Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Adenda: Estimado tío, verá que a esos valencianos no les frena nada, y que se proponen descubrir los mecanismos que gobiernan la naturaleza. No sabré decirle si lo están descubriendo o no, ni siquiera si esos estudios son lícitos. Con todo, me impresionó lo que dijo Don Federico, que habían conseguido cultivos de gran rendimiento. Si es eso cierto, imagine la repercusión que podrá tener. Ya conoce el efecto de las técnicas españolas, y como fertilizan sus tierras con minerales traídos de lejanas tierras. Si además emplean esas plantas que dicen haber obtenido, conseguirán multiplicar increíblemente la producción de sus labrantíos. Recordad lo que dijo aquel francés, que los españoles quiere dominan el mundo, y solo se lo impide lo menguado de su número. Pues bien, ahora tendrán los alimentos necesarios para ser muchos.

Le insisto en que no tengo otras pruebas de tal desarrollo que lo que dijo Don Federico López. Me parece de vital importancia, y así desearía que se lo dijera a Su Majestad Imperial, comprobar si ese descubrimiento es real y, en tal caso, hacerse con él por el medio que sea. A fuer de ser repetitivo, no dispongo de ninguna prueba. Solo lo dicho por ese valenciano. Tal vez no pase de bravata. Pero si es real, me parece de similar importancia a las machinas de vapor y a esas siderúrgicas de Sagunto.

Sé, además, que los españoles solo enseñan lo que quieren. Si algo lo muestran es por creer que no podrá ser copiado, pero tal vez porque estén dispuesto a compartirlo con nosotros. Mejor que mandar espías que dudo que logren mucho, actuaría correctamente Su Majestad Imperial si enviara una embajada solicitando ser partícipe de tan enorme avance.



Adenda a la edición española: la carta de Von Harrach es la mención más antigua del descubrimiento de las leyes de la herencia por José Sánchez de Teruel y Vera (la posteriormente llamada «Herencia turolense»). Gracias los estudios primero en guisantes de olor, y luego en caracteres como los ojos azules, Sánchez de Teruel pudo enunciar la teoría genética según la cual cada carácter corresponde a un «grano de herencia» (posteriormente llamado «gen»).

Sánchez de Teruel tuvo mucha suerte al escoger los guisantes de olor y los caracteres que estudió, ya que estaban codificados por genes únicos, cada uno en un cromosoma; otras especies son de estudio mucho más dificultoso, por cuestiones como la poliploidía o la expresión variable. Según Sánchez de Teruel, la idea de estudias guisantes de olor surgió en una conversación con el ya anciano cirujano general, Don Francisco de Lima.



Adenda para los lectores que no sean duchos en Biología. Aquí se relata el ucrónico descubrimiento de la herencia mendeliana, obra en la realidad del abate Mendel. Lo que se dice de los guisantes de olor es cierto: Mendel no era el único que estudiaba ese campo, pero mientras que otros investigadores estaban atascados al haber escogido especies vegetales en las que era habitual la poliploidía, el guisante de olor de Mendel tenía pocos cromosomas, y los caracteres que estudió se controlaban por genes situados cada cual en un cromosoma, de tal manera que no les afectaba la disyunción durante la meiosis.

Con todo, Mendel hizo trampa: sus resultados son tan exactos que resultan improbabilísimos y es casi seguro que están «ajustados». No necesariamente Mendel; es probable que fuera el jardinero, al ver lo interesado que estaba en esos guisantes el buen abate. En cualquier caso, los hallazgos de Mendel (que inicialmente pasaron desapercibidos) fueron confirmados estudiando moscas de la fruta (Drosophila melanogaster), fáciles de criar en laboratorio y de crecimiento rápido (de tal manera que se pueden tener muchas generaciones en un año, y no una por temporada) y con mutaciones frecuentes que se podían estudiar. Posteriormente su utilidad se incrementó al descubrir los efectos mutagénicos de las radiaciones ionizantes, que permitió obtener mutantes con facilidad con los que estudiar las leyes de la herencia.



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Matraces, rayos, vapor y astros

Tras visitar la facultad de ciencias de la vida, Don Federico nos condujo a la de Filosofía Natural, que estaba dividida en varias ramas. En la de ciencias alquímicas se estudiaban los productos que luego se fabricaban en las factorías del Norte. En las facultades de vida, estudiantes y profesores intentaban desentrañar las leyes de la naturaleza. Un profesor, Don Felipe Mora, fue el que nos mostró sus más recientes avances. Explicó que habían conseguido demostrar que la materia inanimada no podía dar vida. El experimento fue sencillo: introdujeron frutas con azúcar y agua en matraces, que son unas botellas para experimentos, y las calentaron en el horno hasta que hirvieron. Después las expusieron, pero un matraz lo cerraron por completo, y los otros las cubrieron con lienzos más o menos finos. En los tapados por redes de huecos amplios, aparecieron larvas de mosquitos. En los velados con telas, diversos tipos de podredumbre; sin embargo, los cerrados permanecieron incólumes. Al mismo tiempo, dejaron otras frutas en matraces cerrados, pero sin hervirlas, y también se pudrieron. Sin embargo, si el matraz se llenaba de humo, la podredumbre se retrasaba. Dedujeron que tanto las larvas como la podredumbre estaban ya presentes en las frutas, pero el humo las mataba. Si se hacía con el calor, solo había pudrición si se permitía el paso de aire. Concluían que la vida es un don que el creador nos hizo, que se contagia y se extiende, pero que la materia inanimada no puede generarla.

Según Don Felipe, esa experiencia significaba que, si se eliminaban las pequeñas vidas de los alimentos y se mantenían cerrados, se podrían conservar durante tiempos prolongados. Algo que ya sabía, pues tal método se emplea por los ejércitos españoles.

Una vez diferenciada la materia viva de la inanimada, los alquímicos siguieron analizándolas. En otro experimento hicieron arder madera y la pesaron antes y después, viendo como perdía. Hicieron lo mismo en recipientes cerrados y el peso no cambió; solo cuando dejaban salir vapores y humos (los gases) el peso disminuyó. La conclusión que en una reacción alquímica la sustancia ni aumenta ni disminuye, siempre que consideremos todos los componentes de la reacción, incluyendo los vapores.

También investigaron los componentes de la naturaleza. Postulaban que estaba formada por la combinación de componentes puros, algunos conocidos, otros no. Conocíamos metales como el oro, la plata y el hierro, y tierras menos nobles como el carbón, el yodo o el azufre. También suponían que había otros componentes que eran gases, es decir, vapores, con la dificultad que conllevaba analizarlos. Aun así, podían intentarlo. Han demostrado que con el humo de la combustión no se puede alimentar un fuego, y suponían que era por agotarse un componente necesario para la llama. Componente también necesario para la respiración, pues los ratones perecían si respiraban ese humo. Pregunté si no morían envenenados, pues todos sabemos que un fuego que arde mal puede matar. Me dieron la razón, pero habían visto que cuando se mezclaba el humo con aire virgen los animalejos no morían, indicio que no era el humo sino la ausencia de un componente fundamental el que les quitaba la vida.

Para analizar cuál era el papel de ese componente, pusieron trozos de hierro en botellas llenas de aire quemado, comprobando que la oxidación se retrasaba o incluso no llegaba a producirse. Supusieron que la oxidación no era sino otra forma de combustión, aunque más lenta, y que necesitaba ese componente, que llamaron «oxígeno», es decir, que genera óxido.

Uno tras otro, iban estudiando componentes, viendo como reaccionaban. La sorpresa fue que siempre lo hacían con combinaciones fijas, indicio que se estaban aproximando a una de esas leyes fundamentales con las que, según ellos, el Creador ha dispuesto la Naturaleza.

El resultado de todos esos estudios eran productos alquímicos de diversos tipos, como la famosa pasta rayo cuya composición no me enseñaron, los tintes que resistían lavados, el agua de Gijón, amén del agua fuerte, la sosa y el natrón que la industria necesita en cantidades cada vez mayores.

Junto al laboratorio alquímico estaba el físico. Ese le hubiera interesado más, pues allí investigaban nada menos que las propiedades del rayo. Tenían un aparato que llamaban «pila alquímica» que producían la sustancia del rayo, que llamaban electricidad, palabra que inventaron y que proviene del griego «electrón». No había peligro, ya que manejaban cantidades pequeñas que eran seguras. Sería una curiosidad por la pila, pero no pude inspeccionarla de cerca, ya que estaban probando otra máquina de diseño extraño. Haciendo girar una rueda se producía sustancia eléctrica, que se comunicaba con alambres de cobre a una máquina parecida. Lo interesante era que esa máquina se movía cuando le llegaba la sustancia eléctrica.

Don Julián Elía, el director del laboratorio de electricidad, estaba entusiasmado con el invento. Tiene la intención de situar fábricas de sustancia eléctrica, que llamó generadores, allá donde el agua las pudiera mover. Esos generadores deben ser parecidos a los molinos que todos conocemos, con una rueda que, en lugar de mover engranajes, lo haría con la máquina productora de electricidad. Después, tendiendo alambres larguísimos pretendía comunicar la sustancia hasta motores que movieran las machinas de las fábricas, que ya no tendrían que estar junto a arroyos, ni emplear las humeantes máquinas de vapor. Yo pregunté si se podría hacer con molinos de viento, y Don Julián me respondió que sí, pero que tenían el inconveniente de la inconstancia del viento.

No acababan allí las aplicaciones de esa sustancia eléctrica. Entre ellas estaba la de sustituir las torres de comunicación del telégrafo óptico por un telégrafo eléctrico que no dependería de la visibilidad.

En el laboratorio aledaño, Don Enrique Mallorquín, otro de los profesores, estudiaba diversos tipos de máquinas de fuego, construía modelos de juguete y analizaba su rendimiento. Habían conseguido máquinas que aprovechaban mejor la fuerza del vapor, bien encadenando unas con otras, situando circuitos de retorno, o sustituyendo los pistones que el vapor empuja, por una especie de molinillos. También probaban engranajes, de nuevo intentando ver no solo cual era más eficiente, sino cuáles eran las leyes que los regían.

Con la electricidad y el vapor no acababan las maravillas. En el laboratorio de física óptica investigaban la naturaleza misma de la luz. Don Elipio Castañar, el encargado de ese departamento, explicó que no hacía demasiado habían descubierto que la luz no era pura, sino el resultado de la suma de unos componentes fundamentales, los mismos que admiramos en el arco iris. Nos mostró que, empleando un prisma de vidrio, la luz blanca se descomponía en los colores del arcoíris, y si se reunían de nuevo volvía a obtenerse una luz blanca, como nos demostraron haciendo girar una ruleta pintada con diversos colores. También vieron que cada color se comportaba de manera diferente al pasar por una lente. Pregunté si se debía a que la luz estaba formada por elementos paralelos a los alquímicos, pero Don Elipio me dijo que no era así, que no había encontrado separaciones entre unos y otros colores.

Lo realmente curioso es que habían descubierto un tipo de luz invisible. Al emplear un prisma, vieron que había una franja junto al rojo que se calentaba más que las partes iluminadas. Según Don Elipio, significaba que había una luz invisible, una luz negra, que llevaba el calor. Al preguntarle por qué no podíamos verla, me respondió que los jóvenes son capaces de escuchar notas agudas que los mayores no oyen, y que algo similar ocurría con la luz negra, que nuestros ojos no eran capaces de apreciarla, pero sí nuestro tacto al notar el calor. Estaban ya pensando en cómo aplicar esa luz negra. A esos valencianos no les detiene nada.

Más sorprendente me pareció que creían haber descubierto la naturaleza de la luz. Filtraban la luz con un prisma para tener un rayo de color puro, y lo hacían hecho por dos rendijas; lo curioso es que, al reunir la luz proyectada por las dos rendijas, se formaban una especie de rayas brillantes y oscuras. Me dijeron que el efecto era similar a cuando se juntaban las ondas en el agua de un estanque, y así dedujeron que la luz era una vibración, igual que el sonido o las ondas de los estanques. Es más, vieron que la luz podía desviarse no solo por el vidrio, sino por capas de aire o agua de diferentes temperaturas. Igual que las ondas en el agua. La asombrosa conclusión era que la luz era un sonido especial que vibraba igual que los ruidos, solo que a un tono tan elevado que solo podía detectarse por nuestros ojos y no por nuestros oídos. Cada color equivalía a una nota, y que eran de tonos tan altos lo calcularon según el grado de desviación de sonidos y luces en diferentes medios. Algo que también lograron con los sonidos, empleando capas de agua y aceite.

Tras escuchar a Don Elipio me temblaba la cabeza, al ver como en esos laboratorios estaban desentrañando la composición de la materia, del rayo, el ruido y la luz. Pero no acabaron allí las impresiones. Proyectaron el arco iris artificial sobre una pared pintada de blanco que estaba en una cámara oscura para poder observarla bien, y descubrieron que, aunque a simple vista el arco iris parecía continuo, al ampliarlo se distinguían líneas negras. Nos enseñaron un dibujo de la luz del sol descompuesta con las rayas negras (lo llamaron «espectro»), y Don Elipio nos dijo que también se apreciaban esas rayas si se descomponía la luz de una llama. Más llamativamente, las líneas cambiaban según la sustancia que había en el fuego, según hubiera azufre, carbón, hierro, plata o cualquier sustancia elemental que probaran. Lo llamativo era que las sustancias compuestas también producían esas líneas, que resultaron ser la suma de las elementales. Es decir, que había descubierto una manera de analizar la composición de las sustancias alquímicas, no solo en el laboratorio, sino también de cuerpos luminosos lejanos. Decían que incluso podrían analizar los planetas y las estrellas fijas. Portentoso.



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Adenda: Estimado tío, no piense ni por un momento que exagero con mis descripciones. Es cierto que los científicos de la Universidad de Valencia creen estar desvelando las leyes que promulgó el Creador para regir la materia, y que aplican su conocimiento para idear instrumentos asombrosos.

No sabría decir si es factible emplear el fluido eléctrico para mover machinas o para sustituir el telégrafo. Si fuera, imagine con qué facilidad podrán correr las noticias de una punta a otra del mundo. Usted ya sabe que las torres de telégrafo óptico que se levantaron a iniciativa del marqués del Puerto fueron cruciales durante la Gran Guerra. Imagine si se pudieran sustituir por estacas y alambres.

Independientemente de sus posibles aplicaciones, esos estudios valencianos me parecieron tan sorprendentes que empecé a notar el desagradable tufo de la herejía. Me pregunté si era lícito que un cristiano analice la Obra de Dios, en lugar de aceptarla con gratitud. Sin embargo, Don Federico López se adelantó, mostrándonos un opúsculo que llevaba el sello del Arzobispado de Valencia. Tal folleto se reafirmaba en la tesis de que se servía a Dios investigando su Obra, y que, como Dios Nuestro Señor hizo la Naturaleza aprehensible para nuestros sentidos, faltaríamos a su Voluntad si cerrábamos los ojos. Supuse que tal teoría requiere un estudio más profundo por mentes más instruidas que la mía.

Para aliviar mis dudas, Don Federico hizo una advertencia ominosa. Al parecer, no eran los valencianos los únicos que estaban investigando la naturaleza de la luz, sino que un hereje inglés, un tal Newton, estaba dedicado a la misma empresa. De poca ayuda serviría a la Cristiandad dejar que sean herejes y paganos los que se aprovechen de los frutos de la inteligencia.

Tal argumento, en mi opinión, es el más poderoso. Yo no sé juzgar si lo que se hace en Valencia es o no herético, pero sí veo que esos estudios están produciendo increíbles avances. Sería de interés que Su Majestad Imperial consultara con hombres doctos como lo es usted, la conveniencia y licitud de realizar investigaciones de similar tipo, para provecho del Imperio y, a la vez, de la fe cristiana.




Adenda a la edición española: como describe Von Harrach, en los laboratorios de la Universidad de Valencia se había iniciado un estudio sistemático de las leyes de la naturaleza, continuando la labor del sabio florentino Galileo Galilei, y de su discípulo Bartolomeo Picchiatti.

Tales investigaciones, que en la actualidad parece normal emprender, chocaban con teorías como la del papa Urbano VIII de la omnipotencia divina. Según el papa Urbano, la omnipotencia divina no podía limitarse por leyes físicas, de tal manera que el estudio de las supuestas leyes de la naturaleza era herético. Sin embardo, esas teorías habían quedado desprestigiadas tras el fiasco sufrido por Urbano VIII y por Mucio Vitelleschi, superior de la compañía de Jesus, tras la predicción de la erupción del Vesubio de 1631 por el doctor Picchiatti. Vicenzo Caraffa (1646-1658), que había sucedido a Vitelleschi, cambió la política de la Compañía de Jesús al alentar el estudio de la filosofía natural, aprovechando que los pontífices sucesores de Urbano VIII no quisieron enfrentarse a la iglesia española, embebida de las ideas modernistas.

Fue efecto del cambio de política jesuita que la Orden, antes enemiga de los modernistas, ahora se aliara con ellos y participara en la escolarización infantil promovida por los modernistas. En los decenios siguientes la Compañía de Jesús fundó colegios en las principales ciudades hispanas. Tanto o más importante, el apoyo de la influyente orden fue crucial en las relaciones de los modernistas con la Iglesia.



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El Observatorio de Castellón

No acabaron ahí mis visitas a la ciencia valenciana. En el laboratorio de óptica no solo se estudiaba la luz, sino que construían aparatos para ver más y mejor, con los que equipaban el observatorio de Castellón. Habían conseguido fabricar lentes de un tipo de cristal tan transparente que rivalizaba con el de Bohemia. Mediante un método que no quisieron desvelar, conseguían lentes de excelente calidad que empleaban para anteojos y para telescopios con los que observar los astros.

Incluso con esas magníficas lentes se estaban encontrando con un problema, y era que descomponían los colores igual que los prismas. Incluso las mejor fabricadas tenían ese defecto, que era mayor a más potentes fueran. Lo intentaban superar con lentes menos potentes, montadas en tubos que las separaban varios metros, de tal manera que diseñaron artefactos imposibles de manejar por sus dimensiones. Sin embargo, habían encontrado una alternativa, que era un telescopio que en lugar de lentes empleaba un gran espejo curvado. Sistema en el que al parecer también está trabajando un hereje inglés llamado Newton, pero en el que los valencianos son maestros. Esos grandes espejos requerían una factura minuciosa, pues la más mínima deformación alteraba la imagen, pero permitían construir instrumentos de enorme potencia con dimensiones razonables, sin que sufrieran distorsiones. Con ellos estaban observando los planetas, y habían descubierto que, igual que Júpiter tenía satélites, también los había Saturno, y puede que otros cuerpos celestes.

Me invitaron a visitar el Observatorio de Castellón, no solo destinado a la investigación del cielo, sino a tomar medidas que ayudaran a la navegación. Habían decidido que el Meridiano de Castellón fuera el principal, y que partiendo de él se calculaban los demás.

Castellón era otra ciudad costera que estaba situada a un día de marcha. Llegué al atardecer y tomé una cena suave, sin vino y con bastante café, ya que tenía que mantenerme despierto. Era de noche cerrada cuando pude emplear uno de esos instrumentos de espejo curvo, con el que contemplé la luna de forma que jamás había visto. Se veían valles y montañas, en su mayoría cráteres que la hacían parecer enferma de viruelas. Después me mostraron los satélites de Júpiter descubiertos por el gran Galileo Galilei, y los curiosos anillos del planeta Saturno. También vi que, apuntaran a donde apuntaran, el cielo estaba colmado de estrellas, tan débiles que no eran visibles sin ayuda. Incluso habían descubierto varios tipos de nubes luminosas. El cielo, comprendí, era más extraño de lo que pensaba.

El atrevimiento de los valencianos era tal que estaban intentando descifrar la sustancia de estrellas y planetas leyendo las líneas espectrales que le describí en la otra carta. Aun las estaban analizando y no podían decir nada con seguridad, pero les parecía que el espectro de la brillante estrella Sirio era parecido al solar. Lo que significaría que las estrellas fijas no son puntos de luz, sino otros soles que estarían más allá de las órbitas de los planetas. Sin embargo, la cuestión era conocer a qué distancia se hallaban. La estaban intentando calcular midiendo la paralaje, es decir, los cambios de posición aparente según se observaran desde un punto u otro. Igual que cuando nos acercamos o nos alejamos de dos postes, parecen acercarse o alejarse, intentaban encontrar similares cambios con observaciones primero desde diferentes zonas del Reino de Valencia, después de la Península, finalmente de todo el mundo. El gran astrónomo Don Vicente Mut fue el primero en lograrlo con la luna, obteniendo un resultado que concordaba con la medición clásica de Aristarco. Mut después lo consiguió con el planeta Marte, pero resultó imposible conseguirlo con las estrellas, hasta que a un estudiante se le ocurrió que no era necesario desplazar el telescopio, sino que bastaba con medir esos ángulos en los dos equinoccios, aprovechando el desplazamiento de la Tierra. Con este sistema habían conseguido detectar un mínimo cambio en la posición de la estrella Sirio respecto a sus vecinas. Ahora bien, al intentar calcular la distancia, han obtenido un resultado tan grande que está fuera de la imaginación. Baste con decirle que si es cierta la distancia que han calculado hasta Júpiter, un caballero que hubiera empezado a galopar el día de la Creación, el día de hoy aun no habría cubierto ni la mitad del viaje.




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Adenda: Estimado tío y mentor, verá que los astrónomos valencianos creen a pies juntillas las teorías de Galileo, de Copérnico y de Kepler. Está fuera de mi capacidad decir si tienen razón o no. Eso sí, me aseguré de que esos estudios hubieran recibido la aprobación de la Santa Madre Iglesia. Por recomendación de Don Elipio consulté a un docto canónigo respecto a si se contraponen a las Sagradas Escrituras esos descubrimientos que los valencianos dicen haber hecho. El buen hombre me dijo que no temiera pues Dios, en su infinita gracia, no había creado un Universo que se contrapusiera a la Palabra que nos dio. Debía tener en cuenta que la Biblia es un libro que habla de moral y de salvación, y no de Filosofía Natural. Si en algún aspecto se encontraba alguna aparente contradicción, recomendaba, primero, asegurarse de que los resultados eran correctos, pues no sería de extrañar que el Maligno intentara engañar a los estudiosos. Ahora bien, si esos hechos se confirmaban, la aparente contradicción solo se debía a la limitación de nuestra mente carnal. Ponía como ejemplo el suceso de la erupción del Vesubio, que había demostrado lo erróneo de las teorías teológicas del papa Urbano.

Aunque lo disimulé, me escandalizó que ese canónigo, por docto que fuera, pusiera en cuestión el magisterio de la Santa Madre Iglesia. Teoría más que peligrosa que me sorprende no alerte al Santo Oficio. Como le dije en mi anterior nota, yo no sabría decir si esas palabras son verdad o si están inspiradas por Belcebú. Lo que sí creo es que ese conflicto entre fe y razón es inminente, y que seguramente será empleado por los enemigos de la Religión. Tal vez sea sabia decisión buscar la ayuda de hombres doctos que se adelantaran a esos que creo inminentes ataques a la Santa Madre Iglesia.



Adenda a la edición española: es comprensible el escándalo de Von Harrach, ya que en esa época los astrónomos del Observatorio de Castellón estaban descubriendo la inmensidad de las distancias astronómicas.

En el Observatorio de Castellón (que poco después inauguró un segundo observatorio en Valdelinares, una localidad turolense a 1.700 m de altitud, que gozaba de cielos claros y despejados, donde cuatro años después se inauguró un telescopio reflector de dos metros) se estaban realizando investigaciones que constituirían el pilar de la astronomía moderna, como las distancias estelares, el análisis de espectros, o la velocidad de la luz, calculada por Juan de Calatayud estudiando las variaciones de las órbitas de los satélites copernicanos.



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Avenidas y museos

A mi vuelta de Castellón efectué una visita que no pensaba me fuera a producir dudas morales, indicio de hasta qué punto puedo estar equivocado. Don Eustaquio me propuso visitar los impresionantes edificios que jalonan la Avenida Imperial. Fastuosa arteria que había visto, aunque no con detenimiento.

Aun no había visitado la embajada imperial. Recuerde que usted me instruyó en que mi visita era privada, aunque no secreta. De haberme apresurado, hubiera parecido ser un enviado oficial y no lo que soy, una persona hambrienta de ver mundo que aprovecha la generosa oferta del rey Felipe IV.

La embajada se sitúa más allá de la parte más noble de la avenida, la que alberga los nuevos edificios oficiales. Tras pasar ante el Hospital y la Universidad, y dejando para después la visita a los museos Imperial y Arqueológico, que estaban enfrente, llegamos a la Plaza de las Españas, en la que está el Palacio Real. En su centro está el Arco del Triunfo en el que se inscriben las glorias valencianas y españolas, destinando una columna a hechos militares, y otra a descubridores sean del Mundo, de las Ciencias o de las Artes. No me pasó desapercibido que quienes de las embajadas acudan a Palacio, tengan que pasar ante ese arco triunfal.

Una vez en la legación no pude presentarme al embajador, el conde de Grana, por estar en Madrid, pero sí ante al secretario. Tras los saludos habituales, le transmití sus encargos y me despedí, ya que el conde estaba muy ocupado con la llegada de tantos compatriotas invitados a la coronación. Tras salir de la embajada, Don Eustaquio me acompañó a esos museos que quedaban por ver.

El Museo Imperial está dedicado a las glorias militares tanto valencianas como españolas. En ese edificio se exponen armas antiguas, armaduras, estandartes capturados a multitud de enemigos, cuadros de batallas, etcétera. Algunas salas son realmente interesantes, pues no solo se exhiben los objetos que he referido, sino que hay diagramas que explican las operaciones militares, e incluso han confeccionado modelos a escala para que sea fácil apreciar cómo fueron esas campañas. Me pareció muy interesante el de la Guerra de Dunkerque. Además de grandes maquetas de las batallas de Rémortier, de las Dunas y de Coullemelle, hay mapas que muestran el detalle de los movimientos, se relata cómo fue tomada la fortaleza de Abbeville, y se describe la eficacia de las diferentes armas. Una lección de la superioridad española que sería de interés para los enemigos de la Cristiandad.

Realmente curioso es el Museo Arqueológico, que está dividido en dos partes. En una se muestran hallazgos de otras épocas, con una sala destinada a primeros pobladores, otra a Roma, y también las había dedicadas a los godos, a la Reconquista, y a las tribus de las Indias. En la otra parte, llamada en realidad Museo Paleontológico, se enseñan restos de animales antediluvianos, cuyos enormes y extraños huesos aparecen de vez en cuando en los campos. Quedé asombrado al ver parte de la osamenta de un animal tan inmenso que se requirieron varios forzudos para levantar cada vértebra de ese gigantesco ser.

En ese museo hay una parte aparentemente prosaica pero que puede tener cierto peligro para la fe, ya que de la contemplación de la exhibición resulta evidente que se adhiere por completo a las teorías del doctor Bartolomeo Picchiatti sobre la supuestamente enorme antigüedad del mundo. Al principio parece poco alarmante: simples diagramas de las capas de tierra que vemos en los acantilados o al excavar una zanja. Nada preocupante, hasta que pretenden decir que esas tierras fueron depositadas por ríos desaparecidos hace tanto tiempo que no queda ni rastro ni memoria. También hay dibujos de cómo los torrentes forman las gargantas por las que discurren, abriéndose paso entre las peñas con la fuerza del agua y de las piedras que arrastran. Al lado, una máquina hace que dos piedras se rocen, para que se vea a qué ritmo se desgastan; luego se sugiere meditar sobre el tiempo que uno de esos riachuelos habrá necesitado para excavar una garganta. Ni una palabra se decía sobre el Diluvio Universal; curiosa omisión. Señal de lo peligroso de tales teorías era la multitud de sellos de aprobación del Santo Oficio y de la Archidiócesis. Como en otros campos de Filosofía Natural, no seré yo quien pueda juzgar si se contrapone o no a la Verdad Revelada.

Más allá estaba un parque más amable: el jardín zoológico, con animales traídos de todas partes del mundo, desde osos de color blanco como la nieve a extraños lagartos, pasando felinos, antílopes y seres de toda índole. Las familias pasaban el día admirándolos, o deteniéndose en puestos de comidas y bebidas.

Al lado, un gran edificio contenía una exhibición de animales disecados, ya que no eran pocos los que no se podían mantener en cautividad por su fiereza o por no soportar el encierro. Tenían salas para cada ambiente; una para los polos, el Norte con osos blancos y focas, el Sur con curiosos animales que parecían mezcla de pájaro y pez que se llamaban pingüinos. Había también de selvas, de desiertos, y lo interesante no solo eran los animales, sino las explicaciones: una verdadera lección que aprovechaban grupos de niños conducidos por sus maestros. Me impresionó la sala de monstruos del mar, que tenía esqueletos de ballenas como la que tragó a Jonás, pequeños modelos de esos animales, y lo más impresionante: situados frente a frente, una enorme ballena asesina, y un tremendo jaquetón, el tiburón más grande que nadie pudiera imaginar, ambos disecados y dispuestos de tal manera que parecían estar vivos, y abalanzarse hacia el curioso espectador que pasaba entre ambos.

Amado tío, usted me acompañó a la casa de fieras que tiene el emperador cerca de Viena; pues bien, créame que no tiene punto de comparación con el zoológico valenciano.



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Adenda: A pesar del riesgo de resultar reiterativo, debo insistir en que los valencianos aceptan teorías como la del Doctor Picchiatti, que me parecen de difícil armonización con las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, por muchos sellos de aprobación que lleven.

Escuchando a los filósofos naturales, leyendo sus teorías, u observando sus esquemas, parecen tener la razón, pero ¿no serán esos signos, en realidad, herramientas demoníacas? Miedo me da que sea así, pues significaría que Satanás se vale de esos filósofos para ofender a la Religión. Ahora bien, pude ver esos huesos de animales desaparecidos, los diagramas de los torrentes, cómo descomponían la luz, la manera que tenían para investigar la herencia… Tampoco creo que Dios Nuestro Señor, en su infinita Sabiduría, haya creado un mundo que sea herramienta del Maligno. Los religiosos españoles insisten en que no hay contraposición real. No lo sé, y no puedo juzgarlo. Usted, estimado tío, es hombre de gran sapiencia que podrá juzgar tan delicado asunto con mejor criterio que el mío.

Lo que sí temo es que esa aparente contraposición pueda degenerar en un terrible conflicto. Desde mi humilde entender, me atrevo a sugerir que los teólogos dediquen sus estudios a esta amenaza.




Adenda a la edición española: esta nota, y las anteriores, son muestra de la perspicacia de Von Harrach. Era de esperar su asombro ante los avances científicos del Resurgir, y que se escandalizara cuando parecían contrapuestos a la fe católica. Ahora bien, Von Harrach supo apreciar el conflicto que había de producirse no solo entre Ciencia y Religión, sino entre los religiosos partidarios de una u otra tendencia.

Los modernistas estaban intentando atenuar el enfrentamiento atrayéndose a teólogos que apoyaran su tesis, de que Dios habría creado una Naturaleza que obedecía a leyes inmutables. Sin embargo, esta tesis no era compartida por todos los religiosos, como había demostrado la persecución del sabio Galileo Galilei a causa de las doctrinas del papa Urbano VIII.

Este conflicto, que fue una de las causas de la crisis sucesoria, llevó a que por instancia española el papa Ignacio II convocara el Segundo Concilio de Trento para dirimir los posibles conflictos entre Ciencia y Fe. Allí se avalaron las tesis de los modernistas españoles, considerando que la Filosofía Natural estudiaba la Obra de Dios, y que era contraria a la doctrina católica cualquier idea filosófica o teológica contrapuesta a las observaciones científicas.

Tal conclusión no finalizó el conflicto, pues en repetidas ocasiones hubo religiosos que pretendieron ser quienes aprobaran o no las teorías científicas. Además, fue necesario reconocer que algunos libros de la Biblia eran narraciones alegóricas y no descripciones de hechos. Con todo, el Segundo Concilio de Trento fue un paso de gigante en la separación entre estado, ciencia y fe.

Las iglesias reformadas rechazaron en su mayoría estas conclusiones, llamándolas «sofismo papista». Tal posición llevó a que se persiguiera a muchos estudiosos bajo la sospecha de papismo. Unos pocos huyeron, y los más prefirieron dedicar sus esfuerzos a campos menos peligrosos. Como consecuencia, incluso en la actualidad se mantiene el atraso tecnológico de las naciones protestantes. Las conclusiones de concilio también fueron rechazadas por el rey de Francia Luis XV, que promovió la separación de la iglesia galicana que desencadenó la Tercera Gran Guerra.



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Una comida memorable

Con harta pena estaba finalizando mi estancia en Valencia, ya que otros asuntos me reclamaban. Iba a lamentar dejar a tantos valencianos que se habían convertido en amigos inolvidables, y como despedida les quise invitar a un ágape, ya que estaba viendo que en la ciudad había escogidos locales de la categoría que mis nuevos amigos merecían.

No hubiera sabido cual escoger, pero Don Eustaquio vino en mi ayuda. Al llevar más tiempo en la ciudad conocía varios de esos establecimientos, y me recomendó uno del barrio del Grao que se llamaba «Mar y Montaña». Estaba situado frente al mar, y tenía una preciosa terraza donde solazarse con el aire marino y el rumor de las olas.

Nos recibió Don Dídac Campos, el dueño del restaurante que también actuaba como jefe de la cocina. Don Eustaquio le contestó con una afabilidad que yo pensaba más adecuada para un conde que para un cocinero. Pero mi amigo me dijo en un aparte que no era un guisandero, sino un creador que había sabido levantar un gran negocio con su esfuerzo e inteligencia.

Don Eustaquio había reservado el local para que no tuviéramos molestias. Así pude recibir a algunos de aquellos buenos hombres que me habían facilitado mi estancia. Como Don Heriberto Sánchez de Ademuz, que me había invitado a ver su factoría, Don Edelmiro Saura, el director de la siderurgia, Don Damián Ribes, el decano de la facultad de Medicina, y Don Federico López, decano de ingeniería. También tuve el placer de invitar a los profesores Don Felipe Mora, Don Julián Elía, Don Enrique Mallorquín y Don Elipio Castañar y Don José Sánchez de Teruel, al que le confesé no haber entendido nada de los guisantes. Me hicieron la merced de acudir el director del observatorio de Castellón, Don Esteban Falconero, y el ingeniero naval Don Ubaldo Romero. No olvidé a Don Pedro Samper, que me curó del mal de dientes, y al canónigo Don Juan Díaz, que me resolvió tantas dudas. Siento si olvido citar a alguien, de tantos fueron los que habían hecho agradables estas semanas.

Don Dídac nos había preparado un festín memorable, no por cantidades sino por lo selecto de los manjares, acompañados con vinos elegantes, diferentes a todo lo que había probado. Para iniciar, nos ofreció una copa de un vino blanco que tenía finas burbujas que proporcionaban una interesante sensación. Luego sirvió una sopa fría de langostinos y cerezas con migas crujientes, que tomamos con un vino rosado fresco y agradable. Seguimos con marisco, con magníficos bogavantes acompañados de una salsa de aguacate, papayas, lima y ají, productos exóticos de las Indias Occidentales. Esta vez, la bebida era un blanco con un toque dulce que sirvieron helado. No dejamos los pescados, pues pasamos al pulpo con salsa de romesco con toques de kimchi, un condimento asiático, regado con otro vino de burbujas que llamaron cava. Los platos principales fueron lenguado con un guiso de naranja, con un vino blanco con mucho cuerpo, y cochinillo guisado a la manera de Méjico, que acompañamos con un tinto delicioso. Acabó con un surtido de postres, unos de leche, otros de frutas o chocolate; el vino era dulce y con grado. Después ayudamos a la digestión del festín con otro licor de vino avejentado en barricas.

Verá que esas comidas no son las carnes que solemos ingerir en nuestra tierra; ni siquiera se trataba de manjares nobles, pues no imagino a un marqués ingiriendo pulpo. Sin embargo, el interés no estuvo en los alimentos, sino en la manera de cocinarlos, ya que emplearon técnicas que jamás hubiera imaginado. Los vinos no fueron menos interesantes. Provenían de diferentes zonas de España, se presentaban en botellas de vidrio de buena factura, y nada tenían que ver con los brebajes que demasiadas veces ingerimos.


P.D.: El menú es el del restaurante El Rincón de Diego de Cambrils (Tarragona), dirigido por Diego Campos. Me he permitido inspirarme en uno de sus menús, para animar a los lectores a que se deleiten en ese excelente restaurante.



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Adenda: Estimado tío, no sabe lo que hubiera deseado que me acompañara en el banquete. Usted, que tanto disfruta con la buena cocina, se hubiera sentido en la gloria. Con todo, hay un par de cuestiones que me llamaron la atención.

Una, la procedencia de las viandas. Venían de todo el mundo, demostrando no solo la extensión de los dominios españoles, sino los lazos comerciales que los unen. Mientras que nosotros hablamos de Viena, Praga o Presburgo, los hispanos lo hacen de Méjico, de Manila o de la Ciudad del Cabo.

La segunda, que en esa comida no había nadie que perteneciera a la nobleza, si exceptúo a Don Eustaquio y al servidor de usted. Los demás procedían de familias bien posicionadas, algunas de trabajadores, otros de pequeños hidalgos. De ahí que Don Eustaquio saludara con tanto aprecio a Don Diego, aun siento un cocinero. En España los burgueses están ganando poder día a día. Es uno de esos grandes cambios que se están produciendo en los territorios hispánicos, y no me atrevo a decir a dónde llevarán. Aunque no dudo de la fe de los españoles, me permito recordarle que tanto Martín Lutero como Juan Calvino, los herejes que tanto mal han traído, procedían de familias burguesas.



Adenda a la edición española: casas de comida como el «Mar y Montaña» (que en la actualidad siguen regentando los descendientes de Dídac Campos), o las tabernas de la Ciudad Vieja, eran indicio de los nuevos gustos impuestos por el nacimiento no solo de la burguesía comercial e industrial, sino de la clase media. Von Harrach tuvo buen criterio al apreciar los trastornos sociales que iban a conllevar ya que, aunque la burguesía contara con el poder económico, y la clase media fuera la principal fuente de funcionarios, soldados y de marinos, carecían del poder político que todavía retenían la aristocracia y el clero. Sería uno de los factores que iban a desencadenar el cambio político y social que acompañaría a la revolución industrial de los decenios siguientes.



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La coronación

Tan agradables habían sido esas semanas en Valencia que sentí en el alma dejar la maravillosa ciudad, donde dejaba tantos amigos. Sin embargo, una cita ineludible me esperaba en Madrid, ya que el tres de mayo, festividad del apóstol San Felipe, iba a ser la fecha que pasara a la Historia con letras de oro: sería el día en el que Don Felipe el cuarto, llamado «el Grande» con harto merecimiento, iba a ser proclamado Emperador de las Indias.

Me acompañó en mi viaje Don Eustaquio que, como ya le he expresado, ya era más amigo que guía. Tras despedirme de tantas amistades, dejé atrás esa tierra fabulosa para viajar a Castilla, tierra austera pero también llena de promesas.

El viaje fue parecido a aquel a Sagunto, aunque más largo y fatigoso. La carretera era casi tan buena como la costera, mostrando el ímprobo esfuerzo que había llevado tallarla entre montañas, labor imposible sin la pasta rayo. Desde la ruta podía ver las torres del telégrafo que mantenían la comunicación entre los reinos de España, así como otro de esos caminos rectos en el que trabajaban con tanto esfuerzo. Cada pocas millas encontrábamos ventas, unas mejores y otras menos destacables, pero razonablemente limpias. A medida que nos alejábamos de la costa dejábamos atrás las muestras de progreso; aun así, los campos se veían bien cuidados, con cosechas plenas gracias al empleo que en España hacen del guano del Nuevo Mundo.

La capital, Madrid, me pareció un remedo de Valencia, menos avanzada, pero plena de los nobles edificios que requería la administración de esos reinos que iban a convertirse en Imperio. Poco podré contar de esos días, salvo que fueron de recepciones y fastos, hasta la gran celebración de la coronación del ahora Rey Emperador en la colegiata del Colegio Imperial, ya que apenas se había finalizado la cripta de la fastuosa catedral que iba a engalanar la villa y corte. Tuve el honor de estar presente en la ceremonia, y de entregar al Rey Emperador la maravillosa espada de honor que su majestad el emperador Leopoldo me encomendó portar.

Lamentablemente, no pude conocer a esos prohombres con los que tanto deseaba encontrarme, ya que festejos y recepciones llenaban su agenda. Al menos, gocé de una audiencia con el marqués de Lazán, el héroe de Dunkerque, que detentaba el cargo de ministro principal. El marqués se mostró gratamente sorprendido por mis conocimientos de la lengua hispana, y tuvo para nuestra nación y para su Majestad Imperial los mejores deseos, pidiéndome que le transmitiera su ansia de hacer más estrecha la alianza entre los dos imperios hermanos para bien de la Cristiandad.

Fueron tan fatigosos esos días que casi celebré no poder visitar por ahora las factorías del norte de España, ya que tuvo el inmenso honor de recibir una misiva del Rey Emperador pidiendo que le acompañara en su próximo viaje a Valencia para presenciar un acontecimiento notable.



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Estimado tío: huelga que le recuerde las largas negociaciones entre las dos cortes, necesarias para que el imperio español fuera de iure y no solo de facto. No era mi papel la diplomacia; aun así, el marqués de Lazán me repitió que el nuevo Imperio Español no pretendía rivalizar con el Sacro Imperio, y que la declaración no afectaba a los territorios europeos, sino que se había hecho por conferir un estatuto legal a lo que de facto era un imperio que abarcaba muchos reinos en las Indias, tanto en las Orientales como en las Occidentales.

En la nota que le envié mediante la embajada le describo más ampliamente tanto la capital como las personas que la pueblan. Tan solo, le adelanto mi impresión del marqués de Lazán, del que en la carta de la embajada encontrará una descripción más extensa. Temía encontrarme con un militar brusco, pero no solo me pareció una persona inteligente y atenta, sino también perspicaz, ya que me preguntó no solo por las cuestiones que más hubieran podido impresionarme, como las fábricas y siderurgias, sino también por las preocupaciones que pudiera causarme el aparente conflicto entre ciencia y fe. Me aseguró que nadie hay en el Reino más devoto que él, y que no era su intención crear banderías, sino aunar los esfuerzos de todos los hispanos, fueran peninsulares, europeos o de Ultramar, en defensa de la Religión. En todo caso, el marqués me pareció una persona inteligente, moderada, y gran amigo de nuestra nación.




Adenda a la edición española: la caída del ministro Haro se produjo poco antes de llegar Von Harrach a Valencia; de ahí el interés que tenía en el marqués de Lazán en recibir al enviado del emperador Leopoldo.

El noble austríaco apenas relata las difíciles negociaciones entre Madrid y Viena a causa de la proclamación del Imperio. Había sido idea de Don Gaspar de Haro, que así pretendía, por una parte, ganarse el favor real, y por otra, malquistarse con Viena, ya que temía que los compromisos de la alianza con los Habsburgo vieneses le llevaran a una guerra con Turquía que prefería evitar.

Haro no estuvo desacertado en sus predicciones, y bastó el rumor de la proclamación para que se enfriaran aun más las relaciones con los imperiales. Sin embargo, los avatares de la guerra con los piratas causaron la caída el ministro principal. Lazán no pudo cancelar la proclamación, pero consiguió calmar al emperador Leopoldo al comunicarle que el rey Felipe se proclamaría emperador de las Indias, pero no de Europa, y que la coronación no afectaría a los territorios españoles en Europa, y mucho menos a los del Sacro Imperio Romano Germánico. Más importante que la carta fue una herramienta que en los años siguientes se convertiría en el arma por excelencia de la diplomacia española: una substanciosa contribución económica, ya que un efecto de la industrialización valenciana estaba siendo un aumento tal de las recaudaciones que la hacienda española no solo había logrado amortizar sus deudas, sino que disponía de un importante superávit.

Por desgracia, no se ha conservado la carta que Von Harrach envió a través de la embajada, ya que debió quedar fuera del alcance de la Inquisición Civil. Aun así, los favorables términos de la nota añadida se cree que se deben a que Von Harrach quería indicar al emperador Leopoldo la buena disposición del marqués de Lazán.



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Globos, pájaros y cañones

La vuelta a Valencia, aun ansiada, resultó incomparablemente más fatigosa que mi viaje a la capital. El desplazamiento de la Corte a la ciudad levantina llenó la carretera de carruajes que levantaban nubes de polvo. Las ventas estaban atestadas, y no se encontraba alojamiento ni en la más mugrienta aldea. Así que me alegré cuando Don Eustaquio propuso dejar los equipajes con la comitiva, y marchar hacia Valencia por el camino real de Albacete. Lástima fue que no fuimos los únicos en tal ocurrencia, y el viaje por las llanuras manchegas fue incómodo por la polvareda y la falta de acomodo, aunque a un paso bastante más vivo que el de caracol de la comitiva real.

Afortunadamente, había tenido la precaución de seguir pagando mis estancias en la posada de la Avenida Imperial, pues de lo contrario hubiera tenido que incomodar a mis amistades valencianas. A pesar del rodeo por Albacete, aun tuve tres días para reposar las fatigas del viaje, que empleé en una agradable excursión de caza por la cercana Albufera, una laguna próxima a la ciudad.

De vuelta en la ciudad, mis ocupaciones fueron acudir a las recepciones con que se festejó a la corte, disfrutar de representaciones teatrales, y aguantar alguna de peor calidad. También hubo salidas nocturnas pues, aunque el anciano monarca no tuviera el vigor de antaño, aun era amigo de diversiones noctámbulas. Limitadas al sentido de la vista y el oído, que no ya del tacto y menos en la antes interesante zona del sur de la anatomía real. Tenía que contentarse con contemplar las evoluciones de agraciadas bailarinas, cubiertas con menos ropas de las que aconsejaría su honestidad.

Durante el día se sucedieron actos civiles, religiosos y militares. Fue de admiración la exhibición de globos aerostáticos. Conocidos son esos ingenios y usted fue quien me relató como el rey Felipe impresionó a propios y extraños al atreverse a subir a los cielos aupado en tal artefacto; lo deslumbrante fue la treintena de globos que se elevaron de la playa de la Malvarrosa, llenando el cielo de colores. Esta vez el rey Felipe prefirió verlos desde una tribuna bien unida a la tierra, y yo también hice lo mismo, que si Dios no nos dio plumas era por querer que siguiéramos en el suelo.

Una vez los globos en el aire, una banda de música tocó un aire marcial mientras los operarios preparaban extraños dispositivos parecidos a aves, que liberaron a la orden del monarca. Los aparatos se elevaron y volaron sobre la playa cual pájaros. Algunos siguieron un trayecto rectilíneo que se alargó centenares de pasos, otros dieron vueltas de la mano de un operario que los controlaba con tirones de cables.

No hará falta que refiera el asombro que me produjo ver esos instrumentos voladores. Tuve la fortuna que Don Eustaquio me enseñara uno de esos aparatos, que era el colmo de la sencillez: un tronco ahuecado de madera ligerísima, que llamaban de balsero, con alas del mismo material, y unos cartones donde las aves tienen la cola. Para moverse tenían en el pico una hélice que se parecía a esas que ahora emplean los vapores del rey español. Esa hélice se movía con algo tan simple como una cuerda arrollada de elástica.

Otro acto que me impresionó fue la demostración de la artillería real. Pude presenciarla desde un lugar privilegiado, ya que Don Dídac Campos hizo la merced de invitarnos a su establecimiento. Era casi el mejor lugar, pues la exhibición se hizo en la playa, y la terraza de la casa de comidas estaba muy cerca del palco real. Próxima estaba la batería con seis cañones de campaña y, a una distancia que me pareció increíble, lo menos a dos mil pasos, habían levantado una construcción de maderos que remedaba un fuerte, para que sirviera como objetivo.

A una señal del Rey Emperador los cañones empezaron a disparar. Primero, cada uno de los cañones hizo tres disparos; noté que las piezas apenas se movían al hacer fuego y que los artilleros las cargaban por detrás. También aprecié que no disparaban balas, sino bombas que reventaban en los alrededores del blanco. Don Eustaquio me dijo que esos disparos habían sido de prueba. Después me entregó unos algodones para los oídos, y me recomendó que abriera la boca, pues se avecinaba la locura ¿La locura? ¿A qué se referiría? Pero antes que pudiera preguntarlo el monarca hizo otra señal, y la locura comenzó: los cañones empezaron a disparar a un ritmo tan inaudito que no podía distinguir entre unos estampidos y otros. No sé cuántas veces lo hicieron, calculo que una docena cada uno. Donde se levantaba el fuerte se levantaron surtidores de tierra y polvo y, cuando la humareda se despejó, vi con el catalejo que me dejó Don Eustaquio que solo quedaban astillas. No hizo falta que nadie me explicara lo que le ocurriría al desventurado ejército que se ofreciera como blanco a esos cañones. A la vez ensordecido y asombrado, le dije a Don Eustaquio que en nada me extrañaban los éxitos de la monarquía si se unían esas armas al valor de los soldados españoles.



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Adenda: Estimado tío, nada hubiera deseado más que tenerle a mi lado en la playa, admirando el espectáculo de las bolas de colores en los cielos, que hizo que no olvidáramos cómo el marqués del Puerto había empleado los globos en sus campañas de Egipto y de Flandes. Pero esta vez fueron treinta los globos, demostración del poder y la riqueza española.

El público que presenció la exhibición no quedó tan impresionado por las navecillas voladoras, sin pensar en que tal vez fuera la primera vez en la Historia que se elevaba hacia los cielos un aparato más pesado que el aire, salido de manos humanas. Eso sí, aunque su construcción fuera muy simple, aprecié que las alas, que me parecieron huecas, estaban confeccionadas con gran finura. Probablemente el diseño de esa máquina sea clave; dudo que me la hubieran enseñado si fuera tan sencillo copiarla. Tampoco creo que sea fácil sustituir la cuerda arrollada de elástica por una máquina de vapor; en cualquier caso, era demostración de que se podía construir una máquina capaz de recorrer los cielos con la agilidad de pájaros y no con la torpeza de los globos aerostáticos. Estimado tío, creo que cada día en Valencia supone una sorpresa mayor.

Quisiera hacer hincapié en la exhibición artillera. Me pareció que esas armas eran parecidas a los cañones Trubia que el ejército de nuestro señor el Emperador está empezando a recibir, pero no son del todo iguales. Como le explico en mi carta, los cargaban por detrás, abriendo una especie de rosca. Además, debían tener algún tipo de muelle, porque al disparar el tubo del cañón se movía, pero apenas lo hacía la cureña, de tal manera que los artilleros podían limpiar la pieza, cargarla y volver a disparar en pocos segundos. Noté que no usaban bolas de hierro, sino cartuchos, no como los suecos sus cañones ligeros, sino que se parecían a los que emplean los fusiles Entrerríos que el ejército de su Majestad está recibiendo, solo que de mayor tamaño. En todo caso, con esos cartuchos podían cargar el cañón con un único movimiento, con la premura de tiempo que supone.

También aprecié que los cañonazos apenas producían humo, aunque en seguida noté el olor entre acre y ácido de la pasta rayo. Tal vez deba consultar con algún militar si supone alguna ventaja que el campo de batalla no quede oscurecido por la humareda de la pólvora. Sobre todo, me pareció destacable que esos cañones disparaban bombas al doble de distancia que nuestros cañones, y a un ritmo increíble. Lamentablemente, no disponía de cronómetro, pero calculo que lo que llamaban «locura» duró tres o cuatro minutos, y que en ese tiempo un centenar de bombas reventaron en los maderos que servían como objetivo.

Sé que su vocación no es la milicia sino el servicio al Creador; con todo, usted ya me ha hablado varias veces de los cañones que defienden la Religión Verdadera de herejes y paganos, y algo sabrá de pólvoras. Si es así, estará tan asombrado como quedó el servidor de usted. Esos seis cañones dispararon con un ritmo que no podría seguir la artillería de nuestro ejército al completo. Creo que no hay mejor explicación para la conveniencia de mantener la alianza con la potencia que dispone de esas armas.




Adenda a la edición española: Von Harrach estuvo acertado al imaginar las dificultades que iba a suponer propulsar una aeronave más pesada que el aire, aunque no sabía que en la Universidad Politécnica de Gijón habían iniciado los estudios de los motores de combustión interna, en los que la combustión de derivados de la nafta impulsa directamente un pistón, sin necesidad vapor de agua. El desarrollo de esos motores encontró todo tipo de dificultades que causaron muchos retrasos, pero permitieron desarrollar máquinas compactas y potentes capaces de impulsar esas aeronaves.

En lo referente a la demostración artillera, según los documentos del archivo de Segovia, la exhibición se organizó por orden del Marqués de Lazán, y que estaba destinada no tanto al rey Felipe IV, sino a que la presenciara Von Harrach, para que apreciara la potencia de las armas hispanas. Debe recordarse que el marqués inició las negociaciones que llevaron a la creación de la Santa Alianza inmediatamente tras su nombramiento como ministro principal, y que esa exhibición del poder militar español demostraría al emperador vienés la conveniencia de la alianza española.



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El ferrocarril

El motivo del desplazamiento de la Corte a Valencia fue para presenciar un magno acontecimiento: la inauguración de la línea férrea entre Valencia y Sagunto.

En la siderurgia de Sagunto ya había visto un camino de vías de hierro, y por Valencia se decía que querían sustituir los tiros de semovientes por máquinas de vapor como las que movían algunas embarcaciones; pero ahora lo veía con mis propios ojos. Un carromato de extraño aspecto, con una especie de barril gigante y muchas ruedas de hierro, que llamaron «locomotora», montaba la máquina de vapor que hacía girar les ruedas y que tiraba de los vagones. Primero, uno pequeño que llevaba las piedras de carbón que alimentaban el hogar de la machina, además del agua que el aparato consumía con fruición. Después, los seis destinados a los pasajeros, engalanados como merecía la ocasión. Sobre todo el primero, al que subió el monarca. Tuve el privilegio de estar invitado al cuarto vagón; una vez aposentados, el tren de locomotora y vagones emprendió la marcha hacia Sagunto.

En bien de la verdad, no fue un viaje del todo cómodo. No fueron de mi agrado ni el ruido de la máquina de vapor, ni el hollín que impedía abrir las ventanas ¡de cristal!, el traqueteo, o tener que parar a cargar agua. Sin embargo, resultó infinitamente más cómodo que las sacudidas de la mejor diligencia. Pude levantarme y recorrer el pasillo, saludar a otros prohombres y apreciar el paisaje, mientras nos movíamos por ese camino recto que había visto en obras y sobre el que se habían tendido los raíles de hierro. En poco más de una hora llegamos a la siderurgia, recorrido que cuando lo hice unos meses antes me llevó una mañana. En las instalaciones esperaba Don Edelmiro Saura, al que ya había conocido, para recibir al rey emperador y a sus acompañantes. Entre ellos se contaban el marqués de Lazán y esos cuatro grandes hombres con los que, de nuevo, no tuve ocasión de hablar, pues a los que viajamos en los últimos vagones nos cumplimentaron en otra sala. Tras la comida, volvimos a Valencia, también en tren.

Esa tarde paseaba por la Avenida Imperial pensando en el asombro que era semejante invento. Me había permitido visitar Sagunto en pocas horas, cuando poco antes el viaje suponía un día, y más hubieran sido de no ser por la excelencia del camino. Era un honor haber participado en el estreno del primer vehículo que no lo movía la sangre sino el carbón y el ingenio humano. A sabiendas que no era flor de un día, ya que en la estación del Grao estaba preparada otra locomotora y vagones de otros tipos, unos para pasajeros, aunque sin los adornos de la inauguración, y otros destinados a llevar cargas, pues Don Eustaquio me dijo que esa línea férrea iba a dar servicio tanto a la siderurgia como a las fábricas que se estaban levantando a su alrededor.

La inauguración del ferrocarril fue el último acto público de la visita a Valencia del anciano rey. Después, el monarca se trasladó al palacete que el marqués del Puerto se había hecho construir en la sierra de Calicanto, apenas a quince millas de la ciudad, donde la altura atemperaba los calores que estaban empezando a abrumar a Valencia. De ahí partió para Madrid, acompañado de aquellos cuatro grandes. Si algo lamenté de aquella mi primera visita a España fue perder la ocasión de conocer en persona a esos héroes, que tal nombre merecen por haber impulsado a su país y porque desde su bien merecido retiro seguían velando por su nación.

Yo también me despedí de tantos amigos, pues otras ocupaciones me reclamaban en Praga, aunque lo hice con la promesa de volver en el menor tiempo posible. Mientras me despedía, pensé en ese viaje mecánico que me pareció digno colofón a mi visita a esa tierra de maravillas en la que se había convertido Valencia.




Adenda: Amado tío, esta será la última carta de esta mi primera estancia en Valencia. Quisiera insistir en la maravilla que es el ferrocarril. Debe saber que ese primero de Sagunto no es sino embrión, pues ya vi cómo se estaban tendiendo otras líneas hacia la capital castellana y hacia las minas del interior. No serán obras fáciles, estoy seguro, pero piense que sustituirán con ventaja a los canales en una tierra que no los admite.

Recuerdo aquel día de mi infancia en que le pregunté cómo había podido ser que la pequeña y pantanosa Holanda hubiera conseguido resistir tantos años al poderoso imperio español. Usted de habló de los ríos y canales que habían permitido que la pequeña nación se convirtiera en emporio fabril y comercial, y que le proporcionaron caudales para reclutar más soldados que sus enemigos. Pues bien, el ferrocarril va a transformar primero a Valencia y luego al resto de España en una Holanda gigantesca. Sabe Dios qué poder dará al Rey Emperador, que espero sea siempre nuestro aliado.

Estimado tío, igual que le recomendé que aconsejara a su Majestad Imperial la fundación de fábricas, me parece del máximo interés proveerse de esos caminos de hierro. Son el amanecer de una nueva era.



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La isla del tesoro

En el día de San Blas, tercero del mes de Febrero del Año de Nuestro Señor de 1669.

El jabeque Nuestra Señora de los Dolores —conocido por propios y extraños como «la Lola») se mecía en las plácidas aguas del puerto de La Habana, la joya cubana. Una preciosa y abrigada bahía a orillas de una floreciente ciudad cuyas formas revelaban la mano española. Casonas que poco hubieran desentonado en Córdoba o Trujillo, bajo el intenso sol tropical. A ambos lados del Canal de Entrada, amenazadoras baterías albergaban los cañones que prohibían el paso a cualquier buque que no ondeara las aspas de San Andrés.

En la rada de Atarés los paquebotes descargaban las maderas procedentes de los bosques de la costa caribeña y del seno mexicano. Allí los carpinteros y los indígenas seleccionaban los mejores árboles que, tras ser talados y desbastados, se enviaban a la capital caribeña. En la Habana se procedía a su curado en grandes estanques, donde durante meses se sumergían en agua salada alternando con los secados al sol. Terminado el proceso, parte pasaba al Arsenal, y el resto se embarcaba con destino a los cada vez más hambrientos astilleros peninsulares.

El tráfico crecía ya que el Arsenal de La Habana cada vez consumía más madera, pues se estaba convirtiendo en el principal del Nuevo Mundo. Al lado de los estanques de curado estaban las herrerías alimentadas por carbón de Flandes y los hornos de vapor que daban forma a la madera. Más allá se situaban las gradas en las que se trabajaba en decenas de cascos de los paquebotes y rasadores que cada vez poblaban en mayor número los mares. Miles de carpinteros, calafates, herreros y peones se afanaban; algo que parecía imposible en una costa hasta hacía poco tremendamente insalubre. No siempre había sido así; al llegar los españoles a América, siglo y medio antes, encontraron un edén casi libre de enfermedades. Salvo la sífilis, que pronto hizo estragos en Europa, apenas había pestes en el Nuevo Mundo. Las trajeron los conquistadores, a cuyas espadas precedieron los gérmenes que arrasaron las comunidades indígenas y aniquilaron imperios. La mortandad había sido tal que casi dos siglos después, la población de las Indias seguía siendo inferior a la anterior a la conquista.

No solo habían sido las enfermedades europeas las que afligieron las Indias. Tras la muerte de los indígenas se importaron esclavos de la costa africana, y estos trajeron sus propias miasmas, que también encontraron en el Caribe su paraíso. La malaria, el dengue, el vómito negro y la disentería se unieron al sarampión, la gripe, la tuberculosis y la viruela, para convertir los trópicos americanos en un matadero en el que tanto europeos como africanos e indígenas perecían en masa. En esas condiciones, mantener nada parecido a una industria era impensable, pues los trabajadores eran pasto de los gusanos en cuestión de meses.

Así fue hasta que esas costas entraron en la Edad Moderna. Primero fue el barón de Cheb y futuro marqués de Camarasa, que había sido orillado por las intrigas de Olivares, el valido real. Durante su estancia en las Indias inició la campaña de erradicación de enfermedades. Su plan fue seguido por los virreyes que se sucedieron en el recién creado virreinato del Caribe, que incluía las islas de dicho mar, las del Seno Mexicano, más la costa americana entre Florida y el virreinato de Nueva España. Dicho virreinato, el cuarto del Nuevo Mundo, se organizó para contener las apetencias de las potencias europeas, y por tanto no fue encomendado a nobles sino a militares. Eran en su mayoría modernistas, y continuaron la campaña iniciada por Cheb, con las modificaciones sugeridas por el cirujano real, Don Francisco de Lima.

Habían sido los éxitos del de Lima en su lucha contra la plaga de Sevilla los que habían granjeado el favor real para sus medidas. El cirujano había sido llamado cuando comenzó la terrible mortandad en la ciudad, y advirtió cómo se había precedido de la aparición de ratas muertas, y luego perecieron los animales domésticos. Don Francisco de Lima había postulado que se trataba de una enfermedad que se había transmitido desde esas alimañas a las personas y, al ver que afectaba a los perros, supuso que se debía a las pulgas. Lo comprobó acercando perros sanos y enfermos: si estaban separados por rejas, la peste se transmitía. Si se interponían lienzos muy tupidos, no. La clave fue comprobar que, al tratar a los perros enfermos con aceite de piedra para matar los parásitos, tampoco contagiaban.

Don Francisco de Lima había deducido que el origen de la enfermedad estaba en las ratas, y que se transmitía por pulgas. Ordenó que se eliminaran las alimañas por todos los medios posibles, que incluyeron el empleo de venenos y la quema de sustancias ponzoñosas. Asimismo, decretó que todos los sevillanos tenían que hervir sus ropas. Toda la ciudad debía hacerlo a la vez y en dos veces, evitando el contacto de ropas sucias con limpias, incluyendo en la limpieza ropas de cama, alfombras y tapices. Los alguaciles vigilaron por el complimiento de la medida. La medida debía repetirse en cualquier casa en la que se sufrieran picaduras de pulgas. También mandó bañar a los canes con aceite de piedra refinado, y sacrificar a los perros callejeros; al saber que el Cirujano sospechaba de esos animales, se produjo una matanza generalizada, triste para esos pobres seres, pero que fue clave en el control de la plaga.

Aquellos voluntarios que trabajaron con el Cirujano, o los que atendían los enfermos, tuvieron que seguir las medidas higiénicas aun más concienzudamente; en lo posible, se evitaba el contacto físico e incluso la proximidad con los enfermos; mucho consuelo, pero a distancia. Lo mismo se hizo con los afectados y sus contactos: fueron aislados y sus ropas se hirvieron cuando no se quemaron, y tuvieron que impregnarse con aceite de piedra o con azufre. El de Lima también mandó que los apestados que tosieran sufrieran un aislamiento aun mayor, pensando que podían expulsar miasmas con sus flemas. Por último, estableció un cordón sanitario, prohibiendo la entrada o salida de gentes; los alimentos debían dejarse para que los sevillanos los recogieran y, si algún campesino despistado entraba en contacto con los hispalenses, tenía que quedarse en la ciudad. Se concedieron muy pocos permisos de salida, y solo tras largas cuarentenas. Los alguaciles vigilaron los campos; cualquier transgresor era juzgado sumariamente, acabando en galeras —pena que se cumplió cuando finalizó la peste— y más de uno, en el patíbulo.

Al principio, los sevillanos protestaron, hasta que en apenas dos semanas empezaron a disminuir los casos, y a los dos meses la enfermedad había desaparecido. El éxito de sus medidas se repitió primero en Malta, luego en Nápoles y después en Flandes y en tierras imperiales, de tal manera que Don Francisco de Lima alcanzó tal fama que rivalizaba con la de Don Pedro Llopís, Marqués del Puerto. A partir de entonces, y en cuestiones médicas, su palabra pasó a ser ley; por si no bastara con su inmenso prestigio, recibió carta blanca del rey Felipe IV.


P.D: para aquellos interesados en la historia. Este capítulo debiera insertarse entre el llamado «La Tierra del Sur» y el «Viaje al Amanecer». Uno qe se pone a reordenar y...

Otra P.D.: En este capítulo vuelve a haber tiros. Muchos.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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