Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Tras inspeccionar los alrededores, Jacques y Pierrrot decidieron que la granja sería el lugar más seguro para alojar al nuevo compañero. Estaba algo apartada y un bosquecillo la ocultaba de los ocasionales viajeros que transitaban por la carretera. Además del edificio principal, había un establo y dos graneros de grandes dimensiones. El cercano bosque permitía seguir con los entrenamientos clandestinos.

Valery llegó al día siguiente, como había predicho André. Era otro joven con las manos curtidas por el duro trabajo, que dijo buscar trabajo en la granja. Arrastraba un gran baúl con sus pertenencias, pero tras retirar las mantas, las ropas baratas, los útiles de aseo y una gastada novela de Julio Verne de una edición popular, el recién llegado desmontó un doble fondo. Debajo estaban las piezas de una radio. Estuvo unas horas trabajando hasta que funcionó: era un equipo bastante sencillo, que se alimentaba de baterías de coche. Labor de Jacques y de Pierrot iba a ser conseguir unas cuantas —que tuvieron que sustraer de los pocos automóviles que quedaban en las calles— y mantenerlas cargadas. Un alambre en el techo de la granja servía como antena.

Cuando tres días después el equipo estuvo listo Valery envió el primer mensaje. Valery escribió en una hoja el texto, dejando mucho espacio entre línea y línea. Luego tomó la novela que había traído y la abrió por la página resultante de la suma del día y del mes, más dos, multiplicando también por dos. Si esa página no estaba completa por ser el final de un capítulo, pasaba a la siguiente. Si el número resultante era mayor que el número de páginas de la novela, volvía a contar desde el principio. Luego escribió las primeras letras de la página debajo de las del mensaje. Repitió la operación con la página resultante de sumar día y mes, añadir tres y multiplicar por el mismo número. Luego pasó a sumar las letras, usando su valor numérico: a la “A” le correspondía el cero, a la “B” el uno, y así sucesivamente; si el resultado era superior a 25 —el número de letras del alfabeto francés menos uno—, dividía el número por ese valor y se quedaba por el resto: “C” + “P” + “U” = “M”. Finalmente, tradujo los resultados a letras: al veinticinco le correspondía la “Z”, al cero la “A”, y así sucesivamente. Como Valery estaba bien entrenado, pudo hacer las operaciones rápidamente sin tener que escribir los números, y en pocos minutos había conseguido cifrar el mensaje, que ahora parecía un galimatías sin sentido. Lo precedió de un número de cuatro cifras, también producto de una operación tomando la fecha y una cifra de una serie que solo Valery conocía. Luego esperó hasta la noche, y a las 22:15 emitió el mensaje.

El sistema de cifrado que usaba Valery no era del todo seguro, y para un criptoanalista que dispusiese de suficientes mensajes y supiese cuál era el libro empleado sería trivial descifrarlos. Incluso sin tener la novela se podrían sacar algunos fragmentos en claro si el mensaje era suficientemente largo, error que ni Valery ni su controlador iban a cometer. A cambio, el libro usado como clave era absolutamente inocente, y podía adquirirse en casi cualquier sitio, sin tener que mostrarlo a celosos aduaneros. Lógicamente, cada agente de la red usaba una novela diferente, por lo que la captura de algún radio operador no comprometía al resto de las redes.

En la cercana Suiza el mensaje fue captado, y el radioperador respondió con un corto código que mostró a Valery que el mensaje había sido recibido. El controlador lo descifró siguiendo el procedimiento inverso, y al día siguiente emitió su respuesta: aprobaba las decisiones de Jacques, pero le ordenaba que preparase alojamientos en el bosque para más camaradas que llegarían en los días siguientes.

No costó mucho buscar un lugar siempre que los visitantes no fuesen muy exquisitos. En lugar de intentar acomodarlos en las localidades cercanas, pues sus idas y venidas llamarían la atención, iban a acampar en el bosque, parte del cual pertenecía a la granja y estaba cercado. Había una hondonada quedaba fuera de las vistas, y allí colgaron lonas de los troncos de los árboles, manchadas con barro para que fuesen menos conspicuas. Si el tiempo empeoraba se acomodaría a los recién llegados en un granero. Eso no gustaba mucho a Pierrot, que temía llamar la atención de algún vecino. Pero Jacques sabía que un soldado cansado y enfermo no servía para nada, e impuso su criterio.



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Una delegación alemana acompañó a los franceses para comprobar la idoneidad de los edificios que habían escogido. Aprobaron la elección del palacio y la catedral, aunque les parecieron un tanto austeros; sería necesario poner colgaduras que diesen la adecuada pompa. También habría que mejorar la iluminación, pues las reuniones de la asamblea serían filmadas para que la posteridad conservase memoria del acto fundacional de Europa. Algunos de los salones del palacio serían habilitados para permitir la reunión de comisiones; otros, como salas de prensa, comedores o despachos. En la catedral, tras celebrar un acto que la desacralizaría temporalmente —no había que ofender la sensibilidad de los católicos—, se desmontaron o se cubrieron las figuras religiosas —no había que ofender la sensibilidad de los protestantes— y se instalaron asientos para las delegaciones y tribunas para el público y al prensa.

Los alemanes, para alojar su delegación, alquilaron un palacete de aspecto extraño, que combinaba las torrecillas de la arquitectura victoriana con elementos modernos. Inicialmente les había llamado la atención el imponente Palacio de los Oficios, pero los franceses se lo habían reservado, y era crítico evitarles cualquier ofensa y más en esa ciudad. Sin embargo, como el palacete desluciría la representación alemana, se decidió adquirir unos terrenos cercanos al río para construir un edificio que diese lustre a la futura embajada. La delegación italiana prefirió un hotelito de las afueras; para el resto se habilitaron el liceo y un colegio. También se inició la construcción de unos barracones en las afueras, que albergarían a la prensa.

Tras la experiencia de Douaumont, se prestó especial atención a la seguridad de la reunión. En los alrededores de la pequeña ciudad se situaron equipos de vigilancia aérea, y en los altozanos se situaron cañones antiaéreos. También se mejoraron los sótanos para que pudiesen servir como refugio si Churchill, nuevamente, intentaba descabezar a la Europa unida.



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Durante la semana siguiente llegaron a Saint-Dizier varios viajeros buscando una dirección de la calle Gambetta. Al llegar al mercado eran abordados por algún vecino: se trataba de los hombres de la célula de Jacques, que iban turnándose para no despertar sospechas, y encaminaban a los recién llegados a las afueras de la ciudad. Allí se encontraban con otro camarada que les conducía hasta el escondite del bosque. Pronto fueron doce: demasiados para poder ser alimentados indefinidamente. No tenían cartillas de racionamiento —hubiesen llamado la atención— y ni Jacques ni Pierrot disponían de fondos para acudir al mercado negro, algo que también hubiese puesto sobre aviso a la gendarmería. Pero en el Partido habían pensado en todo y el controlador de la célula, mediante otro mensaje, les señaló un punto en el que encontrarían alimentos: productos de granja, generalmente patatas o cereales, pero a veces verduras, algún queso e incluso un poco de carne. La recogida se hacía tomando máximas precauciones: uno de los camaradas tenía que vigilar el lugar donde se dejaban los suministros, lo suficientemente cerca como para asegurarse que su colaborador no era seguido, pero no tanto como para reconocerlo: el controlador de la célula les había prohibido terminantemente entrar en contacto con él. Tras recoger las provisiones no se encaminaban hacia la granja de Pierrot, sino que daban un nuevo rodeo por los bosques, en las que otro centinela comprobaba que la comida no atrajese compañía inesperada.

Con tantos camaradas fue preciso suspender los entrenamientos en el bosque, que hubiesen sido demasiado conspicuos. Pasaban el tiempo en la hondonada, montando y desmontando armas, o en el granero, jugando a las cartas; tenían prohibido hablar de su vida anterior.

Jacques supuso que la estancia no se alargaría pues se deterioraría tanto la forma física como la moral de sus hombres. Sin embargo el Partido aun tardó casi diez días en avisar de la llegada de una renqueante furgoneta movida por gasógeno, cargada de paja medio podrida; el mal olor que desprendía ahuyentaba las miradas inquisitivas de la gendarmería. Pero dentro de las pacas de abajo, envuelto en tela encerada, había un importante alijo de armas: fusiles, ametralladoras, bombas y explosivos.



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Relato de Federico Artigas Lorenzo

Tanto correr para nada. Cuando la división llegó a Versalles desembarcó todos sus vehículos, tanques, cañones y demás parafernalia, y a partir de entonces se dedicó al dolce far niente. Relajados con esa manera tan característica que tiene los alemanes, con los suboficiales pegando gritos a los pobres soldados, que se pegan todo el día puliendo sus hebillas y corriendo de aquí para allá. Nosotros nos atusamos un poco, que había que lucir los uniformes, pero nada de esa locura por el brillo que les daba a los teutones.

Bien pensado, tampoco era tan tonto lo que hacían los alemanes. Dicen que un barco ocupado es un barco feliz, y que el ocio es la madre de todos los vicios. Ocio teníamos y a porrillo, pero vicio, para lo que había que hacer en Versalles… Todo el día lloviendo, como para que crezca hierba hasta detrás de las orejas. Había cuatro tascuchos que vendían un vino a precio de champán, que no sé qué se habrán creído esos gabachos, que ponen un mostrador, media docena de taburetes, una capa de roña, y se piensan que es el Maxim. La división tampoco tenía cantina y se suponía que teníamos que beber por nuestra cuenta, cada uno en nuestro agujero. Los teutones debieron pensar que con mucho soldado desocupado callejeando acabarían con líos, y los sargentos pusieron a los pobres feldgraus a limpiar botas y pulir insignias.

A esas alturas todos los españoles que nos habíamos incorporado a la división teníamos un ataque agudo de morriña y estábamos todo el día importunando al comandante Fernández por si sabía cuándo se acabaría nuestra excursión en panzer. Porque según los enteraos, que de esos siempre hay, en España se estaba reconstruyendo la acorazada, y el general Galera me había prometido un puesto en ella. Fernández, que tampoco sabía lo que pasaba, estaba todo el día intentando hablar con Madrid, pero al cargo debía estar el dichoso coronelejo que tanto me quería y que daba largas a las llamadas. Al final se debió hartar y le dijo al comandante Fernández que dejase de importunar, que íbamos a quedarnos en Versalles hasta que las ranas se hiciesen rizos con el pelo y que si volvía a preguntar le metía un paquete de cágate lorito.

Mi impresión era que se habían olvidado de nosotros, pero mientras decidían entre Madrid y Berlín lo que hacían con nosotros, me resigné a ver llover, jugar al mus y matar el tiempo.



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Domperrrrr no nos dejes tantos días sin saber nadaaaaaaaaaaa pleaseeeeeeeeeeeeeee.
Slds.


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Tranquilidad, en seguida retomo la historia.

Saludos



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Pauli, Danièle. Le Corbusier: Le Cité de l’Europe. Fondation Le Corbusier. París, 1997.

Con su propuesta de 1942 para la Ciudad de Europa Le Corbusier y Pierre Jeanneret se enfrentaron por primera vez en su carrera al proyecto de una gran solución urbanística que integrase las viejas formas de una antigua ciudad con las novísimas de la futura capital de la Unión Paneuropea. Durante la primera parte de su carrera el equipo se había dedicado principalmente a la “casa”, al diseño de viviendas para las que proponían la simplicidad de formas prismáticas compactas. Su experiencia en el diseño de edificios públicos con la necesaria complejidad que requería un vasto edificio institucional se reducía al Palacio de la Sociedad de Naciones de Ginebra.

El concurso internacional de 1942 exigía no solo el palacio de la Asamblea de la Unión Paneuropea, sino un conjunto de edificios anexos que debían integrarse en una solución urbanística integrada. Le Corbusier presentó la “Cité Contemporaine”, una modificación de su proyecto de la “Ville Radieuse”, que había sido una propuesta de 1933 del arquitecto y urbanista para el centro de París, que debía combinar grandes bloques de viviendas y extensiones ajardinadas en una disposición radial, en la que el centro debía ser el núcleo del sistema de transporte público.

La “Villa Radieuse” había sido ignorada por las autoridades parisinas, pero con el concurso de 1942 Le Corbusier imaginó que en lugar de un conjunto de edificios públicos, podía presentar un proyecto que contemplase la total remodelación del espacio urbano. La revolucionaria propuesta fue aceptada por el jurado del concurso aunque se excedía por completo de las condiciones iniciales, y tras su aprobación en el pleno de la Asamblea Paneuropea, en 1944 se iniciaron las obras, que quedaron finalizadas en una primera fase en 1952.

Al contrario que en la Ville Radieuse, la “Cité Contemporaine” no tenía una disposición circular sino semicircular, pues la experiencia le había enseñado que cualquier propuesta que exigiese la remodelación del centro de una ciudad antigua sería rechazada. En su lugar Le Corbusier diseñó un espacio central, situado al pie de la antigua fortaleza y adyacente a la ciudad antigua. En el espacio central se levantaban los principales edificios institucionales: el Palacio de Europa, sede de la Asamblea. El Palacio Central, residencia de Junta Central, y el de Justicia, del Tribunal Superior Paneuropeo. Los edificios se situaban en una amplia extensión ajardinada. Rodeándolos se dispuso un cinturón semicircular con espacio para veinticuatro rascacielos, que debían representar a cada uno de los futuros miembros de la Unión: cada nación admitida edificaba el que pasaría a ser su sede. Los veinticuatro alternaban (aunque hasta el momento solo se han erigido diecisiete) con edificios dedicados a instituciones públicas (Banco Europeo, Comisión de Comunicaciones, Comisión de Industria, Cuartel General del Panto de Aquisgrán), y a servicios (Estación Central). El cinturón de los veinticuatro estaba rodeado por una gran avenida de la que partían radios que delimitaban barrios, que desde el aire recordaban a un sol naciente; en los barrios se combinaban grandes bloques de apartamentos, centros comerciales, hoteles, edificios destinados al culto y oficinas. En el exterior, grandes autopistas comunicaban la ciudad con París y otras capitales europeas.

Característica clave de la Cité Contemporaine era que estaba pensada como un espacio dedicado al hombre. Las comunicaciones, incluso en el sector periférico, eran subterráneas o semisubterráneas: las avenidas estaban excavadas, con los múltiples carriles destinados al tráfico rodado cubiertos por grandes terrazas; con gran visión de futuro, Le Corbusier dispuso que los parques entre los bloques debían tener espacios destinados a la construcción de aparcamientos subterráneos, evitando el estacionamiento de vehículos en superficie. La impresión era de edificios aislados, de aspecto futurista, en un entorno campestre. Atendiendo al inclemente tiempo propio de la región, también se dispusieron pasajes subterráneos que comunicaban los edificios.

Inicialmente Le Corbusier había considerado establecer una línea estilística para que las futuras construcciones armonizasen, pero ya durante la fase inicial de las obras se decidió permitir la libertad de diseño, lo que convirtió a la Ciudad de Europa en el escaparate de la nueva arquitectura.



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Capítulo 4

Hay siempre dos personas en cada imagen: el fotógrafo y el espectador.

Ansel Adams


A cientos de kilómetros de Moscú, casi en los confines de Europa, el paisaje está dominado por extensos bosques apenas tocados por la mano humana; pequeños claros albergan aldeas que llevan un milenio tratando de sobrevivir en un ambiente hostil. Pero a esos viejos asentamientos se han añadido otros en los que seres aun más desgraciados intentan llegar vivos a la siguiente noche.

En uno de esos claros se alza una ciudad extraña. Construida con maderos y telas, en nada se parece a las cabañas de troncos de la región, ni siquiera a los aislados monasterios que un día fueron focos de cultura y que hoy languidecen abandonados. Las nevadas han hundido techos y paredes, pero eso no es óbice para que una multitud de desgraciados se afane en reconstruirlos. Vigilados por guardas que esgrimen tanto porras como armas, los presos sustituyen las tablas rotas y vuelven a tender las lonas que remedaban las fachadas. Más de uno mira las casas con desaprobación: no serían capaces de aguantar la nieve ni aunque estuviesen bien hechos; pero los que tratan de convencer a los capataces son reprendidos y golpeados.

Otro hombre, también con abrigo verde, pasea entre las construcciones, comparándolas con las fotografías que lleva en una carpeta; grita cuando algo no coincide, y los guardas empujan a los prisioneros para que corrijan el error.

Cuando acaba el día, los trabajadores son arreados como ganado a un cercano campo, del que solo saldrán para reparar una y otra vez el decorado de maderas y telas. Porque se trataba de enemigos del pueblo irrecuperables, que así hacían un último servicio a la Patria antes de ser recompensados con un tiro en la nuca.

Cerca de allí, otros presos igual de miserables terminaban en medio del bosque un campamento parecido al suyo, con grandes barracones, alambradas y torres de vigilancia. Imaginaron que la vesania de Stalin iba a llenarlo de más víctimas.



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Sin embargo los que llegaron al nuevo campo no llevaban los harapos carcelarios sino uniformes verdes de nueva factura. Se alinearon en la explanada cubierta de nieve que había ante los barracones para escuchar la arenga del coronel.

—¡Camaradas! El destino del mundo depende de nosotros. Nuestra Sección Especial ya hirió a la bestia fascista en Jerusalén, y ahora nosotros vamos a tener la oportunidad de rematarla.

Los soldados permanecieron firmes y en silencio, aunque en el interior se regocijaron, pues coronel les había confirmado lo que hasta ahora solo era un rumor: había sido un equipo como el suyo el que había acabado con Goering y Mussolini.

—¡Compañeros! Sois hombres inteligentes y sabréis que la misión que la Patria va a encomendarnos no será nada fácil. La bestia fascista ha conocido el poder de nuestras garras, y ahora vamos a atacarla en su guarida, donde se refugia y se defiende con todo su poder. Va a ser una misión difícil que lograremos, pues daremos nuestro mejor esfuerzo para el triunfo de la Revolución Mundial. Será difícil escapar, pero todos entregaremos nuestra vida con gusto si la Patria nos la pide.

Los agentes habían sido seleccionados cuidadosamente por sus antecedentes proletarios sin tacha y por su entusiasmo político, pero también por su inteligencia. Por eso se mantuvieron firmes, sin apenas cambiar su expresión, pues eran tropas de élite que no se entregaban a entusiasmos inútiles. Siguieron escuchando al coronel mientras pensaban en la manera de cumplir mejor su misión.

Olexiy Aksakov era uno de los soldados. Hijo de un obrero ferroviario de Leningrado que había muerto luchando contra los blancos, había destacado en la escuela, en el Komsomol y el ejército, antes de ser llamado por la NKVD para sus grupos de acciones especiales. Con ellos había participado en la Guerra de Invierno contra los traidores fineses que habían abandonado a la Madre Patria en el momento de la Revolución, y había efectuado varias incursiones en las líneas enemigas. Operaciones muy difíciles de las que pocos volvieron, pero que endurecieron a los supervivientes. Como Olexiy, sus nuevos compañeros Viktor, Arkhip, Savely, Emelyan, mandados por el teniente Sviatoslav, pertenecían a la flor y nata del proletariado y tenían experiencia de combate adquirida en Mongolia, Polonia y Finlandia.

El teniente había renunciado a aleccionar a sus hombres. Los sabía más entusiastas que él mismo, y cualquier arenga sonaría falsa. Dejaría los discursos para el zampolit que iba a darles la lata todas las noches, y preparó a su equipo para la operación. Les dijo que iban a tener que entrenarse duramente pues esta vez se enfrentarían a una tarea mucho más difícil que nada que hubiesen hecho, pero que lográndola conseguirían que el proletariado diese un paso de gigante en su pugna contra los opresores fascistas. Iba a ser una misión tan exigente que solo los mejores podrían cumplirla. En las próximas semanas iban a tener que esforzarse como nunca lo habían hecho para conseguir el privilegio de servir a la Rodina.

Luego les distribuyó las armas. No eran rusas, sino alemanas y francesas: subfusiles M38 y fusiles Máuser —con alza telescópica—, fusiles ametralladores MAC 24/29, bombas de mano F1, y cantidades ingentes de munición. Durante los días siguientes la escuadra hizo miles de disparos, pues tenían que conocer a fondo las tres armas. También se entrenaron en la lucha cuerpo a cuerpo y con arma blanca, y en demoliciones, haciendo caer cientos de árboles del bosque mediante pequeñas cargas.

Más sorprendentemente, los soldados tuvieron que dedicar horas al estudio de idiomas. Se esforzaban en aprender unas palabras de alemán y de francés; aunque nunca podrían pasar por uno de ellos, tenían que ser capaces de responder a saludos sencillos, y poder interrumpir a cualquier preguntón incómodo. Si no bastaba, sería el turno de los cuchillos.



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Los mandos animaron a los soldados para que trabasen lazos con sus compañeros, con los que convivían día y noche, hasta convertirlos en algo parecido a hermanos. Los oficiales estaban atentos a los conflictos entre sus hombres, y más de uno tuvo que cambiar de escuadra. Los soldados siguieron familiarizándose con sus armas en el campo de tiro, que tenían que dominar mejor que las de su propio ejército. Solo cuando las manejaban al dedillo pasaron a entrenarse. Las escuadras tuvieron que aprender a cooperar hasta que cada uno sabía qué iban a hacer los demás.

Los entrenamientos no solo eran en los bosques cercanos, sino también en los barracones del campamento. Un veterano de la guerra civil española, que había luchado en la Ciudad Universitaria de Madrid y en Teruel, les enseñó las mañas del combate callejero, que tenían que ensayar una y otra vez. Los ejercicios eran con fuego real y varios observadores juzgaban su actuación. Cuando en otra escuadra una bomba de mano lanzada intempestivamente causó tres bajas, se detuvo a los supervivientes, incluyendo al teniente que la mandaba: era un fallo del equipo. Otra escuadra fue apartada cuando no mostró suficiente resolución.

Cuando la noche caía era el momento de las lecciones. Los instructores les advirtieron que no eran juegos, y quienes no se aplicasen también serían descartados. Estudiaron idiomas, formación política, pero también pasaron muchas horas estudiando fotografías y viendo películas de calles francesas y alemanas, para que supiesen como vestir y cómo moverse por ellas.

Los ejercicios se fueron haciendo cada vez más difíciles y complejos. Las escuadras se enfrentaban unas contra otras en el bosque y entre los barracones. Los observadores permanecían atentos a los movimientos de los soldados, y pronto los que habían mostrado menos diligencia, menor iniciativa o, simplemente, no eran capaces de orientarse, eran apartados. En una semana otros diez soldados desaparecieron, así como tres oficiales. Habitualmente desaparecían equipos completos, mostrando que el fallo de una persona comprometía a todos. Las escuadras empezaron a actuar más integradamente, pero también los peores de los soldados sufrieron las consecuencias de su torpeza. Tres fueron golpeados brutalmente, y otros dos denunciados; los cinco desaparecieron, pero no se molestó al resto del equipo. Felizmente, el de Olexiy fue de los pocos en los que todos los componentes se esforzaron al máximo, redundando en el buen rendimiento del equipo.

Un día los soldados fueron reunidos en un barracón para ser informados del siguiente ejercicio. El coronel entregó a cada uno de los sesenta que quedaban una chincheta con un número. La misión que iban a tener que cumplir, les dijo, era de lo más sencillo: tenían que clavar su chincheta en la puerta de un monasterio de la ciudad de Koygorodok —les mostró una foto de la iglesia— y luego volver al campamento antes de cinco días. Iba a ser una misión eliminatoria: solo los veinticinco mejores serían seleccionados. Entonces el coronel les sorprendió al indicarles cuáles serían las reglas del nuevo juego: ninguna. Podrían intentar cumplirla individualmente en grupo, hacerse con el equipo que quisiesen, y hacer lo que fuese para llevar a cabo la misión. Tendrían autorización para cometer cualquier delito, incluso matar; lo único que importaba era que clavasen su chincheta y volviesen antes de cinco días.

A los soldados, criados en la rígidamente organizada Unión Soviética, donde cada acto estaba reglamentado, les extrañó que se les diese tal libertad de acción. Simplemente llegar hasta el monasterio sería difícil: siendo rusos ya sabían del frío, pero además su experiencia en Finlandia les decía que realizar esa misión en pleno invierno ártico no sería fácil; pero al menos sabían cómo orientarse y sobrevivir en los bosques. Esperaron que se les entregasen mapas y brújulas, pero el coronel les ordenó que se alineasen y se denudasen. Fueron registrados minuciosamente, y luego se les entregó unos andrajos con los que tenían que vestirse: ropas de prisioneros. El coronel les dijo que se iba a alertar a la milicia de una fuga masiva de un campo próximo. Tras colocar a los soldados unas capuchas que los cegaban, los maniataron, los subieron a camiones que partieron en varias direcciones y, cada varios kilómetros, los lanzaron de uno en uno a la nieve.



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Mensaje por Gaspacher »

Domper escribió:Un día los soldados fueron reunidos en un barracón para ser informados del siguiente ejercicio. El coronel entregó a cada uno de los sesenta que quedaban una chincheta con un número...
Ese parrafo parece demasiado cercano al entrenamiento de las operaciones especiales de los años sesenta...con mucho adelanto :confuso: :confuso:
Domper escribió: subfusiles M38
¿Qué subfusil M38? El MAS 38 francés??? Si es ese creo que se fabricaron demasiado pocos y seria muy dificil que hubiese disponibles

saludos


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Mensaje por JLVassallo »

Estos tipos son la versión rusa de los kamikazes. Si los alemanes no se preparan bien, veo un buen par de lideres bajo tierra.
Saludos.


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Gaspacher escribió:
Domper escribió:Un día los soldados fueron reunidos en un barracón para ser informados del siguiente ejercicio. El coronel entregó a cada uno de los sesenta que quedaban una chincheta con un número...
Ese parrafo parece demasiado cercano al entrenamiento de las operaciones especiales de los años sesenta...con mucho adelanto
"Juegos" de ese tipo los hicieron los aliados durante la SGM.

Respecto al subfusil, siguió en producción después de 1940 y se fabricó algún número. En la realidad, algunos llegaron a partisanos comunistas, como podría atestiguar un tal Benito.

Saludos



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Mensaje por Gaspacher »

Pero a nivel casi anecdótico

Y el subfusil, seria muy dificil que hubiesen logrado algún ejemplar


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Mensaje por Domper »

Gaspacher escribió:Pero a nivel casi anecdótico
Pero se hicieron. No formaciones regulares sino las de elite. Que de eso se trata.

Del subfusil, pues se sustituye por el MP28.

Saludos



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