refugios en la costa. Hicieron especial
mención de una bahía alargada en la mitad de la península, que guardaba la entrada del gran
río San Lorenzo. Acto seguido, se dedicaron a explorar Terranova. Fue aquí donde los dos
buques se separaron. De Lanzos con el San José continuó hacia el norte en busca de lo que los
ingleses llamaban la bahía de Hudson. El San Lorenzo se dedicó a explorar la entrada del San
Lorenzo, así como toda la zona adyacente, antes de regresar a Naiad, la antigua Nueva
Ámsterdam.

De Lanzos se adentró en la bahía de Hudson con el San José, buque que había sido
especialmente preparado para esta misión. Invernó en una pequeña bahía que llamó de San
Felipe en honor al monarca, e instaló en un río que desembocaba en ella la primera factoría
hispana en esa zona. Más tarde, toda la antigua bahía de Hudson acabaría siendo conocida
como bahía de San Felipe, y las tierras adyacentes como Tierras del Rey Felipe. Se decidió
dedicar el San José a hacer un viaje anual a esta zona, pues se pensó que los beneficios que se
sacasen de estas factorías sufragasen el costo de la expedición.

Mientras, Pérez había remontado el río norte, y siguió a pie cuando sus exploradores se lo
aconsejaron, llegando tras dos semanas de marcha a la región de los Grandes Lagos. Intentó
circundarlos y empezar a realizar mapas de la zona, siendo famosos los primeros dibujos
hechos de las cataratas del Niágara. Pérez dejó constancia en su diario de la inmensidad y la
importancia de la región. Dejó encargado de la exploración de toda esa zona a Gabriel de

Lucena, que fundó un asentamiento a la orilla del lago Cataraqui (posteriormente llamado
Ontario).

Cuando Pérez volvió a Naiad, y viendo que todavía disponía de tiempo hasta la partida hacia su
nuevo destino, decidió explorar las áreas adyacentes a la colonia de Virginia, donde tuvo
contacto con los pueblos sojuzgados por los ingleses y vio los horrores que estaba haciendo en
la zona la viruela. Data de esas fechas una carta dirigida al monarca pidiendo que se enviará la
vacuna para socorrer a los pueblos que pudiesen ser amigos de España.

Una vez finalizado el reconocimiento, Pérez envió al San Lorenzo a la Península con los
resultados de sus exploraciones, así como el material recogido: animales, mapas, dibujos,
etcétera, junto con mercancías de los presidios. A su regreso debía traer provisiones tanto
para los presidios como para las misiones permanentes que se habían fundado durante la
expedición. Después, partió hacia el sur con la Galga y la Santa Clara; a la altura a la altura de la
colonia de Virginia tendría lugar el incidente del Saint James. El nuevo destino de Pérez era el
presidio de Nueva Barcelona, que guardaba la entrada del río Misisipí, ya que tenía intención
de ascender por el río y cartografiarlo

A su llegada al presidio mostró sus credenciales al gobernador, encontrando que ya se estaban
construyendo embarcaciones capaces de remontar el río, incluyendo cuatro galeotas (una ya
terminada) destinadas a patrullarlo. Se decidió que Pérez cedería falconetes para armar las
galeotas, y a cambio se quedaría con la ya terminada como otra cuyas obras estaban muy
avanzadas.

Con las dos embarcaciones, Pérez emprendió una prolongada exploración, reconociendo el
Misisipí hasta las cataratas de San Antonio, y sus afluentes Misuri y Ojayo, tomando nota de
aquellos lugares que podrían tener interés estratégico o económico, en los que fundar colonias
agrícolas o madereras, e instalar molinos de grano y aserraderos.

En la fase final de su expedición, Pérez remontó el Misuri y, cuando por sus observaciones
creyó estar cercano al Mar del Sur, dejó las embarcaciones, que volvieron hasta Nueva
Barcelona. Acompañado de seis españoles y cuatro exploradores nativos, cruzó las montañas y
la gran llanura que halló al otro lado, que le pareció idónea para la colonización, hasta llegar al
Mar del Sur en las cercanías de la isla de Nutka. Ya que el regreso hasta el Misuri le pareció
difícil, construyó una embarcación y, tras sacrificar sus caballerías y salar sus carnes, partió
hacia el sur. El viaje fue muy peligroso a causa de las tormentas y de la carencia de provisiones,
teniendo que hacer altos en la costa californiana; en uno de ellos descubrió la magnífica bahía
que posteriormente fue llamada de San Francisco, por la misión franciscana que allí se fundó.
Al final consiguieron llegar al apostadero de San Blas. De allí viajó por tierra hasta Vera Cruz, y
después embarcó hasta Nueva Barcelona, a la que llegó a los dos años de su partida.

Consecuencias

Pérez presentó la memoria de su expedición ante el rey Felipe IV en 1942, cuatro años tras su
salida de España. Allí dio cuenta de las dificultades encontradas, señalando hasta qué punto
fue importante la minuciosa preparación, y los medios de subsistencia ya probados en Siberia;
la expedición de Pérez se convertiría en modelo para otros exploradores polares. También
presentó todo tipo de muestras, como animales disecados o vivos; estos últimos fueron
destinados a la Real Casa de Fieras donde llamaron mucho la atención, especialmente los
caimanes.

Gracias a los informes y los mapas se empezó a vislumbrar el enorme tamaño de las cuencas
del Misisipí y de los Grandes Lagos, así como su conexión. Poco después, una segunda
expedición también liderada por Don Bernardo Pérez, partió de Nueva Barcelona y consiguió
llegar al lago Michigán. Misiones subsiguientes encontraron la conexión entre este gran lago y
el río San Lorenzo.

La expedición de Don Bernardo Pérez destacó no solo por sus resultados y las grandes
extensiones investigadas, sino por la minuciosidad con la que recogió datos de los territorios
que exploró, por lo que ha sido considerada la primera de las grandes expediciones
científicas.
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Domper
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Preparativos turcos

Los planes aliados no estaban pasando desapercibidos. No solo por los combates en Ucrania, sino gracias a los espías turcos que, además de informar de los preparativos, consiguieron hacerse con una copia del tratado secreto: al parecer, la fuente fue un escribiente de la corte vienesa, a sueldo de los otomanos. Aunque los espías no tuvieron acceso al plan detallado de las operaciones, pudieron advertir al gran visir que se estaba organizando una ofensiva coordinada, que Kara Mustafá se preparó para frustrar.

El gran visir conocía la fuerza de sus enemigos y las debilidades del imperio turco, que aun no se había recuperado de la pérdida de Egipto, ni siquiera con las reformas de sus parientes políticos y antecesores en el cargo. Se estima que las rentas otomanas se habían reducido a la mitad, y las reformas solo consiguieron recuperarlas en una tercera parte. De tal manera que conseguir fondos suficientes se convirtió en el principal obstáculo del visir. Se incrementaron los impuestos, sobre todo los que gravaban a los cristianos, y se solicitaron enormes empréstitos, garantizados con grandes extensiones de los Balcanes. Paradójicamente, entre los bancos que prestaron a los otomanos los había italianos, alemanes e incluso neerlandeses. El marqués de Lazán supo de tales movimientos gracias a la Inquisición Civil, pero se abstuvo de tomar medidas firmes, ya que no quería romper el frente de la Santa Alianza. Ahora bien, tampoco le convenía permitir el rearme turco, y envió cartas a los principales banqueros católicos advirtiendo que España no reconocería ningún título de propiedad que procediera de los musulmanes. Bastó esa amenaza para agotar el crédito turco.

Kara Mustafá también intentó organizar un gran frente anticatólico. Agentes turcos ofrecieron su ayuda a los protestantes europeos, incluyendo los exiliados holandeses. Asimismo, el visir buscó la alianza con las principales potencias rivales de España: Francia, Inglaterra, Suecia y Rusia. Los resultados fueron magros, ya que Francia e Inglaterra estaban inmersas en guerras civiles, y la arruinada Suecia estaba sufriendo lo peor de la «Pequeña Edad del Hielo». Rusia ofreció una alianza contra Polonia, el enemigo común, pero a cambio de la cesión de Azov, exigencia que los turcos consideraron inaceptable. El apoyo más sólido se logró entre los protestantes balcánicos, especialmente entre la nobleza húngara de Transilvania, cuyo poder militar, en realidad, era escaso. Otros estados vasallos suministraron contingentes, pero su fiabilidad era dudosa.

Turquía también quiso azuzar contra los españoles a los musulmanes del norte de África. Sin embargo, tras la conquista de Salé la diplomacia hispana se había atraído a varios clanes, con cuya colaboración las guarniciones consiguieron dispersar a los revoltosos. El único éxito se logró en Nubia, donde la guarnición de la isla Elefantina, al sur de Egipto, fue sorprendida y aniquilada.

Mejores resultados se consiguieron en el este. El sah Solimán de Persia, aunque era el tradicional rival de los otomanos, quería hacerse con Mascate, la principal de las factorías portuguesas en el golfo arábigo. Turquía y Persia firmaron un acuerdo por el cual los otomanos renunciaban a sus intereses en el Golfo Pérsico, salvo Basora. Tras el acuerdo, Turquía pudo reforzar su ejército con las guarniciones de Mesopotamia, mientras Persia hacía ostentosos preparativos militares. El resultado fue que el ejército español de Egipto tuvo que enviar refuerzos al Alto Nilo y a Mascate, obligando a postergar las operaciones en Palestina.

Por desgracia para los turcos, su ejército seguía anclado en el siglo anterior, y no disponía de recursos para modernizarlo. El núcleo estaba formado por infantes jenízaros y caballería espagi. El cuerpo de jenízaros era una formación de elite, que se reunía mediante el devshirme, también llamado leva infantil o impuesto de sangre: niños procedentes de familias cristianas, algunos ofrecidos voluntariamente, pero la mayoría secuestrados, que eran educados como musulmanes y entrenados como soldados. El cuerpo de jenízaros no solo tenía valor militar sino también político, al ser una fuerza fiel al sultán; sin embargo, la expansión del ejército turco durante el siglo XVII había llevado a que la política de reclutamiento se relajara, admitiendo voluntarios civiles, de tal manera que la calidad del cuerpo se resintió. Además, los jenízaros eran muy celosos de sus privilegios, y se resistían a los cambios, incluyendo los tácticos, y seguían empleando formaciones obsoletas.

El ejército turco tenía un gran componente de caballería, los espagis o sipahis. Parte era regular (los kapikulu sipahi) y parte, de tipo feudal (timarli sipahi). Las seis divisiones de kapikulu eran las más prestigiosas de las fuerzas otomanas, y estaban formadas por los hijos de la elite turca. Los timarli eran reunidos por los terratenientes para las campañas.

Al núcleo regular se añadían las fuerzas proporcionadas por los estados vasallos, siendo los más importantes en la campaña de los Balcanes los valacos y, sobre todo, los húngaros del principado de Transilvania, que se consideraban herederos de la tradición magiar, y que al ser mayoritariamente protestantes se oponían a la alianza católica.

Otro contingente numeroso era el mercenario. Miles de soldados de fortuna de origen europeo se unieron al ejército de los Balcanes, a pesar de las severas advertencias de la Santa Alianza, interesada en acabar con la recluta mercenaria; no debe olvidarse que las tres principales potencias reclutaban dentro de sus estados, y su política era contraria a la recluta de mercenarios, ya que permitía que estados pequeños pero ricos (como Holanda o Venecia) se enfrentaran a los grandes estados nacionales. Una facción importante de la caballería, sobre todo la ligera, era también mercenaria: los akinci, formados principalmente por tártaros y por arqueros montados del Asia Central.

Tradicionalmente el ejército turco incorporaba gran número de voluntarios, de calidad variable. Los sekbán eran campesinos anatolios sin trabajo que se enrolaban como mercenarios, cuyo comportamiento en poco se diferenciaba de los bandoleros. Los basi-bozuk eran voluntarios armados por el estado, pero que no tenían uniformes ni recibían paga, y que esperaban enriquecerse mediante el saqueo. Tenían fama de valientes, aunque eran indisciplinados y se hicieron tristemente notorios por su crueldad con los civiles. En esta campaña se llamó también a voluntarios de la fe con llamamientos que fueron repetidos por los imanes en las mezquitas. Atrajeron a decenas de miles de hombres, no solo por fervor religioso, sino también por avidez de botín. Por lo general, carecían de experiencia militar y estaban mal armados; solo unos pocos disponían de armas de fuego, confiando los demás en arcos, flechas y armas blancas. Parte de los voluntarios se incorporaron al ejército de los Balcanes, con la intención de emplearlos para desgastar a las fuerzas de la Alianza. Con el resto (principalmente sekbán) se reforzaron las guarniciones en el Tracia, el Egeo y Palestina.

Finalmente, en los Balcanes había fuerzas de ocupación. Los derbencis, suministrados por los musulmanes locales, actuaban como gendarmes, y los armatoles eran poco más que bandoleros a sueldo de los turcos. Pequeñas guarniciones protegían a los recaudadores de impuestos y a los administradores, pero en la frontera había fortalezas más importantes aunque, de nuevo, la falta de recursos había impedido modernizarlas, y muchas seguían siendo de tipo medieval.

El armamento era variopinto pero, por lo general, escaso y anticuado. Turquía fabricaba obsoletos arcabuces de mecha, aunque algunos tenían llaves de chispa. Además, desde 1670 y con la asistencia francesa, se fabricaban mosquetes con llaves primero de rueda y después de chispa. De todas formas, solo los jenízaros disponían de suficientes armas de fuego. Los irregulares tenían pocas pistolas y arcabuces, y seguían empleando ballestas, arcos y flechas. Una limitación importante era que solo en los escasos mosquetes se podían acoplar cuchillos de Breda, de tal manera que seguían necesitando armas blancas para el choque. Muchos jenízaros llevaban, además del arcabuz, pistola, espada, daga e incluso arcos.
Parecían arsenales andantes, pero semejante combinación iba en detrimento de su capacidad. Como se ha dicho, los voluntarios llevaban equipo más propio de bandoleros que de soldados.

No solo el armamento turco era deficiente, sino sus tácticas, ya que se seguían empleando las anticuadas formaciones de principios de siglo. No tanto por inmovilismo sino porque la escasa potencia de fuego, y el no tener mosquetes con bredas, obligaba a adoptar formaciones mixtas que combinaran arcabuceros (o arqueros) con lanceros o piqueros.

La artillería otomana, que había adquirido gran fama durante los siglos previos, estaba desesperadamente anticuada. La tecnología de los grandes cañones de sitio databa del siglo anterior, y seguían empleando balas («pelotas») de piedra, que se rompían en peligrosas esquirlas al impactar, pero que eran caras y frágiles. Había tan pocas municiones que para algunas piezas solo había seis u ocho disparos. Esos cañones eran muy pesados y llevaba horas desplazarlos y emplazarlos. Los Koprulu habían intentado modernizar la artillería, pero la penuria económica y las necesidades de la marina hicieron que el ejército apenas recibiera un centenar de cañones ligeros del tipo sueco, ligeros, de potencia y alcance reducidos.

Previendo que la guerra incluiría una ofensiva marítima, se aceleró la construcción de buques de guerra. Con la ayuda de técnicos franceses e ingleses se iniciaron las obras de una veintena de grandes galeones de guerra y de otras tantas fragatas. Con todo, como la inexperiencia turca retrasó las obras, también se pusieron las quillas de dos centenares de galeras. Ya que la experiencia de los combates con los venecianos había mostrado lo desfasadas que estaban, fueron modificadas armándolas con una potente batería artillera de disparo frontal: la intención era emplearlas como cañoneras en las aguas confinadas de la costa.

Al mismo tiempo, se emprendió un ambicioso programa de fortificación, principalmente en los Dardanelos, ya que se temía que la potente Armada española hiciera sufrir a la capital el mismo destino que Edo. Los castillos existentes (entre ellos los de Sedulbagír, Canacale Namzgá, Samburno y Cimenlico) fueron reforzados con bastiones de traza moderna, y se construyeron decenas de baterías; el estrecho de Canacale quedó erizado de cañones (que no estuvieron disponibles para el ejército). Incluso se restauró la muralla de Estambul, medida que causó gran alarma entre la población. En los Balcanes, sin embargo, solo se planeó modernizar las fortificaciones de algunas ciudades (Belgrado y Buda, donde apenas se llegó a reforzar algunos muros), y se emplearon los escasos fondos disponibles en mejorar las rutas, construir puentes y acumular suministros en grandes almacenes.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica:


La llamada "Escuadra de galeras del Misisipi" se forma poco después de la llegada de los españoles a la zona, a instancia del Gobernador Barón de Calaspardas . Este ordena la construcción en el presidio de dos galeras de gran porte, tres ligeras, tres galeotas y una lancha cañonera. Al año siguiente, se les une otra galera de gran porte sufragada por el Regimiento de Infantería Regular de Misisipi .

Galera "La Leal": La mayor, construida con aportes del Regimiento de Misisipi. Destacada en el Golfo de México. 34 remos. 1 cañón de 18 libras, 2 de 12 libras y 8 giratorios.

Galeras "La Victoria" y "La Luisiana": Galeras "pesadas". Destacadas en el Bajo Missisippi . 32 remos. 1 cañón de 24 libras, 2 de 4 libras y 8 giratorios. 1 patrón, 1 proel y 32-35 tripulantes.

Galeras "La Phelipa", "La Venganza" y "La Castilla" : Galeras ligeras, con el mismo número de remos que las anteriores pero armamento más ligero. Destacadas en el Alto Missisippi. 32 remos. 1 cañón de 18 libras y 8 giratorios. Patrón, proel y 32 tripulantes.

Galeotas "La Flecha", "La Activa" y "La Vigilante": Copias reducidas de las anteriores. Sin destacamento fijo, la Flecha solía estar basada en el presidio. 14-16 remos. 1 cañón de 6 libras a proa y 8 cañones giratorios de bronce. Patrón, proel y 20 tripulantes.

Cañonera "Rayo": Destacado en la embocadura del río Ohio. De 8 remos. Un cañón proel de 12 libras y 2 giratorios a popa. Tripulado por patrón, proel y 8 remeros.

En cuanto al diseño, no se trata de las conocidas embarcaciones de tipo mediterráneo, aunque toman de ellas el concepto general. Eran embarcaciones alargadas, más anchas por la popa para acomodar una cabina grande que ocupaba un cuarto de la eslora. La cubierta era cerrada excepto en los lugares ocupados por las bancadas para un solo remero. Las bordas, bajas, excepto en popa donde se elevaban para formar la cabina. Esta tenía techo plano para formar una segunda media cubierta. Poseían un único palo de gran altura donde podían izarse hasta tres velas. Disponían de timón y rueda, anclas y cable de arrastre. Solían remolcar un cierto número de piraguas para labores auxiliares y de enlace.

Parece que fueron unidades bastante activas en la defensa y exploración de toda el área central de Norteamérica


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La rebelión de Quíos

Kara Mustafá conocía las debilidades del imperio otomano. La derrota de Egipto y los reveses durante las guerras con los austriacos, los polacos y en Candía, habían demostrado que Turquía apenas era capaz de enfrentarse a uno de sus enemigos, y no podría resistir una ofensiva coordinada. Esperar al ataque de la Santa Alianza conllevaría casi con seguridad la derrota; además, según los informes de los espías, esta vez los aliados no se conformarían con arrebatarle algunos territorios, sino que pretendían repartirse el imperio.

El gran visir decidió que tenía que adelantarse y golpear al que creía más accesible de sus enemigos: el imperio austríaco. Como se ha visto, el ejército polaco era el más débil; sin embargo, sus centros de poder (Varsovia y Vilna) estaban demasiado lejos. Por el contrario, Viena estaba a apenas ciento cincuenta millas de las avanzadas turcas. Un ataque decidido permitiría hacerse con la capital y así obligar a Austria a retirarse del conflicto. Mientras, sería necesario interferir con los preparativos españoles, para que no pudieran auxiliar a los imperiales.

Sin embargo, esa estrategia precisaba un pretexto para la guerra. Aunque no fuera imprescindible, resultaría más sencillo lograr el apoyo tanto interno como de otras potencias si se aparentaba ser el atacado. Otro problema era de solución más difícil: se necesitaba todavía más dinero. Por desgracia, no bastaba con los impuestos, que no se podían seguir aumentando sin arriesgarse a una rebelión, ni con los préstamos, ya que muchos banqueros recelaban de la Inquisición Civil española y prefirieron no implicarse. Como consecuencia, los gastos en el ejército regular, la marina y las fortificaciones consumieron el presupuesto. Para los voluntarios irregulares no quedó prácticamente nada.

Kara Mustafá pensó que había una manera de conseguir fondos y a la vez forzar a sus enemigos a dar el primer paso: fomentar rebeliones en el Egeo. Ordenó que los gobernadores que exigieran a los cristianos los impuestos de cinco años; además creó uno especial para las familias que quisieran educar a sus hijos en la fe cristiana. A quienes no los pagaran, les serían sustraídos sus hijos. El visir no creía poder conseguir así suficiente dinero; sus intenciones eran más siniestras: dio instrucciones secretas a los gobernadores para que llevaran la presión fiscal hasta lo intolerable para provocar levantamientos y, cuando se produjeran, apresar a los rebeldes y a quienes les apoyaran, y venderlos como esclavos en Persia. Así conseguiría dinero, se desharía de potenciales rebeldes, y se provocaría la intervención española.

Las órdenes del visir se cumplieron con mayor o menor diligencia, dependiendo de los gobernadores. En donde se aplicaron con rigor se produjeron las sublevaciones que buscaba Kara Mustafá. La peor se produjo en Quíos.

Quíos, casi adyacente a la costa turca, era una de las islas más grandes del Egeo, y tenía una numerosa población que apenas podía subsistir con el producto de los escasos recursos agrícolas. Aun así, el gobernador Suleimán ordenó una contribución extraordinaria que dejó los graneros vacíos. No pareciéndole suficiente, empezó a secuestrar niños griegos; los menores de siete años, para ser educados como musulmanes, los mayores para su venta. El resultado fue que los quionios escondieran a sus hijos, y se enfrentaron a las partidas que los buscaban. Entonces Suleimán decidió hacer un escarmiento: ordenó la detención de un centenar de los griegos más notables, incluyendo al arzobispo y muchos sacerdotes, e hizo saber que serían ejecutados si no conseguía los impuestos o, en su defecto, los niños. No solo no lo logró, sino que el arzobispo consiguió que se publicara una carta en la que decía que prefería ofrecer su vida si así salvaba el pelo de un niño. Entonces el pachá ordenó la ejecución pública de los rehenes. Fueron alineados ante la catedral ortodoxa, y los verdugos comenzaron a decapitarlos; pero entonces Suleimán cayó muerto de un disparo en el pecho de un tirador que consiguió escapar.

Al ver caer al gobernador, sus hombres enloquecieron. Primero asesinaron a los rehenes que aun seguían vivos, empalándolos y quemándolos. Luego recorrieron las calles de Chora, la capital, matando a cuanto griego encontraron. Los que pudieron escaparon al interior, perseguidos por los turcos, que de repente se encontraron con que no podían controlar la rebelión que habían provocado.

El motivo de las dificultades turcas era que los griegos no estaban indefensos. Agentes españoles llevaban dos decenios introduciendo armas. En su mayoría, eran las capturadas en las guerras europeas, que habían sido mejoradas con cuchillos de Breda y llaves de percusión; estas últimas tenían la ventaja de depender de pistones fulminantes que Turquía no podía fabricar. También habían llegado instructores para organizar milicias; a sabiendas de las consecuencias que podría tener un levantamiento extemporáneo, tenían órdenes de permanecer ocultos hasta que se produjera la invasión española, y de emplear las armas como último recurso. Sin embargo, los turcos forzaron ese último recurso.

Al ver que las bandas otomanas masacraban a los griegos de Chora, Panos Dimakopoulos levantó la bandera de la rebelión. Dimakopoulos procedía de una familia de la Morea que se había refugiado en Nápoles huyendo de la opresión. Su padre, Dimitros Dimakopoulos, se había distinguido en Egipto tras unirse a las tropas valencianas. Panos le sucedió en la carrera militar, y adquirió experiencia en la campana de Nubia contra los bandidos Fur, donde alcanzó el grado de capitán. Después pasó a Quíos para instruir a los lugareños. A pesar de las órdenes, Dimakopoulos se puso al frente de los griegos que habían sacado las armas de los arsenales secretos. Estableció su centro de mando en el monasterio de Nea Moni y dirigió a sus hombres contra los otomanos. En poco más de tres días consiguió acabar con los puestos avanzados y encerró a los turcos tras los muros de la antigua fortaleza veneciana de Chora. Dimakopoulos envió mensajes a Egipto pidiéndoles ayuda; sin embargo, el contrataque otomano se adelantó.

Como hemos visto, parte de los irregulares sekbán debían reforzar las guarniciones del Egeo. Creyendo que los disturbios se iniciarían en Esmirna, donde había una numerosa población griega, Kara Mustafá había concentrado varios miles en las cercanías. Al saber de la muerte del pachá Suleimán y de la rebelión, ordenó al pachá Ilias que pasara a la isla con cinco mil hombres, y que aplastara a los sublevados.

Sin embargo, los quionios resultaron un hueso duro de roer. Emplearon cañones turcos capturados para impedir el acceso al puerto de Chora, y consiguieron hundir tres barcos con centenares de voluntarios a bordo. Ilias pachá tuvo que desembarcar al norte de la ciudad, en Daskalópetra, pero sufrió un revés al intentar tomar las montañas que la dominaban. Finalmente consiguió abrirse paso por la llanura costera, hasta llegar a Chora; su paso quedó marcado por un reguero de sangre griega. Logró entrar en la ciudadela, pero fracasó al intentar recuperar el resto de la ciudad; tan solo consiguió desalojar a los griegos de la batería que cerraba el puerto. Ilias tuvo que solicitar refuerzos; poco después llegaron otros diez mil voluntarios al mando del pachá Hursid, que también traía un lazo de seda con el que fue estrangulado su predecesor por fracasar.

Con estos refuerzos, y con los que llegaron los días siguientes, Hursid contratacó. Empleó su superioridad numérica para desbordar a los hombres de Dimakopoulos, y se hizo con la colina de San Elías, que le abrió el camino hacia el sur. Al llegar al monasterio de Aghios Minas sus fuerzas lo incendiaron, matando a los dos mil griegos que se habían refugiado allí. Al día siguiente asesinaron a otros mil quinientos en Aghios Georgios. Durante la semana siguiente acabó con la resistencia al sur de la isla, y se dirigió contra Nea Moni, cuyo asedio comenzó el día de Año Nuevo. Los trescientos resistentes consiguieron repeler los asaltos durante tres semanas, hasta que los turcos abrieron una brecha y entraron en el monasterio a sangre y fuego. Fue entonces cuando Dimakopoulos hizo estallar las reservas de pólvora, destruyendo el monasterio y matando a casi todos los supervivientes, así como a gran número de turcos.

No acabó allí la venganza turca. La orgía de sangre se frenó, pero solo porque los esclavos eran más provechosos. Aun así, miles de quionios fueron asesinados, y sus mujeres sufrieron el mismo sino tras ser violadas. El resto de la población fue esclavizado y trasladado al continente.

Lo mismo ocurrió en otras islas del Egeo, aunque esta vez sin que las rebeliones tomaran por sorpresa a los ocupantes otomanos; en estos casos fueron menos las muertes ya que la norma fue la esclavitud. Se estima que fueron apresados y deportados unos ciento cincuenta mil griegos, treinta mil de Quíos; la isla perdió cuatro quintas partes de su población. Los presos sufrieron una «marcha de la muerte» al tener que recorrer Anatolia durante el invierno, y apenas la mitad llegaron a los mercados de esclavos persas.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica:



Aunque el ministerio del marqués de Lazán es recordado por las guerras con Inglaterra y Turquía, no fueron menos importantes sus esfuerzos destinados a la modernización del país.

Una de las primeras reformas que acometió fue la homogeneización de los reinos peninsulares, ya que pensaba que uno de los principales escollos para el desarrollo eran los estados señoriales, sometidos a variados regímenes jurisdiccionales. Los señores se habían hecho diversas potestades sobre sus estados. No eran homogéneas; por lo general, los territorios de la Corona de Aragón estaban sometidos a un régimen feudal más estricto que los de Castilla. Aun así, las atribuciones de los señores no eran tan grandes como las de otros estados europeos; pero la variedad en las normativas y la superposición de las potestades de diferentes soberanías (la real y la del señor) los hacían mucho menos atractivos para la inversión. Un efecto del Resurgir fue la migración interna, con miles de campesinos que buscaban mejores oportunidades en los lugares de realengo y en la naciente industria. Los aristócratas intentaron impedir esa salida, llegando a intentar resucitar los «malos usos» en la Cataluña vieja, pero se encontraron con la oposición real. La salida de los pobladores estaba perjudicando a la nobleza, sobre todo a la que pretendió mantener la organización tradicional de sus territorios.

La primera gran medida fue la Ley de Ordenación de los Estados.

El primer punto limitaba la capacidad de heredar los señoríos jurisdiccionales, que en lo sucesivo solo podrían pasar de padres a hijos, prohibiéndose la sucesión a sobrinos, hermanos u otros parientes. El señorío cuyo titular falleciera sin un heredero directo pasaría a ser tierra de realengo, aunque se respetarían las propiedades de la casa, que pasarían a los herederos. Para calmar ánimos, la Corona compensaría a los herederos por la pérdida de privilegios.

El segundo establecía mecanismos jurídicos y económicos para rescatar a los señoríos jurisdiccionales cuyo titular sufriera problemas económicos, situación harto frecuente, sobre todo entre los aristócratas que rechazaron las innovaciones. En estos casos, la Corona auxiliaría a los señores con la garantía de la jurisdicción, de tal manera que en caso de impago el estado pasaría al realengo aunque, de nuevo, a cambio de una sustanciosa compensación

El tercero, hacía la misma oferta a aquellos señores que quisieran devolver a la jurisdicción real sus estados; en estos casos, y al no ser motivada por la necesidad, la compensación era superior, llegando a alcanzar el doble.

El cuarto establecía servidumbres a los señoríos, que estaban obligados a permitir la construcción de aquellas infraestructuras que fueran consideradas estratégicas, como carreteras, puentes, puertos, embalses o canales. Ya que el señor también se beneficiaría, estaba obligado a contribuir económicamente. Si no era capaz, estaba obligado a ceder la jurisdicción de nuevo, se establecía una compensación. Ya que esta potestad podía ser origen de abusos, se indicaban los requisitos para que esas obras fueran consideradas estratégicas y, en todo caso, la decisión debía ser refrendada por el Consejo Real.



La ley fue promulgada en febrero de 1683, poco después de la vuelta de Lazán de los Balcanes durante la tregua invernal. En otras condiciones, una ley como esta hubiera suscitado tremendas protestas. Sin embargo, se promulgó cuando la aristocracia necesitaba aumentar sus ingresos. Sus posesiones, que por lo general no se habían reformado, producían cada vez menos, en parte por lo atrasado de las técnicas de explotación, también por las cada vez más frecuentes y prolongadas sequías, y sobre todo por la falta de mano de obra. Además, sus gastos se habían incrementado, ya que estaban reformando sus palacios con las nuevas comodidades, compitiendo con la cada vez más adinerada burguesía. Sobre todo, no querían dejar la ocasión de unirse al desarrollo económico e industrial, participando en las industrias en alianza con la burguesía. De ahí que fueran muchos los señores que prefirieron aprovechar la oportunidad.

Con todo, la Ley de Ordenación de los Estados solo fue un primer paso. No fueron pocos los nobles que se negaron a ceder sus estados, especialmente aquellos que simpatizaban con la facción tradicionalista. Lazán no quiso forzar la mano y, aunque la ley le daba medios para arrebatar esas jurisdicciones, por lo general fueron tolerados, incluso en algunos casos se permitió que herederos no directos detentasen la jurisdicción. Con todo, en esos territorios se acentuó el atraso, empobreciendo aun más a los tradicionalistas.


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Un soldado de cuatro siglos

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Bienvenidos, a “Espejo de navegantes”, vuestro programa radiofónico sobre filosofía, literatura e historia;

hoy entrevistamos al historiador Vicente Tarradellas Notario, autor de “Cuero azul; historia del militarismo español entre los siglos XVII al XX a través de los libros de servicio de sus soldados.”
“Suena música”

J. Anguita; Don Vicente, es un verdadero placer tenerlo en el programa, pocos autores de libros de historia son capaces de posicionar sus libros en las listas de más vendidos y usted, con "Cuero azul", lo ha logrado.

V.T.N.; Muchas gracias, Don Julio.

J.A.; Julio a secas, por favor.

V.T.N.; Solo si usted me llama Vicente.

J.A.; Lo siento pero ya sabe que en periodismo es el entrevistado siempre es tratado de usted, así que no podré concederle ese favor.

V.T.N.; Si no hay más remedio…

J.A.: Bueno, Don Vicente, hablemos de su libro. ¿Podría hacerme un breve resumen como introducción?

V.T.N.; Por supuesto, Julio. Cuero azul es el nombre que recibieron tradicionalmente los libros de servicio del ejército español introducidos en el siglo XVII por el marqués del Puerto. Recibían ese mote por el color azul del cuero, teñido por supuesto.

El marqués del Puerto n su intento de profesionalizar los ejércitos españoles, dictaminó que se crease un registro del historial militar de cada soldado de la milicia efectiva del reino de Valencia y la Armada Real Valenciana en 1629. Estos registros se realizaban por triplicado para asegurar el seguimiento de los registros. Un ejemplar quedaba en propiedad del soldado y lo acompañaba allá a donde fuera. Un segundo ejemplar quedaba en manos de la unidad en la que este servía, ya fuese a bordo de un buque o en una bandera o batería de artillería, y el tercero en un archivo central en el reino de Valencia.

Los ejemplares del soldado y la unidad se actualizaban a la orden del comandante de la unidad cuando era necesario y el del archivo central del reino iba recibiendo notas de actualización de tanto en tanto para mantenerlo al día. De esa forma el reino mantuvo un pormenorizado seguimiento de sus soldados que sirvió, entre otras cosas, para decidir si eran merecedores de alguna recompensa, pero si le parece dejemos eso para más adelante.

J.A.; Por supuesto, Don Vicente. Pero usted no se limita a resumir varios de esos libros de servicio sino que los emplea como hilo conductor para explicar el ascenso del militarismo en la España Imperial del siglo XVII y su importancia hasta el propio siglo XX.

V.T.N.; Exacto. El militarismo no era extraño en un mundo forjado por siglos tal vez debería decir milenios de enfrentamientos armados. La propia España de los reyes católicos, de Carlos I o de Felipe II fueron Españas fuertemente militarizadas, pero fue con Felipe IV con quien el militarismo alcanzó cotas casi asimilables a la religión. Los “libros del soldado”, es decir, los libros que cada soldado guardaba para sí quedaban en sus manos al licenciarse y se convertían de hecho, en una de sus posesiones más preciadas, dando lugar a verdaderas sagas familiares no solo entre la nobleza sino entre el propio pueblo llano.

J.A; En el libro describe como el propio marqués del Puerto guardó consigo su libro de servicio durante toda su vida y al retirarse del ejército sus hijos naturales, el marqués, que ya anciano seguía con vida, les ofreció la posibilidad de depositar sus libros en la biblioteca familiar o iniciar una biblioteca de su propia casa.

V.T.N.; Y sus tres hijos naturales, aunque ascendidos a la nobleza por su valor militar, escogieron depositar los libros en la biblioteca familiar. Lo hicieron como una forma de entroncar sus casas con la casa mayor. No porque esta tuviera más prestigió, sino porque al hacerlo demostraban que el servicio de su casa a la corona se remontaba mucho más atrás. Y ese ejemplo, fue adoptado por todos los españoles de lado a lado del orbe.

También hay que entender que depositar ese libro en la casa principal no significaba que quien lo hacía se quedase sin libro. Tanto él como cualquiera de sus descendientes podía dirigirse a los archivos de su unidad o a los centrales y solicitar que le diesen una copia. Aunque los veteranos solían preferir solicitar su copia en los archivos centrales pues esta solía estar confeccionada con las notas de reparo que su unidad iba enviando anualmente para mantenerlos actualizados, de forma que, en realidad, podemos hablar de cuatro libros originales y no tres.

J.A.; Usted describe como ejemplo paradigmático de ese militarismo el del conde de la Victoria ya en el siglo XIX.

V.T.N.; Cómo no hacerlo. Don Luis Salas Novoa, general de los ejércitos españoles ascendió a la nobleza por la asombrosa victoria lograda en Tobruk en 1854, recibiendo el título de conde de la victoria por ella. Don Luis procedía de una familia ordinaria y podría haber escogido con facilidad iniciar su propia biblioteca en su propia casa, todos lo hubiesen entendido. Todos menos él. Su familia había servido a España en los ejércitos desde sus inicios pues un antepasado suyo, Don Urbano Borja Roig ya pertenecía a la milicia efectiva cuando el marqués del Puerto la reformó en 1629. Luis sabía que iniciar una nueva biblioteca significaba cortar con esos doscientos años de servicio y él no estaba dispuesto a ello.

J.A.; Y escogió depositarlo en la casa de Urbano…

V.T.N.; Lo hizo. Al recibir el retiro en 1862 se dirigió directamente a la casona de Urbano, que había permanecido en manos de la rama principal de la familia, con ello me refiero a que permaneció en manos del primogénito de sus cuatro hijos varones que siguieron la carrera de las armas, pudiéndose rastrear a través de esa primogenitura hasta el día de hoy. Para ese entonces la biblioteca familiar ya contaba con más de quinientos libros formando un verdadero árbol genealógico con todos los descendientes de Urbano que habían seguido la carrera de las armas. Los de sus hijos, sus nietos, bisnietos y el resto de trastataranietos, que ha seguido enriqueciéndose hasta el día de hoy.

Pese a ser todo un conde, Don Luis llegó a la casona familiar y solicitó, según cuentan de rodillas, que la casa primogénita aceptase acoger su libro en su seno.

J.A.; Lo de realizar la solicitud de rodillas no era habitual ¿Verdad?

V.T.N.; No, ni mucho menos y posiblemente en este caso sea una exageración, un mito popular creado por un pueblo que había creado todo un culto a esas sagas familiares como si de sagas de héroes se tratara. Si es cierto que al llegar a la casa fuese quien fuese, incluyendo a los miembros de la casa principal, solicitaba humildemente el permiso para depositar el libro junto a los de sus ancestros y se solicitaba no al hombre sino a la mujer de la casa convertida así en guardiana de las esencias de la casa. La mujer de la casa en un ritual oficioso pedía las credenciales de quien deseaba depositar el libro, y este, abriendo su ejemplar, recitaba las líneas finales con las que el ejército cerraba los historiales militares.

J.A.; “Sirvió a España y al Rey con fe en Dios, lealtad y honor.”

Continuara... :acuerdo: :guino:


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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El comienzo de la guerra

La rebelión de Quíos y su sangriento final fue una sorpresa para la Santa Alianza. Sus preparativos estaban lejos de completarse; además, los españoles tenían otros compromisos. Como se ha dicho, el ejército de Egipto había marchado al sur, para reprimir a los rebeldes que habían tomado la isla Elefantina. Tampoco podía intervenir la Armada Española, debido a la guerra contra Inglaterra. En Cartagena y en Mahón había dos decenas de navíos de guerra, pero estaban desarmados e iba a llevar semanas alistarlos. Las flotillas de Nápoles, Mesina, Bari o Alejandría estaban formadas por unidades ligeras adecuadas para la vigilancia y la lucha contra la piratería, pero no para enfrentarse a la marina turca. Aun así, Alejandro de Gonzaga, capitán general de Egipto, envió dos fragatas y cuatro jabeques con suministros, pero vientos contrarios los retrasaron y, cuando llegaron a Quíos, los rebeldes ya solo resistían en Nea Moni, y estaban lejos de toda ayuda.

Es imaginable el efecto que la masacre tuvo en la opinión pública española. Los periódicos exigieron la guerra contra el turco y que se destruyera de una vez el «imperio del mal». Pero, como se ha indicado, las fuerzas disponibles no eran suficientes, y la Santa Alianza estaba lejos de completar sus preparativos. El retraso no solo afectaba a las grandes potencias: la Armada veneciana, la tercera más potente del Mediterráneo, había tenido que desarmar sus barcos a causa de las dificultades económicas que estaba sufriendo la República (ya que el final de los conflictos en Europa hacía que los españoles no la precisaran como intermediaria comercial) y estaba esperando un empréstito (español, por supuesto) para devolverlos a la tercera situación.

Sin embargo, España no podía permanecer impasible ante un comportamiento salvaje como del que hacían gala los turcos. Además, las matanzas seguían sucediéndose. Una segunda rebelión se produjo en Andros, una de las principales islas Cícladas. La isla había gozado de amplia autonomía, encargándose los venecianos de su administración a cambio de un suave tributo; sin embargo, fueron expulsados durante la guerra de Candía, y la isla pasó a ser administrada directamente por los turcos. Al recibirse el edicto de Kara Mustafá, los androsinos intentaron protestar. Aunque lo hicieron pacíficamente, bastó para que el gobernador Cemal Bey ordenada el secuestro de todos los niños entre cinco y quince años para venderlos como esclavos.

Los abusos de Cemal Bey acabaron siendo el pretexto que buscaba el Gran Visir. Al saber lo que estaba pasando, Gonzaga envió a cuatro jabeques para interceptar los barcos que llevaban a los secuestrados. Un navío con trescientos niños fue detenido y los cautivos, liberados y llevados a Alejandría; sin embargo, fueron cerca de un millar los esclavizados que llegaron a la costa Anatolia, donde desaparecieron; se cree que muchos murieron por las privaciones, y el resto acabó en harenes por todo Oriente. Ciento quince niños y niñas fueron asesinados por no querer abjurar de su fe; fueron los «niños mártires de Andros», cuya festividad se celebra el diez de febrero, la fecha en la que se cree que fueron martirizados.

Al saberse que los jabeques españoles habían capturado el barco con los niños (al que se dejó marchar tras liberarlos), el gran visir llamó a Giovanni Allegretti, el legado español en Estambul. Allegretti intentó presentar una protesta por los desmanes de Quíos y de Andros. Kara Mustafá la escuchó pero, cuando el embajador finalizó, le respondió que habían sido los españoles los que habían provocado la rebelión. Asimismo, le dijo que sus palabras eran un insulto que tenía que lavarse con sangre. Siguiendo la costumbre turca, que no respetaba la inmunidad diplomática, Allegretti fue aprisionado.

Si algo habían aprendido los turcos de las campañas del Lobo era que el tiempo valía más que la pólvora. Tanto el ejército como la flota habían recibido ya sus órdenes, y en cuanto el embajador español fue apresado y la embajada cerrada, salieron de Estambul los mensajeros con el kararname del sultán que proclamaba la guerra santa y llamaba a más voluntarios. Una escuadra de cincuenta galeras saqueó las costas italianas, y las flotillas turcas llegaron a ser avistadas desde las atalayas valencianas. La noticia del apresamiento de Allegretti aun no había llegado a Madrid cuando las galeras otomanas ya estaban atacando a los barcos que comerciaban con Egipto. Junto a Creta se produjo una batalla naval cuando un grupo de mercantes de la Compañía del Carmen, que se dirigían a Alejandría pero habían sido desviados por los vientos contrarios, fueron asaltados por una escuadra turca. La artillería de los barcos valencianos acabó con dos galeras, pero la urca Virgen de Lidón, cuyo timón había sido dañado, encalló en los arrecifes de la isla. Los turcos saltaron a tierra, aprisionaron a los náufragos y los empalaron a la vista de los otros barcos valencianos. Lo que debía ser un escarmiento se convertiría en los meses siguientes en el grito de batalla que excitó a los españoles contra sus enemigos consuetudinarios.

Al mismo tiempo comenzaron las operaciones terrestres. El ejército turco se había concentrado en los alrededores de Belgrado, donde se habían reunido grandes almacenes de provisiones. Kara Mustafá envió un ultimátum al emperador Leopoldo, conminándole a abandonar la Santa Alianza y a ceder Presburgo, la capital de lo que quedaba de Hungría, como compensación por el atrevimiento; obviamente, eran condiciones inaceptables. El mensajero, siguiendo órdenes del visir, viajó lentamente, ya que la intención era que llegara a Viena justo antes que la caballería turca, que abría paso al ejército mandado por Karakas Ali. Poco después, el gran visir se unió al ejército.

La jugada de Kara Mustafá sorprendió a la Santa Alianza en medio de sus preparativos. El grueso de Armada española todavía estaba operando contra los ingleses, y aunque en el Mediterráneo había fuerzas apreciables, solo supieron del comienzo de las hostilidades cuando se avistaron los barcos otomanos.

El regreso de la amenaza turca causó horror entre gentes que habían vuelto a vivir junto al mar. Hasta hacía pocos decenios, nadie en su sano juicio se atrevía a aventurarse más allá de las fuertes murallas que defendían las localidades costeras. Los pescadores sabían que antes o después acabarían en una prisión musulmana, y los navegantes temían que fuera pirata cualquier vela que se avistase. Sin embargo, el peligro había sido alejado primero por la marina valenciana y después por la Real Armada. Sin la amenaza de los berberiscos, la costa había florecido. Decenas de miles de familias se habían aposentado en la llanura valenciana atraídos por las feraces tierras y por la industria. La ahora muy poblada región confiaba en que el mar le llevara sustento y no piratas, y la visión de las galeras despertó miedos atávicos. En cuanto los telégrafos extendieron la noticia, se movilizaron los batallones de milicias, pescadores y marinos se acogieron a los puertos, y las familias se refugiaron tras las viejas murallas.

La conmoción llegó a Madrid. No solo por las protestas de los ricoshombres valencianos, o por las de la poderosa Compañía del Carmen, sino porque desde los púlpitos se llamó a luchar contra los paganos que esclavizaban a los cristianos. El partido nobiliario intentó aprovechar la crisis y acusó a Lazán de ser el causante de la guerra; para su asombro, lo único que consiguieron los aristócratas reaccionarios fue que los predicadores les acusaran de connivencia con el turco. Además del poder que habían perdido, también se quedaron sin prestigio. Mientras, la guerra se extendía por el Mediterráneo.



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Amarrado al duro banco

En el día de San Vicente Ferrer, quinto del mes de abril del Año de Nuestro Señor de 1681.

El nacimiento de un buque no es tan agónico como el de un niño, pero su gestación se prolonga mucho más. No era fácil decir cuándo se había concebido la fragata. Si fue cuando un ojeador marcó en la selva del Yucatán los árboles para talarlos, o al extraer de las minas vizcaínas y asturianas las piedras de hierro y de carbón que se combinarían en duro acero. Tal vez se gestó en el momento en el que en la oficina del barón de Otamendi se hicieron los primeros bosquejos de un barco de guerra que debía combinar la solidez de los navíos con la velocidad de los rasadores de la ruta de Indias.

Igual que resultara difícil datar la concepción, tampoco fue fácil distinguir sus primeros momentos, ya que las montañas de maderas puestas a curar podían acabar formando parte de cualquier buque de la Armada de su Majestad Católica. En Avilés, el líquido al rojo blanco que fluía del alto horno aun no tenía destino, y del antiguo gabinete de Otamendi, dirigido ahora por Don Eduardo Sanz de Elorduy, salían todo tipo de planos, y no todos llegaban a materializarse.

Poco a poco la fragata se fue concretando. La mayor parte de las maderas curadas fueron destinadas al nuevo astillero de La Habana, de donde empezaban a salir los navíos mayores de la Monarquía; pero muchos leños embarcaron en enormes paquebotes —buques de gran porte, con aparejo de fragata, destinados a mover grandes cargas por los océanos— con destino al astillero de Guarnizo, junto a Santander. O Astillero, como se le empezaba a conocer. Allí se debían combinar con robles, hayas, nogales, abetos, fresnos, castaños, alerces, olivos, cipreses y veinte especies más de árboles. Además, las urcas que llegaban desde Gijón trajeron fuertes vigas de hierro, producto de la acería avilesa que, por primera vez, se iban a utilizar en la construcción naval.

Mientras en Astillero se acopiaban materiales, en el cercano canal de pruebas de Guarnizo se daban los últimos toques al diseño. Una presa proporcionaba el agua que una conducción llevaba hasta un canal por donde bajaba con fuerza. Allí un artilugio sumergía parcialmente un modelo del casco; no era un bloque macizo de madera, sino que tenía múltiples orificios en los que se insertaban tubos de fino cristal con forma de U; los observadores vigilaban el movimiento de las pequeñas gotas de mercurio, y los muelles que mantenían al modelo. Dependiendo de los resultados, se modificaba o incluso se tallaba un nuevo casco. De la misma manera se estudió la forma de la paleta del timón y cómo sus movimientos afectaban al modelo. En un cobertizo cercano, las grandes aspas de un ventilador movido por una máquina de fuego proporcionaban viento artificial que servía para ensayar diversas combinaciones de palos y velas; aunque ya se había decidido cuál sería el aparejo —clásico de fragata, salvo por llevar un potente bauprés con foques, las velas de cuchillo que habían sustituido a las velas de cebadera— había que decidir la separación y la inclinación de los palos.

Los carpinteros de ribera meneaban la cabeza, pues nunca habían hecho un barco así. Se atendía a su experiencia, pero solo para construir modelos que luego se probaban exhaustivamente. Entendían el motivo de que todo se dibujase, pues era la manera de construir barcos iguales, a los que ir aplicando las mejoras que se fuesen advirtiendo, pero ¿de verdad eran necesarias tantas pruebas? Más les extrañaba que se empleara hierro, cuando hasta herejes y paganos sabían que el hierro se hunde más deprisa que las piedras. Solo callaron al ver que la Golondrina, una pequeña embarcación experimental hecha únicamente de metal, surcaba las aguas y saltaba las olas cual delfín, aunando resistencia y ligereza.

Un buen día, el capellán bendijo el bloque de jatoba —traída desde las costas venezolanas— que formaría parte de la quilla de la fragata. Tras asperger el madero con agua bendecida, comenzó la tarea de verdad, y primero las cuadernas y luego la tablazón empezaron a dar forma al casco. Sin embargo, con cada innovación los operarios se persignaban, y hasta se cruzaron apuestas, unos a que se hundiría en cuanto tocase el agua, otros a que flotaría, pero con la quilla al aire. Sólo unos pocos creyentes —o incautos— siguieron apostando a que el proyecto de fragata lo acabaría siendo; las posturas se elevaron con cada cambio. Como los grandes mamparos reforzados que dividían el casco en varias cámaras, para evitar que una vía de agua acabase con el barco, o las vigas oblicuas de hierro. Fueron tantas las innovaciones que casi ni extrañó el espejo de popa plano, o que en el interior del barco se usasen planchas de un material que llamaban contrachapado, hecho con finas láminas del duramen de las mejores maderas tropicales, unidas con un adhesivo producto de la industria química de Gijón.

El casco número ciento veintidós aun estaba en construcción cuando el almirante Cardona logró una gran victoria en Salé. Apenas cuatro semanas después, fue la esposa del almirante quien bautizó a la fragata como Nuestra Señora de la Victoria, en honor a la lograda por su marido; aunque según la tradición, ese nombre se emplearía solo en la documentación oficial, porque la fragata —si flotaba— sería llamada Victoria, a secas, cuando no «la Viqui». Unos obreros quitaron las calzas mientras los tornos giraban, y la nueva embarcación de la Armada se deslizó hasta el mar; bolsas de plata cambiaron de manos al ver que se mantenía a flote. Luego, un remolcador de fuego la atoó hasta el muelle de armamento para su finalización.

Hasta ahora, la Victoria era poco más que una barcaza de formas atrevidas. Fue en el muelle donde se transformó en un barco de guerra. Tras añadir el lastre de pesas de hierro —más fácil de desplazar que el clásico de piedras—, se calzaron los altos palos a los que se unirían vergas y velas. En cubierta, los carpinteros se afanaron para instalar los enormes engendros que constituirían el armamento de la fragata.

De nuevo, los trabajadores más veteranos cruzaron miradas escépticas. Aunque la Victoria hubiera podido llevar cuarenta cañones, iban a ser muchos menos los que se instalaran. En el combés se situaron ocho grandes cureñas de un diseño extraño, unidas a un pivote en la banda, para que pudieran virar sobre unos raíles curvos clavados a la cubierta; esas cureñas llevaban a su vez otros raíles sobre los que se podía mover la cuna en la que descansaba el tubo del obús. Tampoco con este los ingenieros de Otamendi se habían conformado con seguir la técnica tradicional, sino que eran tubos de acero con grandes zunchos para darles fortaleza y, abominación de las abominaciones, tenían la recámara abierta, con un cierre de medio tornillo que llevaba un pequeño orificio para el estopín. Si no fuera por haberlos visto disparar, hubieran pensado que tales barbaridades jamás hubieran debido profanar una cubierta; salvo, tal vez, la de la herética Victoria. A proa y a popa, complementaban a sus hermanos mayores otros ocho de menor tamaño, pero similar disposición. En los castillos de proa y de popa iban las únicas cuatro piezas de diseño más o menos tradicional, aunque también de cuna deslizante.

Una vez instalada la artillería se completó la arboladura, esta vez de aspecto convencional, salvo por los foques. De nuevo, los marinos con más años de servicio vieron como los estayes y algunos obenques no eran del tradicional cáñamo, sino de hilo de acero trenzado. Hasta los de cáñamo tenían terminaciones de cadena resistentes a la metralla. Fueran cuerdas o metales, se manejaban mediante cabestrantes que potenciaban la fuerza muscular, pues en el diseño de la Victoria el gabinete de Elorduy había tenido en cuenta que la gran expansión de la Armada requería cada vez más tripulantes.

Armada y arbolada, se dieron los últimos toques a la fragata. El casco fue pintado con el negro y oro de la Armada; siguiendo la tendencia modernista, no llevaba ningún adorno, salvo el león a proa, y las armas reales en el espejo de popa. Ya todo listo, la Victoria estaba preparada para su entrega.



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El contramaestre llamó a la dotación con el pito. Los marinos formaron en la cubierta gastada por los años y por innumerables pulidos con piedra arenisca, formando la guardia de honor para el capitán Don Juan Martínez de Liendo. Volvía de entrevistarse con el almirante Don José Ochoa de Bolívar, perteneciente a otra de esas familias cántabras que hacían fortuna en la Real Armada.

El comandante saltó de la falúa y ascendió ágilmente por la escala. Una vez en cubierta, el teniente de navío Don Jacinto de Langre saludó a su superior. Martínez de Liendo se lo devolvió.

—Don Jacinto, que la dotación vuelva a sus quehaceres. Después, desearía verle en mi cámara.

—A sus órdenes, comandante.

El puesto de comandante de un buque de guerra era uno de los pocos cargos de semidiós que quedaban, y a Langre le faltó el tiempo para obedecer la orden.

—Pasa, Jacinto, y toma asiento, por favor. Centinela, vigile la puerta —. Que era asunto serio ya imaginaba, ya que el capitán regresaba de una junta de comandantes; más grave sería si precisaba discreción, pensó el teniente.

Una vez sentados, el comandante tomó una botella y dos vasos—. Jacinto ¿te apetece una copa de vino? He recibido unas cajas de ese Falerno tan agradable —el capitán usaba con su amigo la etiqueta llana que los modernistas habían puesto de moda.

—Será un placer, mi comandante.

El capitán frunció el ceño un milímetro. No terminaba de agradarle que le tratase con tanta ceremonia, aunque entendía que era el precio del mando, incluso entre compañeros de juegos y de estudios. Ambos eran segundones de la pequeña nobleza cántabra, a los que la Real Armada ofreció las oportunidades que no tendrían en su tierra. En otra época hubieran debido vestir sotana, pero los tiempos estaban cambiando. Los padres de los dos oficiales, que habían servido a las órdenes del Marques del Puerto en las campañas de América y de las Frisias, habían entregado su prole a la nueva España. Cuando solo eran Juan y Jacinto, los dos mozalbetes pasaron a Cádiz, para unirse a la Real Escuela de Guardiamarinas. Salieron convertidos en Don Juan y Don Jacinto, aunque apenas tuvieran unas trazas de bozo sobre su labio; pero su formación continuó en la mejor academia, la Gran Guerra que aun daba sus últimos coletazos. A partir de entonces sus carreras habían divergido y, aunque los dos había demostrado saber y valor, el teniente Don Juan Martínez de Liendo había tenido la fortuna de mandar la batería de estribor de la Pilara la noche que el almirante Atondo derrotó a la marina inglesa. Por su buen hacer había sido promocionado y, tras mandar una corbeta del apostadero de Alejandría, había pasado a la Victoria. Una fragata bonita, aunque con algunos años, que desmerecía un tanto ante la escuadra que estaba anclada en el puerto de Nápoles.

El comandante miró por la cristalera. Contra el fondo del humeante Vesubio, que dominaba la preciosa bahía, podía ver las fragatas Diana y Clara —gemelas de la Victoria, aunque más modernas y construidas en el nuevo astillero de La Habana—, las corbetas Flora y Veloz, tres faluchos y seis transportes de guerra. Pero los ojos se le iban para el recientemente reformado navío Montañés, que enarbolaba el gallardete del almirante Ochoa de Bolívar, y hacia las fragatas pesadas Covadonga, Camarasa, Bicoca y Garellano. Esos preciosos navíos —pues tenían porte de tales, aunque su armamento y aparejo fuesen de fragata— eran los más modernos de la flota, y habían sido construidos con las lecciones aprendidas de la Victoria y sus hermanas. Que se hubieran incorporado a la escuadra de Nápoles era indicio de la crisis que se fraguaba en el Mediterráneo.



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