Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Mazarino creía que los españoles temían a la ruina más que a la hoguera, ya que en España ya no se quemaba desde la pragmática que obligaba a que las sentencias de la Inquisición fuesen revisadas por tribunales civiles. Ahí se veía la mano del maldito marqués que, según sus espías, era cristiano como el que más, pero abominaba de los procesos inquisitoriales. La orden real había encontrado resistencias, pero desaparecieron con las grandes victorias y las todavía mayores donaciones. Tras la reforma de los tribunales, los magistrados paraban los pies a familiares y delatores. Sin la amenaza del Santo Oficio, hasta los luteranos holandeses aceptaron su sometimiento a la corona.

Los agentes de Mazarino habían repartido montañas de oro por Holanda en otra campaña fracasada, y más de uno había acabado pendiendo de un árbol. Tras la desastrosa derrota que les infligió el marqués, los holandeses no se atrevían a tomar las armas. Menos ahora, que los negocios renacían. No era momento para rebeliones; tal vez en unos años, dijeron, pero sin devolver nada.

También había sido un fracaso Turquía. El Gran Visir Mehmed Köprülü había aceptado los fondos y los técnicos que Francia le ofrecía, pero los había destinado a atajar las rebeliones y a construir una marina que enfrentase a la veneciana. La insistencia del embajador francés de poco sirvió; el visir le explicó que solo una Turquía fuerte podría recuperar su antiguo poder, y para conseguirlo, lo primero era el orden interno. Más dineros desperdiciados.

Dineros, todo se reducía a eso. Mientras que España parecía que tenía mucho oro y plata, al cardenal le costaba conseguirlos en la Francia empobrecida por las guerras y las malas cosechas. Aunque desde España se habían filtrado algunas técnicas agrícolas que habían mejorado la producción, los magros beneficios se gastaban en los lujos que solo los comerciantes hispanos podían proporcionar. Primero habían sido los espejos valencianos, luego las especias de Oriente, que ya solo suministraban los mercaderes españoles o, a lo sumo, sus títeres genoveses y venecianos. También traían increíbles piedras preciosas de allende los mares sin las que no podía pasar ningún noble o ricohombre. Luego fueron las estufas que mantenían caldeadas las estancias, lentes mejores y más baratas para ayudar a los ojos cansados, o los chambergos y ropajes hechos con telas valencianas que los tejedores franceses no podían ni soñar en imitar. Ahora la moda estaba en las prendas de vivísimos colores, que seguían luciendo tras años de uso, de sol, e incluso de lavados por los que imitaban la costumbre del jabón.

El monopolio español del lujo estaba esquilmando a Francia más que los ejércitos de Flandes. El cardenal había intentado frenar tal comercio imponiendo pesados aranceles y prohibiendo la exportación de metales preciosos; sin embargo, solo había conseguido resentimiento y que floreciese el contrabando. No tuvo mucho más éxito la política colonial; en América, los españoles habían aplastado casi todos los asentamientos, y Francia solo había podido conservar las islas de Guadalupe y Martinica, más algunos puestos en Canadá. En África, los franceses se habían apresurado a ocupar el vacío de poder dejado por el colapso portugués, pero de poco había servido, ya que España había dejado de importar esclavos. Algunos aventureros se habían atrevido a comerciar con la India, solo para encontrarse con los jabeques que perseguían el contrabando.

Pocos frutos habían conseguido tales esfuerzos. Las pieles de Canadá competían en desventaja con las traídas desde la lejana Siberia, y Europa estaba inundada del azúcar del Caribe español, y de las especias traídas por sus barcos. A pesar de la prohibición de exportación, el oro y la plata seguían saliendo de Francia y, si no lo hacían en mayor cantidad, era porque los españoles ya no prestaban tanta atención a los metales preciosos, y preferían el carbón de piedra de las minas del norte, cuando no la madera de los bosques.

Francia languidecía, pero no podía resignarse, pues sabía que tal camino le llevaría a la ruina. De todos era sabido que el Marqués del Puerto afirmaba que Inglaterra, Turquía y Francia eran las enemigas de España. El Imperio Turco ya había sido herido en Egipto, tal vez de muerte. La guerra soterrada estaba arruinando a los ingleses, que habían perdido Irlanda, amén de casi todas sus colonias americanas, y cuya flota mercante encontraba cerrados los puertos controlados por los hispanos. Francia aun mantenía su poder, pero se desangraba poco a poco. Era ahora o nunca.



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—Pocos mimbres tengo para tal cesto— dijo con disgusto Don Félix Palafox, primer marqués de Lazán y virrey de Bruselas. Como ya parecía tradición, los ejércitos españoles eran superados por los franceses.

Félix Rebolledo de Palafox era uno de los «hombres nuevos» que habían ascendido en la estela del Marqués del Puerto y de sus compañeros. Pertenecía a la pequeña nobleza aragonesa, la que había seguido aferrada al terruño sin emparentar con la castellana; aun así, su familia había apoyado la autoridad real durante las Alteraciones de Aragón, y su voto en las Cortes era de los seguros para la Corona. Con todo, Lazán no cerraba los ojos ante el declinar de la monarquía. Recordaba de su infancia los niños macilentos, pues los campos, vacíos tras la expulsión de los moros, y castigados por sequías y heladas, apenas daban de comer. El marqués tampoco veía con agrado la intromisión de la nobleza castellana; él apoyaba al monarca Don Felipe como descendiente de Fernando V el Católico, pero se sentía aragonés y español, y no aspiraba a convertirse en castellano. Todavía más le irritaba el papel de la Inquisición, con su corte de envidias, sospechas y denuncias.

De ahí que prefiriese el aire nuevo llegado de Valencia, que daba vida al viejo árbol, a los engolados condes y duques del vecino reino. El marqués del Puerto había sabido encontrar sus apoyos en la baja nobleza y en el pueblo llano. No importaba que fueran hidalgos o menestrales, todos tenían una oportunidad en esa nueva Valencia, y no había sido menos para el descendiente de una familia conocida por su lealtad.

Lazán se había iniciado en las armas en el nuevo ejército valenciano. Había combatido en Argel, en la campaña de Egipto y en la dura lucha de Flandes. Había sido herido en Bolduque, pero pudo recuperarse para la empresa de Luxemburgo, y llegó a mandar una división en la campaña que culminó con la gran victoria de Lens. Después había permanecido en Flandes, esforzándose por mantener el dominio español frente a los levantiscos luteranos y los corsarios ingleses.

El marqués de Lazán había demostrado ser tan bueno en la guerra como en la paz, y hasta los neerlandeses más recalcitrantes empezaban a respetarle. Gracias a los salvoconductos que emitía, los mercantes flamencos tenían paso franco por el Canal de la Mancha y por Gibraltar, y podían comerciar con las florecientes costas españolas. Los Países Bajos no tenían la pujanza de antaño aunque, poco a poco, los muelles de Amberes, Rotterdam y Ámsterdam volvían a llenarse de mástiles y de mercancías.

La recuperación no era el principal motivo del aprecio que Lazán se estaba ganando de los holandeses. Detrás de los ejércitos españoles habían llegado frailes con la intención de erradicar la herejía; si era posible, convirtiendo, pero si no, quemando. El Marqués del Puerto los había despedido con cajas destempladas, pero al disfrutar del favor real, podía permitirse libertades que no se toleraban a otros. En cuanto llamaron al marqués a Madrid, volvieron los monjes de hábitos blanquinegros, esgrimiendo la cruz cual espada. Lazán no podía despedirlos, pero sí encerrarlos en una red de artimañas. Velando por su seguridad, los había alojado en un palacete alejado —lástima de sus goteras y que estuviese abierto a todos los vientos, reían los flamencos—, y que las viandas que reclamaban llegasen con retraso, pues eran inspeccionadas buscando venenos; se suponía que a los austeros monjes no les importaría que la carne verdease. Los frailes quisieron salir del caserón, pero para protegerlos, solo podían hacerlo con una nutrida escolta que, por desgracia, rara vez estaba disponible.

Aun así, en seguida llegaron resentidos que con denuncias anónimas quisieron saldar viejos rencores. La delación era afición de tradición inmemorial, pero perdió su interés cuando los acusadores tuvieron que identificarse ante el cuerpo de guardia si querían ser llamados. Como luego el alguacil colgaba en la puerta del ayuntamiento la lista de los que esperaban audiencia, rápidamente decayó el gusto por la denuncia. Aun así, los dominicos intentaron citar a sospechosos, pero como no tenían medios para llamarlos, tuvieron que exigir su entrega a las autoridades. Lazán hizo publicar otra lista en el ayuntamiento con los nombres de los citados, cuándo se iría a buscarles, y el lugar donde vivían. Al principio, la lista preocupó a los holandeses, hasta que vieron que estaba plagada de errores absurdos. O Lazán estaba loco pues, según el cartel, los sospechosos vivían en molinos de viento, o se reía de los frailes. Los neerlandeses también gustaron de la broma, y rivalizaron en presentar denuncias cada vez más disparatadas; el pobre oso del parque botánico fue acusado de ser calvinista, luterano, mujeriego, jugador e, incluso, de haber mordisqueado un pernil en Cuaresma. El marqués se apresuró a ordenar su detención y su traslado al tribunal inquisitorial, pero los buenos monjes debieron quedar satisfechos tras el interrogatorio del plantígrado, ya que se apresuraron a exonerarlo. Unos meses después llegó la orden real que subordinaba la Inquisición al poder secular. Tan frustrados como hartos, con alguna barriga de menos, y algún rasgón de más, los dominicos abandonaron Ámsterdam. Fue lamentable que se perdiesen sus equipajes, y entre ellos, las listas de los que debían ser investigados. Apenas salió la Inquisición de Holanda cuando el marqués hizo uso de tal lista, pero no para detener, sino para recibir con el mayor de los afectos a esos prohombres, que ahora sabían a quién debían la vida.

Las chanzas con los inquisidores habían sido un divertimento, pero los neerlandeses eran hombres prácticos que vivían del comercio y, aunque celebraran que se pusiera en ridículo a los frailes torturadores, lo que de verdad ganó su corazón —o, al menos, un fragmento de su mente— fueron los esfuerzos del marqués en resucitar la economía de la ciudad. Para sorpresa de propios y extraños, había permitido la refundación de la Compañía de las Indias Orientales, aunque con la rigurosa advertencia de que si los marinos volvían a su tradición pirática —su ancestral costumbre de que los tratados solo regían al norte del Ecuador—, tanto ellos como quien los financiara obtendrían unos metros de soga del mejor cáñamo. Lazán sabía ser severo, y después de que dos comerciantes algo más atrevidos fuesen condenados a muerte —sentencia que el virrey conmutó por la de galeras y confiscación de bienes—, los más aprendieron que el comercio de buena fe también podía ser beneficioso, sobre todo cuando empezaron a abrirse los puertos americanos.



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reytuerto
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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XVIII
Donde se cuenta como se hizo justicia con el boticario traidor José de Beira


Sepa el lector avisado, que mientras el Marqués del Puerto nos vigilaba y buscaba traidores entre nosotros, en el Hospital no sospechábamos nada. Todos comentábamos excitados el futuro destino de nuestras huestes, que si Italia, que si Flandes, que si Orán. Finalmente el día que se nos reveló que sería Egipto, también nos percatamos que el boticario del Hospital no se contaba entre nosotros, lo que era extraño, pues era justamente él quien media y repartía los fármacos y mejunjes que usábamos y que comenzábamos a llamar analgésicos y anestésicos.

Cuando Don Francisco llegó a Valencia a los pocos días, ya todos sabíamos la felonía de José de Beira, pero aún no conocíamos quienes fueron sus cómplices ni a quien vendía sus secretos. Y comenzamos a murmurar por el destino final de quien nos traicionó, unos decían que le darían garrote, otros que le darían horca pero como la del Maese Ramplón, algunos decían que nuestro cirujano intercedería por su vida, y unos pocos entre los que yo me encontraba, recordábamos las palabras del Marqués del Puerto y sosteníamos que se le iba a aplicar la justicia más dura. Al día siguiente todas nuestras dudas fueron disipadas. Don Francisco, flanqueado por los demás profesores y el capitán Don Álvaro de Luna anuncio que el boticario sería ejecutado al día siguiente. Ordenó que todos en el Hospital debíamos ser testigos, y estar presentes y uniformados para cuando se hiciese justicia.

Pedí permiso y lo obtuve de Don Pedro Barea la autorización para no formar con el Hospital, a fin de poder contar todo lo que vi ese día. He de contarles que para nosotros comenzó tan temprano como un día cualquiera, pero en Valencia no fue un día como los demás, era un día de un acto público general: un día de horca, un día de fiesta. A la primera luz del día, se voltearon las campanas, primera señal para que los tarambanas se congregasen. Desde temprano, los tenderetes de comida a lo largo de la vía que iba desde las Torres del Cuarte en donde estaban recluidos los reos hasta la plaza del Mercado estaban abarrotados de viandantes, aunque eso sí, la parte de la plaza delante de la Lonja estaba despejada y los sillares del patíbulo se veían limpios y en cada uno de los 4 travesaños habían sendas escaleras. Un tajo estaba delante la horca: El Morro de Vaques, Andreu Portugués, el ejecutor de sentencias de Valencia, había hecho su labor con diligencia.

Llegó entonces la bandera del capitán Álvaro de Luna, y delante de ellos, luciendo sus colores, la Compañía del Hospital y la Reina. Poco después, todos los cirujanos, sangradores y camilleros en uniforme se hicieron presentes y los ubicaron en la parte baja de las gradas, bien a la vista del patíbulo. Los balcones de las fincas adyacentes se comenzaron a abrir, y por ellos se asomaron nobles, hidalgos y vecinos de cuna común aunque de próspera hacienda, también pude notar a no pocas damas bien aderezadas, a quienes sus criadas servían vino caliente y pasteles.

Don Francisco de Lima, Don Pedro Barea y Fray Santiago llegaron y se sentaron cuando ya las trompetas y los pregones se oían a la distancia. En eso llegaron los notables de la ciudad: El Marqués del Puerto y el portanveces del gobernador, autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Todo estaba presto.
Pese a su traición, el corazón me dio un vuelco al ver a José de Beira montado en un burro, con la espalda hacia adelante, siendo azotado por un sayón durante todo el paso. Los otros condenados aunque también iban de espaldas y eran igualmente azotados, fueron llevados a lomos de mula. Como gracia final, se les permitió usar ropa limpia. Al ser reos de un crimen contra la Corona, no se le permitió a ninguna Cofradía hacer una colecta para misas o para los ritos finales y por orden del Marqués del Puerto, el botxí o verdugo, tuvo prohibido aceptar dadivas de los presos o sus familiares.
Sonaron las cajas con los parches flojos, y el pregonero leyó nuevamente los crímenes por los cuales los 5 reos perderían la vida, hasta que al final anunció: “Esta es la justicia que manda hacer Su Majestad el Rey”.

Primero guindaron juntos, lado a lado, a los secretarios de Don Pedro Llopis, los cuales afrontaron su muerte de manera distinta, pues aunque el primero subió las escaleras dócilmente, fue necesario que el botxí obligase al segundo a subir tirando de la cuerda que el reo tenía atada a la cintura. Eso permitió que el primer ahorcado fuese arrojado dos peldaños más arriba y que el verdugo se montase en sus hombros con más facilidad, haciendo que la muerte le llegase con más prontitud. El otro no tuvo tanta suerte, pues fue lo empujaron rápido de la escalera, y como no dejaba de patalear y moverse, Maese Portugués sólo pudo apoyarle el pie en el hombro, pero sin dejar de estar asido a la escalera. Tardo en morir, pues estuvo moviéndose cuando su compañero de cuerda tenía rato de haber aflojado la tripa.
Los boticarios fueron ahorcados frente a frente. El primero, un hombre entrado en carnes, fue el que murió con menos angustias, pues en el silencio de la plaza, se pudo oír el ruido que hace un pescuezo al partirse, y el olor acre de las cagadas abandonando el cuerpo. El otro se rebatió con fuerza y no le fue fácil al verdugo hacerlo subir por la escalera, fue menester obligarlo a subir a punta de moharra, peldaño por peldaño, hasta que fue lanzado al vacío. Aunque se zamaqueaba con violencia, el botxí pudo encaramarse encima de sus hombros, y con hábiles golpes de talón en la barriga, le sacó el aire y lo hizo morir con más presteza.

Finalmente, le llegó el turno a Beira. Miró con tristeza los uniformes grises del Hospital, elevó su mirada y pude darme cuenta que reparó en la presencia de Don Francisco, juntó las manos sobre el pecho y las meció repetidamente, justo antes de ser arrastrado ante el tajo y que el sayón la cercenase la mano de un golpe de hacha. Estaba el morro de vaques tomando el cuchillo, cuando escuchamos canturrear a Beira “ Adonai Zidkeinu” en la lengua de los hebreos, fueron sus últimas palabras antes que la hoja de Maese Portugués se la cortase para que no siguiese ofendiendo ni a Dios ni al Rey.

Luego subió la escalera con resignación y cuando fue empujado, cayó y quedó pateando el aire. El botxí, como en los casos anteriores dirigió su mirada al Marqués del Puerto, y en ese momento vi como la mirada de aquel se cruzó con la de mi maestro. Fue sólo un instante de duda en la cara de Don Francisco, y luego agachó la cabeza. Don Pedro moviendo discretamente la testa negó la clemencia y el verdugo dejó guindando a José de Beira. Fue desagradable de ver, porque tardó en morir, vímoslo patalear y el rostro tornarse violaceo lentamente, hasta que poco a poco, la vida fue abandonándolo. En mi cabeza tronaba las palabras del duro marqués “honor con con honor, y traición con castigo: cortada mano, cortada lengua y ahorcado como perro”!


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La religión seguía siendo la gran cuestión que dividía las provincias. Aunque en su día Nassau hubiera proclamado que se rebelaba contra los malos consejeros del rey, en poco tiempo la guerra se había convertido en una de religión. Por el púlpito o por la espada, los habitantes de las provincias en rebelión se habían convertido a la iglesia reformada. Ahora temían que la vuelta de los sacerdotes se acompañase de la opresión para los no católicos.

El Marqués del Puerto había conseguido una dispensa que toleraba otras creencias, no solo protestantes, sino incluso hebreas; hasta los musulmanes podían morar en las provincias reconquistadas, aunque pagando un pesado tributo que se justificaba por el que el islam imponía a los que no le eran fieles. Sin embargo, ese ejercicio de la religión no era libre, pues solo las manifestaciones públicas del credo católico se toleraban. Se permitían otras devociones, siempre que no salieran de sus templos o del ámbito privado. También se exigía que los sospechosos de ser reformados prestasen juramento de lealtad al monarca. Con él bastaba para librarse de otros procesos, siempre que no violasen las severas normas que limitaban el proselitismo, prohibían terminantemente cualquier manifestación contra el catolicismo, y aplicaban sanciones draconianas a los transgresores. Que no eran broma lo experimentaron los exaltados responsables de algunos libelos, que tras ser juzgados habían acabado en la horca. Pero aquí, también Lazán había hecho por calmar los ánimos, bien perdonando a los menos significados, bien castigando a los católicos que habían intentado vengarse de agravios reales o inventados. En este caso, Lazán proclamó que no se les castigaba por creyentes, sino por saqueadores y asesinos; poco importó a los que pendían de las sogas, pero sí a los miembros de la fe reformada. Sabían que el gobierno de la provincia era hostil a la Reforma, pero no a sus seguidores. A largo plazo, la mano abierta tendida por el marqués fue el primer paso hacia la reconciliación.

Había sido con estas medidas como Lazán había conseguido tranquilizar la provincia. Tal vez no tuviese el afecto de sus habitantes, pero sí el respeto, como demostraban las cortesías que recibía cuando paseaba por las calles y canales de la ciudad, siempre sin escolta. Aunque Lazán no era tonto, y su manto ocultaba el coleto de cuero y las dos flamantes pistolas rotatorias con las que dar cuenta de cualquier atrevido.

El marqués había conseguido ganar la paz, pero ahora se enfrentaba a la guerra con la penuria de medios habitual. Salvo que esta vez había diferencias: tenía dinero, y tenía armas.



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Uno de los ayudantes de Turenne acompañaba a un oficial con un aparatoso vendaje en el brazo.

—Mi señor, es el caballero d’Artagnan, que mandaba a los mosqueteros que han vencido a los españoles.

Unas horas antes, los mosqueteros se habían apostado para emboscar a una de las patrullas de caballería que seguían de cerca al ejército. Esos caballeros —húsares húngaros— estaban siendo una verdadera molestia, bien atacando a los jinetes franceses, bien masacrando a las partidas de forrajeadores. El ejército no estaba pasando penurias, pues convoyes fuertemente escoltados garantizaban los suministros. Sin embargo, la presencia de la caballería enemiga significaba que los españoles sabrían por dónde se movía, mientras que Turenne no tenía ni idea de los pasos de sus contrarios. Para sacudirse esas molestas moscas había enviado a su propia caballería. Los jinetes españoles rehuyeron con facilidad a los gendarmes franceses, sin saber que los estaban dirigiendo hacia los mosqueteros.

—Veo que estáis herido, caballero ¿Os encontráis bien?

—No ha sido grave, Monsieur. Una bala que me ha rozado el brazo. Nada que me impida esgrimir las armas por el rey.

—Me alegra, pues pronto se necesitarán vuestros servicios. Decidme ¿Cómo fue el combate?

—Mi señor, habíamos preparado una trampa diabólica. Mis hombres se habían resguardado junto a un pequeño canal, y salieron al raso en cuanto los españoles llegaron a cincuenta pasos. Pensábamos que los teníamos, y mis mosqueteros se estaban prestando a disparar, cuando ellos detuvieron sus caballos y se nos adelantaron con una especie de mosquetes ligeros que llaman escopets.

—¿Escopets decís?

—Sí, mi señor. Conseguimos capturar uno que luego os enseñaré. Esos demonios dispararon cinco andanadas en el tiempo que mis hombres tiraron una, y abrieron una brecha por la que escaparon sin dejar atrás ni un herido. Solo quedaron tres cadáveres que empuñaban estos escopets. Uno estaba roto por la caída, y el otro, deshecho de un sablazo. Creemos que fue el español quien lo partió con sus últimas fuerzas. Este es el que quedó.

El ayudante mostró el arma al general, que no pudo menos que admirar su acabado. No tenía las filigranas de un arma de caza, sino la sólida construcción de las de guerra. Aun así, hierro y maderas tenían una finura de la que carecían hasta los mosquetes con los que el rey cazaba. El ajuste era tan exacto que parecía imposible. Tan solo desentonaba el corto cañón, tan fino que no podría aguantar mucha carga. Vio que carecía de cazoleta: debía ser una de esas armas que se cargaban por detrás; él mismo poseía un fusil de pompe para cazar pájaros, pero no se podía comparar con el que ahora tenía en sus manos.

—Mi señor, si me permitís —dijo d’Artagnan, antes de tomar el escopet y manipular una palanca, haciendo bascular el cañón—. Aquí se inserta la bala y la pólvora. Los españoles siguen empleando sus apóstoles, pero de un tipo nuevo —dijo enseñando un cartucho con un vaso hecho de latón y cartón reforzado—. Unos llevan una bala estriada, postas los otros.

Turenne asintió mientras pensaba que con ese cañón fino y disparando perdigones, poco alcance tendrían: sería un arma temible pero su eficacia se mediría en pasos.

—Mi señor —dijo el caballero d’Artagnan—, notad lo bien que está hecha. Ni en la armería real las hay así. Debe ser el arma de un noble.

Turenne volvió a asentir. Sería o no de un noble; en cualquier caso, se trataba de una labor de tal finura que a un armero le llevaría meses acabarla. Los escopets parecían peligrosos, pero no podía haberlos en gran número. Aun tenía una oportunidad.



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Así que el objetivo era Dunkerque. Lazán no esperaba que su enemigo fuese tan atrevido.

El tratado de Nancy, que había puesto final a la anterior guerra, había concedido a la Monarquía el dominio de la costa sur del Canal, desde Calais —que había resistido los intentos de reconquista franceses— hasta Bolonia, la antigua Boulogne-sur-Mer. Con su dominio, aprovechando que se mantenía el estado de guerra con los ingleses, y con la autorización real, los corsarios de Dunkerque habían cobrado un pesado peaje a los barcos que intentaban cruzar sin salvoconducto español. Tan solo podían hacerlo arrimándose a la traidora costa inglesa, y ni así se podía impedir que uno de cada cuatro fuese apresado. Como consecuencia, el canal se había convertido en la represa con la que Madrid atenazaba la Europa atlántica. La exclusividad había supuesto el renacer de los puertos flamencos, y hasta los holandeses empezaban a recuperarse; aunque no podían competir con los grandes siberiamanes españoles, el resurgir económico daba riqueza para todos. Menos para franceses, ingleses, daneses o suecos.

El ejército francés —liderado por Turenne, un buen general— había llegado desde el sur, desde Abbeville —para evitar Amiens, la posición española más alejada—, pasando por Montreuil, que tras las conquistas españolas se había convertido en la base francesa más adelantada. Pero en lugar de dirigirse a la cercana Bolonia, habían seguido en dirección norte, adentrándose en las marismas del Paso de Calais. Por un momento Lazán pensó que San Omer o tal vez Arrás iban a ser los objetivos, hasta que un mensajero avisó que una gran flota inglesa y sueca estaba desembarcando un importante contingente en Leffrinckoucke, al este de Dunkerque.

Por desgracia, la ciudad aun no estaba preparada. Disponía de imponentes murallas, pero anticuadas, y apenas se habían iniciado las obras que debían convertirla en una de las principales fortalezas de Europa. Además, la guarnición era reducida: solo mil cuatrocientos hombres, de los que apenas trescientos eran soldados regulares, y milicianos los demás. En parte, era un riesgo calculado: el marqués del Puerto había revolucionado la estrategia española demoliendo plazas fuertes, y guardando las restantes con pocos hombres. El ahorro en murallas y fortines se empleaba en mantener un ejército potente, que se apoyaba en unos pocos puntos fuertes inexpugnables. Uno debía ser Dunkerque, pero el ataque francés se había producido demasiado pronto.

Lazán tenía que socorrer la ciudad ¿O tal vez no? No olvidaba las lecciones escuchadas al marqués de Camarasa, amigo personal del Lobo. Siempre repetía que el objetivo de una campaña era vencer, algo que no se lograba conquistando una fortaleza. Al contrario, las llamaba «cárceles del ejército». Recordaba cuando hacía ya años le preguntó por qué no había sitiado Dublín.

—¿Para qué iba a hacerlo? —respondió.

—Para tomar la ciudad y hacer capitular a los ingleses que la defendían —había respondido Lazán.

—¿Qué hubiese conseguido con eso? No necesitaba perder tiempo y hombres rindiendo a un enemigo que ya estaba encarcelado tras sus propias murallas. Recordad: un ejército en una plaza fuerte es como un barco en un estanque: potente, pero no puede moverse. Nuestro objetivo debe ser derrotar a sus fuerzas de campaña; después llega el momento de acabar con las ciudades.

Lazán pensó que Dunkerque podría actuar como esa cárcel, pero a la inversa. Si la ciudad resistía como lo había hecho Calais un decenio antes, le dejaría las manos libres para destruir al norte francés y rematar la campaña del Lobo. Pero mientras, la plaza tendría que aguantar, y para eso necesitaba refuerzos. Que solo podrían llegar por mar.



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La fragata Nuestra Señora del Pilar, mejor conocida como «La Pilara», navegaba de bolina, recibiendo el viento por la amura de estribor. Habían sido dos días de difíciles bordadas, hasta conseguir acercarse a la costa británica. Desde su castillo de popa, el almirante Don Isidro de Atondo podía ver al suroeste la imponente flota aliada: había contado noventa velas entre francesas, inglesas y suecas. Se imaginaba a los almirantes enemigos, riéndose de las doce fragatas que pretendían romper el bloqueo. Que rían mientras puedan, pensó, mirando la batería de veinticuatro obuses de su buque.

La flotilla siguió deslizándose cerca de la costa enemiga. Podía ver como un imponente escuadrón enemigo, treinta barcos con los colores de Cromwell, se movía paralelamente a sus fragatas. Pero los pesados Men-of-war ingleses no tenían las líneas de los nuevos barcos españoles, que en poco se parecían a los cascarones en los que Atondo había aprendido a navegar: aunque tenían formas más propias de canoa que de navío, seguían siendo resistentes gracias a las duras maderas tropicales —traídas desde las costas de Nueva España— y a la estructura de vigas diagonales. Los tres mástiles arbolaban el doble de superficie vélica que los galeones enemigos, y orzando duplicaban la velocidad de los barcos ingleses, a los que el viento empujaba hacia Dunkerque.

Demasiado bien se movían los barcos españoles. Atondo ordenó aflojar los cabos para que perdiesen velocidad, aunque manteniendo las velas henchidas. Poco después, y respondiendo a una señal secreta, la Soledad (Nuestra Señora de la Soledad), la cuarta fragata de la línea, zafó la mayor, aparentando que se rasgaba. La línea española pareció caer en la confusión, y los ingleses aprovecharon para darle caza; pero cuando la distancia era de solo mil pasos castellanos, la flotilla hispana se recompuso. Poco después la Pilara viró por avante, en una maniobra que demostró la pericia marinera de sus tripulantes. Las demás fragatas siguieron su estela, y al atardecer los barcos españoles se habían alejado de sus enemigos dos millas marinas de dos mil pasos.

En cuando se hizo de noche, Atondo ordenó encender linternas sordas, asegurando así la cohesión de sus fuerzas, y después arribó. Viento en popa, sus buques cayeron hacia donde creía que se encontraba la retaguardia de la línea inglesa. Apenas una hora después, los vigiadores distinguieron las sombras de varios enemigos. Las fragatas escogieron sus objetivos, y los artilleros de la Pilara aprestaron sus obuses.

Los serviolas del enemigo tampoco dormían, y por la cubierta del bajel al que se acercaba la Pilara se movieron las luces que denotaban que habían visto al barco español, y que las mechas estaban encendidas. El inglés intentaba virar, pero su proa apenas empezaba a orzar cuando la Pilara pasó por su popa. Uno a uno, los obuses españoles dispararon, perforando el espejo del galeón enemigo. Décimas de segundos después los proyectiles estallaron, barriendo las baterías, y proyectando salpicaduras de fósforo que prendieron en la pintura e hicieron deflagrar la pólvora ya preparada. A los pocos segundos, la destrozada galería dejaba ver el resplandor de las llamas. La Pilara dejó atrás al desventurado galeón Tredagh, de cincuenta cañones, del que el fuego se enseñoreó; cuando la fragata aun estaba a trescientos pasos, la santabárbara del barco inglés reventó, lanzando llamas y restos a los cielos. A lo largo de la línea inglesa, otros cinco barcos ardían, cada vez con mayor intensidad.

La batalla no había acabado. Por la proa de la Pilara, un galeón imponente disparaba sus cañones hacia la oscuridad. Pero un golpe de timón de la ágil fragata permitió esquivarlo. De nuevo, el pesado barco inglés quiso maniobrar, pero no pudo impedir que la Pilara pasase por su popa. Los proyectiles españoles la perforaron, y las explosiones en el interior iniciaron otro incendio que pocos minutos después haría que el Naseby, también de cincuenta cañones, protagonizase la segunda explosión de la noche. Otros dos galones volaron durante la hora siguiente, y cinco ardieron como teas; solo fueron tres los que, más afortunados, consiguieron contener las llamas.

La incursión de las fragatas había sembrado el caos entre la línea enemiga. Fue el momento en el que Atondo ordenó lanzar el cohete de señales que ordenaba romper el contacto. Hasta el momento, el combate había sido favorable a los españoles, que habían conseguido acabar con nueve bajeles enemigos a costa de apenas doce bajas en la Soledad, que había recibido una andanada inglesa; pero la flota enemiga estaba alerta y de proseguir la batalla, las fragatas podían quedar encerradas.

La luz del amanecer dejó que los vigías ingleses viesen, aparte de los restos que cubrían el mar, a las doce fragatas españolas, que tras recuperar su posición a barlovento habían capturado tres mercantes ante la impotencia británica. El viento disminuyó y pareció dar una oportunidad a los ingleses, pero esta vez el almirante español no dejó acercarse al enemigo, e inició el cañoneo cuando el Unicorn, el primer barco del escuadrón que intentaba alcanzarlos, aun estaba a seiscientos pasos. Desde los demás buques los tripulantes vieron con horror como se repetían los sucesos de la noche: las bombas estallaron en los costados y la cubierta, e iniciaron un fiero incendio. Los demás barcos ni intentaron acercarse al infierno flotante, del que los hombres intentaban escapar en botes, balsas y maderos. Pocos lo consiguieron antes de que otra explosión marcase el sino de un barco y de centenares de hombres.

Durante las horas siguientes, los barcos de Atondo se mantuvieron a barlovento hasta que, al aproximarse la noche, los almirantes Stayner y Blake prefirieron no exponerse a otro ataque nocturno, y la flota de bloqueo se alejó de Dunkerque. A la mañana siguiente, seis transportes llevaron a la ciudad asediada dos batallones de refuerzo. También llegaron cañoneras.



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Viendo como entraban los transportes en el puerto, Turenne maldijo la cobardía de sus aliados. Ahora se vería obligado a un sitio regular contra un enemigo con la moral crecida. Aun así, esperaba que el caballero de Clerville fuese capaz de abrir brecha en las murallas hispanas, aunque no fuera fácil su labor en una tierra en la que las trincheras se anegaban. La solución hubieran sido los cestones, pero cuando los emplearon para proteger una batería de brecha, la artillería española los desbarató, junto a los cañones y sus sirvientes.

Mientras soldados y artilleros peleaban con el barro y con la metralla, el resto del ejército permanecía a la espera del español, al que se esperaba en cualquier momento. Ya que no había conseguido tomar Dunkerque rápidamente, a Turenne no le quedaba otra opción que rechazar al ejército hispano que con seguridad acudiría para relevar a la guarnición. Ya había preparado el campo de batalla: un terreno arenoso al este de la ciudad, ideal para la numerosa caballería francesa.

Durante los días y las semanas siguientes, el avance hacia las murallas fue lento. Las trincheras cavadas en el pantano se inundaban en minutos, y hubo que construir terraplenes, sobre los que bastaba asomar la cabeza para que se la volara algún condenado español con su escopet. Los mercenarios renegaban, diciendo que querían luchar y no nadar en el barro y la mierda; literalmente, porque el campamento se había convertido en un estercolero, y la disentería diezmaba a los sitiadores. Al menos, la flota inglesa había vuelto a situarse ante la ciudad —el fusilamiento del almirante Stayner había sido buen acicate— pero sin acercarse a los bajíos donde operaban las letales cañoneras, y sin poder impedir que, aprovechando la noche, los españoles siguieran enviando embarcaciones ligeras con suministros y refuerzos. En Dunkerque sobraba la comida, y cuando un día amaneció soleado, la guarnición celebró un banquete en la muralla, cuyos aromas enloquecieron a los sitiadores. Por el contrario, el ejército francés estaba empezando a quedar sin alimentos, pues partidas españolas atacaban a las caravanas. Para colmo, el ejército español de Flandes seguía sin dar señales de vida, hasta que…

Turenne estaba discutiendo con sus generales el asalto a un bastión, cuando llegó un mensajero cubierto de barro.

—Monsieur, los españoles han entrado en Abbeville.



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Antes de enrolarse, el sargento palentino Federico Estébanez había sido un arriero que en sus visitas a Vizcaya se había hecho con un gorro que empleaba en lugar del chambergo, una especie de boina que llamaba «chapela». Era prenda de cabeza de mediana categoría, apenas suficiente para cobijar al sargento y a sus caballerías. Que no era poco logro, pues si bien las bestias, aunque recias, eran menudas, Estébanez destacaba por una anatomía generosa que le permitía relajarse con otras costumbres adquiridas en Bilbao, como hachar unos tronquitos para abrir boca, o levantar guijarros de pocas arrobas.
No había consenso en la batería que mandaba Estébanez. Unos afirmaban que el sargento era más terco que las mulas; otros no exageraban tanto, y opinaban que el sargento hallaba sus iguales entre los semovientes. Todos coincidían en que sería de mejor provecho uncirlo a un carro. También había quien apreciaba sus finos modales, que no hubieran desentonado en el mejor de los pesebres, y su devoción que se manifestaba por súplicas que daban escalofríos al buen Mosén Galindo, el capellán del regimiento.

Tuvieran razón unos u otros, el sargento intentaba mover las piezas en el mar de barro con tales improperios que miedo daba acercarles una mecha.

—¡Diablos! ¡Por tus muertos que si no mueves ese bicho #####! ¡Martínez, echa una pezuña a esa flojeras, que parece apurase por mover un quintalillo de na! ¡Id palante, nenas, y echad unos rezos p’arriba, que si no para de diluviar irá el santo pal río y el mosén detrás! ¡Heriberta, no sueltes esas, que cada día te países más a estos desgraciaos que en malora me tocó mandar!

Algún bisoño quería echarse hacia el sargento, pero sus camaradas le tomaban del brazo y le recomendaban calma. Que Estébanez no era lo peor que pudiera tocarles, que de su boca solo saldrían blasfemias, pero defendía a sus hombres como una loba a sus cachorros. Además, aunque sus palabras no resultasen gratas a orejas orgullosas, tampoco convenía buscarle pendencia, que le habían visto manejar esa especie de mandoble que llevaba al cinto y que llamaba machete, que tanto valía para cortar árboles como para partir en dos la espada de ese tipo más valiente que prudente que desafió al sargento haciendo molinetes. Estébanez ni se inmutó: respondió con una embestida que rompió la hoja del insensato en dos, para luego acabar la pendencia con un par de guantazos que casi le dejan las dos orejas del mismo lado. El sargento, que no era de rencores, ayudó a que el pisaverde aprendiese las costumbres castrenses teniéndolo una semana unido a los tiros de mulas.

La mixtura de sudor y reniegos movió la batería hasta un campo cerrado por setos. Allí esperaron que cayera la noche. Entonces, Estébanez ordenó a sus hombres que tomaran los arreos y que tirasen.

—Que las mulas ya han trabajao y ahora les toca a los vagos. Queda poco pero es trabajo fino y el capitán no quiere que se escape nada. A tirar y como alguien suelte un suspiro le suelto un soplamocos que lo dejo mirando pa Bolduque ¿Estamos?

Los campos estaban mojados, pero las ruedas no se clavaban demasiado. Un guía encaminó a los tiros, y en apenas una hora los morteros llegaron a la posición. Entonces los hombres situaron en el suelo una pesada placa de metal, e hicieron bascular el tubo hasta encajarlo en ella; esos morteros eran armas extrañas, como tantas de las nuevas, y se transportaban con el cañón apuntando hacia el tiro. El sargento supervisó la carga: tras comprobar que la llave de fuego estaba desmontada, colocó el disco con pólvora parda, y después la bomba, un cilindro con unas rudimentarias aletas. Estébanez apuntó las piezas empleando las marcas dejadas al atardecer por los exploradores, y una vez preparada la batería, se dispuso a esperar.



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Fulgencio Ballarín era un furtivo. Lo habían sido su padre y su abuelo, cazadores de los ciervos de los monjes en los despeñaderos de la Peña. Él también había sido cazador, hasta que llegó el reclutador ofreciendo honor y fortuna a los que empuñasen las armas por el rey. El preboste buscaba sobre todo batidores, expertos en perseguir caza y escapar de alguaciles, para que, en lugar de tirar contra venados y marranos, cazasen franceses.

El soldado llevaba un curioso atuendo que hubiese suscitado las risas si no el desprecio en su lejana Laspuña. Era de colores pardos y verdosos, como de tierra, y llevaba cosidas tiras de tela; Fulgencio se había resistido a vestirlo, hasta apreciar que, con él puesto, ni el vigía más avezado podría distinguirlo a pocos pasos.

Bueno era que no se le distinguiese, porque le iba la vida. Ballarín se arrastró por el foso, resguardándose entre los juncos, y deslizándose con suavidad por el estanque del fondo, hasta que llegó a la unión entre el baluarte y el lienzo de la muralla. Tras sacar de la bolsa impermeable su pistola rotatoria y las bombas, trepó por el ángulo con la agilidad de un chico criado entre peñas. Al llegar al antepecho esperó un momento, hasta que escuchó unos pasos que se alejaban. Significaba que la plaza no estaba dormida; desde la sorpresa de Parma, cualquier ciudad se alarmaba al ver cerca la cruz de Borgoña. Abbeville no sabía que tenía un ejército encima, pero desde sus murallas habían visto partidas de caballería, y los franceses estaban alerta. Eso se lo ponía más difícil a Fulgencio, pero si era capaz de acercarse al esquivo lobo, unos pocos franceses no le detendrían.

Cuando el centinela estuvo lejos, el batidor pasó sobre el muro y se deslizó hasta el adarve. Luego buscó una tronera, amarró la cuerda y dejó caer el cabo para que sus compañeros ascendiesen. Uno a uno subieron al baluarte buscando enemigos; encontraron dos que dormitaban junto a sus cañones, y que enviaron al Creador de un golpe en la sien y un tajo en el cuello. Pero algún centinela debió notar algo, porque gritó y prendió fuego a una de las hogueras preparadas.

Una bola de paja y llamas cayó al foso, iluminando los soldados españoles; pero fue entonces cuando Fulgencio encendió la bengala azul que significaba que se habían hecho con el baluarte, y al ver su luz dispararon los morteros de las baterías que durante la noche se habían situado a unos centenares de metros de los muros. Las bombas recorrieron una corta parábola y estallaron sobre los demás baluartes; en el que estaba a la derecha deflagró una carga de pólvora, y el relámpago mostró que el glacis estaba lleno de españoles. La guarnición de la ciudadela intentó responder, pero era tarde. Los hombres seguían subiendo al primer baluarte, mientras Fulgencio corría hacia el vecino. Al pasar sobre el portillo tiró de la cuerda que encendía las mechas rápidas de sus bombas y las dejó caer sobre los defensores; después siguió adelante. En el siguiente baluarte los artilleros aun estaban intentando recuperarse de los morterazos cuando llegaron los batidores, escupiendo fuego con las pistolas repetidoras. Los supervivientes escaparon por la rampa y el adarve, dejando en manos hispanas la muralla y el portillo, por el que entraron más soldados.

Tras el muro fue el turno del arrabal. La débil muralla medieval no pudo resistir el fuego de los cañones; además los tiradores, desde lo alto de los baluartes capturados, abatían a cualquier francés que se asomase. Por la puerta rota entraron más soldados. Abierta la brecha, el señor de Gaisson sabía que solo había una manera de salvar a la ciudad y a sus hombres del saqueo: capitular.



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El ejército de Turenne se dirigía a marchas forzadas hacia Montreuil. Ya no era la orgullosa fuerza que había pasado dos meses antes: los hombres estaban sucios de barro y debilitados por la diarrea. Muchos marchaban apoyados en sus compañeros, y la columna dejaba un rastro de rezagados. El general intentaba alentar a sus hombres, ya que por fin iban a tener la batalla que buscaban, aunque en nada se pareciese a la que había preparado.

A retaguardia, Montagu y sus ingleses mantenían el asedio de Dunkerque. Turenne hubiese preferido que le acompañasen, pero órdenes taxativas le prohibían alejarse de la flota. El general francés sabía que era la manera de nadar y guardar la ropa, de seguir la guerra con escaso riesgo, pero la precaución inglesa le dejaba en desventaja. La única oportunidad que tenía el ejército francés era moverse deprisa para escapar del cerco. Si podía llegar a Montreuil, estaría a salvo. Con sus almacenes el ejército se repondría, y podría marchar y recuperar Abbeville o, si no era factible, cruzar el Somme, que aun no estaría bien vigilado.

Fueron tres días de carrera más que de marcha, pero al fin tenía su destino a la vista. Sin embargo, vio con disgusto que se le habían adelantado: le cortaba el camino una delgada línea de uniformes pardos y orgullosas banderas con las aspas de Borgoña. Afortunadamente, no parecían muchos. Aun tenía una ocasión si rompía las líneas, y para eso disponía su numerosa caballería, la única fuerza francesa que mantenía su potencia. Turenne dio una orden a sus ayudantes, que partieron al galope. Minutos después, cincuenta escuadrones se dirigieron contra los españoles.



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Lazán retuvo un juramento. Turenne no estaba cooperando. Recordaba las lecciones del marqués de Camarasa, que insistía en que el enemigo siempre haría algo inesperado. Así había sido.

Al tomar Abbeville el ejército español había cortado la ruta de los convoyes que proveían a Turenne. Aun así, el francés hubiera podido mantener el asedio de Dunkerque confiando en recibir provisiones por mar. Justo lo que Lazán no quería que ocurriese, pues entonces hubiera tenido que atacar a franceses e ingleses unidos que, además, podrían contar con el concurso de su marina. Sus exploradores le habían avisado que los franceses se habían preparado para tal ataque y que, durante las últimas semanas habían fortificado los alrededores. Ahora bien, quedarse junto a Dunkerque significaba confiar en que los mercantes ingleses siguieran llevando provisiones, con el riesgo de que en cualquier momento llegara la marina española. Lazán sabía que la flota española aun tardaría un par de semanas en llegar. Culpa del valido, que por mor de la paz había ordenado el desarmo de bastantes navíos.

Tal vez los franceses no supieran de tal retraso; en todo caso, entendía que Turenne no quisiera confiar en que le abasteciera su dudoso aliado, y había decidido levantar el campo.

Los primeros movimientos franceses fueron los previstos, retirándose por San Omer, plaza española pero no demasiado fuerte, cuya pequeña guarnición tenía órdenes de retirarse si Turenne intentaba tomarla. Sin embargo, los franceses no debían estar sobrados de artillería de sitio, y se habían limitado a bloquearla para que no interfiriera con los convoyes que desde Abbeville iban a Montreuil y luego a Dunkerque.

Sin embargo, Lazán se había equivocado al prever el siguiente movimiento. Suponía que Turenne no quería librar batalla en campo abierto, y que creería al ejército español en los alrededores de Abbeville. En ese caso, su línea natural de retirada sería marchando desde San Omer y luego cruzar el Somme en Albert o Péronne, pasando entre las plazas españolas de Amiens y Arrás. Así que Lazán se había movido con el grueso de sus fuerzas hacia Amiens, para interceptar su retirada y forzarle a combatir en desventaja. Como decía Camarasa, era la estrategia de Napoleón, desequilibrar al enemigo. No era raro que su antiguo mentor citase a ese tal Napoleón del que nadie había oído hablar; seguramente era un personaje imaginario al que Camarasa atribuía sus ideas.

Sin embargo, Turenne se dirigía a Montreuil, tal vez por querer recuperar Abbeville, o porque había comprendido el riesgo que implicaba pasar cerca de Amiens. En todo caso, ahora era Lazán el que se encontraba ante un dilema. Podía ignorar los movimientos franceses, y acudir a Dunkerque, pero era dudoso que consiguiera atrapar al ejército inglés, que seguramente reembarcaría en cuanto detectase su aproximación. Le haría daño, desde luego, pero la mayor parte escaparía. Mientras, Turenne podría recuperar Abbeville, o pasar a su vera y tras cruzar el Somme, llegar a territorio propio. Incluso si se quedaba en Montreuil, pondría a los españoles en un brete. Los prisioneros interrogados habían dicho que en esa ciudad había grandes almacenes, aparte de las que pudieran llegar del mar cercano. Lazán no dudaba de que vencería si sitiaba Montreuil con el ejército francés dentro, pero sería un asedio difícil que llevaría semanas, en las que los ingleses seguirían acosando Dunkerque e incluso podría aparecer alguna otra fuerza francesa. Ni siquiera podía descartar que Turenne pusiera a salvo su ejército por mar. Al final la campaña se saldaría con la conquista de Abbeville y poco más. Un éxito, pero no la gran victoria que Lazán buscaba.

Lo mejor sería impedir que los franceses llegaran a Montreuil. Ahora bien, ahí solo tenía a la división del barón de Purroy, que bloqueaba la plaza, y que frente a todo el ejército enemigo se encontraría en franca desventaja. Ahora bien, si conseguía resistir algunas horas, daría tiempo al ejército a caer sobre el flanco francés. Aunque significara que Purroy y sus hombres las iban a pasarlas canutas.

No había alternativa. Lazán ordenó reforzar a Purroy con un regimiento de caballería. Después, dio instrucciones para que el ejército se preparase para una marcha forzada.
Última edición por Domper el 24 Dic 2021, 18:35, editado 1 vez en total.



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Mensaje por reytuerto »

Las cenizas de José de Beira no se habían enfriado aun cuando, Álvaro y yo tomamos una cena ligera (mi estómago no daba para más: hubiese vomitado algo más contundente que el caldo de gallina que tomamos) y allí me enteré que yo zarparía junto con el hospital con la primara parte de la flota de invasión a Egipto, con una escolta de jabeques de la Armada Real de Valencia, Pedro, la mayoría de las tropas y el grueso de los buques de combate, zarparían después de Reyes.
- Así que sólo iremos el hospital, los bagajes y tu bandera?
- Al menos hasta Siracusa, sí. Llopis quiere aparecer delante de Alejandría de sopetón y negarles a los infieles la capacidad de reacción…
- Quien golpea primero, golpea dos veces…
- Eso es! Sorprenderlos, pues creen que no nos atreveremos a atacar tan lejos de nuestras costas.
- Como están vuestros hombres?
- Prestos! Y lo mejor, tengo a una quincena de hombres de la compañía que trepan las escalas como gatos, y arrojan las granadas asfixiantes con tal destreza que el miedo atenaza a quienes los enfrentan! Y las máscaras que les ha hecho Lope de Toledo los hace parecer diablos salidos de la Comedia de Dante!
- Si las cosas le salen al Marqués tal como las ha pensado, no creo que puedan mostrar tales destrezas.
- Mejor que las sepan no las usen, a que las necesiten y no sepan!
- Bien dicho, Álvaro!
- Estáis bien, Francisco?
- Por qué preguntáis?
- Porque os conozco. Habéis celebrado la habilidad vuestros hombres con la alegría que se tiene en un novenario.
- Tenéis razón. Me pesa la muerte de José. Qué pude haber hecho mal? Tal vez, de haber seguido su vida en Madrid, no hubiese perdido la vida de manera tan ignominiosa.
- Y si hubiésemos quedado en Madrid, por lo menos 600 cristianos, buenos soldados, hubiesen muerto en Trípoli de sus heridas.
- Temo otra traición.
- Y otras traiciones vendrán. Los mejunjes que vos hacéis, son bienes apetecibles para moros, herejes y cristianos.
- Llopis ha zarandeado mi conciencia. Me acusa de ingenuo, y con razón!
- Ni Llopis ni nadie hubiesen pensado que uno que fue habitual en tu mesa fuese capaz de semejante felonía. Sí, os faltó malicia, pero yo no os puedo acusar de ingenuo. Tal vez sea menester que Llopis ponga sus espías también en el Hospital.
- Creo que ya lo ha hecho.
- Mejor así. Un peso menos sobre vuestra espalda. Preocupaos ahora de la campaña.
- Espero que pueda usar los voladores y el fuego griego esta vez.
- Yo también deseo ver si sirven. Los he embarcado, en un bajel de vuestra compañía. Navegará último en la formación.

Una quincena antes de Navidad ya estábamos en la mar. Al igual que en la expedición a Trípoli, embarqué en la San Cosme al mando de Don Marcial. Navegar en invierno en el Mediterráneo es engañoso, el sol en lo alto, el cielo despejado y un frío del carajo! La pasé tiritando bajo 5 capas de ropa y los interiores de lana me causaban tanto escozor como una jauría de pulgas hambrientas! Al menos, estoba bastante seco, y mientras mi cuello, nariz, orejas y manos estuvieron secos y calientitos, el resto del cuerpo aguantó. De los jabeques, tres avanzaban en la vanguardia y dos a retaguardia, y pegados a la San Cosme también nos acompañaban dos galeras, los transportes, todos con alguna boca de fuego, iban en columnas paralelas, y al final de ellas, navegando en solitario, un modesto transporte de la Compañía de Santa Apolonia, el San Lorenzo, buque que aunque no llamase la atención en ningún puerto, ya había pasado por Cabo de Hornos en cuatro ocasiones.
- Albricias, Don Francisco! Disfrutando el clima en la cubierta? - Preguntaba en tono socarrón el capitán del barco.
- Mejor que estar en la cabina, Don Marcial. Si vomito, al menos lo haré por la borda! - y agregué con aire de queja - No podían esperar que mejorase el clima?
- Ahhhh! Es que Don Pedro es muy taimado!
- No os comprendo.
- Jejeje. Dejadme que os lo explique. el turco no espera que nadie navegue por sus aguas de Noviembre a Marzo.
- Por qué?
- Mirad por la borda! Como veis el mar?
- No se nota movido. Las olas son pequeñas.
- Sí. Pequeñas, rápidas e incesantes. Como son pequeñas no pasan debajo de la quilla sino que revientan contra la tablazon de la obra muerta. Una vez, y otra, y otra! Asi durante semanas. Al cabo de un par de meses, el barco se desbarata. A fe mia que he visto buques que se aventuraron a la mar en invierno y terminaron con la quilla rota y toda la marineria perdida.
- Esa es la suerte que nos espera?
- No os preocupeis, todos los capitanes alguna vez hemos cometido la insensatez de navegar en invierno -lo dijo con una sonrisa aviesa que le ensanchaba la cara- será un viaje peligroso de ida, pero ya regresaremos en primavera. Ya vereis. Llegaremos a Egipto en enero y en dos meses estaremos de vuelta. Y el Gran Turco no se atreverá a enviar sus galeras en contra nuestra! - y terminó diciendo sin que se le borrase la sonrisa - ...Pero nunca se sabe!


Llegamos a la bahía de Sarausa, la clásica Siracusa de la antigüedad, más cerca de fin de año, habiendo pasado Navidad zarandeados por las olas, creí que era un gesto necesario, luego de la página triste de José de Beira, pasar el Año Nuevo juntos. Daría de comer de mi propia bolsa a todos, eso sí, Blas, el diligente cocinero del hospital se encargaría de todo. Como todos los hornos de cada una de las panaderías de Siracusa ya estaban ocupados, no le quedó otra alternativa que asarlos al palo, una técnica culinaria tan antigua como el fuego y que permitiría que mientras la carne se hacía, los vínculos entre profesores, cirujanos, sangradores y camilleros se renovasen. Como aún no habían papas en Italia, fue menester comprar varios costales de castañas. Unas natillas de postre, acompañadas por el siempre buen vino moscatel de la zona permitieron que el sabor amargo del ahorcamiento del boticario pase, no al olvido (es necesario que recuerden que la ejecución fue por tratar de vender los secretos de nuestra sacrosanta farmacia) pero al menos a un segundo plano frente a la campaña que se avecinaba.

Ya habían pasado dos semanas desde Reyes cuando entró a la bahía el soberbio navío Bahama, con las insignias del Almirante Oquendo y del Marqués del Puerto, seguido por 5 navíos de igual porte y ocho fragatas, además de 5 navíos algo menores enarbolado la insignia del Almirante Urquizo, y por lo menos una docena de jabeques bien artillados completaban la flota. Las tropas iban en veinte buques, que fueron llegando luego de haber navegado también en columnas paralelas. Fue tan solo una escala, luego de tres días, justo lo necesario para llenar las barricas de los buques aljibes con posca, agua con vinagre (en Valencia se había embarcado agua para 30 días solamente) y de las últimas vituallas, la flota se adentró en el Mediterráneo Oriental, los mares del Gran Turco.

Los vientos fueron favorables y a la semana una madrugada entramos en la amplia bahía de Abukir (sí, la misma de la victoria naval de Nelson) para dirigirnos hacia Rashid de los árabes, Rexi de los cruzados o Rosetta de Bonaparte, el puerto que durante el periodo otomano opacó comercialmente a Alejandría. Allí, la flota se acomodó con comodidad, mientras un par de navíos y dos fragatas remontaron el Nilo hasta llegar al fuerte Rashid, que pese a las murallas de refuerzo construidas un siglo antes, estaba bastante descuidado, y bastaron dos horas de duro cañoneo para reducirlo, siendo tomado fácilmente al asalto por la aguerrida marinería valenciana.

Con el camino allanado, los transportes navegaron rio arriba aprovechado los vientos y sabiendo que las murallas de la ciudad estaban cerca, Pedro no perdió tiempo y mandó desembarcar una partida de reconocimiento a caballo. Cuando las primeras tropas desembarcaron banderines demarcaban un amplio cuadrilátero, cuyo flanco izquierdo estaba protegido por el brazo izquierdo del Nilo, pues astutamente, Llopis había dispuesto que el frente de campo fortificado mirase hacia tierra, pues al tener supremacía naval, podíamos ser reforzados por el rio y por lo tanto, la espalda del campamento estaría protegida de sorpresas desde el mar.

Conforme iban desembarcando más tropas, más rápidamente iba ensanchándose y profundizándose el foso. Cuando llegamos a eso de media tarde, todo el perímetro estaba completado y en la cara externa del campamento un muro de más de tres metros de altura desde el fondo del foso seguía creciendo. Cuando el hospital estuvo instalado en el centro del campamento, no muy lejos de donde la bandera del Marques del Puerto señalaba el cuartel general de la expedición, las primeras piezas de campaña asomaban amenazantes sus bocas por entre los merlones del muro y se comenzaban a abaluartar las esquinas del muro periférico. Los hombres habían aprendido que sudar como mulas evitaba sangrar por ataques inesperados, y se afanaban en terminar las defensas.

Cuando se hizo de noche, fue momento de probar otro “invento” de mis fogones. Como no hubo tiempo de tener hornos listos para el pan de la noche, ya todas las cocinas de los campamentos ya tenían las recetas de los “bollos fritos" , que no eran otra cosa que las berlinesas, las archiconocidas “bombas” que se venden en cualquier tienda de donas/rosquillas, y que fueron introducidas por Federico el Grande en el ejército prusiano por idénticas razones. Esa noche, en cada marmita del campamento, se frieron muchos de estos bollos, que con el tiempo fueron conocidas como ”granadas del marqués” (las rellenas de crema pastelera aromatizada con agua de azahar) o “granadas de Lima” (rellenas de manjarblanco / dulce de leche). Pero la cena fue sobre todo, una sopa de lentejas, pudiendo los soldados repetir hasta dos veces. Cuando el ejército fue a dormir lo hizo con la barriga llena, bien abrigado y sobre todo bien protegido.

Al día siguiente Pedro, no contento con los dos baluartes , había ordenado ampliar las defensas y un hornabeque se estaba levantando para mejorar aún más las defensas del frente. Los sorprendidos habitantes de Rosetta estaban viendo crecer ante sus narices una fortificación de campaña que muy difícilmente podrían reducir. Pedí, y me fue concedido, permiso para reconocer los exteriores de Rashid. Eso sí, la escolta fue fuerte pues el enemigo era conocido por tener jinetes extremadamente hábiles, los mamelucos al servicio de la Sublime Puerta. Me acompañaban Fadrique, Segoviano armados con sendas espingardas, y un escuadrón de 20 hombres, entre carabineros de la guardia y caballeros hospitalarios.

Salimos por una de las dos entradas del campo, la cual estaba protegida por un ravellín en donde pude ver a Gregorio, Nuño, Enaco y Melendo afanádose en poner a punto un par de mis cañones de retrocarga de una libra, nos saludamos y luego cabalgamos hasta la muralla de Rashid. Fue una bendición comprobar que aunque Rosetta fuese un puerto tan activo como Damietta al otro lado del delta, tenía fortificaciones endebles, pues nos pudimos dar cuenta rápidamente que no esperaban ningún ataque, menos uno que viniese de tierra. La muralla era baja y antigua, no resistiría un cañoneo moderado, menos si se utilizaban los cañones de bronce comprimido desmontados de alguno de los navíos de línea. Con los anteojos largavistas de ordenanza, pudimos ver que los hombres de las almenas estaban equipados con arcos, y aunque un buen tirador podía hacer blanco a 120 metros, las espingardas rayadas que teníamos triplicaban su alcance, y mis dos espingarderos que eran muy diestros manejando sus armas, no tardaron en demostrarlo, abatiendo con absoluta impunidad a los arqueros que inútilmente nos disparaban. Fue necesaria una salida de la caballería mameluca para alejarnos de las murallas, y aunque nosotros cabalgábamos en veloces corceles del servicio de remonta real, sentíamos que las flechas que nos disparaban caían cada vez más cerca, por lo que acicateamos aún más a nuestros caballos.

A trescientos metros del ravellín de la entrada, pude ver a los artilleros haciendo puntería, pero no volteé la cabeza ni siquiera cuando las piezas dispararon, el corto rugido me indicaba que un par de proyectiles esféricos de una libra estaban buscando sus objetivos a nuestras espaldas. Cuando entramos al campamento nos dimos cuenta que los artilleros habían hecho blanco pues los mamelucos pararon en seco, y estaban rodeando a un jinete caído. Con el catalejo pude ver que vestía el casco otomano cónico pero con un penacho de plumas blancas y brillante cota de malla y donde debía estar la pierna, solo había un amasijo sanguinolento. Después de media hora, con respeto y hasta con delicadeza, se llevaron el cuerpo. Habíamos abatido a un pez gordo, aunque aún ignorábamos su nombre!

Al entrar al campamento, pude ver que la zona entre el Nilo y las caballerizas estaba llena de ganado, ovinos principalmente. Me enteré que Pedro había incautado (pagando un justiprecio extrañísimo a las costumbres de guerra imperantes) la mayoría de vacas, ovejas y cabras de la zona entre Rosetta y el mar; igualmente, las existencias egipcias de trigo, cebada, mijo y legumbres atiborraban los almacenes.

En la tarde, una vez visto que el hospital estaba listo, estaba supervisando con los cocineros del ejercito lo que se comería en los días siguientes, cuando vi que Pedro pasaba con varios de sus consejeros militares, se me acercó y me dijo entre serio e irónico
- Albricias, Maestro Cirujano! Nos habéis resuelto un problema al que no sabíamos dar solución.
- Disculpad, Señor Marqués! -Nunca trataba a Pedro con familiaridad delante de terceros- No estoy enterado de ese logro.
- En vuestra salida matutina, ocasionasteis una persecución que fue detenida por nuestros artilleros. Con tan buen tino que el primer disparo acertó al jefe de la partida que iba a por vuestros gaznates.
- Lo pude ver, Señor Marqués! –y agregué no sin cierto aire ufano- era uno de mis cañones de una libra.
- Lo que no sabíais ni vos ni los artilleros es que el muerto era Al-Ashraf Hasan Ibn Kujuk, el hijo mayor del bey de Rexi.
- Ah! Entonces…?
- Entonces preparad el hospital! Dudo que el asedio sea largo. El turco buscará encontrarnos en el campo de batalla. Y nosotros no lo defraudaremos!


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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


—Os dije que esta campaña me daba mal fario.

—Calla y cava si no quieres que te castigue —le respondió el sargento Rufino Sampedro, famoso en los Tercios aunque no por su dulzura—. Ya sabéis lo que dice el barón: el sudor ahorra sangre. Así que a sudar, nenazas.

Los españoles estaban fortificando la aldea de Rémortier a toda prisa. Un mensajero había llegado con la orden de frenar al ejército francés, que se estaba retirando hacia Montreuil. Los exploradores confirmaron la aproximación de una columna enemiga por el camino de San Omer. Para Purroy era obvio el motivo de escoger esa ruta: aunque hubiese tenido que rodear la plaza española, después recorría campos abiertos, ideales para la caballería francesa. Había bosquecillos que formaban estrechos, pero fáciles de evitar. Salvo en Rémortier, donde los bosques a los lados eran más tupidos, aunque dejaban un paso de dos millas y pico de anchura. Era demasiado para una división, y por eso tenían que esforzarse con picos y palas.

—Mariscal Gramont, los españoles están en una aldea a una hora de marcha. Son pocos, tres o cuatro mil.

—No llegarán ni a uno para cada jinete. Peor para ellos si no saben marchar en masa —el ejército de Flandes español había adoptado la organización por divisiones y cuerpos, que agilizaba los movimientos, aunque a costa de exponerse a sorpresas. Como la que iban a sufrir esos desgraciados.

—¿Esperaremos a la artillería, mariscal?

—No. Llevará horas prepararla, y el señor de Turenne me ha pedido que abra el camino cuanto antes ¿Los españoles saben que estamos aquí?

El ayudante pensó que era una pregunta estúpida. Claro que lo sabían. Desde el comienzo de la campaña no había cesado el acoso de la caballería ligera enemiga. Tontos tendrían que ser para no conocer los movimientos franceses, y los españoles eran de todo, menos imbéciles.

—Monsieur, nos están esperando. Están fortificando una aldea, y han formado líneas de batalla a ambos lados. Pero son muy débiles ¿Veis ese espacio? —señaló uno entre dos bosquecillos—. Pues están mil pasos más allá.

—Excelente. Nos organizaremos al otro lado y cargaremos contra uno de sus flancos.



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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Así pues, tendríamos batalla pronto! No me preocupaba por el hospital, pues estaba listo para recibir heridos desde que termino de montar. Pero si me preocupaba la higiene, las epidemias y la alimentación del ejército. En la noche volví a las rondas, vigilando que se usasen las letrinas con propiedad y ordenando que se redoblase el lavado de manos antes de ingerir las comidas.

Con la repentina abundancia de ovejas, las tropas estaban bien alimentadas, agradeciendo el consistente caldo de desayuno y la carne asada en el almuerzo. Mientras paseaba por nuestro campo fortificado acompañado de Pablo de Luque, el zagal es muy puntilloso con las estadísticas, pude ver que jinetes mamelucos en grupos de 50 o más, reconocían el terreno entre las dos fuerzas, pero lo que más me inquietaba no era el reconocimiento que hacían, sino cuantos hombres a caballo podrían estar llegando a Rosetta, pues desde hacía dos días, se notaban grandes polvaredas desde el sur.

A los dos días, fue nuestro turno. Antes del alba, Pedro ordenó la salida el Ejercito Real, que en columnas de 4 en fondo fue formándose con el flanco izquierdo protegido por el Nilo. No pude evitar una sonrisa al ver los cañones de campaña de a 4 y 8 libras, con los armones nuevos, tenían una movilidad semejante a la de los cañones que Napoleón utilizaría 2 siglos y medio más tarde. “Mis” cañones de retrocarga, equipados con ruedas de más diámetro y armones modernos, seguían con agilidad los colores del Hospital y la Reina.

Sin embargo, no había pasado la revisión sanitaria matutina a las tropas, así que con Pablo de escribano, salí de los protegidos confines del campamento y me dirigí al llano en donde las tropas estaban evolucionando. No era conmigo, pero de ser enemigo me hubiese sentido intimidado al ver la precisión casi de exhibición del ejército al pasar de columnas de marcha a formación de línea, y de formación de línea a cuadros. Luego de presentar mis respetos a Pedro, fui revisando primero al tercio de italianos, el más cercano al río; luego a los valones en el centro y finalmente a los españoles en el ala derecha. El estado del ejercito estaba bien, no tuve que mandar de regreso a la enfermería (a regañadientes por cierto) ni a diez hombres. Mientras transcurría la mañana, varios escuadrones mamelucos revoloteaban en la tierra de nadie, extrañándose de la disposición que habíamos adoptado, pues los huecos de 300 pasos entre cuadrado y cuadrado era una invitación para un ataque vigoroso de la caballería acostumbrada justamente a buscar o incluso crear espacios en la línea enemiga.

El batallón valenciano de Alvaro se encontraba al extremo de la línea española, la caballería del rey se encontraba por detrás, supongo que guardando el flanco para evitar un eventual envolvimiento. Mientras estaba conversando con la gente de la compañía del Hospital y la Reina, vi como una extensa polvareda se extendia en el horizonte.
- Albricias, Francisco! - me dijo de repente Alvaro, que apareció súbitamente a mis espaldas – ya no podréis regresar al campamento, pues más seguro estaréis entre nosotros a que regreséis al campaneto y los mamelucos os corten el gaznate. Queríais ver una batalla? Pues la veréis desde el mejor balcón!
- Lo que no quiero es estorbar.
- Quedaos aquí. A mi lado, en medio de la formación, si os portáis bien, no estorbareis – dijo Alvaro con una sonrisa tensa- . a ver, Malón, Eustaquio, Juanito, un poco de música! Generala!
Ordenanzas Carlos III - Generala - YouTube
No pude dejar de asomar una sonrisa. Era la Generala de las Ordenanzas de Carlos III, transcrita para tambor y pífano, y entregadas a Alvaro con los demás toques.
- Padre – gritó Alvaro – échenos la bendición!
El religioso se paseó presuroso por las filas:
- Dominus vobiscum.
- Et cum spiritu tuo. – respondió la tropa.
- Sit nomen Domini benedictum.
- Ex hoc nunc et usque in sæculum.
- Adjutorium nostrum in nomine Domini.
- Qui fecit cælum et terram.
- Benedicat vos omnipotens Deus, Pater, et Filius, et Spiritus Sanctus. Amen.
- Amén! – rugieron 800 voces. Estaban listos.

Entonces, en el silencio creciente, se elevó la voz de Alvaro: “Bredas!” Y se escuchó el sonido metálico de los estoques engarzándose en el cañón de los fusiles. Y luego, nuevamente la voz de su jefe “Prestos!”. Tal como lo habían ensayado una y mil veces, la primera línea se arrodilló presentando los estoques al enemigo, la segunda línea, con las armas caladas y los estoques a la altura de los ojos, mientras que las dos líneas posteriores tenían las armas al hombro. En las esquinas, asomaban los cañones de 1 libra, y se podía oler el humo salitroso de las mechas de los botafuegos.

Pacatán, pacatán, pacatán! Los mamelucos habían llenado el horizonte y la nube de polvo se levantaba sobre el campo de batalla. Habían dejado el trote y en un galope ligero pude ver hacia dónde se dirigían. coñ*! Moros de mierda! Vayan sobre los italianos de mierda! Pero, no. Los mamelucos estaban cargando en diagonal hacia su izquierda, es decir, directamente hacia nosotros. Carajo! Mis cañones del coñ*! Las piezas que mataron al hijo del bey estaban atrayendo a los turcos como miel a las moscas. Y Vienen a por nuestros pescuezos!

Pacatán, pacatán, pacatán! Dios santo!, haz que no me cague de miedo! Al menos no delante de estos hombres. Tronaron nuestras piezas de artillería a lo largo de la línea, y puede ver que las balas abrían claros en la masa de caballería enemiga. Alvaro ordeno a los cañones que hiciesen fuego y pude ver que donde había una cabeza, solo se veía una surtidor rojo.

Pacatán, pacatán, pacatán! Al ruido del galope, se sumaba el trepidar del suelo. Miles de cascos hacían que la tierra temblase.
- No vas a decir nada? – le pregunte a Alvaro.
- No, aun no. – Y calculando las distancias ordenó – “Metralla”!

Los cuatro cañones de retrocarga disparando metralla desde las esquinas del cuadro tuvieron un efecto devastador. Los mamelucos no esperaban una carga tan rápida, ni un cadencia de fuego así de veloz. Brum!, brum! , brum! Los segundos que pasaron fueron infernales para los turcos, pues cada disparo significaba la muerte segura por lo menos para 5 jinetes y caballos. Pero los mamelucos se seguían acercando con los alfanjes, los famosos kilij de hoja fuertemente curvada, haciendo arabescos en el aire.

- Ahora – Dijo Alvaro – ahora. Y a todo pulmón dió el grito de batalla que desde por lo menos 3 siglos antes había puesto la piel de gallina a los que tenían al frente: “Santiago, Santiago!!!, Cierra!!!”
- España!!!, España!!! – contestó la tropa.
- Fuego!

A menos de 50 metros, una guadaña invisible desmontó la primera línea turca. Los fusileros que habían disparado se retiraron a recargar, pero ni bien habían dejado su puesto en la línea, la tercera línea ya estaba apuntando. “Fuego!” volvió a rugir Martinez de Luna, y otra vez hubo una mortandad en filas enemigas. Esta vez, y a solo 20 metros de la punta de los bredas, el ímpetu de la carga mameluca se detuvo y los corceles de primera línea caracolearon sin saber qué hacer. Brum! Brum! Dos descargas de metralla a bocajarro derribaron a los jinetes que dudaban y cuando la cuarta línea hizo fuego, la carga cesó por completo a menos de una pica de distancia de donde estaban nuestros fusileros rodilla en tierra.
- Otra vez, primera línea, Fuego! Segunda línea, Fuego! Tercera línea, Fuego!

Esas tres descargas sucesivas de fusilería fueron las que convencieron a los mamelucos a devolverse por donde habían venido, atropellando en su retirada a la multitud desordenada de infantes y escalvos que iban detrás de ellos. Los de a pie titubearon un rato, pero las sucesivas descargas de artillería de 8, 4 y 1 libra hicieron estragos en las sus filas apretadas. Sin embargo lo que decidió su desbandada fue el tiro notoriamente bien propinado que salió de la espingarda de Fadrique y que derribó al gigante negro que enarbolaba el estandarte verde con tres medias lunas blancas de los otomanos. Mientras los infantes enemigos huían, Pablo y yo recorrimos nuestras filas. Sólo teníamos siete heridos de bala, ninguna de los cuales había penetrado zonas vitales, pues habían recibido pistoletazos disparados al límite de su alcance. Eso fue todo? Ah! Españoles locos, ustedes me han enseñado lo que se debe decir en estos momentos.
- Infieles! Eso es todo lo que tenéis? Manden otro toro!
Broncas y varoniles risas se elevaron a lo largo de nuestra línea, y empezaron a corear “otro toro, otro toro, manden otro toro!”

Lo que no pude ver fue el mazazo que estaba cayendo sobre los turcos. Los cuadros de infantería habían sido el yunque, pero la caballería fue el martillo. De nuestra retaguardia, muy cerca del flanco derecho de la línea real, salieron los carabineros de la guardia, los prohombres valencianos y los caballeros hospitalarios que barrieron el campo, aplastando como hormigas a los infantes que corrían despavoridos, y destruyendo como fuerza combativa a la caballería mameluca, la cual fue perseguida por nuestros jinetes que sorprendiendo a los defensores de Rexi, tomaron las varias puertas de la ciudad, la que se rindió sin presentar más resistencia. Victoria completa. Habíamos abierto la puerta del Delta.


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