Un soldado de cuatro siglos

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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Derna sería tomada al asalto. De eso no había duda. Tampoco que sería pronto. Esa misma tarde hice desembarcar de la San Lorenzo 300 de los 400 cohetes Hale que tenía. El resto, todos con cabeza incendiaria, quedaron embarcados en varias chalupas remolcadas por las galeras, de las cuales solo dos tenian los montajes para dispararlos, para ser usados desde el mar. Las instrucciones fueron fáciles: Apuntar en dirección a la ya cañoneada fortaleza al bulto, 3 cables de distancia, inclinación de 45 grados, encender el trapo empapado de aceite en la cabeza incendiaria, encender el volador y listo. Los diez hombres a cargo debían conocer el trabajo, pues era la gente con la que Álvaro y yo habíamos estado perfeccionando las armas desde que llegamos a Valencia.

Luego me entrevisté con el Almirante Urquizo, contándole la masacre de los cristianos cautivos. Su indignación fue tan grande como su cólera. Le pedí que no dejase dormir a la ciudad, que cada minuto un cañón de la flota disparase a cualquier parte de la ciudad, palacete, almacén, tienda, casa, corral o establo, no importaba. Al amanecer, coincidiendo con el bombardeo desde tierra, todos los buques, al unísono, cañonearían la alcazaba por un cuarto de hora.
- Don Francisco, decidme, cómo he de saber la hora a la que vos comenzareis a bombardear?
- Eso es algo que notareis, Almirante. Os juro que lo podréis notar.
- Me intriga la razón por la que las chalupas soltarán vuestros voladores sobre la fortaleza, que ya ha sido domeñada por la flota.
- El fuego griego no se apaga con el agua, más bien al flotar, es llevado por el agua y el incendio se extiende. Si Dios quiere, en algún momento, el fuego ha de llegar a la santabárbara…
- Y la explosión hará que Derna sea un pandemonio.
- Yo no lo quise así, Almirante. Dios sabe que yo no lo quise así.
- Tuvisteis demasiada paciencia. A esa gente hay que tratarla con aspereza.
- Sabias son vuestras palabras, Almirante. Podéis hacerme un favor?
- Decidme.
- Recordáis la bandera de peste?
- La amarilla?
- Esa misma. Podéis hacer varias con los colores invertidos?
- Negra con la cruz amarilla?
- Sí, y hacedla ondear en vuestro navío al lado de vuestra insignia. Y que los principales buques de la flota también la hagan flamear a la vista de todos.
- No sé qué os traéis entre manos, Maestro Cirujano – se permitió sonreír el endurecido almirante valenciano – pero ya he sido advertido que sois hombre de muchas mañas! Ea! Será como vos queréis.
- Si la Dios y la Virgen lo permiten, en el futuro eso ahorrará vidas al reino.

Nuevamente en tierra, ordené que dos de los cañones navales estuviesen bajo mi mando directo, para tomar la mitad poniente de la ciudad incluyendo la alcazaba. El otro, junto con las 4 piezas de campaña de 8 libras estarían al mando de Vinuesa que debería abrir brecha en el muro al este, para luego avanzar hasta la plaza del mercado y la fortaleza. Bajo mi mando también estarían los 4 morteros de 1 libra que Pedro insistió que llevase, los 4 cañones de retrocarga y todos los “voladores”.

La bandera negra, que la gente ya llamaba de “guerra a muerte al infiel” ondeaba en el terraplén bien vista desde Derna.
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A su lado, un confalón negro lucía en sobria caligrafía nasji, un texto que era toda una declaración de intenciones: العين بالعين، سن للسن (al-ayn baleine sen lalsen: ojo por ojo, diente por diente).
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Sin pausa, dos zigzagueantes trincheras de aproximación, no muy profundas, eran cavadas desde las obras exteriores de nuestro campamento. La idea es que a 50 metros de la muralla se cavase una trinchera paralela al muro, que sería el punto de partida para el asalto.

La cena se pasó apenas se puso el sol, coincidente con el inicio del cañoneo de la flota. Fue una cena no demasiado pesada, bastantes calorías y algo de proteínas: Un potaje de lentejas y cerdo salado, hasta dos repeticiones por cabeza, un vaso de vino por hombre. En la mañana el desayuno seria a pie de trinchera con vino caliente y bollos fritos con dulce de frejol batido. Con la barriga llena, el ánimo era bueno. Mientras el ejército descansaba, los capellanes escucharon las confesiones y los notarios arreglaron testamentos.

Los que no descansarían serían los sitiados. Utilizaría algo de la psicología de Jericó. Hice venir a los tambores de todas las compañías y mientras Derna era castigada desde el mar, el redoble continuado desde las fortificaciones que la sitiaban desde hacía tan poco debía estar poniendo los pelos de punta a todos los que estaban dentro.
https://www.youtube.com/watch?v=6OWGHIB2ZQw
A la luz de una luna en cuarto creciente puse 30 montajes para los cohetes. A 300 metros, cable y medio, debían estar a 60 grados de elevación, 200 cabezas explosivas, 100 incendiarias. En tierra, todo estaba listo.

Fiuuu! Fiuuu! A las diez de la noche, desde las chalupas comenzaron a disparar los cohetes contra la fortaleza, no con mucha puntería, ni tampoco con mucha rapidez, todo hay que decirlo. Prefería una cadencia de tiro lenta, pero sin correr el riesgo de un incendio o peor aún, de una explosión catastrofica que hundiese alguna de nuestras naves. Cada cinco o seis minutos, dos “voladores” salían de la flota rumbo a Derna. Por la distancia, no se escuchaban los gritos, pero al cabo de hora ya se notaban varios incendios en la ciudad, y cuando pasó la medianoche, en la fortaleza había un fuego franco que se veía a desde donde estábamos sin necesidad de anteojos largavista. Fiuuu, fiuuu! Los cohetes seguían cayendo, no pude dejar de sonreir por la ironía que se me pasaba por la cabeza, mientras silbaba the Star-Spangled Banner.

A las cinco de la madrugada, antes del amanecer una atronadora explosión levantó a todo el campamento. La santabárbara de la fortaleza de Derna había volado y la ciudad ardía por sus cuatro costados! Aún en penumbra, ordené a los cañones de a 24 y de a 8 disparar a dos puntos prefijados de la muralla. Brum, brum, brum! Cada uno de los proyectiles sólidos removía parte del lienzo desde los cimientos hasta las almenas, sabía que no tardaría en abrirse brecha. Fue entonces cuando di la orden y 30 cohetes salieron volando casi al unísono hacia su objetivo, pero haciendo una parábola más alta en el cielo. Al cabo de pocos segundos, desde el mar, 70 cañones dispararon sobre la alcazaba, Urquizo entendió bien la señal!

Álvaro se colocó en la trinchera de vanguardia con la gente de la compañía del Hospital y la Reina, una quincena de hombres iban con trajes de peste negros, lo que les daba una apariencia siniestra, atrás los mosqueteros convertidos en granaderos ya con sus mechas encendidas, llevaban bolsas con granadas cerámicas o con botellas incendiarias, y aún más atrás el resto de su batallón aguardaba con los bredas ya calados. En un recodo de las trincheras de aproximación, los morteros afinaban punterías sobre el sector de la muralla batido. Malón, Eustaquio y Juanito, como el resto de músicos de cada una de las compañías, hacían oír el toque de ataque a lo largo de la línea española.
https://www.youtube.com/watch?v=buDrev_52-M

Cuando terminó el cañoneo naval y los todos los voladores habían caído en alguna parte de Derna, las brechas en los muros de la ciudad eran un hecho. Los jenízaros que intentaban parapetarse para repeler nuestro inminente asalto, eran barridos por las granadas de 1 libra que caían desde los morteros a no más de 150 pasos de distancia. Para más inri, desde el terraplén, uno de los cañones de retrocarga tenía el ángulo suficiente como para colocar las 16 esferas de hierro de una onza de la metralla gruesa directamente sobre los infelices que asomasen la cabeza.

Fue entonces cuando escuche a Alvaro gritar “Santiago!” y ser respondido por 700 gargantas “España!” , en una corta carrera los de la compañía llegaron al borde de la brecha con poquísimas bajas que lamentar, pues desde el lado turco los defensores estaban claramente aturdidos y se escuchaban pocos disparos. Los “hombres de la peste” lanzaron sus granadas de capsaicina que una suave brisa llevó hacia los jenízaros, y cuando estos sintieron el ardor en los ojos y garganta, se escucharon gritos de pánico y desconcierto, que Álvaro aprovechó para ordenar que los granaderos entrasen como tromba lanzando granadas y disparando a discreción, con tal ímpetu que en breve, el resto del batallón entraba en Derna por la brecha de poniente.

En el otro sector, más hacia el este, la muralla también fue perforada aunque algo más tarde, mejor! eso ocasionó que la gente de Vinuesa encontrase menos oposición, pues muchos de los defensores habían ido a reforzar la brecha del oeste. Los voluntarios valencianos fueron rápidamente organizados, se dirigen hacia lo que queda de la fortaleza, pero al llegar a la plaza del mercado, encuentran a una nutrida formación de piratas con mosquetes, arcabuces, picas y alfanjes prestos a vender caras sus vidas. Mientras los tambores redoblaban, rápidamente se formaron tres filas, que avanzaron hasta “que vieron el blanco de los ojos del enemigo”. Pum! Los otomanos no supieron contener el fuego, y dispararon una descarga cerrada que fue la que nos causó más bajas ese día, pero mientras recargaban, las tres filas españolas hicieron fuego sucesivamente. Los corsarios, gente de mar que rara había combatido en tierra y nunca en esa forma, dudaron mientras veían caer acribillados a los suyos. Pero Vinuesa, capitán hábil y fogueado, no les dio tiempo a dudar mucho, ordenó una carga con los bredas al frente que deshizo lo que quedaba de los berberiscos como el café caliente deshace un terrón de azúcar!

Yo no podía ver lo que sucedía en el puerto, pero un trozo de infantería de marina y marinería había desembarcado sin oposición y luego avanzó hacia las sórdidas mazmorras berberiscos donde se hacinaban los cautivos cristianos. Allí encontraron a más de seiscientas mujeres jóvenes y niñas, aterrorizadas por lo vivido esa noche y en los meses precedentes. Los hombres de Urquizo ocuparon todos los malecones de embarque y los pocos almacenes portuarios que no habían sido arrasados por el cañoneo o los incendios.

Sí, a primeras horas de la tarde ya era seguro que habíamos vencido y con bajas mínimas, casi no podía creer lo barata que había sido nuestra victoria! Al este de Derna y en las inmediaciones del puerto, el saqueo había comenzado y se llevaba a cabo de manera metódica y dentro de lo que cabe, ordenada: cualquier acto de sangre entre los nuestros se castigaría con la horca. Al oeste de la ciudad, la progresión en la alcazaba se había convertido en una cacería desenfrenada, a los gritos de “sin cuartel”, se unían los ayes de los moribundos, las descargas cerradas que ultimaban los pocos focos de resistencia que quedaban, y la pregunta que todos se hacían a voz en cuello “dónde está el rey moro?” Álvaro y los suyos lo encontraron, desconcertado, sin saber qué hacer, sin atinar a luchar con los jenízaros que le quedaban, intentar huir con sus mujeres, negociar una tregua ahora imposible o tomar un buen veneno que acabe con sus miserias. Cerca de él, también se capturó al kadí local, al imán y al timariot de Quba. El chorbaji de los jenízaros había muerto con buena parte de sus hombres en la brecha, pero el Boluk-bashi de la compañía de guardias de la alcazaba estaba en nuestras manos, y oh, maravilla! también nos pudimos hacer del renegado holandés, del mismísimo Kemal Rais. Se capturó también a poco más de una centena de los yerliyyas de la guarnición local y a menos de esa cantidad de corsarios. La caballería irregular berberisca no asomó ni el morro de un potro durante la semana que estuvimos allí. Permití que los prisioneros se asearan y fueran alimentados; sin embargo, el trabajo incesante de los carpinteros de la flota en la plaza y en el puerto hacía que el trato decente que les obsequiaba (y que no merecían) no los engañase del destino que les tenía reservado: ojo por ojo, diente por diente.


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Domper
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López Cañamazo, Felipe. Historia de la artillería de campaña españo-la (cuatro tomos). Plus Ultra publicaciones. Madrid, 1997.

La Tercera Fronda y la Dragonada

El alivio que supuso la Paz de Chartres no bastó para evitar la crisis a la que Francia estaba abocada. La campaña de Mazarino, además de saldarse con la derrota y con importantes pérdidas territoriales, había herido el prestigio de la corona francesa. Hasta entonces, el pueblo había achacado las desventuras que sufría Francia primero al cardenal Richelieu, y luego a la regente Ana de Austria y su ministro el también cardenal Mazarino. Tenían puestas sus esperanzas en el joven rey, pero Luis XIV había permitido que Mazarino siguiese detentando el poder, y ahora se le acusaba del desastre por no haber echado al odiado cardenal y al corrupto superintendente Fouquet.

Tras la salida de la corte de París, el parlamento se hizo con el poder en la capital. En realidad, ese parlamento no era una institución democrática, sino que sus cargos, que eran hereditarios, estaban en manos de unas pocas familias ennoblecidas. Los parlamentarios hicieron causa común con la aristocracia y la rebelión, la llamada la Tercera Fronda, se extendió rápidamente, demostrando el descontento popular tras los funestos cuarenta años de gobierno de cardenales.

El rey, que seguía en Tours, temió que la nueva rebelión acabara en una guerra civil como la que había llevado a Carlos I de Inglaterra al cadalso, y se apresuró a pactar. Tras la firma de la Paz de Chartres, que ponía fin a las hostilidades con España, firmó el edicto de Tours, en el que accedía a las exigencias de los nobles. Mazarino fue detenido, juzgado y encerrado en la abadía de Saint Michel, donde murió meses después. Fouquet fue detenido y, tras una farsa de juicio, encerrado en Pignerol, en los Alpes.

Las prisiones del cardenal y del superintendente no bastaron para frenar la insurrección. Los rebeldes temían que Mazarino fuera sustituido por algún otro favorito con plenos poderes, y para limitar la autoridad real obligaron al monarca a convocar unos Estados Generales dominados por las ciudades y la nobleza levantisca. Estos impusieron la creación de un Parlamento de Francia permanente al que el rey debía someterse. El Parlamento estaba dividido en tres Estados (clero, nobleza y burgueses), y cualquier resolución requería ser aprobada por los tres, y a su vez, por dos tercios de los parlamentarios de cada Estado. En teoría, el sistema buscaba que las decisiones tuvieran mayor refrendo, pero en la práctica resultó casi imposible lograr la sanción parlamentaria. El rey podría gobernar al margen del Parlamento, pero sin su aprobación le resultaría muy difícil conseguir fondos.

Inesperadamente, la creación del Parlamento de Francia resucitó el poder casi desaparecido de los hugonotes. Tras el auge que habían conocido el siglo anterior, casi se habían desvanecido durante el reinado del piadoso Luis XIII. Sus rebeliones fueron aplastadas, y la mayoría de sus líderes, sobre todo los aristócratas, se convirtieron al catolicismo. Aun así, buen número de franceses se mantuvieron en la doctrina calvinista. Es difícil saber cuántos protestantes había en Francia a mediados del XVII, ya que en esa época se solían contabilizar los campesinos de los estados nobiliarios según la religión de su señor. Ocurrió, por ejemplo, que el Bearn, que había sido protestante durante casi un siglo, ahora se suponía católico. Aun así, entre un 5% y un 10% de la población francesa era protestante o simpatizaba con la reforma. La mayoría de los que se consideraban hugonotes residían en las ciudades, y tenían pequeños talleres, se dedicaban al comercio o a las artes liberales; se cree que los hugonotes eran mayoría en las ciudades del Mediodía francés. Además, llegaron al norte de Francia miles de calvinistas holandeses que no habían querido someterse al rey español. Con todo, los protestantes apenas tenían poder político, a pesar de su número y de su relevancia económica.

La desafortunada guerra con España había incrementado su ascendiente. En parte, como reacción nacionalista contra los españoles, que se presentaban como adalides del catolicismo. También por animadversión hacia los cardenales Richelieu y Mazarino, odiados por sus impuestos. Además, muchos campesinos, asfixiados por las contribuciones, creyeron que volviendo a la iglesia reformada conseguirían escapar del yugo señorial.

NO estaban solos. En un vuelco inesperado, los hugonotes gozaron del apoyo de una fracción de la burguesía católica apoyó a los protestantes. Era consecuencia de la guerra económica practicada por España, ya que los artesanos franceses no podían competir con los productos hispanos, más baratos y de mejor calidad. Aunque primero Richelieu y luego Mazarino habían prohibido las exportaciones de metales preciosos, y gravado las importaciones, su esfuerzo había sido baldío: incluso en la Corte los aristócratas hacían ostentación de prendas de colores vivos de obvio origen hispano.

La consecuencia fue que se incrementó el prestigio de los hugonotes, que habían sido muy críticos con esos lujos extranjeros, y hacían gala de austeridad. Gracias al apoyo de sus vecinos católicos fueron muchos los elegidos para el nuevo Parlamento de Francia. Aunque siguieron siendo una minoría, tuvieron fuerza suficiente para bloquear las decisiones del Tercer Estado y, por tanto, las del Parlamento. Especialmente, se negaron a financiar lo que llamaron «lujos pecaminosos» de la Corte. Hubo que suspender proyectos como la reforma del castillo de Versalles, y se llegó al extremo de tener que pedir limosna para la manutención de la familia real; mejor dicho, para sostener su fastuoso nivel de vida.

Sin embargo, tal oposición fue un error. La iglesia francesa, como es lógico, odiaba a los protestantes. Los aristócratas estaban viendo en el auge del calvinismo una amenaza a sus privilegios. Ahora se granjearon la enemistad real. Poco costó organizar un frente anti hugonote, y para aplastarlos Luis XIV promulgó el edicto de Sully, llamado así por el castillo del Loira donde residía. En él se prohibía en su reino la práctica de cualquier religión que no fuera la católica, y ordenaba la conversión forzosa so pena de exilio perpetuo y confiscación de bienes. Debían ser los sacerdotes católicos los que denunciaran a los protestantes; en algunos casos se hizo delatando a los que asistían a los oficios religiosos, pero en demasiados según odios personales. A los sospechosos se les conminaba a acudir a los templos para retractarse de sus errores y, si no lo hacían, los señores locales (aristócratas) los apresaban y confiscaban sus bienes. El botín obtenido debía repartirse entre los denunciantes (la Iglesia), los aprehendedores (aristócratas) y el monarca, que así obtendría los recursos necesarios para reconstruir el ejército y, sobre todo, para sostener la corte. Se cursaron órdenes secretas para confeccionar listas de hugonotes, mientras los nobles se preparaban para detenerlos ya que, con tal premio económico, iban a tener escaso interés en las retractaciones.

El comienzo de la persecución se planeó para el día ocho de septiembre de 1663, víspera de la inauguración de la sesión del Parlamento. El rey acudió a París acompañado de su guardia personal de dragones (un tipo de caballería ligera); por su causa, los eventos serían apodados «Le Dragonade». Una vez en la ciudad, invitó a los parlamentarios a una recepción que debía celebrarse la víspera; la intención era detenerlos al mismo tiempo que se publicaba el edicto.

Sin embargo, los líderes burgueses no cayeron en la trampa. Una copia de la orden real llegó a los protestantes, sin que hasta ahora se sepa cuál pudo ser la fuente. Probablemente salió de algún partidario secreto de los hugonotes, aunque también se ha acusado, sin pruebas, a la Junta de Inquisición española. En cualquier caso, los cabecillas protestantes salieron de París, y en la celada solo cayeron unos pocos a los que no dio tiempo a avisar. Al mismo tiempo, los señores católicos atacaron a las comunidades protestantes que, al estar advertidas, ofrecieron una resistencia feroz. En pocas semanas la novena Guerra de Religión (la Dragonade) se extendió por Francia.




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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XXII
Donde se cuenta como se hizo justicia con el rey moro de Derna y sus secuaces.


Lo primero que vos, lector sapientísimo, debe saber, es que ni bien los fragores de la batalla amainaron, Don Francisco empezó a atender a los heridos que llegaban. Algunos alanceados, otros cortados, unos pocos golpeados con mazas, pero los más, con diversas heridas de bala. Estábamos maravillados, en toda la mañana sólo habíamos contado 18 muertos, 15 del batallón del Coronel Vinuesa, 3 de las tropas de Don Álvaro. Fray Santiago daba la extremaunción a algunos de los heridos, pues sabíamos que las heridas en el vientre eran de mortal necesidad, pero a fe mía, la mayoría de los hombres que atendimos ese día hoy están viendo crecer a sus hijos.

Pero la mente de mi maestro se debatía entre el hospital y la plaza que acababa de tomar. Sin mucho sosiego, dejó el hospital siempre con Maese Juan, su fiel espada a su lado, y me ordenó seguirlo para luego dirigirnos a la tomada alcazaba. Allí nos enteramos de la captura del rey de Derna, el obispo moro de la ciudad, el jefe de su guardia, el gobernador de otra villa, el juez y al jefe de los piratas un hereje flamenco renegado. También se enteró que en el puerto medio millar de cautivas habían sido liberadas, que teníamos casi 200 prisioneros y que los principales comerciantes y miembros prominentes de la judería local, suplicaban su atención.

De inmediato hizo saber que cualquier gresca entre los nuestros sería castigada con la muerte, pero que entregaba Derna al saqueo. Los judíos debían darnos 10,000 sultaníes pues ese fue el precio que debieron pagar para que se les respete la vida y las propiedades que les pudiesen quedar. Tampoco se les negaría el paso si deseaban dejar Cirenaica.

El resto de la población, la morería, fue reunida y separada, ancianos, mujeres, niñas, hombres y niños, unas 4500 almas en total. Con la ayuda de las cautivas rescatadas, Don Francisco determinó quienes eran notables de la ciudad y sus familias, y de manera especial, quienes eran los principales comerciantes y los que poseían más esclavos. Luego, ordenó que 250 de los ancianos más pobres se quedasen en las ruinas de Derna.

De las ruinas del palacio se consiguió un importante tesoro, sólo en monedas se encontró cerca de medio millón de asper de plata y 25,000 sultaníes de oro, algo de pedrería y muchos platos, jarros, copas y bandejas de metal fino. Especial cuidado tuvo mi maestro en retirar el muy grande caldero de bronce de la alcazaba. Me instruyó diciendo que para los jenízaros su pérdida era tan dolorosa como la pérdida de un águila para los romanos.

Incansable, Don Francisco fue al puerto, llevando a este servidor como amanuense. Con el Almirante de Valencia, vio los baños, que es el nombre que los infieles dan a las mazmorras en donde los cautivos cristianos languidecían. La visión de los tormentos que habían pasado los nuestros le agrió el humor al ilustre marino, que venía de muy buen semblante pues en el puerto, detrás de dos bajeles de dos palos hundidos, había encontrado un magnifico barco de tres palos con apenas daños. Indignado y furibundo, puso a trabajar con tesón a los maestros carpinteros y marineros de la flota, tanto en la plaza del mercado como en el malecón de embarque en los cadalsos y horcas que se utilizarían mas pronto que tarde.

Sepa lector sapientísimo, que los piratas que hacían de Derna su guarida, eran de mil y una nacionalidades: junto a los dueños de los bajeles, moros pudientes de Sale, Argel o Trípoli; había pescadores empobrecidos; también estaban los hijos de moriscos expulsados de España 30 años antes; o antiguos esclavos capturados en Córcega, Sicilia, Grecia , Francia o cualquier otra parte de la Cristiandad, que renegando de su fe habían engrosado las filas de sus captores; los peores eran flamencos e ingleses también renegados que habían aportado su perfidia, su odio a la religión verdadera y también su saber en el arte de la construcción de barcos, pues las polacras que era como Don Francisco llamaba a las rápidas naves berberiscas, eran jabeques mejorados con velamen redondo en el palo mayor. Empero, no importaba su origen, el destino al que mi maestro y la ley del Rey los entregaría sería igual para todos.

Seguidamente fue a ver a las mujeres recientemente liberadas. Los capellanes las estaban reconfortando, pues muchas eran hijas, esposas o madres de los hombres asesinados hace apenas dos días, y con la ayuda de soldados valencianos, habían salido por las puertas de la muralla expugnada para recuperar los cadáveres de sus hombres. Los cuales una vez lavados y adecentados, fueron enterrados todos juntos en una larga y profunda fosa que Don Francisco había ordenado cavar a los varones cautivos de Derna. Os he de jurar, querido lector, que pese a los pesares y quebrantos sufridos, pocas veces he visto tanta fermosura junta. Los piratas habían escogido a las mujeres más bellas, sin importar si eran núbiles, esposas jóvenes o madres recientes. Había cautivas que eran nacidas en tierras de nuestra Católica Majestad, portuguesas, andaluzas, levantinas o sicilianas; mujeres de la Liguria, Toscana, el Veneto, Istria y Dalmacia. También las habían del Mediodía galo, cuyo mal rey era amigo del sultán y de las playas de la muy cristiana Irlanda, hoy prisionera del rey hereje. O mujeres herejes de las tierras hiperbóreas del rey de Dinamarca. Todas las mujeres tenían el corazón compungido, pero también había cólera agolpada en sus pechos, y pude ver a mi maestro conversar con varias de ellas, pero se detuvo más tiempo con una espigada mujer de encendida cabellera en la lengua de los herejes, qué se dijeron? No lo supe en ese momento, pues es una lengua que no conozco, pero pronto los acontecimientos me lo hicieron saber.

Nos acostamos tarde y cansados, pues antes de ir a su tienda, el Maestro Cirujano fue a ver al escuadrón de carabineros de la guardia, los cuales se sentían algo relegados pues no habían participado en la lucha de la mañana. Don Francisco los animó y les dijo que tuviesen a punto sus armas cortas y largas. Y deben haber tenido las armas prestas porque durante la noche se escucharon muchas veces los disparos breves de pistola. Don Álvaro no relajó la vigilancia, y tanto piratas como jenízaros estaban guardados a buen recaudo. Y la ronda nocturna nos avisaría si los jinetes bereberes intentaban aprovecharse de las brechas de la ciudad para sorprendernos. Con todos los corderos, verduras y menestras, los infieles Oh! Ignorantes, no saben comer cerdo!, que se pudo encontrar en las ruinas de Derna, Blas nuestro buen cocinero, hizo un remedo de olla podrida que a todos gustó. Mi maestro tuvo el gesto de hacer bajar de la San Cosme todas las patas de jamón que quedaban, sin embargo, os puedo jurar que no probé ni una mano de gorrino esa noche!

El día siguiente comenzó temprano, vino caliente y bollos fritos con relleno de carne de cordero. Hombres de la flota valenciana guardaban a los piratas. Diez horcas, grandes pero sencillas, hechas con las vergas encotradas en las ruinas del puerto se levantaban a lo largo del malecón de atraque. Cómo última gracia se permitió que los reos se agrupasen como mejor les conviniese; aunque los condenados no lo supiesen, también se les había concedido el privilegio de morir rápido pues caerían desde casi la altura de un hombre, partiéndose así el pescuezo. En un estrado estaban sentados mi maestro, el almirante Urquizo, varios capitanes de barco, los jefes de nuestros batallones, los fieros de Luna y Vinuesa. Se leyó un bando con la sentencia, en árabe para que los reos entendiesen y en castellano para nosotros. Luego de diez en diez los piratas fueron distribuidos en las horcas y fueron colgados con presteza y cuando el último era lanzado al vacío, el primero ya había soltado lo que tenía en el vientre.

De inmediato, las autoridades se desplazaron hasta la plaza del mercado y ocuparon el estrado que se levantaba frente al cadalso, que tenía una horca preparada con 6 dogales, también había un tajo con un mantel encima. Con presteza, toda la población de Derna ahora cautiva fue llevada a presenciar la ejecución de los que hasta hacía pocos días eran las autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la plaza. También estaban las cautivas liberadas, los jenízaros prisioneros, bien atados y cada uno flanqueado por dos de los nuestros. Los tambores sonaron con los parches flojos y lentamente, a trompicones en realidad, los reos fueron llevados y subidos al patíbulo, por el barrachel del batallón de Vinuesa y sus hombres.

Todos miraron con extrañeza a mi maestro, pues los reos estaban rapados y afeitados, él les hizo una señal con la mano para que esperasen. Seguidamente, el muecín local, fue conminado a recitar la sentencia, la cual fue redactada durante la noche por Don Francisco, uno de los notarios y el traductor: “En nombre del Rey de las Españas y de la justicia que él imparte, se condena a la perdida de vida al sanjak bey de Derna, al kadí de Derna, al imán de Derna, al Bolukbashi, al timariot de Quba y a Kemal Rais por haber infringido no solo la ley cristiana, sino también la ley del Islam. Porque Dios Padre, al que vosotros los musulmanes llamáis Allah les ordenó inclinarse a la paz si es que vuestros enemigos también se inclinan hacia ella; Porque Dios Padre, al que vosotros los musulmanes llamáis Allah les prohibió luchar con quienes se ha hecho un tratado o con quienes desean la paz; porque Dios Padre, al que vosotros los musulmanes llamáis Allah les ordenó combatir contra los que combaten contra vosotros pero que no matéis a los inocentes ni a los niños. Por eso, sois culpables de las desgracias que habéis acarreado a vuestro pueblo y como culpables pagareis con vuestras vidas y con vuestras almas. Que se haga justicia”.

Los reos fueron parados sobre banquillos y los sayones ajustaron los dogales en sus cuellos. De inmediato, sacaron unos cuchillos afilados y a los seis les cortaron las orejas y antes que se extinguiese el ultimo ay hicieron subir a otro verdugo, que vestido con capa roja y una capucha que le cubría la cabeza hasta los hombros, se paró en el cadalso y a la vista de todos lentamente se abrió la capa. Oh! Un murmullo de asombro se escuchó en toda la plaza pues debajo de la capa se vio el cuerpo desnudo de una mujer. Dios me perdone! Pero aún recuerdo sus tetas enhiestas como cuernos de toro y su piel blanca que contrastaba con los pelos de su conejo! Se cerró la capa y con parsimonia pateó cada uno de los bancos y de esta guisa ahorcó a los seis, que se quedaron pataleando en el aire. Sin embargo, los reos aún se movían cuando el verdugo se acercó al tajo y retiró el mantel, que tapaba un jamón. Nuevamente se conminó al muecín declarar a voz viva a que animal pertenecía esa pata, y sentí que la multitud en la plaza se inquietaba. El sayón cortó un poco de grasa y de un solo movimiento la metió en la boca abierta del bey, y así siguió con los otros.

No habian terminado de morir los reos en el cadalso, cuando se hizo compadecer a los dueños de los baños y a los principales mercaderes de esclavos y sus hijos mayores, eran 14 y era la gente más rica del pueblo. Se les desnudó de la cintura para abajo, para luego a punta de cuchillo, los sayones los caparon a todos. Se les dio trapos limpios para que parasen el sangramiento, pues no se quería acabar con sus vidas, pero sí con su simiente. Luego, se permitió a los hombres así castrados que fuesen auxiliados por los de su raza y marchasen con los suyos.

Pero la jornada en la plaza no había terminado. Don Francisco dio una orden con el brazo, y cien de las mujeres liberadas se acercaron dónde estaban los jenízaros arrodillados. También se acercaron nuestros carabineros de la guardia. En eso, en el estrado, sucedió algo que no pensé, a fe mía, que podría pasar. Fray Santiago, el capellán del hospital, amigo y confesor de mi maestro, se levantó y delante de todos exclamó:
- Lima San, basta ya de muertes, basta de sangre! No obréis como ellos!
- Miki San, callaos por favor. – dijo Don Francisco fríamente.
- Francisco, perdonad esas vidas, podéis venderlos como esclavos. Yo sé que vos no sois así.
- Fray Santiago, callaos – la voz no solo era fría, también era una orden tajante.
- Cirujano, capitanes! – los ojos oblicuos del jesuita miraron a todos en el estrado- Detened esta locura!
- Don Álvaro! – vi por un instante un brillo de cólera en los ojos de mi mentor, para luego seguir con la voz firme - Ordenad que cuatro hombres de la Compañía del Hospital y la Reina acompañen a Fray Santiago a mi tienda y lo guarden allí hasta que yo acuda. Presto!

Mientras un sargento y tres hombres sacaban al cura de la plaza, Don Francisco volvió a ordenar con la mano, y cada una de las mujeres tomó una pistola que le tendía un carabinero, puso sebo de cerdo en la entrada de los cañones y apuntando en la nuca de los turcos, dispararon. Gritos de dolor se levantaron de las gargantas de las mujeres y niños moros, pues los soldados habían hecho familia en Derna. Y a los plañidos se sumaron las maldiciones cuando se enteraron que la bala que había ultimado a sus seres queridos, tenía la grasa del animal impuro que impediría que su deudo entrase en el Paraíso de los infieles.

Luego de esto, pensaba que tendríamos descanso, al igual que los soldados de los batallones valencianos, que seguían ocupados con el saqueo o estaban en sus tiendas durmiendo a pata tendida. Pero cuando esperábamos ver a Don Francisco comiendo, lo encontramos lavándose las manos hasta los codos, señal inequívoca que se estaba preparando para una cirugía.
- Ea, señores! Venid aquí. En Madrid os amotinasteis pues no queríais ejercer de sayones y yo os prometí jamás volver a ponerles en tal brete. Pero aquí me veis, me estoy preparando porque a los ciento cincuenta niños que veis afuera los he de convertir en eunucos. No, no me veáis con eso ojos pues no los caparé como los verdugos caparon a los desalmados que fueron castigados en la plaza. El que quiera ayudarme, que lo haga por voluntad propia. Os prometo que no veré con malos ojos a quienes hoy me dejen solo.
- Yo estoy con vos! – Fui el primero, quiero que lo sepa eminente lector, y ufano estoy de confesarlo.
- Y yo – dijo Martinico.
- Yo también – Martín de Alcántara no quiso ser menos.
Al final, los cinco cirujanos de la expedición, los otros dos eran Miguel Rodríguez y José de Segovia, y todos los sangradores nos encontramos lavándonos las manos hasta los codos.
- Gracias, señores! No esperaba nada menos de vosotros! Sabed que lo que vamos a hacer no ha de mancillar vuestra honra. Los eunucos son bien considerados en todos los harenes moros, de esta manera, no los veréis nunca detrás de un remo. Ya sabéis que hacer. Todos habéis capado gatos, y todos me habéis acompañado al campo a convertir toros en bueyes. Esto no es diferente. Recordad bien los pasos: dormid a los pacientes con éter, haced la incisión en el rafe medio del escroto, abrid todas las envolturas hasta encontrar el cojón, haladlo y luego cortar con cordones y todo. Cosed todo con ligaduras de tripa de gato y la piel con seda negra. Alguna pregunta?
- No, Don Francisco.
- Entonces a trabajad. Mientras más temprano comencemos, más temprano terminaremos.

Mientras nosotros capábamos, los cautivos moros cavaron una amplia fosa a las afueras de las ruinas de la ciudad, hacia levante, y durante las horas de luz que quedaban llevaron a enterrar los cadáveres de los jenízaros y piratas tanto caidos en batalla como ejecutados. Otros, tal vez hubiesen dejado los cuerpos colgados para que sirvan de escarmiento, pero no mi maestro, que teme como buen cristiano que es, que una plaga se propague en las ruinas y en nuestro campamento, arruinando de tal guisa, la magnífica victoria en Derna conseguida. Porque tal como Don Francisco dice, el cuerpo insepulto de cristiano, hereje o moro se pudre y apesta igual, pues la muerte a todos empareja.

Creíais que tendría descanso después? No, no lo tuve. Mientras mis compañeros se retiraban luego de varias horas de trabajo, mi maestro me pidió que lo acompañase a las tiendas del batallón de Don Álvaro. Allí, ellos seguían celebrando, se había permitido dos vasos, y solo dos, de vino por cabeza, y el agradable olor de cordero asado llenaba el ambiente. Todo el batallón y en especial la compañía del Hospital y la Reina, recibió a Don Francisco con algarabía!
- Albricias, Francisco! - exclamaba Don Alvaro al tiempo que daba un fuerte abrazo – Cuando os conocí en el Buen Suceso, y vi dibujos de fuertes y cañones, lo más que imaginé de vos es que seríais un Flavio Vegecio, pero resulta que habéis sido un César!
- No exageréis, hombre! – respondía mi maestro – No un César, ni siquiera un Agripa. Tal vez un Claudio, y sólo tal vez!
- Al menos, de los cinco primeros emperadores, es el único que no tiene la sospecha de ser bujarrón – y todos se rieron de buena gana.
- Vino para el Maestro Cirujano, general del rey! - dijo con voz estentórea José de Burgos, el alférez del batallón – De su sesera ha salido esta grande victoria!
- No, José. Todos los planes de batalla son perfectos hasta que entran en contacto con el enemigo. La victoria es de quienes han combatido y han aplastado, oíd bien, aplastado a un enemigo que hasta hace poco estaba ensoberbecido – y levantando un vaso que le acercaron, con una sonrisa que le salía del fondo del alma terminó – y yo rindo homenaje a esos hombres, a muchos de los cuales conozco desde que se meaban las calzas!

Una carcajada alborozada recibió esa ocurrencia. Escuchamos con atención como las granadas asfixiantes sembraron el terror en filas turcas, y al terror se le sumó la confusión cunado llovieron sobre sus cabezas las granadas y las botellas incendiarias. Broncas voces recordaron como después hacer nuestra la brecha, la batalla se convirtió en una cacería de enemigos que corrían sin orden ni concierto.

Luego de compartir con los soldados, Don Francisco se retiró un instante con don Alvaro y sus oficiales, para conversar más pausadamente:
- A fe mí, ha sido una gran victoria –dijo el sargento Hernan Carrillo – Sólo tengo que lamentar un muerto.
- Quién puede ser? – pregunto mi maestro.
- Juan López, de Pozuelo.
- Álvaro, por favor, escribidle a su familia. Y procurad que hacerles llegar la parte del botín que le corresponde.
- Haré eso y más. También hay dos muertos entre los valencianos.
- Dadnos la relación de muertos y heridos, Pablo.
- Como bien decís Don Álvaro, vuestro batallón ha tenido 3 muertos, el batallón del capitán Vinuesa ha tenido 15, de los cuales 13 han sido por herida de bala, y dos por herida de espada. En el hospital hay 5 heridos que entregaran su alma a Dios en las próximas horas, ya les estamos dando el licor de adormideras para que su muerte sea sin dolor. Hemos realizado amputaciones en 18, y hay menos de 40 heridos menos graves, ninguno de los cuales ha de quedar invalido.
- 23 muertos en batalla. Dios nos ha concedido una victoria sin demasiado pesar. Sabéis algo de los muertos infieles?
- Además de los muertos de hoy en la plaza, he contado como 450, contados tanto entre los que usaban uniforme como los piratas, abaleados los más, pero también acuchillados y alanceados. Con seguridad hay más debajo de las ruinas de la fortaleza y de la alcazaba. Deben haberse ahogado como 300 cuando la flota de Valencia hundió las polacras berberiscas. A los que hay que sumar casi 100 ahorcados en el puerto.
- Sin contar al rey moro!
- Contadnos, Francisco, por qué tanta ceremonia rara cuando los ahorcasteis.
- Amigo mío, no escuchasteis el bando?
- Vos sabéis que sí, estaba a vuestro lado.
- Entonces no lo entendisteis! La parte más importante de la sentencia fue que pagarían con sus vidas y con sus almas.
- Con sus vidas pagaron.
- Pero fui especialmente puntilloso en citar la ley de los infieles y como la faltaron. Por eso también fui cuidadoso en hacer que se mueran con el pecho oprimido con la duda. No era para humillarles, era para condenarles a su propio infierno. Por eso, visteis que los afeite y les corté las orejas para que el Arcangel Miguel no tengan de donde agarrar sus testas para llevarlas al paraíso infiel; los hice colgar por una mujer porque los matados por hembra no entraran al paraíso moro y les metí tocino en la boca, porque el contacto con un animal impuro y para los moros el cerdo es el más impuro de todos, les impide entrar en el paraíso del Islam. No solo matamos sus cuerpos, también matamos sus almas. Por eso a los jenízaros que despachamos en la plaza, fueron abalaeados por las cautivas...
- Y la bala tenía sebo de gorrino - observó un sargento.
- Por qué no hicisteis lo mismo con los que colgamos en la mañana?
- La mayoría eran renegados. En sus corazones sabían que toda esa cháchara es falsa.
- Vos creéis que irán al paraíso? – preguntó otro de los sargentos, santiguándose.
- No importa lo que yo crea, Maese Melchor! Lo importante es lo que crean los viejos que dejaré en Derna; lo importante esv que lo cuenten en los cuatro rincones del Mediterráneo los piratas que regresen a las ruinas de este puerto, recordad que solo encontramos 9 de sus 12 bajeles; lo importante es lo que crean las esclavas que venderemos y que contarán los sucedido aquí en cada gineceo moro de Berbería o la mismísma Turquía.
- Y los chismes de los venecianos!, no hay que olvidar a esos alcahuetes!
- Don Francisco –me atreví a preguntar- y los infieles no buscarán venganza.
- Tal vez sí, buen Pablo. Buscarán mi cabeza y le pondrán precio, y tambien a la de Urquijo, la de Vinuesa o la vuestra, Álvaro. Pero sabrán dos cosas: que tanto en Derna como en Rexi las armas castellanas son muy superiores a todos sus ejércitos, y que si atacan a traición, el castigo fue, es y será terrible.
- Otro vino, Maestro Cirujano? – preguntó Fadrique con los ojos chispeantes – Yo pensaba que los infieles prohibían el vino.
- Vos debeis cuidar de no tomar mas, joven Fadrique - repondió Don Francisco condescendiente - Lo prohíben, pero sus mandamaces bien saben gozar de el! Pero no emboteis mi cabeza, dadme café.
- Esa bebida amarga? No preferís vino? – agregó el capitán de Luna haciendo cara de asco.
- No, amigo mío, el café afina mi inteligencia, me quita el sueño y amaina mi cansancio... y aún me espera la jornada más dura del día.
- Aún os aguardan más fatigas? – preguntó Don Álvaro con sorpresa – si ya habéis coronado con éxito esta jornada.
- No, me falta la peor. Fray Santiago aguarda en mi tienda.


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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


El cañón de campaña Trubia modelo 1651 de 100 líneas

El cañón de campaña Trubia modelo 1651 de 100 líneas (también conocido como cañón 100M51) fue una pieza de artillería de avancarga empleada por los ejércitos españoles en la segunda mitad del siglo XVII. Era un cañón muy moderno para la época, ligero, potente y preciso, aunque sufría un desgaste acelerado.

Fue diseñado en la fábrica militar de Trubia por el ingeniero Leonardo La Ripa con el auxilio del Marqués de Avilés. Se concibió para sustituir la variedad de piezas de campaña. El ejército español disponía de una variaba panoplia, desde cañones de hierro hasta modernas piezas de ánima taladrada, con las dificultades que suponía para la formación y para el suministro de municiones. Aprovechando el final de la Gran Guerra, se pretendió retirar las armas anticuadas (o venderlas a otras potencias), relegar los que fueran más modernos a cometidos secundarios, y equipar a las fuerzas de campaña con armas homogéneas de tal manera que se facilitara la distribución de munición y de piezas de repuesto.

Inicialmente se había pensado en construirlo en acero, ahora disponible en cantidad y a bajo precio gracias a la nueva siderurgia de Avilés. Sin embargo, el metal de alta calidad se estaba reservando para la manufactura de cañones de fusiles, y los prototipos hechos de acero estándar resultaron ser excesivamente frágiles. Se decidió volver a la fabricación tradicional, pero empleando el sistema del bronce comprimido: el cañón era de una única pieza de bronce de fundición, en el que se perforaba el ánima. Posteriormente se introducían por la boca cuerpos de acero duro, de forma troncocónica y después cilíndrica, de diámetro ligeramente superior. Con esta técnica se obtenían tubos muy resistentes y, aunque el bronce era más caro, su fundición no requería los medios avanzados del acero. Exteriormente el arma tenía varios zunchos de refuerzo de bronce.

Los primeros ejemplares fueron de ánima lisa, pero a partir de 1657 volvieron a la factoría para ser rayados, y los cañones nuevos (del modelo 100M51-2) tenían el ánima rayada; fueron de este tipo los que equiparon al Ejército de Flandes en la guerra de Dunkerque. La cureña era de madera dura, chapa de hierro y eje de acero, con dos grandes ruedas y cola de pato, y tenía un cajón para llevar cuatro disparos de tiro inmediato. Para el traslado se unía a un armón y era arrastrado por un tiro de seis caballos. Podía entrar en posición en cinco minutos, sin que fuera necesario desenganchar los animales. El peso total del arma era de cincuenta arrobas castellanas.

El cañón podía disparar un proyectil cilindrocónico de media arroba a tres mil doscientos pasos, aunque el alcance efectivo con la cureña de campaña era de mil trescientos pasos. Una dotación entrenada podía hacer tres disparos cada dos minutos. Con un tubo nuevo, la dispersión a mil pasos era de solo tres pasos.

La munición era de doble carga, con un saquete de pólvora parda, que se inflamaba con un estopín activado por una llave de percusión. El cañón podía disparar balas macizas esféricas (raramente empleadas), botes de metralla, y proyectiles cilindrocónicos de diversos tipos: incendiarios de fósforo, explosivos de nitrocelulosa, o de metralla. En todos, la espoleta era de tiempo: una mecha en espiral en la base del proyectil, con una cubierta de metal blando con alcances grabados. El artillero solo tenía que perforar el metal con un punzón en el alcance seleccionado. La mecha se inflamaba con los gases del disparo, y el proyectil estallaba a la distancia seleccionada. En más eficaz fue el de metralla: en estos, el bote estaba lleno de bolas de hierro, y una pequeña carga central rompía la cubierta y dispersaba las balas, que herían por su velocidad: tenían el temible efecto de los botes de metralla, pero con mayor alcance.

Al principio este cañón no llamó demasiado la atención ya que externamente se parecía a los cañones ligeros de entonces, como el «cañón de cuero» sueco. Los enemigos solo apreciaron su demoledora potencia al encontrarlo en combate: doblaba el alcance de la artillería francesa, cuadruplicaba la cadencia de tiro, y las granadas de metralla multiplicaban su efecto. En Rémortier, los seis cañones de la división del barón de Purroy pastaron para silenciar la artillería cinco veces más numerosa de Turenne. Posteriormente los cañones Trubia consiguieron rendir varias plazas francesas tras cortos bombardeos de proyectiles explosivos e incendiarios.

Con todo, el 100M51 tenía varios inconvenientes. Uno era el empleo de pólvora parda, cara de producir, y que seguía produciendo bastante humo y residuos, aunque no tanto como la clásica pólvora negra. Se probaron con pólvora rayo, pero los tubos se deformaban tras unas decenas de disparos. También se comprobó que el rayado se erosionaba rápidamente, y a partir de los quinientos disparos era preciso enviar la pieza a la fábrica para ser restaurada o, la mayor parte de las veces, fundida.

Parte de los inconvenientes se solucionaron con el Trubia 100M51/3 (modelo 1663) que empleaba acero en lugar de bronce comprimido. Este cañón era más pesado (setenta y dos arrobas frente a las cincuenta del original) pero era más barato y duradero, y tenía un primitivo sistema de amortiguación de cuna deslizante y elástica. Aun así, seguía siendo de carga por la boca. En 1672 empezó a distribuirse el modelo 1669 (100M69), de retrocarga con cierre de tornillo. Cuando se introdujo, los Trubia 1651 y 1663 fueron relegados a la defensa costera, enviados a las colonias, o cedidos a los aliados de España. El imperial conde von Starhemberg empleó veinte cañones Trubia M51 cuando derrotó a los otomanos en Belgrado.

Al comprobar su potencia fueron varias las potencias que intentaron copiar el cañón Trubia, con escasos resultados. No tenían ejemplares que copiar (hasta 1672 los otomanos no consiguieron capturar una pieza polaca), e ingleses y franceses tuvieron que emplear como modelo un obús naval rescatado de los restos del bergantín Gallardo, encallado en la costa de Kent durante un temporal. Los armeros apreciaron la tenacidad del metal, que intentaron imitar con diferentes mezclas y procesos de templado, ya que no supieron adivinar la técnica del bronce comprimido. Además, parece que la Inquisición Civil española «filtró» un documento falsificado para confundir a sus enemigos: el resultado fue que las copias acabaron fabricándose con el sistema convencional, con tolerancias mucho mayores (pues si no se dejaban «vientos», es decir, holguras, el arma reventaba) y de ánima lisa y tubo más corto. Las imitaciones de los cañones Trubia, pesando más, eran menos potentes y poco precisas.

Tampoco lograron copiar la pólvora parda. La del bergantín Gallardo no era utilizable, y aunque inspeccionando munición española se adivinó que se basaba en el carbón vegetal, la fórmula permaneció en secreto: las principales diferencias estaban en que en España se empleaba celulosa de algodón purificada y parcialmente carbonizada, nitrato sódico y solo dos centésimos de azufre. La munición para fusilería era de grano fino de tres líneas, y la de artillería se presentaba en «pastillas» prismáticas de quince líneas con orificio central, con recubrimiento de grafito. Solo tras muchos intentos, en 1675 se empezó a fabricar en Francia el «poudre pour escopets», que no era comparable a la pólvora hispana. Similares problemas se encontraron con las granadas de metralla. Al no poder emplear proyectiles cilindrocónicos (por no tener tubos rayados) ni disponer de acero estampado para las cubiertas, tuvieron que fabricarse esféricas de hierro forjado, con menor volumen interior, y con una mecha de madera nitrada menos eficaz. Aparte que la producción de proyectiles era artesanal, a ritmo muy lento. Hasta finales de siglo los ejércitos europeos no empezaron a desplegar obuses con proyectiles de metralla.



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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Así pues, con paso cansino me dirigí a mi tienda. Escuche a Santiago conversar con los hombres encargados de vigilarlo, había respeto y deferencia en su trato. Entre, saludando, en un vano intento de quitarle punta a la situación, como si poco hubiese pasado.

- Buenas noches, Fray Santiago. Veo que estos buenos hombres han compartido sus alimentos con vos.
- Y como no han de proceder así, Cirujano Mayor? Mientras Don Álvaro de Luna los hacía hábiles en el manejo de armas, vos cuidabas de la salud de sus dientes, yo velaba por la salud de sus almas – dijo con un dejo de ironía el religioso jesuita – todos hemos criado juntos a la criatura.
- Retiraos, sargento. Gracias por vuestros servicios. – Una vez idos los cuatro hombres, me encare con Fray Miki.
- Qué diablos os ha pasado, Santiago?
- Esa pregunta os la hago a vos, señor! El gusto del poder se os ha subido muy rápido a la cabeza! Os ha sido grato sentir que eras el señor de la vida y la muerte?
- No, sabéis que no me gustan las muertes en vano.
- Mal lo demostráis, cirujano. Mal lo demostráis.
- Creéis que me regodeaba ordenando esas muertes? Si es así, vos sois un insensato! El destino de los piratas estaba escrito desde que los cargamos de cadenas.
- Y los jenízaros que despachasteis en la plaza? Y los hombres y niños que capasteis?
- Ya había decidido que el castigo seria ejemplar.
- Cuando lo decidisteis?
- Cuando esos perversos se mataron a medio millar de cristianos inocentes en las murallas. Y pueden agradecer al Cielo que la victoria nos fue barata, porque de haber tenido más muertos, además de los jenízaros, hubiese matado a todo varón en edad de empuñar las armas en contra nuestra.
- Os portasteis igual que un rey bárbaro– dijo Fray Santiago – el evangelio os entro por una oreja y salió por la otra, la piedad que debisteis mostrar la trocasteis por odio, venganza y crueldad.
- No, no. Podría haber sido como el sultán y empalar a los 200 prisioneros en el puerto, para que su muerte demorase horas y no instantes. Tome sus vidas, pero no con sevicia.
- Debisteis perdonar sus vidas! - me grito mi confesor.
- No! Es que acaso no lo habéis entendido? – También yo lo dije a voz en cuello – Cada enemigo así muerto son muchas vidas que se le ahorran a las huestes del rey! La muerte de todos estos turcos las cargo gustoso si puedo evitar la muerte de un cristiano!
- Oigo hablar a la soberbia!
- Oís mal! Porque es la prudencia la que habla! Y otra cosa, Fray Santiago –dije con toda la autoridad que podía tener en ese momento, elevando de nuevo la voz- No volváis a cuestionar mis decisiones delante de mis oficiales, y menos, mucho menos alebrestéis a mi gente a no cumplir mis órdenes.
- Soy hombre de Dios y esa es mi obligación…
- Es vuestra obligación velar por la salud de mi alma – corté tajantemente- Pero jamás volváis a poneros en esa situación.
- Qué situación, Cirujano?
- La de un insubordinado, la de uno que incita a la rebelión – y agregué con estudiada acentuación – porque ambos delitos militares que se pagan con la vida.
- Ah, en vuestra conciencia no solo pesaran la muerte de estos inocentes, también llevaréis el peso de mi vida.
- Me pesaran la vida de los turcos pasados por las armas, pero de inocentes esos no tenían nada. Y me pesará la muerte de un amigo a quien quiero como hermano, pero si se pierde la disciplina a este ejército se lo lleva el diablo.
- Quien sois vos para juzgar?
- Y quien sois vos para hacerlo?
- Aceptáis la culpa por esas muertes?
- Nunca he huido a esa responsabilidad. Si vos como mi confesor decís que soy culpable, pues sí, acepto la culpa.
- Postraos, no de rodillas, postraos en el piso, humillad vuestro cuerpo por completo – obedientemente me puse panza a tierra con los brazos en cruz.
- Confesad!
- Confiteor Deo omnipotenti et vobis, fratres, quia peccavi nimis cogitatione, verbo, opere et omissione: mea culpa – ay! Senti la planta del pie del cura presionar mi espalda con rudeza tres veces - ,mea culpa, mea maxima culpa. Ideo precor beatam Mariam semper Virginem, omnes angelos et sanctos et vos, fratres, orare pro me ad Dominum, Deum nostrum. Amen.
- Amen . Paraos – y mirándome fijamente me ordeno – Miradme y miradme bien. Abrenuntias Satanae? – me pregunto en voz clara y alta.
- Santiago! Vos sabéis que esta fue una decisión temporal… - no pude terminar mi alegato pues una bofetada me cruzó la cara - Abrenuntias Satanae?
- Abrenuntio – dije con sumisión.
- Et ómnibus operibus ejus?
- Abrenuntio.
- Et ómnibus pompis ejus?
- Abrenuntio.
- Vais a renovar la profesión de nuestra fe – lo dijo sin dejar de sostener la mirada, pero con un tono menos severo – Creidis in Deum Patrem omnipotentem, creatorem caeli et terrae?
- Credo!
- Credis in Iesum Christum, filium ejus unicum, domimun nostrun, natum et passum?
- Credo!
- Credis in Spiritun Sanctam, Ecclesiam Catholicam, Sanctorum communionem, remisionem peccatorum, carnis resurrectionen et vitam aeternam?
- Credo!
- Y yo creo que estáis limpio de mal. Al menos el Maligno no es dueño de vuestra alma, pero habéis oído su susurro y habéis consentido hacerle caso. Pero vuestra alma se ha librado de males peores… de lo que no os librareis es de la penitencia.
- Por un acto de guerra me haréis hacer penitencia?
- No, por soberbia, por falta de humildad.
- Ya. El pecado favorito del diablo – no pude de dejar de pensar en Al Pacino.
- Vos lo habéis dicho: la vanidad. Bajaos las calzas, y si deseáis, coged vuestros cojo*** y protegeos los testes. Serán 20 azotes.
- 20?
- 20. Y para que no se os olvide, con las Letanías de la Humildad. Presto?
- No, pero eso a vos no le importa.
- Estáis en lo cierto, Francisco. Señor Jesús, manso y humilde de corazón, óyeme.
- Óyeme.
- Del deseo de ser lisonjeado, líbrame Señor!
- Líbrame Señor – escuche el látigo volar por el aire zasss, y plafff caer en mi poto calato! La concha de su madre (cuando maldigo, inevitablemente maldigo en peruano), ponja de mierda eso duele, me arrancó un grito sentido – Ayyy!!!
- Uno! Del deseo de ser honrado…
- Líbrame Señor –zasss, plafff. Ayyy!
- Dos! Del deseo de ser alabado…
- Líbrame Señor, ayyy!
- Tres! Del deseo de ser preferido a otros…
- Líbrame Señor -coñ*! - Ayyy!
- Cuatro! Del deseo de ser consultado…
- Líbrame Señor, ayyy! - Había ordenado que nadie bajo mi mando debía ser azotado en la espalda, no solo para preservar los pulmones y riñones de cualquier exceso, sino también por no ofender la dignidad de mis hombres. Ayy, auuu, ayyyy! Los azotes serian dados en nalgas, muslos y piernas, y nunca en un número capaz de incapacitar al soldado para la lucha, o de ponerlo en riesgo de una infección, por lo que estaba prohibido expresamente lacerar abusivamente la piel. Ayyy! Fray Santiago estaba llevando el castigo al límite.
- Quince! Del temor de ser juzgado con malicia…
- Líbrame Señor.
- Dieciséis! Que otros sean más estimados que yo, Señor dame la gracia de desearlo.
- Señor dame la gracia de desearlo – Zasss! Plafff! Ayyy!
- Diecisiete! Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse…
- Señor dame la gracia de desearlo, ayyy!
- Dieciocho! Que otros sean alabados y a mí no se me haga caso…
- Señor dame la gracia de desearlo. Ayy! Falta mucho? –a estas alturas, ya tenía un hilo de voz, porque ni ganas de quejarme tenía, los ojos hinchados y la boca seca. Apenas podía tenerme en pie.
- Diecinueve! Que otros sean empelados en cargos y a mí se me juzgue inútil…
- Señor dame la gracia de desearlo – coñ*!!! Santiago me propino el ultimo latigazo con tal fuerza que mis rodillas terminaron en tierra – Mierda!!! Ya?
- Veinte! Este fue el último… Que los demás sean más santos que yo, con tal que yo sea todo lo santo que pueda.
-Señor dame la gracia de desearlo.
- Ahora, oremos juntos, Francisco. Pater noster, qui es in caelis…
- Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua sicut in caelu et in terra. Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Et ne nos inducas in tentationem, sed liberanos a malo. Amen.
- Amen. Buenas noches, Paco-San. Reflexionad de lo sucedido en estos últimos días. Huid de la vanidad. Voy a mi tienda.

Cuando se estaba yendo, pude ver que los cuatro hombres de la compañía seguían guardando la entrada “vosotros que hacéis aquí?” “vos nos ordenasteis que nos retiráramos, Maestro Cirujano. Os dejamos solo con vuestro confesor, pero vigilamos la entrada de vuestros aposentos!”. Ah, taimados sinvergüenzas! buena disculpa se inventaron para oír de primera mano lo ocurrido entre el jefe de la expedición y su confesor, azotes incluidos!

Me hice un té bien de sauce blanco, pero me abstuve de opiáceos o cannabinoides. Dolía, pero quería evitar la fiebre y en la medida de lo posible, el malestar. Dormí, un sueño inquieto, entrecortado, con sobresaltos y pesadillas, e incómodo por el dolor, pero algo pude dormir. Al día siguiente, ya era de día cuando fui despertado. Pablo estaba al pie de la cama.
- Buenos días, Don Francisco. Cómo amanecisteis hoy?
- He tenido mejores despertares. Ya os habéis enterado, no?
- Toda la plaza, a decir verdad.
- Ah! – el monosílabo fue elocuente, muchas ganas de conversar no tenía.
- Dura fue vuestra penitencia. 20 latigazos.
- Apenas me puedo sentar.
- Aunque he venido solo, todos estamos preocupados por vos, hemos preparado este ungüento.
- No zagal, no estoy dispuesto a dejar que veais mi cul* apaleado.
- No a nosotros, Don Francisco, pero a ella sí – me dijo sonriendo Pablo.
- Quién?
- La pelirroja.
- Vos adivinasteis quien es? – pues estábamos hablando de la mujer que ahorcó al bey de Derna.
- No en el momento, pero sí, creo saber quién fue. Doncella fermosa. Es hereje?
- Su rey es hereje. Hacedme el favor de ser discreto.
- No os preocupéis. Privilegio entre paciente y médico, tal como vos decís!


Me dejo con Elizabeth, bueno Bess, que así era como se llamaba la mujer pelirroja. Era galesa, de Cardigan, hija, hermana y prometida de pescadores relativamente acomodados pues tenían barca propia. Los corsarios de Sale hicieron una razzia hasta el Mar de Irlanda y allí la aprehendieron, junto con su hermano menor, sus cabellos rojos la hacían un bien deseable y caro en cualquier harem del Islam. El asesinato de este chico en las murallas la tenía destrozada, pues al igual que muchas cautivas, era el único vínculo que le quedaba con su terruño y sus querencias; ahora era una extraña en tierras extrañas. En los meses de cautiverio había aprendido la jerigonza que hablaban en los baños: un pidgin mezcla de árabe, castellano, francés e italiano.

La venganza, previsiblemente no había aliviado sus penas (la venganza nunca alivia las penas!), pero se notaba más tranquila, distante, asustada y confundida. Con sus hábiles manos de trabajadora me retiro las calzas y con suavidad, y hasta con cariño, aplico el ungüento, que a decir verdad, me alivio bastante, tanto que me cambio el semblante y mande a llamar a Álvaro.


- Habéis recibido una buena tunda, Francisco!
- Más de lo que merecía.
- Libre sois de culpa por esas muertes, bien merecidas las tenían.
- No, Fray Santiago me azoto para que el poder no se me subiese a la cabeza. Temía por la salud de mi alma.
- Si, los de Pozuelo no olvidan que exorcizasteis a Eustaquio y ahora dicen que Santiago os exorcizo a vos!
- Habladurías, hombre! Solo me hizo renovar mis promesas bautismales… algo que todo buen cristiano debería hacer de vez en cuando. Pero decidme, ya que todo el campamento se enteró, que es lo que se dice por ahí.
- Aparte de que os han espantado los demonios? – Álvaro se permitió bromear – dos frases que os han quedado bordadas, amigo mío! “…La muerte de esos moros las cargo gustoso si puedo evitar la muerte de un cristiano!...”. La repiten casi como si fuese una jaculatoria a un santo!
- Anda, embustero!
- A fe mía que es cierto. Pero la otra la recuerdan con más temor “… La insubordinación y la rebelión son delitos militares que se pagan con la horca...”.
- La horca no, en este ejercito esa pena está destinada a los traidores nada más. Pasados por armas es lo que dije, una descarga de mosquetes o un disparo en la nuca a cargo del preboste. Al igual que los azotes, que ya no serán dados en la espalda, latigazos en el cul* o en las piernas y nunca más de diez.
- A vos le tocaron veinte.
- De mi confesor, no del preboste. De todos modos, es saludable que se sepa que la disciplina es lo que mantiene unido al ejército.
- La confianza y el ejemplo también, Maestro Cirujano o tal vez ahora Maestro de Campo?
- No, no creo que siga adelante la carrera militar, eso os lo dejo a vos. Déjadme con el hospital, que mis ganas de laureles acabaron aquí. Dios me permita algún día poder aliviar el cólico miserere!
- Pero mientras tanto, sigues al mando – insistió divertido – alguna orden?
- En realidad sí. Ve donde los moros que hemos capturado y sepárame a los médicos y a los carpinteros.
- Dadlo por hecho.
- Decidme, la nao redonda veneciana sigue en puerto?
- Si, y muy interesados en pujar por los cautivos. Por cierto, llego otro barco de la Serenísima Republica.
- Si? –me mostré interesado – podéis decirme que encontraron en sus bodegas?
- Cañones franceses!, nada menos que una docena de a 24 libras, nuevos, con el bronce reluciente! El doblez de esos malos cristianos con el turco debe ser castigado algún día. Vive Dios! Cuánto daño nos pudo hacer de haber llegado una semana antes!
- Confiscados quedan! Los venecianos venderían a sus madres por un par de sultaníes.

Al día siguiente pude sentarme, y los 8 carpinteros moros que pudieron ser encontrados fueron traídos a mi presencia, les dije que serían vendidos junto a sus familias, sin ser separados, siempre que en menos de 5 días me tuviesen la polacra lista para navegar. Por supuesto, aceptaron. Luego vi a los 3 médicos musulmanes del pueblo, les concedí igual privilegio con la condición que cargasen con ellos todos sus libros de medicina que tuviesen. Fue para mostrar que los cirujanos cristianos también podían tener buen corazón.

Luego, con los capitanes y el almirante, revisamos a los esclavos. Los de edad militar y buena contextura física serían destinados a las minas de Almadén o Guadalcanal; pero tanto los de 35 años en adelante, así como los chicos recientemente castrados los vendería a los venecianos, los primeros baratos como galeotes, pero un joven eunuco valdría su peso en oro. Por compasión, y porque los azotes aún me escocían el cul*, permití que 20 madres fuesen vendidas con sus hijos, al menos hasta el norte del Adriático viajarían juntos.

Finalmente, los cirujanos examinaron a las esclavas desnudas, especialmente los dientes, separándolas en núbiles, nulíparas, madres con un hijo y madres con varios hijos. Como no sabían mucho de eso, les di una rápida lección:
- Muchachos, no se trata de ser muy exactos, se trata de seleccionar rápido. Fijaos en las tetas! Si la teta es firme y la chica es joven, núbil! Si el pezón lo tiene por encima del surco mamario y es joven, nulípara; en cambio si el pezón cae por debajo de dicho surco, pues es madre y a mas caída la teta, más hijos han salido por esa raja. Presto!

Se podía hacer una rápida división al ojo entra las esclavas que serían servidoras domésticas y aquellas que terminarían siendo destinadas a calentar los lechos de sus amos. Pero eso es algo que ya no estaba en mis manos. La voz de Urquijo me sacó de mis cavilaciones.

- Eh, Don Francisco! Donde pensáis vender a las moras?
- No lo sé, Almirante. Ni bien lleguemos a Valencia?
- No, no. Perderíamos reales! Fijaos, el precio de una moza como estas que estamos llevando, en Jerez nos darían 1500 reales, pero en Zafra nos pagarían más de 1800. Aunque no son negras, también los podríamos vender bien en Lisboa.
- Almirante, ese es el precio por una esclava corriente. Pero hay jovencitas que fácilmente valen el doble de eso – apuntó Álvaro – hasta hoy se habla en Badajoz de una mora de piel aceituna llamada Lucrecia por la que pagaron 4830 reales!
- Que sería poco si se comparan con los 5500 que se pagaron por una negra tinta en Jerez de los Caballeros no hace mucho – señaló Vinuesa, señalando a una cautiva de especial belleza – más si tenemos en cuenta que las mas fermosas, también son las más cuidadas. Esas manos solo han tocado pétalos de rosa!

No se equivocaba! Las tornas de la vida! Las hijas de los comerciantes más ricos de Derna hoy eran expuestas en cueros al escrutinio de sus captores. No sé si era necesario, pero todos en la plaza, desde los jefes de batallón y capitanes de navío, hasta el marmitón más humilde sentían que era de justicia que las mujeres e hijas de los responsables de tantas penurias en las costas cristianas de Europa, ahora estén en el lado malo de la calle despues de ver arder su ciudad por los cuatro costados.

Los carpinteros cumplieron su parte del trato. A los cinco días, la polacra estaba no solo arbolada y con la obra muerta reparada, también el castillo de popa había sido repintado de verde y oro. En el palo mayor ondeaba la bandera del rey, pero en el mesana la de Valencia volaba al viento, y para no ser menos en el trinquete flameaba la enseña de la Compañía de Santa Apolonia. Con buen tino, Urquizo ordenó artillarla con piezas de 18, 12 y 6 libras retiradas “en préstamo” de los demás buques de la flota. La dotación se completó también con tripulantes prestados, y su primer capitán fue un valenciano por recomendación de don Marcial, Jaume Vilanova, pues había sido en varios viajes primero su nostromo y luego su segundo. En medio de una sencilla pero sentida ceremonia, Fray Santiago bautizó a la nueva adquisición como Rosa de Santa María, cuando me preguntaron por tal nombre solo pude responder “es el nombre de la que será la primera santa de las Indias!”
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Finalmente, diez días después de llegar, la flota valenciana dejo las aguas de Derna, no sin antes volar con los restos de pólvora encontrada, varias partes del lienzo de la muralla y dejar en un alto mástil clavado en el malecón de atraque la bandera negra con la sentencia “ojo por ojo, diente por diente”.


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Mensaje por reytuerto »

El primer día de navegación, probamos las cualidades marineras de la Rosa de Santa María, comprobamos que era ágil en los virajes, tanto si era en redondo como en avante, como buen bajel con latinas, orzaba bien. Pero el hijo’e puta del holandés renegado la dio de lleno cuando puso velamen redondo en el palo mayor! Con vientos largos, la polacra le sacaba de medio nudo a uno, o incluso uno y medio a un jabeque de los nuestros. Además, calaba poco, por lo que podía meterse en canales, calas y bajíos que destrozarían la quilla de una fragata. Y artillada como estaba, podía rendir a cualquier bajel corsario de desplazamiento semejante o incluso superior. El capitán Jaume Vilanova tenía razones para estar exultante:
- A fe mía que es más dócil que una mujer recién apaleada! Ciñe tan bien como un jabeque, y corre tanto como una fragata!
- He visto que vira bien.
- Bien y rápido! Orza con la facilidad de un falucho, y cabalga los vientos por la aleta como un bendito! Es fácil ganar barlovento con este bajel!
- Y vos que visteis como cazábamos a los piratas moros desde nuestras cofas, en tal brete que haríais?
- Vos tenéis dos espingarderos que son la mar de buenos! Capaces de darle en el pecho a un hombre a 200 pasos. Con diez de esos a bordo, los de las cofas serian cazados primero! Además, los moros no tienen fragatas.
- Pero los herejes si, los franceses también y si ellos las tienen pronto el turco las tendrá. Por eso, he de tener en cuenta vuestro consejo.
- Con estas polacras, pronto seremos los cristianos quienes asolemos los puertos del gran turco!
- Que decís, capitán? – pregunte con interés.
- Lo que escucháis, Don Francisco –respondió con una sonrisa aviesa- Hay un comercio fluido entre los puertos de Berbería. Ved los palos de la Rosa. Son de abeto allende el Mar Baltico! Eso ha venido por barco... Y si hay algo parecido al amor por el dinero que tiene un judío, eso es un moro con angurria! Tocad las bolsas de los moros más ricos, y haréis tambalear al mismísimo bey de Argel! Y si devolvemos el golpe completo, haciendo a sus mujeres nuestras cautivas, pues mejor!
- Muchas de esas mujeres, en realidad son nuestras mujeres. Arrancadas a viva fuerza de sus lares.
- Más razón me dais, Don Francisco! Hacedme el favor de considerarlo.
- Pensando me dejáis, Don Jaume.

No iba a ser el único que me dejase pensando. Santiago empezó con insistencia a hablarme de los moros cautivos, y sobre todo, de las mujeres que llevábamos a vender como esclavas.
- Decidme, Paco-San, vos sabéis cuantas cautivas llevamos?
- Deben ser unas tres mil.
- Las venderéis como esclavas?
- Sí. Es lo que ellos hacen con las nuestras, no?
- Sí, pero vos no sois como ellos.
- Mi cul* me dice que vos pensáis exactamente lo contrario.
- Porque justamente, vos os portasteis como se hubiese portado el sultán de Constantinopla.
- Miki-San – pobre de mí!, me metí en una discusión con un jesuita: la retirada es la alternativa más barata en este caso - decidme, qué es lo que tenéis en mente?
- Voy a predicar entre las infieles! No vendáis a las que pueda convertir.
- Vos haréis eso? Sólo vos?
- No, están los demás capellanes, tanto los dos de los batallones de voluntarios como los tres capellanes de la flota. Los seis pensamos rescatar esas almas.
- Sí, conozco el celo y el valor de Fray Esteban y Fray Antonio, estuvieron con los voluntarios valencianos antes, durante y después de la lucha. Aunque no sé quiénes son los capellanes de la flota.
- Fray Vicente y Fray Miguel son trinitarios
- Ah, deben ser versados en árabe, pues son los que se encargan de rescatar a los cautivos cristianos en Berbería, y paliar sus aflicciones.
- Acertáis, Francisco! El otro, es un dominico, Fray Enrique.
- Un domini-canes! También habla árabe?
- No seáis irrespetuoso con ese hábito! – lo dijo con una sonrisa divertida, pues es conocida la rivalidad entre ambas ordenes - Que vos estáis más cerca de la Inquisición que muchos! Sí, Fray Enrique habla la lengua de los infieles! También uno de mis hermanos de la compañía, y yo mismo algo de hebreo conozco… - el nipón se detuvo un instante.
- Desembuchad, Santiago! Esas pausas vuestras me dan miedo!
- Además, y vos debéis saberlo, la mitad de las vos llamáis “moras” alguna vez fueron cristianas, y deben hablar alguna lengua conocida.
- No os puedo mentir, algo de eso supuse – Otra vez! Segunda vez que me tocan el tema en una mañana: cuando el rio suena, es porque piedras trae! – Os propongo algo: En primer término, lograd las conversiones. Las que no se acojan a la Iglesia, serán vendidas y no me importará si su destino será doblar las espaldas o abrir las piernas. Y tan importante como eso es que seáis tan persuasivo con los capitanes Luna y Vinuesa, y con el Almirante Urquijo. Convencedlos! Y si se avienen a perder esa parte del botín, yo también daré mi brazo a torcer. Recordad que muchas de esas mujeres eran esposas o hijas de los hombres de fueron ahogados, aplastados, abaleados, pasados por cuchillo, ahorcados y mandados al infierno moro de un disparo en la nuca por los nuestros. Recordad que si la conversión no es sincera, estaréis metiendo víboras vengativas en las Españas. Tenéis tres semanas hasta llegar a Valencia!

Para qué les puse un plazo! Con el acostumbrado celo que los capellanes tenían, los curas comenzaron a predicar la las musulmanas. Primero en árabe, pero luego, poco a poco conforme las renegadas se fueron soltando, comenzaron a hablarles si bien no en sus lenguas nativas, en el pidgin marinero y portuario que se entendía a lo largo del Mediterráneo y que llenaba los vacíos que dejaban el portugués, castellano, valenciano, mallorquín, catalán, occitano, ligur, corso, sardo, toscano, romanesco, napolitano, siciliano, véneto, dálmata y griego. No solo eso, Santiago y los demás religiosos empezaron a hacer “la labor de zapa” con los jefes de a bordo, tanto es así que a la semana, en una entrevista rutinaria con el Almirante Urquijo, este me dijo:
- Albricias, Don Francisco! Ahora sé que vuestro cul* no es el azotado, sino vuestras orejas!
- Ah, mi buen Almirante, me temo que esos azotes los comparto con vos y con los demás capitanes!
- Penitentes somos! –exclamo riendo- Y la misma vara nos mide los lomos! Vuestro Fray Santiago es tan insistente como una garrapata con hambre!
- Buen cristiano es! Kirishtian, así es como les dicen en su tierra! Es sobrino de un mártir. Y mucho me temo que cuando terminemos esta cruzada, insistirá para que empecemos otra en mares mucho más lejanos.
- No me dejéis con la duda sembrada! Contad!
- Es en su propia tierra, en las antípodas de España. Desde que termino una luenga guerra civil en Japón, la regencia se hizo hereditaria y el rey de aquellas islas se convirtió en un mero elemento decorativo. El actual regente ve con malos ojos el cristianismo, porque no quiere que nada compita con él en el corazón de sus súbditos, sabed que en el Japón el cristianismo está libre de herejía, y las persecuciones han comenzado. Muchos católicos ya han sido martirizados, y muchos más los que se han visto obligados a abjurar de su fe. Todo esto con la complicidad de los herejes flamencos, porque esos bellacos son los que le proporcionan cañones y mosquetes.
- Y Fray Santiago, que es lo que pretende?
- Que los buques de la Compañía de Santa Apolonia rescaten a toda la Cristiandad del Japón!
- Válgame Dios! – exclamo Urquijo – Vos podéis hacer eso?
- No, no tengo los barcos suficientes, no tengo los hombres suficientes, no tengo la fuerza suficiente! Es en esos momentos cuando me siento apenas un barbero sangrón! Mucho temo, que los deseos de Fray Santiago solo se pueden hacer como encargo de nuestra Católica Majestad.
- No os aflijáis, Don Francisco! Como os dije, sois un cristiano mañoso! Os seré sincero, sabia de vuestra sapiencia para controlar pestes y enfermedades, o curar heridas impsibles, mucho se habló de vos desde la expedición de Trípoli. También escuche que os mantuviste en la línea, de pie y sin cobardía, con los voluntarios de Valencia y eso habla bien de vos. Pero tuve dudas del buen juicio del Marques del Puerto cuando os envió a vos, un cirujano, como cabeza de esta expedición – Urquijo hizo una pausa, incomoda por cierto, porque sabía que él esperaba llevarse las palmas – Pero me habéis demostrado que sabíais lo que hacíais. A fe mía que nunca había visto incendiar una ciudad con tanta presteza, ni tomarla con tan pocos muertos entre los nuestros! – Hizo otra pausa, esta vez algo más dubitativa, lo que me hizo parar las orejas por lo que me iría a soltar – disculpadme la rudeza, pese a que los padres de vuestros abuelos no conocían los evangelios y que solo sois un hombre nuevo, habéis sido lo suficientemente valioso como para aliviar los dolores de la boca del rey, pero nada de eso se os ha subido a la cabeza, no sois altanero ni siquiera en la victoria. Sois humilde, pero de modo alguno sois simple. Bien lo dije, sois hombre de muchas mañas!
- Agradezco vuestras palabras, Almirante. Son las palabras de un hombre honrado y me habéis hablado con el corazón, pues me habéis dicho en la cara, lo que muchos solo dicen a mis espaldas.
- Vos os lo habéis ganado Si la ventura quiere que vuestros afanes vayan por donde Fray Santiago os lleve, contad con mi espada para esa cruzada allende las Filipinas! ... pero ahora decidme, creéis que puedan convertir a tantas mujeres?
- Dos semanas serán tiempo más que suficiente, si es que son tan insistentes con ellas como lo han sido con nosotros!
- Y si se convierten, que haréis?
- Perderemos parte del botín. Ya no las podremos vender como esclavas.
- Entonces?
- Solo venderemos a los forzados para las minas y a las hembras que permanezcan infieles.
- Sí, eso lo doy por hecho. Después que haréis con las mujeres?
- No lo sé, Almirante. Fray Santiago me ha dicho que son unas 1500 las que abjuraron y se convirtieron a la religión de los infieles, y a esas hay que sumar 600 que son las liberadas de los baños. No sé cuántas moras puedan convertir. Son más de 2000 almas y no sé qué hacer con ellas!


Sin embargo, no solo el destino de las moras era lo que ocupaba mi cabeza. A veces, cuando el labeche soplaba y hacia más lenta la marcha, no dejaban de rondar por mi mente los muertos de Derna. Podía justificar de mil formas mi proceder, sí ese era el peso y la soledad del mando, pero en mi fuero interno, sabía que Santiago en algo (o en mucho) tenía razón: No era inmune al veneno embriagante del poder, pues apenas me lo dieron a probar, me regodeé con él. Veinte azotes, en verdad, fueron pocos.

Pero una conversación con Juan Arias, el notario que me ayudo con la sentencia condenatoria del bey, hizo que los muertos de Derna adquiriesen una dimensión más terrenal. Al haber dado muerte a un gobernante de tierras ajenas a las Españas; había ejercido funciones por encima de mis atribuciones. Eso en las circunstancias en las que ahorque a Ali Saquizli y sus principales secuaces, era intrascendente, pero si alguien deseaba joderme – y desde la quema de la plantación de amapolas de las Jerónimas y la traición de Beira, sabía que de cualquier rincón podía salir un puñal- podía utilizar mil leguleyadas para hacerme morder el polvo. Tanto es así que me recordó que la desgracia del virrey Toledo, el verdadero organizador del virreinato del Perú, fue la ejecución de Túpac Amaru I, Inca de Vilcabamba. Así pues, si quería librarme de una suerte triste o cruel, debía anticiparme a todos y poner en sobre aviso a mis valedores.

Por eso, conversé con Álvaro y Fadrique, el primero para que escribiese a su padre contándole los pormenores de la campaña africana, sobre todo, de lo sucedido en Derna. Y a segundo para que sea el mensajero que le llevase a su madre y en especial, a su tía, cartas escritas por mi puño y letra narrando de la manera más prosaica posible de lo que hice y porque lo hice. Yo me encargaría de informar en persona a Pedro, y supongo que por su lado, el almirante de Valencia haría lo propio. Por eso, apenas rebasado el cabo Formentor y con la anuencia de Urquijo, la polacra Rosa de Santa María y los jabeques Mallorquín y Audaz, aprovechando su velocidad, llegarían primero que todos a Valencia, y de allí, Fadrique correría como alma perseguida por el diablo hasta Madrid. Tanto era lo que estaba en riesgo que le pedí a Maese Juan que cuidase la vida del hijo del rey como si fuese la mía. Si la condesa de Paredes hacia llegar mi historia a oídos del Rey Planeta antes que todos, podía contar con que mi cabeza seguiría sobre mis hombros.

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Mensaje por reytuerto »

No bien vimos desaparecer las velas de la polacra en el horizonte, volvimos a las preocupaciones habituales. Los capellanes a intentar las conversiones, los cirujanos a sistematizar los resultados, y los capitanes, a mantener la disciplina incluso en la navegación, pues aun teníamos por delante dos días más en la mar.
Por supuesto, en las horas muertas de navegación, mi interés mayor estaba en sembrar en las cabezas de los cirujanos un método que perpetuase los avances científicos cuando los viajeros del tiempo hayamos sucumbido inevitablemente a la edad y los achaques, pues la vejez que no nos perdonaba en el siglo XXI, menos lo haría a mediados del siglo XVII.

Es evidente que el método elegido era el cartesiano, con pinceladas de Bacon. Yo sabia que tenia buen material humano, y con sus limitaciones y lagunas, con los prejuicios propios de su siglo, pero, agudos, curiosos, capaces y sobre todo, cuando íbamos a estar bailando sobre el filo de un cuchillo llamado Inquisición, leales hasta la pared del frente. Pedro Barea, Martinico, Martin, Pablo, Miguel y José habían estado recibiendo un curso intensivo de metodología de la investigación desde que levamos anclas en Derna

- Ved caballeros, tenemos una oportunidad de guiarnos por un procedimiento que estará basado en la observación celosa, las mediciones constantes, el pensamiento crítico y el cuestionamiento constante – les dije una tarde amodorrada en que apenas avanzábamos por un viento flojo - eso sin quitar ni un ápice a nuestra fe! Todo lo que sucede bajo el cielo es solo y únicamente porque Dios lo quiere!
- En una de las veladas que organizo el Marques del Puerto, escuche al sabio Galileo decir que era menester saber separar lo que era el conocimiento que las ciencias nos puede dar, de lo que postulan las autoridades civiles y eclesiásticas, de lo que se presume como cierto por tradición, y lo que es dogma de fe – afirmaba Barea.
- Y yo no voy a ser más que ese sabio, Don Pedro!
- Pero vos decís que las infecciones se pueden ver con los anteojos que nos permiten ver las cosas pequeñas.
- Anteojos que llamamos microscopios, Martinico. Recordad el griego: Micro de pequeño y scopos de ver - el pobre Martin se ruborizo un poco – es lo que yo creo, pero eso todavía lo tenemos que demostrar, o lo tenemos que refutar. Pero recordad siempre mis palabras: si la infección es causada por animalejos que no pueden verse de lo pequeños que son, o lo sí es porque la podredumbre espontáneamente se genera, eso no depende ni de mi, ni de vosotros, ni de los animalejos o de la podredumbre, depende en última instancia de la voluntad divina – hice mucho énfasis en esto, pues lo menos que me gustaría es que todas nuestras investigaciones fuesen quemadas por heréticas, junto con nosotros mismos.
- Don Francisco, entonces vos nos decís que desmintamos sus palabras – pregunto Martin de Alcántara con un dejo de duda en su voz.
- No a mí, mi buen Martin. No a mí. Si vos creéis que las infecciones no son causadas por bichos microscópicos, Oíd! Una palabra nueva que no es malsonante! No me ofendéis. Yo procurare demostrar experimentalmente que sí, y vos estaréis en la obligación de demostrar experimentalmente que no.
- Entonces? – pregunto aún más dubitativo Pablo.
- Mirad Pablo, yo creo que el conocimiento que debemos de tener, debe estar basado en dos columnas tan grandes como los pilares de Hércules: la primera es que la demostración experimental que haga la pueda hacer en Valencia o Madrid, la pueda hacer yo, Pedro o vos, la pueda hacer hoy, mañana o el mes entrante. A eso lo llamo la reproducibilidad. Lo estáis escribiendo?
- Todo!
- La segunda es justo lo que estaba diciéndole a Martin: toda experimentación debe ser susceptible a refutada, cuestionada, espulgada hasta en los detalles más nimios. Esta columna es la refutabilidad.
- Vos nos pedís que os refutemos?…
- No os lo pido, os lo ordeno!, siempre que dudéis de lo que este afirmando, refutad mi pensamiento y haced un experimento que sostenga vuestra refutación.
- Pero si en lugar de refutar a vos, deseo refutar a Aristóteles?
- Ah! Pregunta sagaz, Miguel! – sagaz y resbaladiza, porque a veces por algún motivo que nunca alcance a comprender, la Iglesia hizo suya planteamientos de Aristóteles y de otros sabios y filósofos de la antigüedad clásica – Si vos deseáis refutar al Estagirita, pues debéis plantear vuestro cuestionamiento con máximo cuidado, y pensar en vuestro experimento aun con mayor celo.
- Pero cuál es la mejor manera de guiar nuestro pensamiento?
- Siempre pedidle a nuestro señor que os ilumine, no dejéis que la soberbia os guie. Una vez en paz, sabed que el primer paso de cualquier investigación es la Observación. No solo los ojos, también el olfato y los demás sentidos para estudiar el objeto de nuestro estudio. Porque luego de haber observado debéis aprender a extraer la sustancia de lo que habéis visto. Por eso es que yo después de cada operación os obligo a describir todo.
- Pero todo esto ya lo hacemos, Don Francisco! - protesto inocentemente José – pero aún no hemos descubierto nada nuevo!
- Es que aun os faltan los pasos más críticos del método que os estoy proponiendo! El siguiente paso es justamente el más importante, hacer lo que yo llamo una Hipótesis, que es la explicación provisional de las observaciones, y las causas de las mismas.
- En vuestro caso, que los animalejos microscópicos causan las enfermedades.
- Vos lo decís bien. Pero por mi habilidad de cirujano, o porque veo los dientes del rey nadie tiene porque creerme. Así que el paso siguiente es tan importante como plantear la hipótesis, y es probarla por experimentación. Cosa que como podéis suponer siempre es lo más complicado.
- Y la refutación de vuestras ideas donde entra?
- Es precisamente el paso que viene. Pero eso ya no queda en mí, es menester que mis pares se afanen en eso.
- Y probar que no, debe ser tan arduo como probar que sí.
- Vos lo decís bien, Martinico! Un auténtico trabajo del ya mentado Hércules!
- O de Sísifo, si es que no llegáis a demostrar nada – agrego Pedro Barea meneando la cabeza con pesimismo.
- Pero justamente esa discusión basándose en experimentos es lo que hará que nuestras conclusiones tengan cimientos fuertes. Porque una vez probada la hipótesis, llegamos lo que es casi una ley, la Teoría científica, una Tesis en fin. Y quiero volver a afirmaos nuevamente que la teoría científica es muy diferente a la verdad teológica. Cualquier tesis, mientras más discutida sea, más veraz será. En cambio, nosotros como buenos cristianos, debemos ser sumisos a los preceptos de la Santa Madre Iglesia, en todas las cuestiones de fe y dogmas – lo dije con tanta mansedumbre que Fray Santiago me hubiese quitado algunos azotes, pero tener caja de resonancia en una época en que la Inquisición mandaba, y aun con fuerza, era tan importante para preservar mis carnes y mis escritos del fuego como tener buenos valedores – Pablo, apuntasteis eso?
- Todo, Don Francisco, hasta el último punto!


Dos días después, apenas después del alba, la falúa de doce remos del navío San Vicente, abarloo a estribor del San Cosme y el patrón me urgió para que lo acompañase hasta el buque en donde Urquizo izaba su insignia, cosa que hice de inmediato. Bogando con fuerza, en poco tiempo estuve en la cubierta del buque de 64 cañones.
- Buenos días, Almirante! Qué os ha sucedido? Algún mal os aflige?
- Buenos días, Don Francisco! No, a fe mía que no, nada! Mirad, Valencia a la vista! Pensabais entrar a puerto en la San Cosme?
- La verdad es que sí.
- Entonces hice bien en traeros! Vos llegareis a puerto en el San Vicente! Los capitanes Luna y Vinuesa nos esperan en la cámara.

Tomamos un desayuno suculento en popa, y aunque el café no era costumbre aún, el humor era comprensiblemente bueno. La travesía había sido sin sobresaltos, tripulantes y soldados regresaban a casa como veteranos que proclamarían a los cuatro vientos “yo estuve en Egipto y en Cirenaica”, además de ser hombres prósperos, pues lo que les correspondía a cada uno era más fácil medirlo en ducados que en reales o maravedís.

Como todavía se sentía frio en esa mañana de primavera, el cuerpo lo estábamos calentando con una caspiroleta con leche condensada, huevos de Derna, canela y aguardiente de orujo. Ya con el Grao a la vista, Urquizo me señalo la multitud de mástiles que se notaban en la zona portuaria encerrada entre los dos espigones:

- Ved, Don Francisco! Cuánto ha cambiado Valencia desde que llego Don Pedro! Antes el puerto eran la playas del Grao! Y los naos de mayor porte eran servidos por lanchones que los descargaban. Y una riada de barquichuelos subían el Turia hasta los arrabales de Valencia! Ahora tenemos un muelle de piedra en donde hasta las carracas de Venecia más grandes pueden abarloar, y las aguas profundas están protegidas del oleaje, los vientos y la arena. Ved! Ahí están los almacenes nuevos, y allá la lonja del pescado y la aduana, y no muy lejos de las viejas atarazanas reales, están los nuevos talleres, en donde se encuentra desde un mástil con mastelero y mastelerillo, hasta clavos de acero y la mejor brea para calafates!
- Veo que la alegría os invade cuando habláis de Valencia!
- La he visto crecer con rapidez, Vive Dios!, con estos ojos! Lo que no vieron los abuelos de mis abuelos, lo he visto yo en menos de 20 años!
- Empero, esta bonanza no hace a Valencia de una joya codiciada?
- En tanto pueda ser guardada por la flota de Valencia, a fe mía que ningún bellaco se atreverá a atacarla! – afirmo Urquizo con aplomo.
- Don José Mario –insistí con prudencia – Y si la flota de Valencia está cumpliendo sus deberes en otras aguas?
- Observación prudente, Don Francisco. Decidnos por ventura Almirante, no creéis que las defensas no son algo exiguas? – se atrevió a preguntar Vinuesa.
- Ambos decís palabras con sustancia. Ved allí, al extremo de la playa, ahí está el Baluarte del Grao, tiene dos bastiones que parecen hechos por los cruzados en Tierra Santa pues fueron hechos a la antigua, apenas son dos medias torres, y una torre cuadrada hecha por los nuestros ni bien conquistaron la ciudad hace ya tres siglos. Es pequeño pero el Marqués del Puerto lo artilló con los mejores cañones de bronce que allí se pudo calzar: dos bocas de a 24 y dos de 32.
- Aunque las dichos cañones son de buena factura y poderoso disparo, a fe mía, no son muy pocos?
- A eso iba, Don Álvaro. El Baluarte necesita compañía! No solamente a su vera, también al otro lado del muelle son necesarios muros y cañones.
- Según vuestra experiencia, cuantas bocas de fuego necesita el Grao para su protección? – pregunte con interés.
- No menos de 25, de a 24, 32 y 36 libras. Sin contar con la artillería más ligera para batir a los que se atrevan a desembarcar.
- Y que fortalezas haríais?
- Allí! Un fuerte de traza italiana! Con 16 piezas mirando hacia el mar. Y no muy lejos del baluarte, otro, también de factura moderna, con 8 cañones gruesos.
- Además de la flota – le dije con una sonrisa!
- Vos sois un sabido! Además de la flota!

Justo en ese momento, desde el Bahama que se encontraba al ancla, empezaron a disparar las salvas de honor, y poco después se unieron los cañones del baluarte. Desde el San Vicente, respondieron los saludos.

- Albricias!, Saben que llegamos triunfantes! –Exclamo Álvaro con alborozo.
- Sí, Álvaro! Ved allí! Esa es nuestra polacra! Viva la Rosa de Santa María! –respondí, entregándole el catalejo - La insignia del Almirante Urquizo está siendo saludada desde el Grao!
- No solo mi insignia, General Cirujano! – respondió Urquizo sonriendo generosamente – Mirad el trinquete!
- Las banderas de los Voluntarios de Valencia – exclamo Vinuesa con voz sonara.
- Y la de la Compañía del Hospital y la Reina – Álvaro no quiso ser menos – en eso, una brisa repentina hizo que la bandera negra y amarilla se desplegase para verse con claridad.
- Guerra a muerte al infiel? – pregunte con asombro.
- Hoy día no, Don Francisco – Urquizo puso su manaza sobre mi hombro, gesto que sentí sincero, y agrego con voz firme y sosegada – Hoy es la insignia del General Cirujano vencedor en Derna!

El desembarco fue una algarabía. Pedro, el almirante Oquendo, el Obispo, el sobrevente del gobernador, las demás autoridades del Ayuntamiento, los notables de la ciudad y casi el vecindario entero estaban en el puerto. Un poco más y nos recibían con banda de música!

Primero Pedro se dio un largo abrazo con Urquizo, luego saludo con efusión a Vinuesa y Álvaro, finalmente me tocó el turno:
- coñ*, Paco! Mejor que sacarse el gordo de Navidad!
- Gané con trampa, Pedro. Sabía que cartas tenía el moro, y yo tenía tres de cuatro ases.
- Pero me tienes que contar con pelos y señales eso de recibir azotes para expiar las culpas del ejercito! Tenía un cirujano, y ahora me viene un beato!
- No seas gilipollas, Pedrito! Pero nos sale una conversación larga y tendida.
- Tiempo habrá para todo!
- De momento, tengo que mandarle una olla al rey, junto con unos cañones y algunos mosquetes. Por cierto, también hay una ollita para ti!
- Mientras no sea para hacer esa sopa de ajo, cebolla y jengibre…
- Nah! La lucirás a la entrada de tu casa! Junto con dos cañones que también te tocan! Al bueno de Urquizo también le corresponden olla y cañones!
- Ah! Parece que José Mario te ha tomado afecto. Pensaba que por ahí habrían celos profesionales.
- Que tuvo a bien en contármelos! Es un buen hombre. Más claro y con menos dobleces que la mayoría.
- Un hombre que prosperó a la sombra de la Sociedad de Nuestra Señora del Carmen de a base de esfuerzo , capacidad y muchos cojo***. No es ajeno a esas virtudes y las reconoce cuando las ve. No me extraña que hayan hecho buenas migas.

Reímos de buena gana recordando la herida de la mano. Nos contó que luego de una navegación sin que asomase la punta de un mastelerillo turco por todo el Oriente del Mediterráneo, rebasaron Sicilia y entraron en el Tirreno hasta la costa ligur sin que el francés tampoco asomase sus morros. Ya en Génova desembarcó a los tercios con sus maestres de campo, los cuales, subiendo por el Camino Español, deberían estar llegando a Flandes en un mes.

Y aunque mi cabeza estuviese pensando en las cartas que Fadrique llevaba a la Condesa de Paredes, Pedro alivió parte de mi carga confirmando lo que yo suponía: él había contactado con los nobles adecuados y los prelados precisos, para hacer que mi caso, en el supuesto negado de llegar a los tribunales, fuese sólido. Por lo que durante la semana después de desembarcar, nos dedicamos al saludable habido de no hacer nada y descansar a pata suelta. Bueno, tanto como eso no, pues los notables de Valencia se peleaban por tenernos en sus mesas y no pocas damas, se disputaban el privilegio de tener a Álvaro en sus lechos, y yo como buen amigo suyo, no podía ser menos.

Una noche, después de uno de los agasajos, Maese Juan toco la puerta, y luego de saludarnos, conseguí llevarlo hasta mi mesa.
- Habéis venido raudo, Maese Juan. Dejasteis sin novedad Madrid.
- Ay! Mi buen Don Francisco! Me temo no ser portador de buenas noticias. Presuroso ha sido mi regreso pues Fadrique me ha conminado a ello!
- Decidme que ha sucedido.
- No se mucho, pues fue a los dos días de haber llegado. La Condesa de Paredes ha sufrido un percance. Y, Dios quiera que me equivoque!, necesita su concurso. Tomad la carta que os envían.

“Querido Don Francisco:
Ayer fuisteis mi salvador, hoy mi tía necesita de sus artes pues ha sufrido una caída y está muy quebrantada. Hacedme el favor de venir a la brevedad. Haceos acompañar por sus asistentes más aventajados, pues temo que vaya a necesitar ayuda.
Su amigo y fiel servidor
Fadrique”

- Hala! Otra vez en movimiento! Juan, hacedme el favor y avisadles a Martinico, Martin y Pablo que preparen mis implementos. Todos! A Martinico todo lo de dientes, a los otros dos, todo lo de cirugía traumatológica, recordareis el nombre?
- Traumatológica!
- Eso es! También avisadle a Álvaro, que debe estar follando por ahí, que nos vamos a Madrid, Ah!, y viajaremos también con Antonio. Presto, presto! Que vengan a dormir a casa, voy preparando los lechos, pues debemos salir apenas tengamos sol.


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Lejano país

En el día de San Anastasio y San Adalberto, quinto del mes de Diciembre del año de nuestro Señor de 1661.

En el trópico solo hay dos estaciones: la seca y calurosa, y la húmeda y calurosa. A cada cual peor, al menos para los europeos habituados a climas más frescos. La Junta de Vigilancia Sanitaria de Manila había conseguido paliar las enfermedades que diezmaban a los recién llegados, pero poco podía hacer contra el opresivo calor. De ahí que, a mediodía, cuando el sol caía a plomo, prójimos y ajenos se refugiasen en las algo menos sofocantes viviendas, reservando sus esfuerzos para el amanecer y el atardecer, cuando las temperaturas no eran asfixiantes sino simplemente tórridas.

Era por tanto al amanecer cuando empezó el embarque. La preciosa bahía parecía atestada por la mayor flota que habían visto aquellas aguas: a los galeones de guerra que componían la flota de Filipinas —tres, grandes navíos de dos puentes fruto del ingenio del barón de Otamendi, el resto, capturados a holandeses, ingleses o franceses— y a la multitud de sampanes que comerciaban entre islas, se había unido una escuadra de cuatro fragatas pesadas y doce paquebotes artillados, los grandes siberiamanes que cubrían el comercio de ultramar, con su compañía de fragatas ligeras y corbetas.

La escuadra había traído desde España seis batallones, dos de españoles, el resto de católicos europeos que se habían enrolado para conseguir el derecho a instalarse en las nuevas tierras. Más importante era el gran cargamento de armas: cañones, obuses y miles de fusiles, la mayoría Entrerríos del modelo 41 de avancarga, pero también Otamendi del 57 de retrocarga. Las armas se distribuyeron entre las fuerzas que ya estaban en Filipinas: los del modelo 57 a europeos y kirisitanes, los del 41 a los demás asiáticos, los tagalos y chinos sangüeyes. El mando había sido encomendado al general Purroy, el héroe de Rémortier, que iba a gozar —o padecer— el gobierno de los ejércitos hispánicos en Extremo Oriente.

Al reforzado ejército —un total de catorce batallones de infantería y tres de caballería, más ocho baterías de artillería— se le había encomendado rematar las cuestiones que la guerra de Europa había dejado pendientes. En Siberia eran frecuentes las escaramuzas entre manchúes y pioneros españoles, y en Japón proseguía la opresión de los cristianos. En el sur, los sultanatos moros eran cada vez más agresivos. Otro motivo de preocupación eran las colonias portuguesas y holandesas, renuentes a aceptar que sus metrópolis habían vuelto a la obediencia.

Originariamente, la principal misión de la escuadra debía ser contener la expansión musulmana. Los musulmanes seguían avanzando por las grandes islas de las Indias Orientales y, más amenazadoramente, por Mindanao. Desde ahí, los sultanes convertidos al islam querían extender su dominio al resto de las Filipinas, y daban cobijo a los piratas cuyas correrías llegaban incluso a las proximidades de Manila.

Sin embargo, la destrucción del poder moro iba a tener que esperar. Pues fue mientras se preparaba la operación cuando llegó un bergantín procedente de la Isla Hermosa: los holandeses pedían ayuda.



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A pesar de su cercanía al continente, la isla Hermosa no había sido ocupada por los chinos, que se habían limitado a explorarla. Tan solo algunos grupos se habían empezado a aposentar cuando llegaron los holandeses, interesados no en las inexistentes riquezas de la isla, sino en su posición estratégica que les permitía mercadear con China, así como atacar al comercio peninsular, tanto el portugués entre Macao y Japón, como el español de Manila. La nueva colonia adquirió importancia, e incluso consiguió sobrevivir a la cercanía de una fortaleza española. Mientras, como en otros lugares de Oriente, los holandeses trataron a los nativos con su característico buen hacer, esa mezcla de desprecio y crueldad que despertaba enemistades. Oprimieron a los aborígenes, intentaron destruir su cultura, y les robaron sus mujeres para darlas como esposas a los chinos que estaban trayendo a cultivar las plantaciones. A estos no les fue mucho mejor, y hartos de trato brutal acabaron rebelándose, solo para ser masacrados por millares.

El devenir de la guerra en Europa puso a la colonia neerlandesa en peligro. Ya no llegaban barcos de guerra, el comercio prácticamente desapareció, y a Filipinas llegó una potente escuadra española con el propósito expreso de acabar con los neerlandeses en Asia. En una campaña fulgurante, el almirante Don Juan de Cereceda se hizo con Malaca, Banten, de donde expulsó a los ingleses, y Batavia, la ciudad que había vencido dos veces a los javaneses, pero que fue incapaz de resistir a la artillería hispana. Si las factorías de la Hermosa se salvaros fue porque la noticia de la capitulación de Holanda llegó cuando la flota de Cereceda estaba a punto de zarpar.

La claudicación de las siete provincias ante el imperio español puso a la colonia hermosana en situación incómoda. De siempre, los holandeses habían mantenido el peculiar criterio de no respetar los tratados más allá del Ecuador. Sin embargo, tras la captura de un par de galeones lusos —porque no se metían con los bien artillados paquebotes españoles— el gobernador de Manila envió un buque con la orden terminante de devolver las presas y cesar la piratería, o ser considerados traidores y fuera de la ley. Los holandeses tuvieron que tragarse la bilis, devolver las presas y sufrir una onerosa sanción. Aparentemente dejaron de interferir, limitándose a continuar sus negocios con Japón. Aun así, como no se resistían a apartar las manos del rico comercio ibérico, los corsarios cambiaron sus banderas por el estandarte de Coseng (o Coxinga, como lo llamaban los portugueses), un almirante chino que lideraba la última resistencia Ming contra los invasores manchúes Quing.

Sin embargo, la alianza pronto degeneró en enemistad. Los corsarios siguieron tratando a los orgullosos chinos como raza inferior. No aceptaban las instrucciones de Coseng, y se resistían a entregarle el tercio de las capturas que habían acordado. Por otra parte, el almirante chino, derrotado una y otra vez por los ejércitos Quing, decidió que su futuro pasaba por hacerse con un imperio marítimo, y puso los ojos en La Hermosa, donde sus compatriotas querían sacudirse el yugo holandés.

Los odios que habían creado jugaron en contra de los holandeses, que no llegaron a ver lo que se les venía encima: aprovechando las festividades del año nuevo chino, los barcos fueron abordados y sus tripulaciones, capturadas cuando no masacradas. Mes y medio después el ejército de Coseng desembarcó en Penghu, mientras los nativos del interior se alzaban y asesinaban a cuanto holandés echaban mano. Una flotilla neerlandesa que intentó combatir a la flota china fue derrotada, y a las dos semanas, tras capturar Fuerte Provinzia, el ejército chino comenzó el asedio de Fuerte Zelandia, la capital de la colonia. En el norte, la fortaleza española de San Salvador bastante tuvo con sobrevivir.

Los colonos pidieron ayuda a Ambón, la última factoría que quedaba en las Indias Orientales. De ahí llegó una flota de socorro que inicialmente logró algunos éxitos, hasta que un mal día el viento amainó, y los juncos chinos abrumaron a los barcos holandeses, hundiendo cuatro y poniendo en fuga a los demás.

Todo parecía perdido. El cerco se hizo más estrecho, y la moral holandesa decayó a medida que disminuían las provisiones. Pasando hambre y con meses de pagas atrasadas, los mercenarios alemanes cambiaron de bando. Fue entonces cuando Frederick Coyett hizo lo impensable ¿No se suponía que Holanda había vuelto al redil? Pues que fueran los españoles los que le librasen. Dicho y hecho, envió su último barco a Manila.



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La petición de socorro llegó poco después de la arribada de la gran flota, que también había traído al nuevo virrey, Don Diego de Salcedo. Hasta entonces, las Filipinas habían sido una capitanía general dependiente del virreinato de Nueva España, pero el incremento del comercio de ultramar, la colonización de Siberia, la fundación de los presidios del Índico y de Terra Australis, más las dificultades con los renuentes holandeses y portugueses, aconsejaron la creación de otro virreinato. El nuevo virrey, aunque pertenecía a la más rancia nobleza castellana, estaba prendado de las novedades modernistas, y logró que el monarca le concediera las fuerzas necesarias para trasladar la cultura española al otro extremo del globo. Como Salcedo había trabado amistad con flamencos y neerlandeses cuando fue administrador en Ámsterdam, la petición de Coyett encontró oído atento.

Menos gustó al almirante Don Feliciano de Uribe. Veterano de las guerras europeas, había combatido a las órdenes del Marqués del Puerto en las Frisias y en la «guerra pequeña» librada entre las cañoneras españolas y neerlandesas. Después había tenido que perseguir a los corsarios que infestaban el Caribe, todo para que un pisaverde le ordenara librar a los herejes del lío en el que ellos solos se habían metido. En cualquier caso, cualquier duda que pudiera tener Uribe acabó cuando llegó un junco con un enviado de Coseng. Salcedo pidió al almirante que estuviera presente en la entrevista.

El recién llegado lucía las ropas de un mandarín Ming de tercera clase; algo que Salcedo y Uribe sabían porque un ayudante sangüey les había explicado las diferencias entre unas y otras vestimentas.

—Excelencia, vuecencia, les pido disculpas si parezco demasiado prolijo, pero debo describirles cómo se organiza China. Para acceder a la administración hay que superar exámenes de dificultad cada vez mayor, en el que los candidatos deben demostrar su conocimiento de los clásicos chinos, sus habilidades poéticas y su caligrafía…

—No parecen las mejores prendas para un gobernador.

—Así es, excelencia, y ya Wang Anshi lo criticó en su Memorando de las Diez Mil Palabras. Aun así, el sistema se ha mantenido durante siglos, hasta que llegaron los bárbaros quemando y matando. Después de que el emperador Chongzhen se ahorcase para no caer en manos de los rebeldes, un general traidor abrió la puerta a los invasores manchúes…

—¿Invasores? ¿No decíais que China se había rebelado?

—Sí, excelencia, pero ese es el modo correcto. Cuando una dinastía se agota, surge un líder que funda otra. Sin embargo, los bárbaros del norte entraron a sangre y fuego, y se establecieron en Pekín, aunque algunos partidarios de los Ming sobrevivieron. El más importante es Zhèng Chénggōng, al que conocéis como Coseng. Coseng mantiene en sus posesiones un sistema administrativo similar al imperial.

—¿Sigue escogiendo a sus hombres por la caligrafía?

—No del todo, excelencia. Para los puestos civiles ha designado a funcionarios que ya habían superado el examen, pero Coseng no se apoya en ellos, sino en soldados y marinos que elige por su habilidad y no por sus rimas. Los mandarines solo están para crear la ficción de que es sucesor de los emperadores Ming.

—Así que el enviado será un pazguato con mucha memoria.

—Seguramente, Excelencia. Con mucha memoria, poca iniciativa y menos imaginación. Se limitará a repetir las instrucciones de su amo sin cambiar ni una letra.

—Ya entiendo. Veamos pues qué tiene que decirnos. Id a tomar un refrigerio, y volved en un par de horas, si os place, para hacernos el favor de traducir.

—Será un honor y un placer, excelencia.

El mandarín tuvo que soportar la calorina en la antecámara, y no fue hasta media tarde cuando se le permitió acceder a la presencia del gobernador. El chino vestía una rica túnica de color rojo aunque de bordes un tanto ajados, con un cuadrado en la pechera con el tigre bordado de los mandarines de tercera clase. Tras las largas y enojosas cortesías propias de Oriente, entregó un rollo de papel. Salcedo lo abrió y lo dio a leer al traductor.

—Excelencia ¿Queréis una traducción literal, o…?

—Id primero al grano. Luego, leédmelo letra por letra, mientras medito la respuesta.

El traductor miró el documento y palideció.

—Excelencia, Coseng tiene el descaro de exigir tributo —dijo antes de comenzar la traducción del florido lenguaje oficial. Cuando acabó, Salcedo ya tenía la respuesta preparada.

—Señor enviado, decid a vuestro jefe —el virrey evitó cuidadosamente reconocerle cualquier cargo oficial— que yo soy la voz del rey de España, nuestro señor Don Felipe IV. Es costumbre de los reyes de las Españas recibir tributos y no pagarlos. Con todo, hará una excepción en atención a la amistad que le une con China. Decidle a quién os envió que de España no tendrá ni una onza de plata, pero que será un placer hacerle otro presente. Id con vuestro jefe, y preguntadle si gusta más del plomo o del acero.



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No era solo por el mensaje del mandarín. Durante el siglo que llevaba en Oriente, España había construido una red de informadores, en su mayoría cristianos, que daban cumplida cuenta de las intenciones de los potentados orientales. La de Coseng era crearse un reino en el Mar de la China, para así ponerse fuera del alcance de los ejércitos Quing mientras preparaba la vuelta de los Ming o, mejor dicho, de él mismo y de sus sucesores.

A pesar de las diferencias entre Salcedo y Uribe, convinieron en que Coseng se estaba convirtiendo en una amenaza. También concordaron la estrategia a seguir: atacar. Por desgracia, las islas Filipinas eran demasiado extensas, y las guarniciones, desalentadoramente escasas. Ya en el siglo anterior Manila había sufrido un terrible ataque de un pirata que llegó por sorpresa tras hacerse con una base en un estuario cercano. Algo después los corsarios japoneses levantaron fortalezas secretas en el norte de Luzón; aunque tras expulsarlos se habían construido algunos fortines, ni bastaban para cubrir toda la costa, ni podían presentar una resistencia suficiente a un invasor decidido. El poder español se apoyaba en el prestigio, que quedaría dañado si los piratas hollaban las Filipinas.

Además, tanto los holandeses como los espías coincidían en que Coseng tenía un método de lucha que combinaba lo antiguo y lo moderno y, aunque pretendía vencer a los europeos abrumándoles con su número, se había hecho con buen número de cañones modernos servidos por mercenarios, que ahora empleaba contra Fuerte Zelandia, pero que cualquier día podrían apuntar a San Salvador o incluso a Manila. Los piratas podían ser enemigos peligrosos.

Además, el mismo Coseng estaba ofreciéndoles una oportunidad. Al atacar a una colonia, aunque fuera neerlandesa, Coseng se había puesto entre los enemigos de España, y estando sus fuerzas concentradas en el asedio, no sería necesario buscarlas para destruirlas.



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Para mala fortuna de Coseng, había enviado su ultimátum justo cuando la expedición contra los moros estaba a punto de partir. El embarque se inició como estaba previsto, y tan solo variaron las órdenes, de tal manera que la flota se hizo a la mar apenas cuarenta y ocho horas de la partida del junco del mandarín. Tras doblar la península de Batán puso rumbo al septentrión. Sin embargo, dejaba mucho que desear el andar de algunos barcos, en especial los de juncos y sampanes. Aunque navegara a paso de caracol, Uribe prefirió no dividir sus buques, temiendo que los mercantes se encontrasen con piratas. No iba mal desencaminado, pues aun no habían llegado al cabo Bojeador cuando la goleta que iba en descubierta avisó del avistamiento de una decena de velas al noroeste.

Uribe dirigió sus fragatas contra los barcos desconocidos, quedando los galeones y paquebotes con el convoy; aun no siendo buques de guerra, su poderosa artillería bastaría para mantener alejado a cualquier intruso. Mientras, las cuatro fragatas pesadas, dos bergantines y dos goletas empezaron la caza de los barcos desconocidos. Algo después fueron visibles desde la capitana de la flota, la gran fragata Santa Margarita, apodada la «Marga» por propios y extraños. Primero se divisaron las velas de estera, teñidas de un azul verdoso que las confundía contra el horizonte, costumbre propia de piratas. Solo una era de color claro, y al poco fue identificada como el junco del mandarín. Todos escapando hacia el norte.

El almirante mantuvo la persecución, pero a media tarde los barcos piratas aun se mantenían a distancia. El almirante español empezó a preocuparse, y llamó al capitán de navío Don Pedro de Lesaca, comandante de la Marga, capitán de bandera de la flota y amigo personal de Uribe.

—Decidme, Don Pedro ¿Qué os parecen esos barcos?

—Juncos piratas, sin lugar a duda. Seguramente de Coseng, pues los moros no suelen verse en estas latitudes.

—¿No os parece que se mueven muy bien?

—Pues ahora que lo decís, cierto es que parecen rápidos. La Marga está dando siete nudos y no acortamos distancias. Apostaría que esos juncos van ligeros.

—Lo mismo me parece a mí. Sin embargo, si tan ágiles son ¿Cómo es que se dejan perseguir? Podrían habernos enseñado la popa en cuanto divisaron a la Pajarita —La Virgen de la Paloma, alias la Pajarita, era la goleta que los había avistado—. Sin embargo, dejaron que nos acercásemos, y ahora escapan a la velocidad justa para que no les atrapemos, pero sin que los perdamos de vista ¿Qué creéis?

Don Pedro tomó el catalejo para mirar los juncos con expresión cada vez más preocupada—. Tenéis razón, Don Feliciano. Es como si quisieran apartarnos de los transportes ¿Queréis decir que…?

—No digo nada, pero me parece muy sospechosa la manera de navegar de esos señores. A saber qué hay más allá del horizonte.

—¿Teméis que nos estén conduciendo a una trampa?

—Temer, no temo nada; debieran ser ellos los que temieran los fierros de la Marga. Sin embargo, es posible que nos estén llevando hacia alguna otra flota pirata. En estas aguas hay islotes que pudieran darle cobijo. Aunque miedo no les tenga, si atacan por la noche podrían hacernos algún daño. También pudiera ser que esos malnacidos quieran darnos esquinazo e ir hacia el convoy. Don Pedro, esto me huele a gato encerrado. Vamos a cesar la persecución. Hágame el favor de tomar el rumbo que considere conveniente para reunirnos cuanto antes con los paquebotes.

—¿Dejará a alguna goleta para seguirlos? La Pajarita navega como un delfín.

—No quisiera arriesgarla. Es veloz y ágil, pero poco artillada, y si es sorprendida durante la noche… Tampoco sería de extrañar que sea la intención de los piratas. No les haremos el juego.



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La flotilla se reunió con el convoy cerca al ocaso. Como eran aguas peligrosas y más rondando los piratas, el almirante dio la orden de disminuir el andar y encender fanales para mantener el contacto, de tal manera que nadie quedara atrás. La noche transcurrió sin incidentes, pero a la mañana siguiente los serviolas volvieron a avistar juncos de velas verdes. Esta vez eran doce, aunque ya no se veía al del mandarín.

El almirante prefirió emplear una estrategia diferente. Formó una línea de batalla de norte a sur, con las fragatas a proa y los galeones y paquebotes detrás, mientras el resto del convoy se mantenía a sotavento. Para atacarlo, los piratas tendrían que superar la línea. No se atrevieron; pero desde las cofas se pudo ver como seguían uniéndose barcos al enemigo. Al atardecer eran ya una veintena.

—Me parece, Don Pedro, que Coseng nos estaba esperando.

—Yo también lo creo, Don Feliciano ¿Pensáis que habrá sido nuestro común amigo el mandarín el que le haya avisado?

—Dudo que haya tenido tiempo. Pero igual que nosotros tenemos ojos y oídos en la Hermosa y en China, él debe tenerlos en Manila. Es más, yo no descartaría que nos hayamos adelantado.

—¿A qué os referís?

—Don Pedro, me parece harta casualidad que nada más salir al mar nos encontremos con la armada pirata. Bien pudiera ser que alguna canoa haya hecho el trayecto, pero tendría que haber salido hace días. Más bien, creo que ese mandarín del demonio vino como avanzada, y que al ver nuestra armada Coseng ha retrasado su incursión. Da igual. En cualquier caso, todo aparenta que vamos a tener compañía. Disfrutémosla.

—Tal vez podamos dársela con queso esta noche.

—Ya lo había pensado, pero respeto me da lo que puedan hacer todos esos juncos con nuestros mercantes. De tratarse de barcos de nuestra armada, buscaría atraer a los piratas a una trampa. Ahora bien, como alguien se despiste, será presa fácil de los chinos. Por ahora, seguiremos hacia la Hermosa.



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Tras dos días de cansina navegación, la flota había anclado en la abierta bahía del sur de la Isla Hermosa. Ahora la fuerza de Coseng ya llegaba a los cuarenta barcos, y se había hecho más confiada. Varios juncos de guerra de grandes dimensiones se habían acercado a apenas dos tiros de cañón de los españoles. Para entrar en la bahía había sido preciso que las fragatas y los bergantines protegieran la llegada de los últimos barcos del convoy.

Una vez anclados, el almirante llamó a consejo, no solo a los comandantes de los barcos de guerra y de los paquebotes, sino también al general Purroy. Los oficiales se distribuyeron por la cabina; una vez estuvieron todos, el capitán Lesaca pidió silencio y el almirante tomó la palabra.

—Señores, ya ven cual es la situación. Como sabrán, el reyezuelo pirata Coseng no solo está asediando un fuerte flamenco, sino que ha tenido el descaro que exigirnos tributo. El virrey Don Diego de Salcedo ha respondido que le pagará con hierro, y nosotros seremos quienes se lo entreguemos. Nuestras órdenes son taxativas: destruir el poder de ese tal Coseng. También tenemos que aliviar a los holandeses —se escucharon murmullos—. No se me alboroten, que se supone que los holandeses han vuelto a ser fieles súbditos de su majestad el rey Felipe, y es nuestro deber protegerlos. Tras la batalla ya procuraremos que no vuelvan a las andadas.

Los presentes asintieron. No todos de buena gana, pero órdenes eran órdenes.

—Sin embargo, ahora la cuestión es otra. Don Pedro, por favor.

El capitán descubrió un lienzo con un plano de la isla.

—Señores, habrán podido ver que la bahía es un buen fondeadero, pero no ideal. Está abierto al sur, y en esta región esas tormentas son peligrosas, aunque en esta época del año es de esperar que, si Dios quiere, el tiempo nos respete. Hasta dentro de tres meses no son de temer los tifones. Además, aunque la bahía no sea inexpugnable, si establecemos baterías en ambos lados podríamos cobrar un duro peaje a cualquiera que nos ataque. Al menos, estamos en una de las zonas colonizadas por los holandeses y, apurados como están, quiero suponer que nos ayudarán. De ahí que proponga que nos establezcamos en esta bahía, que a partir de ahora se llamará de San Felipe ¿Están vuesas mercedes de acuerdo?

Casi todos los presentes asintieron. Tan solo Purroy permaneció impasible.

—Por tanto, creo que será misión prioritaria empezar la fortificación del lugar, construyendo las baterías que he citado, con una guarnición adecuada. Aunque no creo que los piratas se atrevan a ofendernos durante de día, tampoco sería de extrañar que quieran emplear brulotes durante la noche. De ahí que desee emplazar cuanto antes los cañones, y que convenga armar cañoneras y botes de vigilancia en el menor plazo posible.

—Perdonad, señor almirante ¿Cuánta gente considera vuesa merced necesaria? —preguntó Purroy.

—Esa pregunta es la que ahora mismo iba a haceros. Sé que nuestras fuerzas son escasas, y que no podemos esperar refuerzos ¿Cree que con una compañía en cada batería bastará? No se precisarán artilleros, pues los cañones y sus servidores corresponderán a la Armada.

—Un poco justo me parece —respondió el general— pero no puedo desprenderme de más.

—Gracias, barón. Ahora bien, queda una cuestión de crítica importancia ¿Al ejército le parece bien emplear este lugar como base, o lo cree demasiado alejado? Nos separan ciento veinte millas valencianas de Fuerte Zelanda.

—Don Feliciano, le agradezco que tenga en cuenta los pies de mis hombres. En efecto, la distancia es excesiva. Incluso en Europa supondría seis o siete días de andada; pero desde aquí hasta el fuerte casi la mitad de la marcha sería por montañas y bosques sin caminos, y el resto por pantanos y arrozales. Además, tendríamos que cruzar dos grandes ríos. Aun si tuviera los ingenieros que no tengo, necesitaría semanas para abrir una trocha practicable para la artillería. Tampoco me sobra ganado que mueva la impedimenta. Almirante, si no resulta demasiado inconveniente, preferiría desembarcar más cerca de nuestro objetivo.

—Lo entiendo. Sin embargo, será ahí donde la flota china nos espere. Además, no lo hará en alta mar, sino que querrá vencernos como hizo con los holandeses, encerrándonos en el estuario donde está el fuerte. Para combatir en esas aguas, necesitaré el apoyo de vuestros hombres.

—Tened por seguro que dispondréis de él.

—Magnífico. También sería conveniente ocupar Longkiau y Tankoia ¿Podrá proporcionarnos tropas?

Purroy dudó—. Puedo, pero a costa de debilitarme demasiado ¿No podrían ser los marinos quienes que las defiendan?

Ahora fue el almirante el que se lo pensó, hasta que se decidió—: Bien, así se hará. Pueden retirarse. Barón, si no os importa, necesitaré que me acompañéis para organizarlo todo.



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Durante los días siguientes la flota descargó en la bahía, comenzando por los juncos más añosos. Una vez vacíos, quedaron apoyados en la arena tras desmontarles los palos, o volvieron a Manila protegidos por los galeones. Salvo los ocho sampanes más pequeños, sobre los se lanzaron los carpinteros para convertirlos en cañoneros a remo y vela. Los marinos y los soldados se afanaron en construir las baterías, auxiliados por un centenar de holandeses que preferían combatir bajo la odiada cruz de San Andrés a ser decapitados por los piratas. Incluso llegaron algunos aborígenes. Purroy recomendó buscar su auxilio como fuese, y el almirante envió al interior una embajada con presentes y la promesa de protección. No logró adhesiones, salvo la de una tribu del norte con la que solían comerciar los hispanos; al menos, tampoco ayudarían a Coseng. Al mismo tiempo un batallón tagalo, apoyado por un escuadrón de caballería, recorrió las quince millas que había hasta Longkiau sin encontrar oposición.

En esos trabajos pasaron dos semanas. Demasiado tiempo, pensaba el almirante; pero Uribe no esperaba las condiciones que encontró en la Hermosa. Había hecho un corto reconocimiento con la Pajarita —vigilada por un par de juncos—, y pudo ver que el terreno era todavía más difícil de lo que había dicho Purroy. Montañas cubiertas de espesa jungla caían directamente sobre el mar en acantilados y roquedales, con rompientes y arrecifes de coral cerrando las pocas playas. Las desembocaduras de los ríos, los únicos puertos, eran anchas pero poco profundas y cortadas por barras de arena; de ahí que Uribe hubiera decidido emplear las tácticas que con tanta fortuna había empleado en Holanda.

Cuando estuvieron dispuestas las cañoneras, la flota se hizo a la mar. Cada buque llevaba infantes: una compañía en las fragatas y los paquebotes, dos secciones en los bergantines, y un obús más un pelotón en cada cañonera. Los barcos recogieron las anclas —fue necesario el auxilio de los buzos— y salieron de la bahía con la ayuda de chalupas. La maniobra no pasó desapercibida, y los juncos de guerra de Coseng también empezaron a moverse.

Para Uribe, la estrategia de los piratas era clara: dejarían que se adentrase en el estuario en cuya orilla estaba Fuerte Zelanda, donde les esperaría la flota principal pirata; entonces los juncos cerrarían la salida, atrapando a los españoles en aguas someras y sin poder maniobrar, quedando a merced de la numerosa flota de Coseng. Sin embargo, esa estrategia tenía un error fatal, y Uribe iba a impartir a los piratas una lección de fuego sobre los peligros que conlleva dividir las fuerzas ante el enemigo.

Las naves españolas siguieron moviéndose con el navegar cansino del que habían hecho gala hasta entonces. Pero una vez fuera de la bahía, y cuando los barcos empezaron a recibir el viento por la amura —un fresquito de todas las velas—, soltaron trapo y la escuadra ganó millas. Los paquebotes quedaron cerca de la costa, junto con los bergantines, las goletas y los cañoneros, pero las fragatas empezaron a beber olas, moviéndose a cada vez mayor velocidad y orzando hasta ganar el barlovento. Quien mandara la flota pirata no quiso dejar atrás a sus juncos más pesados; fue entonces cuando las fragatas se volvieron y cayeron hacia sus sorprendidos enemigos, que habían quedado encerrados entre el martillo de las fragatas y el yunque del resto de la flota.

—Don Pedro, abra fuego en cuanto esté preparado.

Los artilleros orientaron sus pesados obuses navales, y los fusileros se distribuyeron por las amuras, protegiéndose con coyes. La distancia disminuyó rápidamente y cuando era de solo doscientos pasos, la Santa Margarita abrió fuego. Sus piezas dispararon una tras otra, y el junco que iba en cabeza empezó a agitarse como si se estremeciese. Al momento surgieron llamas furiosas, mientras los fusileros castigaban a los chinos que intentaban controlarlas. Al poco los piratas desistieron y empezaron a saltar por la borda; segundos después, el derrelicto ardía en pompa, cuando la Marga ya estaba disparando contra el siguiente junco.

La escaramuza no fue combate sino carnicería. Otros cinco juncos se fueron a pique —uno, tras estallar sus pólvoras— y los demás, aunque consiguieron esquivar al resto de la escuadra española, tuvieron que embarrancar en los arrecifes, buscando sus tripulantes la salvación en tierra. Vano intento porque los cañoneros los acosaron con salvas de metralla. A la costa llegaron leños y sangre.

El almirante sonreía—. Don Pedro, no parece que hagan aprecio de nuestro hierro.

—No mucho, Don Feliciano. Supongo que ahora iremos a por el resto.

—Desde luego. Pero note vuesa merced que el combate ha sido lejos de Fuerte Zelandia. Si nos movemos deprisa, llegaremos antes que las noticias. Entonces, veremos quién es el atrapado.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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