Un soldado de cuatro siglos

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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XXV
Donde se cuenta el apresurado retorno a Madrid y como Don Francisco alivió los pesares de la Condesa de Paredes.



Oh, el laborar! Maldito el día en que la Sierpe tentó a Eva, maldito el día en que Eva cedió a la tentación, maldito el día en que Adán consintió oír a Eva! Sepa lector dilecto, que en Valencia, después de nuestra llegada en olor de multitud, y al enterarse el puerto y la ciudad que los botines de Rexi y Derna eran cuantiosos, las damiselas que antes nos negaban sus favores, hoy acudían presurosas en nuestra búsqueda! Los cirujanos militares éramos un buen partido para las hijas de los comerciantes, marinos dueños de barco y de los maestros más notables de las corporaciones valencianas! Nadie osaba en querernos comparar con los barberos que antaño ejercían nuestras artes! Así pues, la gente del Hospital, bien ganado tenía su solaz, y yo no podía ser menos que nadie!

“… Vanos son esos trabajos,
ninfas", dice; "no gritéis,
ni vuestros tiples me alcéis,
que yo busco vuestros bajos.

"Mi brazo es de todas mangas,
por feas no os aflijáis,
que yo porque lo sepáis,
también suelo cazar gangas.

"Porque vea, no hayas pena,
Diana, tus cuartos menguantes,
Que mis cuartos son bastantes
Para hacerle luna llena…” (1)


He de confesarle lector dilecto, que ante las gangas que el vate refiere, yo vuelvo la cabeza pues la fermosura de una fémina es mi perdición: pierdo la cabeza, pierdo el corazón, pierdo el vigor, el sueño, los dineros y la compostura, pues tan cierto es que llegue victorioso de África, como que en pocos días tanto mis cuartos como mi bolsa han menguado más que las tropas del bey vencido! Más ¿por qué lamentarme ahora, que joven seré sólo una vez? Además, mucha confianza tengo en que mis posesiones terrenales se harán considerablemente más cuantiosas cuando recogiese mi parte de Derna y sobre todo, de Rexi. Así, que bien preparado estaba para que ellas continuasen agotando el vigor de mis cuartos y la cuantía de mi bolsa! Pero, Ay!, no sería así!

Maese Juan, el fiel espada de mi maestro, llegó presuroso buscándonos a los dos Martines y a mí. Grande debía ser la premura de Don Francisco, pues apenas tuvimos preparados dos arcones con los implementos quirúrgicos y odontológicos necesarios, Juan nos conminó a hacer nuestros hatillos para ir de inmediato a Madrid.
Pasamos la noche en casa del Maestro Cirujano, que pese a su preocupación, mostraba buen semblante, tanto así que se animó a preparar él mismo un platillo con los gusanillos de harina de trigo que tanto gustan a todos, tocino ahumado, queso italiano duro que siempre tiene en su despensa en grandes ruedas y yemas de huevo. Su cocinera Leonor, siempre solícita, antes nos había pasado una sopa de gallina y jengibre que nos había animado a todos. Estábamos dando los últimos bocados cuando se nos unió el otro espada de Don Francisco, Antonio, con quien emprenderíamos el viaje antes del alba.

Y así fue. Las sombras aún eran muy largas todavía cuando dejamos atrás al humilladero de Mislata que marca la entrada de Valencia, cada uno de nosotros montábamos caballos de la remonta real, y llevábamos otro para no cansarlos demasiado, igualmente, los cofres iban en dos mulas escogidas, con otras dos de respaldo. Marchamos ora al trote, ora al paso, cambiando cada dos horas de montura. Así dejamos atrás Massanassa, Beniparrell en donde almorzamos y nos permitimos un descanso, Alzira, Pobla Larga y llegamos a Játiva ya entrada la noche. Habíamos estado a los lomos de nuestras bestias más de 14 horas! Nos recogimos en una venta, luego de tomar vino aguado y una sopa de pan y ajos igualmente aguada.

La mañana siguiente también empezó antes del amanecer. Mis posaderas aún me dolían, pero le hice caso a Juan que viendo mi desazón me recomendó apoyar mi peso en los estribos solamente cuando fuésemos al trote. Pasamos por Montesa, almorzamos en Moixent y ya muertos de cansancio llegamos a Almansa, en donde pasamos la noche luego de nuestra ración de una sopa muy cristiana, pues había sido bautizada varias veces. La siguiente noche la pasamos en Albacete, y la siguiente en Minaya y luego en Monreal del Llano. Y aunque nuestros corceles, de sangre escogida y cría cuidada apenas notaban el cansancio, los tres jóvenes cirujanos militares estábamos hechos un guiñapo, con el cul* roto, las piernas adoloridas y las tripas medio vacías de tantas comidas ralas. Esa noche, Don Francisco nos pidió descansar bien, pues la próxima jornada sería la más dura y larga, pero la que más nos acercaría a la capital de las Españas.

Efectivamente, fue la etapa más larga, pero ya estábamos en la meseta y nuestros caballos eran soberbios, en la noche estábamos en Ocaña, y aunque nunca habíamos hecho muecas a la comida, tampoco hicimos ostentación de nuestras bolsas, pero mi maestro cruzó unas palabras con los venteros y sin importar la hora, nos sirvieron una sopa decente y un vino honesto.

Cuántos recuerdos nos traía a la mente este camino! Lo recorrimos de ida siendo unos zagales, apenas unos cagaleches, sin fortuna ni hacienda (excepto Martinico, rico desde que salvó a la hija del tudesco), hoy regresábamos siendo hombres prósperos, habiendo visto no solo parte del mundo, sino también los horrores de la guerra y las mieles de la victoria! Al día siguiente almorzamos en Aranjuez, cenamos en Valdemoro, y faltando pocas horas para medianoche, estábamos entrando en la cómoda casa de Don Francisco, a la que encontramos limpia pues Don Gonzalo se había encargado de pagar a unas mozas a su servicio para que el polvo no se acumulase, pero con la despensa y las alacenas más vacías que la tripa de un pobre.
- Ea! – nos dijo el dueño de casa, mientras Antonio con presteza desensillaba el buen potro de Don Francisco en el que había terminado el viaje y ponía los arneses en el corcel fresco - Quedaos aquí y acomodaos como queráis. Yo voy de inmediato donde la Condesa de Paredes, y Dios quiera que consiga algún bocado para vosotros! Vos, Pablo, venid conmigo con vuestra pluma!, tenemos que hacer un listado de todo lo que necesitamos para comenzar a atender a la tía de Fadrique mañana mismo de ser necesario. Presto, rapaz!
Y así cansado y medio torcido por el viaje me encaminé acompañando a mi maestro al palacete de su protectora, la condesa de Paredes, que aunque condesa tenía más influencias que un duque y un marqués juntos, pues tenía acceso directo a los oídos reales. Y aunque algo menoscabada en estos tiempos revueltos, con un Válido aferrado al poder y media docena de pretendientes queriéndolo reemplazar; la Condesa seguía siendo la cabeza visible de la señera casa de Luján y de todos los apoyos que esta podía conseguir en la Corte y en todas las Españas.

Tocamos, y tuvimos que esperar para que nos abrieran. El bueno de Fadrique acudió al patio de entrada ni bien supo que éramos nosotros.
- Albricias, Don Francisco! No os esperábamos hasta la próxima semana, habéis venido como el viento.
- Vos fuisteis nuestro acicate, Fadrique! Temo por la vida de vuestra tía.
- No! No temáis por su vida! Su existencia física no está en peligro!
- No? Nos habéis hecho cabalgar como almas en pena sin que su vida peligrase?
- Su vida no peligra, pero ella es incapaz de ser la misma así como está. Temo que termine tan recluida en su casa como mi madre en su convento.
- Y cómo está?
- Esperad y la veréis con vuestros ojos. No tarda en venir, despertó apenas supo de su llegada.

La condesa de Paredes no se hizo esperar. Paro cuando se presentó, tenía un finísimo pañuelo de encaje blanco que le tapaba nariz y boca. Con una voz llena de autoridad nos dijo, pero claramente dirigiéndose a mí, que todo lo visto y oído en estas cuatro paredes, no saldría de la recámara. Asentí humildemente, pues no era de la tarea de enemistarme de Doña Luisa Manrique de Lara Enríquez de Luján, Condesa de Paredes de Nava y señora de los mayorazgos de las Casas de San Andrés y San Pedro de Madrid, camarera de la reina y una de las personas más influyentes de las Españas.

Cuando la condesa se quitó el pañuelo, pude ver que sus labios y la nariz estaban bastante magullados e hinchados. La pobre había llevado un buen golpe!
- Oh, Condesa! Qué os ha pasado?
- Resbalé y caí – contestó secamente.
- Tuvisteis algún desvanecimiento antes de caer?
- No. Pisé mal, resbalé y caí.
- Contra que os golpeasteis?
- Los adoquines del piso.
- Llegasteis a poner las manos?
- Apenas.
- Dejadme ver por favor. Pablo, encended la linterna e iluminadme bien.
Con mano experta, mi maestro examinó a la condesa, y con delicadeza aparto los labios amoratados. Oh! La negrura de un hueco que ocupaba el espacio de las palas era lo que destacaba más en la boca de la condesa! Luego, con un par de espejuelos de boca, empezó a curiosear, tanto los laterales de la lengua como los dientes y muelas. Luego tomando una de las sondas, examinó las palas rotas de la condesa, la cual inspiró fuertemente, cerrando los ojos, en un rictus de evidente dolor.
- Os dolió. Fue cuando toqué ahí adentro?
- Lo preguntáis o lo afirmáis, Francisco? – yo temblé! Cuando en un poderoso, la ironía y el dolor se juntan, a los cristianos pobres solo nos queda aguantar el chaparrón.
- Lo pregunto, condesa.
- Duele apenas tocáis de lado a lado.
- Gracias.
Don Francisco estuvo examinando durante media hora a la noble y luego con delicadeza, volvió a colocar el pañuelo de encaje tapando la mitad inferior de la cara.
- Disculpadme que os pregunte, habéis aguantado casi 3 semanas este dolor?
- Vos pensasteis que dejaría que otro pusiese sus manos en mi boca? Ya me habrían arrancado hasta la lengua, haciéndome sufrir más que Santa Apolonia!
- Me honráis con vuestra confianza –dijo mi maestro inclinando respetuosamente su cabeza.
- Además toda la corte sabría de inmediato de mi percance y de mi situación. Cosa que no sucederá con vos, ni con vos –dijo esto fijando sus ojos en mi.
- Estáis cansada?
- Estaba durmiendo. En qué estáis pensando?
- En hacer venir a los otros cirujanos y después del desayuno, comenzar a aliviar vuestros padecimientos.
- Ea! Hacedlos venir. Así, no se enfriará la comida! Decidle a Fadrique que vaya por ellos!

El bueno de Fadrique no demoro mucho en regresar con los viajeros, y los más jóvenes, que a esa hora de la madrugada, se partían de sueño y hambre, agradecieron mucho encontrar en la casa de la condesa alivio para ambos pesares. La comida fue sustanciosa, pues a algún pollo gordo le habían partido el pescuezo para adornar nuestra sopa, tampoco faltaron lonchas de jamón y el pan que la espesaba se notaba del día. Ni que decir de nuestras camas! Las sabanas eran de un hilo tan fino que bien podrían estar en la falda de la hija de un mercader de la lonja! Eso sí, Don Francisco pidió agua caliente y se dio un baño antes de irse a dormir, diciéndonos que por lo menos nos lavemos los dientes antes de meternos a la cama. Ah! mi maestro no puede con su genio!

Dormimos bien y desayunamos ya con el sol en lo alto. Don Francisco nos explicó con detenimiento el difícil caso que teníamos que resolver.
- Jóvenes cirujanos! Ahora seréis3 dentistas y tanto vos Pablo y Martin iréis un peldaño por debajo de Martinico, más experto en estas lides. Ved, el caso que tenemos es complicado, la condesa ha sufrido un golpe y esta adolorida.
- Disculpad que os pregunte, Don Francisco, tan grave han sido sus heridas que nos ha hecho cabalgar como perseguidos por los mamelucos de Egipto?
- Mirad, Martin: en este caso no era la vida física la que estaba en peligro, tampoco el alma inmortal. Lo que peligra, y en grado sumo, es su vida como una de las damas más importantes en la corte, como la cabeza de la casa de Lujan y sobre todo como camarera de la reina. Ella es incapaz de mostrarse ante sus pares con un hueco en la boca, hablando mal porque pierde aire por las oquedades que tiene adelante. Se relegaría voluntariamente al ostracismo de un convento y no tardaría en morir de mengua. En su desesperación, sufrió como una espartana pariendo tres semanas hasta nuestra llegada. Estamos aquí para darle esperanzas.
- Pero pareciese que son esperanzas vanas! – dijo Martinico con un suspiro – vos nos estáis diciendo que solo tiene las raíces. Eso es una extracción, y una bastante difícil si es que he de decirlo todo.
- Razón tenéis, Martinico. Y es lo que haríamos con el común de los mortales. Pero la condesa de Paredes no es parte del común. Tenemos que hacer nuestro mejor esfuerzo para mantener esas raíces en la boca.
- Es factible hacer eso? -Pregunte con timidez, pues sabía que para las cosas de la boca, Martinico tenía la voz cantante, pues había sido el auxiliar de Don Francisco por años, y corría con ventaja en estos menesteres.
- A ver, recordáis como eran las fracturas?.
- Vos dijisteis que eran ora por encima, ora por debajo de la encía, pero siempre por encima del hueso.
- Recordáis bien! El éxito de cualquier tratamiento radica en ver bien lo que se hace! Por lo que es menester hacer que la línea de fractura siempre sea bien visible.
- Por lo que esta debe estar por encima de la encía! – añadió Martinico como una sonrisa.
- Exacto! Y para eso es menester cortar la encía y también el hueso.
- El hueso? Por qué el hueso también? No nos habéis dicho que la fractura siempre era por encima del hueso?
- Vos hacéis preguntas sesudas, Martin! Os lo explicare – Que zagal inteligente había resultado ser Martin de Alcántara! Ahora me veo obligado a contarles lo que es el espacio biológico, un concepto que recién se comenzó a manejar de forma habitual en los años 90 del siglo XX! - si vos dejáis cualquier material cerca del hueso, este quedara resentido y siempre estará la encía enrojecida y sangrante. Malogrando así cualquier trabajo que hagamos.
- Es cierto! Vos siempre pasáis una lija en las amalgamas de plata que colocáis cerca de la encía.
- Y esas amalgamas nunca las dejo por debajo del hueso justamente por eso, para evitar el enrojecimiento y sangrado permanente.
- Y después de eso que haréis?
- Yo os preguntaría, antes de eso que debéis hacer?
- Limpiar de pulpa el interior de cada raíz y luego sellar como si de vino espumante se tratase!
- Vamos, Martinico! Dejad que vuestros compañeros también se lleven algo de gloria!
- Y después de todo eso?
- Reconstruiremos uno a uno los cuatro dientes perdidos de la condesa. Y para eso contaremos con el concurso de vuestro tío, Martin!
- Es cierto! El siempre me decía que vos le exprimíais los sesos con vuestras exigencias!
- Exigencias que nunca ha defraudado a fe mía! Vamos, preparad todo. Si Dios guía mi mano, antes del almuerzo habremos terminado los 4 tratamientos. Y Martin, entibiad el anestésico de coca en vuestras manos, no quiero que la condesa sienta cuando la esté pinchando.

Diligentemente, arreglamos la mesa y la silla. Martin se encargó de la anestesia, Martinico del instrumental y yo remoloneaba porque ocho eran demasiadas manos, incluso para la condesa. Prepare la linterna por si Don Francisco necesitase mejor iluminación, pero en Madrid a las diez de la mañana, el sol de primavera daba una luz más que suficiente para la zona de las palas.
A las diez acudió la condesa, ya desayunada y con la boca limpia, pues había sido una de las primeras en acogerse a los nuevos hábitos de limpieza de la corte: baño diario o a lo sumo cada tres días, lavado de manos al salir, entrar, levantarse, acostarse y antes de cada comida y cepillado de dientes en la mañana, tarde y noche. Dio los buenos días y con aplomo se sentó en la silla. Don Francisco tomo la inyectadora y anestesió prestamente los cuatro incisivos y esperamos, minutos después todo estaba listo para comenzar.

Tal como muchas veces lo habían hecho, Martinico empezó a manipular el arco de joyero, mientras el Maestro Cirujano colocaba la fresa en el sitio justo, y de vez en cuando, cuando se sentía un olor a cuerno quemado, enfriaba el diente con un chorrito de agua.
- Ah! Ved ahí! Sale sangre en el lateral! Ese nervio de este diente estaba inflamado pero vivo! En cambio en los dos centrales, no vimos sangre.
- Si, maestro. El olor delató que esos dientes ya estaban necrosados - Martinico ni se dio cuenta de su impertinencia! Los grandes de España también sufren de necrosis pulpares que huelen mal, pero eso es algo que a pocos de ellos les gusta oír!
- Escariadores primero, limas después!
Empezando por el las delgadito, primero eliminaron los restos de la pulpa, en uno de los dientes la condesa inspiro fuertemente cerrando los ojos, signo inequívoco de dolor; de inmediato Don Francisco coloco unas gotas de anestesia dentro de la cámara pulpar y continuo trabajando. Cada cierto tiempo, lavaba con lejía, tanto que el ambiente quedo impregnado por ese olor que ahora nos es tan común en los hospitales de sangre.
- Maestro – me atreví a preguntar cuando lo escuche tararear alguna de esas tonadas que él tiene en la mente, señal para quienes lo conocemos, que el riesgo ha pasado – cuando sabéis que habéis alcanzado el grosor y la longitud adecuada?
- Pablo! Me sorprende vuestra pregunta, pensaba que a vos no le gustaban los asuntos de dientes! – se permitió bromear – Pero absolveré vuestras dudas de buena gana. Fijaos, para la longitud me baso en dos criterios, el primero es algo que vos conocéis y conocéis bien por ser tan aplicado con los números: la longitud promedio de cada diente. En multitud de dientes que hemos extraído, nos hemos dado el trabajo de hacerles un hueco, y meter limas y escariadores hasta ver que salían por el foramen apical al extremo de la raíz. Luego medimos y calculamos la longitud promedio de cada diente, y de cada raíz. Que fue un trabajo digno de las fatigas de Hércules? Si, no lo niego. Pero ahora sabemos que no me debo de pasar de 8 o 9 décimas partes de pulgada en el central y 7 décimas partes en los laterales. O conforme a las nuevas medidas reales que manejamos con el Marques del Puerto, 21 y 20 milímetros incluyendo la corona dental.
- Y cuál es el otro criterio?
- Ese es uno que lo da la experiencia – vi a Martinico asentir – Fijaos, justo antes de terminar el conducto en el foramen del ápice, hay un estrechamiento, una constricción, pues bien, una vez que tus dedos la detectan, pues ya tienes la largura del conducto!
- Debe ser difícil!
- Sí, si no sabéis que estáis buscando sentir. Pero como en todo, la repetición hace al maestro!
- Y para el ancho?
- Oh!, estáis preguntón esta mañana! Eso es más sencillo! Cuando veáis que sale un polvillo claro y sin olor malo de dentro del diente, eso significa que está listo! Y a propósito de eso, Martinico, preparad el material de obturación.
- Don Francisco, vos no usareis conos de plata en esta ocasión, no? – dijo Martinico, más afirmando que preguntando.
- Habéis pensado bien, para eso hemos estado practicando con las gomas de oriente!
- Deseáis que ya adelgace las varillas de guta?
- No, dejadme medir primero la varilla patrón.
- Deseáis que mida la largura de la última lima que vos usó?
- Sí, por favor… pero tened cuidado en no mover el corcho que me sirve de tope.
- 13 para la pala central.
- Está bien, es suficiente y va a servir. Ahora sí, adelgaza las varillas pero no utilicéis los dedos, rodad las varillas de guta entre dos losetas de vidrio calentadas en agua. Y luego preparad el cemento de óxido de zinc con aceite de clavos de olor, y ya sabeis, hacedlo bien suelto, para que moje las paredes del conducto.
Y así, Don Francisco fue rellenando, obturando es la palabra adecuada, el espacio vacío de los conductos. Parecía fácil y mi maestro estaba contento, pues no dejó de canturrear hasta haber terminado. Luego de limpiar con mucha delicadeza los labios aun lastimados de la condesa, le tendió el brazo y la ayudó a levantarse.
- Sois un buen hombre, Francisco. No me habéis hecho sufrir, y no he perdido lo que me quedan de dientes, aunque aún tengo un horroroso agujero en donde antes estaban mis dientes.
- Condesa, eso es algo que también se ha de solucionar, le puedo dar mi palabra que ha de ser así.
- Y os creo. Cuanto os habéis demorado?
- Calculo que tres horas.
- Con razón, ya tengo hambre! Me acompañáis?
- Con gusto, condesa.
- Podéis cuidar menos las formas, Francisco.
- Como vos deseéis, Doña Luisa. Os daré tres días de descanso antes de proseguir. Y vos debéis decirme si algo os duele en esos días.

Mientras cirujano y paciente almorzaban, nosotros recogimos y lavamos todo el instrumental. Pero cuando terminamos, nos regalaron con un suculento almuerzo. Era casi comida de un domingo de fiesta: perdices de Morón y gansos de la Moraña, setas de primavera, judías verdes en mantequilla y ajo tierno, y de postre frutas de estación en sartén.

En la noche, tuvimos una instructiva conversación con Don Francisco, y sin saberlo, o quizás sabiéndolo, pusimos los fundamentos de una clasificación que con el tiempo, haría que Martinico fuese el dentista más conocido de Europa.
- Ea, Jóvenes cirujanos! No podemos estar demorándonos un siglo en describir cada fractura de dientes.
- Es cierto! – agregó Martín de Alcántara – hagamos las pautas para tratarlas, aunque mucho me temo que en la mayoría de casos, el tratamiento será tener que tirar los dientes!
- Ah, mi buen Martín - lo dijo de buen semblante, con una sonrisa a flor de labios – vos ahora estáis como el martillo que todo lo ve clavo! Vos sois quien clasifica a los heridos en el campo de batalla y queréis usar ese criterio para la tarea que vamos a acometer.
- Hay algo malo en ello?
- No, no! Malo no, pero tal vez insuficiente. Mirad a la lejanía! No siempre veremos heridos de guerra, y con la ayuda de Dios, no siempre la solución será sacar los dientes.
- Entonces? – me atreví a preguntar – qué es lo que tenéis en mente?
- Una clasificación que vaya desde lo más simple hasta lo más complejo, y que como Martín señala, que sea a la vez una especie de instructivo que guíe la terapéutica a seguir.
- Entonces debería empezar desde el simple astillamiento de un diente – dijo Martinico risueño.
- Vos lo decís bien, Martinico! Yo creo también creo que eso es correcto!
- Pero en ese caso que haceis? – volvi a preguntar.
- Ahí es donde empieza a complicarse la cosa! Eso depende de que tan profundo sea el astillamiento. Si solo compromete el marfil, el esmalte del diente, yo lo que hago es limar las aristas para que no raspe la lengua y listo. Pero si se ha roto el esmalte y la dentina, pues es menester proteger la dentina para que el diente no termine picado, y luego de picado, podrido. Así que tomad nota de esto, porque a vos se le da bien las clasificaciones…

Y así estuvimos conversando hasta bien entrada la noche. Como no nos habíamos movido del Palacio de la Condesa, la cena fue continuación de la discusión, y al día siguiente ni el desayuno, ni el almuerzo frenaron nuestras argumentaciones. Para la noche, Don Francisco se apareció con una generosa provisione de papel y carboncillos.
- Hala! Estáis gastando mucha saliva! Poned vuestros sesudos devaneos en papel! Dibujad, y dibujad hasta el cansancio. A ver si aún recordáis la forma de los dientes!
Y así, antes del tercer día, habíamos hecho el esbozo firme de lo que hasta el día de hoy en que mis nietos se mecen en mi regazo, es la guía por la que todos los dentistas se guían para tratar las fracturas de dientes. Tanto mi parte, como la de Martín habían terminado. Pero mi maestro y su fiel auxiliar seguirían tratando a la Condesa hasta que esta pudiese volver a sonreir.

(1) “Acteón y Diana” de José Antonio Porcel , es de aproximadamente un siglo posterior a los hechos de esta ucronía, pero los tres cuartetos le vienen como anillo al dedo al mozalbete en cuestión.


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Mensaje por reytuerto »

RIES CENTENO, Guillermo. Cirugía Bucal, con patología clínica y terapéutica, 1era. Edición. Ed. El Ateneo, Buenos Aires. 1945.

Capítulo 9.

Clasificación de los Traumatismos Dento-alveolares.
Cualquier clasificación los traumatismos dento-alveolares tiene que satisfacer los siguientes requisitos:
1. Permitir visualizar rápidamente el tipo de lesión.
2. Permitir la diferenciación inmediata y clara entre las diversas categorías.
3. No ser excesivamente compleja.
4. Permitir un tratamiento secuencial y lógico según la categoría.


La presente clasificación sigue los lineamientos de la Clasificación de Sánchez de Lima de 1636. Que fue el primer y más perdurable intento de sistematización de las fracturas de la región bucal. La escuela odontológica española de mediados del siglo XVII estaba íntimamente relacionada con el tratamiento de las heridas de guerra de tal manera que la rápida identificación del tipo de lesión y su tratamiento, inmediato o mediato, guiaban sus principios. Es notoria su practicidad, sencillez y en especial, su adaptabilidad.

CLASIFICACIÓN DE LOS TRAUMATISMOS DENTOALVEOLARES
Lima, Núñez, Luque y Alcántara, modificada en 1908, 1923 y 1941.

I. FRACTURAS DENTALES

1.1 Fracturas No complicadas.
1.1.1 Fractura coronaria de esmalte.
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1.1.2 Fractura coronaria de esmalte y dentina.
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1.2 Fracturas Complicadas.
1.2.1 Fractura coronaria de esmalte, dentina y pulpa.
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1.2.2 Fractura radicular.
a. Horizontal.
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b. Vertical.
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II. LESIONES DE ENCIA Y HUESO.

2.1 Luxación simple sin desplazamiento.
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2.2 Luxación con desplazamiento.
2.2.1 Luxación con Intrusión
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2.2.2 Luxación con Extrusión
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2.2.3 Avulsión
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2.3 Fractura del hueso alveolar.
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Domper
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Mensaje por Domper »


El asalto a Salé

El ataque español se produjo durante la noche del doce de noviembre, cuando una escuadra de cañoneras y marrajeras mandadas por el teniente Pallejá entró subrepticiamente en la rada. Eran unidades mayores que las empleadas en Holanda, ya que estaban pensadas para poder actuar en aguas abiertas: se trataba de fustas (pequeñas galeras de una docena de remos) que habían sido rebajadas y provistas de un blindaje ligero que protegía de la metralla y las balas. Algunas estaban armadas con un potente obús naval de ocho pulgadas, pero el resto eran marrajeras de botalón: llevaban una potente carga explosiva al extremo de una pértiga, que se bajaba al atacar. Al chocar contra el objetivo debía quedar clavada (en realidad lo habitual era que se fuera al fondo), y se iniciaba una mecha lenta, dando tiempo para que la marrajera pudiera escapar.

Las lanchas entraron durante la pleamar, para que el reflujo de la marea las ayudara a salir. A pesar de navegar sin luces, fueron detectadas por un bote de vigilancia. Las baterías de las orillas dispararon, pero lo hicieron a ciegas y sin efecto, y fueron contestadas por dos navíos españoles que se habían apostado frente a los fuertes de la bocana y los batieron con granadas de metralla. Aunque los artilleros ingleses no sufrieron demasiadas bajas, el que la metralla les hiriese en lugares que creían seguros bastó para hacerles abandonar sus piezas.

Con las baterías de los fuertes silenciadas, las marrajeras escogieron sus objetivos. Una fue destruida por una andanada del Resolution, el buque insignia de Deane, pero momentos después la lancha del teniente Pallejá hizo detonar su carga bajo la quilla del barco inglés, que quedó deshecha. El Resolution zozobró en segundos, atrapando a la mayor parte de su dotación, incluyendo a Deane. Otros seis grandes navíos sufrieron parecida suerte, y el Bonaventure voló por los aires.

Las explosiones fueron la señal para la siguiente fase de la operación. Ocho bergantines equipados con lanzacohetes dispararon sus artefactos. Los cohetes Derna eran una mejora respecto a los empleados por el Marqués del Puerto en su campaña mediterránea, y con su alcance de tres millas castellanas cayeron sobre los barcos amarrados y los muelles. Llevaban cabezas explosivas e incendiarias, que prendieron fuego a dos navíos que acabaron estallando. Las llamas se comunicaron a otros dos, y los restantes fueron abandonados por sus dotaciones; uno encalló tras arder los cables que lo unían a la orilla.

Al amanecer los navíos españoles iniciaron el bombardeo de los fuertes de la costa con granadas explosivas y de metralla, y del caserío con balas macizas para causar menos daños. Aun así, las llamas se extendieron desde los restos de la flota de Deane a la ciudad nueva. Por entonces, Salé estaba casi vacía. El sultán, al que las primeras explosiones habían despertado, quedó aterrado cuando varias balas alcanzaron el palacete del caíd, y huyó de la ciudad junto con su guardia; con todo, antes de salir ordenó que se diera muerte a los prisioneros. El pánico se comunicó a la población y, cuando cuatro horas después comenzó el desembarco español, Salé era una ciudad desierta, en la que solo permanecían los pocos partidarios de los Vargas y de los Palafox que habían conseguido escapar a los asesinos. También escaparon de la ciudad los ingleses que habían sobrevivido al ataque. Estaban mandados por el capitán Hannam, que había sido capitán de bandera de Deane y que, a diferencia del almirante, consiguió escapar del Resolution cuando dio la voltereta.

Los españoles se hicieron con la ciudad y se prepararon para defenderla. Un equipo de zapadores limpió el puerto de obstáculos empleando grandes cargas explosivas. Los ingenieros tendieron un puente de barcas para facilitar las comunicaciones entre ambas orillas, y comenzaron la mejora de las fortificaciones: las dos ciudades (Salé la vieja al norte del estuario, y la Nueva al sur) estaban rodeadas por muros y torres almenadas de traza medieval, incapaces de resistir la artillería moderna. En su exterior, los ingenieros de Lazán construyeron una docena de reductos de forma pentagonal, hechos de tierra y revestidos con piedras traídas de la ciudad, que quedó parcialmente derruida. Con los maderos y vigas procedentes de las casas y de los barcos ingleses y marruecos, se hicieron caballos de Frisia para obstaculizar el acceso a los reductos, que fueron artillados con los cañones capturados, con los que llevaba el convoy, y con la artillería de desembarco de la flota.

Para la defensa de la ciudad, Lazán tenía fuerzas apreciables, que hubieran hecho inexpugnable una plaza que no fuera tan defectuosa como Salé: tres legiones de infantería, una brigada de caballería (con mil doscientos sables), un batallón de zapadores y otro de ingenieros, la artillería orgánica y la de la flota. Estas fuerzas se incrementaron con una brigada naval organizada con los trozos de desembarco. Otra ayuda provino de los habitantes de la ciudad, con los que se pudo formar dos batallones, uno de caballería morisca (bajo el mando de Ismael Vargas), y otro de infantería hebrea que fue agregado a la brigada naval. En total, Lazán disponía de veinte mil hombres. El marqués empleó una legión para defender cada ciudad, y formó una reserva con otra legión, la brigada naval, la caballería, los ingenieros y los zapadores.

Numéricamente, Lazán estaba superado por sus enemigos, que se reforzaron por la llegada de más voluntarios; se estima que la fuerza del ejército marrueco llegó a los ciento veinte mil hombres. Sin embargo, la potencia de fuego desequilibraba la balanza. Las fuerzas del Sultán estaban armadas con viejos arcabuces largos, llamados mosquetes cabilios o «espingardas», más algunos mosquetes de factura francesa; aun así, la mitad de sus tropas (sobre todo los voluntarios) llevaban armas blancas: lanzas, espadas, arcos y flechas. La artillería marrueca era numerosa, ya que tenía setenta piezas, pero anticuada. Otro factor que daba ventaja a los españoles era la logística, inexistente la del sultán. Los marruecos solo eran fuertes en caballería, con cerca de diez mil jinetes.

Por el contrario, las fuerzas españolas estaban bien organizadas, y mandadas por veteranos de la guerra de Europa. En su mayoría disponían del fusil de retrocarga Otamendi, salvo la brigada naval y los batallones auxiliares, que todavía llevaban el Entrerríos de avancarga. Además de la artillería capturada, Lazán tenía dos baterías de morteros pesados de ocho pulgadas, una de sitio de nueve pulgadas, y seis de cañones de campaña de cien líneas. Estos últimos eran piezas de acero muy modernas, que tenían un primitivo sistema de amortiguación de muelles y elástica. Sorpresa desagradable para los hombres de Sultán iban a ser los tubos de fuego, armas desarrolladas para asaltar las murallas y que no habían sido necesarias durante la toma de Salé. Se trataba de primitivos lanzallamas, con una pequeña carga de pólvora que generaba el gas que lanzaba una mezcla de nafta y aceite a cincuenta pasos de distancia.

Estas armas no habían sido vistas con agrado por los capellanes, que las consideraban excesivamente crueles, pero cualquier reparo desapareció cuando una patrulla de caballería española fue emboscada cerca de la ciudad. Los prisioneros fueron llevados ante las murallas, donde fueron torturados y decapitados a la vista de ambos ejércitos. Tras la matanza del palacete, la nueva atrocidad inflamó los ánimos españoles. La lucha sería a muerte.



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—Mi general, Don Ismael Vargas solicita audiencia. Dice que es importante.

—Hacedle pasar.

El marqués de Lazán había establecido su puesto de mando en el palacete de los Vargas, por invitación expresa de Don Ismael. Lazán no quiso ocupar el edificio manchado con sangre de inocentes, y el morisco ofreció su casa, diciendo que era el mejor servicio que podía hacer a sus hermanos asesinados.

—Adelante, Don Ismael, hacedme el honor de sentaros ¿Qué nuevas traéis?

Tras la toma de Salé, los españoles temían un ataque inmediato, pero después de la sorpresa de la patrulla montada, los musulmanes parecieron quedar dormidos. No habían abandonado el campo: los dos grandes cuerpos permanecían al acecho, el del norte en Mamura, el de sur en Temara. Los dos permanecían separados por el río Burereg y sus barrancos afluentes. Durante semanas permanecieron a la vista de las murallas de Salé. Los primeros días la caballería mora se acercó a los muros, sin que Lazán la incomodase hasta que, al quinto día, el tercer batallón irlandés salió a campo abierto, incitando a los marruecos al ataque, solo para barrerlos con sus andanadas y el posterior contrataque de los caballeros españoles. Casi un millar de musulmanes quedaron en el campo, unos caídos en combate, los más rematados por los encolerizados españoles y moriscos.

Las cabezas empaladas de los moros sirvieron de advertencia, y en lo sucesivo los hombres del Sultán se mantuvieron alejados. El espacio entre los dos cuerpos permitió que la caballería española, acompañada por la morisca, hiciera batidas en busca de alimentos. Durante estas salidas encontraron centenares de refugiados que querían volver a sus casas, aunque fuera bajo el yugo español. Sorprendentemente, también llegaron bastantes moros pidiendo combatir bajo las banderas hispanas, ya que hasta allí habían llegado noticias de la fortuna de los jinetes mogataces que acompañaron al marqués de Camarasa. Aunque los refugiados y los voluntarios supusieran una amenaza para las reservas de alimentos, Lazán consintió, diciendo que no llegaba a conquistar sino a liberar. Afortunadamente, no se interrumpió la conexión marítima con Cádiz y no llegaron a faltar las provisiones. Los recién llegados fueron equipados con fusiles Entrerríos y encuadrados en batallones auxiliares, de tal manera que al comenzar el nuevo año las fuerzas españolas llegaban a los veinticinco mil hombres.

La aparente calma en los campamentos enemigos estaba tentando a Lazán. Sin embargo, temiéndose una celada, siguió enviando patrullas de moriscos, procurando que fueran acompañados de españoles, en parte para darles más fuerza, pero también como precaución ante traiciones. Con todo, el odio y la sed de venganza demostraron ser más fuertes que la lengua y la religión, y ningún morisco cambió de bando; al contrario, no era raro que las patrullas volvieran con más voluntarios.

—Decidme ¿Qué pasa en el campo moro? ¿Se han decidido a atacar o no.

—Parece que se empiezan a aclarar. Como sabéis, la huida acabó con el prestigio del sultán usurpador, y hoy supe que no hará ni una semana que ha sido asesinado. No os lo creeréis, pero la mano homicida ha sido vengadora, pues al perro del sultán no se le ocurrió mejor idea que desposar a la fuerza a su sobrina, hermana del anterior sultán que había mandado matar. Viendo la ocasión, la mujer lo ha drogado y después degollado. Espero que ese cerdo esté dando cuenta a Pedro Botero por sus crímenes. La cuestión es que, al saber del crimen, el general Ahmad al Kadir ibn Ali Gaylān ha ordenado ejecutar a la homicida y se ha proclamado sultán. Sin embargo, no han sido pocos los que le acusan de haber participado en el asesinato. Como consecuencia, el ejército del sur ya no admite sus órdenes. Lo comanda Mohammed al-Hajj ibn Abu Bakr al-Dilai, un notable dilaíta, que también se ha proclamado sultán.

—Así que tenemos dos ejércitos enemigos, en vez de uno.

—Así es, marqués. Dos ejércitos que se odian a muerte. Además, hay otro aventurero que está adquiriendo fuerza, un tal Mulay Al-Rashid, caudillo del clan alauita.

—No voy a negar que tal situación nos favorece ¿Cuál creéis que es el enemigo más peligroso?

—El del sur sin lugar a dudas. El dilaíta es un anciano, pero tiene gran autoridad y sabrá encorajinar a sus hombres.

—¿Creéis que podremos provocarle para que nos ataque?



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Esa misma noche una legión se situó tras la brecha, apostada en las cortaduras y en un parapeto que se había levantado tras la muralla de la ciudad. Los batallones auxiliares guardaron los otros reductos y la muralla, mientras el resto del ejército cruzaba el puente y pasaba a Salé la Nueva. A la mañana siguiente, un cuerpo español salió por las puertas del sur y se dirigió hacia Temara, siguiendo la costa. Dos legiones iban al frente, y la caballería cubría el ala izquierda. La vanguardia llevaba banderas y crucifijos, y profería insultos contra Alá y Mahoma.

Pronto fue visible la agitación en el campo enemigo, y no tardó mucho en alinearse su caballería.
—Es vuestro turno, Don Ismael —le dijo Lazán.

Cien jinetes moriscos se adelantaron y se acercaron al campo enemigo, todos ellos Vargas y Palafox de valor y lealtad probados. Se detuvieron a doscientos pasos, hicieron pie a tierra y empezaron a disparar. Poco a poco, los dilaítas fueron cayendo. Entonces, Ismael tomó su montura y llegó a apenas cien pasos. Tomando una bocina, empezó a proferir improperios.

—¿Qué os pasa, cobardes hijos de perra? ¿Tenéis miedo del acero? ¿Tendrán que acompañaros vuestras madres y esposas? Porque ahí parados parecéis lloronas ¡Sí, decid a vuestras mujeres que vengan, que así conocerán hombres de verdad!

Otras veces, insultó a la religión—: ¡Que montón de ratas cobardes! Sólo pueden ser seguidores del falso profeta ¡Abomino del perro Mahoma y de los cerdos de sus seguidores! ¡Abomino del borracho mentiroso hijo de porquero al que adoráis! ¡Abomino de sus partidarios, que gozan en ofrecer sus culos a los cerdos! —después tomó su fusil, buscó a algún notable, y le metió una bala en el pecho.

Tras Ismael fueron los otros moriscos: se acercaban, insultaban, y disparaban. . Los musulmanes respondían con sus pistolas, pero ineficazmente por la distancia. Hasta que fue imposible contenerles, y se lanzaron a una furiosa carga. Sin perder tiempo, los moriscos volvieron grupas y se dirigieron a la seguridad de las líneas españolas.

—No me equivoqué con el morisco —dijo Lazán— ¡Que formen las líneas!

Los batallones españoles se desplegaron en tres hileras, dejando espacio para los cañones y para que pasara la caballería morisca. Cuando los musulmanes llegaron a mil quinientos pasos, los cañones empezaron a disparar granadas de metralla. Aun así, el torrente enemigo no se detuvo y, cuando estuvieron a trescientos pasos comenzaron las andanadas de los fusiles. Como había ocurrido en Dunkerque, los jinetes enemigos cayeron en racimos, y los cuerpos de hombres y caballos obstaculizaron a los que llegaban, formándose montones de carne viviente que eran atravesados por la metralla y las balas. Después de cinco minutos de horror los dilaítas se retiraron, pero solo para porfiar en los ataques. Unas veces agitando sables, otras disparando sus mosquetes, bien de frente, bien intentando flanqueos. El campo se encharcó con la sangre de hombres y bestias; solo unos pocos marruecos llegaron hasta las líneas españolas, para encontrarse con las balas de las pistolas rotatorias y el filo de los cuchillos de Breda.

En el momento álgido de las cargas, Lazán dio una orden, y la brigada de caballería española cayó contra el flanco moro. No en una carga alocada, sino que ordenadamente se desplegaron y vaciaron sus carabinas, hasta que los jinetes marruecos se dieron por vencidos. Fue entonces cuando se produjo a la vez la carga de los caballeros y de los infantes españoles, que dispersó a lo que quedaba de la caballería marrueca.

No había acabado a batalla: tras los jinetes se acercaron los infantes. Ocurrió lo mismo: primero, los cañones, luego la fusilería. Esta vez el ataque tuvo menos ímpetu y ni llegaron a los cien pasos antes de correr.

—Don Ismael, son vuestros.

La retirada se convirtió en desbandada, y el acoso de la caballería se prolongó dos leguas. En el campamento enemigo se encontraron provisiones, joyas, y el mejor de los trofeos: el autoproclamado sultán había intentado resistir en su tienda, solo para caer acribillado junto a sus más fieles. El poder dilaíta había sido aniquilado.



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En tronar del cañón decidió a Ahmad al Kadir, que ordenó que esa misma noche fuera asaltado el reducto, haciendo oídos sordos a Vauban y Hannam, que dudaban que la brecha fuera practicable y recomendaban precaución. El ataque debía ser una sorpresa, pero no se pudieron evitar los rezos y los gritos de los voluntarios. Cuando oscureció se formaron las masas: primero la chusma voluntaria, después los regulares.

—No os había dado las gracias por vuestro valor de esta mañana, Don Ismael. Tened por seguro que será recordado. Pero, por ahora, gocemos del espectáculo.

Las horas de demora habían permitido que el cuerpo que había vencido a los dilaítas se reintegrase a la ciudad. Ya estaba pasando por el puente de barcas y era cuestión de horas que estuviera dispuesto.

—Don Ismael ¿Os apetece ver qué hacen nuestros enemigos? —Dijo Lazán, antes de ordenar que los lanzacohetes dispararan luminarias, cohetes que alumbraron el campo. A su fugaz luz se pudo ver que una masa de miles de hombres estaba a apenas doscientos pasos.

—¡Fuego!

Lazán había retirado sus cañones modernos del reducto atacado, pero los había dejado en los cercanos. Las granadas de metralla se rompieron en el aire y lanzaron una lluvia de hierro. Entre andanada y andanada, también hablaron los fusiles, que disparaban contra la masa informe que iluminaban los cohetes. Ahora bien, la poca luz cegó a los voluntarios al horror que estaban sufriendo, y a pesar de las bajas enconaron su ataque. Cuando llegaron al pie del reducto fue el momento de los cañones capturados, que estaban cargados hasta la boca de trozos de metal y de piedras; los españoles prendieron mechas y se retiraron por trincheras. Los fragmentos causaron una espantosa carnicería, pero no impidieron que los voluntarios siguieran trepando entre los escombros. Sin embargo, cuando entraron en el reducto encontraron zanjas llenas de púas afiladas que demoraron su avance, mientras se les seguía fusilando a quemarropa, esta vez desde la brecha de la muralla.

—Témome que las balas no podrán contenerlos.

—No se preocupe, Don Ismael. No saben que el reducto no lo es tal, sino trampa. Espere.

Poco a poco los atacantes taparon las zanjas, bien con maderos, bien con cuerpos, no todos muertos. Sin embargo, cuando se acercaban a la brecha se produjeron tres tremendas explosiones que lanzaron piedras y sangre al cielo. El asalto perdió ritmo; fue entonces cuando una compañía española contratacó. No se lanzó a la carrera, sino que superó el parapeto de la brecha y avanzó metódicamente, disparando por secciones y comprobando que los muertos lo estuvieran de verdad, con su ayuda de ser preciso. Al poco, en el reducto de los marruecos solo quedaban cadáveres. Aun así, los españoles apenas se mantuvieron, sino tras trajinar se retiraron a la brecha. Justo a tiempo, porque las baterías musulmanas volvieron a disparar.

—Ahora sí que me molestan esos cañones. Decidle al coronel Pérez que se emplee a fondo.

Contrariamente a lo ocurrido en días previos, esta vez la artillería española contestó no con balas, sino con proyectiles de metralla que estallaban en el aire, o con explosivos que deshacían los parapetos. El estruendo era español: por caza cañonazo marrueco había cinco hispanos, mucho más destructivos. No pasó ni una hora hasta que cesó el duelo. Sin embargo, la batalla no había acabado: centenares de timbales comenzaron a batir, y los cohetes iluminantes mostraron varias columnas de ataque.

—Esta vez lo hacen mejor. Ved como también van contra los otros reductos —dijo señalando dos columnas que avanzaban hacia los de los lados del atacado–. Si os fijáis, las columnas de los flancos llegan en desorden, pues deben estar compuestas con los voluntarios que quedan.

—Tras lo visto, no creo que esos otros reductos corran peligro —fijo Ismael.

—Tenga vuesa merced en cuenta que el objetivo de los marruecos no es tomarlos, sino impedir que desde ahí se dispare contra los regulares que se dirigen al centro. Aun así, no temáis. Por cierto, sabed que he ordenado al batallón hebreo que refuerce la brecha.

—Aun no están del todo preparados —repuso el morisco.

—Mejor están que los que atacan. Además, mi deseo es que se fogueen. Haber combatido por España será clave en su futuro. Pero atended, que empieza el fuego.

Desde los otros reductos, algunos cañones dispararon contra las masas de los flancos, cobrando un peaje en sangre por cada paso, mientras que otros seguían martirizando a los atacantes del centro. Los ordenados cuadros resultaban objetivos ideales para la metralla; aun así, se rellenaban las brechas y el avance seguía. Tras quince minutos de muerte, llegaron a los escombros que habían sido el reducto.



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Yehuda Ben Simon jamás se hubiera imaginado apuntando un fusil. Sin embargo, la ocasión que les había ofrecido ese español era demasiado buena para dejarla escapar.

La familia procedía de la judería de Estella, y con lágrimas dejó su casa, llevándose la llave de la puerta por si en algún futuro podía volver. Durante siglo y medio desesperaron en Marruecos. Sus hermanos de religión los habían recibido, pero eran despreciados por los musulmanes. Ya no temían asaltos a la judería, pero sí las denuncias de vecinos envidiosos y al juicio de los ulemas. Aun no habían pasado ni tres años desde que su padre también llamado Yehuda fuera decapitado tras haber sido acusado de blasfemar contra Mahoma. Tras el asesinato, que no ejecución, las escasas pertenencias de la familia quedaron en manos del envidioso delator. Ahora Yehuda rezaba para que ese perro estuviera ante su fusil.

La llegada de los españoles no se tradujo en matanzas ni saqueos. Al contrario, los guardias protegieron las casas de los que quedaron en la ciudad. No mucho después, se pidió a los hebreos notables que se reunieran con el general. A pesar de su sabiduría, no esperaban lo que se les ofreció: quienes tomasen las armas por España serían de nuevo españoles y, en el futuro, incluso podrían volver a la añorada Sefarad.

Con los voluntarios se formó un batallón y comenzó su instrucción. Entre los reclutas estaba Yehuda, que no tardó ni un instante en arrepentirse cuando un sargento mestizo de perra y demonio les hizo ponerse en línea. Preguntó quiénes parlaban su lengua —fueron mayoría— y de ellos eligió a unos cuantos para mandar a sus compañeros. Luego, les dijo que quería verlos correr.

¿Correr? Solo los niños corrían, pero poco le importó al torturador que, tras ponerse a su frente, los hizo recorrer por fuera la muralla, desde el mar hasta el río. Yehuda fue de los pocos en llegar, más muerto que vivo, pero solo se ganó una reprimenda.

—Oye, mierdecilla, ahora se supone que eres un soldado del rey, y los soldados del rey no jadean ¡Espalda recta, y sin mover ni un pelo!

Tras la carrera, y sin dejarles ni un momento, les hizo formar; no sabían qué era eso, pero entre juramentos y algún sopapo lo fueron entendiendo. Después debieron marchar, obedeciendo las órdenes que salían de la negra boca del sargento, procurando no tropezar y menos caerse. Tras otra hora de fatigas pudieron comer, un condumio que llamaban macarrones. Al menos, tuvieron la tranquilidad de ver que había hebreos entre los cocineros.

—Comed sin temor, que no hay guarro ni nada que sea ofensa. Tragad, que lo necesitaréis.

Durante días no hicieron sino correr, formar y marchar. Por si fuera poco, tuvieron que llevar unos sacos que llamaban «macutos» que el sargento ordenó llenar de piedras y leños, y que llevaban a los reductos que los españoles estaban construyendo. Luego, tuvieron que ayudarles tomando picos y palas.

Tras dos semanas de tortura, el sargento les ordenó tomar unos fardos y les dijo—: Cambiad esos harapos que lleváis por el uniforme del rey, que llevaréis con honor. —Luego, se entregó un arma a cada hombre.

—Ahora ya sois soldados de verdad. Mirad vuestro fusil: a partir de ahora no os separaréis de él. Lo llevaréis al formar, al correr, al comer, hasta al cagar, y lo abrazaréis para dormir tal si fuera vuestra novia. Tomadlo como yo hago. Ahora ¡Corriendo tras de mí!

A las carreras se sumó la instrucción con el fusil. Era del modelo Entrerríos, que no resultó demasiado difícil de manejar. Se les enseñó a morder el cartucho engrasado —con sebo de cordero, les aseguraron—, a echar la pólvora en el cañón, a hacer el taco con el papel y a introducir la bala, que debían golpear con la baqueta para que asentara. Después debían levantar el arma, amartillar el percutor e introducir el fulminante; ya solo era cuestión de apuntar y disparar. El sargento ofreció premios —permisos de unas horas— a los que dispararan más deprisa y con mayor precisión.

También les enseñaron a limpiar el arma y a engastar en su boca el cuchillo de Breda que lo convertía en una lanza; luego tuvieron que aprender a usarlo. El tiempo que no estaban en el campo de tiro, lo empleaban repitiendo las formaciones, andando con paso parejo, formando líneas y cuadros a la voz del sargento. Solo cuando consiguieron manejarse, y aprovechando la tregua que les estaban dando los marruecos, les mostraron como emplear unos artefactos llamados «granadas de mano», que venían a ser como mazas llenas de explosivos. Un cordel encendía la mecha, y había que tirar la bomba pues estallaba en seis latidos.

Los reclutas creían estar preparados, pero el sargento seguía renegando. Hasta que un día les habló de otra manera.

—Muchachos, me gustaría seguir puliéndoos, pero no nos queda más tiempo. Vuelven los moros. Luchad como os he entrenado, y sabed que ha sido un honor hacerlo.



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—¡Formen en línea tras el parapeto! ¡Carguen armas!

Los soldados efectuaron los movimientos de manera casi mecánica. Entre el fragor de la batalla se empezaron a escuchar los tambores.

—¡No los temáis, que no hay música que pueda con un soldado español!

Entonces sonó un disparo y el sargento cayó fulminado. Sin embargo, antes de que surgieran las dudas, el cabo tomó el mando.

—¡Atentos, que vienen! ¡Apunten!

La línea orientó sus fusiles.

—Primera sección! ¡Fuego!

Cincuenta fusiles dispararon. Mientras recargaban, las otras líneas se sucedieron en el fuego. Desde los flancos también se hacía un fuego continuo que hacía que pocos musulmanes llegasen a recorrer más de diez pasos antes de caer. Sin embargo, no cesó el ataque, solo que ahora saltaban como gatos para acercarse cuanto antes al parapeto. El cabo lanzó una bengala y ordenó a los soldados que se cubrieran. Justo a tiempo, porque los tubos de fuego lanzaron un huracán de llamas sobre la brecha y el baluarte. Figuras ardientes profiriendo aullidos de dolor intentaron llegar a las líneas hispanas, pero los fusileros les dieron muerte, más por misericordia que por temor.

No cesaron los asaltos, pero ahora la luz de las llamas facilitaba la puntería. Aun así, el asalto final estuvo a punto de llegar a la posición de Yehuda, a pesar del fuego desde los flancos.

—¡Primera sección, bombas de mano.

Los artefactos cayeron entre los marruecos. Los que quedaron en pie fueron barridos por los fusiles.

—Parece que ya no quedan más. Calen los cuchillos y adelante. Con cuidado.

Los soldados recorrieron el horror de carne rota y quemada, pinchando los restos con los cuchillos; algún disparo demostró que no todos estaban muertos. Al acercarse a la brecha el cabo les ordenó detenerse.

—Segunda sección, bombas de mano. Primera, ataquen después.

Treinta granadas volaron por la brecha y tras las explosiones los hebreos cruzaron la muralla y entraron en el reducto, convertido en casquería. Con las primeras luces del día vieron cómo se retiraban los soldados que aun le quedaban al sultán.

No había acabado la batalla. Otro cohete fue la señal para que la caballería, que se había desplegado al este, cargara sobre los fugitivos. La persecución solo se detuvo en las proximidades del campamento enemigo. Mientras, los batallones españoles salieron a campo abierto. Al llegar a quinientos pasos del campamento, la artillería de campaña tiró contra sus muros y luego devastó el interior. Los infantes asaltaron las brechas, y los caballeros rodearon por la derecha.

Las horas siguientes fueron de muerte.



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… La doble batalla de Salé fue de las más sangrientas del Resurgir. Los moros, desde siempre, habían sido el odiado enemigo de los hispanos, y más los que se dedicaban a la piratería. Además, las atrocidades ordenadas por el sultán hicieron que el ejército de Lazán no diera cuartel. El primer día, el ejército dilaíta perdió al menos tres mil hombres, entre los caballeros abatidos durante las cargas y los infantes que cayeron en el asalto final. La matanza fue aun peor la noche siguiente. Solo ante los muros de Salé se contaron mil setecientos cadáveres. La peor carnicería se produjo en el campamento, que tras ser copado por la artillería fue cañoneado y luego asaltado. Los marruecos consiguieron poca misericordia de los enardecidos españoles; los que intentaron resistir fueron destrozados por la metralla y las balas, y cuando la resistencia se rompió la caballería cayó sobre los fugitivos. Según el recuento oficial, hubo dos mil muertos musulmanes solo en el campamento, aunque la cifra real no pudo concretarse, ya que los cadáveres fueron inhumados en grandes zanjas sin que nadie se detuviera a contarlos. No se sabe cuántas fueron las víctimas de la caballería, aunque se estima que fueron el doble; durante decenios, el terreno fue llamado el campo de los huesos por los restos que aparecían.

En total, y según el cálculo más conservador, los marruecos tuvieron quince mil muertos, sin tener en cuenta los millares de heridos que perecieron durante los días siguientes, bien por falta de atención, bien rematados por sus perseguidores. Muchos de los dispersos murieron de frío, hambre, o por el acoso de tribus bandoleras que querían hacer méritos ante el vencedor. Algunos autores estiman que las muertes se acercaron a las treinta mil. Entre las víctimas destacaban los dos sultanes rivales, caídos durante los asaltos a sus campamentos, así como buena parte de sus notables. Los prisioneros fueron menos, unos tres mil, la mayoría capturados en Kenitra. Entre ellos había trescientos europeos entre marinos ingleses, consejeros franceses y renegados. Estos últimos fueron ejecutados, igual que los más significados de los europeos (incluyendo el capitán Hannam), argumentando que al seguir en las filas del sultán tras las matanzas, eran partícipes de sus crímenes; sirvió de escarmiento para aquellos europeos que se atrevieran a ayudar a africanos u orientales. Los demás prisioneros ingleses fueron reducidos a la esclavitud.

Contrariamente a la sangría sufrida por los marroquíes, las bajas españolas fueron ligeras y no llegaron a las ochocientas entre muertos y heridos, y fueron sobradamente compensadas con los voluntarios locales que engrosaron el ejército, que pasó a ser la fuerza indisputada del Magreb.

Tras la gran victoria Lazán envió la caballería en persecución de los derrotados. Durante el «alcance» las bajas marruecas fueron elevadas, aunque por entonces ya se había calmado la sed de sangre, y se capturaron miles de hombres a los que se obligó a trabajar en la reconstrucción y fortificación de Salé. También fueron apresados más renegados europeos a los que se esclavizó, salvo a sus mandos, como el señor de Vauban, que fueron ejecutados. Poco después salió Lazán con rumbo a Cádiz al ver que la amenaza había desaparecido. Quedó en Salé de guarnición una legión española, que incluía a los soldados moriscos y hebreos.

El resultado de la doble batalla fue que el ejército marrueco fue aniquilado. Los voluntarios supervivientes regresaron a sus casas y los mercenarios se desbandaron, Se perdió toda la artillería, y gran parte de las armas personales; durante semanas, los fuegos de Salé se alimentaron con arcos y flechas capturados. Sobre todo, quedó destruida la cúpula musulmana. No solo cayeron muchos de los notables dilaítas, sino que la secta perdió su prestigio, ya que se le acusó de la división que llevó al desastre. Los salaítas no salieron mejor parados y se enredaron en luchas intestinas hasta que dos años después Fez fue tomada por el usurpador alauita Mulay Rashid. A su vez, Rashid pereció en Angud al ser derrotado por un cuerpo expedicionario hispanomorisco. Tras la derrota de los alauitas, Marruecos cayó en la confusión, con los caídes de las tribus intentando hacerse con el poder, y los españoles actuando como árbitros para impedir la unificación del país. La situación se prolongaría durante más de medio siglo, hasta que se instituyó el Protectorado de Marruecos en 1735.

Salé se convirtió en otra posesión española. Como se ha dicho, tras la batalla la ciudad quedó arrasada entre el fuego naval, el incendio posterior, y los edificios derruidos para reforzar las fortificaciones. Además, estaba casi despoblada entre huidos y expulsados, no solo del casco urbano, sino los alrededores hasta una distancia de veinte millas valencianas. En las semanas siguientes a la batalla las patrullas de caballería desalojaron a los campesinos que seguían en sus fincas. Aunque muchos quisieron volver, solo se permitió a los que podían demostrar su descendencia de moriscos, y únicamente si prestaban juramento de fidelidad. Temiendo que muchos lo hicieran en falso, en Salé se creó una de las primeras Juntas de la Inquisición Civil, que tras sus investigaciones procesó a decenas de retornados por traición, siendo condenados algunos a muerte, y otros reducidos a la esclavitud (que ya no era llamada así, sino «trabajos forzados a perpetuidad»). Para poblar Salé y su entorno, sus tierras fueron ofrecidas a los descendientes de moriscos y hebreos expulsados de España. Con ellos se organizó la «legión de Salé», un cuerpo militar cuya misión fue patrullar la valla (realmente, una alambrada) que delimitaba el enclave. Esa legión tuvo un papel crucial en las luchas intestinas marroquíes, deponiendo o derrotando a los emires desafectos, como el alauita Rashid, y evitando la unificación del país.

Manteniendo la oferta dada a Vargas, a todos aquellos que aceptaron recibir el agua bautismal se les permitió colonizar, así como a los hebreos que habían combatido en el batallón español, que pudieron llevar a sus familiares. Tras algunas dudas, se decidió que lo hicieran en el Cabo de Buena Esperanza, donde fundaron la ciudad de San Antonio del Cabo (por la advocación del día de la batalla), que fue el germen de la colonia de Buena Esperanza.

Por gracia real, a los moriscos que habían luchado al lado de los españoles y que aceptaran el bautismo se les otorgó el derecho a radicarse en cualquiera de los territorios de la Corona, hasta en sus antiguas casas, si así lo deseaban. En tal caso, los detentadores debían ser compensados generosamente, con una indemnización pagada la mitad por el retornado, y la mitad por la Corona. Aun así, a sabiendas de los conflictos que podía conllevar su vuelta, se les alentó a colonizar, recibiendo lotes de tierra mayores y mejores. La mayoría lo hizo también en la colonia del Cabo, y con sus fortunas se convirtieron en la crema de la colonia sudafricana.

A Don Ismael Vargas, por merced real y en reconocimiento por su dedicación y sus sacrificios, se le otorgó el título de barón de Salé y el grado de comandante de los ejércitos reales. Participó en la campaña de La Morea, retirándose con el título de coronel. Volvió a Hornachos donde casó con una dama y formó una nueva familia. Poco después fue nombrado capitán general de la Colonia del Cabo, cuyo gobierno ejerció durante decenio y medio. Sus descendientes…



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De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.

La carabina Entrerríos modelo 61

La potencia de fuego de los nuevos fusiles llevó a la reorganización de la caballería española. Aunque conservó sus sables, pasaron a ser las armas de fuego las principales. Durante la guerra de Dunkerque se emplearon las carabinas Mieres del modelo 57, las que fueron apodadas «escopets» por los franceses. Aunque fueron armas útiles que se utilizaron durante decenios por los batidores, se revelaron inadecuadas como armas de guerra, ya que necesitaban munición prerrayada especial, y el mecanismo basculante no soportaba el maltrato ni permitía llevar cuchillos de Breda.

Con todo, las deficiencias de las Mieres jugaron en favor de los españoles, pues confundieron a los franceses cuando intentaron copiarlas. Aun así, en seguida resultó evidente la necesidad de reemplazarlas. Sobre todo, porque la caballería española cada vez buscaba menos el choque, y procuraba combatir con armas de fuego.

La carabina Entrerríos modelo 61 estaba diseñada para proveer a la caballería con un arma potente y de largo alcance, de peso y dimensiones reducidos. En realidad, era un fusil acortado con el mecanismo que se estaba empleando en la conversión de fusiles Entrerríos a la retrocarga, con el añadido de una uña extractora que facilitaba la expulsión de los cartuchos. El cañón era ocho pulgadas (doscientas líneas) más corto que el Otamendi. Empleaba el mismo cartucho aunque con menor carga (llevaban una vistosa raya de color verde para diferenciarlos), aunque también se podía disparar el cartucho más potente de los Otamendi, a costa de un retroceso bastante molesto. La Entrerríos tenía un engarce para un cuchillo – espada de Breda; se pretendía que sustituyera al sable, pero los regimientos de caballería fueron reacios a deshacerse de ellos, ya que lo consideraban superior en el combate cuerpo a cuerpo. Con todo, las cargas fueron raras, salvo contra enemigos desorganizados, y por lo general la caballería española solía combatir como infantería montada.

La campaña de Salé fue la primera en la que se emplearon las carabinas en manos de la caballería morisca, que tuvo un papel clave en el conflicto. En los años siguientes se distribuyó al resto del ejército aunque, como ocurrió con los Otamendi del modelo 57, fueron sustituidas no mucho después por fusiles y carabinas de pólvora sin humo. Aun así, siguieron empleándose en las colonias, donde fueron apreciadas por sus dimensiones contenidas y su ligereza. La Armada también recibió muchos ejemplares, que resultaron muy efectivos en los espacios confinados de las cubiertas.




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Viaje al amanecer

En el día de San Emeterio de Calahorra, tercero del mes de Marzo del año de nuestro Señor de 1670.

De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica

Ferdinand Bonaventura von Harrach

Ferdinand Bonaventura von Harrach (Praga, 1637 - Karlsbad, 1721) fue un diplomático austríaco que actuó como embajador imperial en Madrid durante la Regencia. Aficionado y protector de las artes, reunió una gran colección que se conserva actualmente en el Museo Imperial de Praga.

Procedía de una familia católica perteneciente a la aristocrática bohemia. Único hijo varón del conde Otto Friedrich, tras la prematura muerte de sus padres fue educado por su tío, el cardenal Ernst Adalbert Harrach. Ferdinand fue compañero de juegos del futuro emperador Leopoldo I, con el que mantuvo una estrecha relación. Estudió en la universidad de Dola, en el Franco Condado, y efectuó el Gran Viaje entre 1655 y 1658, visitando Alemania, Francia e Italia. En 1660 casó con Johanna Theresia, condesa de Lamberg, con la que tuvo seis hijos.

En 1667 pasó a España por invitación del rey Felipe IV. Durante este viaje escribió una serie de cartas que remitió a su tío, aunque, en realidad, el destinatario real fue el emperador Leopoldo I, que quería conocer de primera mano los cambios que se estaban produciendo en su aliado. Estas cartas fueron recogidas en el libro «Cartas desde España», que Ferdinand dedicó a su tío, y que constituyen un fiel reflejo de la España del Resurgir.

Entre 1667 y 1670 viajó por España, siendo recibido por el rey Felipe IV, que le concedió la orden del Toisón de Oro. Durante su estancia visitó…



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Un crucero por el Adriático

Estimado mentor y amado tío

Siguiendo sus siempre loables intenciones, y aprovechando la oportunidad que me ofrece la invitación de su Católica Majestad el rey Felipe IV, que Dios guarde muchos años, he viajado al puerto de Trieste para desde allí pasar a Valencia.

No le mentiré si le digo que esperaba con ansia visitar esa gran ciudad. Tanto, que no esperaba ninguna sorpresa durante el viaje, que suponía largo y monótono. Estaba muy errado, y creo que le interesará el relato.

La parte más incómoda, la que se hizo más fatigosa, fue llegar hasta Trieste. Discúlpeme si no le aburro relatando esos días por horribles caminos, ni que tampoco le describa Trieste, ciudad cuya visita es por completo prescindible. Tomé acomodo en una posada nada destacable, para quitarme el polvo del camino antes de embarcar.

Envié un mensaje al puerto, donde el paquebote San Agatángelo estaba ultimando sus preparativos para zarpar. Tras recibir respuesta afirmativa fui al muelle. Simplemente, ver ese barco me dio una excelente impresión. Usted habrá oído hablar de esos paquebotes españoles, que antes llamaban siberiamanes. Se construyeron para el comercio allende los mares, pero tuvieron tal rendimiento que la Compañía del Carmen los prefiere a otros barcos menores. Visto desde fuera, en poco se diferencia de esos enormes buques de línea que equipan a la Armada española, que usted me mostró en aquel cuadro antes de partir. Como le digo, los paquebotes son muy parecidos a los barcos de guerra de dos puentes, y también están pintados con los oro y negro españoles; aunque baste con esos colores para aterrar a los piratas, también llevan una batería de cañones de potencia más que sobrada.

Cuando llegué estaban terminando de cargar. Una enorme machina, operada, como no, por hombres de la Compañía del Carmen, depositaba en la cubierta grandes cajones de madera, que luego bajaban a la bodega con polipastos. Me sorprendió ver que todas las cajas eran de las mismas dimensiones, y que tenían huecos donde introducir varas para su porteo. Más adelante el teniente Gonzaga, un amable napolitano que era el tercer oficial del barco, me explicó que se hacían así para aligerar la carga y descarga en los puertos, y que estaban pensados para poderse llevar en carruajes.

Una vez en el muelle envié a mi servidor para que solicitase permiso para embarcar, pues la etiqueta en el mar poco deja de desear a la de palacio. Al momento me pidieron que ascendiera a la cubierta (ya que la borda del San Agatángelo era alta como una casa), donde me recibió el citado teniente Gonzaga, un joven marino napolitano pues, como usted sabe, la compañía valenciana no hace distingos entre italianos, valencianos o castellanos. El teniente me condujo a mi cámara, me instruyó en sus características, y me dijo que el capitán del paquebote quería saber si estaba fatigado del viaje, si la cabina era de mi agrado, y si no tendría inconveniente en cenar con él.

Claro que la cámara era de mi agrado. No era grande, pues nada lo es en un barco, pero estaba exquisitamente amueblada. Tenía un biombo que ocultaba el lecho, que era una cama que colgaba del techo y cuyos movimientos estaban amortiguados por tirantes de elástica. Tal disposición disminuía las fatigas de la navegación y del mar de mar (que, por suerte, no me afectó en demasía) pero, si lo deseaba, podía bloquearse con unas palancas. La estancia tenía también un «cuarto de baño», un aposento minúsculo donde había un retrete que comunicaba directamente con la mar, y que me pidieron que no empleara en puerto. Había también uno de los baños de regadera que se han puesto de moda en España y que llaman «ducha». Por desgracia, era de agua de mar, que la dulce no sobra a bordo, aunque luego podía quitarme la sal con una toalla humedecida.

Mi criado Hans Pieter colocó mis pertenencias, y quedé admirado con los bien pensados armarios que permitieron que todo cupiera en esa pequeña cámara. Luego Hans me lavó y me vistió para la cena en la cámara del capitán, a la que había invitado también a los oficiales del barco, que así pude conocer.

El capitán, Don Jaime Oltra, era un marino de mérito que había aprendido las artes de la mar y de la guerra en la marina de Valencia, y que pasó a la Compañía cuando acabó la Gran Guerra. Me dijo que ya solo le faltaba la quinta marca del marino. No le entendí, pero luego supe que se refería a haber pasado el Ecuador en el Atlántico y en el Índico, doblado los cabos de Hornos y de las Agujas, y que solo le quedaba navegar por las Altas Californias. Un lobo de mar con escamas, pero también un perfecto caballero.

Don Jaime hizo la merced de relatarme alguna de sus aventuras, y de adelantarme el viaje que tenía por delante. Iba a descender por el Adriático aprovechando los vientos terrales, para luego pasar el canal de Sicilia y embocar hacia Valencia. Sabiendo del riesgo que suponía tal navegación, le pregunté si lo corsarios turcos suponían algún riesgo. Esperaba que se riera, pero no fue así. Me dijo que, en efecto, el San Agatángelo era un goloso premio para los piratas que acechaban en la costa albanesa, que poco caso hacían al estado de tregua, que no de paz, entre España y los otomanos. Aun así, no había motivos de temor, que la Armada patrullaba esas aguas, y de ser preciso el paquebote sabría defenderse por sí solo. Aunque no lo dudé ni por un momento, Don Jaime le pidió al teniente Gonzaga que al día siguiente me enseñara el barco.

La cena fue agradable, aunque sin alharacas. Se compuso de algunos entremeses, una menestra marina, que es un guiso de verduras y legumbres, y una magnífica tortilla de patatas. Usted ya la probó en la embajada de España en Viena, y sabe que es un plato que no desmerecería en la mesa imperial, aun siendo de ingredientes humildes. Esa tortilla, además, llevaba un relleno de jamón cocido, queso, y una salsa hecha con tomates, esos frutos indianos de los que gustan los hispanos. La comida se acompañó de un vino rosado, un delicado caldo que sirvieron fresco, pues el barco tenía una máquina de frío. Era un ingenioso artefacto que, con unos bloques de hielo que almacenaban en la bodega, podía enfriar las bebidas incluso en la peor canícula. La comida finalizó con una copa de un aguardiente navarro que llaman pacharán y que se hace con arañones. Con todo, he de decirle que el vino y el licor no corrió, sino que se sirvió en justas medidas, pues hace años que no se estila el beber en exceso en los barcos españoles.

Al día siguiente el barco zarpó, auxiliado por una galeota que hacía el servicio del puerto. Una vez en alta mar el teniente Gonzaga obedeció la orden del capitán (aunque se lo hubiera pedido con cortesía, era en realidad un mandato terminante) y me mostró el barco de quilla a perilla, deteniéndose en la batería, con ocho cañones de ciento veinte líneas a cada banda. También hizo formar en cubierta al destacamento de infantería de marina que los paquebotes embarcan en esas aguas difíciles. Me llamaron la atención sus armas. Unos llevaban los famosos fusiles Otamendi, y otros las no menos famosas «escopets», pero algunos hombres portaban un fusil enorme, que venía a ser como dos veces el Otamendi, y que llevaba un anteojo y unos ganchos en el cañón. El teniente me explicó que eran fusiles navales pesados, que disparaban una bala de quince líneas con tal fuerza que tenía más alcance que los cañones berberiscos. Si llevaban esos ganchos era para apoyarlos en la borda y así resistir el tremendo retroceso. Incluso hicieron una demostración de cómo disparaban esas armas bestiales; verla disipó cualquier temor que pudiera tener a los piratas.

La navegación fue algo incómoda, pues había «mar de fondo» con olas que producían tormentas distantes, que además en el Mediterráneo eran peligrosas por acercarse mucho unas a otras. Vi como Don Jaime, que manejaba el barco cual esquife, procuraba abordarlas en diagonal para que el casco no sufriera.

Hubiera sido de interés haber presenciado algún combate con piratas, pero no hubo ocasión. No solo por la batería del paquebote, sino porque en las aguas más peligrosas nos dio escolta un jabeque, que es un tipo de embarcación de guerra hecha a imagen de las corsarias, pero más fuerte. Con su escolta nada nos ocurrió en los estrechos. Se vieron velas, pero nos rehuyeron. Una vez dejadas atrás las Egadas, y ya en aguas seguras, el jabeque nos dejó y el San Agatángelo siguió en solitario su derrota hacia Valencia.



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La carta original se acompañaba de un opúsculo cifrado cuyo original se ha perdido, pero del que quedó una copia en el archivo de la inquisición civil valenciana, que contenía el texto original y el descifrado. El análisis de ambos demuestra que se empleó el disco de Alberti, un sistema que en la época se suponía inviolable pero que no resistió a los criptógrafos hispanos. El texto ha sido traducido y modificado ligeramente para facilidad su legibilidad. Nótese que el lenguaje empleado, excesivamente formal, supone una grave debilidad que facilita el ataque por los criptógrafos, indicio de que Von Harrach pensaba que el sistema era inviolable. Al no disponerse del documento original no se puede saber quién fue el encargado del cifrado, pero por lo prolijo del texto, que hace más tedioso su cifrado, probablemente fue Hans Pieter Mayer, el asistente personal de Von Harrach.

Adenda: Estimado tío, envío esta misiva tras mi llegada a Valencia. Le ruego que ponga en conocimiento del emperador mis cartas así como estas notas. Como le he contado, en Trieste me esperaban y embarqué en un paquebote. Pude inspeccionarlo y vi que podía ser convertido con facilidad en un gran barco de guerra capaz de enfrentarse a cualquier inglés o francés. Su majestad imperial deberá tener en cuenta que esos buques, de los que creo hay buen número, podrán incrementar la potencia de la marina española de ser necesario. El paquebote llevaba un armamento potente, que me pareció que podía ser aumentado sin dificultad. Aun así fuimos escoltados, mostrando que la navegación por el Adriático y el Canal de Sicilia no es segura.

En el barco pude ver un fusil pesado, que decían era para combatir en el mar, pero que me pareció que podría ser de similar utilidad en tierra, haciendo el papel de la artillería, pero con un peso y coste inferiores. Puede ser indicio de las nuevas armas que según los rumores están equipando a los ejércitos hispanos.

Por otra parte, tanto mandos como tripulación eran profesionales con mucha experiencia, y la tripulación, que parecía veterana, estaba bien equipada y mejor vestida, con uniformes de buen aspecto. Me sorprendió que se controlara el consumo de alcohol a bordo, y no vi a nadie borracho. Dudo que tal costumbre se imite en nuestra patria.



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La perla del Mediterráneo

El viaje por mar no fue demasiado largo y me permitió descansar de los abominables caminos que me llevaron a Trieste. Además, una vez rebasada Menorca, la marejada remitió y me libré del mal de mar que, aunque no me afecte excesivamente, acaba resultando molesto.

La noche del vigésimo día el paquebote se puso al pairo. Me sorprendió, pero el capitán Don Jaime Oltra tuvo la merced de explicarme que la costa valenciana es peligrosa por ser baja y con bancos de arena. Ya me había contado que calcular la latitud era fácil con su instrumento de navegación, que llamó sextante, pero no era tan sencillo adivinar la longitud, es decir, si se estaba al este o al oeste. El San Agatángelo disponía de un medio novedoso, un reloj cronómetro que daba la hora exacta en el observatorio de Castellón; luego se calculaba la longitud según la diferencia con la hora del barco, que podía conocerse midiendo la altura del sol o las estrellas. Por desgracia, los dos últimos días el cielo cubierto no permitió realizar observaciones y se había navegado a la estima, es decir, con un cálculo aproximado de las millas recorridas, de tal manera que el capitán no conocía su posición exacta. En la costa se habían levantado varios faros, torres en las que ardían fuegos por la noche, pero tampoco eran de fiar, ya que había maleantes que encendían otros para atraer los barcos a las rocas y rapiñar los restos. Práctica común en las costas inglesas y bastante menos en las españolas, pero que hizo que el capitán prefiriera no arriesgarse por la noche.

Al anochecer me llamó la atención un resplandor hacia poniente. Se lo señalé al teniente Gonzaga, y le pregunté si pudiera deberse a algún gran fuego, o si en España también había volcanes como en Nápoles. Al teniente le pareció una idea divertida, y me dijo que no era ningún incendio, sino las luces de Valencia, la perla del Mediterráneo.

Razón tenía. Al amanecer el vigiador dio el grito de tierra a la vista, y antes del atardecer ya estábamos en la bocana del grao de Valencia, es decir, de su puerto. Allí recibí la segunda sorpresa cuando nos tomó a remolque una barcaza con un extraño artefacto con una aparatosa chimenea, mayor que la de su palacio. Era una máquina de fuego o de vapor, como también la llaman, que no solo movía a la barcaza sin necesidad de velas, sino que bastaba para remolcar al enorme paquebote. Usted me dijo que en las minas españolas había máquinas de fuego para bombear el agua y tirar de las carretas, pero no sabía que las hubieran puesto en embarcaciones. Con tal auxilio el San Agatángelo entró en el puerto con el aparejo recogido y sin dificultad, sin depender de los cambiantes vientos.

El paquebote ancló en la rada; a la mañana siguiente lo haría en un muelle para descargar, pero yo ya había desembarcado. Tras despedirme del capitán y del teniente, y después de agradecerles sus atenciones (le ruego que comunique al emperador la amabilidad de esos magníficos marinos) un bote me llevó a tierra. Por entonces había desaparecido la playa del puerto, sustituida un muelle en parte de obra (de hormigón romano lo llamaron, hecho con cenizas de volcán) y en parte sobre pilotes, con pasarelas bajas que ayudaban a pisar tierra sin incomodo ni mojaduras. Junto al muelle esperaban arrieros que ofrecían llevarnos a alguna posada con nuestros equipajes. Contraté al que me pareció de mejor disposición, y le pedí que me guiara a la posada Imperial, en la que previamente usted había me había reservado acomodo.

En estos menesteres llegó el ocaso y entonces entendí el motivo de las luminarias de la noche anterior. Ya había oído del alumbrado de la ciudad, pero no esperaba que fuera de tal calidad. En las calles había farolas cada pocos pasos y en todas las esquinas. Unos operarios, los faroleros, las encendían. No vi que funcionaran con aceite, y pregunté al arriero, que me dijo que quemaban una especie de vapor que llamaban «gas». Viene a ser como los fuegos fatuos que en los pantanos asustan a los ignorantes, pero multiplicado. Procedía de unas instalaciones que llamaban «digestores valentinos» en las que fermentaban las basuras para conseguir, además del vapor de fuego, un estiércol que multiplicaba el rendimiento de los campos. Con las luces de las farolas la noche no llegó a las calles, que tampoco fueron abandonadas por las gentes. Es más, muchas ventanas iluminadas indicaban que también las casas tenían tal adelanto.

Otra impresión fue recorrer las calles del Grao. Digo calles cuando en realidad eran amplias avenidas en las que podían cruzarse varios carruajes, con unas anchas «aceras» para los que paseaban; esas aceras eran una parte de la calle más elevada, con un bordillo que salvaguardaba a los viandantes. Recorrimos la magnífica avenida Imperial, que desde el puerto llega al imponente Palacio Real. Más que calle era paseo o incluso parque, pues tenía un centenar de pasos de anchura por tres millas valencianas y media de longitud. Una calzada a cada lado permitía el paso de los carruajes, y en su centro unos preciosos jardines proporcionaban refugio contra el inclemente sol que durante el verano aflige a la ciudad. A pesar de la hora, por las calzadas desfilaban los carruajes. Unos eran muy vistosos, de personajes que querían ver y ser vistos. Otros, grandes pero más humildes, se paraban cada dos o tres cuadras para tomar o dejar pasajeros. En los días siguientes yo mismo los usaría; bastaba con subir y presentar un billete que el cochero picaba; esos billetes podían adquirirse en tiendas, o directamente al subir. No vi carromatos con mercancías, que por lo visto pasaban por otras calles de menor alcurnia, pero sí operarios que recogían las boñigas de los animales. Tarea que se facilitaba porque el piso no era de tierra, como en Viena, ni de grava, sino de losas en las aceras, y de piedras más pequeñas, de «adoquines», en la calzada para los carros. En Valencia dicen que llueve poco pero, aunque lo hiciera como en Praga, los valencianos no corren peligro de mancharse con barro o inmundicias.

También debo destacar que los vecinos no arrojaban sus miserias a las calles, sino que disponían de alcantarillas que las recogían sin ofender ni la vista ni el olfato de las gentes. Días después me explicarían que tales obras también beneficiaban la salud pública.

Las casas de ambos lados poco desmerecían a los palacios vieneses, pues eran altas, amplias, de cuatro alturas, con unos porches que defendían del viento y del sol, y también de las poco comunes lluvias. Tenían un estilo regular que agradaba a la vista. El arriero, que vio cómo las miraba, me dijo que eran diseño del marqués del Puerto, el renovador de la ciudad, que si no estaba en el santoral era por seguir en el mundo de los vivos. También me explicó que esos edificios habían atraído a ricoshombres, tanto de alcurnia como de nueva factura. Lo dijo con un retintín que me hizo pensar que esos nuevos ricos despertaban envidias. O eso entendí, pues el arriero hablaba un español muy raro; seguramente mezclado con el valenciano que con el castellano convivía en la ciudad.

No he dicho que muchas de las casas albergaban comercios. Los más de telas y ropas, muy dignas de admirar por sus colores y factura. Durante mi estancia compré algunas telas que os he enviado para que las disfrutéis. Veréis que la trama de los tejidos en poco envidia a los que disfruta el emperador, y que las puntadas son de tal fuerza y regularidad que ningún costurero podría imitarlas. Eran producto de las fábricas que pude visitar durante mi estancia.

En la avenida estaba la posada, en una casa de nueva factura y excelente impresión. Me condujeron a los aposentos, también magníficos, y que salvo por no ser demasiado grandes, en nada envidiaban a los de su palacio. Incluso tenían unas estufas en las esquinas que por lo visto funcionaban con ese vapor gas, aunque ese día no se precisaban por ser templado. También había lámparas de gas que Hans Peter encendió y que daban más y mejor luz que cualquier candelabro. La estancia tenía un aposento principal para mí, otro menor para el servicio, un comedor, y un «cuarto de baño» que le hubiera gustado ver, con un «inodoro», que era un asiento higiénico con un sistema de sifón para que no hubiera olores, y que se limpiaba con una cisterna de agua. Lo más destacable eran el baño de regadera y la pila en las que había grifos de «agua corriente», ya que era moda en Valencia no depender de fuentes sino de depósitos situados en las azoteas, que el sol calentaba.

Cansado como estaba, tomé una breve colación antes de acostarme. El posadero había preparado un guiso con arroz, verduras y caza que llamó «paella». Un poco indigesto, porque estaba hecho con ese aceite de oliva que tanto emplean en España, pero tan gustoso que le pedí a Hans Pieter que averiguara la receta, para poder regalarle a usted a mi vuelta.



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Adenda: Aunque el mar sea ajeno a mis conocimientos, el reloj cronómetro del Agatángelo, que permitía situarse al navío, me pareció tan destacable que el emperador debiera promover su fabricación. No sé si nuestros relojeros podrán hacerlo, o si será preciso solicitar la ayuda de nuestros aliados españoles. En cualquier caso, me pareció un gran avance.

Tan importante o más se me antoja el de la chalana movida con una máquina de fuego, que permite no depender de los caprichos del viento. De nuevo, mi opinión es que su Majestad Imperial haría bien en incentivar los estudios de esos aparatos.

El puerto de Valencia era el mejor que jamás haya visto, con los grandes muelles y las grandes machinas que ayudaban a los estibadores. El barrio nuevo de El Grao merece admiración, no tanto por el lujo, que era comedido, sino por su extensión y limpieza, gracias a las alcantarillas del tipo romano. Las casas casi eran palacios y derrochaban riqueza, no en forma de adornos típicos de cortesanos, sino en adelantos que recomendaría al emperador que introdujera en nuestras ciudades. Llaman a la ciudad la perla del Mediterráneo, y me parece que se quedan cortos: debiera ser la tiara de oro y diamantes, pues solo en el barrio del puerto hay más riqueza que en Viena y Praga juntas.

También me pareció muy reseñable el empleo de «gas» para iluminar. Como no vi ni barriles ni tuberías, no puedo ni imaginar la obra que habrá sido necesaria para llevar ese vapor a las calles y las casas. Solo ese detalle basta para ver el adelanto valenciano, que con seguridad interesará a nuestro señor el emperador.



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