Un soldado de cuatro siglos

La guerra en el arte y los medios de comunicación. Libros, cine, prensa, música, TV, videos.
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

Repito el mensaje; es que había quedado todo en negrita por error.



En presencia de mis enemigos

En el día de Santa Justa y Santa Rufina, decimonoveno del mes de julio del Año de Nuestro Señor de 1681


—Un servicio al ejército, una operación de nada… ¡Panda de cabrones que me han metido en este fregao! ¡Y tonto yo por aceptar! Poco mejor si me hubiera quedado en Manila con las chinitas. Seguro que no me hubieran metido en semejante embarcada.

El comandante rezongaba y, detrás, el batallón marchaba a buen ritmo. Tampoco es que hiciera falta, pero prefería llegar a Neustadt con luz. Si quería hacer ese servicio de nada, necesitaría saber dónde se metía, y mejor con toda la tarde por delante. Así que, les gustara o no, iban a tener que apurar.

Tras recibir las órdenes, había tenido un día para reunir la tropa: cuatro compañías de cazadores, incluyendo la que había sido suya. Otra de zapadores, una batería de cañones Trubia del ocho, la intendencia y, mostrando lo que se preparaba, un hospitalilo de campaña. Si pensaban que lo iban a necesitar… Al menos, no iban solos. Les apoyaba nada menos que un regimiento de dragones que se había adelantado para espantar a las bandas de saqueadores turcos —al ver lo que estaban haciendo con los pobres austriacos, el final de los que pudieron atrapar no fue agradable— y permitiendo que los infantes no tuvieran que perder tiempo en fortificarse cada noche.

Llegaron a su objetivo a mediodía. Era Bad Fischau, un pueblecito al lado de Neustadt que en épocas más tranquilas había atraído gentes por sus fuentes termales. De tal manera que había unos cuantos caserones de buena construcción que les vendrían que ni pintados. Además, la cercana montaña protegía un flanco y, a una mala, podrían escapar por allí. Recordaba las palabras de Lazán.

—Comandante, recuerde que no le mando a Numancia. Quiero que mantenga a sus soldados con vida. Claro que, cuanto más resista, más ayudará al ejército.

Si había que resistir, sería necesario preparar el lugar. Envió al capitán Adot, de los zapadores, para que reconociera el villorrio y viera como mejorarlo.

Dicho y hecho. Los zapadores fueron al bosque aledaño con sierras y hachas, y los troncos empezaron a caer. Luego los arrastraron hasta el pueblo y perforaron agujeros donde metían ramas, hasta convertirlos en caballos de Frisia, acericos alargados que costaría superar. Fueron colocándolos obstruyendo todas las calles, formando una defensa continua; otra barrera se situó más lejos, a distancia que pudiera ser cubierta por fusiles y cañones, pero demasiado lejos para que desde allí pudieran disparar las armas turcas. Otros zapadores hicieron lo mismo en los bosques, creando un laberinto de estacas que impediría que nadie se infiltrara por detrás.

Al mismo tiempo, los soldados desmontaron los techos de las casas. Al menos, sus propietarios habían huido y no tuvieron que escuchar sus protestas; pero es que un tejado puede caerse y aplastar a quien esté debajo, o incendiarse y abrasarlos. Pocos se respetaron: el de la iglesia, que sería el hospitalillo, y el de tres casas que se convirtieron en polvorines tras protegerlas y reforzarlas con maderos y taludes de tierra. Los demás tejados fueron arrancados, y las paredes, aspilleradas; tan solo se dejaron algunos refugios para la guarnición, hechos resistentes con las vigas desmontadas. Las paredes se reforzaron con tierra y los materiales de los techos. Las casas del exterior sufrieron un tratamiento aun más radical, y se rebajaron sus muros para convertirlas edificios en fortines para los cañones; en su parte exterior se plantaron más estacas aguzadas. Además, fueron comunicados con trincheras, que permitían moverse sin temor a los disparos enemigos, y había parapetos y puestos de observación. Dentro del pueblo también se levantaron muros y se colocaron caballos de Frisia, de tal manera que se pudiera mantener la defensa aunque los turcos entraran en la localidad.

En el exterior los zapadores, además de las estacas, plantaron otros artefactos que debían ser una sorpresa desagradable: vasijas enterradas, llenas de piedras y con una bomba en su fondo. Un cordel enterrado permitía detonarlas a distancia. Más allá de ese campo de muerte se eliminó todo lo que pudiera servir de refugio. Cayeron casetas y establos, y también los árboles que flanqueaban los caminos. Las lluvias no permitieron quemar los campos de cereal, pero los soldados los pisotearon para aplastar las plantas, y en la maraña que quedó se colocaron estacas con cuerdas, destinadas a enredar las patas de los caballos, y abrojos para herirlas. Asimismo, plantaron marcas poco llamativas pero que indicaban las distancias a los tiradores. En algunos arbustos ataron tiras de tela que señalaban la dirección del viento.

Mientras unos soldados trabajaban en las fortificaciones, otros descargaban los carromatos del convoy. Más municiones que comida, indicio de que se preveía una estancia corta pero entretenida. Se repartieron en los polvorines y en los fortines, para que un disparo afortunado no les dejara sin medios de combate.

Los trabajos seguían a buen ritmo, pues los soldados sabían que sus esfuerzos serían los que los mantuvieran con vida. El comandante Sampedro los observaba y daba algunas indicaciones, hasta que llegó un alférez.

—Mi comandante, el teniente coronel Ibáñez.

El comandante saludó al jefe de la caballería.

—A sus órdenes, mi teniente coronel.

—Comandante, está haciendo que las defensas de esta aldea den envidia a Dunkerque.

—Ojalá fuera así, mi teniente coronel. Ahí fuera hay demasiados turcos.

—Razón tiene. De eso le quería prevenir. Mis hombres han rechazado varias patrullas de caballería enemiga, y han visto movimientos de tropas. Por desgracia, ya conoce mis órdenes: solo puedo mantenerme en Neustadt hasta mediodía.

—Ya las conocía. Lamentaré verles partir.

—Le deseo toda la suerte del mundo. En cuanto sea posible, aquí me tendrá.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Celestino Subías veía al comandante con adoración. Aunque fuera un baturro del llano, de la recia tierra almudevarana, mientras que Subías era de Nerín, aldea perchada sobre el río Aso, en la montaña bravía del Sobrarbe. Como tantos montañeses, había dejado esas duras peñas para buscar fortuna en las armas, y el comandante Sampedro era el modelo del que había hecho carrera en el ejército, aunque fuera nacido de destripaterrones.

Para Celestino, la marcha desde Génova había sido poco más que un paseo. Ni siquiera las montañas de los Alpes Julianos podían impresionar al nacido al borde de un acantilado. De pequeño, saltaba por los despeñaderos que algunos llamaban senda para pescar cangrejos en el río; un paseo que a los cazadores foráneos llevaba una hora, y que Celestino y sus amigos hacían corriendo. Cuando se trataba de cuidar el ganado, no pocas veces tuvo que subir hasta las nieves eternas para pasar a las praderas de Millaris, y tampoco fue raro que bajara llevando a hombros alguna cabra o un sarrio joven, que los viejos resultaban correosos y solo servían para caldo.

De sus montañas Celestino no solo había conseguido unas envidiables piernas, sino también las mañas del cazador furtivo. Los mayorales de Boltaña y de Broto pretendían decir dónde se podía cazar —en ningún sitio— o pescar —donde no hubiera agua—, y pretendiendo hacer cumplir la prohibición pagaban a algún cazador para que impusiera sus normas. Como Don Inocencio Mir, el guardia de Fanlo. Tenía una hermosa barriga que engañaba a los que no le hubieran visto trepar y, aunque mala persona no era, tenía mujer y media docena de arrapiezos que comían el pan que ganaba persiguiendo furtivos. Así que Celestino aprendió por las malas que más importante que sorprender a los esquivos gallos montesinos era no dejarse atrapar por Don Inocencio, que para la pólvora tenía olfato de sabueso.

Harto de perseguir a Celestino, Don Inocencio le propuso que hiciera de guía para los señoritos que querían cazar alguna cabra, y hasta le dejó un arcabuz por si amanecían lobos u onsos, que más de uno andaba cerca de los abrigos. Resultó que Celestino tenía mano para disparar y, cuando desde doscientos pasos liquidó a un lobo que rondaba a la nena de la Beturiana, hasta Don Inocencio le felicitó y le aconsejó unirse a las legiones. Dicho y hecho. Marchó a Huesca y luego a Zaragoza. Allí lo asignaron a una compañía de cazadores y le entregaron su primer fusil de verdad: un Otamendi con mira de anteojo al que aun tenía cariño. Aunque ya no lo usaba, porque lo había cambiado por un Mieres capaz de meter la bala en un ojo desde quinientos pasos.

Con esa habilidad, el capitán Sampedro le hizo batidor y le ascendió a soldado de primera, no porque mandara mucho, sino para que no se le subiera a la chepa el tocapelotas del Domingo Ferreira, su asistente. Ese Ferreira apenas sabía moverse por el monte, y no veía un rastro ni si se lo ponían en la escudilla. Al menos, no tiraba mal del todo.

Viendo que la caballería de las piraba, Celestino no fue el único en pensar que se preparaba verbena. En seguida llegaron los invitados, esos cabrones tártaros que en cuanto los pillara aprenderían lo que vale un peine. La verdad era que los tenía a tiro, pero el comandante había prohibido dispararles. Celestino sabía por qué: quería que se confiasen.

Los tártaros no eran tontos del todo y no se acercaron mucho, ya que no se fiaban de los cañones. Decían que en Presburgo los artilleros se habían puesto las botas con los Trubia. Mal debieron pasarlo cuando los austriacos aflojaron, pero se contaba que casi todos los españoles consiguieron salir de esa ratonera. Ojalá entre ellos estuviera el primo Venan, el de la tía Manuela, que decían que había ido a Presburgo para enseñar a esos cabezas cuadradas a empuñar un fusil sin hacerse otro agujero en la nariz.

—Soldado Subías, le reclama el comandante.

—¿A mí? ¿Qué tripa se le habrá roto? —Con todo, una orden del jefe del batallón era como si Dios en persona hubiera bajado a la tierra, así que Celestino se compuso un poco y salió zumbando hacia el puesto de mando.

—¡A sus órdenes! ¡Se presenta el soldado de primera Celestino Subías!

—Descanse, soldado. Tengo entendido que usted es montañés.

—¡Montañés del Sobrarbe, mi comandante!

—Buenas peñas tienen por ahí. Subías, le tengo echado el ojo y vi que cuando pasamos los Alpes se movía mejor que bien ¿No tendrá expe-riencia en la caza, verdad?

—Fui guía para los hidalgos del valle, mi comandante.

—Sí, eso ponía en su ficha. Pero no me refería a eso ¿Seguro que no ha cazado algún cochino?

—No está permitido, mi comandante.

—Ya. Es decir, usted no ha cazado en sitios prohibidos y me imagino que nunca habrá tenido que escapar de los guardas.

—No había guarda que me viera, señor… Quiero decir, yo no cazaba, pero cuando salía al monte…

—Déjelo, soldado, que me hago a la idea. Así que no se le da mal del todo escurrirse por los bosques.

—Se me da bien, mi comandante.

—Perfecto. Mire ahí atrás —dijo señalando a la ladera boscosa— ¿Qué le parece?

Celestino en seguida entendió lo que le preguntaba—. Que por allí se podrán meter los paganos hasta la cocina sin que nos enteremos.

—Eso me temía yo. Visto de lejos, ese bosque parece impenetrable, pero tenía mis dudas y quería saberlo de un experto ¿Le apetece cazar turcos?



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

Un importante inciso, sobre anglicismos. Revísese en:

viewtopic.php?p=7607832#p7607832

Saludos



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Desde el campanario de la iglesia, Sampedro vigilaba la llanura con su catalejo. La caballería tártara había rodeado su posición para explorar el valle que conducía a Leoben; esporádicamente, en la lejanía se escuchaban tiroteos que demostraban que las patrullas españolas tampoco estaban lejos. Frente al pueblo, los tártaros habían sido sustituidos por infantes de ropas abigarradas que debían ser irregulares, la carne de cañón que el gran hijo de Belcebú empleaba para ablandar las defensas. Le hubieran dado pena, de no ser por las tropelías que estaban cometiendo.

Que tenían poca formación y menos experiencia se notaba en que se estaban acercando a las defensas. Incluso si no tuvieran delante españoles, no era prudente ponerse a tiro de cañón. Tal vez lo hacían para provocarle y así saber si había artillería o no. Sampedro no pensaba darles el gusto. Aunque tenía toda la munición del mundo, pues Lazán no les había enviado desnudos; el teniente artillero Santibáñez le había dicho que disponía de nada menos que quinientos disparos por pieza, que mal no hubieran venido en Rémortier. De todas formas, el comandante prefería que los turcos descubrieran los cañones por las malas. De ahí las órdenes terminantes de ocultarlos y de no disparar.

Tampoco había autorizado a abrir fuego a los tiradores de los trabucones, esos enormes fusiles pesados capaces de partir a mil metros un alma turca, suponiendo que la tuvieran. Los iba a reservar por ahora.

El alférez Peña le señaló que había movimiento—. Mi comandante, parece que por fin se deciden.

Con el catalejo, Sampedro vio que los turcos estaban organizándose en un cuadro. Bastante desordenado; igual daba, para lo que les iba a servir… Bajó de la torre y se dirigió hacia las defensas.

—Que nadie dispare hasta que yo lo diga.

Los turcos empezaron a moverse. Estaban armados a la europea, con imponentes picas que llevaban enhiestas y que bajarían solo en la fase final del asalto. Eso creían; el comandante sabía que esas picas estarían en tierra bastante antes. Seguramente el mandamás turco también lo sabía, y los enviaba para probar las defensas.

El avance del cuadro seguía y, al ver que en el campo español no había movimiento, algunos se adelantaron, solo para ser golpeados por un pachá, bajá, mandamás o lo que fuera. Con algo más de orden fueron acercándose a los caballos de Frisia, aunque más de uno empezó a cojear tras pisar algún abrojo.

—Capitán Sánchez, su turno.

El oficial levantó su pistola rotatoria y tiró contra los enemigos cuando se pusieron a cien pasos. Casi simultáneamente, se produjo una descarga cerrada. Algunos turcos siguieron incólumes mientras que otros, blanco de varios disparos, cayeron como bolos. El que los mandaba, que se había llevado la mitad de los tiros, se convirtió en un guiñapo ensangrentado.

—¡Fuego a discreción!

Los distintivos estampidos de los Otamendi siguieron atronando. Cayeron más y más turcos, hasta que se lo pensaron mejor y se volvieron.

—¡Alto el fuego!

Algunos heridos se retorcían.

—Sánchez, envíe una patrulla para ultimarlos.

Con bayonetas y unos pocos disparos dieron cuenta de los otomanos que aun respiraban, mientras en el campo contrario se oían gritos de furor. Hasta tal punto que un grupo de jinetes se lanzó al galope.

—Sánchez, no deje que se acerquen a la patrulla. Recuerde, tire a los caballos.

Los soldados se habían agrupado y estaban calando los cuchillos, pero no los necesitaron; primero, varios caballos se enredaron en los lazos y cayeron; después, el fuego desde los flancos acabó con los supervivientes cuando todavía estaban a bastantes metros. Los españoles de la patrulla pudieron seguir registrando los cadáveres —poco encontraron— y dejar bajo ellos trampas explosivas. Luego se volvieron, sin más apuros.

Durante la tarde hubo otras dos intentonas contra los flancos, que también fueron rechazadas. La aldea era un hueso duro que roer.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Celestino ascendió por la ladera y no le gustó mucho lo que vio. Demasiado suave, cubierta por un bosque que se notaba mantenido con cuidado, lo que significaba que los árboles creían enhiestos, eran gruesos, estaban separados, y apenas había maleza. Es decir, que la ladera podía recorrerse en cualquier dirección, con un poco de cuidado incluso a caballo, y que apenas ofrecía lugares para esconderse.

Mejor dicho, no había sito donde ocultarse salvo para los que se habían criado en el furtivismo. Celestino ordenó a su asistente que se metiera en el hueco que había bajo un tocón. Él siguió moviéndose con cuidado por el borde de una suave vaguada donde las lluvias habían roto la tierra. Cuando encontró un sitio a su gusto, en la hozada de un jabalí, se dispuso a esperar.

Al poco volvieron los ruidos del bosque: pájaros, ratones, hasta algún conejo que se escurría entre hierbas y hojarasca. Buena señal: esos bichos eran los mejores centinelas. Con todo, la experiencia es la madre de la ciencia, y demasiadas veces había tenido que dar esquinazo a Don Inocencio Mir como para fiarse mucho. Si de algo estaba seguro Celestino, era de que los turcos también cazaban. Tal vez tuvieran un cazador rondando por ahí.

Seguían escuchándose rumores entre las hojas y los cantos de las aves. Aunque le pareció que estaban cambiando el ritmo, y de repente un par de pájaros levantaron el vuelo. Celestino se quedó tan quieto como pudo. Esperó a que los animales se calmaran; hasta notó que un lagarto le rondaba por la pierna ¿Había sido una falsa alarma? Pero más aves levantaron el vuelo.

Con sumo cuidado, Celestino se asomó. Milímetro a milímetro, hasta poder atisbar entre la hierba… y le pareció ver algo de color vivo. Premio. Con todavía más cuidado adelantó el fusil y lo montó, aunque sin quitar el seguro. Luego, mantuvo la mirada fija, aunque no directamente hacia donde le había parecido vislumbrar el color. Vio agitarse la hierba. Ahí estaba. A sesenta pasos.

Siguió sin moverse: igual que había visto al turco, le podría ver a él y, si era un cazador, no tendría mala puntería. Además, tampoco le extrañaría que no estuviera solo. Como buen ojeador, se dispuso a esperar. Pero era bueno el putañero turco, y también tenía paciencia. El tiempo pasó, mientras el bosque volvía a sus ruidos. Esperando que el otro se hubiera relajado un poco, Celestino retorció el pie. Era la señal que había convenido con Ferreira: el gallego tosió y agito una rama.

Aun pasó un momento hasta que de detrás de unas hojas asomó un turco con un arco que empezó a tensar. Buena idea, el arco era silencioso, pero no tan rápido como el fusil. El español tomó aire, fijó la cruceta en la nariz del enemigo, y exhaló suavemente mientras tiraba del gatillo.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 12020
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Al atardecer se habían oído algunos disparos en la montaña. Ya de noche, donde habían dejado los cadáveres turcos se escuchó una explosión; así aprenderían a no hurgar cerca de las posiciones hispanas. Al rato ladraron los perros, pero no hubo nada más; si eran turcos, se habían dado la vuelta.

De madrugada empezó a llover, y al amanecer seguía cayendo agua. Vaya mierda de verano, pensó el comandante. Al menos, estaban a cubierto. Tampoco era malo tener los Otamendi, que daba igual que se mojaran. Los de enfrente se lo pasarían mejor con sus arcabuces de mecha. Tampoco se iba a quejar.

Como la lluvia acabó por dar una tregua, aprovechó para seguir reforzando el pueblo. Siguiendo sus órdenes, zapadores y soldados pusieron más tierra frente a los muros, y colocaron estacas para que se empalase quien intentara treparlos. Dentro, los tabiques también estaban reforzados, convirtiendo el interior de las casas – fortines en laberintos. En el exterior cavaron puestos para escuchas, comunicados con trincheras que se podían cerrar con caballos de Frisia; las tablas de las casas dieron material con el que reforzar las paredes de las zanjas y que la lluvia no las derruyese. Además, los artilleros habían estudiado los campos de tiro, calculando distancias y reconociendo las ondulaciones que pudieran escudar a los turcos.

Faltaban los invitados, que llegaron por la tarde. Había escampado a mediodía, y quien quiera que mandase a los paganos prefirió esperar un poco a que el suelo se secara. Aun quedaban dos horas de luz cuando los turcos se animaron. El ataque principal parecía que se dirigiría contra la casa que hacía de bastión nororiental: un «orta» (regimiento) de jenízaros formó un cuadro. Iban organizados según la antigua táctica española: un núcleo de piqueros, con enormes lanzas enhiestas, grupos de arcabuceros a sus lados y, en cada flanco, irregulares alternando con caballería. El comandante calculó que serían unos tres mil: le superaban cuatro a uno. Pero en número, no en armas.

—Esperaremos a que estén a ciento cincuenta metros.

Los turcos siguieron acercándose. Pero su intranquilidad se notaba en el baile de las picas, que temblaban como azotadas por el viento. Hasta que llegaron a unos arbustos pelados que eran la marca de la distancia. Sampedro disparó su tirogiro, que fue seguido de una letal andanada. A esa distancia, los proyectiles atravesaban varios cuerpos, salvo que fueran detenidos por huesos. Decenas de turcos cayeron con la primera andanada, y las siguientes se repitieron cada diez segundos. Los piqueros se detuvieron para dar paso a los arcabuceros, pero antes de llegar a distancia de tiro fueron barridos. Los voluntarios turcos de los flancos se adelantaron, pero tuvieron que parar al llegar a los obstáculos. Estaban intentando romperlos, cuando fueron el objetivo de otra andanada; se notó su indisciplina en que no resistieron más y tanto los de la derecha como los de la izquierda escaparon corriendo. A los jenízaros del centro no les quedaba otra opción que retirarse, pero trataron de hacerlo ordenadamente; un error, pues solo sirvió para que estuvieran más tiempo a tiro y que cayeran todavía más. Cuando estuvieron a doscientos cincuenta metros dejaron de recibir disparos; pero no se interrumpió el fuego, pues ahora los españoles lo dirigían contra los turcos que se habían tirado al suelo y que aun se movían.

—Qué matanza, mi comandante —dijo el capitán Sánchez.

—Da no sé qué, desde luego. Aunque sean paganos.

—¿Fue así lo de Rémortier?

—Más o menos. Pero ahí los franceses tenían prisa, y los turcos, no. No creo que vuelvan a hacer intentonas a pecho descubierto. La próxima vez, los paganos traerán cañones.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: CommonCrawl [Bot] y 0 invitados