el artde batalla, escrito por matovelle, uan aclaracion el lo escribe, mas nunc apresencio menos aun vivio los hechos, buena referencia, que espero aporte a la discucion.
Hermosos días habían pasado, hacia los últimos del mes de Setiembre, en una bella hacienda de Tarqui, donde la amistad me prodigó dicha y esparcimiento.
El 30 de Setiembre tomamos el rumbo, hacia el Portete.
Un sol tibio nos permite marchar cómodamente; así que, al cabo de una hora, estábamos en el callejón. Aquí principia a desigualarse el piso; algunos pantanos hacen más difícil el camino; el paisaje se presenta más monstruoso; un viento halado azota los rostros, y varía enteramente el aspecto de la naturaleza. Luego subimos las pequeñas eminencias de Irquis, cubiertas de matorrales, y dentro de poco tiempo, nos encontramos ya en la boca del Portete.
¿Portete? Sí, me hallaba ya delante de este campo que tanto había ansiado conocer. Una estrecha garganta, practicada como a pico en la roca, es el Portete. Dos elevadas y verdes cumbres se asientan, a uno y otro lado de la senda, que, desde el punto en que se hallaba, a la entrada de la peña, forma un declive rápido, hasta el profundo valle de Girón, en que se produce ya la caña de azúcar. A mi derecha miraba un hermoso bosque, formado de árboles seculares, al que difícilmente se penetra. A mi izquierda, altas y tajadas rocas, como muros almenados y en sus cimientos, un profundo barranco, a manera de fosa. De modo que el ancho todo de la boca medirá unos cuarenta pies, y el ancho de la senda, seis.
Y bien, en este mismo lugar, el 27 de febrero de 1829 por la madrugada, se realizó una terrible escena. La conducta falaz y traidora del Gobernador del Perú, en ese entonces, provocó la ruptura entre aquella República y la de Colombia, su libertadora. Después de una campaña de algunos meses, dirigida por el General Flores, bajo las órdenes inmediatas del Mariscal Sucre, habían tenido lugar varios encuentros, en los que no llevó el Perú la mejor parte. Noticioso el Director de la Guerra de que el general La Mar, acampaba, con el ejército entre San Fernando y Léntac: estacionó el suyo en Narancay. El 26 de febrero, supo que el ejército peruano al mando del General Plaza, ocupaba ya Girón, Sucre resuelve entonces atacar a Plaza, con su división colombiana la que, en efecto, se pone en marcha para Girón, a las tres de la tarde.
Llegados a Tarqui, una fuerte lluvia detiene su paso; más, luego tiene noticia de que, al siguiente día, se reunirían las dos divisiones peruanas, que constaban de 5.000 hombres, y que el general Plaza iba a ocupar el Portete. Resuelve pues el mariscal dar un combate decisivo con sus 3.600 hombres. A este efecto, destaca al capitán Piedrahita, a las siete de la noche, con un cuerpo escogido de unos 150 hombres, para que cautelosamente ocuparan la boca de Portete. Luego siguió el ilustre escuadrón Cedeño, a las doce de la noche; marchó todo el resto de la primera división, es decir, los batallones Rifles, Yaguachi y Caracas. La segunda división, con más la caballería se detuvo en el campamento. El escuadrón Cedeño, al mando del distinguido general O’Leary, fue el primero que llegó a ocupar la boca, y armada una celada, se colocaron sus infantes a uno y otro lado de la estrecha senda, medio ocultos entre los matorrales.
Cuando los tintes de ópalo de la aurora bañaban apenas el horizonte y las aves yacían aún dormidas en sus nidos, la vanguardia peruana empezó a subir segura y callada, la pendiente del Portete. Entonces, una descarga combinada del escuadrón Cedeño los tendió cadáveres, y fue la señal de la batalla. Con todo el furor de la sorpresa, avanza el ejército peruano, los tiros se suceden sin interrupción; huyen las aves despavoridas y retumban los cercanos barrancos con el eco de los cañones. Más todo el esfuerzo y coraje del general Plaza fue inútil; un montón de cadáveres se hallaba yaciendo ante el pequeño cuerpo, que no tenía más parapetos que su valor. Con todo, a un esfuerzo desesperado del enemigo, iba a flaquear y a quedar destruido: después de una hora de lucha, apareció el Rifles que recrudeció la batalla. Luego se presentaron también los 150 hombres de Piedrahita, que se habían extraviado. La luz indecisa hizo que fuera tomado por Rifles como enemigo, y por un momento, éste y Piedrahita rompen contra sí sus fuegos: más pronto reconocieron su engaño y ambos penetraron por el ala derecha del enemigo.
Casi al mismo tiempo, preséntase el general Flores y, con el Yaguachi y parte del Caracas, se interna por el bosque de la izquierda enemiga; los restantes del Caracas atacan del frente y con un esfuerzo y valor decididos, arrollan al enemigo entre un fuego espantoso. El ejército del general Plaza es destrozado después de un largo combate. Más, entonces mismo, aparece entre las breñas de nuestra izquierda, el grueso del ejército peruano, comandado por el mariscal La Mar, en persona, al propio tiempo que descienden también dos numerosos batallones con el mariscal Gamarra a su cabeza. Entonces se restableció la lucha y se hizo general la batalla, entre 5.000 peruanos y 1.500 infantes colombianos, con más el pequeño cuerpo de Cazadores de Cauca. La Mar, el vencedor intrépido de Ayacucho, Gamarra, jefe famoso por su valor, y el general Cerdeña, impulsaba a sus tercios, que, confiados en el número peleaban con desesperado valor, con el fuego y con la espada. De nuestra parte los generales Flores, O’Leary, Heres, Sandes, guerreros veteranos en las luchas de la independencia, que llevaban en sus cascos los laureles de cien victorias, mandan a sus tropas vencer o morir. El general Flores recorría acá y allá el campo de batalla, cuando una bala enemiga dejó muerto a su caballo. Al instante montó en otro y prosiguió en sus maniobras.
El capitán Camacaro, de estatura atlética, en un vértigo de heroísmo, en lo más recio del combate, acompañado de su segundo Nadal y de Vallarino, segundo comandante del Yaguachi, con la lanza en ristre, se precipitó entre la caballería enemiga. Una multitud de cadáveres le abrió paso, y al fin él mismo, peleando como un Hércules, cerró esa larga fila de muertos. Por un instante permaneció indeciso el triunfo. El mariscal La Mar, con sus cazadores, sostenía vigorosa y obstinadamente la lucha, entre las brechas de nuestra izquierda. Palmo a palmo, cuerpo a cuerpo, se disputaban el terreno, como si fuera el asalto de una fortaleza; pero la fe en la victoria, el honor a la justicia ultrajadas, infundieron al ejército colombiano tal ardor, que, en una carga decisiva hizo cejar al ejército peruano, que fue roto, deshecho, y perseguido en todas direcciones, a las 7 de la mañana, al cabo de tres horas de sangriento combate.
La segunda división colombiana no llegó sino a acelerar la victoria, cuyo canto resonaba en las filas triunfantes de nuestro ejército que acababa de vengar con sangre las injurias hechas a los colombianos. 1.500 cadáveres, cubrían el campo de batalla, con 150 de los nuestros. En el mismo campo fueron ascendidos por el mariscal Sucre, Flores a general de división. O’Leary a general de brigada; pues ambos se habían cubierto de gloria. Los coroneles Alzuro, Guevara y Broion, persiguieron por todas partes, las reliquias enemigas. Resultado de todo fue una victoria espléndida, con 800 prisioneros, abundantes y ricos despojos y una página más de gloria en los fastos de la patria: 1.600 cadáveres, fueron quemados en una misma pira.
Estos eran los recuerdos que se me presentaban, en vista del Portete. Por un momento me pareció como si una maga hubiera evocado la sombra de los muertos, para que se agitasen otra vez en lucha descomunal. Más, no, todo era silencio. El fragor del combate había despertado una mañana a las dormidas peñas; mas, luego todo había vuelto a entrar en eterno mutismo. No quedó sino una tumba, único rastro que el hombre deja en esta tierra: después de un instante de rumor. El lugar en que fueron quemados los cadáveres, cercanos al en que fueron sepultados, se muestra árido y desnudo. En el sepulcro en que reposan amigos y enemigos, con la fraternidad de la tumba, se eleva una cruz protegida de las lluvias por una rústica techumbre. Singular contraste! el signo de paz y reconciliación sobre los restos de un combate.
Negras nubes anuncian una cercana tempestad, y nos impidieron continuar adelante. Además, mi alma estaba llena de emociones y, cuando el corazón queda impresionado de una sensación, somos indiferentes a las demás. Los ingleses prodigan sus riquezas por poseer una bala del campo de Waterloo; yo, por único recuerdo de mi paseo, arranqué una rama de laurel que crecía en la tumba de los guerreros.