Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La siguiente noche fue todo mejor y, aun así, la operación salió rana. Los aviones con radiotelémetro despegaron cuando debían, fueron hacia las Sorlingas sin dar rodeos por Pernambuco o por cualquier otro de esos lugares que se empeñaban en visitar, localizaron a los destructores ingleses y hasta los marcaron con bengalas.

Hasta ahí, bien, pero luego llegó lo divertido. Me acerqué a un destructor, y el simpático resultó que tenía más cañones antiaéreos que Inge novios. Además, los tíos los manejaban la mar de bien, y cuando yo soltaba una ráfaga, en lugar de responder a lo tonto, apuntaban hacia donde se imaginaban que iba a estar. Hubo suerte, y solo me tocó un proyectil de dos centímetros que atravesó la cabina sin estallar. Visto lo visto, remonté y decidí que no iba a bajar de los tres mil metros, y si al mando no le gustaba, que viniesen ellos.

Al menos, entre ráfagas y educadas respuestas, los ingleses tuvieron distracción a raudales, y no vieron que llegaban torpederos hasta que se les tiraron encima. Qué bien, destructor en su jugo para recenar. Pero esos barcos los mandaban unos artistas que maniobraban mejor que una bailarina. Al menos les molestamos un poco, pero dio exactamente igual, porque otra vez llegaron a mandrón los bombarderos pesados a castigar a los pobres paracaidistas. Pero eso ya no era cosa mía, y esta vez me libré de la bronca.

Aunque bien pensado, mejor hubiese sido una pelotera con arresto y vacaciones en un penal, porque me hubiesen librado de la cartita de Inge. Yo estaba un tanto apesadumbrado, más que nada por el tiro que había pasado junto a mi oreja, y ni pensé en hacer lo que correspondía. Abrí la carta y hasta disfruté del perfume; lo que hace estar tanto tiempo sin mojar pan. La chica, si se le puede llamar así, me decía que llevaba la noticia de mi Cruz de Caballero junto a su corazón. Yo imaginé el lugar concreto y me puse en guardia, hasta que recordé lo que iba pegado a esas magníficas montañas gemelas y se me bajaron las ínfulas. Menos mal que Inge estaba en Canarias; se vivía mucho mejor con los antiaéreos.




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Las fuerzas aéreas del Pacto intentaban contener la contraofensiva británica, pero se estaban encontrando con dificultades. Aunque los cazas británicos se habían retirado al norte del Támesis, la artillería antiaérea resultó mucho más potente de lo esperado; se debía a que muchas baterías habían estado escondidas y en silencio durante los meses precedentes, y se habían reforzado con la llegada desde Estados Unidos de cañones de 90 y de 120 mm. Los M1 de 90 mm eran piezas similares a los ochenta y ocho alemanes o a los británicos de 3,7 pulgadas, mientras que los M1 de 120 mm eran cañones formidables, capaces de alcanzar la estratosfera, comparables al Flak 40 alemán de 12,8 cm. Tanto el de 90 mm como el de 120 mm eran móviles, y estaban asociados a direcciones de tiro asistidas por radar, aunque los equipos de la época todavía requerían de la participación humana. Los ingleses también habían recibido cierto número de cañones semiautomáticos M3 de 76 mm, así como automáticos de 37 y 40 mm, eficaces contra aviones a baja cota.

La aparición de estos cañones hizo que las pérdidas se incrementasen súbitamente, incluso en áreas en las que hasta el momento la oposición antiaérea había sido mínima. Los alemanes intentaron suprimirlos, pero se encontraron con muchos emplazamientos simulados protegidos por cañones automáticos, que realmente eran trampas destinadas a los cazabombarderos. Para contrarrestarlas, los ataques a las baterías antiaéreas ya no solo los hicieron los cazas, sino que fueron apoyados por bombarderos medios que castigaban el área cercana a las posiciones. La nueva táctica resultó efectiva, pero requirió más aviones y más explosivos. Además, esos bombardeos dejaron de ser efectivos ya que los británicos dejaron de defender los emplazamientos simulados, y procedieron a cambiar el emplazamiento de los cañones reales con mayor frecuencia.

Un segundo problema fue la dificultad para encontrar objetivos. Tras casi dos años de soportar a la Luftwaffe, los británicos se habían convertido en maestros del camuflaje. Por toda Inglaterra proliferaban fábricas, aeródromos, puentes y túneles, pero de atrezo. Con la colaboración de la empresa norteamericana Goodyear se fabricaron señuelos hinchables, que simulaban vehículos, tanques, e incluso grandes puentes. Falsos convoyes ferroviarios cargados de tanques de madera se movían por el sur de Inglaterra. Los aeródromos eran disimulados colocando setos móviles (truco ya empleado por los resistentes españoles en las islas Canarias) de tal manera que en pocos minutos las bases aéreas se convertían en apacibles paisajes rurales, con bucólicas praderas en las que pastaban las vacas.

Para desviar a los bombarderos nocturnos se prepararon incendios simulados en varias zonas de Inglaterra, con quemadores de petróleo que al encenderse parecían calles en llamas; combinados con reflectores que cegaban a las tripulaciones, se consiguió que casi la mitad de las misiones de bombardeo marrasen sus objetivos.

Mucho más difícil fue disimular las instalaciones de radar. Los decorados que aparentaban grandes antenas era tan costosos como las antenas de verdad. Ya que levantarlos era casi tan caro como instalar un radar, los Estados Unidos proveyeron a los británicos de equipos electrónicos, que siguieron llegando a pesar del bloqueo, gracias a los cruceros pesados que habían sido convertidos en petroleros rápidos. Los técnicos británicos consiguieron simplificar las antenas de tal manera que pudieran levantarse en pocos minutos, de tal manera que las estaciones de radar volvían a estar operativas en pocas horas. Además, la Royal Navy desplegó en la costa norte de Cornualles y en la sur de Gales varios barcos equipados con grandes radiotelémetros. Solían operar cerca de instalaciones fijas de radar (muchas de ellas, no operativas) de tal forma que los alemanes las bombardeaban creyendo que eran las fuentes de las emisiones, sin advertir la presencia de los barcos radar.

Con todo, había objetivos muy difíciles de esconder. Sobre todo, los puertos. Los aviones que dirigían las formaciones alemanas llevaban radiotelémetros que distinguían con facilidad entre el mar y la tierra, y no se dejaban confundir con engaños como balsas hinchables. Cuando la visibilidad era buena, se enviaban al atardecer cazabombarderos con la misión de señalar los blancos. Estos lanzaban bengalas de color con códigos que cambiaban continuamente, y eran relevados por otros aparatos hasta que llegaba la fuerza principal de bombarderos. El resultado fue que los puertos del Canal de la Mancha y de Bristol sufrieron incursiones casi todas las noches. Resultaron costosas ya que, conociendo los objetivos, los británicos podían desplegar sus cazas nocturnos, pero tuvieron efectos demoledores sobre las instalaciones y sobre las desgraciadas ciudades aledañas. Aunque la mayor parte de las bombas caían en tierra, también los buques surtos fueron alcanzados con frecuencia: en el bombardeo de Plymouth del 29 de abril, el destructor Broadway (el ex norteamericano Hunt) se hundió cuando una bomba hizo detonar los tubos lanzatorpedos. Las ligeras lanchas cañoneras y torpederas sufrieron más bajas, y tuvieron que ser trasladadas a pequeños puertos pesqueros o a estuarios. Resultaron más seguros, pero tenían el inconveniente de no disponer de los medios adecuados para su mantenimiento, afectando a la operatividad de las naves ahí basadas.




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La batalla se enconaba aun más. Unos días antes la escuadrilla había salido aterrada del bombardeo de Southampton; ahora lo hubiésemos considerado algo normal. Los herejes habían aprendido, y escondían sus mortíferos Bofors en las arboledas, y solo disparaban cuando tenían el blanco seguro. En dos días perdimos tres pilotos, uno de ellos mi punto, el alférez Raimundo, cuyo Mocho se convirtió en una bola de fuego y humo sobre Falmouth.

A todo cerdo llega su San Martín, y cerca estuvo el mío. Los ingleses habían enviado un grupo de destructores para acosar a los paracaidistas, pero fueron detectados cuando se retiraban. El mando decidió devolverles el favor —los herejes habían tenido el detalle de repartir a los paracaidistas unos centenares de pepinos— y nuestra escuadrilla era de las pocas que estaban listas. Como según el plan original, íbamos a buscar blancos de oportunidad por Cornualles, cada avión llevaba seis bombas de cincuenta kilos. Eran útiles contra camiones, pero bastante menos contra destructores. La idea era averiar alguno para que otras escuadrillas lo rematasen. El vuelo fue como siempre: había demasiado avión por todas partes, y había que ir con mucho ojo, no se hubiera colado algún hereje. Lo fueran o no, no nos hicieron caso. Sobrevolamos Cornualles —alguna vez tendré que verlo desde abajo y sin bombas— y descubrimos a la escuadra enemiga cera de un cabo coronado por las ruinas de un castillo. Sin pensárnoslo, nos lanzamos en un picado suave, para no darles tiempo a reaccionar, pero quía. Como dicen los gallegos, homo de ferro non se cansa, y ellos tenían un vigía de metal al que llamaban radar. Aun estábamos lejos cuando nos rodearon las trazadoras, y al momento mi mocho se estremeció: me habían dado. Aun así acabé el ataque, aunque creo que mis bombas fallaron, y luego me elevé; la idea era estar a altura suficiente para ver cómo estaba el avión y, a una mala, saltar.

Cuando ya estaba a una cota saludable pude revisar las alas y comprendí que no iba a poder volver a Normandía. La izquierda tenía un agujero por el que cabía el puño, y el revestimiento de la derecha se estaba soltando en tiras. Además, ya solo me quedaba el combustible de reserva: señal de que el depósito principal también había sido tocado. Me hice cruces de no haber acabado flambeado como el pobre Raimundo, y valoré mis opciones.

Una era volver a Cornualles, que estaba a pocos kilómetros, y entonces saltar o hacer un aterrizaje forzoso. Era lo más seguro, pero tenía el pequeño inconveniente de convertirme en prisionero. También podía intentar volver a Carpiquet, o al menos localizar alguna lancha de rescate en el Canal. Era más que dudoso que me llegase el combustible, y además tenía que sobrevolar las colinas de Gales, y esa ala no estaba para aguantar florituras. La tercera opción eran las Sorlingas. Estaban bastante lejos, pero no tanto como Normandía, y podría hacer todo el vuelo sobre el mar, sin alejarme mucho de la costa córnica, por si acaso.

La verdad es que el mocho se portó como un campeón, y aguantó los tres cuartos de hora que me costó llegar. Eso sí, iba diciendo «por ahora sigo, pero no hagas tontadas» y cada vez que daba potencia para ascender, el recubrimiento del ala se ponía a flamear, y el aparato empezaba a hacer extraños. Así que maniobré lo justo, sin exigirle al motor; buena idea, porque el ventilador también debía estar tocado, y refrigeración se fue al guano cuando había dejado atrás Cornualles. Con el motor deshaciéndose apenas pude conservar la altura, y en cuanto vi un arenal, hice un aterrizaje de panza. El Mocho rebotó se arrastró por la arena, y estaba más o menos entero cuando salté a tierra. Lo de tierra es por llamarla de alguna manera, pues había aterrizado, apancizado o como se diga, en un amplio arenal entre las islas de Tresco y Bryher, que eran las más norteñas del archipiélago. El canal quedaba casi en seco durante la bajamar, pero las mareas en esas islas eran de órdago y durante la pleamar las playas desaparecían.

El aparato se había detenido junto a lo que pensaba que era una duna con un par de piedras encima, pero la marea estaba subiendo y no tardó en convertirse en un islote. Estuve tentado de pasar de una corrida a la isla que tenía al este, pero pensé que el fondo sería de barro y me podía quedar atrapado; más adelante supe que era de arena firme. Así que, mientras quedaba aislado por el agua, saqué el equipo de supervivencia, incluyendo la petaca que llevaba por lo que pudiera pasar, y me acomodé a la espera de la próxima marea baja.



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El combate de St. Agnes

Mientras la Luftwaffe seguía bombardeando el sur de Inglaterra, el almirante Schmundt preparaba un convoy para auxiliar a los paracaidistas. Disponía de los cuatro cargueros que hubiesen debido llegar la primera tarde, y que todavía no habían sido descargados. Lamentablemente, los barcos estaban en Cherburgo, el puerto normando al que Schmundt había dado la orden de retirada, y no en el más cercano de Brest. Aun así, los cargueros (que eran correíllos del Canal de la Mancha, pequeños pero rápidos) hubiesen podido pasar hasta las islas durante el día. Sin embargo, el almirante alemán no quiso exponer sus buques a ataques aéreos como el que le había costado el crucero Nürnberg, y decidió que la operación fuese nocturna.

El treinta de abril zarpó el convoy, escoltado por cuatro dragaminas y por los torpederos Tiger, Troll, Zick y Zack, todos ellos buques capturados en Noruega (capitán de navío Erdmenger). Otras dos fuerzas les darían cobertura: de Jersey, que se estaba convirtiendo en una importante base alemana en el Canal, salieron los destructores ZH1, ZH2, ZN4 y ZN5, más los torpederos Iltis y Jaguar (capitán Fischer). De Brest partió otra agrupación formada por los torpederos T1, T2, T5 y T7 (capitán Von Mutiu). Según los planes, el convoy debía partir por la mañana, costear Bretaña manteniéndose cerca de la costa y pasando entre las Islas del Canal, para luego dirigirse hacia St. Mary durante la noche. Las dos flotillas de torpederos, más veloces, se hicieron a la mar unas horas después que los mercantes. Además, se encomendó a dos escuadrillas de lanchas rápidas la vigilancia del canal entre las Sorlingas y Cornualles, pues se había observado que era la ruta habitual de los barcos británicos.

Schmundt había cometido varios errores graves. Como podemos ver, las agrupaciones zarparon durante el día, exponiéndose a la observación enemiga; sorprendentemente, ninguna de ellas fue avistada. Además, no había un mando único a flote, sino que el almirante pretendía dirigir la operación desde Cherburgo. Previamente había dado instrucciones estrictas a sus subordinados, que incluían horarios detallados que luego se demostraron irrealizables.

Aunque la salida de los barcos escapó a la observación británica, desde el primer momento fue evidente que el horario no se podría cumplir. Las demoras comenzaron cuando el SS Irma, uno de los buques que formaban el convoy, no consiguió superar los diez nudos y ralentizó a los demás. Además, un fallo de una caldera del torpedero Jaguar también retrasó a los torpederos de Fischer; al final el capitán tuvo que ordenar al Jaguar que volviese a puerto. Finalmente, solo las lanchas rápidas y los torpederos de Brest cumplieron el horario previsto. Las lanchas llegaron al canal de Cornualles, mientras que los torpederos se situaron a cuatro millas al sur de St. Agnes, la isla más meridional del archipiélago. La intención era sorprender a los destructores que pudieran llegar desde el este. Pero fueron ellos los sorprendidos.

Unas horas antes habían aparejado de Bristol siete destructores al mando capitán de navío Jacobs, un hombre inteligente que jugó magníficamente sus cartas. No pensaba emplear el estrecho de Cornualles, sino rodear las Sorlingas por el oeste. Tras zarpar se mantuvo en la orilla norte del Canal de Bristol, donde gozaba de la cobertura de las instalaciones de radar de Gales, y las patrullas de la RAF ahuyentaban a los aviones de reconocimiento alemanes. Una vez superó St. Govans Head, puso rumbo sudoeste, paralelamente a la costa córnica, pero manteniéndose a noventa millas; Jacobs juzgó, con razón, que en alta mar sería mucho más difícil que le localizasen. Después cambió al sur hasta sobrepasar las Sorlingas, y entonces se dirigió hacia St. Mary. Cuando se aproximaba, los radares de sus barcos detectaron a los torpederos de Von Mutiu que estaban en una posición muy desfavorable, ya que sus siluetas destacaban claramente contra el horizonte. Además, esos torpederos aun no habían sido equipados con radiotelémetros, y no pudieron detectar a los barcos ingleses, que se deslizaron entre su posición y la isla de St. Agnes, empleando la costa como una pantalla oscura que ocultaba sus siluetas. Cuando la distancia cayó a cinco mil metros los destructores británicos lanzaron veinte torpedos, y pocos minutos después el T5 y el T7 se hundieron tras recibir sendos peces mecánicos. Los otros dos intentaron responder, pero la potente artillería de los barcos británicos los abrumó. Solo el T2 consiguió retirarse, pero el T1, alcanzado varias veces por el Kimberley, quedó parado y a punto de hundimiento.

Jacobs se preparaba para rematarlo, cuando los radares de sus buques detectaron la aproximación de más enemigos. Se trataba de los destructores y torpederos de Fischer, procedentes de Cherburgo. El capitán alemán había observado el enfrentamiento, y fue el primero en actuar; sin embargo, Jacobs ordenó un cambio de rumbo que hizo que los torpedos alemanes se perdiesen. En el combate al cañón subsiguiente, el Iltis se convirtió en blanco del Kimberley, y el torpedero alemán se fue al fondo en minutos tras estallar el pañol proel. Los demás torpederos germanos se replegaron hacia el convoy, pero el capitán Erdmenger, preocupado por el retraso causado por el mercante Irma, no había seguido el curso previamente trazado, sino que se había dirigido directamente hacia las Sorlingas, sin rodear las islas normandas. Los torpederos de Fischer no encontraron al convoy, pero sí lo hicieron los radares británicos. En el tercer combate de la noche, los destructores ingleses acabaron con el torpedero Tiger, con el dragaminas M22 y con dos de los cargueros.

Tras la matanza, Jacobs se dirigió hacia el estrecho de Cornualles: el tiempo apremiaba, y no quería ser sorprendido a la luz del día. Fue su único error, ya que allí se encontró con las lanchas torpederas. En tres enfrentamientos fueron hundidas las S47, S51 y S52, pero la S63 consiguió torpedear al destructor Newark (el Ringgold norteamericano).

Durante la noche el T1 se hundió. El amanecer trajo otra calamidad para los germanos, cuando cazabombarderos Hurricane y Beaufighter se cebaron con los restos del convoy. A su mando estaba accidentalmente el teniente de navío Kast, el comandante del Troll (Erdmenger se había hundido con el Tiger), que en lugar de intentar unirse a los torpederos o de dirigirse a la cercana Brest, decidió volver a Cherburgo por la ruta más corta, es decir, navegando casi a la vista de la costa de Cornualles. Las patrullas aéreas destinadas a escoltarlo no lo encontraron, y los aviones británicos pudieron acabar con los dos últimos transportes, con dos dragaminas y con el torpedero Troll, un destructor noruego treinta años en sus cuadernas. Solo un dragaminas y los pequeños torpederos Zick y Zack consiguieron llegar a la base francesa.

El combate de St. Agnes había sido desastroso para los alemanes. El convoy había sido aniquilado, y fueron hundidos cinco torpederos, tres dragaminas y tres lanchas rápidas, a cambio del viejo Newark. El único resultado favorable del combate lo consiguió la Luftwaffe, que derribó treinta aparatos ingleses por solo ocho alemanes. También se consiguió evitar un nuevo cañoneo naval, pero no impidió que el Bomber Command volviese sobre las islas. Aunque los alemanes intentaron desviar a los bombarderos con un falso incendio, los pilotos ingleses no se dejaron confundir, y un chaparrón de bombas volvió a caer sobre el aeródromo. En esta ocasión las bajas fueron escasas, ya que los paracaidistas habían desistido de repararlo, y se habían refugiado en las antiguas posiciones defensivas británicas de la costa.



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Que no soy hombre de mar se notaba en que quería escapar del islote con la siguiente marea, sin pensar que sería de noche y que tendría que afrontar las corrientes. Menos mal que los soldados alemanes que habían ocupado una isla cercana —llamada Tresco— me habían visto tomar tierra o, mejor dicho, tomar arena, y alistaron un bote. Les costó llegar; aunque la distancia no fuese grande, las corrientes de marea eran muy fuertes. Es decir, que tampoco fue tan mala idea que me quedase en las piedras.

La islita a la que me llevaron era de postal: suaves colinas verdes, con la mezcla justa de bosquetes y praderas que alegrase la vista. Había unas cuantas casitas para los lugareños, pero estaban vacías, pues habían evacuado a los habitantes unos meses antes. Cerca se levantaba un palacete rodeado de unos jardines lujuriantes. No solo estaban trazados con primor, con el característico estilo inglés que intentaba imitar a la naturaleza, sino que se notaba la mano de los jardineros. No iba desencaminado: la abadía —así llamaban a la casona, aunque nunca hubiese monjes; costumbres herejes— era la residencia veraniega de un lord que tenía mano en Londres, y que logró que no evacuasen al servicio. No nos vino mal, porque los ocupantes habían ocupado el palacete —valga la redundancia— y la familia de sirvientes que cuidaba la casa, atendía encantada a los nuevos inquilinos.

Como los germanos todavía no eran muchos, y además mantenían las buenas costumbres, tenían la tropa en el pueblo, reservando la abadía para la oficialidad. El menda tenía algún galoncillo que lucir y me asignaron una habitación bastante aparente en la segunda planta, con vistas hacia el sur, es decir, hacia la isla de St. Mary y sus fuegos artificiales.

Digo fuegos artificiales, pero era como llamar al Teide un montoncito de tierra. La Royal Navy y la RAF debían tener excedente de explosivos y los gastaban en la pobre isla. El servicio me pidió que no cerrase las ventanas, por lo que pudiera pasar, y razón tenían, que la casa entera vibraba de los zambombazos, a pesar de haber unos cuantos kilómetros. Allá a las tres de la mañana el espectáculo terminó y pude descabezar un sueñecito. Me despertó el aroma a panceta a la brasa —ya he dicho que el servicio era de primera— y hasta tenían café de verdad.

Dediqué el día a holgazanear. Lo malo de estar en las islas era el aislamiento. O lo bueno, porque así disfrutaría de unas vacaciones más o menos forzosas. Paseé por los jardines y por el pintoresco pueblo, me zampé una langosta —las había en cantidad en esas aguas, y no envidiaban en nada a las gallegas— y por la tarde me dejaron unos prismáticos para ver lo que estaban haciendo en otra isla cercana, donde preparaban hogueras que tenían que simular incendios para despistar a los ingleses.

Vano esfuerzo. Esa noche hubo otra vez tortazos navales, o al menos eso pareció por el ruido y los relámpagos, aunque fueron lejanos. Después llegaron los bombarderos herejes. Cuando se oyeron los primeros aviones, se encendieron las hogueras —uno de los cazadores de montaña que ocupaban las islas me dijo que se hizo a distancia, que quedarse junto a un señuelo destinado a atraer bombas, es tentar a la parca—, pero los ingleses no les hicieron in caso, y dieron un nuevo repaso a la pobre isla principal.



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El fracaso del convoy y la destrucción del aeródromo dejaron a los paracaidistas casi aislados. No por completo, ya que la Luftwaffe hizo un gran esfuerzo para conseguir mantener el enlace. Dado que el aeródromo era impracticable, los aviones de transporte lanzaban sus cargas con paracaídas sobre las praderas que había en el centro de la isla; el sistema era menos eficiente, pero permitió llevar suministros indispensables. Sobre el campo de golf de Porthloo saltaron en paracaídas los refuerzos, y mediante hidroaviones se inició un puente aéreo, llevando a la ida suministros esenciales y, a la vuelta, heridos y prisioneros, más los paracaídas que se podían recuperar, ya que el lanzamiento de suministros estaba acabando con las existencias.

El tercer día de la batalla pasó a las Sorlingas una escuadrilla de Raumboote, lanchas rápidas desminadoras, que se emplearon para limpiar de minas los canales—difícil tarea que llevaría semanas— y para mantener en el enlace entre las islas. Otra misión de crucial importancia fue patrullar los islotes más lejanos: por desgracia, ya no quedaban torpederas en las Sorlingas, pues una había embarrancado y las otra había sido dañada por las bombas. Las pequeñas Raumboote tuvieron varios choques desventajosos con las más potentes MTB británicas, y para auxiliarlas se enviaron otras cuatro torpederas y las lanchas MZ-1 y MZ-3, que eran una especie de buques multiusos que podían ser empleados como torpedero, dragaminas o cañonero. Las lanchas y las cañoneras llevaron una compañía de cazadores de montaña, pero sin equipo pesado.

El principal enlace se mantuvo mediante planeadores que tomaban tierra en la explanada central de Garrison Hill. Ya que las dimensiones del terreno abierto eran apenas suficientes para un aterrizaje seguro, para frenarlos se tendieron entre los árboles redes que se habían encontrado en almacenes de pescadores. En cuanto los planeadores tomaban tierra se les quitaban las alas (primero, desmontándolas, pero después, cortándolas con hachas e incluso con pequeñas cargas explosivas) y se llevaban los fuselajes a mano, o remolcados con el tractor agrícola superviviente, hasta la arboleda aledaña. Allí eran descargados, y luego los restos se troceaban para ocultar a los británicos el empleo que se estaba dando al terreno. Aun así, el engaño duró poco, y Garrison Hill pasó a ser bombardeada regularmente por buques de guerra y aviones.

Afortunadamente para los alemanes, para entonces también se había dejado de emplear ésa explanada. Durante los combates aéreos, varios aviones dañados habían tenido que realizar aterrizajes forzosos en las playas o en los arenales que la bajamar dejaba al descubierto entre las islas. Mientras que las playas de St. Mary estaban llenas de escollos, el canal entre las islas de Tresco y de Bryher era casi llano, y la arena tan compacta que los aviones ligeros podían tomar tierra y despegar con seguridad. Aun así, el arenal solo se empleó para emergencias, ya que no había medios para remolcar los planeadores hasta la orina, por encima del nivel de la marea alta. Aun así, se encontró una alternativa mejor en la isla de Tresco: los cazadores de montaña que la habían ocupado descubrieron que la familia propietaria de las islas había empleado como aeródromo una pradera junto a la abadía. Era muy pequeña y desde ella solo podían operar avionetas como las Fieseler Storch, pero casi al lado había un páramo prácticamente llano, a excepción de las ruinas de un pequeño castillo y de alguna duna. Podía ser una alternativa al aeródromo de St. Mary, aunque con los escasos medios disponibles no se podía preparar el terreno. Mientras tanto, los planeadores empezaron aterrizar en Tresco, aunque se dejaron algunos restos en Garrison Hill para seguir atrayendo el fuego británico.

La isla de St. Martin’s, la noroccidental, tenía alguna explanada de dimensiones suficientes, pero no fue empleada al estar más alejada; sin embargo, se utilizaron los islotes deshabitados que tenía al sur como señuelos para los bombarderos, preparando hogueras que se encendían al caer las primeras bombas. Sin embargo, los ingleses no se dejaron engañar, y lanzaron otras doscientas toneladas de bombas sobre Garrison Hill, convirtiendo la península en el paisaje lunar que se estaba enseñoreando de St. Mary.

Este bombardeo causó bajas en los paracaidistas, pues la colina era el principal baluarte del archipiélago, pero no afectó a la llegada de suministros, que como hemos visto, estaban siendo descargados en Tresco. Sin embargo, llevarlos a la isla principal fue un problema, ya que los invasores solo disponían de algunos botes de pesca, las tres R-boote que sobrevivieron a los encuentros con las MTB británicas, dos torpederas y la MZ-3, ya que otras dos lanchas y la MZ-1 habían tenido que volver a Jersey por averías.



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Esa noche no me costó conciliar el sueño, ya que había dedicado algún tiempo a catar los elixires guardados en la bodega de la abadía. Sin embargo, eran las tantas cuando los zambombazos me despertaron, y descubrí que parte del alcohol que había entrado en mi cuerpo quería abandonarlo por las buenas o por las malas. Yo había mojado la cama hasta los siete añitos, pero semejante accidente hubiese quedado mal en un hombretón hecho y derecho, así que me armé de valor y fuime en busca del excusado. Con los aviones herejes rondando las luces estaban apagadas, pero los destellos de las bombas ayudaban a orientarse.

El suelo de madera crujía de mala manera. Resultaba curioso que con lo bien que estaba mantenida la mansión, hubiesen dejado la tarima tan seca. Menos mal que los estampidos no debían dejar dormir a nadie, y si alguien conseguía hacerlo con toneladas de explosivos cayendo a pocos kilómetros, no le molestarían unos chirriditos de nada. Aun así, me arrimé a la pared para molestar lo menos posible, y fui tanteando mientras buscaba donde aliviarme. Hasta que escuché otros pasos.

Vaya por Dios, otro con ganas de mear, pensé. Como mi necesidad estaba entre urgente e imperiosa, me dejé de sigilos para adelantarme, pero entonces me di de bruces con el otro paseante nocturno. Ya he contado que el hijo de mi madre gasta talla grande. Sin querer le di un pisotón en los dedos del pie, y el quintal que le cayó le hizo soltar un juramento. Me disculpé y me iba a buscar donde soltar unos litrillos de agüita amarilla, cuando caí que el improperio que me habían soltado me sonaba más a hereje que a teutón. Así que agarré al susodicho por el brazo, lo acerqué a una ventana, y vi que era el hijo de los sirvientes.

Supuse que debía estar revisando las ventanas para que no saltasen, pero el tipo quiso desasirse. De mí y de mis noventa y muchos kilos. Le agarré más fuerte y le retorcí el brazo con esa maniobra que de chicos llamábamos «anda vamos», para que entendiese que podría elegir entre acompañarme, o acompañarme con el hombro salido. Cuando se ponía farruco bastaba con un girillo a la muñeca para que aprendiese quién mandaba, y así, pasito a pasito, él con el brazo retorcido y yo meándome, lo llevé hasta el oficial de guardia. Luego salí fuera y me alivié en el primer árbol que encontré; de lo que oriné, yo creo que el nivel del estanque subió un palmo.

A la mañana siguiente se aclaró todo. Verdad es que el teniente que se encargó tenía don de gentes, y al ver que el inglés no respondía a los sopapos, puso a la familia de guardeses junto a la pared y preparó un pelotón de ejecución, señalando que primero habría que disparar a la madre. La mujer se puso digna y levantó el pecho, como diciendo «aquí esas balas», pero padre e hijo se lo pensaron mejor y nos enseñaron el invento. En el tejado de la abadía habían hecho agujeros, y cuando llegaban los aviones ingleses, retiraban las tejas de pizarra y empleaban unas linternas de queroseno para hacer señales. En su día los ingleses ya habían previsto que las Sorlingas estaban muy a mano de invasores, e instruyeron a los civiles para que colaborasen con la RAF. Para desgracia suya, los departamentos herejes eran como todos los burócratas, y funcionaban en plan que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, así que evacuaron a casi todo el mundo, fuesen o no agentes, dejando solo unos pocos trabajadores más los guardeses de la abadía. Que, casualidad de las casualidades, también eran agentes. Poco costó convencerlos para que entregasen sus códigos; que cediesen les libró del paredón, pero no del exilio, pues tanto ellos como los demás escillones —así se llamaban los isleños— se convirtieron en prisioneros de guerra, y en cuanto hubo ocasión, los deportaron al continente y les avisaron que ni pensasen en volver. Una tradición milenaria murió por una traición.



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La reorganización del mando alemán

El desastre de St. Agnes amenazaba la posición alemana en las Sorlingas. Aunque las islas no fuesen demasiado valiosas, que fuesen reconquistadas por los ingleses era el tipo de derrota que los alemanes tenían que evitar, ya que supondría un balón de oxígeno moral para su enemigo. La consecuencia fue que unos islotes sin apenas valor atrajesen a los aviones y a los barcos que no estaban implicados en el bloqueo o en los bombardeos de Inglaterra.

Al analizar las causas del desastre, el OKW concluyó que una de las principales había sido la descoordinación entre las tres ramas de las fuerzas armadas alemanas. Para el mariscal Von Manstein, todo se debía a la inexistencia de un mando unificado del sector. Sin embargo, esa era una cuestión candente en las fuerzas armadas alemanas, que aun arrastraban las consecuencias de la política nazi. Para cualquier dictadura resulta peligroso que un militar adquiera excesivo prestigio; precisamente, el papel del mariscal Von Manstein en la sucesión de Goering fue la mejor prueba de lo acertado de ese temor. Además, Goering había convertido a la Luftwaffe en su herramienta personal, y le almirante Raeder había intentado mantener a la Kriegsmarine fuera de la estructura del partido. Aunque desde su puesto en el Gabinete el mariscal intentaba integrar a las tres ramas, los habituales celos entre servicios eran mucho mayores entre los alemanes. En la Luftwaffe se veía a los marinos como una camarilla de monárquicos anclados en tradiciones antediluvianas, y la marina pensaba que los aviadores eran unos arribistas enchufados. A su vez, ambas fuerzas veían al ejército de tierra como un conjunto de espadones cerriles que solo sabían atacar a la bayoneta, mientras que este consideraba que aviadores y marinos no pasaban de aficionados que veían la guerra como un juego.

Poco a poco se estaba consiguiendo mejorar las malas relaciones entre armas; aun así, persistía otro inconveniente aun más serio, que era la incompatibilidad entre los diferentes equipos. Por ejemplo, los paracaidistas habían sido el ejército personal de Goering, y aunque inicialmente emplearon el mismo equipo que el ejército, se estaban dotando con otros encargados ex profeso, como el fusil automático FG 42, justo cuando el ejército estaba empezando la transición al nuevo cartucho Kurz de 6,5 x 40. Aunque, como se ha indicado, el principal problema estaba en las comunicaciones, en parte por emplearse equipos distintos, pero sobre todo por no tener procedimientos unificados.

Los fallos de la integración habían contribuido a la mala situación en las Sorlingas y, para corregirlos, la primera medida de Von Manstein fue la creación de un mando unificado, y decidió que fuese un marino el que detentase el mando del sector. En Berlín sorprendió que se le diese prioridad respecto a la Luftwaffe o al ejército, pero Von Manstein, tras escuchar a sus subordinados, había deducido que la clave de la campaña iba estar en los abastecimientos y en los enfrentamientos aeronavales.

El Grossadmiral Marschall, que ya había destituido a Schmundt, aconsejó a Von Manstein que nombrase comandante del sector al almirante Hermann Boehm, el antiguo jefe de la flota que había sido relevado tras el combate del Río de la Plata. Boehm había sido el antecesor de Marschall en el cargo, y ambos habían sido cesados por Raeder por excederse de sus órdenes. No puede descartarse que la simpatía personal influyese en la elección; en cualquier caso, el almirante demostró ser un jefe enérgico y capaz. Para dirigir sus buques, Boehm designó al vicealmirante Lothar von Arnauld de la Perière, el héroe de los submarinos de la anterior guerra, que acababa de recuperarse de las heridas sufridas en un accidente aéreo en Berlín. El mando del componente aéreo se encomendó al general Günther Korten; uno de los motivos por los que fue escogido en lugar de hombres de gran experiencia como el mariscal Sperrle fue que al ser la graduación de Korten menor, se evitarían conflictos entre mandos. Para las operaciones terrestres se designó al general Gotthard Heinrici. De nuevo, fue una decisión que levantó ampollas en la fuerza aérea, a la que pertenecían los paracaidistas; pero Von Manstein pensaba que mantener esos «ejércitos particulares» era un error. Fue el primer paso para la integración de los paracaidistas con el resto de las fuerzas armadas germanas. Aun así, seguiría siendo el general Meindl (de los paracaidistas) el que dirigiese la defensa de las islas.

La primera medida de Boehm fue volar a las Sorlingas y conocer de primera mano la situación real. Tras un accidentado vuelo en una avioneta Storch, en el que su escolta tuvo que enfrentarse a cazas británicos, el almirante tomó tierra en el campo de golf de Porthloo. Era un terreno que solo se empleaba ocasionalmente para no atraer los bombardeos británicos. Conferenció con Meindl, que se había trasladado a las islas dos días antes en una lancha rápida, y después visitó las ruinas de Hugh Town, del puerto y del aeródromo. Estando ahí tuvo que refugiarse cuando una escuadrilla de Mosquitos bombardeó la pista o, mejor dicho, lo que quedaba de ella. Aunque el tiempo estaba empeorando, Boehm no quiso quedarse por la noche, sino que volvió al continente al atardecer, en otro arriesgado vuelo en el que su avioneta se vio forzada a aterrizar en una pradera bretona.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La tormenta que obligó a Boehm a un aterrizaje forzoso marcó el inicio de un temporal que afligiría al Canal de la Mancha y especialmente a las Sorlingas durante los siguientes cuatro días. Las grandes olas impidieron las operaciones aéreas y las comunicaciones entre las islas; también diezmaron a las lanchas alemanas, ya que dos S-boote y una R-boot fueron arrastradas contra los escollos. Aunque la borrasca paralizó las operaciones de la RAF, no lo hizo con la Royal Navy, y los cruceros de Leatham volvieron a bombardear St. Mary dos noches después, disparando casi dos millares de proyectiles contra el aeródromo, el puerto y Garrison Hill; el oleaje arruinó la puntería británica, pero no benefició a los paracaidistas, ya que los proyectiles cayeron por toda la isla y no sobre objetivos que ya habían sido abandonados. Además, la pausa permitió que la Royal Navy consiguiese reunir en Liverpool los medios anfibios necesarios para reconquistar las islas. Según los agentes irlandeses, se daría comienzo a la operación Bishop en cuanto amainase la tormenta.

Boehm tampoco perdió el tiempo. Había visto que en las islas los paracaidistas y los cazadores de montaña mantenían el buen ánimo, pero que carecían casi de todo. Aunque no faltasen alimentos (gracias a los envíos aéreos) y tuviesen munición para sus armas ligeras, no disponían de artillería, salvo una batería de cañones de 7,5 cm, otra de cañones sin retroceso, y unos pocos morteros. Tampoco tenían armas antiaéreas o antitanques, y para preparar posiciones defensivas se habían visto forzados a reutilizar el alambre de espino y las minas que los británicos habían sembrado en las playas. Meindl opinaba que no podría conservar las islas tras un ataque decidido, y había preparado el repliegue a Garrison Hill. Una carencia especialmente grave era que, debido a la falta de maquinaria, solo se habían podido cavar trincheras y refugios superficiales.

Boehm preguntó a Korten si había posibilidades de llevar cargas más pesadas por vía aérea, pero la respuesta fue negativa. La Luftwaffe disponía de un planeador de grandes dimensiones, el Messerschmitt Me 321 Giant, que podía cargar incluso tanques desmontados. Sin embargo, su debut en Mesopotamia y Arabia había puesto de relieve tantas deficiencias que los aparatos supervivientes habían vuelto a la fábrica para ser reconstruidos. Solo estaban en servicio media docena de Me 321, su llegada a Francia se demoraría varios días y, sobre todo, en las Sorlingas no había campos adecuados para que tomasen tierra. A lo sumo se podría intentar en el canal de Tresco durante la bajamar, pero luego los aparatos tendrían que quedar abandonados. Korten había conseguido más planeadores, pero Von Richthofen ya le había advertido de que el suministro de esas aeronaves no era infinito, y que necesitaba reservar la mayor parte para la futura invasión de Inglaterra. Lo único que logró Korten fie que se le asignasen más Gotha Go 244, y uno de los prototipos del nuevo aparato de transporte de la Luftwaffe, el Arado Ar 232. Los Gotha tenían prestaciones mediocres, pero los únicos (aparte del Ar 232) que podían llevar cargas voluminosas, como artillería de campaña o vehículos ligeros, y aterrizar en pistas cortas. El Ar 232 era bastante mejor, pero su producción en serie aun no se había iniciado. Además, como el terreno de Porthloo era demasiado reducido, tendrían que tomar tierra en Tresco, y no podrían hacerlo mientras durase el temporal.

Un segundo problema que estaban encontrando los alemanes era la comunicación entre islas. Aunque los pesqueros capturados, los S-boote y los R-boote podían transportar personal, el ferry que mantenía los enlaces entre islas estaba en el fondo del puerto. Como consecuencia, en Tresco se estaban acumulando los suministros que se habían transportado con hidros y con planeadores, pero costaba llevarlos a la isla principal.

La conclusión de Boehm fue que la Luftwaffe no iba a ser capaz de mantener el flujo de suministros necesario para conservar las islas, y que los refuerzos debían llegar por mar. Afortunadamente para los alemanes, tenían la herramienta necesaria: los nuevos buques anfibios.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Como se explicó en anteriores capítulos, la Kriegsmarine había renunciado a desembarcar en Inglaterra en 1940, pero siguió construyendo una fuerza de desembarco. En parte para obligar a los británicos a mantener una potente guarnición en su isla, pero también para aprovechar las oportunidades que pudieran presentarse. Aunque los buques de guerra tenían prioridad, poco a poco se habían recibido lanchas y barcos de desembarco, algunos nuevos y otros, producto de conversiones. Muchas de esas unidades (como los ferris Siebel) solo podían emplearse en aguas calmadas, pero la marina tenía ya cierto número de embarcaciones capaces de cruzar el Canal de la Mancha. Gran parte estaban en el Báltico o en la bahía de Heligoland, realizando maniobras o instruyendo a sus dotaciones. En el Canal estaban la Segunda Flotilla Costera, basada en puertos de los Países Bajos, y la Tercera Flotilla Costera, con base en Le Havre. Marschall quería reservar esas formaciones para el desembarco en Inglaterra, pero puso la tercera a disposición de Boehm tras una conferencia telefónica en la que el segundo indicó al Grossadmiral la situación crítica en la que estaban los paracaidistas.

La Tercera Flotilla incluía buen número de barcos convertidos, pero también incluía nuevas construcciones. Entre ellas destacaba el Marinefärhschiff MFS-1, el primer barco de desembarco de tanques alemán, que había entrado en servicio unos meses antes, así como seis Landungsschiff, que eran pequeños cargueros transformados en barcos de desembarco. También tenía cuatro Leichte Fährschiff (que eran un intermedio entre los barcos de desembarco de tanques y las lanchas), un Sturmfährschiff (ferry de asalto, cuya función era llevar lanchas adicionales) y ocho Marinefährprahm del tipo E, lanchas de desembarco de tanques de grandes dimensiones.

Marschall agrupó las fuerzas disponibles en la Escuadra del Canal, cuyo mando táctico correspondió a Von Arnaud. En Cherburgo estaban los cruceros ligeros Köln y Leizpig, tres destructores (de origen holandés) y cuatro torpederos. En Le Havre había ocho torpederos, dos de ellos del tipo 39 que acababan de entrar en servicio y que eran muy superiores a los tipos precedentes. En Jersey tenía dos destructores (ex noruegos) y tres torpederos. Además, en varios puntos de la costa había flotillas de lanchas torpederas y de dragaminas. También los aliados iban a contribuir a la operación. La mayoría de la flota francesa estaba participando en el bloqueo, o había sido destacada al África Occidental o al Índico, pero en Brest estaba basado un escuadrón francés con un crucero ligero, cuatro destructores y otros tantos torpederos. Italia había enviado una flotilla de destructores y otra de torpederos, pero iban a tardar varios días en llegar al escenario de los combates, y Boehm consideró que la situación no admitía demoras.

La operación Gebäck (galletas) se preparó con gran urgencia. Ya que buena parte del equipo pesado de la segunda división paracaidista se había perdido en el convoy de Schmundt, Heinrici ordenó que se sustituyese por el de la tercera división, que a su vez se reequipó con material del ejército. Como se pretendía que la operación fuese rápida, y sabiendo que en las islas no había medios para descargar material pesado, los suministros se cargaron en camiones y en remolques que subieron directamente a los buques, y que tenían que desembarcar en las islas por sus propios medios. El convoy no solo iba a llevar el equipo de las dos divisiones, sino que el MFS-1 cargó una batería de cañones K18 de 15 cm con su dirección de tiro, el LS-2 una de cañones antiaéreos Flak 41 y su munición, y los LFS llevaron un equipo móvil de radiotelémetro, así como tanques de ingenieros Bergepanzer III y Pionierpanzer III. Además, el ferry de asalto SFS-1 iba a transportar a las islas embarcaciones ligeras (Pioniersturmboote y Pionierlandungsboote) para asegurar las comunicaciones internas.

A pesar del mal tiempo, un convoy formado por el MFS-1, el SFS-1, seis LS y tres LFS, escoltado por seis torpederos y cuatro dragaminas, zarpó de Le Havre y se dirigió hacia Cherburgo. Como medida de decepción, se ordenó a la primera división paracaidista que se preparase para un asalto a la isla de Wight en cuanto mejorase el tiempo, argumentando que el éxito en las Sorlingas había demostrado la factibilidad de la operación, y que tomando Wight se aliviaría la presión sobre las otras islas. Obviamente, esa operación solo existió en la imaginación de Boehm y de Korten; aun así, se dieron órdenes reales (que se anularon en el último momento) con la intención de que llegasen a los espías que infestaban Normandía.

El mal tiempo causó las primeras dificultades. El LS-7 sufrió daños en la compuerta y tuvo que volver a Le Havre, y las lanchas de desembarco de tanques MFP no pudieron ni zarpar. Los demás barcos, a pesar del temporal, navegaron paralelamente a la costa normanda, pero en lugar de entrar en Cherburgo, rodearon la península de Cotentin para refugiarse al redoso de la isla normanda de Jersey.

El tiempo mejoró poco después, y Boehm ordenó el inicio de la operación Gebäck.



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De vez en cuando miro guías turísticas, y me hace gracia lo que dicen de Normandía. Que si la Suiza de Francia, verdes praderas en lo alto de los acantilados, todas las gamas del verde… Un incauto, es decir, como el servidor de ustedes, porque hay que ser melón para liarse con Inge, por muchos melones que… Mejor lo dejo. Quería decir que, leyendo esos panfletos, más de un inocente pensará en tumbarse en la hierba para gozar del paisaje y los rayos del sol, y se apresurará a hacer una reserva. Las guías no dicen que las praderas están llevas de boñigas de vaca, muy mullidas pero agradables no tanto, y que el tiempo no es el mejor del mundo. De mis viajes durante la Guerra de Soberanía aprendí que las cosas sólo están verdes si llueve, y que en Normandía estaban muy pero que muy verdes.

Tampoco era tan malo que lloviese, pues si jarreaba nadie se atrevía a volar de día, y de noche aun menos. Así que me preparé para tomarme unas merecidas vacaciones, que aunque fuera cayesen chuzos de punta —otro dicho español—, en la cantina se estaba bien, y el schnapss proporcionaba el necesario calorcillo. Pero no fueron esos los designios del mando, y alguien que no me quería bien me ordenó estudiar el funcionamiento del nuevo material.

En medio de una guerra, ya se sabe que «material» significa «trastos para hacer pedacitos a la gente, a ser posible enemiga», y que fuese o no enemiga dependía de lo que yo aprendiese. Como luego iba a ser mi persona la que llevase el invento, me apliqué a la tarea y revisé una por una todas esas cosillas que empezaron a llegar. Aunque la verdad es que alguna copichuela cayó entre lección y lección, que de alguna manera había llegado a mis manos una botella de Armañac, y no era cuestión de dejar que se agriase. Verdad es que nunca he visto licores que se pudran, pero tampoco quise arriesgarme.



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Los torpedos ya los conocía. La Luftwaffe se había pasado con armas y bagajes al LT-850b, ese que se podía lanzar desde mucha altura y luego planeaba hasta cerca del objetivo. Estaba empezando a llegar una versión simplificada, el LT-850c, que llevaba un paracaídas más pequeño y prescindía de las aletas. No podía lanzarse desde tanta altura, pero era más barato y, como llevaba una especie de giroscopio, no importaba que cayese casi en vertical porque luego retomaba el rumbo. La idea era que no fuese necesario volar a medio metro de altura para tirarlo. También tuve que aprenderme el manual del último juguete de la Luftwaffe, el torpedo LT-1300, que hacía lo mismo que el 850c pero más y mejor. La intención era que cuando amaneciese un acorazado o un portaaviones con una bandera que no gustase, una escuadrilla de bombarderos, volando a cota segura, dejase caer unas decenas de pececitos de ese tipo. Pena que solo llegó el manual, pues todavía estaban sacando brillo al torpedo.

Hablando de torpedos, llegaron a la base unos engendros de tamaño cadete, un lote de H3d. Eran armas anticonvoyes y por ahora se quedaron almacenados. No estaba mal el trasto: habían modificado un torpedo naval para que pudiera llevarlo un avión, y tenía una especie de mecanismo de cuerda que le hacía dar giros en medio de los barcos enemigos. Lo malo es que solo lo podían lanzar aviones grandes como los Dornier, pero eran precisamente los de mi unidad. Como no eran muy veloces, tampoco eran lo mejor para cargarse destructores, pero igual podían servir para dar un susto.

Otra cosa que no caté pero que me tocó aprender fue lo de la bomba torpedo, que se lanzaba en picado suave y luego navegaba cual torpedo durante algunos metros. Era bonita y tan barata que las había a puñados, pero los compañeros de los cazabombarderos, los agraciados usuarios de esas cosillas, descubrieron que usarlas en mar abierto era una pérdida de tiempo y dinero. Eso sí, en las bases podían hacer estragos, y en Escocia ya habían dejado huella. Tal vez hubiese ocasión de emplearlas contra algún crucero despistado.



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En mi campaña en Canarias habíamos usado mucho los torpedos, pero nunca las minas. Era porque las aguas en esas islas eran muy profundas; sin embargo, las del Canal de la Mancha eran ideales para los artefactos submarinos. Un técnico me estuvo diciendo los tipos que había y cómo se empleaban.

De las que más había era de las de orinque, esas que salen tantas veces en las películas. Las que parecen una especie de pelota negra con púas, y que siempre acaban chocando con la proa del barco de la novia del protagonista. No habría la suerte de que pasase eso con Inge. Vistas de cerca, esas cosas eran más complejas, pues tenían un peso que hacía de ancla, y un cable para mantenerlas en su sitio. Además, el técnico me dijo que no funcionaban como en el cine, y que no solían chocar con las proas, ya que la onda de cabeza —el agua que desplaza el barco— las apartaba. Pero no para siempre, porque luego la presión disminuía y el bicho chocaba contra el costado, donde estaban las partes bajas del buque, es decir, maquinarias, santabárbaras, y todos esos cacharritos que los barcos necesitan para no convertirse en submarinos.

Las minas eran artefactos baratos y traidores, y cualquier minador podía plantar un campo en unas horas. La única dificultad estaba en que había que saber la profundidad para ajustar el cable, y así la mina quedaba flotando entre dos aguas, con la profundidad justa para no dejarse ver, y hacer su gracia en donde más daño hubiera. Para ajustar la profundidad había que conocer la profundidad, pero el progreso de la técnica hacía que en lugar de tener un marinero a proa con una sonda y cantando las brazas, se emplease un sonotelémetro que indicaba a qué profundidad regularlas.

Viendo los nuevos torpedos, resultaba evidente que a los alemanes se les daba bien lo de hacer cosas que matasen. A los ingenieros les faltaba el estilo de los guerrilleros canarios, pero lo suplían con su habilidad para pergeñar mecanismos. También se aplicaron a las minas, e inventaron una cosa aun más fácil de plantar. Eran minas parecidas a las normales, pero con un peso de plomo colgando del ancla. Cuando se lanzaban al mar, el ancla se hundía mientras la boya —la parte redonda y con pinchos con el explosivo— se mantenía a flote. El cable se desenrollaba del ancla, hasta que el plomo tocaba el suelo; entonces se bloqueaba el tambor del cable, y las boya se hundía justo esos poquitos metros necesarios, sin necesidad de hacer ajustes. La Kriegsmarine tenía dos artefactos de ese tipo, el EMC y el EMD, que además se podían plantar a profundidades de hasta quinientos metros.

Yo me entusiasmé, pensando en lanzar esas cosas por delante de las flotas enemigas, maniobra bastante menos arriesgada que ir ametrallando destructores. El tipo me aguó la fiesta, diciendo que no las había de lanzamiento aéreo, qué majos los ingenieros que nos dejaban sin su invento. Para los aviadores solo tenían las de fondo. Había que sembrarlas con profundidades inferiores a sesenta metros y, si era menos, mejor; traducido al Freitagués, significaba que había que acercarse a tierra, donde había cazas y antiaéreos. Yo me estaba preguntando cómo harían los barcos para hacer estallar las minas de fondo, porque no es costumbre suya ir embarrancando, pero mientras tomaba aire para hacer la pregunta que me hubiera puesto en ridículo, el técnico se adelantó y empezó a contar no sé qué cosas de influencia. Explicado para tontos, quería decir que llevaban una especie de brújula y, cuando se desviaba por el campo magnético de un barco, la mina saludaba efusivamente al recién llegado.

Los ingenieros, siempre con sus desvelos para matar semejantes, de nuevo habían hecho sus jueguecitos. Las minas de influencia, es decir, con detonador magnético, eran conocidas de ambos bandos, y ya se sabía cómo anularlas. La Luftwaffe tenía algunos Junkers con un anillo que producía un gran campo magnético para hacerlas estallar, y la RAF, tres cuartos de lo mismo. No era tan peligroso como parece, porque las minas de influencia tenían un sistema de retardo, pensado para dejar que el barco enemigo se acercase, y ese retraso daba tiempo al avión a estar lejos cuando la mina estallase. Por eso, con la intención de alegrar la vida a los desminadores, también se plantaban unas cuantas minas sin retardo, para que la explosión, en lugar de hundir barcos, hundiese aviones. El otro truco era mandar delante a un barco poco valioso, que solía ser un cascarón anticuado con unas bobinas para aumentar su campo magnético; por si acaso, la tripulación iba arriba y se manejaba todo con cables. Eso no arredró a los ingenieros, que inventaron detonadores que se activaban por presión (cuando un barco pasaba por encima) o por ruido (con filtros para distinguir entre mercantes, destructores o lo que sea). El toque personal lo pusieron añadiendo contadores; así se podían regular las minas para que estallasen bajo el primero que llegase, o para que no le hicieran caso; así que al dragaminas no le hacían ni caso, pero el bicho explotaba debajo del acorazado. Había complementos, como unas minas pequeñitas especiales para destruir redes, otras unidas por cadenas para que estallasen todas a la vez, las especializadas en destruir las rastras de los dragaminas, las pequeñitas para canales…

Ya puestos, decidieron combinar lo mejor de cada casa, y algunas de las minas de orinque, como las EMD/S, llevaban no solo detonadores de contacto sino también de influencia o acústicos. Entonces las regulaban para que se hundiesen más, por debajo de la profundidad a la que faenaban los dragaminas, y quedaban prestas a hacerle un siete al portaaviones. Un mundo de invención que me entretuvo esos días. No sé si aprendí demasiado, pero supongo que el coronel consiguió su objetivo principal, que era tenerme lejos de la cantina y de los licores espiritosos. Una pena, porque me acababan de decir de un elixir propio de Normandía que hacían destilando sidra, y que me moría por catar.



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El primer combate de St. Mary

El tiempo mejoró el primero de mayo, justo una semana después de la invasión paracaidista. Aunque Alemania no disponía del acceso al Atlántico que tenían los ingleses, estaba enviando con regularidad buques y submarinos de observación meteorológica. Prácticamente todos los días, aviones de reconocimiento de largo alcance realizaban la misma función, y se habían establecido varias estaciones meteorológicas secretas en las islas Svalvard, en la del Oso, en Jan Mayen, en Groenlandia y hasta en el Ártico canadiense. Algunas de las estaciones estaban manejadas por equipos de meteorólogos y otras eran automáticas. Gracias a sus observaciones, los meteorólogos germanos pudieron predecir la mejoría del tiempo, y el almirante Boehm ordenó iniciar la operación de socorro cuando la tormenta aun descargaba sobre el Canal.

tras las malas experiencias previas, Boehm diseñó la operación para que el cruce del Canal se hiciese durante en día. Sin embargo, la distancia era excesiva, Los buques del convoy no superaban los doce nudos, y no iban a seguir la ruta directa que había tomado el malhadado convoy de Schmundt. En su lugar, el nuevo convoy germano navegaría paralelo a la costa hasta la altura de la isla de Ouessant, antes de poner proa al archipiélago. La primera parte de la travesía se haría de noche y la más expuesta durante el día, bajo una sombrilla de cazas. Los barcos germanos tenían que mantenerse alejados de la costa británica para eludir la detección.

Como se ha relatado, el convoy se había refugiado del temporal al socaire de la isla de Jersey, que junto con Guernesey se estaban convirtiendo en las principales bases alemanas en el Canal de la Mancha. El principal motivo fue político, ya que Berlín era consciente de que su presencia militar en la costa francesa levantaba muchos resquemores. Sin embargo, las islas del Canal, el primer territorio británico conquistado, no ofrecían esa limitación. Además, tenían ventajas estratégicas: desde ellas se podía dominar la mitad occidental del Canal de la Mancha, y su suave relieve facilitaba la construcción de aeródromos. Tras la ocupación en 1940 se habían ampliado los existentes y se habían construido nuevos, que en 1942 albergaban la sexta parte de los aparatos que operaban contra Inglaterra. La principal limitación era que no había un gran puerto natural, pero se estaba ampliando el de Jersey, donde ya se había construido un espigón artificial hundiendo viejas barcazas cargadas de bloques de piedra, y se había trasladado un dique seco flotante similar a los de Vigo. El siguiente proyecto era cerrar y dragar la bahía de Saint Aubin, pero la gran obra tuvo que esperar al final de la guerra. Aun así, durante la primavera de 1942 la Kriegsmarine aun se veía forzada a emplear los puertos de Le Havre, Cherburgo y de Brest, aunque resultase un inconveniente en las relaciones con París.

El convoy partió de Jersey poco después de oscurecer, cuando el mar aun estaba agitado. La primera parte de la travesía fue bastante más lenta de lo calculado, y no se llegó a Ouessant (realmente, a veinte millas al norte de la isla francesa) hasta las diez de la mañana. También zarparon de Cherburgo los cruceros Köln y Leizpig, tres destructores y tres torpederos, y de Brest, el crucero Montcalm y tres destructores. Asimismo, varias escuadrillas de lanchas rápidas se adentraron en el Canal de la Mancha.



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En cuanto amaneció se inició la fase aérea de la operación, que había sido descrita por Korten como «cielo negro», en referencia a que se iba a llenar de aviones. Implicaba un ataque masivo que iba a realizar toda la aviación de Pacto de Europa Occidental contra objetivos británicos en el sur de Inglaterra.

La aviación del Pacto había podido aprovechar el obligado descanso para planificar la operación y para poner a punto sus aparatos. Además, la campaña aérea contra Inglaterra emprendida durante los últimos meses había engrasado la cooperación entre las diferentes fuerzas aéreas de la alianza. En la operación participaron siete mil aviones, de los que cuatro mil quinientos eran alemanes, un millar italianos, setecientos franceses, y el resto pertenecían a otros aliados del Pacto; España contribuyó con medio centenar de cazas y otros tantos bombarderos. Aunque no todos los aparatos eran de combate, esa mañana volaron sobre Inglaterra unos dos mil quinientos cazas y dos mil bombarderos. Buena parte de los aviones realizaron hasta tres o cuatro salidas: durante el primer día de la operación Gebäck se calcula que se realizaron doce mil misiones de combate.

El objetivo de la operación iba a ser aniquilar a la RAF en el sur de Inglaterra, y dejar fuera de combate la red de alerta y los principales puertos. Objetivo prioritario del primer ataque fueron los aeródromos camuflados y las estaciones de radar.

Poco antes del amanecer empezaron a despegar los aviones del Pacto, que en seguida fueron detectados por los radares británicos. Los cazas de la RAF fueron dirigidos contra los atacantes, y durante las horas siguientes se produjeron violentos enfrentamientos entre ambos bandos. Las pérdidas fueron importantes: ciento setenta y dos alemanes (ochenta y dos, cazas; buena parte de las pérdidas fueron causadas por los antiaéreos y no en combate aéreo), treinta franceses y quince italianos, a cambio de setenta y ocho cazas y treinta y cuatro bombarderos británicos. Aunque el balance parecía ser favorable a los ingleses, en la práctica, el Pacto se adueñó del cielo.

Mientras eran bombardeados los principales aeródromos, los cazabombarderos y los bombarderos ligeros atacaron la red de alerta británica. Como era de esperar, fueron operaciones costosas, ya que los emplazamientos estaban fuertemente defendidos. Aun así, a media mañana dos tercios de la red de radares estaba fuera de servicio. No solo fueron bombardeadas las instalaciones de Cornualles, sino también las de la costa sur de Gales. En esas operaciones se detectó la presencia de dos pequeños buques con grandes antenas, el Coronation y el Mona’s Isle, que eran barcos de cabotaje que habían sido convertidos en buques radar. El Coronation fue hundido por torpederos Sparviero, y el Mona tuvo que embarrancar tras ser ametrallado por cazabombarderos Me 110.

Ya con el dominio del cielo y con la red británica de alerta inhabilitada, se intensificaron los bombardeos de los puertos. En Portishead (junto a Bristol) fueron gravemente dañados los destructores Cowdray y Oakley, de la flotilla de Caslon, hasta poco antes basada en Portsmouth, pero que se había tenido que replegar a Bristol a causa de las repetidas incursiones que sufría el sur de Inglaterra. En Cardiff, el destructor Blencathra se hundió tras ser alcanzado por cuatro bombas BT-400 lanzadas por cazabombarderos Fw 190. También los buques ligeros se convirtieron en objetivo de los aviones; además de los dos barcos radar y de cinco lanchas cañoneras, fueron hundidos diecisiete arrastreros, y una decena más fueron dañados, parece que por ser confundidos con dragaminas.



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