Un soldado de cuatro siglos

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Para combatir las enfermedades tropicales, Don Francisco ordenó medidas basadas en parte en la lógica, en parte en la experimentación y, sobre todo, en su experiencia sevillana. La primera, a todas luces la más lógica pero que todavía no se seguía salvo para enfermedades como la peste, fue el aislamiento de los enfermos. Por todas las tierras hispanas se fundaron hospitales de cuarentena; no se trataba de morideros, sino de edificios amplios con estancias ventiladas. En lugar de las habituales salas de grandes dimensiones, tenían muchas celdas pequeñas para facilitar la separación de los enfermos. Estuvieron entre los primeros edificios americanos en disponer de mosquiteras, redes tupidas que cubrían las ventanas. Además, los enfermos de tercianas o cuartanas, de fiebre quebrantahuesos o de vómito negro, descansaban en camas cubiertas por doseles de gasa impregnada con citronela. Allí permanecían hasta sanaban o morían; en el caso de la malaria, el tratamiento con quina curaba a los más; en las otras, solo podía se podía intentar ayudar a los desventurados que las padecían con infusiones de sauce para controlar la fiebre, y caldos para mantener las aguas y sales del cuerpo.

Los hospitales tenían otras características novedosas, como sustituir las letrinas por baños que desaguaban en pozos negros tratados con sosa o cal, que se habían situado de tal manera que no contaminaran el suministro de agua. La eliminación de los residuos era tarea primordial de los enfermeros, que a veces estaban pagados por las instituciones, y otras pertenecían a órdenes religiosas. La manutención de los hospitales dependía directamente de los virreinatos mediante las cargas que imponían a las ciudades. Así se conseguía que no estuvieran al arbitrio de regidores. Inspecciones periódicas velaban por la calidad de los alimentos y por el cumplimiento de las normas sanitarias.

La siguiente medida fue la guerra a las alimañas. La Plaga de Sevilla ya había enseñado que las ratas eran más peligrosas que las serpientes, y fueron perseguidas con saña. La guerra se extendió a los mosquitos. En las proximidades de las ciudades se drenaron las ciénagas y, cuando no fue posible, se destruyeron las larvas con el aceite de piedra de Maracaibo. Allí donde tales medidas fueron insuficientes, se criaron carpas que, además de ser comestibles, acababan con las larvas de los insectos.

En las ciudades y especialmente en los hospitales se vigiló con celo que no se dejasen aguas estancadas, ni siquiera las que pudieran quedar en cuencos. Se recomendó el empleo de mosquiteras y que se enjalbegaran las fachadas, cuando se podía; en los demás casos, se procuró que se hiciera al menos con las paredes interiores. También se aconsejó a los moradores que las horas más peligrosas, las del amanecer y el atardecer, se pasasen a cubierto, bien en las casas, bien en porches protegidos con mallas embebidas de aceite de citronela. Se dieron bandos para proteger a murciélagos y otras aves, y se colocaron trampas para mosquitos. Estas eran artefactos sencillos: tinajas con un embudo en su boca en las que se dejaba fermentar una mezcla de agua, melaza y levadura. Los insectos eran atraídos por la fermentación y entraban con facilidad en el recipiente, donde quedaban asfixiados por los vapores. O gases, según la terminología modernista.

Esas medidas fueron contestadas por bastantes ciudadanos, que atribuían las enfermedades a un castigo divino. Hasta que Don Carlos de Tomelloso, discípulo aventajado del de Lima, hizo un experimento que hizo callar a propios y extraños: pidió voluntarios para dejarse picar por mosquitos que antes lo habían hecho a enfermos de tercianas. No faltaron valientes, incluyendo algún clérigo que quiso acallar a los que propalaban esas ideas demoníacas. Solo se impusieron dos condiciones: que nunca hubiesen sufrido la enfermedad, y que tuvieran buen estado de salud. A los pocos días los voluntarios tiritaban. Aunque la quina los curó, les quedaron pocas ganas de repetir. Después, nadie se atrevió cuando el de Tomelloso pidió valientes para hacer la misma prueba con el vómito negro. A partir de entonces, cuando alguien contestaba, se le invitaba a hacer tal ensayo.

El plan contra los insectos reconocía la imposibilidad de erradicar esos molestos bichos, pero el objetivo era que los enfermos sanaran —o murieran— sin contagiar a nadie más. Una vez controlada la enfermedad se podían relajar las medidas, aunque no por completo, y se reanudaban si se detectaban nuevos casos de miasmas. De todas formas, como era arriesgado permitir que los mosquitos criaran cerca de las ciudades, se extremaron los cuidados en sus alrededores, que fueron los primeros en ser saneados, empezando por la Habana.

Al mismo tiempo que se combatía contra la plaga voladora, se vigilaban las aguas. Se revisaron las fuentes que se empleaban para beber, cocinar o para lavarse. Si se sospechaba que estaban contaminadas, se intentaba tratar el origen y, si no era posible, se condenaba la fuente y se buscaba otra, aunque precisara instalar largas conducciones. Las aguas recogidas se filtraban antes de ser distribuidas; aun así, se recomendó que fueran hervidas o, al menos, tratadas con agua de Gijón. Precaución adicional fue ordenar que los alimentos que se tomasen crudos —ensaladas o frutas— fueran lavados con aguas limpias a las que se añadían gotas del licor alquímico gijonés.

Los enfermos de disentería eran aislados igual que los de fiebres, y se les interrogaba para saber de dónde tomaban agua, fuera para beber, lavar o cocinar. Además, se señalaba en un plano donde vivían los infectados, para identificar los pozos que había que clausurar. Igualmente, se prohibió terminantemente arrojar inmundicias a la calle. En las principales ciudades, como La Habana, se construyeron redes de alcantarillado como las que habían hecho famosa a Valencia. Donde no las había, los excrementos fueron recogidos en carromatos, o se llevaron a pozos negros alejados. También se buscó proteger los alimentos, y tras inspirarse en los botijos, se conservaron con recipientes de doble jarra —con una porosa, llena de agua, que se enfriaba al evaporarse el líquido, y otra interior donde los alimentos perecederos se mantenían frescos—, que se resguardaban de las moscas con lienzos. No resultó fácil convencer a los vecinos de lavarse las manos antes de manipular alimentos o después de hacer aguas mayores; pero al ver que como permanecían sanas las familias que obedecían las normas, y que sus hijos sobrevivían a los difíciles primeros años, la costumbre caló.

Papel crucial tuvieron las Juntas de Vigilancia Sanitaria. Financiadas por los virreinatos, igual que los hospitales, tenían encomendada la supervisión de las instituciones sanitarias, así como del abastecimiento de aguas. Obligación principal era velar por la administración de la vacuna, el remedio milagroso que protegía contra la letal viruela, pero que era complejo de conservar, ya que requería que fuera fresco, pasado de unos niños a otros. Las Juntas también tenían que vigilar la aparición de brotes de pestes. Se ordenó declarar la aparición de determinadas enfermedades, como las fiebres periódicas, el vómito negro, la fiebre quebrantahuesos, la disentería, la viruela o la temible peste; de no hacerse, sobre los reos podían recaer severas penas que podían llegar a ser de azotes, vergüenza pública y confiscación de bienes. No había excepciones a la obligación, ni para nobles ni para clérigos.

Cuando se declaraba algún caso, un investigador de la junta interrogaba al enfermo y a sus familiares, para intentar averiguar dónde y cómo podía haberse producido el contagio. Después la junta establecía las medidas de cuarentena que considerase oportunas, y decidía si podían seguirse en las casas, o si era preciso trasladar enfermos y contactos a los hospitales. Por otra parte, cuando se comprobaba la aparición de un brote, las Juntas tenían potestad para ordenar medidas sanitarias como condenar fuentes contaminadas, emprender campañas anti insectos, vacunar a los renuentes, o cualquier otra que considerasen oportuna. Aunque algunos pensaban que eran poderes excesivos, los más vieron cómo donde se creaba una Junta, la gente dejaba de morir.

Había sido tarea de años pero, por fin, las posesiones hispanas en el Nuevo Mundo dejaron de ser un moridero de fiebre y disentería. Sabiendo que en el trópico ya no les esperaba la muerte, empezaron a llegar más y más colonos, no solo por la promesa de tierras, sino también en busca de empleo en los grandes astilleros. La Habana se llenó de gradas en los que se construían los rasadores que cubrían las rutas oceánicas. Asimismo, se construyó un rasador de un tipo más pequeño, pero con maderas más fuertes: el nuevo jabeque de Indias, terror de piratas.



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Igual que la miel atrae a las moscas, la riqueza lo hace con las gentes de mal vivir. El Caribe había adquirido enorme importancia al ser la ruta que empleaban no solo las flotas de la plata, sino también los mercantes que unían la metrópoli con las Indias, que ya no llegaban en grandes flotas. Tras la Tercera Guerra Comercial que había roto el monopolio de la Casa de Contratación, el comercio y la navegación se habían abierto. Al principio solo se permitió entre puertos peninsulares e indianos, pero ahora también se toleraba el procedente de cualquier territorio de la monarquía, aunque en el caso de los que habían sido rebeldes, como los portugueses u holandeses, se exigía una licencia que no se concedía a cualquiera. Como consecuencia, el transporte de mercancías se duplicaba cada año. De las Indias los barcos partían cargados de plata mexicana, oro californiano, pieles, maderas nobles, nitrato de Chile, algodón —reclamado en cantidades cada vez mayores por la industria textil valenciana—, café, licores y un lujo cada vez más demandado, el azúcar, y volvían con herramientas, máquinas, productos alquímicos, telas, artículos de lujo y colonos. La navegación se hizo todavía más intensa cuando en 1665 y por recomendación del marqués del Puerto, el rey Don Felipe abolió la obligación de comerciar con la Península. Ahora los barcos unían unos virreinatos con otros, con los reinos peninsulares, con Flandes o Italia, sin las engorrosas y gravosas escalas en Sevilla o Cádiz. Incluso se expedían permisos para comerciar directamente con otras naciones o con los indígenas, aunque hubiera restricciones, especialmente en lo referente a las armas o el alcohol.

Las Españas se volcaron en el mar, y cada año eran miles los españoles, portugueses, flamencos o napolitanos que escogían por profesión las olas. Aun así, había sido tal la necesidad de marinos que los ingenieros tuvieron que idear barcos de grandes dimensiones con aparejos que pudieran ser manejados por pocos hombres. Los océanos se llenaron de paquebotes —los antes llamados siberiamanes— con arqueos que llegaban a las dos mil toneladas, y de rasadores, de menor capacidad pero más rápidos. El cargamento de cada nave valía una fortuna; fortunas que atraían ojos codiciosos.



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Los avances sanitarios y, consecuentemente, económicos, solo se producían en los territorios españoles, y su implantación no había sido fácil. Inicialmente, Castilla había intentado limitar la emigración a las Indias desde otros territorios de la corona. Esa guerra la había perdido, y ahora España alentaba el paso a esos países vacíos a colonos europeos de casi cualquier origen, siempre que fuesen católicos, que prometiesen utilizar la lengua castellana, y que jurasen lealtad al rey. También fueron lugar de destierro de rateros, acosadores de brujas o, simplemente, de enemigos de la corona. En tales casos, los emigrantes recibían lotes de tierra menores y estaban sometidos a prestaciones personales. Podían abjurar de sus errores para aliviar su condición pero, como era de esperar, fueron más de uno y más de mil los que hicieron falsas promesas, con intención oculta de establecerse en las Indias y romper el dominio español. Sin embargo, pronto aprendieron a no jugar con la Inquisición, no solo la Civil sino con el Santo Oficio. Aunque había perdido su poder, aunque no podía condenar, los tribunales civiles confirmaban sus sentencias cuando se dirigían contra cualquier hereje que intentara infestar América. No hubo hogueras, ya que la bárbara pena había sido abolida, pero sí horcas. Aunque los condenados a muerte fueran los menos, los culpables pagaron el trabajo forzado su atrevimiento. Saber que penaban en las minas bastó para desalentar a recalcitrantes. Mientras, llegaron decenas de miles de italianos, irlandeses, alemanes, polacos, lituanos, griegos e incluso rusos, que sabían que se dirigían a países donde las enfermedades ya no acechaban. Aun así, no eran suficientes para cubrir tan amplios territorios y, además, los más preferían las feraces extensiones del Río de la Plata o de la costa norteamericana. Las explotaciones en esas tierras templadas fueron tan productivas que empezaron a enviar cereal a la Península. A cambio, el menos atractivo Caribe permaneció casi vacío.

En ese mar, solo las islas mayores tenían poblaciones de cierta importancia: Cuba, Jamaica, La Española, Puerto Rico y Trinidad. También había asentamientos en la costa mexicana, en la desembocadura del río Misisipí, en San Agustín de la Florida, y en la costa del virreinato de Nueva Granada. El resto del Caribe, aparte de algunos reductos para vigilar los principales pasos, estaba ayuno de españoles.

El hueco había sido aprovechado por las demás naciones europeas, en las que la vida era tan azarosa que muchos prefirieron arriesgarse y luchar contra las enfermedades, los indios caribes y las frecuentes visitas hispanas, a morir de hambre en sus tierras natales. Asimismo, servía de válvula de escape, y los monarcas alentaron esos emplazamientos enviando a gentes demasiado emprendedoras, acompañadas de todo tipo de indeseables. Esas pequeñas colonias, por otra parte, adquirieron gran importancia al producir el azúcar del que tanta demanda había. También tenían gran valor estratégico, pues desde ellos los corsarios podían atacar al riquísimo comercio español.

Por desgracia, las enfermedades tropicales diezmaban a los recién llegados, y a los reyes cada vez les costaba más encontrar incautos que se dejaran engatusar. La única manera de mantener las colonias era a la fuerza. Bastaba una falta insignificante para ser condenado a trabajos forzados en las Antillas. Aun así, ni con toda la energía de los jueces se conseguía llevar brazos suficientes, y hubo que recurrir a la importación de esclavos africanos. Esclavos que tenían que renovarse cada pocos años ya que perecían víctimas de miasmas y de las pésimas condiciones en las que vivían.

Las colonias caribeñas estaban adquiriendo un valor desproporcionado, no tanto por su valor estratégico sino por el azúcar, que estaba enriqueciendo a familias que habían adquirido un gran poder político, especialmente en Inglaterra. No era motivo menor que los fanáticos veían esos asentamientos como las bases desde las que expandir su fe reformada al Nuevo Mundo. Sin embargo, el acrecentado poder español las estaba poniendo en situación peligrosa. España seguía sin reconocerlas, pues pretendía que el Tratado de Tordesillas le daba propiedad sobre toda América. Ya lo había demostrado en la campaña con la que erradicó a los ingleses de la llamada Nueva Inglaterra. Después, en las negociaciones que pusieron fin a la Gran Guerra, se negó a conceder cualquier derecho sobre las Indias. Se toleraban los enclaves en el Caribe solo por no tener con quién poblar las islas, para que fueran otros europeos los que roturaran el terreno y controlasen a los temidos indios caribes. Ahora bien, todos sabían que si no se les hacía demasiado caso era por su insignificancia.

Aun así, todos esos establecimientos eran conscientes que más bien antes que después España volvería sus ojos sobre ellos. Si querían sobrevivir tenían que reforzarse, pero necesitaban dinero. Las fortalezas eran muy costosas, los cañones tanto o más, y las lejanas metrópolis, sumergidas en la crisis tras las derrotas, racaneaban barcos y hombres. Los pocos que enviaban era por presión de los magnates azucareros. Es decir, esas pequeñas colonias precisaban dinero. Dinero para sobornar políticos, dinero para construir castillos y armarlos, dinero con que pagar soldados y marinos. Pero ese dinero solo había dos maneras de conseguirlo. Una pasaba ante sus ojos, en forma de las riquezas que cruzaban el Caribe. La captura de cualquier barco suponía un bienvenido auxilio, y la manera más rápida de hacer fortuna era apresar cualquiera de los grandes paquebotes o rasadores. Sin embargo, atacar la navegación española era pellizcar al león, y los colonos habían aprendido a no implicarse en las actividades de los corsarios.

Las otras fuentes de fondos eran los cultivos de azúcar y de tabaco, pero también corrían peligro. El tabaco se consumía no por necesidad sino por ostentación, y los reyes legislaban en su contra. Por el contrario, el azúcar era cada vez más necesario, no solo como artículo de lujo, sino para conservar alimentos en forma de confituras para el duro invierno. España disponía de montañas dulces que estaba encantada de vender, pero para todos resultaba evidente que era otra herramienta con la que esquilmar hasta la última moneda de sus rivales. De ahí que los demás monarcas prefiriesen que sus estados consumieran su propio azúcar caribeño, y gravaban con pesados impuestos al español. El problema era la caña de azúcar. No era un cultivo difícil, pero requería temperaturas cálidas en un ambiente tan insalubre que la esperanza de vida de los recién llegados se medía en pocos años, cuando no en meses. Cromwell había aprovechado para limpiar su nación, enviando a los indeseables católicos a trabajar como esclavos, pero no eran suficientes, y se necesitaba que los negreros trajeran remesas de africanos a trabajar y a morir en las plantaciones.



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Que las naciones cristianas tolerasen la esclavitud precisó una interpretación muy torcida de la doctrina evangélica. Como la necesidad hace maestros, los teólogos alambicaron una curiosa teoría que autorizaba a apresar seres humanos con el pretexto de llevarles el mensaje de Cristo. Aunque los misioneros podían difundirlo con mayor eficacia ¿Quién trabajaría entonces en las plantaciones? Todas las naciones europeas habían capturado esclavos, hasta que durante la Gran Guerra el maldito Llopís había convencido a su rey Felipe de emplearlos contra sus enemigos. Tras abolir la esclavitud en sus reinos —salvo para los turcos apresados en combate, y los herejes que intentaban infiltrarse en las Indias—, las flotas hispanas habían barrido las colonias portuguesas en Brasil. Algunos africanos liberados fueron devueltos a África, pero los más quedaron en las ahora posesiones españolas, siendo los más fieles partidarios de sus nuevos señores.

Hasta ahora se había cerrado los ojos a la presencia de esclavos en el Caribe. Eran pocos, las fuerzas españolas estaban luchando en otros frentes y, finalmente, la paz de Gante había finalizado el estado de guerra entre Inglaterra y España. El tratado llevó la tranquilidad al Caribe, aunque no inmediatamente, ya que se hicieron piratas muchos marinos —ingleses, algunos franceses y bastantes neerlandeses— que no aceptaron el dominio español. Quisieron basarse en las Pequeñas Antillas, pero los españoles dejaron clara su postura cuando capturaron la colonia holandesa de Statia, que habían dado albergue al pirata Cornelius Corneliszoon Jol, uno de los marinos neerlandeses que pasaron de corsarios a filibusteros. Los habitantes, juzgados como traidores a la corona, fueron reducidos a la cautividad y bastante tuvieron con salvar la cabeza. Statia, que había recuperado su nombre de San Eustaquio, sirvió de escarmiento a colonos de intereses espurios. Con todo, las posesiones inglesas dejaron de ser molestadas en cuando se comprometieron a liberar a los esclavos católicos —que fueron reasentados en Jamaica— y a no apoyar a los piratas. Los bandidos tuvieron que aposentarse en islotes olvidados, donde sus únicos vecinos eran los temibles indios caribes; aunque, bajo manga, también lo hacían en rincones apartados de las Pequeñas Antillas.

Era algo que en Madrid se sabía y se toleraba, ya que los modernistas habían sido desplazados por el partido nobiliario, que prefería mantener la paz. Sin embargo, los modernistas no habían perdido todo su poder, y con una jugada maliciosa lograron comprometer la posición inglesa en América.


De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

Las desdichas del Tío Antonio

«Las desdichas del Tío Antonio» fue una novela de la escritora hispánica María de Guevara Manrique, condesa de Escalante. Se publicó de forma serializada entre 1661 y 1663 en el periódico valenciano «El Heraldo del Reino» (actualmente, «Heraldo de Valencia»), y como obra completa al año siguiente. Tuvo un éxito enorme y modificó la manera en que los europeos veían la esclavitud. La obra tiene como temas centrales la servidumbre y la redención. Narra la historia de Antonio, un negro portugués católico, nacido libre pero que es capturado por los ingleses y esclavizado en Barbados, y de Isabel, su sobrina.

La temática principal es la maldad de la esclavitud, representada por el puritano Oliver Bourchier; no era casual que el malvado de la obra llevase nombre del dictador inglés Oliver Cromwell y el apellido de soltera su esposa. Bourchier alterna el puritanismo con el sadismo y los insultos contra la fe católica. Se justifica al decir que al esclavizar a los negros les ofrece la salvación, y que el maltrato es la manera de enseñar la ética del trabajo duro a los perezosos católicos. Una y otra vez, Bourchier intenta que Antonio abjure de su fe, para convertirlo en un protestante y así «herir al rey papista aumentando el número de sus enemigos». Sobre todo tras beber, Oliver golpea brutalmente a Antonio, hasta que lo deja inútil. Entonces, diciendo que nada agrada más a Dios que un papista muerto, ordena que lo aten a un poste al sol para que perezca de sed. A cambio de la vida de su tío Oliver intenta conseguir los favores de Isabel, la hija de Antonio, que lo rechaza. Entonces Bourchier ordena que maten a Antonio, que perece loando a Dios. Después propina una terrible paliza a Isabel, y la vende a un negrero. Sin embargo, cuando estaba a punto de ser violentada, Isabel es salvada por Patricio O´Connell, el único superviviente de una familia irlandesa esclavizada por el dictador hereje Cromwell. Los familiares de Patricio habían muerto a causa del hambre y de las palizas de sus captores, y si él había sobrevivido era por haberse convertido al puritanismo. Sin embargo, al ver como Antonio soporta su martirio, Patricio ve la luz y vuelve al redil católico. Mata a un esbirro de Bourchier que quería violar a Isabel y, tras hacerse con un bote, la pareja consigue llegar a Trinidad, donde es acogida por los españoles. En el epílogo de la novela, Oliver Bourchier acude al mercado de esclavos donde se encapricha de Felicia, otra niña raptada en Brasil.

Contrariamente a otras obras de la época, esta novela no encontró oposición por parte de la Iglesia. La escritora, que ya había tenido experiencias desagradables con anteriores opúsculos, esta vez solicitó el asesoramiento del arcediano de la diócesis de Valencia. Es más, la iglesia alentó a los escolares a la lectura de la obra. Se cree que fue el propio Don Pedro Llopís, Marqués del Puerto, el que apoyó económicamente a la escritora y le recomendó buscar el consejo eclesiástico. También se ha dicho que fue Llopís el que recomendó dejar el final en el aire, recurso literario hasta entonces raramente empleado, que no solo dio pie a continuaciones, sino que desasosegó a los lectores al recordarles que persistía la perversión de la esclavitud.

La novela tuvo un enorme éxito, ayudada por la recomendación de la Iglesia. La difusión del Heraldo aumentó de tal manera que se establecieron sucursales del periódico en otras ciudades hispanas; además del originario, todavía se publican el «Heraldo Andaluz» sevillano, y el «Heraldo de Aragón» en Zaragoza. En los años sucesivos, la publicación de novelas por entregas sería ávidamente esperada por la naciente burguesía, iniciando el «Siglo de Oro de las Artes» (se llamó «Siglo de Plata» al que comenzó con Cervantes hasta enlazar con el de Oro) y contribuyendo al florecimiento de los medios escritos de difusión. Mientras, el libro de Guevara seguía triunfando. Cuando se publicó como obra completa, la primera edición de veinte mil ejemplares (una cantidad enorme para la época) se agotó en pocos días. Sucesivas ediciones hicieron que en apenas dos años se vendieran cerca de cien mil copias. La novela fue traducida a casi todas las lenguas europeas. Aunque su publicación fue prohibida tanto en los países protestantes como en Francia, los agentes españoles los libros, e incluso en las naciones rivales de España la opinión pública se hizo cada vez más antiesclavista. Tras la publicación se acuñó el término «busiero» (derivado de Bourchier, el apellido del malvado pastor) como sinónimo de persona brutal, farisaica y maliciosa, empleándose como despectivo contra los ingleses.


La Pragmática Sanción de 1665

El efecto de la novela fue tan grande que hizo que la posición el partido nobiliario se tambalease. Por toda la Europa católica se clamó por la reanudación de la guerra con el inglés. Aunque los aristócratas castellanos se oponían, no tanto por la situación económica de España sino por evitar el ascenso de los modernistas, a la postre tuvieron que ceder y recomendaron al rey Felipe IV la prohibición la esclavitud en sus reinos, aun a sabiendas de hacer el juego al partido moderno.

Se piensa que fue el mismo Marqués del Puerto el que asesoró al monarca en la redacción de la Pragmática Sanción de 1665. En ella se ordenaba la liberación de todos los esclavos a cambio de una indemnización, siempre que la posesión fuese legal, es decir, se excluía a los capturados (o recapturados) en los últimos años, o a los que estuvieran en manos extranjeras. También quedaban libres automáticamente, esta vez sin compensación, los esclavos que acompañaran a cualquier viajero que ingresara en territorios hispánicos, incluyendo los de nobles y embajadores. Tal disposición evitaba que un esclavista adujera que sus cautivos habían sido adquiridos en otra nación.

La Pragmática prohibía terminantemente la esclavización, la tenencia, el tráfico o la venta de esclavos en todos sus reinos, estableciendo terribles penas para los transgresores, que en algunos casos (como el de los negreros, los capataces o los dueños de las plantaciones) podían llegar a la pena de muerte. Más aun, si el tribunal consideraba que había circunstancias agravantes, podía aplicarse mediante la hoguera. De hecho, el último reo quemado en territorios hispanos fue el negrero inglés Edward Teach, que ordenó tirar por la borda a los esclavos que transportaba para intentar escapar de los guardacostas.

Asimismo, la Pragmática autorizaba a los esclavos a tomar cualquier medida que considerasen necesaria para conseguir su libertad, aunque fuese mediante la violencia, siempre que quedara limitada contra los esclavistas y no se extendiera a inocentes. Significaba que España alentaba las temidas rebeliones de esclavos, siempre temidas por sus poseedores, y que a partir de entonces fueron una amenaza constante para los amos.

Un aspecto clave de la Pragmática, que fue comunicado a los embajadores en Madrid de las otras potencias europeas, fue que sería de aplicación en los territorios que España consideraba como propios, incluyendo Palestina (pues uno de los títulos de Felipe IV era el de Rey de Jerusalén), y las tierras asignadas en el Tratado de Tordesillas a España y Portugal, ahora unificadas. En la práctica, incluían las costas africanas, toda América y Oceanía, tanto en tierra como en el mar, fuera cual fuera la bandera del barco que los llevase. En la comunicación que la corona hizo a los embajadores se indicó que se incluían expresamente los asentamientos europeos en las Indias, señalando que eran tolerados, pero no autorizados y que, legalmente, no tenían permiso para ocupar territorios de la monarquía.

En el Caribe el efecto de la Pragmática fue demoledor. Los asentamientos españoles gozaban de un estado de salud bastante bueno gracias a las medidas sanitarias impuestas por los modernistas. Sin embargo, en las colonias protestantes esas medidas habían sido denunciadas como supersticiones por los puritanos fanáticos. La consecuencia fue que en las Pequeñas Antillas la mortalidad seguía siendo aterradora, y la única manera de mantener la producción de azúcar implicaba la continua importación de esclavos. Tras la ejecución de los veinte tripulantes del bergantín Rapid, capturados en la costa de Guinea (según el tratado de Tordesillas, era una posesión portuguesa en la que también se aplicaba la Pragmática) el flujo de africanos raptados se cortó. La consecuencia fue que los negreros, que en su mayoría eran antiguos marinos de guerra ingleses, holandeses o franceses, se volcasen en la piratería, y que las colonias pasaron a apoyarla sin reservas.



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—Teniente Ochoa de Bolívar ¿Me hace el favor?

El asistente franqueó la entrada del oficial al despacho del almirante Fortea. La estancia era agradable, ya que los gruesos muros conservaban el frescor, y las persianas permitían el paso del aire y de suficiente luz, manteniendo el interior cómodo incluso bajo el ardiente sol tropical.

—Hágame el favor de sentarse, teniente ¿En qué situación se encuentra su gacela? —preguntó el almirante.

—A las órdenes de vuecencia. No exagero si le digo que casi está preparada para salir. Tan solo necesito hacer aguada y reponer las pocas provisiones que he gastado en los últimos días. Por fortuna, no preciso repuestos, pues el barco está al copo con los que tuvo la merced de enviarnos. Vuelvo a darle las gracias por sus disposiciones.

—La verdad, teniente, es que no estoy acostumbrado a tales lujos. —Fortea había echado los dientes en la escasa y mal pagada marina de principios del reinado del Rey Grande. Con la experiencia de haber tenido que mendigar cada clavo y cada bala, cuando un barril de tasajo florecido era un tesoro con el que apenas se podía soñar, tener los almacenes llenos hasta el techo era una experiencia nueva. Pero el despertar del comercio y de la navegación mercante había proporcionado, además de hombres con experiencia, ríos de oro con los que mantener la flota. Aunque a nadie agradaban las gabelas, apenas encontró resistencia el vigésimo impuesto a todas las mercancías que cruzaban el Atlántico y el Caribe, ya que estaba destinado expresamente a mantener las flotas necesarias para proteger el comercio. Además, los armadores encontraron mucho más barato pagar el impuesto que armar sus barcos o volver, no lo quisiera Dios, al engorroso sistema de flotas. Para el monarca español también resultaba beneficioso dedicar a la Armada los cuantiosos fondos que antes se gastaban en enormes fortificaciones. El Marqués del Puerto decía que la guerra necesita tres cosas: dinero, dinero y dinero, y dinero no faltaba en La Habana.

Ese impuesto recaudado al comercio caribeño acabó beneficiando a la ciudad y a los armadores. Los fondos recaudados se gastaban en sus almacenes, astilleros e industrias, que crecieron aun más, La población se incrementó y, con ella, la demanda de bienes. Todavía más barcos cruzaron el Atlántico, pues los burgueses indianos reclamaban los mismos lujos que los peninsulares. Finas ropas, espejos, ricos vinos, llenaban las bodegas de los mercantes. Sin embargo, tal comercio quedó amenazado cuando los negreros se convirtieron en bucaneros.

El teniente quedó en silencio, mientras Fortea seguía con su ensoñación. Hasta que el almirante siguió.

—Ahora bien, si el Rey hace la merced de poner en nuestras manos tantos dineros, es para que los empleemos en provecho de la corona y de la religión. Como supondrá, pronto va a tener ocasión. Ante todo ¿Qué tal se ha comportado la Lola?

—Excelencia, el Nuestra Señora de los Dolores navega como un sueño —no era correcto que el oficial usase el apodo de su barco ante su superior—. Siguiendo sus órdenes, el jabeque ha hecho sus pruebas de mar en el seno mexicano, lejos de miradas indiscretas. El comportamiento ha sido magnífico. Es un barco tan marinero como los mejores rasadores, pero tiene las recias maderas que necesita la artillería.

—En su informe dice que tuvo que hacer algunos cambios.

—Así fue, excelencia. Tras pocos días en el mar me pareció que el barco cargaba de proa, pero desplazando el lastre y cambiando dos puntos la inclinación del trinquete conseguí que respondiera mejor al viento y al timón.

—Excelente. Me alegra saber que su barco está dispuesto. Ahora sabrá por qué no quise que ojos extraños lo vieran.



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El jabeque fragata pasó ante el castillo del Morro, y una vez en mar abierto, tomó el viento de levante y se dirigió hacia la cadena de cayos que prolongaba la península de la Florida. En lugar de dejarla a babor, como era habitual en el tornaviaje a la Península, el jabeque se acercó a la costa occidental de La Florida, un laberinto de islotes, canales y arrecifes donde raramente había miradas curiosas. Con su bote exploró las traidoras aguas hasta hallar un fondeadero medianamente seguro, y una vez al ancla, la tripulación preparó al barco.

El teniente Ochoa ordenó que la dotación sujetase las lonas sobre el casco, cubriendo el negro y oro de la Armada con el azul de la Compañía del Carmen, y tapando las portas para que no se diferenciaran del resto del casco. Una vez finalizados los trabajos, tomó un bote para inspeccionar el barco; pudo ver con satisfacción que para un observador que no lo conociera resultaba imposible diferenciar las líneas del jabeque de los bergantines y las polacras que comerciaban entre los puertos del Caribe y que, frecuentemente, también cruzaban el océano.

Ahora entendía por qué hacer el crucero de pruebas en el alejado seno mexicano. La Lola era un barco de nuevo tipo, con un aparejo que combinaba el casco de los rasadores —aunque de menores dimensiones y reforzado para llevar artillería— con el aparejo de polacra, que tenía velas cuadras eficaces en las empopadas, y latinas para aprovechar los vientos cambiantes cercanos a la costa. La pantomima se completaba con esos lienzos que modificaban las líneas del casco para que pareciera más pesado, y la guinda estaba en los anticuados falconetes de las falsas bordas.

El teniente sonrió, pues su jabeque ya no recordaba a un buque de guerra, sino a una polacra grandota y pesada. A los filibusteros se les haría la boca agua al ver a la Lola; desde luego, mejores presas serían rasadores o paquebotes, pero los primeros eran demasiado rápidos, y no era raro que los segundos llevasen una potente batería, necesaria en mares lejanos en los que pudieran acechar piratas moros, malayos, chinos, o a saber de qué facinerosa familia.

Tras camuflar su buque la tripulación repitió varias veces el ejercicio de retirar el disfraz, recogiendo los marcos de los lienzos de colores, y descubriendo las portas; de ser preciso, bastaba con picar los cabos que los sujetaban a costa de costar más recuperarlos. Las tareas llevaron dos días, y otro más los ensayos. Después, la Lola se hizo a la mar y enfiló al suroeste, hasta retomar la ruta del tornaviaje.



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La misión del jabeque era aparentemente sencilla: dejarse ver por los canales que permitían la entrada y salida del Caribe. No eran muchos, pues el mar estaba encerrado por cadenas de islas y, aunque había multitud de pasos, muchos eran estrechos o tenían arrecifes peligrosos. Además, los vientos dominantes, de levante en el norte y de poniente en el sur, condicionaban la navegación. En la práctica, la salida solía hacerse bien por el estrecho de Florida, para luego barajar la costa oriental de la península norteamericana hasta salir al océano, bien recorriendo el canal de las Bahamas, manteniéndose a segura distancia de las peligrosas costas. Menos frecuentemente se empleaban los estrechos del norte del Caribe, es decir, el de los Vientos entre Cuba y la Española, el canal de la Mona que separaba esta última de Puerto Rico, o el de la Anegada, al este; aunque eran rutas más directas, padecían vientos variables.

Por eso tampoco era frecuente que por ellos se entrara en el Caribe, y se preferían los canales entre las pequeñas Antillas, los situados al norte de las islas de Barlovento, como los de Guadalupe o de Dominica, o el del sur, por el amplio paso entre Granada y Tobago. Ninguno era seguro, aunque los del norte estaban resultando los más peligrosos, ya que la presencia de barcos de la Armada en Trinidad había ahuyentado a los piratas. Obviamente, la mayor parte del comercio evitaba las pequeñas islas y se acercaba a Trinidad. Aun así, los pasos del norte también se empleaban, en ocasiones por barcos desviados por malos vientos, pero las más de las veces los escogían quienes preferían evitar a los guardacostas. Solían ser naves de menor tamaño que los rasadores o los paquebotes, y llevaban cargas menos valiosas, pero eran más accesibles para los piratas.

La Lola iba a hacer el papel de presa. Le llevó dos semanas rodear las islas caribeñas, siempre alejada de tierra, antes de embocar el estrecho de Dominica. Para pasarlo, Ochoa ordenó quitar tensión a las drizas, de tal manera que el jabeque apenas se moviera, aun teniendo todo el trapo desplegado. Le llevó dos días el pasaje, y a pesar de ello no se vio ni una vela. No por ello se desanimó; pero como repetir el rodeo llevaría otras dos semanas, Ochoa prefirió dar bordadas para volver por el mismo canal; no dejaba de tener riesgo tal maniobra en un estrecho de solo diez leguas, pero así ahorraría varios días, además de aparentar ser un mercante con motivos ocultos. De nuevo, fue ignorado. A la semana siguiente pasó entre Martinica y Santa Lucía; dos veces se avistaron velas que se mantuvieron a distancia; en esas aguas, la desconfianza era la norma. Esta vez, el retorno contra el viento lo hizo más al norte, pasando entre las islas de Montserrat y de Antigua. De nuevo, se vieron dos velas en el horizonte, que al avistar al jabeque viraron para aumentar la distancia.

—Infructuosa batida, mi comandante —dijo el segundo, el teniente de fragata Federico Arriola.

—Cierto. Semanas frustrantes y desmoralizadores ¿Cómo lo están tomando los hombres?

—Contentos no están, mi comandante. Además, empiezan a escasear los alimentos de salud, y el agua tiene un tufillo desagradable.

—Ya lo suponía. Había pensado hacer aguada en Antigua. Tengo ganas de verla y, según el derrotero, hay excelentes puertos y arroyos con agua fresca.

—También hay britanos.

—Cierto es. El derrotero dice que los ingleses tienen plantaciones de caña en el norte. Buscaremos un fondeadero al sur.

—Eso no impedirá que nos vean, mi comandante.

—Seguramente no, pero no podrán saber si llegamos desde el Atlántico. Además, ahora que lo pienso, no estaría de más dar mala imagen. Tal vez podríamos desmontar el mastelero del trinquete, y poner algún trapo de mala manera, que parezca un aparejo en bandola. Como si hubiéramos tenido una travesía difícil y tuviésemos que hacer reparaciones.

Tres días después el jabeque fondeó frente a una bahía abierta del sur. La mayor parte de la dotación se escondió, pero unos pocos subieron al palo trinquete y aparentaron trabajar. Otro bote con toneles se acercó a la costa, a la desembocadura de un arroyo; los ocho hombres que lo tripulaban vestían ropas variadas, algunas casi harapos, y llevaban viejos mosquetes; ocultaban los fusiles, escopetas y revólveres en la embarcación. Se movieron con cuidado; según el derrotero, en Antigua no había fieros caribes sino amables arahuacos, pero a esas alturas los aborígenes habían aprendido a desconfiar de cualquier europeo. Fueron rellenando los barriles, mientras evitaban nada parecido a la disciplina militar. Ya volvían hacia el jabeque cuando un jinete se acercó al otro extremo de la bahía y los observó con un catalejo.

—Parece que hemos despertado curiosidad —dijo Ochoa.

—Demasiado han tardado, mi comandante. Mire, están haciendo señales desde esa colina —señaló una desde la que se elevaba una columna de humo.

—Magnífico. Que los hombres sigan con la comedia, pero más exagerada, como si nos corriera prisa por zarpar.

—¿Nos corre?

—Yo creo que no. Aguantaremos unos días aquí.

Durante las dos jornadas siguientes los tripulantes de la Lola mantuvieron la comedia, e incluso talaron algunos arbolillos para reforzar el aparejo provisional, con la mala suerte que dos veces seguidas el montaje se deshizo. Solo al final consiguieron izar el mastelero; aunque desde lejos no podía verse que no se trataba de un montaje provisional, sino del real. Aun así, se procuró seguir con la impresión de desorden, y los tripulantes pasaban las veladas bebiendo y tocando la guitarra.

Las desventuras de la embarcación siguieron siendo observadas desde las colinas, a las que varias veces al día se acercaban caballeros para inspeccionar el barco con sus catalejos. Un incordio, pues obligaba a que la dotación de la Lola permaneciese bajo cubierta o resguardada tras los bastidores que la disfrazaban. Los más afortunados eran los que iban y venían a la orilla, llevando botellas en la mano y tambaleándose; los observadores no podían saber que la numerosa tripulación se turnaba para poder pasar ratos de desahogo. Hasta que, por fin, llegaron los piratas.



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La tarde del tercer día el serviola de la cofa descendió a cubierta sin apresurarse —las órdenes era que pareciera un marinero trabajando en los palos— y buscó al teniente Ochoa.

—Mi comandante, se acercan dos balandras. Llegan desde el norte e intentan resguardarse tras esa punta, pero he podido ver sus velas.

—Gracias, Ramírez. Buen trabajo. Suba de nuevo y avíseme cuando se vean los cascos. Don Severino —dijo refiriéndose a su segundo, el teniente Arriola—, llame zafarrancho de combate, pero con discreción, que es posible que sigan vigilando desde la colina. Que se cubran las baterías, llame a los hombres de la playa, y recupere el ancla, como si hubiéramos terminado las obras. No estaría de más que mantenga el desbarajuste.

—¿Ordeno que se retiren los paneles?

—No, Don Severino. Esperaremos hasta el final.

Durante la hora siguiente los hombres de la playa volvieron, profiriendo juramentos; un par necesitaron apoyarse en sus compañeros. Algo parecido ocurrió a bordo del jabeque. Hasta que los cascos de las balandras se dejaron ver. Sus intenciones resultaron evidentes cuando izaron banderas negras y dispararon un cañonazo que quedó corto.

—¿Le parece que ordene desmontar el artificio, mi comandante?

—No, esperaremos. Los vientos no nos son favorables y esos tipos podrían escapar. Mejor será que se confíen. Ordene arriar la bandera, y que se aliste un bote como si quisiéramos escapar a tierra.

—¿Rendir la bandera?

—No estoy rindiendo nada ¿No le parece que la enseña tiene un siete? Si no se cose, se extenderá.

—Es verdad. Mi comandante, yo también veo el desgarrón.

—Pues manos a la obra.

Los dos intrusos se acercaron. Por una rendija el comandante vio que se trataba de pequeñas balandras que no pasarían de las cien toneladas, armadas con cañones de a cuatro. Barcos pequeños que difícilmente podrían dar caza a un paquebote, salvo que lo atrapasen de noche o haciendo aguada. Los piratas debían estar frotándose las manos. Lástima no poder ver las caras que iban a poner.

—Don Severino, que retiren los paneles y se ice la enseña.

Desde las balandras vieron que el costado del barco español caía al agua mientras subía la enseña blanca con las aspas rojas. Al momento, dos surtidores se elevaron por las proas de las balandras. Una intentó salir de la ensenada, pero frenaron su huida los mismos vientos contrarios que hubieran dificultado la persecución. La otra contestó con sus cañones, pero las balas rebotaron inofensivamente contra los sólidos costados del jabeque. Casi inmediatamente respondieron los españoles. Las frágiles maderas de la balandra se rompieron y la embarcación comenzó a hundirse. La otra arrió su bandera.

—Poco ha durado el combate. Don Severino, que los hombres recojan los paneles, a ver si pueden arreglarse, y envíe un trozo de presa. Si logran pescar náufragos, mejor, pero sin arriesgarse.



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—Mi comandante, el prisionero se niega a hablar.

—¿Le ha enseñado la soga?

—Desde luego. Hasta le hemos tomado medidas, pero ni por esas.

—Qué lástima ¿Tenemos suficientes grilletes?

—Para todos no.

—Pues que se pongan a los que parezcan de mejor condición, y que los vayan subiendo a cubierta. A los demás, que los ensoguen en la sentina y que no se les pierda vista. Mientras, preparen el aparejo.

Algo después los infantes de marina arrastraron a cubierta a un inglés que, aun atado como estaba, seguía forcejeando. Su tez quemada y las viejas cicatrices lo señalaban como un veterano. El capitán ordenó que se le pusiera la soga al cuello y volvió a preguntarle si quería hablar. Primero hizo la pregunta hizo en castellano, y luego fue un tripulante irlandés quien la tradujo, sin obtener respuesta.

—Señor quien seáis —dijo Ochoa—, habéis sido apresado en delito flagrante de piratería. La pena para tal delito es la muerte ¡Arriba!

Un trozo de marineros tiró de la soga y el reo quedó colgando del cuello, pataleando y defecando. Sin embargo, todavía seguía vivo cuando Ochoa ordenó aflojar la cuerda. Un cubo de agua le revivió y el capitán volvió a interrogarle. Sin embargo, el pirata, aun estando más muerto que vivo, mantuvo la boca cerrada.

—Ya veo —dijo Ochoa, mientras el irlandés le traducía—. Valiente sois y no os preocupa que os enviemos a besar el cip*te a Belcebú. Sea vuestro gusto ¡Arriba con él!

Al momento volvieron a tirar y lo dejaron agitarse hasta que entregó su alma. Ochoa ordenó que lo dejaran colgado, y ordenó que trajeran a otro. También era un hombre curtido, y también acabó colgado. El tercero que subieron era joven casi imberbe, que palideció al ver los cadáveres que pendían.

—¿Tenéis ganas de rendir cuentas a Satanás?

El preso se mantuvo firme.

—Os aconsejo que lo penséis. No es momento de valor sino de discreción —aconsejó Ochoa, sin resultado—. Aunque veo que no os falta valor ¿De qué manera queréis morir? ¿Os gusta beber? Porque no quiero gastar cuerda en gente de vuestra calaña.

Sin esperar la respuesta, el capitán hizo una seña al contramaestre, que a su vez ordenó que tumbaran al preso sobre un banco, que lo aferraran y que le pudieran un lienzo sobre la cara. Al momento, un marinero empezó a verter agua mientras el pirata se agitaba, tratando de respirar. Cuando casi había perdido el sentido retiraron el trapo, pero aun estaba aspirando una bocanada cuando se reinició el tormento. Tras unos minutos de ahogo, Ochoa volvió a interrogarle; aun precisó repetir el proceso un par de veces hasta que cedió.

—Excelente. Pasad con el escribano que tomará nota de lo que decís. Procurad no faltar a la verdad, que no seréis el único a quien pregunte. Si calláis o si mentís, no habrá vuelta atrás.

Uno tras otro los piratas pasaron por el interrogatorio. La arboladura se fue llenando de apestosos frutos, bien por resistir el tormento, bien por desdecirse, hasta que el capitán pensó que eran suficientes los que habían hablado. Entonces, dio orden de subir a los demás presos a cubierta.

—Ahí podéis ver el destino que aguarda a los obstinados. Pensad en ello cuando os llamemos para declarar. Ahora, a la sentina, con las ratas.



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Jeff Williams recogió su catalejo mientras sonreía. Por fin había cambiado su suerte.

Hasta ahora, cada vez que veía sus manos, casi esqueléticas y cubiertas de cicatrices, pensaba «estas son las manos de un tonto». Un tonto que se había dejado convencer por los cantos de sirena que hablaban de una tierra al otro lado del océano en la que manaban la leche y la miel. Harto de ver a sus hijos morir uno tras otro, dijo a su esposa Betsy que iban a embarcar hacia la colonia de Virginia. Mucho no le agradó estando preñada por cuarta vez, pero un par de sopapos le recordaron su deber de obediencia.

La pareja embarcó en una flota que llevaba a centenares de incautos que también se habían dejado engañar. La travesía se hizo realizada demasiado al norte, ya que querían evitar a los demonios españoles, y supuso semanas de difíciles bordadas y de malcomer tasajo y guisantes secos mezcla de gorgojos y tierra. Betsy tuvo un parto prematuro que se la llevó junto con el bebé, y fueron lanzados por la borda tras una oración apenas musitada. Cuando llegaron a tierra no eran ni la mitad de los que habían partido, y en lugar de un jardín de las delicias, se hallaron en una tierra cubierta de bosques que no dejaban pasar la luz, plagada de indios hostiles.

Williams había tenido que ofrecerse a un «cavalier» para trabajar en una plantación de tabaco por apenas la comida, pero al caballero tampoco le sonreía la fortuna. Aunque el Parlamento había anulado las leyes que impedían comerciar con la pequeña colonia, eran los hispanos los que se cobraban un oneroso tributo, y desde la traidora Irlanda capturaban un barco de cada cuatro. Los comerciantes ya no se arriesgaban y el tabaco fermentaba en los almacenes. El cavalier llamó a Williams para decirle que ya no necesitaba sus servicios, y el aspirante a colono tuvo que buscarse la vida.

Williams apenas sabía otra cosa que empuñar la azada, pero no había tierras libres a este lado de la empalizada. Más allá sí, pero era donde acechaban los hostiles. Al menos, la guerra con los indios le proporcionó un oficio, y se unió a las bandas que se adentraban en los bosques para matar pieles rojas y esclavizar a sus hijos. Fueron buenos meses de cortar cuellos, quemar cabañas y forzar jovencitas.

Sin embargo, igual que la banda se dedicaba a cazar indios, había indígenas que cazaban blancos, y un mal día sorprendieron a la partida de William. No eran ni media docena los que consiguieron escapar del poste del tormento y regresar a la empalizada. Ahora bien, como habían tomado el gusto a vivir del robo, decidieron que era mejor formar otra partida que roturar tierras.
Esta vez no pensaban arriesgarse por los bosques y con unos cuantos botes recorrieron los ríos, matando o apresando a los infortunados que encontraban en las orillas para venderlos a los plantadores. La fortuna les sonrió, y al poco formaron una flotilla al mando de un francés que se hacía llamar capitán Peuman. Al poco, hasta los colonos ingleses les temían.

Deseando matar dos pájaros de un tiro, fueron llamados por el gobernador Berkeley, que les propuso ampliar sus horizontes. En lugar del poco provechoso negocio del indio, que tantos problemas estaba creando a la colonia, les sugirió que pensaran en las fortunas que desfilaban cerca de la costa. Los barcos españoles no solían arriesgarse tan al norte, pero de vez en cuando las tormentas lanzaban a alguno hacia las costas de Delaware. El gobernador les ofreció refugio a cambio de un quinto de las presas; además de enriquecerse, alejaría a esa peligrosa calaña de la colonia. Además, los pocos suecos que malvivían en la costa tampoco hicieron ascos a unirse a los aspirantes a filibusteros.

Apenas habían organizado una hermosa flotilla cuando les avisaron que había un barco en dificultades cerca de Cabo Henry. Al día siguiente, Williams pudo ver una preciosa polacra anclada cerca de la playa, con sus tripulantes afanándose en reparar la arboladura maltratada por algún vendaval. Era ocasión ideal, y al día siguiente una docena de botes se lanzó contra el barco.

Que resultó ser la Lola.



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A los cuatro meses de partir el teniente entregaba su informe al almirante Fortea.

—Le felicito, teniente. Ha capturado una balandra que valdrá buenos dineros. Le adelanto que voy a renunciar a mi parte en bien de usted y de sus hombres, pues la información que han conseguido vale su peso en oro. Ahora bien, tengo una pregunta ¿Juzgó imprescindible colgar a esos desgraciados?

Ochoa de Bolívar ya imaginaba la pregunta.

—Poca alternativa tuve, vuecencia. Mantenerlos a bordo era demasiado peligroso, y me hubiera obligado a volver a puerto antes de tiempo. Así que escogí a los que parecían llevar a cuestas una vida de crímenes para que sirvieran como ejemplo para los demás. Aquí tiene un resumen de sus declaraciones. Supongo que os serán útiles.

—No era reproche, teniente, al contrario. Apruebo su decisión. Yo también me alegraré de ver danzar en el patíbulo a esos indeseables. Aunque entiendo que no fue suficiente el escarmiento.

—Cierto es. Esos barcos están llenos de almas condenadas que tampoco querían hablar. Fue preciso alentar al capitán de la segunda balandra, un bribón llamado Morgan.

—Empleó métodos bastante expeditivos.

—A ese desalmado no le faltaba valor y no habló ni cuando le recortamos las orejas con unas tenacillas. Hubo que acercarle un hierro rusiente a las criadillas para que cantara. Además, verlo desorejado soltó las lenguas de sus compinches. Espero que no sea inconveniente para el verdugo.

—¿Está seguro de que no le han mentido?

—Desde luego que no, mi almirante. Saben que no faltar ni una letra a la verdad es la única manera de evitar el cáñamo.

—Cáñamo que gustoso les daré. Como le dije, los piratas precisan un buen escarmiento ¿Le costó mucho convencer a los virginianos?

—No, mi almirante. En cuanto vieron como había quedado Morgan, un tal Williams se arrugó y habló por los codos. Unos y otros casi se pelearon por ver quién era el más parlanchín y así salvar la piel.

—Mansfield, Morgan y los demás gerifaltes irán al patíbulo. Que su tránsito sea corto o largo dependerá de cómo se comporten. Del resto, algunos danzarán en la horca, hasta que basten para un buen escarmiento. Los que hayan hablado salvarán la piel, pero nada más. Sufrirán los grillos hasta el día que entreguen su alma perra. Ahora bien, teniente, desearía que me relatase con detenimiento lo que dijeron esos felones.



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

La defenestración de Londres

La defenestración de Londres fue una crisis diplomática desencadenada por la captura de varias embarcaciones piratas en el Caribe y en la costa norteamericana…

La captura de los piratas

… La captura de los piratas Mansfield y Morgan en la Antigua, y de Peuman en la bahía de Santa María, proporcionaron pruebas de la implicación de las colonias británicas del Nuevo Mundo en la piratería. Aunque los principales jefes se negaron a declarar, el teniente Fackman, segundo de Mansfield, y el colono Williams, un hombre de Peuman, revelaron el entramado que implicaba a las colonias. Las pruebas de mayor peso fueron las cartas de corso firmadas por Thomas Modyford, gobernador de Barbados, y William Berkeley, de Virginia

Los piratas apresados fueron juzgados en La Habana y aunque dijeron ser corsarios al servicio de la corona inglesa, el tribunal consideró que las patentes de corso no eran válidas al no haber estado de guerra entre España e Inglaterra. El tribunal los encontró reos de piratería y los sentenció a la última pena. El quince de octubre de 1669 fueron agarrotados cuarenta piratas, comenzando por Mansfield, Morgan y Peuman. Los demás fueron condenados a trabajos forzados a perpetuidad, aunque sus condiciones se suavizaron cuando se prestaron a declarar contra los gobernadores.

Además de las declaraciones de los presos, los documentos más comprometedores fueron las cartas de los gobernadores Modyford y Berkeley. Los dos eran «cavaliers», es decir, ricos plantadores con grandes haciendas que explotaban con mano de obra forzada. Como la mayoría de los cavaliers, durante la guerra civil inglesa se habían alineado con los realistas, y tras la restauración habían sido premiados con títulos, mercedes, y la gobernación de las colonias.

A pesar del favor real, estaban al borde de la ruina. La Pragmática que había abolido la esclavitud causó graves perjuicios a los plantadores, que vieron cómo se interrumpía el flujo de mano de obra africana. Tras la vuelta al trono de los Estuardo, tampoco se enviaba a las colonias a católicos ingleses que, además, preferían aceptar la oferta española y colonizar bajo la enseña de San Andrés. Aunque los jueces británicos estaban condenando a trabajos forzados en las colonias por cualquier minucia, los presos no bastaban para cultivar las tierras. Se intentó la captura de indígenas (poguatanes de Virginia, caribes o arahuacos de Gullana), pero los apresados eran escasos, y no fueron pocas las partidas de esclavistas que fueron exterminadas por los belicosos nativos. Por otra parte, la composición social de las colonias estaba cambiando. Habían llegado gran número de puritanos, algunos procedentes de las colonias de Nueva Inglaterra tras su destrucción por Llopís, así como otros que querían escapar de la Inglaterra de la Primera Restauración. Tanto los deportados como los emigrantes odiaban al régimen aristocrático. Los cavaliers, con los gobernadores a la cabeza, se vieron abocados no solo a la ruina sino a perder el control de las colonias. La única manera de conseguir fondos y mantener su estatus era mediante el porcentaje que recibían de los filibusteros, actividad teóricamente prohibida por el rey Carlos II, pero en realidad tolerada e incluso alentada.

La implicación de los gobernadores coloniales en la piratería suponía un incidente muy grave, pero no era nuevo, y no hubiera debido llevar a la guerra entre dos casas reales que estaban emparentadas, ya que la princesa de Asturias, María Estuardo, era hermana del rey inglés Carlos II. Por otra parte, desde el siglo anterior los reyes ingleses habían alentado la piratería para enriquecerse sin que Madrid reaccionase. Es decir, no querían la guerra ni la corte inglesa, ya que la posición del rey Carlos II de Inglaterra era inestable entre las presiones de los radicales y la crisis social y económica, ni tampoco el ministro principal español, Don Gaspar de Haro y Fernández de Córdoba, que había sucedido a su padre en el marquesado del Carpio y en el ministerio. Haro mantenía la política tradicionalista de evitar las aventuras militares. Las dos partes deseaban llegar a un acuerdo que incluyera la entrega de Modyford y Berkeley para que hicieran de cabezas de turco, pero no contaban con la recién nacida opinión pública española.



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Tradicionalistas frente a modernistas

En España seguía la rivalidad entre tradicionalistas y modernistas. Se ha dicho que los tradicionalistas eran pacifistas, pero es incorrecto, ya que en su momento el conde-duque de Olivares, el creador de la facción, había estado entre los que extendieron de la Gran Guerra. Sus sucesores no se oponían a las aventuras bélicas por cuestiones morales, sino por querer mantener el orden consuetudinario. La política modernista, que abogaba por el progreso económico y por aprovechar la superioridad militar y tecnológica para destruir a los enemigos (entre los que destacaba Inglaterra), conllevaba una revolución social. Incluso la pequeña guerra de Salé había llevado a permitir la vuelta de algunos hebreos y moriscos. Con esa experiencia, Haro temía lo que pudiera ocurrir después de un conflicto de mayores dimensiones, y prefería mantener el «statu quo».

Por desgracia para el ministro, la posición de los tradicionalistas no era firme. Aunque habían aprovechado la guerra de Calais para desplazar a los modernistas, que llevaban una década apartados del poder, estos conservaban bazas de gran fuerza.

Una era su relación personal con el ya anciano Felipe IV, que les debía no solo el resurgir de su reino, sino su propia vida y la del Príncipe de Asturias. La última ocasión había sido durante la disentería que tres años antes los había puesto al borde de la muerte. Si la eludieron fue gracias a los sueros que el Cirujano General les administró directamente en sus venas. Aunque entre las cualidades de Felipe IV no estuviera la dedicación al gobierno, era un hombre agradecido que prohibió al ministro Haro tomar medidas contra los modernistas, que conservaron su fuerza económica, política y militar.

Otra baza era el resquemor cada vez mayor que el rey Felipe sentía hacia el rey inglés, al que consideraba un hombre sin honor. Carlos había sugerido durante su exilio que abrazaría la fe católica a cambio del apoyo español, pero tal conversión nunca se materializaba. Al contrario, una vez en el trono, Carlos II respondía con evasivas a las cartas que Madrid enviaba, mientras que públicamente seguía encabezando la cismática iglesia de Inglaterra. Que Inglaterra siguiese siendo refugio de los holandeses más recalcitrantes, así como el apoyo a los piratas del Caribe, hicieron que el rey español creyese haber sido engañado por el inglés.

No ayudaron en este sentido las malas relaciones entre Felipe IV y su hijo. El Príncipe de Asturias ya tenía cuarenta y dos años, se sentía enfermo (además de la reciente disentería, había sufrido ataques de gota y varios episodios de hemoptisis) y temía morir sin llegar a sentarse en el trono. Su esposa, Doña María Estuardo, con la experiencia de la ejecución de su padre, era enemiga de cualquier tipo de innovación, e inclinó a su marido hacia la facción tradicionalista. La princesa, además, defendía continuamente a su hermano Carlos II y acusaba a los modernos de querer envenenar las relaciones entre Inglaterra y España. Cuestión en la que, a la postre, tenía razón; recuérdese que casi medio siglo antes el Marqués del Puerto había dicho al rey que la nación inglesa estaba entre las más enconadas enemigas de España, y que sería preciso destruirla. Independientemente de las actividades de los modernistas, si el rey Felipe IV dudaba de los motivos de la princesa era por una cuestión personal: creía que estaba intentando enfrentarlo con su hijo por petición de su hermano Carlos II de Inglaterra.

Incidentalmente, un estudio reciente ha demostrado que Felipe IV tenía razón en sus sospechas. En el archivo de Valencia se descubrió en 1827 la copia de una carta cifrada dirigida a la princesa. Tras ser analizada por el Servicio Criptográfico del Centro Nacional de Inteligencia resultó estar codificada con el código diplomático inglés, y luego supercifrada con el método de Vigenère. En la época se consideraba que tal cifra era inviolable, pero hay indicios de que la Inquisición Civil (controlada por los modernos) había sido capaz de deducir los códigos ingleses, y rompía con facilidad los cifrados Vigenére. En la carta, el rey Carlos II recomendaba a su hermana que favoreciera al bando tradicionalista, y que se preparar apara asumir el poder aduciendo la supuesta senilidad del rey. Es de suponer que la carta fuera leída y, aunque no hay pruebas de que Felipe IV llegara a conocer su contenido, era frecuente que, al hablar del monarca inglés, dijera «el felón Carlos».



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El nacimiento de la opinión pública

También era baza de los modernistas su buena relación con la Iglesia. Hasta entonces la religión no había sabido adaptarse al desarrollo científico, y si ya hubo un enfrentamiento con el sabio Galileo Galilei, eran de esperar otros de mayor magnitud con los innovadores, que no solo amenazaban la doctrina católica sino la estabilidad social. Sin embargo, el Marqués del Puerto supo actuar con inteligencia. No solo era un hombre de acendrada fe religiosa, que derrotó una y otra vez a los enemigos del catolicismo, sino que cultivó la amistad con las jerarquías eclesiásticas, buscó su consejo, y proporcionó a la Iglesia caudales enormes: en el periodo entre 1650 y 1670, las donaciones de la Compañía del Carmen superaron a los diezmos recogidos en la corona de Castilla. Aunque hubiera autoridades eclesiásticas recelosas de los modernistas, no querían enfrentarse con su mayor contribuyente.

El Marqués del Puerto también fue capaz de ver a largo plazo, y apoyó la renovación de la formación religiosa promovida por el arzobispo de Santiago, Don Antonio de Monroy. Conseguir atraerse a tan destacado miembro de la Orden de Predicadores, que anteriormente había sido hostil a las reformas, fue un éxito comparable al que habían tenido con la Compañía de Jesús. Si se había logrado era gracias a la probada devoción de Don Pedro Llopís y sus esfuerzos por el catolicismo. La correspondencia entre el Marqués y el Arzobispo, recogida por su sucesor en la Orden, Don Antonin Cloche, sigue siendo modelo de concordia entre la razón y la fe.

Con el apoyo económico de Llopís, Monroy reformó y fundó nuevos seminarios en los que se impartía una formación humanista, estricta en lo referente a fe, moral y respeto a la jerarquía eclesiástica, pero abierta al progreso. La inscripción «Lauda Deum scientes Opus suum» (alaba a Dios conociendo su Obra) presidía los nuevos seminarios, en los que se enseñaba que el progreso era la mejor obra de amor al prójimo. La consecuencia fue que, a partir de 1660, gran parte de los religiosos, sobre todo los más jóvenes y mejor formados, eran próximos a las ideas modernistas. Esos clérigos se estaban encargando del bienestar espiritual de los españoles y de la formación de sus hijos, de tal manera que las nuevas ideas fueron calando en el pueblo.

Si importante resultó el apoyo eclesial, más lo fue la prensa escrita. Durante los últimos treinta años se había producido una verdadera revolución, iniciada con la fundación en 1638 del Diario del Reino, decano de la prensa mundial. En 1670 se publicaban periódicos (diarios o semanales) en casi todas las ciudades españolas de alguna importancia, con tiradas que llegaban a los diez mil ejemplares del Heraldo del Reino.

Esa prensa encontró eco en la población más instruida del mundo. Una de las empresas de los modernistas había sido la educación. Gracias a las campañas de alfabetización, y según el censo de 1675, dos terceras partes de los varones de menos de cuarenta años y una tercera parte de las mujeres sabían leer y escribir. Se estima que la mitad lo hacía fluentemente. Además, el desarrollo había llevado al nacimiento de la burguesía y, a su vera, de una clase media (formada por la baja nobleza, labradores enriquecidos, pequeños propietarios, artesanos y comerciantes) que estaba interesada en el devenir de la monarquía, y que se informaba mediante los periódicos. Además, la prensa atrajo a un público todavía más amplio mediante la publicación de novelas por entregas, estrategia iniciada por el Heraldo de Valencia e imitada por los otros diarios.

Tanto el ministro principal como los tradicionalistas eran conscientes de la importancia de la prensa, pero no tenían manera de controlarla. No podían cerrar los diarios, pues el monarca se lo había prohibido, ya que se había aficionado a las novelas por entregas. Intentaron publicar sus propios periódicos, pero se difundieron casi exclusivamente entre la nobleza y su impacto fue escaso, pues la burguesía y la clase media preferían la prensa moderna. Ni siquiera pudieron utilizar la censura. Habían sido los propios modernistas los que establecieron controles sobre lo publicado para aplacar cualquier reparo que pudieran tener el rey o la Iglesia, y los censores eran funcionarios jóvenes o religiosos impregnados de las nuevas ideas. Los periódicos se guardaban de atacar a la monarquía, a la Iglesia, o de publicar obras que pudieran ser reprobables desde el punto de vista doctrinal o moral; pero la crítica política era libre.



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Domper
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España

Un soldado de cuatro siglos

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La caída del partido nobiliario y la defenestración

La prensa ya había tenido un papel importante en los reproches al gobierno tras la Paz de Chartres, y fue la opinión pública modelada por los periódicos la que obligó a la publicación de la Pragmática. Ahora emprendió una campaña contra los busieros, los hipócritas puritanos que vivían de la esclavitud y del saqueo de sus pacíficos vecinos. En el Heraldo del Reino (así como en sus sucursales de otras ciudades) se publicaron vívidas descripciones de católicos asesinados y de mujeres violentadas. Hechos que se estaban produciendo, aunque no tan frecuentemente como querían aparentar; lo exagerado de esas noticias llevaron a que posteriormente se apodara «quemabusiera» a la prensa sensacionalista. Sin embargo, en esa época el público creía a pies juntillas lo publicado; las publicaciones modernistas aprovecharon esa confianza relatando de manera bastante exagerada las andanzas de los filibusteros por las costas americanas, y reimprimiendo la novela «Las desdichas del tío Antonio» y de su continuación, «La espada de Patricio», que relataba la lucha uno de los protagonistas de la anterior, en su vuelta a las Antillas para liberar a los esclavos. El Diario de Valencia, a su vez, inició la publicación de una serie de novelas protagonizadas por «El Zorro», un hidalgo hijo de español e inglesa, que luchaba contra los busieros con su espada y su máscara.

La prensa no solo intentaba soliviantar a sus lectores contra los busieros, sino que señalaba que la piratería mantenía la inseguridad y la pobreza en las costas. Solo gracias a las campañas contra los berberiscos y contra los corsarios de Salé pudieron florecer las costas levantinas y canarias. Los editoriales exigían que se erradicase el cáncer de la piratería busiera, e incluso se recomendaba la invasión de Inglaterra para acabar con los «malos consejeros» del rey Carlos II, a los que atribuían la tibieza del monarca inglés.

A pesar del clamor popular que al poco tiempo se extendió a los púlpitos, los tradicionalistas seguían intentando mantener la paz. El ministro envió instrucciones al embajador en Londres para que presentara una carta de protesta en los términos más suaves posibles. Fue un error, ya que el mensaje fue interceptado y presentado al rey. Como sabemos, Felipe IV, que no era sordo a su pueblo, desconfiaba cada vez más de Carlos II. En la que fue una de sus últimas intervenciones públicas, el monarca reprendió al marqués del Carpio ante toda la corte y le ordenó volver a sus estados, llamando para sucederle al Marqués de Lazán, el vencedor de Flandes y de Salé, un modernista moderado.

Con la anuencia de Felipe IV, Lazán modificó la carta y exigió la entrega inmediata de los gobernadores de las colonias para ser juzgados, una gran indemnización que equivalía al valor de los barcos apresados durante los últimos diez años, y el abandono de los enclaves en América que fomentaban la piratería.

Para el rey inglés hubiera sido difícil atender tal demanda, pero ni siquiera tuvo la ocasión. A Londres ya habían llegado noticias de la agitación antibritánica en España, y los extremistas decidieron que era el momento de derribar una monarquía que les parecía imperdonablemente tibia. Una multitud encabezada por parlamentarios puritanos asaltó la embajada de España, que fue saqueada e incendiada. Seis españoles fueron asesinados (así como una docena de servidores ingleses) y el embajador, el Conde de Ronquillo, lanzado por la ventana; si salvó la vida fue por caer en unos arbustos, justo cuando llegaban los soldados enviados para proteger la legación. Estos rescataron a Ronquillo y a otros supervivientes, pero permitieron que el edificio ardiera. Después los escoltaron hasta el puerto, donde acababa de arribar una goleta con la carta que debía presentar.

Para Ronquillo resultó obvia la intención de la misiva y, aunque por familia se alineaba con los tradicionalistas, el asalto del que había sido objeto le llevó a cambiar de bando. Motu proprio, añadió a la carta un párrafo en el que conminaba al rey inglés a castigar a los agresores antes de tres días. Carlos II no pudo atender a la exigencia: por una parte, hubiera sido casi imposible apresar a los alborotadores, no solo porque se habían dispersado, sino por no poder confiarse en que los alguaciles obedecieran tal orden. Por otra, aunque el tono de la demanda de Ronquillo fuera moderado, un rey no podía plegarse a las exigencias de un embajador. Diciendo «¿Quién se cree para dar órdenes a un rey?», Carlos II rompió la nota. El embajador esperó los tres días y, al no recibir respuesta, partió para España. Felipe IV le recibió ante la corte y le pidió que relatase las vejaciones que había sufrido, para después recompensarle por sus sufrimientos y por su iniciativa. Asimismo, el rey autorizó a Lazán para que tomara las medidas que considerara necesarias para erradicar la piratería. La guerra a los piratas había comenzado.



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