– Teníais razón Don Francisco – y con una mirada cargada de resolución que ya le había empezado a conocer agregó - esos salvajes sólo entenderán la paz que le impongan nuestros aceros.
Nos convocó a una reunión esa misma tarde. No se habló mucho, fue muy breve, apenas para dar órdenes y distribuir tareas: Don Nuño iría al archipiélago Goto a rescatar a los kirishitan de esas islas, Urquijo atacaría los puertos y la navegación del enemigo, Cereceda mismo marcharía contra la isla de Shimoshima y yo quedaría encargado de la defensa de San Lucas.
A los pocos días, nuestros marinos salieron hacia sus destinos. En Minami Arima, Ito Ishikawa cumplió su promesa y en poco menos de un mes había construido no una sino dos balandras, y tenía en construcción otras dos. Las balandras fueron bautizadas por el Páter Gabriel como Mártir Santiago Miki y Mártir Francisco Arima. A todo trapo se desenvolvían estupendamente, eran ágiles, orzaban bien, y para su desplazamiento, iban bien armadas con cuatro piezas de bronce de a 4 y además de cuatro falconetes de retrocarga de a 1. Ishikawa, habiendo oído lo que la vela balón hacía con los bergantines, estaba decidido a ponerles esa vela y estaba experimentando en un hacchoro con la ayuda de Matteo y Luigi, dos marineros italianos de mucho ingenio, uno ligur y otro napolitano, varios españoles, tanto levantinos como andaluces y algunos pescadores japoneses.
Para la inmediata defensa del asentamiento habían quedado el galeón ex-holandés Mártir Nicolás de Pieck, ahora con arboladura renovada, luciendo tres velas en los palos mayor y trinquete, aunque conservaba la anticuada sobrecebadera en el bauprés, como un recuerdo de un pasado que se resistía a irse. La artillería también había sido remozada, y las cubiertas reforzadas ahora soportaban los cañones de bronce de a 18 y de a 12, sin dudas, era el mejor barco de San Lucas. El capitán Ezcurra cedió el mando de la zabra al piloto Juan Arbaiza. A él se le concedió el mando tanto del galeón como del escuadrón, que quedó conformado por la zabra San Esteban y la última fluyt capturada que fue bautizada como Mártir Diego Kisai y fue artillada con piezas de a 12. Además, las seis lorchas —armadas con cañones de a 6— completaban su mando.

Mis tareas en tierra continuaban, no sólo debía seguir reforzado las defensas y entrenando a sus defensores, también debía prevenir al aluvión de refugiados que debía esperar. Y lo primero que debía hacer era preparar almacenes y llenarlos de arroz. ¡Estamos hablando de cien mil kirishitan solo en Kyushu! Ya los primeros barcos llenos de cristianos habían partido hacia las Filipinas, con escolta, pues debían pasar cerca del nido de Piratas que era Okinawa y demás islas Ryukyu, el viaje redondo tomaba más de dos meses, aunque al menos, en la vuelta, los galeones traían no sólo comida, sino pólvora y lingotes de plomo. Ahora, todas las santabárbaras de San Lucas Evangelista rebosaban de buena pólvora española. Además nuestros herreros eran artesanos habilidosos. No solo no tuvieron problemas en adaptar llaves de chispa a los arcabuces, sino que se las ingeniaron para copiar las mismas llaves. Y los carpinteros que no estaban trabajando con Ishikawa, se afanaban colocando culatas completas a las armas reformadas.
Fadrique se había reunido con Pablo Segoviano, el otro espingardero de buen ojo y con fruición vieron los veinte mosquetes rayados que el maestro Miruela había hecho y que yo había pagado salir de sus cajas de embalaje. Si bien eran lentos de cargar con balas redondas, cuando se usaban las troncocónicas podían disparar cada 15 o 20 segundos, y con estas armas, acertarle a un conejo a 200 metros era no sólo factible, sino que con un tirador entrenado, era algo habitual. Los dos espingarderos pensaban que un grupo de tiradores duchos podían hacer mucho daño al enemigo. Así me lo plantearon y yo les dije que tenían razón, pero harían incluso más daño si había un ojo experto que señalase que blanco era más prioritario o de más valor.
Estábamos conversando esto en el tenshu cuando pasó frente al castillo el hacchoro de Ishikawa, al que le había puesto un alto palo y un bauprés, con el que una improvisada vela globosa se hinchaba con el viento.
- Mirad, tío! – dijo Isabel con una sonrisa – Ishikawa San quiere que sus botes sean tan rapidos como el Derna.
- Que dices, mujer – bromeó Fadrique – si larga más trapo, va a volcar al bote.
- No, Fadrique. ¡Mira! Ahí hay cuatro marineros que están bajando una tablazón por la borda, de tal suerte que se convierta en la quilla que dará la estabilidad que un bote de fondo plano no tiene.
- Kaze no Tsubasa – dijo Marina con su discresión habitual, pero con una sonrisa tan amable como una caricia.
- ¿Qué habéis dicho, hermana?
- Las alas del viento, tío –tradujo Isabel.
- Kaze no Tsubasa – repetí. Ojalá esas alas nos lleven a buen destino.
- Jai, tío. Minami Arima cada vez es más fuerte. Matsudaira no podrá derrotarnos y los cristianos podremos vivir nuestra fe.
- Dios te oiga, hijita, Dios te oiga.
Ezcurra demostró ser un capitán competente y puso a navegar a sus buques en formación ni bien recibió el mando del galeón y enarboló su insignia azul en el Mártir Nicolás. La tripulación era una auténtica torre de babel, pues había sido hecha con marineros cedidos por los buques de Cereceda y Urquijo, sin embargo, sus contramaestres no tuvieron problemas en hacerlos funcionar como un equipo, porque eran hombres curtidos. Las lorchas no ceñían tan bien como una zabra, pero eran sorprendentemente buenas para seguir la sinuosa costa japonesa, incluso podían entrar al agotado Minamigawa sin embarrancar, y sus patrones y tripulantes, tanto lusos como chinos, eran marinos mañosos, y los artilleros sabían aprovechar bien sus cañones de bronce de a 6.
Con la seguridad que daban las lorchas, los pescadores kirishitan, ahora faenando en el mar de Ariake, se habían enterado que en el recogido puerto de Yatsushiro, se habían concentrado las levas de los feudos de Sadowara y Takanabe; una considerable flota de los puertos de Funai, perteneciente al clan Otomo y muchos barcos de los piratas wako dependientes del clan Shimazu, se encargarían de transportar estos refuerzos para el ejercito sitiador.
Sin embargo, nuestra protección y vigilancia no pudo evitar una tragedia. El último de mayo por la tarde, el hacchoro de Ishikawa San salió a probar su vela por la tarde, se hizo de noche y no regresaron. Al día siguiente, los paganos dejaron el hacchoro a la vista del puerto. Una visión macrabra. Los hijos de puta habían lastrado al bote, al cual seguramente se le había partido el mástil, y habían empalado al maestro carpintero y toda su tripulación. Lo habían hecho con cuidada premeditación, pues la mayoría aún no había muerto cuando fueron traídos a nuestra costa. Con delicadeza y rapidez, a los agonizantes les inyecté una liberadora dosis de morfina. Y todos murieron de una hemorragia masiva cuando les retiraron el madero que los atravesava. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!
De inmediato ordené a las balandras salir a la búsqueda de Urquijo. El día 5 bombardearemos los puertos que le dan de comer al ejército Tokugawa y ya veremos cuánto aguantan con la tripa vacía. El escuadrón de Ezcurra se bastará para atacar al este. La indignación y rabia entre los nuestros era enorme: Los marineros italianos, andaluces levantinos, gallegos, cántabros, vascos, lusitanos y tagalos, nuestros kirishitan, los tlaxcaltecas, los voluntarios de Macao y Goa y los duros mosqueteros españoles ardían por vengar a los últimos mártires. Cada uno de nuestros barcos, embarcaba un grueso contingente de infantes como guarnición.
Nos hicimos a la mar en la madrugada, enarbolando la bandera negra con la cruz amarilla en lugar de los palos de Borgoña. La guerra sería a muerte y sin cuartel. Embarqué con Ezcurra en el Mártir Nicolás y pude ver que su variopinta tripulación funcionaba como un hombre. Así se lo hice notar a su capitán.
- Albricias, Don Lázaro. Habeis entrenado bien a vuestros hombres.
- Son marineros que han visto mucho mar, Don Francisco. Algunos han probado la sal de la mar junto con la leche de sus madres.
- No habéis tenido problemas con las lenguas?
- No, la lengua no representa una barrera, todos conocen las órdenes en castellano, valenciá o ligur, y mal que bien, todos los que han navegado en el Mediterráneo entienden sabir –me explicaba Ezcurra- Ved ahí, nuestros nostromos, uno es de Denia, el otro es de Palermo y el último de Bastia, pero los tres comparten un pasado común, pues son arráeces, duchos en la pesca del atún. Y sus chicotes, hacen entrar en razón rápidamente a cualquier atontado.
- Además todos obedecen al mismo rey.
- Y todos rezamos al mismo Dios –sentenció el capitán del galeón – aquí la mayoría, sino todos, hemos sido traídos por nuestra fe.
La travesía sería corta, pues Minamishimabara estaba a menos de cuatro horas de San Lucas, pero desde las cofas el grito de “mástiles a estribor” nos hizo mirar hacia el mar y no hacia la costa: La flota de Funai y Satsuma estaba cruzando el Mar de Ariake. Ezcurra mandó a izar las órdenes al palo mayor, y las lorchas se separaron virando hacia el enemigo.
- ¡Nostromo! Aprestad a vuestros hombres. Preparaos para la batalla. Artilleros, disparad bolaños como si no hubiese mañana.
- Don Lázaro, ¿no utilizaréis proyectiles de segmento?
- No, Don Francisco. Esos los reservo para los herejes. Con bolaños a los paganos ya los hemos descalabrado más de una vez. ¿Vos conocéis cómo se pesca el atún?
- No, no.
- En el Mediterráneo los pescan con unas jaulas de redes que llamamos al almadrabas, que son parecidas si no idénticas a las tonnare de Sicilia. Veis las lorchas?
- Sí, Don Lázaro.
- Hemos practicado en la mar cómo proteger los juncos cristianos y cómo mantener a raya a los enemigos. Es como ser mastines protegiendo ovejas. Pero ahora las lorchas serán las almadrabas.
- ¿Y? No os comprendo, capitán – seguía sin entender.
- Las almadrabas conducen a sus presas hasta una jaula especial donde los arponeros esperan, la cámara de la muerte.
- Y vos seréis el arponero – dije asintiendo con la cabeza.
- Entendeis rápido, Don Francisco.
Las lorchas, mucho más ágiles que los sengokobunes y sekibunes atiborrados de samurái y ashagiri, rodearon al enemigo con facilidad. Los bajeles wokou arteramente giraron en redondo y abandonaron a su suerte a los barcos de Funai, los cuales, desesperadamente intentaron ganar la costa, que era exactamente lo que Ezcurra esperaba. En un silencio, solo roto por el batir de los tambores y las órdenes repetidas de boca en boca, el Mártir Nicolás, la San Esteban y el Mártir Diego Kisei se interpusieron entre Minamishimabara y la flota enemiga y comenzó el cañoneo.
En Sicilia, se llama mattanza al momento culminante de la pesca, los pescadores arponean a los atunes con sus fiocine de tres puntas, y el nombre estaba bien puesto. Los bolaños de a 18 y de a 12 se cebaron en los buques japoneses que no estaban diseñados para resistir este tipo de combate, y rápidamente se comenzaron a hundir. Desde atrás las lorchas presionaban y el fuego vivo de sus piezas de a 6 no solo destrozaba bordas, sino que hacía que el pánico cundiese, pues no tenían forma de responder el fuego. Era pescar en un barril.
Y no solo hubo barcos enemigos en la mar, en los puertos de Nagamuta, Nada, Funatsu, Uwatanaka y Kitari, decenas y decenas de godairikisen, tarukaisen e higakikaisen se arracimaban desembarcando provisiones para el ejército de Matsudaira. Pero después de cinco horas de un cañoneo inclemente, no quedaba barco enemigo a flote, y aunque los samurái se debían haber ahogado bajo el peso de sus corazas, aún quedaban cientos de naúfragos en el agua. Pero nadie los pensaba rescatar. Los contramaestres pasearon por las cubiertas repartiendo picas de mar, recias moharras de sección cuadrangular encubadas en astas cortas, y Tomasso el nostromo siciliano repetía cada vez que entregaba una “Cu’ sfiora li nostri frati, ferisci la nostra ànima”.
Andrea, el recio rais de Bastia y tercer nostromo del Mártir Nicolás, lentamente sacó de su envoltura de tela encerada a un fiocine y mientras se subían a los botes, lo mostró a todos y soltó una frase que en el áspero dialecto de su isla que era capaz de desollar: “A misericordia ùn hè per tutti”. Y no lo fue, de hecho, no la hubo. La tradición de Kyushu recuerda que en el combate de Minamishimabara no quedó un japonés vivo.