Un soldado de cuatro siglos

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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

¡Malditos!, ¡Mil veces malditos! Pensaba con furia mientras me ponía la brigandina y cogía la bolsa con las monedas de oro que me quedaban. ¡Mil veces malditos!

- Don Gabriel, Fadrique venid conmigo. Vamos al muro externo de nuevo. Aritomo, ven tú también, kuru, kuru! Vamos a comprar los cuerpos de nuestros amigos. Pablo, quedaos con Isabel y Diego, no permitáis que nos sigan.Llevad los cañones de 1 libra, los quiero listos. Decidles a Melendo y a Cristóbal que traigan bastante munición. Capitán Burgos, llevad la compañía al muro.

Ya en el muro, el cura preguntó cuánto oro querían por los cuerpos de los 4 kirishitan asesinados. Al poco tiempo, 4 jinetes amarraron por los tobillos los cadáveres de los nuestros y los arrastraron hasta las cercanías del foso. Y el heraldo gritó:
- Los cuerpos de los kirishitan muertos valen menos que el pellejo de un gato. ¡Tomadlos de regalo!

Una ofensa despiadada. Vi a Aritomo Goto enrojecer “Shizuka ni, shizuka ni” le dije apretando los dientes, ya les llegaría la hora del castigo.

Una docena de hombres salieron, y estando a punto de cargar los cadáveres para traerlos de regreso, una lluvia flechas voló hacia ellos. La mayoría cayeron cortas pues estaban al límite del alcance, pero las disparadas por los arcos más fuertes acertaron hiriendo a algunos, pero los nuestros tuvieron que dejar a los cuerpos en el campo; y desde las líneas del daimio escuchamos carcajadas y burlas.

- ¡Kirishitan baka!, ¡Baka!, ¡Nibui!, ¡Orokamono!, ¡Kirishitan orakamono!, ¡Baka, baka, baka!

Fueron los hinin, los parias del Japón, quienes salieron a recoger a nuestros caídos, despreciando las flechas que los samurái seguían largando desde las líneas de Matsukura.
- ¡Arigato! – Padre Gabriel, decidles que preparen los cuerpos.
- Dōitashimashite, Haisha-Sama, dōitashimashite – dijo el mayor de los hinin.
- Aritomo, haced que vean nuestras lanzas. En silencio!
- Jai, Haisha-San! ¡Yari!, ¡Yari!

Sin aspavientos, estábamos recogiendo el guante. Y a lo largo del muro, se veían nuestras picas listas para repeler cualquier asalto. Y si querían otra señal, tuvieron una muy clara: levantamos un asta lo suficientemente grande como para que se viese desde tierra y (sobre todo) desde el mar, e izamos los Palos de Borgoña.

- ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento! – Grité con toda la fuerza de mis pulmones - ¡Viva el Rey!
- ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento! – miles de voces me corearon - ¡Santiago!, ¡Santiago!
- ¡Recordad la sangre de nuestros mártires!, ¡Oboete!

El desafío no podía ser más claro. Y la vanidad de Matsukura pudo más. Ordenó atacar. Mientras se iban desplegando las líneas de lanceros enemigos, Aritomo señaló las banderas del daimio de Shimabara y dijo secamente “no refuerzos”. Efectivamente, la pomposa enseña de su casa, flameaba sola. Y corroborando esto, todos los sashitomo en las espaldas de los ashigari con lanzas y samurái con armas astadas que cargaban contra el muro, eran de un mismo color. Arrogante y estúpido.

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Goto, esperó mirando a sus arqueros, y ordenó con voz áspera.
- ¡Mate. Mate! Mada –y cuando el enemigo estaba a poco más de 100 pasos, dio otra orden – Yumihiki… ¡Hanare! ¡Soltad!
Esperaba ver una lluvia de flechas, pero lo que vi fueron arcos disparados cuidadosamente, y cada flecha que encontraba una diana al final de su vuelo, pues lo que no tenían ni en volumen ni en cadencia de tiro, lo tenían en precisión. Al poco tiempo, el suelo estaba salpicado de cadáveres y aún estaban lejos del muro.

- ¡Compañía, a ver, los hombres de Carrillo al frente! – era el turno de Burgos y se dirigía a los nipones entrenados por los sargentos españoles – ¡Cargad, presto, presto! - sin prisas, pero sin darse reposo, pude ver que los mosqueteros japoneses habían aprendido concienzudamente su labor, mordiendo con los caninos el cartucho, vertiendo la pólvora, cebando la cazoleta y baqueteando la bala – Apunten… ¡¡Fuego!! – y dirigiéndose a los españoles, bramó – Hombres del castillo de Aulencia, mostrad lo que sabéis hacer, ¡Santiago!
- ¡¡¡España!!!
- ¡Fuego!

Las dos descargas fueron devastadoras, doscientas bocas de fuego, dejaron cantidad similar de caídos en las filas de los atacantes. A los muertos que tapizaban el duro suelo invernal, se sumaban los quejidos de los heridos. En tanto, Matsukura había enviado otro contingente de guerreros, ya no ashigari con lanzas, esta vez eran samurái. Estaba apostando más fuerte. Pero era lo que Goto esperaba.

- Teppu… - los arcabuceros estaban esperando su turno con sus armas cargadas y cebadas, avivaron las mechas y las colocaron en el serpentín - ¡Hi!, ¡Fuego!

Los trescientos tanageshima que habían estado décadas esperando, volvieron a hacer fuego. A corta distancia su número suplía la precisión, y vimos caer aún más enemigos. El ataque de Matsukura había perdido momentum y se detenía.

- Artilleros, es vuestro turno. Regadlos con metralla a vuestro gusto.

No solo mis cañones de retrocarga fueron utilizados, los falconetes de la pinaza capturada también. Sólo fueron necesarias dos descargas para que los japoneses reculasen. Si no los retiraban, los íbamos a exterminar a todos.

- ¡Otro toro!, ¡Manden otro toro! –El grito de desafío de Rosetta se volvía a escuchar.
- ¡Santiago!, ¡Santiago! - los nipones, nuestros nipones, se unían con el grito de guerra más hispano a nuestra algarabía – ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento!,¡Santiago!

Estábamos contentos. No habíamos tenido bajas, ni un herido. Y en menos de media hora, le habíamos volado los dientes al ejército de Shimabara, que se retiró más allá del camino a montar su campamento.A ojo de buen cubero, había más de 500 muertos en el campo. El heraldo se acercó a nuestros muros, pero no lo dejé hablar, ahora era su turno de escucharnos. Le pedí al páter que tradujese mis palabras, pero era Aritomo quien ladraba nuestra respuesta:

- Nosotros no quisimos esta guerra, tampoco la iniciamos. Asesinasteis sin razón a mis amigos. Nos atacasteis. Tendréis castigo. Decidle a Matsukura que antes de que esto termine estaré bebiendo vino en su cráneo. ¡Largaos de aquí!, ¡Ya no tenéis nada que decirnos!

Ni, el Padre Gabriel, ni Artitomo Goto entendieron con precisión lo de beber en el cráneo de Matsukura. Tuve que explicar el destino de los derrotados en la parte del mundo que me vio nacer: Luego de cortar las cabezas, se vaciaban los cráneos y con la bóveda, se hacían recipientes para las libaciones ceremoniales con chicha. No sólo eso, con las pieles desolladas se hacían efigies a tamaño natural de los que osaban rebelarse, efigies que se colgaban a la entrada del pueblo levantisco. Y de colofón, las pieles de los torsos de los enemigos caídos, muchas veces se convertían en tambores. Yo pensaba hacer todo eso con los asesinos de Santiago. Ya no sería el haisha, sería un nanban, un despreciable bárbaro del sur; o mejor dicho, Yanban Hito Azuma, el bárbaro del este.

Sabía que con la muerte de Francisco Arima, tanto Aritomo como los otros 4 samurai que lealmente habían padecido con él las privaciones a las que habían sido sometidos por su fe, estaban en una situación que nuevamente los dejaba como guerreros sin señor. Tenía que remediarlo, y en la tarde, pedí a Marina que me sirviese de traductora y llame a Aritomo Goto, Koichi Nishimura, Saigo Hirada, Keiji Sakuda y Takeo Ota. Sin rodeos, les dije que deseaba que me sirviesen, pues eso es lo que Faranshisuko hubiese deseado, eso, sin perder la lealtad para con Marina y sus hijos. Aceptaron emocionados.

Goto me preguntó cuántos samurái podía tener bajo mis órdenes, a lo que le respondí sonriendo “los que pueda pagar”. El bueno de Aritomo se sorprendió, porque eso es algo que en el Japón está muy reglamentado y dependía directamente de cuántos koku pudiese tener. Me dijo que tomase el servicio de los 100 mosqueteros que tan bien se acababan de desempeñar en los muros de Minami Arima, ellos tampoco merecían seguir siendo ronin. Agradecí su sugerencia, pero les dije que mi bolsa no era eterna y que debía afrontar el resto del rescate de los kirishitans.

Pase lo que quedaba de la tarde con los Arima, a Marina la trataba de “hermana” y dejaba que sus hijos me tratasen de “tío”. Cuando los cuerpos de los 4 mártires de la mañana estuvieron listos, salimos para la misa de cuerpo presente concelebrada por los padres Manuel y Gabriel. Y luego los enterramos profundamente a la sombra del castillo de Hara.

Durante la noche, un grupo bastante nutrido de hanin salieron al campo, regresaron con muchas espadas, puntas de lanza, cuchillos, y no pocas armaduras y cascos. Era una lástima que dentro del botín no hubiesen más armas de fuego, pues necesitaríamos todas las que cayesen en nuestras manos. Tampoco se escucharon más los lamentos de los heridos.

A la mañana siguiente, apareció la escuadra de Urquijo, todos los marinos se mostraron muy acongojados por la muerte de los nuestros, pero nadie se sorprendió del ataque al muro, y el almirante menos aun.
- Don Francisco, era lo esos perros querían hacer desde el principio. Ahora está claro, robar vuestra plata y matar a los cristianos.
- La traición viene desde Edo. ¿Qué habéis visto?
- Mucho movimiento. Barcos con arroz llegan desde todo Cipango a Kyushu.
- ¿Tropas?
- Por mar no he visto mucho. Pero recordáis que el difunto Santiago dijo que los nobles locales tienen ejércitos importantes. Estos pueden desplazarse a pie.
- ¿Sabéis algo de los herejes?
- Usan un puerto al norte de Kyushu, y tanto pescadores como mercaderes nos afirman que hay muchos barcos de ellos entrando en Nagasaki. Pero tened la certeza que dónde estén, han de venir.
- Tenemos muy pocos cañones mirando al mar.
- Y muy separados entre sí. Será menester ponerlos más juntos, incluso si incurrís en el pecado de dejar desprotegido vuestro flanco. Traed esos cuatro cañones y dejadlos frente a la torre de Hara.
- Es una lástima que el Tokugawa no se hayan quitado totalmente la máscara. Así vos podrías atacar a sus barcos, hundiéndolos o capturándolos. Pero sólo ha sido Matsukura, por lo que la guerra no es, todavía no, contra el Japón sino solamente contra Shimabara.
- ¡Los habéis zurrado bien! Fue una victoria como en Bicocca!
- Y todavía sin haber puesto a prueba nuestras defensas.
- El muro externo es débil, apenas para romper el ímpetu de un ejército decidido.
- ¿Se puede reforzar?
- ¿El muro?, no, no lo recomiendo. Pero vos seguramente recordáis a César, él haría que llegar al muro sea más difícil.
- ¡Abrojos!
- Abrojos, zanjas, fosos. Pero tened en cuenta que una vez que el enemigo tome el muro, será menester canalizar su ataque hacia nuestras defensas.
- ¿Hacia a dónde, Almirante?
- Entre el hornabeque y el bastión doble, a siniestra de la puerta. Ahí es donde les podemos hacer más daño.
- Los japoneses creen más en sus muros de piedra.
- Creedme, Don Francisco. Más hombres han dejado su pellejo en los fosos, escarpas y contraescarpas de tierra de Flandes, que trepando muros de piedra. Pero si rebasan nuestra segunda línea, los paganos darán en la yema del gusto a nuestros kirishitans, pues la última defensa será en la torre del castillo de Hara.

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Así pues, pusimos a los hombres a cavar dos líneas de fosos adicionales, y ya sin reparos por las leyes locales, talamos las arboledas circundantes, con las ramas delgadas y puntas de hierro hicimos algunos miles de abrojos que dejamos enterrados frente a nuestro muro. En los fosos, cañas de bambú con las puntas endurecidas al fuego, ofrecían sus picos amenazadores listos para empalar al desdichado que cayese sobre ellos. Los de Shimabara, escarmentados, solo hostigaban a los nuestros lanzándoles alguna flecha ocasional.

Para finales de Enero, comenzamos a ver banderas diferentes en el campamento del enemigo. Llamé a Aritomo y le presté mi catalejo. Estuvo viendo un rato los estandartes, y comenzó a describir lo que veía.

- Nabeshima Katsushige, de Saga; Kuroda Tadayuki, de Fukuoka; Arima Toyouji de Kurume; Ogasawara Tadazane, de Kokura; Tachibana Muneshige, de Yanagawa; Arima Naozumi … no kirishitan, Nobeoka – me estaba señalando el antiguo clan de Faranshisuko, cuya cabeza actual Naozumi había abjurado a la fe, pese a que su padre sufrió martirio - Ogasawara Nagatsugu, de Nakatsu... y otras banderas más.
- ¿Cuántos hombres veis ahí?
- 70 mil, falta Kumamoto, no han llegado, pero van a venir. Ahí están sun enseñas.
- Cuando estén listos, ¿cuántos hombres creéis que reunirán?
- Más de 100 mil.
- O sea, 10 contra 1.
- Jai, Haisha-San.
- ¿Cuándo creéis que vengan?
- Wakaranai – no lo sabía, tampoco podía saberlo.

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No tardaríamos en averiguarlo. La flota del Shogún hizo el primer movimiento, innecesariamente cruel. Unas naves de Kagoshima, con la enseña del clan Shimazu, hundieron tres de nuestras hacchoro de pesca que faenaban no muy lejos de nuestras costas, pasando a cuchillo a los desdichados tripulantes, y a los cuerpos mutilados con saña, los metieron a un bote que empujaron hacia Minami Arima. Nuestra respuesta fue contundente: La Santa Apolonia encontró a tres sekibune, buques de guerra medianos, y los hundió a cañonazos. Eran de Satsuma.

El segundo encuentro fue con transportes de Kumamoto, pero en esta ocasión, Urquijo recordando el trato no hostil que recibimos allí, sólo se contentó en desarbolar a los buques con bandera de los Hosokawa, pero respetó la vida de los soldados que llevaba hacia la península de Shimabara: tendrían que caminar para llegar y eso ganaría unos días para nosotros, además un ejército caminando, es un ejército comiendo, y eso depletaba sus almacenes incluso antes de llegar frente a nuestros muros.

Pero el tercer enfrentamiento fue otra cosa. Vimos un ágil bergantín reconocer nuestras costas e intentar escapar navegando hacia el noroeste, enviamos al Derna a seguir sus aguas, pero pese a que nuestro veloz barco iba a todo trapo, no conseguía dar alcance a un buque que para su tamaño, tenía mucho velamen.

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En plena carrera hacia el noroeste, vimos que desde esta dirección se acercaban más velas con banderas herejes con la intención de entrar en el mar de Ariake. Urquijo despacho a la Santa Apolonia y a la San Esteban a cortarle el paso al pequeño convoy holandés compuesto por 2 pinazas y 3 mercantes.

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Mientras las dos pinazas trataban de impedir el paso de la fragata, la zabra pese a su menor andar, pudo acercarse a los tres mercantes, eran fluyts, que navegaban en fila. En un episodio que bien podría suceder en el Mar del Norte o en el canal de la Mancha, la San Esteban alcanzó a sus presas, dos de las cuales al estar desarmadas se rindieron de inmediato, en tanto la tercera, también sin artillería, consiguió volver sobre sus aguas y huir hacia el noroeste. La zabra con sus presas se dirigió al embarcadero.

Desde tierra estábamos exultantes, pues habíamos visto la captura de dos buques enemigos. Sin embargo, por lo que vimos después, el almirante holandés era un digno émulo (o tal vez maestro) de un de Ruyter, Tromp o Witt de With, pues habiendo separado a las fuerzas españolas, vimos acercarse dos buques grandes, que con dos cubiertas que con portas amenazantes, claramente mostraban que venían a combatirnos.

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Pero Urquijo también era un viejo lobo de mar. Tanto él como Don Marcial, el capitán del San Cosme, conocían lo que su buque podía y no podía hacer. Y sabían que en un combate cercano, perdía la ventaja de los cañones de bronce comprimido. Ante la vista estupefacta de los que estábamos en tierra, rehuyó el combate.

- ¡Urquijo está huyendo! – exclamó Fadrique con una voz decepcionada que llevaba un dejo de reproche.
- No os apresuréis a condenar al Almirante – lo reprendí sin admitir réplica – Es un marino prudente y sabe lo que hace. Y es valiente, lo vi enfrentarse a 5 enemigos sin que le temblase la mano.
- ¿Qué creéis que está haciendo? – insistió Fadrique.
- Ved Fadrique, nuestros buques tienen dos ventajas sobre los calvinistas, mejor artillería y mejor maniobra. Y las dos ventajas se pierden en un cañoneo a bocajarro en un mar estrecho. El Almirante está buscando aguas más abiertas.
- Don Francisco, ¡ved allá! Uno de los herejes deja la persecución y viene hacia aquí.
- Buscad a Doña Marina y sus hijos y llevadlos a los bajos de la torre del castillo. ¡Presto, presto! ¡Los herejes vienen a cañonearnos! – y dirigiéndome a los hombres les ordené - ¡Protegeos del fuego enemigo! ¡Sed celosos con vuestras vidas! ¡Artilleros, a vuestros puestos! ¡Que se vea bien la Cruz de nuestra bandera!

Todos los tambores empezaron tocar a rebato. Y nuestros 10 cañones que dan al mar se iban a enfrentar a no menos de 20 bocas del lado de babor del galeón holandés, de las cuales al menos la mitad eran de mayor calibre que nuestras culebrinas.

Brumm! Brumm! Los disparos holandeses se ensañaron con el asentamiento original, especialmente contra la kobayabune que quedó hecha astillas, la iglesia, el embarcadero y el asta con los palos de Borgoña, que terminó cayendo. La San Esteban respondió con su artillería de menor calibre e interponiéndose entre el buque enemigo y las fluyt recientemente capturadas y el Mártir Nicolás desarmado, evitó su destrucción, pero resultó con la arboladura dañada. Solo nuestros dos cañones de bronce acertaron plenamente, las culebrinas, al borde de su alcance, golpearon el maderamen del galeón enemigo, pero dudo que hayan hecho daño. Luego de esa pasada, lo vimos girar para exponer los cañones de estribor.

Brumm!, Brumm!, Brumm! Esta vez, fue el castillo de Hara quien recibió la atención de los holandeses. Nuevamente, las culebrinas dispararon al límite, y nuevamente los únicos disparos que fueron efectivos de nuestro lado fueron los hechos por los cañones de bronce comprimido. Pero tanto el galeón como nuestra artillería podían seguir combatiendo sin problemas y la batalla prosiguió por un par de horas más.

Cuando vimos a la Santa Apolonia aparecer, el enemigo aproó hacia ella, pero, Algorta evitó el combate cercano con el galeón, por lo que repitiendo la maniobra del San Cosme, la fragata se alejó de Minami Arima con los holandeses siguiendo sus aguas, y al ver que los herejes se retiraban, desde las almenas de la torre de Hara, una gran bandera con la cruz de Borgoña fue descolgada desafiante. San Lucas Evangelista resistió el embate.

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Con las primeras luces del día, tanto la Santa Apolonia como el San Cosme entraron al embarcadero, ambos buques con claras señas de haber combatido, pero sin merma en sus capacidades. Pasado el mediodía llegó el Derna. Pese a la alegría en el puerto, los cuatro capitanes y el almirante estaban preocupados.

- Como sabéis, nuestros buques son preciosos para nuestra empresa, que es la de Dios, no podemos permitirnos perderlos. Por eso os he dado la orden de no exponerlos en combate ante buques de mayor porte. Recordad que aunque salgáis victoriosos, si vuestras naves resultan dañadas, aquí en San Lucas no podrán ser reparadas – dijo Urquijo apenas nos reunimos en los bajos del castillo de Hara – Los herejes volverán otra vez, y será menester volver a obrar como lo hicimos ayer, así el mundo ose pensar que obramos como cobardes.
- Fuisteis prudente, Almirante. Además, no solo preservasteis vuestros buques, también pudisteis capturar dos naves herejes, y espantar malheridas a las pinaza que las protegían.
- No quise enfrentarlas a bocajarro – se excusó Algorta – luego de desarbolarlas, la cañonee a larga distancia, pero sin usar vuestros proyectiles de segmento, lo importante era que la San Esteban pudiese cortar la ruta a los mercantes herejes.
- ¿Qué fue del buquecito que partió primero hacia el norte?
- El maldito escapó – respondió Echevarría con desagrado – con vientos favorables, es tan rápido como nuestro bergantín, y orza tan bien como nosotros. Nunca pudimos ponernos a distancia de tiro, y si guiñaba para tener mejor ángulo para cazarlos, perdía el viento. ¡Otra vez será!
- ¿Conocéis ese tipo de buque? – pregunté intrigado, pues me parecía que el rápido buque holandés era la versión reducida del Derna, algo que ciertamente Ignacio Otamendi debía conocer.
- Los calvinistas lo llaman Jacht, pero apuesto mis pulgares a que esas maderas vieron luz en tierras pérfidas. Entre herejes se entienden – respondió Urquijo.
- El codicioso y el tramposo, fácilmente se conciertan. Yo apuesto mis bolas a que la pinaza que cañonee es también salida de puerto inglés – bufó Algorta – más grande que las hechas en Holanda, pero anticuada. Hasta podría decir que es de Bristol.
- ¿Y qué me decís de vuestro botín, capitán Ezcurra?
- Un Fluyt o como le decimos nosotros, un filibote. El más común de los mercantes de Flandes. La Compañía de las Indias Orientales lo utiliza mucho, y pese a que mis presas no son particularmente grandes, sé que hay algunos filibotes de mayor porte.
- ¡Que nos contáis! – sonrió Don Marcial – si nuestro San Cosme fue botado como filibote, pero el Maestro Otamendi lo dejó mejor que nuevo. Pero decidnos Don Lázaro, ¿qué encontrasteis en sus bodegas?
- Nada bueno para los cristianos. Los dos venían abarrotadas de pólvora, plomo, arcabuces y mosquetes. Y también artillería, semi-culebrinas, semejantes a las defienden el lado de tierra de San Lucas. Y otros más pequeños que los malos cristianos llaman minions, menores que las semi-culebrinas, pero mayores que un falconete.
- Habladnos en números.
- No menos de 2000 arcabuces y mosquetes. Muchos quintales de pólvora, tanto así que aún no hemos terminado de descargar los barriles y transportarlos a la santabárbara. 30 piezas entre semi-culebrinas y minions.
- ¿Comida?
- Nada como mercancía, a no ser que consideréis el brebaje de enebro como tal. Pero para la tripulación hemos encontrado galleta, queso, cerdo salado, arenques y bacalao también en salazón, y muchos encurtidos. Y para los oficiales, vino. ¿A que no sabéis cuál?
- No, decídnoslo.
- ¡Málaga y Oporto!
- Esos barriles que pasen directamente a las bodegas de vuestros buques, Almirante… pero dejadme algunos quesos y vino – dije a Urquijo, sonriendo. Volviéndome nuevamente a Ezcurra le pregunte - ¿Cuántos herejes capturasteis?
- 35.
- ¿Tan pocos?
- Si, Don Francisco. Los herejes son tan roñosos que para ganar más, ¡sus almas se la lleve el Diablo!, navegan sus filibotes con tripulaciones de no más de 20 hombres.
- ¿Oficiales?
- 1 capitán, 2 o 3 oficiales de cubierta, 1 contramaestre y 1 carpintero por barco.
- Almirante, ¿qué haremos con los prisioneros?
- Ahorcadlos. Ellos harían eso con nosotros.
- Pero nosotros no somos ellos. A ver, Don Juan, vos como notario, decidnos si estos herejes son piratas.
- A fe mía que no, Don Francisco – asintió Arias, pero añadió gravemente - Pero eso importa poco en otros lares, todo marino nuestro que naufraga en costas pérfidas, primero es pillado y luego colgado.
- ¿Legal o ilegalmente?
- Ilegalmente, pero los magistrados herejes hacen la vista gorda.
- Devolvedlos a los paganos– respondí a Urquijo negando con la cabeza - pero primero sacadles toda la información que podáis. Que el Shogun decida si los decapita o les preserva la vida. No son inocentes, pero tampoco culpables y no deseo que la justicia se convierta en venganza. Santiago no lo aprobaría.
- Será como vos queréis. Apenas nuestras naves vituallen de nuevo, saldremos a la mar, que en puerto perdemos ventaja – y mirando a los demás capitanes añadió - Mañana la marea es matutina, así que aprestaos.

Dando la reunión por terminada, me dirigí a tomar mis alimentos con los Arima, pero me encontré a Marina, Goto y los mosqueteros japoneses en la explanada al lado de la torre de Hara. Habló Aritomo.
- Los homberes dicen pagar cuando poder. Vuestra parabara basta.
- ¿De qué me habláis?
- De tomarlos a vuestro servicio, hermano – añadió Marina.
- ¿No es suficiente que sirvan al rey?
- Tal vez los demás, Francisco. Pero estos han entrenado con los vuestros. Les han contado que vos caminasteis con ellos cuando aún no sabían caminar y que resististeis juntos la caballería de los infieles. Desean servirle.
- Sea así –dije sin demasiada convicción - Les pagaré dos piezas de ocho por mes, mientras dure la campaña.
- No, hermano – ellos os servirán de por vida, así sólo les podáis pagar medio koku al año.
- Como yo con Arima Shinya-San, ahora con vos – afirmó Aritomo – ellos están aquí.

Isabel y Diego estaban allí, él sostenía una uma jiroshi que no conocía.
- Tío, la hice para vos – dijo Isabel con dulzura - Tío Santiago hizo vuestra nobori, pero esta es vuestra uma jirushi de guerra. Vedla. Tiene la bandera del rey, que es como vos queréis.
- Isabelita, decidme ¿qué es esa bola amarilla?
- El sol de vuestra tierra. El de nosotros es naciente, el vuestro será del mediodía. Aritomo nos ha contado que en vuestro país bebéis vino en el cráneo de los enemigos – y señalando al círculo gualda aseguró – eso se los recordará.

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Diego levantó la bandera, a lo que Goto y los hombres formados respondieron gritando.
- ¡Haisha-San, haisha-san, haisha-san!
- Hermano, ya no son ronin, ahora son vuestros samurái.

Luego de tomar nuestros alimentos, un tazón de arroz, pescado y vegetales encurtidos por cabeza, pues ya habíamos empezado a racionar la comida. Marina no aprobaba nuestra costumbre de beber bebidas al tiempo, y siempre nos ofrecía té caliente. Me despedí de los Arima, y decidí hacer mi última ronda hacia donde estaban los descastados, los hinin y los eta.

¡Qué complicada resultó ser la sociedad japonesa! Incluso entre los parias había categorías e incluso ahí, había un grupo despreciado, pero también temido. Fui hacia el mayor de los enterradores y le agradecí por haber preparado el cuerpo de nuestros amigos.

- Arigato – dije haciendo una sutil reverencia, y utilizando un lenguaje muy elemental di a entender la razón de mi agradecimiento – Arigato, shigoto, Miki-San, Arima-San.
- Dōitashimashite, Dōitashimashite – me respondió inclinando profundamente la cabeza, y señalándome añadió – Arigato, anata. Dōmo arigatō.
- ¿Dareda? – señalé a un grupo animado que parecía regresar de un día de mercado.
- Tekiya – respondió con un inocultable desprecio.
- ¿Tekiya?
- Jai. Warui hito-tachi – el énfasis que ponía en “warai”, indicaba que no solo los despreciaba, sino que también los temía: gente mala.

Me acerqué a ellos y pude ver que el objeto de su comercio eran los despojos de los caidos de Shimabara días antes. Las espadas, los cascos y las corazas estaban relucientes y reparados.
- ¿Hanbai-chū? –pregunté inocentemente si estaba en venta.
- Jai. Yasui – me respondió afirmativamente un joven de mirada avispada – yasui, barato.
- ¿Ikura? – le seguía la cuerda indagando por el precio, y le señalé un cuchillo pequeño.
- ¿Kaiken?
- Jai.
Estaba por darme el precio, cuando un vozarrón arruinó la transacción.
- Ie!, Ie!
- ¿Obuyan, nani ka machigatta koto o shita nodeshou ka? – no entendí lo que el joven preguntaba, pero evidentemente estaba en una posición embarazosa.
- ¡Koreha Haisha-Sama! – dijo el hombre del vozarrón – Haisha-sama, ¿Rikai suru? Koko kara deteike.
- Watashi o yurushite – el jovenzuelo se alejó ruborizado.
- Haisha-Sama, toru. Con una profunda reverencia, me entregó el mejor de los cuchillos que había en el petate del muchacho.
- ¡Arigato! – le dije con una sonrisa cansada, y luego le pregunté su nombre.
- Gokusan.

Pude darme cuenta de la autoridad que tenía, pues estaba armado con katana y tanto, como un samurái, pero sin serlo. No me costó mucho imaginar que siendo un proscrito y andar armado solo podía ser un yakuza, o como se les conociese en el siglo XVII. Los takiya eran comerciantes ambulantes, muchas veces encargados de vender bienes robados y otras actividades al filo de la legalidad, pero también vivían de dar protección a quienes podían pagarlo y en tiempos revueltos, extorsión y estraperlo. Estaba navegando en aguas complicadas, y en mi media lengua debía saber con quién trataba.

- ¿Kirishitan? ¿Anata? ¿Tú? – le pregunté señalándolo con la palma.
- Ie – me contesto con una inusitada franqueza.
- ¿Nazenara, kuru, koko? – repetí en castellano ¿por qué, venir, aquí?, apuntando repetidamente con el índice el suelo – ¿koko?
- Kirisuto-kyou no kami wa yurushimasu ga – vi una sombra de resignación en la cara - Nihon no kamigami wa kibishii desu.
- Wakarimasen – respondí negando con la cabeza, no entendía lo que me trataba de decir.
- Anata – y me señaló con el índice – Haisha-San, kirishitan, wa ii hito desu – y luego continuó con desprecio y cólera mal contenida - Nihon no daimyō-tachi, Matsukura, Teresawa, Ogasawara, Shimazu, Matsudaira… wa warui desu
- Arigato – atiné a decir, pese a que no entendí con precisión sus palabras, supe que en la comparación salía favorecido.
- Watashi – se señaló el pecho con el índice, y seguidamente me me señaló a mi – giri, anata. Arigato gozaimasu – y realizó una profunda reverencia. Seguidamente, llamó a sus subordinados, uno de los cuales trajo una botellita de cerámica y un cuenco ancho y poco profundo. Gokusan lo llenó de sake y me lo ofreció – ¡Kanpai!
- Kanpai, arigato – respondí luego de beber un trago, sin embargo, inmediatamente Gokusan bebió del mismo cuenco, en un acto que ciertamente debía revestir bastante seriedad pues la actitud circunspecta de los demás, así lo demostraba.
No sabía que en ese momento, en una ceremonia de sakuzuki de circunstancias, los marginados de los marginados de Minami Arima por boca de su jefe, me habían jurado lealtad personal.

A los dos días, Goto me llamó al parapeto, al que habíamos puesto un grueso techo de troncos y tierra, me paso el anteojo largavista y seguidamente me indicó con el brazo unas banderas en el campamento enemigo.
- ¿Hosokawa? ¿Kumamoto? – pregunte sabiendo la respuesta de antemano, pues había reconocido la bandera con los círculos negros.
- Jai, Haisha-San – asintió, y luego señaló otra bandera y unos jinetes – Asoko, asoko o mite. Mira allá.
- ¿Quiénes son?
- Itakura Shigemasa. Hombere de confianza de Shogun. Guera viene pronto.

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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

El Shogun había puesto al mando a un guerrero veterano, Itakura Shigemasa había sido uno de los tres edecanes de su abuelo Ieyasu Tokugawa, y además ya tenía experiencia en debelar rebeliones, pues había estado a cargo de lidiar con los Totoyomi cuando la rebelión de Osaka hace casi 25 años.

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Al día siguiente, antes de mediodía, los tambores taiko empezaron a sonar, y como quien patea un hormiguero, el ejército Tokugawa se desplegó en formación de combate, Aritomo me explicaba todo.
- Haisha San. Mira. Uma Jirushi Itakura Shigemasa ahí, ese es su Honjin, Itakura manda desde ahí. Mira, ataca con Ganko Jinkei, (la formación de) gansos voladores. Aderante teppu y yumi, muchos. Ruego, ashigari con yari. Ruego, samurái. Tu dar fuego de cañón pirimero.
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La observación de Goto era aunque acertada, era insuficiente. Aritomo había visto lo que falconetes y cañones de 1 libra podían hacer contra una masa de enemigos cercanos. Pero nunca había visto lo que la artillería de campo podía hacer contra enemigos a pecho descubierto. Con los minions y las semi-culebrinas capturados que estaban mirando hacia tierra, podíamos hacer una escabechina. La formación nipona eran profunda y compacta, y con el invierno el suelo estaba duro.

Ladré las ordenes y los artilleros llevaron las piezas a las posiciones adelantadas en el muro. A las 10 semi-culebrinas de a 8 libras del Mártir Nicolás, se sumaban 12 minions de a 4 y otras 8 semi-culebrinas capturadas en los filibotes (de las otras 10, 4 las de más calibre fueron a rearmar al Mártir Nicolás, y a 6 las pusimos mirando al mar, así hiciesen poco daño a un galeón, serian devastadores contra buques japoneses que se acercasen). Pero, aunque andábamos escasos de artilleros, con su tradicional diligencia, nuestros japoneses aprendieron pronto a limpiar, cargar y disparar, además sabían que se estaban jugando la vida de ellos y de los suyos.

- A ver, Fadrique, ¿veis al abanderado que va con los arqueros a la vanguardia? Despachadlo cuando llegue a los 300 pasos. Esa será la señal.
- Sí, Don Francisco. ¿Y después?
- A tu buen criterio, hijo. Haz como en Derna, disparad contra los que veáis más engalanados o los que parezcan dar órdenes. ¿Qué hace Diego contigo?
- Yo cargo la espingarda de parapeto, y él lleva las otras dos espingardas que tengo. Mientras yo disparo, el recarga.
- No arriesguéis su vida. Si algo le pasa…
- No, tío. No os preocupéis. Seré valiente, pero prudente.

Y dirigiéndome a los artilleros, les ordené.
- ¡Hombres! Cargad primero las balas –hice una bola con las manos- y disparad donde veáis más paganos uno detrás de otro. Las semi-culebrinas disparan primero, a 300 pasos, los minions a 200. Una vez que comencéis, no paréis hasta que os diga. ¿Entendido?
- ¡Jai, Haisha-San

Los del ejercito del Shogun aceleraron el paso, los tambores se seguían oyendo a la lejanía, la hoja de las lanzas brillaban con el frio sol de invierno, y las banderas de los distintos regimientos o sonae se acercaban con rapidez creciente. En eso sonó el disparo de Fadrique y su blanco designado rodó ensangrentado al suelo.
- ¡Fuego!, ¡Hi!

Una a una, las 18 semi-culebrinas dispararon con un rugido corto y seco, ¡brum!, ¡brum!, ¡brum!. Con mi catalejo podía ver el efecto en las líneas enemigas, torsos y cabezas cercenados, cuerpos cayendo sin piernas, 18 hileras de caídos y mutilados que se prolongaban, 100, 150 o 200 metros detrás del primer impactado, pues las balas al rebotar en un suelo duro como piedra, no perdían momento y seguían avanzando. Y aún les faltaba mucho para llegar al primer foso. Los japoneses seguían avanzando.

A 200 pasos de distancia, los cañones de a 4 se unieron al fuego de sus hermanos mayores. Al tener una trayectoria más tensa hacia que los efectos fuesen más dramáticos. Y estos ahigari, por mucho bushido impartido, eran novatos que jamás habían entrado en combate y menos en una guerra a la europea, y como novatos también se impresionaban cuando al compañero de al lado una bala sin otro aviso que un zumbido le volaba un miembro, lo decapitaba o le hacía un agujero tan grande que desparramaba las tripas o los bofes varios pasos por detrás. Pero los japoneses seguían avanzando.

Antes de llegar al primer foso, los yumihiki enemigos largaron sus flechas, algunos de los nuestros fueron alcanzados, pero al estar ellos al descubierto y nosotros detrás de un parapeto con empalizada y techo, los arqueros del Shogun llevaron la peor parte, siendo muy castigados por los falconetes y nuestros propios arqueros. Los páter empezaron a dar la absolución y los capitanes y sargentos aprestaron a sus hombres. Cuando los arcabuceros se pusieron a distancia de nuestros mosquetes, tanto mis samurái como los hombres de la Compañía del Hospital y la Reina, comenzaron a disparar por pelotones, aumentando la confusión y la mortandad en filas enemigas. 50 pasos más adelante, los tanegeshima dispararon también escalonadamente, cumpliendo con su cuota de muertos. Pero, ¡ay!, los japoneses seguían avanzando.

Cuando los ashigari y samurái enemigos se lanzaron al asalto, vimos que muchos se herían con los abrojos, otros caían y terminaban empalados en el foso, ralentizando su avance. Era el momento de usar mi “último” invento, uno que nació en China en época de los Ulpios: el toushiji que no era otra cosa que el fundíbulo de mano, que tan bien sirvió a los bizantinos pues era barato y capaz de lanzar por encima del muro una granada que caería justo sobre el enemigo apelotonado. Bien asentados sobre el suelo, a algunos metros del muro, estaban protegidos de flechas y balas. La distancia la regulaba mediante el sencillo expediente de aumentar o disminuir los hombres que jalaban la cuerdas, para alcanzar el primer foso, eran necesarios 10 hombres, y un par se encargaban de manipular las granadas, mientras uno metía la granada en la canastilla, el otro daba fuego a la mecha y era el que daba la orden de disparar.

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Hice la señal y 250 fornidos pares de brazos tiraron las cuerdas, 25 granadas salieron volando por encima del muro y ¡Bum!, ¡bum!, ¡bum! las granadas cerámicas del tamaño de un melón estallaban esparciendo metralla, cientos de guijarros, en las filas de los desdichados enemigos. ¡Y al fin, se detuvo el ataque! Desde el honjin banderas se agitaban frenéticamente, varios jinetes salieron a galope tendido hacia la vanguardia para intentar detener el ataque, pues los japoneses disciplinada, valiente y tozudamente habían seguido avanzando en filas compactas haciendo un blanco perfecto para artilleros, arqueros, mosqueteros y granadas. Nuevamente, había sido una masacre.

- ¡Alto el fuego, alto el fuego!
- ¡¡¡Santiago!!!, ¡Manden otro toro!, ¡Oboete Arima-San, oboete Miki-San!, ¡Lovado seia el Sanctissimo Sacramento!, Viva Kirishitu rey!

Malón, Eustaquio y Juanito animaban con música a los hombres que estaban emocionados, Aritomo en un arranque de lealtad levantó mi uma jurishi y grito.
- ¡Haisha-San, haisha-san, haisha-san!
Siendo coreado por 4000 gargantas en el muro y las obras interiores. En tres horas y media, habíamos ganado nuestra segunda batalla.

- Pablo, José. ¡Dadme las bajas!
- Una docena de muertos, todos ellos por flecha, y nueve heridos también por flecha, y se van a recuperar. ¡Es un milagro, Don Francisco!
- Id a limpiar y suturar las heridas. Presto. Mandad traer a Blas, ved si es capaz de hacer algo con arroz y pescado, pasad el licor hereje de enebro, dos tragos por cabeza nada más. ¡Páter Gabriel, páter Manuel, el Te Deum!
- Te Deum laudamus / te Dominum confitemur / Te aeternum Patrem / omnis terra veneratur…

Nos llevaron el almuerzo al muro y allí comimos, arroz, pescado, soya hervida como novedad, y encurtidos, no había para más. En el campo enemigo, ni un movimiento para intentar recoger a sus muertos. En Kyushu, durante el invierno, el sol se oculta temprano y Gokusan se aprestaba a salir acompañado por varios centenares de hombres.

- Gokusan – le dije, señalándome los pies, e hincando con el índice la palma de la mano varias veces, para luego volver a señalarme los pies – ¡geta, geta!
- Arigato, Haisha-San – dijo haciéndome una reverencia.
- Gokusan, anata, motte kuru, tanageshima teppu – y lo señale, luego señalé repetidamente el suelo y finalmente hice el ademán de disparar.
- Jai, Haisha-San. Teppu, yumi, katana, kabuto, yoroi – y mientras hablaba, repetía los ademanes de disparar arcabuz y arco, dar un mandoble, calzarse un casco y ponerse un peto.
- Jai. Ahhh, Teki – di un silbido cuando me pasaba la palma de la mano por el cuello, signo universal de degollina – anata kaunto teki shi. Tu contar enemigo muerto.
- Jai, Haisa-San – dijo con una sonrisa cómplice – ¡Jai!

Luego de calzarse con los zuecos, salieron silenciosos amparados por la penumbra de la noche. Pocas horas después regresaban los primeros hombres con el botín. Aparte de los 500 tanageshimas, una centena de arcos en buen estado, carcajs llenos de flechas, varios miles de lanzas, puntas de lanzas y cuchillos, innumerables cascos cónicos, petos, kabutos, armaduras completas, y por la medida pequeña, 4000 espadas entre largas y pequeñas. Bajas enemigas en el campo de batalla: 4,692, ahora todos muertos. Ciertamente no contabilizamos las 4,692 kinchaku, las bolsas de dinero y su contenido tradicionalmente se quedan con quien las obtuvo, sin preguntas, y en Minami Arima se respetó dicha costumbre.

Casi tan importante como el dinero pillado, fueron las bolsas de comida. El ejército del Shogún estaba bien aprovisionado, cada soldado caído tenia atadas a la cintura una bolsa llena de pan mochi, y otra de arroz con alguna carne, pescado o ave, además de una botellita de sake. Ordené que los panecillos que aún quedaban fuesen llevados de inmediato a los hombres que guarnecían el muro. El mochi ofrece un alimento portable, energético y que dura varios días, además dicen que afina el intelecto y los reflejos de los soldados.

El agua era otro de los problemas. El pequeño rio Minamigawa se había secado llenando los tres fosos defensivos. Había dos pequeños manantiales y nada más, por lo que recolectar el agua de la lluvia era esencial. Afortunadamente en Kyushu, la lluvia no era escasa, y una vez que los industriosos nipones se dieron a la labor de recoger agua, tuvimos un flujo constante, aunque apenas suficiente, de este.

Mantener el asentamiento sano tampoco fue demasiado difícil, los japoneses son de por sí, limpios. Fue cuestión de establecer con claridad donde estarían las letrinas, y la norma quedó fijada. Es curioso, no había muchos reparos en que las mujeres y los hombres hiciesen sus necesidades en el mismo lugar, en un país en donde el espacio es escaso y la privacidad, mínima; el aislamiento social necesario era algo más mental que físico: los nipones estaban ocupándose solos, así estuviesen rodeados de gente.

Otra cosa, teníamos un superávit de bocas de fuego. Viendo lo que Diego hacía con Fadrique nos dio una idea para mantener un fuego vivo sin necesidad de más arcabuceros: un hombre con experiencia en el manejo del arma la disparaba, pero dos jóvenes estarían encargados de cargar el arma. Paralelamente, nuestros lanceros entrenaban a los campesinos en el uso de la yari, pues serian importantes a la hora de repeler samurái asaltando las murallas. Y los sargentos de la compañía entrenaban a los samurái en el uso de los bredas.

En el periodo Edo, el uso de armas estaba prohibido para toda persona ajena a la casta guerrera, sin embargo los campesinos hacían mil y un argucias para circunnavegar esta limitación. No podían usar arcos y flechas para cazar, pero usaban hondas (que mantenían ocultas, y solo usaban en los bosques, muy a escondidas de las autoridades); no podían blandir espadas, pero hacían uso de los mayales; las alabardas o partesanas les estaban prohibidas, pero los pescadores usaban sus remos con letal eficacia. Y los que manejaban las podadoras como armas se convertían en rivales muy peligrosos.

Tres días después de la batalla apareció la flotilla de Urquijo, las tres naves principales venían escoltando a nuestros sengokubunes, nuestros astutos comerciantes habían encontrado una forma de comprar arroz chino: cambiaban el grano por plata en la playa de un islote anónimo y desierto del estrecho de Tsushima, así no era necesario molestar a los mandarines anquilosados en su burocracia y sus privilegios. En una semana deberían estar llegando nuestros juncos grandes rebosando de arroz.

Urquijo venía con noticas concretas. Los holandeses usaban el puerto de Hirado como puesto mercantil. Estaban aprovisionando desde meses atrás a los clanes del sur de Kyushu, Shimazu sobre todo, con armas de fuego, por lo que los rumores de un intento de invasión a Formosa o incluso, las mismas Filipinas, era ahora creíble. Lo peor, es que en Hirado se había concentrado una flota hereje considerable, no solo en número, sino también en entidad: galeones grandes de combate y no comerciales, y monstruosos buques de la Compañía de las Indias Orientales, equiparables en tamaño a las barcas de Siberia o al Galeón de Manila. Además, para hacer número y despistar a nuestros agentes en Flandes, la Compañía de Indias, estaba comprando numerosos buques en Inglaterra, de más calado y mayor desplazamiento.

En unos días, completamos el reequipamiento del Mártir Nicolás Pieck con una batería uniforme de semi-culebrinas de a 12, y terminamos las reparaciones de la zabra. Nuestro kobayabune Veloz no pudo ser reparado y fue desguazado para utilizar las tablas que pudieron rescatarse. Los filobotes estaban listos para usarse, pero no teníamos marineros suficientes. Y todos nuestros sengoku habían salido a buscar comida donde quisiesen arriesgar el pescuezo por comerciar con nosotros.

Nuestros problemas se agravaron casi a fines de Enero. Los vigías que teníamos apostados en la costa vieron acercarse barcas desconocidas, primero algunas kobaya, luego decenas sino centenares de hayabune de pesca, y finalmente unos pocos sengoku pequeños llegaron desde Shimoshima, en la proa de cada embarcación, había una cruz de madera. El resto de los kirishitan de las Amakusa estaba desembarcando en San Lucas.

La población de nuestro asentamiento casi se triplicó en una noche, dar de comer a quince mil bocas es muy diferente a hacerlo con cuarenta mil. Y aunque ganamos tres mil quinientos mil ronin más, solo sumamos quinientos arcabuces y doscientos arqueros. Amakusa Shiro tenía una influencia enorme, y aunque no era un líder militar, su ascendencia sobre su feligresía era tan grande que no tuvo que repetir dos veces la orden de embarcar hacia el Castillo de Hara, cuando ya se habían hecho a la mar.

Nos enteramos que los kirishitan de Shimoshima habían derrotado a Tobee Miyake, el daiko de los Teresawa y habían conseguido encerrarlo en el castillo de Tomioka. Esta fortificación se mostró demasiado fuerte para los ronin cristianos, y cuando llegaron los refuerzos del daimio desde Kurutsu, comenzaron una campaña de exterminio de cualquier aldea que se hubiese plegado al alzamiento, voluntariamente o a la fuerza, cristiana o pagana. Luego de unos días de terror y muerte, Amakusa Shiro no ordeno resistir o prepararse al martirio, ordeno aproar a Hara-Jo porque el Espíritu Santo le había dicho que ahí estaba la salvación. Así que embarcando en un sengokubune, luego de una corta navegación invernal, Masuda Shirō Tokisada, su estandarte y sus capitanes, llegaron a Minami-Arima.

- ¡Lovvado seia o Sanctissimo Sacramento! – saludo ni bien llegar- ¡Arigato gozaimasu, Frates! ¡Domo arigato!

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Los acomodamos como pudimos, y pusimos a hervir arroz pues muchas madres apenas podían calmar a sus niños llorando de hambre. Los jefes militares de Jerónimo Francisco que era el nombre castellano de Shiro, entre ellos su padre, tenían experiencia y devoción, aunque no todos eran trigo limpio. Ya veríamos cuál era su desempeño.

No tuvimos que esperar mucho, el día de los Santos Timoteo y Tito, mientras escuchábamos los tambores teiko llamando a combate desde el campamento del Shogun, veíamos velas acercarse desde el norte, desde el oeste y desde el sur. La guerra continuaba.


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reytuerto
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Mensaje por reytuerto »

Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M. el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.

Capítulo XXXVII
Donde se cuenta el inicio del sitio de Hara


Dilectísimo lector, os he de contar, que durante el rescate de los cristianos de Cipango, los que vivimos esas jornadas terribles y gloriosas inventamos una lengua que fue como volver a los tiempos inmediatamente después que Dios castigó la soberbia de Nimrod y de los hombres que construyeron la torre de Babel. Esa jerigonza haría avergonzar al sabio Nebrija por maltratar tanto la hermosa lengua de Castilla, como a la cortés lengua de los japoneses. Pero era la replana con la que nos entendimos durante el tiempo que duró el asedio. Verbos infinitivos castellanos, pronombres japoneses. Órdenes militares de una palabra en español o en japonés, al igual que la comida o las armas. Y lo que no se entendía con palabras, se adivinaba con gestos. ¿guacarimasu ca?

Como os referí en páginas anteriores, pese a salir victoriosos primero contra el tirano de Shimabara, luego contra los bajeles herejes y nuevamente contra todo el ejército del válido del rey de Japón y sus vasallos de los feudos del sur, la situación en San Lucas era difícil. Don Francisco nos explicó que el Almirante Urquijo debía mantenerse navegando para no quedar atrapado, además de evitar que los holandeses nos bloqueasen y nos cañoneasen desde el mar. El señor Goto, ahora lugarteniente de mi maestro, ha calculado en más de cien mil al ejército enemigo. Agravando la situación, desde las islas Amakusa, las que están al otro lado del mar, una multitud de kirishitan arribó a nuestras costas, y ninguno vino con un pan bajo el brazo. Pero tal como Fray Martín de Porras nos enseñó, la caridad se ve en la escasez, y la Providencia nunca ha de faltar si se tiene fe.

Los días de calma, se aprovechaban para mejorar las defensas, por el lado del mar se montaron 4 semi-culebrinas más. Diego resultó siendo muy bueno con el mosquete y pidió un lugar en la línea de fuego, mi maestro no accedía ni quería oír hablar de eso y fue necesaria la intervención de Doña Marina para que diese su brazo a torcer, pasando el muchacho a servir en la compañía personal de Don Francisco. Isabel, nuevamente su madre tuvo que intervenir, se convirtió en la auxiliar de Fadrique, y ella no era la única mujer que lo hacía. Aunque los hombres que manejaban un mosquete o un arcabuz, seguían sin protegerse, acaso un casco de curiosa forma cónica, casi todos los lanceros y arqueros se habían hecho de alguna forma de coraza. Y todos estábamos armados, incluso yo me había hecho de un juego de dos magníficas espadas japonesas que llevaba al cinto a la usanza de los guerreros de aquí: una larga llamada catana y otra más corta, el guaquisachi.

Sabed lector dilecto, que la gula no contaba entre los pecados de San Lucas. Apenas comíamos un tazón de arroz con té por la mañana (Doña Marina insistía en que debíamos beber infusiones calientes), otro tazón de arroz con pescado crudo o, una vez por semana, un tazón de sopa de pescado a medio día y otro tazón de arroz por la noche. Con suerte, a veces nos tocaba comer un potaje de unas judías redondas que aquí conocen como soja, otras nos tocaba encurtido, y muy contadas veces, Don Francisco autorizaba dar fruta seca. Las familias que tenían la suerte de tenerlas, atesoraban alguna botella de un líquido negro y salado que llamaban shoyu que utilizan con parquedad para dar sabor al pescado o marisco, o a la sopa. Había poca agua, pero lo suficiente como para calmar la sed de todos. Mi maestro insistía en mezclar el agua con vinagre o con el licor de enebro de los herejes. Hacía frío, y todos nos arremolinábamos alrededor de los fuegos en donde se hacía el arroz o se hervía agua para las infusiones.

Antes del alba del día de los santos Tito y Timoteo, en las líneas de los enemigos de la fe, comenzaron a batir los tambores, y al rayar el sol, vimos las banderas agitarse desde la tienda de su general. Vimos incontables compañías salir y formar haciendo una línea continua paralela a todo lo largo de nuestro muro externo. Luego, sacaron largos escudos, pavesas enormes capaces de cubrir 12 o 15 hombres a la vez, también sacaron muchas pasarelas de madera, capaces para que transite un hombre corriendo a la vez, y anchas escaleras de bambú grueso. Otra vez iban a intentar asaltar las posiciones cristianas.

Pero no solo por tierra, innumerables velas se veían a todo lo ancho del horizonte. Y desde la torre del castillo, presenciamos una carrera entre nuestros juncos que venían desde la China y barcos de guerra japoneses. No os dejéis engañar por la forma rechoncha y el fondo plano de un junco, son sorprendentemente rápidos cuando cogen un buen viento por la aleta, pero no le pidáis que sean ágiles cuando tienen el viento en contra, pues en ese brete lo mejor que pueden hacer es arriar las velas. Y esa era la situación, los nuestros en fila aprovechando el viento, los paganos remando a más no poder.

Para más inri, los buque de Urquijo habían salido a dar escolta a los sengokus Monserrat y Aránzazu ni bien estos terminaron de descargar, pues en su sapiencia, el Almirante estaba presto con sus cañones por si los comerciantes chinos en lugar de llegar con víveres, llegaban con piratas. Empero, Urquijo esperaba encontrarse con los juncos en su viaje de retorno y pese a haber calculado bien los tiempos, en la inmensidad del mar, se habían cruzado sin ver.

Los 4 cañones del Mártir Nicolás, puestos todos en la misma banda, se sumaban a las defensas del puerto mientras no tuviese gente suficiente como para salir a la mar. Encabezando la fila, el Rocío entró en Minami Arima sin problemas, cuarenta minutos después hizo lo propio el Candelaria. Pero el Almudena tuvo que ser protegido con la artillería del puerto, pues los buques nipones estaban pisándole los talones. Desgraciadamente, al Atocha lo abordaron casi ante nuestros ojos, los nuestros no podían esperar piedad, pues sus captores eran piratas de conocida crueldad provenientes de un reino vasallo del señor de Cagoshima, situado en unas islas al sureste. La cristiandad había perdido un barco, y nuestras barrigas, su carga.


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Pero siguiendo las aguas de los piratas, estaba la flota de guerra de Satsuma en pleno: 3 barcos grandes, 14 medianos y no menos de 60 entre piratas y menores. Venían a apretar el cerco, y no iban a dejar que entrase o saliese ni siquiera un bote de dos remos. Después nos enteramos, que los barcos grandes o ataquebunes, sólo los tiene el Shogún pero los usa para deslumbrar a los daimios navegando en las aguas de Edo, exhibiendo su poder y opulencia; pero los de Cagoshima son los mejor armados de todos: 8 cañones de a 4 y un centenar de arcabuceros y otra de arqueros a lo largo y ancho de 3 cubiertas. En cambio, los medianos aquí conocidos como sequibunes, aunque menos armados eran el caballito de batalla para todo menester, siendo capaces de navegar río arriba, atacar a un buque mayor en concierto con otros, o a buques de igual o menor porte en solitario, y servir de transporte rápido y cuartel para cuatro docenas de arqueros o arcabuceros

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Para empeorar las cosas, desde el mar de Ariaque, una flota de 16 sequibune del clan Hosocagua se acercaba para contribuir al cerco. En mala hora vimos a la lontananza a los buques de Urquijo escoltando a la pareja de sengocus. Para entrar en Minami Arima tendrían que atravesar la flota combinada de Satsuma y Cumamoto.

Mientras en la mar, el Almirante Urquijo aprestaba sus armas, por tierra, nuestros cañones comenzaron a disparar a su máximo alcance de media milla. Pese a haber escarmentado, y enviar a sus soldados en formaciones menos prietas, las balas de 8 y 4 libras hacían una carnicería en los paganos. Pero se las ingeniaron para llegar hasta los fosos y poner las pasarelas, mientras detrás de los escudos que llegaron hasta allí, arqueros y arcabuceros disparaban sin cesar hacia nuestras posiciones. Sin embargo, el suelo estaba tapizado de cadáveres, pues cada vez que se lanzaban a cruzar de un foso a otro, desde el muro nuestros mosqueteros y arcabuceros hacían un fuego vivísimo, que hacía que su progresión sea penosísima.

Cuando los atacantes llegaron a último foso una lluvia de granadas les cayó encima. Estas granadas no eran de hierro como en España, eran de loza y estaban rellenas de guijarros finos, las había de dos tamaños, las unas grandes como melones, las otras como naranjas; unas las lanzaban con un artilugio salido de los libros de Vegecio, otras a fuerza de brazo. Pero grandes o pequeñas, todas eran mortales, sobre todo en los enemigos apretados entre el foso y el muro.

Mientras las tropas del Shogun no cejaban en su intento de forzar nuestras defensas, vimos que las naves del Almirante habían replegado parte del trapo, señal de combate inminente, y mientras sus dos barcos más pequeños protegían a los transportes y su valiosa carga, el San Cosme y la Santa Apolonia a la vanguardia empezaron a cañonear a los buques enemigos conforme se iban acercando a San Lucas. Desde donde estábamos, se veía como un cuchillo caliente cortando mantequilla: No importaba el tamaño del rival, grande, mediano o chico, apenas entraba en contacto con la artillería cristiana, quedaba convertido en un montón de astillas flotantes. Los cañones de los atakebunes japoneses, letales si se enfrentaban a buques semejantes, no ofendían el recio maderamen de nuestros buques. Las cubiertas niponas atestadas de guerreros, eran barridas por la metralla con impunidad. Y bajel pirata que intentaba acercarse a nuestros sengokus, eran hundidos sin mucho trámite por el Derna e incluso por la zabra, el más pequeño de nuestros buques que era el que cerraba la formación española. En las tres horas que duró el combate en la mar, desde su aparición en el horizonte hasta la entrada a puerto bueno de Urquijo había destruido a la flota de Satsuma.

En el muro, la lucha arreciaba, el enemigo con tozudez ejemplar había llevado sus escudos muy cerca y se acercaban los hombres con escaleras, que recibieron la atención de los mosqueteros. Y aunque sus escudos defendían en contra de las flechas, el fuego de los arcabuces hería a los que estaban debajo y detrás. Pero los nipones no eran mancos, sus arqueros eran diestros y en nuestras filas se contaron muertos y heridos, a Dios gracias no muchos, mucho menos que los que les estábamos infligiendo, pero ellos eran muchos y nosotros, pocos.

Cuando estaban listos para lanzarse al asalto, Don Francisco dio la orden y innumerables botellas de fuego griego cayeron sobre los paganos, los cuales en anticipo de las penas que les tocará en el infierno, ardieron en medio de gritos espantosos. Si nuestros cañones, mosquetes y granadas no los habían hecho retroceder hoy, el fuego griego lo consiguió. Cuando vimos que desde su tienda, las banderas de su general se agitaban sin pausa, y la marea humana retrocedía hasta el foso más externo, supimos que tanto en tierra como en mar, el día de los santos Tito y Timoteo, desde que rayó el sol hasta que el astro rey se puso, será recordado como una victoria de la Cristiandad.


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Domper
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Mensaje por Domper »

Había dejado la histoia pendiente, a la espera de ver que hacía con los nipones el cirujano, pero el buen señor debe estar de puente, así que sigo yo con lo mío.


—Tuvimos la fortuna de que al Koprulu de los huevos no le cabía en la cabeza más de un pelotón. Como debía tener las orejas calientes de cómo se las puso su jefe, ordenó un ataque inmediato.

—Don Félix —interrumpí—, el general Sampedro relata que el pachá Elmes tuvo que enviar un mensajero con la orden y un pañuelo de seda, para que supiera que, si no obedecía, sería estrangulado.

—No sé si sería eso, o si bastó con un par de berridos, que finuras como eso del pañuelito no se estilaban en medio de una batalla. Fuera como fuera, el pachá Amjazade Koprulu debió darse por enterado porque lanzó contra nosotros todo lo que tenía, aunque sin orden. Primero envió a sus caballeros, sin apoyo, y sin pensar que el campo estaba cubierto de los cadáveres de las bestias que habíamos matado un rato antes. Además, los envió por la orilla del río, ya que el barranco que teníamos delante le debió parecer más empinado de lo que era. El caso es que entre los restos de la carga anterior y los caballos que caían por nuestro fuego se formó un desbarajuste que la metralla de los obuses convirtió en picadillo. Unos pocos consiguieron sobrepasarlo, pero en lugar de seguir hacia la batería prefirieron evitar su fuego y se enredaron con otro regimiento que estaba saliendo del barranco. Imagínese el blanco que ofrecían a nuestros fusiles de repetición todos esos jinetes parados y desorientados. Dieron un par de vueltas, no se atrevieron a cargar, y se retiraron, pero sin alejarse mucho, que el que los mandaba tenía sentido común. Era otro Koprulu que se llamaba Fazil Mustafá y que daría qué hablar.

—He de decirle que a ustedes en Palestina les tocaron los mejores turcos.

—Así fue, para nuestra desgracia —me confirmó Don Felix—. De no ser por lo corto que era el Amjazade no sé yo si estaría aquí. Según Sampedro, si Fazil Mustafá obedeció la orden de su primo de ir por delante fue por disciplina, pero en cuanto vio el efecto que nuestras armas tenían en sus filas ordenó cesar el ataque, pero sin retirarse mucho, ya que tras él iban los cuadros turcos.

—¿Cuadros, a esas alturas?



Barrau pensó que la dichosa lluvia, que cada vez arreciaba más, al menos servía para que no hubiera polvo. Por eso vio acercarse los bosques de lanzas. Con incredulidad, pues aun recordaba como el coronel Quigan las ponía a caldo en la Academia. Aun le parecía escuchar sus palabras desde el estrado.

—Tengan en cuenta que la experiencia de la batalla es la más terrible que puede vivir un hombre. Imaginen el terror, los gritos y el tremendo ruido de las armas de fuego, yver acercarse al enemigo mientras tus amigos caen con heridas horribles. El hombre es un ser gregario y tiende a arrimarse a los suyos. Luchar solo, o en pequeños grupos, es para soldados bien preparados. Los del montón prefieren amontonarse y empujar a los de delante.

El teniente recordó que un compañero había contestado que el número daba fuerza, pero el coronel le señaló lo errado que estaba.

—Esas masas de soldados solo superan a masas aun menos preparadas. Sin embargo ¿Recuerdan las lecciones que les di sobre las legiones romanas? En lugar de formar una falange, que es el equivalente a los cuadros, luchaban en pequeñas formaciones y, tras romper las lanzas enemigas, se metían en medio de las masas y las masacraban. Lo mismo pasa ahora. Supongan que organizan un cuadro con seiscientos soldados, con un frente de treinta y un fondo de veinte ¿Cuántos combaten? No, señor Díaz, todos no. Solo los de las tres o cuatro líneas de delante podrán esgrimir sus picas sobre los hombros de sus compañeros. Las filas de detrás solo están para empujar y reponer bajas. Si se acompañan de mosqueteros, solo los de delante pueden disparar. Ahora bien, piensen en el efecto que en uno de esos cuadros puede hacer un bote de metralla. Incluso la bala de uno de sus fusiles atravesará a varios soldados. En el campo de batala moderno, los cuadros son propios de tropas mal entrenadas y de jefes ineptos.

El teniente recordó como calificaba el coronel Quigan a los que empleaban esas formaciones anticuadas. Seguro que tendría un par de cosas que decir del turco de enfrente, pero es muy fácil soltarlas desde el estrado. Barrau contó seis cuadros que se acercaban. Se santiguó y ordenó a sus hombres que se pusieran a cubierto y se prepararan para disparar. Además, mandó un mensajero al capitán Izquierdo para que les llevara municiones. Seguro que las iban a necesitar.

Afortunadamente, parecía que los turcos se tomaban su tiempo. Avanzaban a un paso cansino, seguramente por no desorganizarse. A medida que se acercaban pudo verse que eran tropas veteranas, al menos por la manera de moverse: aunque había un núcleo central de piqueros que se movían en un cerrado cuadro, estaban flanqueados por líneas de arqueros y de arcabuceros. A ambos flancos y por delante iban masas de irregulares, con algunos sargentos, o savus, que así los llamaban, que los retenían para que no se adelantaran demasiado. Lo malo era que los jenízaros eran famosos por su habilidad, no solo con armas blancas, sino con las de fuego y con los arcos. Serían muy peligrosos sin conseguían acercarse. Sin embargo, si sus hombres disparaban desde tan lejos apenas conseguiría efectos, cuando poco después iban a necesitar hasta la última bala.

Los turcos aun estaban lejos para los fusiles cuando un estampido despertó a Barrau de sus ensoñaciones: había disparado la batería de Guirao. Esta vez, como los infantes iban despacio, costó menos ajustar la distancia, y las granadas de metralla empezaron a segar vidas. Con satisfacción, pero también cierto horror, el teniente vio como, tras una andanada, se formaron cuatro nubecillas frente a un cuadro, y al momento cayeron los otomanos, fila tras fila, como fichas de dominó. Aun así, los demás siguieron adelante, cerrando las filas para reponer los espantosos huecos, y con los arqueros llenando los espacios entre los cuadros. Serían paganos, pero no les faltaban redaños.

Cuando estaban a trescientos metros Guirao ordenó cambiar a los temibles botes de metralla. Entonces, los sargentos turcos no pudieron contener más a los irregulares, que se adelantaron, aunque no a la carrera, que la distancia era larga. Cuando se acercaron al barranco, Barrau ordenó disparar, apuntando no contra los voluntarios, que consideraba menos peligrosos, ni contra los cuadros, que los obuses estaban destrozando, sino a los arqueros y mosqueteros. Solo cuando los irregulares cruzaron el barranco, que a esas alturas debía ser un cenagal de sangre y vísceras, el teniente dirigió el fuego hacia ellos. Bastó para que recularan e intentaran refugiarse en la depresión del arroyo.

Allí encontraron protección, pero solo durante unos segundos, pues cuando el primer cuadro llegó al barranco y empezó a descender por la ladera contraria, los granaderos empezaron a lanzar proyectiles a la hondonada. Barrau vio caer algunas picas, y como bailaban las demás, claro signo de temor. Aun así, los turcos volvieron a superar el borde, solo para ser recibidos por disparos de metralla a bocajarro, que a tan corta distancia arrancaban huesos y dientes que se convertían a su vez en más metralla. De tal manera que los turcos quedaron atrapados en el suave foso, en el que seguían estallando las granadas.

Por entonces, la lucha había dejado de ser unilateral. Desde el otro lado los arqueros lanzaban nubes de flechas que caían como granizo: al menos, la distancia no les permitía apuntar bien, y parapetos y morrales proporcionaban cierta protección. Empezó un duelo entre arqueros y tiradores en el que se impusieron los Sulcis de repetición y los Mieres de mira telescópica, pero no sin que cayeran españoles.
Al mismo tiempo, dos cuadros siguieron por la orilla del río, intentando evitar la trampa de sangre que a esas alturas era el pequeño barranco. Sin embargo, se encontraron con los cadáveres de los caballos, que desorganizaron las líneas. Los fusiles de la sección de Villegas cobraron un peaje en sangre por cada metro; aun así, consiguieron acercarse hasta ponerse al alcance de las bombas de mano. Fue demasiado y, finalmente, los turcos soltaron sus picas y escaparon a la carrera.

Mientras, Barrau se encontró con que la caballería volvía a la carga por la izquierda. No iba directamente hacia la posición, y el teniente imaginó que tenían la intención de rodearlos. Sin embargo, ocurrió algo parecido a lo del río: entre los animales muertos en el combate anterior y el cansancio, los jinetes tuvieron que moverse al paso para no perder su cohesión. Los fusileros se cebaron en las pobres bestias y, cuando llegaron a veinte pasos, fue el momento de las bombas. Si la metralla ya era eficaz contra soldados, contra animales tan grandes era temible. Una vez en el suelo, los jinetes se convertían en blanco de los fusiles. Finalmente, también la caballería se retiró.



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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

Ya que seguimos sin noticias de Gurb, digo, de Oriente...


—Sí, al Amjazade ese no se le ocurrió mejor idea que desperdiciar a sus magníficos jenízaros, los pocos que les quedaban a los turcos. El tipo no lo hacía por capricho, sino por seguir los consejos de suecos renegados que se habían calzado el turbante con la intención de vengarse de los victoriosos españoles. Pena era que esos tipos no sabían que sus tácticas llevaban medio siglo de atraso; o tal vez lo sabían, pero les quedaba un poso en la conciencia que no les dejó decírselo al turco. En cualquier caso, el que teníamos delante no lo sabía, y tampoco se le pasó por la cabeza cuestionarse lo que le decían, o preguntarle a algún superviviente de los Balcanes. Aunque la verdad es que Lazán había dejado pocos.

—Siempre conviene tener enfrente un enemigo tonto.

—Desde luego —convino conmigo Don Félix—. Mejor todavía si lo mismo se queda paralizado que se convierte en un alocado cazador de gloria. Tuvimos fortuna que Elmes Mehmed le encomendara el mando del cuerpo que tenía que cerrar la trampa.

—Llama la atención semejante error ¿Usted cree que fue por motivos políticos?

—Pues no lo sé —respondió mi anfitrión—. Desde luego, Sampedro se inclina pensar que fue por el favoritismo, que la familia Koprulu conservaba gran influencia. Ahora bien, también apunta como posibilidad que ocurriera algo parecido a del conde de Grajal, que el que se desempeña bien como subordinado fracase en un puesto de mayor enjundia. Creo que lo llaman el Principio de Pérez. En cualquier caso, la combinación de nuevas armas con la nueva táctica española ya había sido una letal sorpresa para los turcos en el Danubio, pero de ahí pocos habían salido. Los que teníamos en Palestina no se hacían idea de la eficacia de nuestro fuego. Solo a Elmes Pachá se le había ocurrido como contrarrestarla, pero no le resultaba fácil que los demás pachás le obedecieran. Además, estaba el problema de sus armas de fuego.

Algo había oído yo, pero preferí que me lo explicada Don Félix.

—El general Sampedro describe en su obra el panorama que se encontraron los asesores suecos —siguió contándome—. El ejército turco nunca había tenido suficientes, y tras los reveses de los Balcanes no quedaba casi nada. Los mosquetes los atesoraban los jenízaros, y para los demás apenas quedaban unos pocos arcabuces de mecha, que ese día mal funcionarían con la lluvia. Así que, en lugar de organizar regimientos de mosqueteros, tuvieron que formar los obsoletos cuadros que con tanta facilidad había derrotado Gustavo Adolfo en su día.

—La obra de Sampedro es imprescindible.

—Sí, —respondió Don Félix—, debiera estar en todas las bibliotecas.

—Me decía —pregunté— que los jenízaros tenían mosquetes.

—Sí, bastantes, y también pistolas. Lo más peligroso era que se habían hecho con algunos mosquetes rayados. Se dice que habían sido venecianos los que se los vendieron. Yo no sabría decirlo. No seré quien justifique a esa ciudad traidora, pero los turcos ya habían sufrido el efecto de los fusiles rayados en la guerra de San Gotardo, y armeros, tenían. El que piense que un tipo es tonto por llevar una toalla en la cabeza, demuestra ser todavía más tonto. Esos mosquetes y fusiles también acusaban la humedad, pero no tanto como los arcabuces de mecha que llevaban tantos turcos.

—¿Amjazade hizo formar cuadros a los jenízaros?

—Sampedro dice que sí, pero yo no vi si los cuadros eran de jenízaros o de lechuguinos. Tengo entendido que cuando Amjazade soltó semejante sinrazón, el agá jenízaro le contestó que nanay, y que los dichosos cuadros eran de regulares, mientras los jenízaros se dedicaban a importunarnos. Pequeños grupos de arqueros lanzaban más y más flechas a voleo. Además, esos cabritos se metían en barrancos o tras cualquier árbol para dispararlas por elevación, con poca puntería, pero sin exponerse. Otros jenízaros se arrastraban con sus mosquetes cargados, le reventaban la cabeza a algún incauto, y luego se volvían para recargar a cubierto.

—No sabía que los jenízaros fueran tan hábiles.

—Recuerde que eran soldados profesionales y que llevaban toda la vida en armas —me explicó el viejo soldado—. Las maniobras del marqués de Lazán le habían permitido destrozar a los que se encontró en los Balcanes, pero los de Palestina eran los últimos que le quedaban al turco, y le puedo asegurar que eran muy buenos. Además, también la caballería otomana se unió a la fiesta: unos, vigilando de cerca la ocasión de cargar, y otros, lanzando todavía más flechas. Sin embargo, se encontraron con nuestros fusiles de repetición. Disparaban tan deprisa que había plomo para todos, y los obuses también repartieron metralla. Además, con las granadas de fusil pudimos sacar a los turcos de esa vaguada por la que ya solo bajaba sangre. Lo triste fue que una migaja de todo ese plomo que volaba le arrancó una mano al Amjazade, y el agá jenízaro lo sustituyó. Ese pagano, que se llamaba Balli Mehmed, era bastante más sensato que el Koprulu. Ordenó suspender el ataque, pero dejó a sus arqueros y tiradores para que siguieran dando la murga.



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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Cuando el Almirante Urquijo desembarcó, pese a sonreir por la abrumadora derrota infligida a Satsuma y en menor medida a Kumamoto, ni él ni sus capitanes estaban alegres, porque sabían que su victoria no volvería a repetirse.
- Entonces Almirante, ¿vos pensáis que los paganos no os volverán a confrontar? – pregunté.
- No, Don Francisco, por más que desde mis cubiertas y desde vuestro muro gritéis “otro toro”, no creo que el mandamás de los nipones lo haga. Ya ha visto que no habrá diferencia si nos quiere cercar con 70 o 300 de sus buques, contra una andanada de una zabra, el mayor de sus barcos, no tiene la menor oportunidad. Y mayor velocidad solo la tiene si hay calma chicha, y como veis, aquí sopla un viento constante, cosa que hace que sintáis frío hasta en el hueso a los que estáis en tierra, pero que a mis barcos les da la ventaja siempre. A remos solo nos superan si estamos a palo seco, por eso es que no podemos permitirnos estar en puerto mucho tiempo. Si los nipones salen a la mar a combatirnos, será cuando vengan los holandeses.
- Don Francisco, contad con que los herejes han de venir – agregó Don Marcial- nos hemos enterado que el noble de Hirado no ha mandado tropas, por lo que supone que su cuota será cubierta por los holandeses.
- ¿Sabéis cuantos buques mayores tienen en ese puerto?
- Por lo menos 6. No van a arriesgar nuevamente una pinaza en contra de mis buques, pues han aprendido a las malas que sólo pueden contra la San Esteban. Ni pueden alcanzar al Derna, ni pueden enfrentarse a la Santa Apolonia o al San Cosme en grupo y menos en solitario. Sólo sus galeones nos dan guerra, y eso si logran acercarse. La próxima vez que vengan, será con sus buques grandes.
- Y con todos – agregó Algorta – querrán cobrarse la derrota.
- Pero eso no es todo lo malo. Los paganos volverán al asalto –dijo Urquijo con grave asertividad- Si algo hemos aprendido de los japoneses, es que son tenaces. Os intentaran apretar, ved que ahora, sus líneas están más adelantadas. Aun podéis hacer daño, pues no saben cavar trincheras de sitio correctamente, pero a partir de ahora, la guerra será más penosa y lenta. Y ciertamente os lo digo, ahora tienen un respeto por nuestros cañones que antes no tenían, dudo que vuelvan a ofreceos la oportunidad de derrotarlos con la artillería.
- ¿Qué queréis decir, Almirante? - pregunté intrigado.
- Dejad los cañones de 4 libras mirando a tierra, pero llevad todas las semi-culebrinas a defender el mar.
- Pero vos visteis que los cañones de a 8 apenas hacían daño a los galeones holandeses.
- Sí, pero volverán con todo lo que tienen, y formarán dos líneas, una lejana con los galeones, y otra más pegada a la costa con las pinazas. Las piezas de a 8 podrán con éstas.
- Y vos, intentareis con el San Cosme y la Santa Apolonia evitar que los galeones hagan mucho daño.
- Mientras el buen Echevarría busca presas y Ezcurra protege nuestros buques que intentan mantener San Lucas alimentado.

Mientras los juncos descargaban con la mayor velocidad que podían, descubrí con alegría que no todo era arroz, había muchos canastos con naranjas, limas y limones, que por ser invierno, se consiguieron barato, lo que alejó por un tiempo el fantasma del escorbuto. También desembarcaron té, soja, vinagre de arroz, alubias rojas y algo de azúcar.

Consciente del riesgo de estraperlo, decidí conversar con Gokusan. Seriamente.
- Gokusan, Dios con vos.
- Dios con vos, Haisha-San.
- Anata –lo señale con el índice- saber shiru, comida –hice el gesto de comer con palillos- kome, sukoshi –señalando el suelo repetidamente- Minami Arima.
- Jai, Haisha-San.
- Anata – Ie uru, no vender, kome, ie uru daizu, ier uru sakana.
- Jai – se puso la palma en el pecho- yo no vender comida. Ue wa dare ni tottemo onaji
- Jai – no le entendí mucho, pero me dio a entender que si había hambre, sería igual para todos – Jai, Gosukan. Watashi mo – y le hice el gesto de no comer. Arigato.

Supuse que sería leal, era un marginado cuasi delincuente, pero se regía por férreos códigos, y en caso de catástrofes, colaboraría como el que más. Nos despedimos en paz.

No dejaba de darme admiración y respeto la determinación de los pescadores, algunos tripulando los hacchoro más grandes se arriesgaban hasta las Amakusa para regresar rebosantes de caballa, sardina o bonito; otros tripulando botes de 2 o 4 remos, se alejaban por la noche a 10 millas de la costa para regresar con calamares. Todos arriesgando su pescuezo, porque no podían esperar piedad si los atrapaban. Sin embargo, los balleneros y sus coloridos botes, no habían salido a la mar.

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Intrigado, pregunté la razón. Me respondieron como quien responde una obviedad: no era temporada, las ballenas no se acercaban a la costa. ¡Los balleneros japoneses no tenían buques madre, los botes operaban desde la playa y todo lo hacían a fuerza de remos! Y para alcanzar una ballena, incluso una cansada luego de una persecución, mínimo debían alcanzar picos de 8 nudos, bastante más que cualquier velero navegando en aguas confinadas.

Esa noche, conversamos Urquijo, Echevarría y yo. El Derna debía incursionar en Nagasaki, y no solo mostrar bandera, sobre todo debía causar el mayor daño posible sin arriesgar el barco, y desprestigiar a los holandeses de Hirado. Con una tripulación aumentada con japoneses bien armados, la idea era traer a Minami Arima cualquier cosa que flotase, japonesa u holandesa, con comida adentro. En tanto, la San Esteban, debía proteger a nuestros pescadores, y los dos buques mayores, patrullar las aguas en torno a nuestro asentamiento. Al dirigirse a su buque, conversé con el Almirante, pues una idea no dejaba de rondar mi cabeza:
- Don José Mario, ¿vos que pensáis del uso de los bajeles de fuego?
- Pese a lo que dicen los pérfidos, la Grande y Felicísima Armada, no fue mermada por tales artilugios. Pero con buen viento, contra un enemigo en puerto, pueden dar un buen susto.
- ¿Y contra un enemigo en mar abierto?
- No, no Don Francisco. No hay forma de guiar el bajel, ni de manejar las velas.
- No, Don José Mario – lo mire con fijeza – no pensaba en un bajel a velas, un bote a remos, con timonel.
- ¡Tendrían que estar locos! Volarían con el bajel.
- No si abandonan el buque instantes antes.
- Sería apostar ducados contra maravedís en contra de la muerte.
- Esa apuesta se puede dar en situaciones desesperadas.
- Muy desesperadas. Es diferente ser voluntario para un lance peligroso, a uno del que se sabe que no va a regresar vivo. Decidme, ¿en qué diantres estáis pensando?
Tenía que hilar muy fino. Evidentemente Urquijo no tenía idea de lo que era un Kaiten o una lancha Shin-yo, ni de las MTM en la bahía de Suda.
- En las Termopilas…
- Yo sé del sacrificio heroico de los paganos, pero nosotros somos cristianos.
- Os concedo razón, si deseáis un ejemplo cristiano, ahí está la defensa del fuerte San Elmo durante el gran sitio de Malta. Los defensores sabían que no había muchas posibilidades de vencer, y que no iban a salir vivos de la ratonera en donde estaban metidos. Era un sacrificio voluntario. Estoy pensando en un bote que se aviente contra un galeón calvinista, a fuerza de remos y con un hombre decidido a prender la mecha.
- Conversad con alguno de los curas, porque eso más me huele a morir como romanos, que morir como cristianos. Pues lo que habéis pensado es diabólico, pero debe funcionar sin que intervenga el azar que rige a un bajel de fuego.
- He pensado que cada remero puede tener un pequeño barril para que flote hasta que un bote que viene siguiendo las aguas del primero, lo rescate.
- Estas aguas son tan frías como las del Cantábrico. En menos de lo que dura una misa un hombre está muerto.
- Será motivo para que los que boguen en el bote de atrás lo hagan con más afán.

En esas disquisiciones, nos llegó el día de Santa Apolonia. Cuando vimos cruzar al rápido jatch holandés sabíamos que en horas, aparecerían las velas calvinistas en pleno. Solo la San Esteban estaba en San Lucas. Nuestros buques mayores, habían salido dar escolta a los 5 buques de transporte que nos quedaban y el Derna había salido a hacer su primer recorrido en corso. Algorta tuvo razón, bajo la enseña de franjas tricolores, venían 5 galeones y 6 pinazas. La zabra apenas tuvo tiempo de entrar a puerto, y los hacchoro, la mayoría sin pesca, remontaron el Minamigawa hasta donde se pudo y atracaron sus botes. Estaba por comenzar el tercer combate del castillo de Hara.

Los buques enemigos formaron en dos líneas, tal como previno Urquijo; más a tierra, las pinazas; más afuera, los galeones. Desde la torre del castillo de Hara, los palos de Borgoña se mostraban orgullosos, y nuestros pocos cañones se preparaban para contestar a no menos de 300 bocas. Bruummm! Brummm! Brummm! El cañoneo era infernal. Gracias a Dios, los terraplenes que mandó a hacer el Almirante tenían 4 metros de tierra por delante, que era una protección suficiente, pero los muros del castillo fueron castigados severamente y hubo muchos heridos por las esquirlas y el cascote.

El Mártir Nicolás y la San Esteban, al ancla, devolvían el fuego pero esta vez, el fuego de las pinazas fue haciendo prevalecer su número, y nuestros buques fueron alcanzados una y otra vez. Y los galeones se ensañaron con el asentamiento. Al cabo de dos horas, cesó el fuego, aunque de forma desafiante, fue una de nuestras semi-culebrinas la que disparó al final. Nos habían apaleado duramente.

Muchos de nuestros botes de pesca, vitales para una población asediada, habían sido reducidos a tablas y astillas, nuestro galeoncillo y la zabra estaban desarbolados, pero los cascos resistieron, con vías de agua menores, pero la obra viva incólume. En San Lucas hubo muchos muertos, los holandeses habían disparado a mansalva, pues desde la mar se veía con claridad que ahí solo había chabolas y poco más. Los talleres de herrería estaban a cubierto bajo los muros del castillo y no sufrieron castigo. Dos semi-culebrinas resultaron desmontadas y otra fue alcanzada directamente, reventando. Ninguno de los 10 cañones más grandes fue afectado.

Esa noche, no salieron los botes a buscar calamares y al día siguiente vimos que los holandeses seguían ahí. Pero desde tierra, una docena de cañones se alineaban en contra de nuestro muro, y no necesitamos que los artilleros se quitasen sus chambergos para saber que estos eran pelirrojos herejes. Cuando estuvieron dispuestos, comenzó un duelo entre sus piezas y las nuestras. Esta vez, los malos llevaron la peor parte. Nuestro muro resistió, y las almenas de tierra compactada nos protegieron. Pero estando el enemigo al descubierto, pudimos desmontarles dos cañones. La próxima vez no cometerían el mismo error.

Todos los días, había un duelo artillero entre sus buques y nuestros cañones, no tan intenso como el del primer día, pero no dejaba que reparásemos los daños y seguían matando inocentes. En cinco días ya habíamos enterrado a 800 entre ancianos, mujeres y niños, pero pocos combatientes. Para el día de San Valentín, pasado el mediodía, llegaron nuestros juncos y los galeones holandeses pretendían no dejarlos pasar, o mejor dicho, usarlos como cebo para atraer a la fragata y al San Cosme a un combate desfavorable.

Valientemente, Urquijo y Algorta aceptaron el combate, en tanto Ezcurra trataba de mover a la zabra con la ayuda de botes para enfrentar a las pinazas. Nuestros transportes, con un viento de lado iban a tratar de pasar la doble línea de buques herejes. Los primeros disparos los hizo la Santa Apolonia, que con relativa rapidez y usando palanquetas dejó sin masteleros a dos galeones, el fuego del San Cosme fue aún mejor, pues además de castigar la arboladura, también impactó muchas veces la obra muerta de otros dos buques holandeses. Pero cuando nuestros buques giraron, el galeón incólume continuó en la línea, girando a su vez para ofrecer la batería de la otra banda.

Pero nuestros juncos estaban siendo castigados por las pinazas, solamente el Almudena entró a puerto, en tanto el Monserrat embarrancó en una playa frente al castillo de Hara. Los tres restantes fueron hundidos con su carga, y aunque dos docenas de los náufragos lograron llegar a tierra, el resto se ahogó, o fueron ultimados por los calvinistas. Los galeones no lograron cerrar distancias ni apabullar a nuestros buques con su mayor cantidad de cañones, pero sólo nos quedaba un transporte capaz de hacerse a la mar de nuevo. Esta vez, pese a retirarse heridos como en la ocasión anterior, los herejes habían ganado.

Ni bien embarrancó el sengoku, y pese al combate que se seguía librando, tanto los marineros del barco como innumerables niños y adolescentes intentaron rescatar parte de la carga. Solo se salvaron 350 koku de arroz, además algunos canastos de soja, frejoles rojos y naranjas, pues al embarrancar el Monserrat había roto el fondo y mucho de lo que había en las bodegas se desparramó en el mar.

Los carpinteros, tanto hispanos como nipones se dieron a la tarea de dejar a nuestras naves expeditas. La Santa Apolonia y el San Cosme tenían daños ligeros, la zabra y nuestra pinaza tenían la obra viva sana, pero los cascos y las arboladuras habían sido castigados. Nuestro único junco tenía daños en la arboladura, pero el casco intacto, al igual que los filibotes capturados. Muchos de los botes de pesca estaban inservibles, pero por suerte, todos los que se internaron al Minamigawa no habían sufrido daños. Urquijo deseaba poder zarpar a la brevedad, pues sabía que ser cañoneado en el puerto equivalía a una destrucción a plazos.

La gravedad de la situación, me llevó a consultar la idea con los dos capellanes de San Lucas, Gabriel y Manuel, cuya carga pastoral era enorme: entre consolar a los deudos, bautizar a los nuevos conversos, y corregir las desviaciones doctrinarias fruto del sincretismo de las últimas décadas, el par de religiosos portugueses estaba haciendo el trabajo de dos docenas de misioneros. Llegué con una jarrita japonesa llena de Málaga y tres vasitos.
- Padres, escuchadme, tengo una duda que sé que podréis absolver. Sé que nuestra sagrada religión condena el suicidio y que los suicidas tienen prohibido ser enterrados en un camposanto. Yo os pregunto, ¿luchar hasta la muerte es un suicidio?
- ¡Ah, hijo! – contestó Don Manuel con mucha tranquilidad – ¿Ahora os está preocupando el destino de San Lucas?
- No de San Lucas, páter. Esta empresa nunca buscó poner pie en Cipango. Me preocupa las gentes que vine a rescatar y los que las defienden. Vos sabéis que, si el asentamiento cae, no podemos esperar piedad.
- Ninguno de nosotros saldrá vivo de aquí, si el castillo de Hara cae – agregó Don Gabriel con pasmosa serenidad.
- Estad tranquilo, Don Francisco – continuó Manuel – si vos morís defendiendo la muralla la iglesia verá vuestra muerte no como suicidio, sino como un sacrificio confiando en la promesa de vida eterna.
- ¿No os dais cuenta de que esas muertes son espejos que reflejan los valores fundamentales de la fe cristiana: el sacrificio por los demás y la fidelidad a Dios? – Gabriel completó la idea con una sonrisa cansada.
- Creo que los que estamos en el muro, hispanos o nipones, sabemos eso. Yo os vengo a preguntar, algo diferente. Padres, ¿sabéis lo que son los bajeles de fuego? – y me lancé con la explicación completa, incluyendo ir sentados sobre los barriles que les servirían de salvavidas.
- Hijo mío – Gabriel habló con calma, meditando cada palabra, y también con la gravedad del que sabe que puede irle la vida en ello - lo que habéis pensado ciertamente no será una decisión tomada en el fragor del combate, sino que debe ser una decisión tomada desde antes. Los hombres que tripulen tales bajeles, aunque no busquen la muerte, estarán aceptando su sacrificio como parte de su deber de proteger a la Cristiandad aquí reunida. Yo lo veo como un acto de fidelidad a Dios. Hijo, recordad que un sacrificio que implica la muerte puede ser aceptable si está motivado por el amor y la entrega a los demás, y no por el deseo de morir. ¿Veis la diferencia? Si el sacrificio busca salvar vidas o proteger un bien mayor, y no es un acto de desesperanza, ni guiada por el orgullo de no caer prisionero, ni de rechazo a la vida, la Iglesia lo ha de ver como un acto de amor y piedad. Si buscáis mi aprobación, la tenéis.

Era cuestión de encontrar las tripulaciones. Afortunadamente, uno de mis samuráis Koichi Nishimura, había hecho buenas migas con Arie Kenmotsu uno de los capitanes rebeldes de Shimoshima. Por él nos enteramos de que los balleneros ardían en deseos de hacerse a la mar, pues sentían que no contribuían ni a la defensa de los suyos, ni trayendo pescado al asentamiento. Les encargué que consiguiesen 4 botes balleneros tripulados por remeros sin hijos, que no fuesen hijos únicos y con 4 ronin decididos encargados de disparar los artefactos explosivos. Las cabezas explosivas eran 4 de los muchos barriles de 42 galones de pólvora holandesa, con un mecanismo de chispa para iniciar la explosión. Sólo había que halar una cuerda conectada al gatillo para garantizar el disparo y la explosión, pero claro, para eso había que tener nervios de acero. A la mañana siguiente, Koichi y Arie me presentaron a Moriuchi, un veterano ballenero ya barbiblanco, y por respeto lo traté de San. Isabel hizo de traductora.
- Moriuchi-San, gracias – le dije con una breve reverencia – vosotros estaréis encargados de una misión muy peligrosa, y es posible que muchos muráis en el intento.
- La vida de los balleneros es dura –respondió con un aire cansado y fatalista, aunque no exento de orgullo - Gujira nos da de comer, pero su caza es difícil y el mar es traicionero.
- Jai, Moriuchi-San – pero lo que les voy a pedir, es casi un sacrificio.
- La vida de los kirishitan en Nihon, ha sido una vida de sacrificios. Y los que estamos en Shimabara si morimos, será abrazando la cruz.
- Lo sé, hermano – asentí respetuosamente - Decidme, cuando bogáis desde la costa cazando a gujira, ¿podéis remar muy rápido?
- Jai, a veces volamos sobre las olas.
- Habéis visto los navíos de los komojin, nos cañonean en dos líneas, una más a tierra y otra más afuera.
- Jai, Haisha-Sama, todos tenemos que lamentar la muerte de un familiar o amigo por el cañoneo de los komojin.
- Le pregunto Moriuchi-San, ¿un kujirabune puede llegar remando a la línea de los buques grandes cuando estos están cañoneándonos?
- Es difícil. Si se alejan con el viento, no. Si se acercan, podemos pasar entre los barcos de adelante, tal vez.
- ¿Podéis encontrar 4 botes dispuestos?
- Todos los balleneros estamos dispuestos.

Y luego de seleccionar los botes y las tripulaciones, Moriuchi comenzó a entrenarlos. Para despistar, algunos hacchoro irían por delante, y cada par de botes explosivos estaría acompañado de otro ballenero para recoger a los náufragos. Como los balleneros estarían sometidos a nutrido fuego de fusilería, protegimos los flancos de los botes con planchas de hierro tomadas de las armaduras. Y la proa, donde iria la carga explosiva, fue protegida por tablas de roble y planchas de hierro provenientes de los zunchos de barriles dañados. Un bambú ahuecado servía de guía para la cuerda que se conectaba a la llave de miquelete que daría fuego a la pólvora. Cuatro ronin maduros y sin familia, todos de Shimoshima, se ofrecieron para disparar las cargas. A la semana, las tripulaciones estaban a punto, y los barriles listos para ser instalados, solo faltaban los herejes.

Desde las líneas japonesas, sus cañones, ahora defendidos por muros de tierra, se enzarzaban en duelos artilleros con nuestras piezas de 4 libras, cada dos o tres días; tanto que hice traer dos de las semi-culebrinas al muro para tener una mejor pegada. No hubo bajas que lamentar, pues apenas comenzaba el cañoneo, los nuestros se replegaban del terraplén. Una mala maña, pues no podrían hacerlo cuando el enemigo nos castigase con su artillería al unísono con un ataque de sus hombres a pie. Lo comenté con Aritomo, y con su diligencia habitual, en el siguiente duelo artillero, los hombres permanecieron en la muralla, aunque resguardándose detrás de los merlones.

Los últimos días de febrero fueron particularmente duros. Los sekibunes y kobayabunes del enemigo, al estar la San Esteban todavía arreglando los impactos en la obra muerta, impidieron la salida de nuestros pesqueros, ni siquiera los que salían por la noche pudieron faenar, pues al utilizar un farol para atraer a los calamares, también atraían la atención de los bloqueadores, y estos no tomaban prisioneros. Aunque aún teníamos arroz suficiente, solo nos quedaba un junco y no sabíamos si este podría pasar los anillos de bloqueo, triple una vez que lleguen los holandeses de nuevo, por lo que disminuimos la ración diaria, seguían siendo tres tazones de arroz al día, pero menguados.

Para agravar la sensación opresiva del sitio, Gokusan me traía malas nuevas. En medio del asedio y las privaciones, alguien estaba dispuesto a traicionarnos. Él tenía ojos y oídos en todo Minami Arima y raramente se le pasaba algo por alto. Con seguridad había visto algo raro y esperaba tener las pruebas para obrar sobre seguro. Otra cosa en qué pensar.

En medio de estas privaciones, la aparición del Derna y sus presas fue no solo un alivio al fantasma del hambre, sino también una inyección de alegría, muy necesaria. El bergantín en tres semanas de correrías, había hundido 18 bezaisen de distinto tamaño solo a la entrada de Nagasaki, la mayoría eran godairikisen barcas con una capacidad de 150 koku como mucho, pero capaces de navegar en río y en mar, aunque también dos sengoku grandes se fueron al fondo; Echevarría no contento con eso, hizo una audaz incursión más al norte, y al frente del castillo de Karatsu hundió 3 taru kaisen repletos de sake, otros dos sengoku y una docena de higaki kaisen que hacían la jugosa ruta tocando los puertos del norte del Japón y de regreso se dio la maña de capturar un filibote cargado de pólvora, plomo, mosquetes y arcabuces antes de que pudiese dirigirse a Hirado, dejando a la tripulación holandesa en un bote a la deriva próximos a una tormenta. Finalmente, de regreso, fueron al sur de las Amakusa y golpearon Satsuma, en pleno corazón de los dominios del Clan Shimazu y hundieron otros 3 taru kaisen, para después hundir siete y capturar dos higaki kaisen llenos de arroz y alubias antes de regresar y entrar a San Lucas sin buques holandeses a la vista. Pero lo más importante fue que por 20 días, el tráfico marítimo del enemigo prácticamente estuvo parado.

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Gracias a la feliz circunstancia de la llegada del Derna y la breve bonanza, durante los carnavales decidí gastar mucho de lo que quedaba de frutos secos y azúcar, haciendo arroz con leche, sin leche (al menos no de vaca, pero exprimiendo la soja cocida se obtenía un líquido blanco al que llamaban "leche"). Al menos, durante un par de días, niños y adultos olvidaron el fantasma del hambre y los tazones del postre, colmados, se podían repetir varias veces. Fue la última alegría que tuvimos por varios meses.

Pero el miércoles de ceniza las cosas fueron diferentes, el día anterior, aprovechando vientos y marea favorables, Urquijo sacó a todos nuestros buques, incluido el Mártir Nicolás, en contrapartida, tanto en tierra como en el mar, herejes y paganos atacaron en conjunto. Y los holandeses pusieron toda la carne en el asador, pues además de sus galeones y pinazas en las habituales dos columnas, y cerrando la formación venía un east indiaman enorme, con más cañones de a 24, que 2 galeones juntos.

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Urquijo dio un amplio giro y se dirigió al mar de Ariake, a enfrentar a los sekibune de Chikugo y los que le quedaban a Kumamoto, que con nutrido fuego de arcabuces, mosquetes y falconetes, estaban castigando mucho a los defensores de la puerta y del sinomaru, el primer recinto fortificado del castillo de Hara. Los buques japoneses intentaron huir demasiado tarde, el ágil Derna hizo una carnicería con los sekibunes que no tuvieron la suerte de escapar y aunque los kobaya intentaron repetidamente ir al abordaje de la zabra y la pinaza, fueron fácilmente repelidos con nutrido fuego de artillería y metralla. Mientras sus naves más ligeras destrozaban los buques orientales, Urquijo volvió a virar con el San Cosme y la Santa Apolonia, y aprovechando los vientos que soplaban desde tierra, se dirigió gallardamente hacia las líneas holandesas. Yo salí corriendo hacia la playa.
- Moriuchi-San, es vuestro turno. Id a defendernos. Buena suerte, que la virgen os proteja.
- Lovado seia el Sanctissimo Sacramento, Haisha-Sama.
- Kenzo, buena suerte. Arigato masaimasu – agradecí al ronin con una reverencia, consciente que lo enviaba a una muerte casi segura.
- Viva Kirishitu rey! – respondió con entusiasmo, casi con alegría.

Vimos salir a las 6 isanabune y 4 hacchoro en formación, los hacchoro tomaron la vanguardia para atraer el fuego enemigo, en tanto, a fuerza de remos, los balleneros trataban de abrirse paso entre la línea de pinazas. ¡Brum, brum, brum! El fuego de los falconetes era vivo, pero la precaución que tuvimos de poner las defensas de hierro y madera protegiendo a los remeros demostró su valía. Así, tres isanabune enfilaron hacia la línea de galeones herejes que estaban enzarzados un una feroz pelea con las naves de Urquijo, en tanto el enorme De Ryp cañoneaba San Lucas con impunidad. A vanguardia del trio de balleneros podía distinguir las franjas rojas y negras del bote de Moriuchi, el Sakura, que se acercaba con rapidez al más rezagado de los galeones, el Beschemer.

¡Bummm! Una terrible explosión sacudió el mar, y casi de inmediato vimos al Beschemer escorar. La línea calvinista se descompuso, y mientras el De Ryp largaba todo el trapo que podía para abandonar su puesto en la línea lo más rápido posible, los otros galeones intentaron girar, ofreciendo su flanco a los buques españoles que los cañonearon con sus piezas de a 24 libras. Al alejarse los principales buques holandeses, nuestros balleneros también dieron vuelta y aproaron hacia la línea de pinazas, las cuales al intentar virar, perdieron el viento y velocidad, pero sabiendo lo que se les venía encima, arreciaron su fuego contra los balleneros. ¡Bummmm! Uno de los valientes balleneros voló por los aires alcanzado por el fuego de un seker hereje, pero en rápida sucesión escuchamos dos explosiones, y dos pinazas del centro de la línea enemiga hacían agua con rapidez.

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East indiaman De Ryp huyendo, 4to combate del Castillo de Hara

Los buques holandeses estaban huyendo malparados, las naves de Urquijo cañonearon la retaguardia protestante hasta que la distancia hizo inútil seguir disparando, luego se internaron de nuevo al mar de Ariake para descubrir que el Derna, el Nicolas y la San Esteban habían barrido a la flota de Kumamoto y Chikugo. Aunque tuvimos que lamentar la muerte de todos los tripulantes del kujirabune que explosionó, de todos los ronin encargados de dar ignición a las cargas explosivas, de 3 de cada 4 remeros y casi toda la tripulación de los 3 hacchoro que fueron hundidos atrayendo el fuego enemigo, la cuarta batalla del Castillo de Hara fue una resonante victoria de las armas españolas.

Pero esta aún no terminaba, por el lado de tierra los japoneses avanzaban por las trincheras que habían cavado, pero tal como Urquijo había señalado, al ser rectas y perpendiculares a nuestras murallas, estas se convertían en trampas mortales: los cañoncitos de 4 libras cuando conseguían colocar un tiro adentro hacían una carnicería, y nuestros artilleros después de mes y medio de asedio, ya tenían el ojo entrenado, y no eran pocos los disparos que segaban a ashigari y samurái apiñados en las trincheras de aproximación.

Con todo, y pese a los cientos de muertos que nuestros cañones hacían al enemigo, este se lanzó al asalto de la muralla, sus cañones ahora si causaban muertos entre los defensores, pero al igual que en el asalto anterior, el fuego nutrido y escalonado (con las armas capturadas por el Derna, muchos tiradores disponían de hasta 4 bocas de fuego) de mosquetes, arcabuces y arcos, y después de granadas y fuego griego, hicieron que los nipones se estrellasen contra una pared de fuego. Pese a que sus arqueros y arcabuceros nos causaban bajas, estas eran mucho menores que las suyas: Los muertos del enemigo tapizaban el suelo y los asaltantes resbalaban en los charcos de sangre que se habían formado.
- Haisa-San, mira allá – me señaló Aritomo a un uma-jurishi y a multitud de samurái con idéntico sashitomo a la espalda que se acercaban al foso más externo.
- Itakura?
- Jai – me respondió con una sonrisa torcida – Shogun batsu, castigo, Itakura Shigemasa si no gana poronto. Itakura mismo ataca. Mira – y me señaló un ornamentado kabuto con astas doradas – ese es.
- Aquí lo vamos a recibir bien – contesté con idéntico gesto torvo – voy a buscar a Fadrique.
- Jai. Que Fadirike lo mate.

No tuve que caminar mucho, Fadrique e Isabel ágilmente se movían por la muralla, y tal como era habitual en él, ultimaba con tiro preciso a cualquier oficial, abanderado o mandamás emperifollado. Mientras él apuntaba y disparaba, ella diligentemente cargaba las espingardas rayadas.
- Cómo van las cosas por aquí?
- Tío, ya van seis capitanes derribados.
- Pero ahora vais a tener la oportunidad de cargaos al general.
- Decidme dónde está – vi como el interés se adueñaba de Fadrique.
- Veis el uma-jurishi de ahí, a la derecha…
- ¿El del tatemono de cuernos de oro? – preguntó Isabel.
- Jai, ese es Itakura Shigemasa.
- Está muy cerca del muro, ¿seguro?
- Sí, después os lo explico, derribadlo.
- Dadlo por hecho, lo puedo alcanzar hasta con un arcabuz.

Bajé del terraplén hacia donde estaban nuestros fundíbulos, estaban lanzando granadas medianas hacia el foso intermedio. En su ingenio, los japoneses habían puesto varios de los aparatos en tornamesas, de tal manera que tenían un campo de tiro enorme. Estaba dando indicaciones para lanzar las granadas al primer foso, cuando se sintió un gran revuelo en las líneas enemigas. Subí corriendo a la muralla y pude ver como varios kabutos con tatemono ostentosos se arremolinaban en torno a un caído: Fadrique había acertado, y seguía cebándose en los jefes de armaduras ornamentadas que se acercaban dónde estaba su jefe caído.
- ¡Tres más, tío! Dijo Isabel, vos teníais razón, Fadrique le dio a Itakura.
- ¡Rápido, salid de aquí! – grité con fuerza – ¡Poneos a resguardo! – no había terminado de dar la orden cuando todos los tiros de la artillería pagana se cebaron en el trozo de la muralla donde habíamos estado un instante antes.
- ¡Bien hecho, Fadrique!, seguro que ahora vuestra cabeza cuesta tanto como la mía –me permití hacer una broma macabra, al ver que el muchacho se incorporaba luego de haber cubierto con su cuerpo el de Isabel, que también se levantaba incólume – Ved como están retrocediendo. Fundíbulos, lanzad las granadas más gordas; arcabuceros, disparad sobre los que se retiran. ¡Fuego vivo y a discreción!

Los nipones se retiraron, pero en la muralla estábamos tan exhaustos que nadie tuvo ánimos para pedir que le mandasen un toro. Teníamos relativamente pocos muertos, pero nuestros heridos habían aumentado. Desgraciadamente, las heridas de los arcabuces cuando tocaban un hueso lo astillaban feamente, y tuvimos que realizar muchas amputaciones. Pablo estaba preocupado, pues nuestras existencias en la farmacia eran finitas, y aún no había llegado lo peor de la lucha.
- Don Francisco, hay tres nipones que nos han estado ayudando en el hospital. Al principio no los dejábamos tocar a los pacientes, pero era tanta nuestra necesidad, que José y yo al final se lo permitimos. Ellos anestesiaban de una manera muy extraña, pues colocaban pequeñas agujas en diversas partes del cuerpo y, os lo juro por la salud de mi alma inmortal, que la parte del cuerpo que querían dormir, se les dormía, e incluso, podían hacer que una hemorragia disminuyese.
- Dejadlos hacer, es otro tipo de medicina, mil años más vieja que la de Galeno. Tal vez, nosotros podamos aprender algo de ellos y de seguro, ellos algo de nosotros. En la noche me gustaría conocerlos.
- Sí, maestro. Tenemos trabajo y si podéis, sus manos serán bienvenidas.

Pero ir al hospital esa noche no fue tan fácil, después del Te Deum y del responso por los caídos, Gokusan y sus muchachos atraparon a un espía que se deslizaba entre los fríos muertos desde las líneas enemigas hasta nuestros muros. Habían atrapado tanto al espía como al traidor que se había descolgado por la muralla, con cartas incriminatorias. Y una vez caído el primer traidor, no fue difícil llegar hasta el cabecilla, Yamada Emosaku, un pintor de carteles y uno de los jefes de la rebelión en las Amakusa.

Yamada, buen conocedor de todos los jefes de la rebelión, señalaba no solo a Amakusa Shiro sino también a todos los que compartían una posición de liderazgo, desde mi cabeza hasta los sargentos de la Compañía del Hospital y la Reina, pasando por el capitán José de Burgos, Fadrique, los capellanes, y todos los nipones que ejercían de capitanes o sargentos, como los blancos identificables de un ataque al interior de San Lucas. Y todo estaba escrito con pasmosa claridad.

Los cuatro traidores fueron juzgados rápidamente en presencia del notario, y fueron condenados a muerte. Como no deseábamos que la moral decayese, no podíamos ejecutarlos públicamente, tampoco podíamos exponer a sus familias a la vergüenza. Decidimos hacernos a la mar con los reos, desnucarlos en silencio y fondear sus cuerpos. Ante todos, habrían muerto honorablemente intentando pasar a través de las líneas enemigas.

Al día siguiente, Aritomo me llamó a la muralla.
- Haisha-San. Mira allá – y me señaló un uma-jirushi nuevo en la tienda del general en jefe enemigo – Nuevo taisho.
- ¿Quién es?
- Matsudaira Nobosune. Pariente lejano de Shogun.
- ¿Sabe?
- Sabe. Chie Izu (Izu, el sabio).
- ¿Peligroso?
- Jai. Perigoroso, mucho perigoroso. Tu vida, en perigoro. Usa ninjas.

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Un soldado de cuatro siglos

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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M. el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.

Capítulo XXXVIII
Donde se sigue contando del sitio de Hara


Dilectísimo lector, os he de contar que la vida de un sitiado es dura, primero el cerco, luego las privaciones, después el cañoneo, finalmente los combates. Y la rutina, la terrible rutina. Por lo que a mí respecta, me tocaba ver después de cada bombardeo a los muertos, heridos y mutilados, tanto soldados curtidos, como madres y niños indefensos. Porque nuestros enemigos, paganos y herejes, no distinguían unos de otros.

Sabed que en medio de la escasez, nos dimos la maña de sangrar al enemigo mucho más de lo que ellos nos lastimaban. El miércoles de ceniza del año de nuestro señor de 1638, usando bajeles explosivos hundimos a los herejes calvinistas, ¡sus almas se las lleve el diablo!, un galeón y dos pinazas, e hicimos huir con el rabo entre las piernas a toda la flota que trajeron para castigarnos. Y ese mismo día en tierra, a los paganos le matamos a su general, además de enviar al infierno a muchos miles más.

Pero las victorias no se nos subieron a la cabeza, seguimos cavando fosos y elevando terraplenes. Aritomo Goto, el lugarteniente japonés de Don Francisco nos ha prevenido que el nuevo general era un ser taimado que como al Viejo de la Montaña, no le temblaba la mano para usar asesinos para deshacerse de sus enemigos. Como el general anterior había fracasado repetidamente haciendo asaltos, Aritomo pensaba que Matsudaira emplearía túneles para socavar nuestras defensas.

También sabíamos que gracias a la traición de uno de los segundos de Amakusa Shiro, los paganos conocían dónde estaba nuestra santabárbara. Era el lugar más protegido de todo San Lucas Evangelista, pero bastaba que un espía hábil y valiente se colase, para quedar sin nuestra principal ventaja, además de volar en mil pedazos. Por eso, en varios sótanos del castillo y de sus defensas antemurales, se acondicionaron pequeños polvorines, y tal como decía mi maestro, pusimos los huevos en varias canastas.

El primer viernes de Cuaresma, pude escuchar predicar a Amakusa Shiro, estábamos Fadrique, Isabel, Diego, José y yo, y nuestros amigos japoneses traducían emocionados las frases con las que el joven kirishitan consolaba, daba fuerzas y esperanzas a los suyos, era innegable el fervor de sus palabras: “...Hermanos queridos, nuestros corazones están tristes por los hermanos que dieron sus vidas defendiéndonos de los malos, pero regocijaos! No os dais cuenta que ellos ya viven en la gloria de Kirishitu Rey? ¿No os dais cuenta que nadie tiene más amor que aquellos que dan su vida por sus amigos? ¿Habéis olvidado que dar la vida por Kirishitu es martirio, y martirio es vida eterna? Recordad las palabras de Kirishitu: ¡Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos! Recordad que fue Kirishitu quien nos ha elegido, a todos y cada uno de nosotros, y Kirishitu nos ha destinado para que demos fruto y que ese fruto sea duradero. Y yo les digo hermanos queridos, que el fruto del sacrificio de nuestros hermanos en el mar y en la muralla será para siempre…”. Fadrique y yo nos miramos, y creo que los dos teníamos los ojos aguados.

El Almirante Urquijo señaló con acierto que los herejes no volverían por mar, pues no iban a arriesgar sus buques nuevamente. Lo que no supimos hasta verlos disparar es que desembarcaron algunos de sus cañones de a 16 y de a 24, lo que nos obligó a mover 6 de las culebrinas de hierro, que pasaron de apuntar al mar, a mirar hacia tierra. El almirante escuchó con atención lo que Aritomo dijo acerca de los túneles, y luego de inspeccionar la muralla, le indicó a Don Francisco, que él cavaría donde el muro estuviese lo suficientemente alejado del mar, y donde el Minamigawa no consiguiese llenar los fosos defensivos. Eso dejaba un lienzo como unos 50 pasos de ancho, entre la puerta del asentamiento y el hornabeque: “Por ahí han de venir” sentenció Urquijo apuntando con el dedo la parte de la muralla que él consideraba vulnerable.

Esa noche, el Almirante y sus capitanes se reunieron con mi maestro, estuvieron discutiendo un par de horas. Luego los marinos, fueron hacia sus buques. Saldrían del puerto con la marea de la mañana. En las estancias de Dña. Marina, nuestro cirujano nos comentó que los marinos creían que los herejes iban a poner todo su empeño en cazar al Almudena, nuestro único junco grande, junto con los dos juncos japoneses menores y los tres filibotes capturados, de ida o de vuelta a China, por lo que las dejarían amarradas en el embarcadero. El Almirante Urquijo pensaba que sus naves prestarían un mejor servicio atacando directamente el tráfico naval enemigo, quintuplicando los males que causó el Derna en su expedición, además ni los paganos ni los herejes esperarían un movimiento así. Zarparían aproando hacia el sur, primero golpearían Satsuma, el corazón del poderío del Clan Shimazu, para luego de doblar el cabo de Kagoshima, subir por la costa sur y mostrar los Palos de Borgoña hasta la entrada de Edo.

A la mañana siguiente, tan pronto la flotilla de Urquijo se perdió en el horizonte, Don Francisco, a veces solo Dios sabe qué pasa por su cabeza, llevó varias monedas de 8 reales a los pocos orfebres que había en San Lucas, los cuales estaban ayudando a los armeros reparando desde llaves de mecha, hasta afilando lanzas embotadas. No contento con eso, fue a los almacenes y pidió dos o tres azumbres de vinagre. También nos enteramos, que a Gokusan le pidió todas las monedas de cobre que pudiese encontrar, a los armeros les pidió plomo y consiguió todas las botellas de boca ancha que pudo. Poco más tarde, Isabel nos contó divertida que el buen cirujano había ido presuroso dónde su madre y le había pedido que le hilase un poco de algodón. Ese día no se le vio en el almuerzo ni la cena, era como cuándo en Madrid estaba componiendo música y no salía por días de su habitación.

Para el desayuno, nos llamó a Fadrique, José y a mí. Los orfebres habían convertido las monedas de plata en largos y delgados alambres y a las monedas de cobre en alambres más gruesos, y en barras y planchas de diferente grosor. También habían hecho muchas planchas de plomo. Y los jarros estaban alineados por un lado unos que olían fuertemente a vinagre, y por el otro, los que contenían plomo y aceite de vitriolo. A Fadrique le pidió que trajese un cuerno de pólvora. En dos tacitas de sake, había arreglado dos varillas de cobre sostenidas en el fondo de la taza con brea de calafatear, con largas colas de alambre de plata, unidas por un hilo de algodón carbonizado.

Salimos al pasadizo, y a 10 pasos puso una tacita que estaba conectada con alambres a las jarras de vinagre, la otra tacita la puso más lejos, y los alambres de plata estaban conectados a los recipientes con las láminas de plomo. Fadrique llenó las tazas con pólvora hasta cubrir el hilo de algodón y luego le pidió a José que juntase sus alambres a una barra de cobre que salía de la jarra de vinagre, de inmediato no pasó nada, pero a los pocos minutos vimos una llamarada en su tacita. Mi maestro tenía cara preocupada, y luego me dijo “Vuestro turno, Pablo. Juntad el hilo de plata con el plomo”. Lo hice y de inmediato vi como una chispa de luz saltaba entre el plomo y la plata, pero a la vez, en la taza más lejana, la pólvora se encendió. “¡Esto es cuestión de brujería!” Dijo Fadrique con los ojos muy abiertos. “No, hijo. Esto es ciencia. Y la ciencia es una parte de revelación divina, y nueve partes de trabajo, observación y estudio. José id al almacén y devolved todo el vinagre que no he usado y luego regresad, porque ahora es cuando os toca trabajar”.

Los cuatro estuvimos haciendo las tazas explosivas que Don Francisco llamaba espoletas. Los alambres gruesos eran fijados con brea al fondo de las tazas, y cuidadosamente se les ataba un hilo de plata. Solo el hilo carbonizado unía ambos alambres el cual era cuidadosamente cubierto con pólvora fina, al final, cada una de las espoletas era sellada con un papel delgado. Hicimos unas 60 de estas espoletas.

Salimos a eso del mediodía y vimos que él se reunía con los jefes militares y civiles de San Lucas y después de un rato toda la población de Minami Arima estaba cavando zanjas y trincheras, elevando terraplenes y haciendo parapetos. Mi maestro nos había encargado buscar todo el bambú delgado que pudiésemos encontrar y convertirlos en tubos eliminando los tabiques entre nudo y nudo. Dada la urgencia de nuestra labor, los afanosos herreros nos hicieron barrenas delgadas y de hasta dos pasos de largo. Recurrimos al concurso de Isabel, Diego y otros muchachos que recargaban los mosquetes y arcabuces para ahuecar las cañas concienzudamente. A la mitad de las cañas las pintamos de negro, y a la otra de rojo.

A la mañana siguiente y solamente con los hombres que juraron lealtad a Don Francisco y los que sudaron juntos desde el castillo de Aulencia, se colocaron 48 barriles canarios llenos de la pólvora holandesa en el fondo de las zanjas. Posteriormente y en una tarea en la que no quiso confiar en nadie, mi maestro fue conectando uno a uno los alambres de las espoletas a los barriles, negras a la izquierda, rojas a la derecha. Y el entorchado de alambres que era el empalme lo cubría con brea de calafatear. Cuando el sol se puso, había terminado: 160 arrobas de pólvora (casi un tercio de todas nuestras existencias) estaban enterradas en 48 barriles de cuenta canarios entre el hornabeque y el bastión de la puerta. Con cuidado los hombres de la compañía del Hospital y los samuráis de Don Francisco rellenaron con tierra el espacio alrededor de cada barril y la parte superior, con tierra y grava. A ambos extremos del “campo de los barriles” dos zanjas llevaban los alambres principales en sus cañas de bambú, rojas y negras, con cada empalme entre caña y caña, cubierto con brea, un lado era la imagen especular del otro. Las zanjas atravesaban el terraplén y se juntaban en el medio del muro que unía el hornabeque con el bastión de la puerta.

Al día siguiente, mi maestro puso a la gente a cavar un sistema de zanjas similar entre el hornabeque y el bastión de Minami Arima. Pero en lugar de colocar 48 barriles de pólvora, solo puso 8, los 50 restantes estaban vacíos. Pero él hizo como que conectaba alambres a cada uno de los barriles. Cuando Fadrique le preguntó por qué lo hacía, contestó con sorna “por si acaso”.

Nuestros enemigos tampoco estaban ociosos. Ciertamente estaban cavando, veíamos filas interminables de hombres sacando canastos de tierra, la que se amontonaba en varios montículos a los largo de sus líneas de sitio. Posiblemente con ayuda hereje, rectificaron sus trincheras de conexión, haciéndolas de la manera correcta, en zig-zag. Nos cañoneaban todos los días, pero todos los días devolvíamos el fuego. Era la rutina a la que tanto temía el Almirante Urquijo, pues pensaba que eso hacía que estuviésemos menos atentos.

A mediados de la cuaresma, vimos desde la muralla que parte del terreno, justo entre el foso externo y el medio, cedía. Aritomo rió sonoramente, señalando que el terreno sumido era señal que el túnel había colapsado. Nuevamente, el buen almirante había acertado: el terreno cercano al Minamigawa no era bueno para cavar, al menos no para nuestros enemigos. Pero las risas del capitán Goto no duraron mucho tiempo. Los cuencos volteados que usábamos para escuchar el suelo nos indicaban que los paganos estaban progresando hacia la muralla. Aún no habían llegado a los fosos, pero no en menos de una semana los habrían superado. Todo varón capaz de empuñar un arma, se entrenó con lo que tenía: los cazadores furtivos que usaban hondas, lanzaron piedras; los podadores, esgrimieron sus kama, las afiladas hoces con mango; los pescadores repasaron el borde de sus remos. Mazos, palas y azadas todo lo que podía servir para la defensa era bueno.

En esos días, mientras los ruidos de los zapadores se acercaban, todos los fundíbulos se trasladaron detrás de la segunda línea de defensa, En Minami Arima ya no quedaban árboles y el poco carbón que se tenía era para hacer granadas. En esos días de espera, Don Francisco fue donde los alfareros y pidió que le hiciesen dos docenas de macetas de extraña forma trapezoidal y de paredes muy gruesas. Nos puso a hacer más espoletas y cañas, y a los niños los mandó a las playas a que le trajesen guijarros del tamaño de huevos de paloma. Dos días después, las macetas rellenas de pólvora y guijarros, y cada una cebada con una espoleta, fueron enterradas en el coronamiento del hornabeque, mirando hacia afuera, con multitud de alambres que convergían por debajo de la tierra hacia el puesto central. Esa noche, mi maestro nos reunió a Fadrique, José, Isabel, Diego y yo, y nos instruyó acerca de cómo conectar los cables. Si él era abatido, debía haber alguien que consiguiese encender la pólvora, que era una de las últimas esperanzas para evitar que los paganos nos pasasen por la espada.

La noche de San Secúndulo, todo San Lucas Evangelista vivió el ataque que Aritomo había predicho: el general japonés envió a sus asesinos y espías, ¡solo el diablo sabe cómo entraron! Algunos vestidos de negro con las caras tapadas con paños, otros de paisanos, consiguieron penetrar hasta la santabárbara e intentaron prenderle fuego: mayúscula debe haber sido su sorpresa cuando vieron que el arroz y la soja no explosionaron. Otros entraron hasta la capilla del castillo de Hara y atacaron a Amakusa Shiro, lo consiguieron herir con una flecha que le rozo el brazo, mientras otros con espadas cortas consiguieron dar muerte a Ashizuga Chuemon uno de los jefes ronin de Shimoshima; pero sus kirishitan enardecidos lograron dominar a la docena de hombres que llegaron hasta allí y les dieron una muerte cruel.

Fueron tan osados que no solo entraron en el Hinomaru, el recinto central de Castillo, sino que fueron al mismísimo Tenshu, la torre del homenaje: estaban buscando a Don Francisco. Por suerte, éste había ido acompañando a la Iglesia de Minami Arima a Doña Marina. Pero ni bien se supo del ataque Diego e Isabel tomaron sus arcos, y Fadrique sus pistolas y su ropera, poco después se les unieron Juan y Antonio. Al mismo tiempo, a lo largo de toda la muralla, numerosos ashigari con escaleras de asalto se lanzaron en pos de las almenas. Por suerte, alertados por los peligros de la rutina, los sargentos mantuvieron a sus hombres con los ojos bien abiertos y el ataque fue repelido con flechas y balas.

Los nuestros llegaron al embarcadero justo cuando otra partida de asesinos con teas había entrado quemar a nuestros barcos amarrados al puerto, el Almudena, además de los dos higaki kisen y tres filibotes capturados. Don Francisco, junto con Gokusan, el jefe de los tahúres y mercachifles se les opusieron y allí trabaron una feroz batalla, pues los marginados no eran mancos ni carecían de espadas. Las flechas de Diego e Isabel fueron precisas y los disparos de pistola de Fadrique acabaron con cuatro de los vestidos de negro, que se vieron rebasados cuando los aceros de los nuestros se unieron a la pelea. Siete más cayeron y un octavo salió huyendo pero una oportuna pedrada en la cabeza lo derribó, y los eta lo ultimaron a cuchilladas. NI Gokusan ni mi maestro habían cruzado sus espadas con los asesinos, pues el primero temía que las armas de nuestros enemigos tuviesen las hojas envenenadas.

Se contaron más de treinta atacantes abatidos. Su intención había sido clara, matar a nuestros principales cabecillas, quemar nuestros barcos y volar nuestro polvorín. Habían fracasado, por suerte la flecha que tocó a Amakusa Shiro no tenía ponzoña. Teníamos que lamentar la pérdida de dos capitanes y todo el asentamiento terminó de pasar la noche como un gato asustado. El capitán Goto, con expresión adusta aseguró que el ataque del ejército del Shogun no debía tardar.


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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Con el permiso del Cirujano Real, sigue la otra parte de la historia.


Cuarta escena

Mujeres


Durante demasiado tiempo, la Historiografía ha olvidado a las mujeres, a pesar de suponer la mitad de la población de cualquier país. Para su desgracia, fueron ellas las que en menor medida se beneficiaron de los adelantos del Resurgir.

Su situación se veía directamente determinada por la subordinación a de los varones, una supeditación que encontraba justificación en teorías religiosas y morales que no pocos estudiosos pretendían apoyar mediante «investigaciones» de calidad más que cuestionable. La consecuencia era que las féminas dependían del varón no sólo por cuestiones económicas, sino también jurídicas, ya que pocas llegaban a tener autonomía económica: las más de las veces, los que administraban sus bienes (cuando disponían de ellos) eran sus padres o sus maridos.

En la primera mitad del siglo XVII una mujer tenía solo dos alternativas honorables: el matrimonio, o entrar en religión profesando en una orden (recuérdese que aun no podían acceder al sacerdocio). Habitualmente, la decisión, que pocas veces era de ellas, se tomaba antes de cumplieran los dieciocho años de edad, de tal manera que pasaban de la dependencia del padre a la del esposo o de la orden religiosa. Pocas mujeres escapaban a tal elección, ya que el exceso de varones solteros y de viudos (a causa de la mortalidad durante el parto, que luego se revisará) llevaba a que hubiera pocas solteras. Ni las viudas se libraban, pues solían ser acogidas por familiares que intentaban volver a casarlas cuanto antes. Obviamente, existían la delincuencia y la prostitución, que se practicaba en establecimientos también regentados por varones; cantantes y actrices solo estaban un paso por encima, y eran vistas como mujeres públicas. En cualquier caso, las más de las mujeres quedaban aisladas, con nimias posibilidades de influir en el mundo exterior.

Este aislamiento, que se practicaba en todo el mundo, supuestamente era para mantener su moralidad, pero en realidad tenía un motivo bastante más oscuro. Se sabía que para que una hembra tuviera descendencia precisaba tener relaciones carnales; sin embargo, en la Antigüedad no se conocía cómo se producía la fecundación, y aun se creía que la «esencia del varón» podía permanecer en ellas. Significaba que un varón solo podría estar seguro de que los hijos de su esposa iban a ser suyos si ella llegaba virgen al matrimonio y se la vigilaba con celo. La experiencia (tras divorcios, frecuentes en la época romana, o en segundas nupcias de viudas) indicaba que no era así. Tampoco ocurría en animales, y los criadores sabían que los caracteres de la descendencia dependían del macho que hubiera cubierto a la hembra en esa gestación, independientemente de lo ocurrido en anteriores; aunque en la época era casi impensable comparar la fecundación humana con la de otros mamíferos, parecía evidente que en la hembra no quedaba ninguna «esencia». Es más, la formulación de las leyes de la herencia turolense desacreditó la idea de tal esencia; aun así, persistía en el imaginario colectivo. Una mujer que no era virgen estaba «manchada», e igualmente sus hijos, que eran «hijos de puta» o «hideputas», uno de los peores insultos de entonces. Había que evitar como fuera tal desgraciado suceso. Como, además, persistía la idea de la debilidad moral e intelectual femenina, era crucial mantener a las jóvenes enclaustradas y celosamente vigiladas.

Incidentalmente, esa idea de la debilidad femenina era ejemplo clásico de círculo vicioso. Las mujeres estaban subordinadas por causas biológicas (que incluían la menor fuerza muscular) e ideológicas. Además de quedar subordinadas, la educación que recibían, cuando la había, solía ser escasa y sesgada. En tal estado de dependencia, les costaba crear un criterio propio más allá del hogar y, por tanto, se le las veía como mentalmente inferiores que no merecían mejor educación.

El destino de las más era el matrimonio, entendido como fundamento de la idea familiar y cuya misión, según la doctrina fijada en el Concilio de Trento, era la reproducción. Es decir, no se trataba de un vínculo de amor sino de un contrato y de una obligación. El papel femenino era tener hijos y cuidarlos, así como a su marido. Según moralistas como Luis Vives, la «mujer ideal» debía ser «casta, sobria, mesurada, diligente, frugal, amigable y humilde», pero siempre bajo la tutela masculina. Conviene señalar que tales cualidades no se exigían al varón, más bien al contrario, algunas características «varoniles» eran detestables en las féminas.

Por otra parte, buena parte de los enlaces se hacían no por elección de la pareja, sino para crear vínculos matrimoniales y económicos entre las familias, algo que no solo ocurría en la aristocracia, sino en amplias regiones de la Península en las que pervivían las «familias extendidas» o, mejor dicho, los clanes familiares. En todo caso, el varón, a veces, podía elegir entre varias candidatas, pero para ellas la única opción era aceptar, salvo para las que tenían los medios (y la autorización familiar) para pagar la dote y profesar en una orden religiosa. Con todo, las jóvenes españolas se libraban de la costumbre musulmana de casar a las niñas incluso antes de la menarquia: según los estudios de la Dra. Irene Sánchez Valero, la edad media del primer matrimonio en las mujeres estaba entre los veinte y veintitrés años.

La religión era la vía que permitía que mujeres de escasos recursos económicos obtuvieran una buena educación, profesando en conventos de los que muchos disponían de bibliotecas que las monjas administraban. Ahora bien, la formación que podían recibir era limitada, ya que los libros que pudiera haber en esas instituciones eran casi exclusivamente religiosos, y las abadesas los expurgaban, cuando no lo hacían los sacerdotes, ya que se tenía la idea de que la moral de las novicias y profesas era frágil. Recuérdese que un tópico frecuente en el teatro del Siglo de Oro fue el del galán que gusta de una monja: el mayor problema que encuentra el pretendiente es conseguir entrar en el convento; una vez ahí, la religiosa caía rendida, como si la simple vista del varón bastara para acabar con sus votos (o como si pensara: «ya que de todas maneras quedaré mancillada, por lo menos, que sea disfrutando»). Aunque, en realidad, no fuera así, y la fortaleza moral femenina era, cuando menos, tan fuerte como la masculina, la mayoría de las religiosas vivían en el enclaustramiento, protegidas (o encarceladas) por gruesos muros y, las pocas veces que salían, era siempre en grupos que aseguraran su «virtud». Indicio de la subordinación de las mujeres y, especialmente, de las religiosas, era que se equiparara su virtud con la virginidad, algo que no ocurría con los varones.

Al menos, las novicias recibían alguna formación antes de profesar. Cuestión diferente era la de la educación de las demás. Había moralistas, como el citado Luis Vives, que defendían la instrucción femenina: «ni hay mujer buena si le falta crianza y doctrina, ni hallareis mujer mala sino la necia y la que no sabe». Sin embargo, otros, como Herrera de Salcedo, consideraban que la enseñanza podría llevarles a perder su «virtud». Tratados de la época recomendaban que las jóvenes se educaran en sus casas, por sus padres o bajo su control, manteniendo el menor contacto posible con otros varones. Debía enseñárseles piedad, obediencia, humildad y las tareas propias de la «feminidad»: la enseñanza en época preindustrial estaba limitada al papel que ocuparía cada cual, y el de las mujeres iba a ser la vida familiar. Todo lo que no la favoreciera debía evitarse.

Con todo, ese debate sólo afectaba a las clases altas, es decir, a la aristocracia y a algunas familias enriquecidas. Las del pueblo llano solo aprendían algo de religión (con un componente importante de superstición), a llevar la casa y, frecuentemente, a auxiliar a sus maridos en su labor, ya que la falta de instrucción no las alejaba del trabajo. Por de pronto, tenían como obligación las labores domésticas y el cuidado familiar, aunque los varones despreciaran y evitaran esas tareas. Asimismo, dado que nueve de cada diez familias vivían del campo o de oficios relacionados con él, las mujeres tenían que colaborar con las inacabables tareas que conllevaba: administrar los corrales y pequeños huertos, colaborar en la eliminación de plagas (eliminando orugas una a una) o en la recolección (espigar, es decir, recoger las espigas que quedaban en el rastrojo, era función de mujeres, y también la de recoger bayas y frutas). Incluso desempeñaban labores más comprometidas, como el pastoreo; ahora bien, las pastoras que trabajaban sin vigilancia también eran consideradas mujeres perdidas; no ayudaba que, al contagiarse de la viruela de las vacas, fueran vistas como bellezas al no tener sus facciones deformadas por las cicatrices de las pústulas. En la práctica, el pastoreo solo solía encomendarse a las niñas, y se las enclaustraba con los primeros signos de la pubertad. Además de trabajar en el campo, en la casa no solo cuidaban niños, cocinaban y limpiaban, sino que tejían, cosían y hacían pequeñas reparaciones. Por eso se decía que «las labores del campo son de sol a sol; las del hogar no finalizan nunca». Agravante era que, en una época sin medios de control de la natalidad (salvo las fundas higiénicas que empleaban unos pocos ricos), las madres estaban prácticamente siempre gestando, lactando, o ambas cosas. Un indicio fue el recogido por Doña Carmen Martínez Ortueta en su obra «Economía y feminidad en la Transición», en la que, entre otras cosas, describe la relación directa que hubo entre la fabricación de fundas higiénicas (cuyo precio bajó bruscamente al final del Resurgir gracias a la introducción de las hechas con caucho), el empleo del método Ezcurdia de control de natalidad, y las ventas de «paños higiénicos»: previamente a la difusión de métodos anticonceptivos eficaces, la proporción de mujeres que reglaban era pequeña, salvo en religiosas y en jóvenes casaderas.

De todas maneras, no todas las mujeres trabajaban exclusivamente en casa. Sobre todo, en las ciudades, había oficios que ellas detentaban: aparte de los marginales (como la prostitución), hacían de costureras, lavanderas, nodrizas y, unas pocas, de institutrices de niñas de familias acomodadas. Incluso había talleres artesanales regidos por mujeres, aunque sin olvidar que lo hacían supeditadas a su marido y sin menoscabo de su trabajo doméstico. Es más, esas mujeres se encontraban con la dificultad de no poder acceder a los gremios, con los consiguientes conflictos jurídicos. Había excepciones, sobre todo en las casas más acomodadas y en la alta nobleza. En ellas, las tareas domésticas las realizaba el servicio, y las jóvenes aprendían artes que se destinaban, sobre todo, a la atención al varón, como eran la música y la literatura. Fue en esos campos donde descollaron las primeras: ejemplos fueron Doña Ana de Castro Egas, poetisa que también escribió el «Tesoro gramático de la lengua castellana» y que promovió la entrada de mujeres en círculos literarios y tertulias, o Doña Leonor Meneses Noronha (que firmaba con el pseudónimo de Laura Mauricia), autora de comedias, libretos de zarzuelas y novelas. Destaca, como no, Doña María de Guevara Manrique, autora de la novela «Las desdichas del tío Antonio». María de Guevara probablemente fue la mujer de su siglo que más influencia tuvo de manera directa, y no a través de su consorte. Algunas de esas afortunadas pudieron rechazar el matrimonio, pero fueron excepción.

No debe olvidarse que, por desgracia, a principios del XVII la vida femenina no solo era fatigosa, sino también corta, a causa de la terrible mortalidad de la gestación, el parto y el puerperio. Una de cada siete u ocho gestaciones llevaba a la muerte de la madre; en realidad, dar a luz era más peligroso que asistir a una batalla campal, en las que la mortalidad raramente llegar a la décima parte de los combatientes. La muerte de la mujer durante el parto era un suceso esperado y casi natural, un evento que venía con la esencia femenina desde el momento en que quedaban fecundadas. Ellas sabían que, si no superaban el embarazo, serían sustituidas inmediatamente por otra mujer que procreara. De esa época datan los cuentos con la figura villana de la «madrastra» que posterga a los hijos del anterior matrimonio. Debe recordarse que la aterradora mortalidad infantil obligaba a un varón a tener amplia descendencia para tener la fortuna de que algún hijo le sobreviviera. Ya se ha citado que, en una época sin control de la natalidad, el crecimiento de la población (en la primera fase del Resurgir) era inferior al 1% anual: significaba que una pareja, por más descendencia que tuviera, podía considerarse afortunada si llegaban a edad fértil dos o tres de sus hijos (hay que tener en cuenta los que entraban en religión). La esterilidad era una lacra porque amenazaba la herencia familiar. Se precisaban niños, aunque supusieran la muerte de sus madres. El papel de la mujer era asegurar la pervivencia de la familia, aun a costa de su propia vida.

Ese tétrico escenario se agravaba por la total ausencia de analgesia y de técnicas médicas que facilitaran el nacimiento. Los médicos ignoraban las «enfermedades de la mujer», cuando no las desdeñaban y las empleaban como pretexto para considerarlas inferiores. La cesárea se hacía casi exclusivamente tras la muerte de la madre: en vida, además de terriblemente dolorosa, era letal, fuera por la torpe cirugía o por las infecciones. Las parturientas solo tenían la ayuda de familiares y de comadronas, que podían ser más que peligrosas al no respetarse ninguna norma de higiene: la fiebre puerperal, transmitida por manos o instrumentos contaminados, era causa frecuente de deceso.

Este fúnebre panorama empezó a cambiar durante el Resurgir, aunque hasta la Transformación no cuajaría. El primer auxilio que recibieron fue el médico. El fórceps había sido ideado por el francés Peter Chamberlen, pero efectuaba las extracciones fetales en secreto, vendando los ojos de la parturienta y haciendo salir a la comadrona y los familiares. El primer cirujano que dio a conocer su descubrimiento fue un discípulo del Cirujano General Don Francisco de Lima, Don Jorge Jaime Ezcurdia de Otano, que ideó diversos tipos de palas que ayudaban a la extracción fetal. Posteriormente, fue el primero en realizar cesáreas bajo anestesia y en condiciones de asepsia, que daban oportunidades favorables de supervivencia a la madre y al bebé. Estos adelantos se difundieron poco a poco por el Imperio Hispano. Aun así, en 1680 solo era de amplio uso el fórceps, cuya técnica se aprendía en las escuelas de comadronas que crearon las principales facultades de Medicina.

Entre los avances médicos estuvo el de la asepsia, que consiguió que empezara a disminuir la mortalidad puerperal; fue Ezcurdia uno de sus introductores, siguiendo las enseñanzas de su maestro. Asimismo, también aparecieron medios de control de natalidad. Uno ya existía: la funda higiénica o «preservativo». La diferencia estuvo en que en 1668 se comercializó el de elástica, más resistente y de precio más accesible que los de vejigas de animales. El preservativo de elástica encontró alguna oposición en la Iglesia, y tuvo que venderse como protección contra las enfermedades venéreas, para que la institución lo aceptase como mal menor. Aun así, seguía siendo demasiado caro para buena parte de la población (hasta que su precio disminuyó a una décima parte a partir de 1680), pero esta tuvo acceso a otro método mucho más sencillo: el de Ezcurdia, dado a conocer por el famoso ginecólogo y obstetra. Era sencillo: tras sus estudios en animales en celo (no publicó esos datos, por la repulsa que levantaría al asimilarlos a personas) y encuestando parejas, descubrió que el periodo de fertilidad máxima se producía a los catorce días del inicio de la menstruación, y la mínima en los primeros siete días y los siete últimos del ciclo. Era un método con una tasa de fallos elevada (rondaba el 20% cuando se hacía bien), pero era un primer avance: las parejas podían elegir si tener hijos o no. Con la ventaja de que la mortalidad infantil se había desplomado, y ya no se necesitaban docenas de bebés para que alguno sobreviviera.

Un tercer cambio, que acabaría teniendo importancia clave en la liberación femenina, fue la incorporación de las mujeres a la industria. Las primeras fábricas requerían todavía trabajo intensivo, pero precisaban más habilidad que fuerza. Los industriales necesitaban manos femeninas, más finas y hábiles, para que fueran costureras (con las nuevas máquinas de coser), tejedoras, hiladoras, etcétera. Para su incorporación a estos oficios fue crucial la pérdida del poder gremial. Por otra parte, la prosperidad de las ciudades llevó a que muchos burgueses trajeran muchachas del campo (donde ya no se las necesitaba) para que trabajaran como sirvientas en sus casas. También los nuevos establecimientos de comidas y bebidas reclamaron mujeres jóvenes, que así conseguían un capital con el que hacerse con un ajuar y que, incluso, les permitía vivir independientemente de manera honrada. Esta situación se fue haciendo más frecuente, ya que la mortalidad masculina, aunque disminuyó, no lo hizo en la misma tasa que la femenina: uno de los primeros efectos demográficos del resurgir fue que, por primera vez en la Historia, había más mujeres: no solo faltaban los varones que perecían por enfermedades, sino los que se alistaban en el Ejército o en la Armada y no volvían, o los que entraban en religión, que eran más que ellas. Cada vez había más mujeres solteras. Las más ricas podían vivir en casas propias; sin embargo, para las de la naciente clase media se revitalizó una institución típica de Flandes para vivir sin temor al escándalo: el beguinado. Las beguinas eran mujeres que decidían vivir en comunidad, de su trabajo, sin hacer votos de castidad o de obediencia, pero sin la sospecha que acompañaba a las féminas que vivían solas. El beguinado había sido visto con recelo por la Iglesia Católica, que intentaba integrarlo en órdenes religiosas (como la del Carmelo). Fueron clérigos modernistas los que comprendieron que quien escogía un beguinado era por no querer profesar, y que era necesario ofrecer una forma de vida honorable a las mujeres que vivían solas. Durante el siglo siguiente muchos beguinados se transformarían en internados para mujeres jóvenes, pero no son pocos los que perviven en la actualidad. El más antiguo de España es el valenciano de La Virgen de los Desamparados, fundado en 1652, y que es conocido como «la Geperudeta» por el apodo que recibía la imagen de la virgen.

También las órdenes religiosas femeninas empezaron su transformación. De ser instituciones cerradas, destinadas casi exclusivamente a la oración y la contemplación, pasaron a adquirir la nueva función social de la Iglesia del final del Resurgir, centrada (en el caso de las monjas) en la atención a los enfermos, los ancianos y los desamparados. Oficios que habían sido masculinos, como el del cuidado de los dolientes, pasaron a ser desempeñados por religiosas. Esta labor se consideró de tal importancia que hubo congregaciones que dedicaron su labor a los enfermos. Algunas no eran nuevas: por ejemplo, en la Orden de los Mínimos ya existía la Mínima Congregación de los Hermanos Enfermeros Pobres (llamados «Enfermeros Obregones»), y se creó una paralela, que se llamó de «Hermanas Mínimas» (las «Enfermeras Obregonas»). De similar manera, la Compañía de Santa Úrsula, parte de la Familia Ignaciana, añadió a sus votos el de hospitalidad para servir a los enfermos. También surgieron órdenes nuevas, pero tuvieron corta vida: la Santa Sede, influenciada por clérigos españoles, cambió su criterio. En vez de autorizar nuevas congregaciones, recomendaba que se unieran a las órdenes ya existentes (como las citadas «familias» franciscana, cisterciense, ignaciana, etcétera) para impedir la atomización. En todas hubo ramas femeninas dedicadas a la atención de enfermos y desamparados. Fue notable la ya citada Compañía de Santa Úrsula, pues sus profesas no vivían en conventos, sino que tenían una forma de vida similar a la de los clérigos regulares, es decir, en pequeñas comunidades bajo la jurisdicción de las autoridades diocesanas. En la práctica, era un modo muy parecido al beguinado, salvo por los votos religiosos.

Otra labor que las religiosas asumieron fue la enseñanza. Como se verá, la instrucción femenina iba retrasada respecto a la masculina, pero cada vez más mujeres proseguían sus estudios más allá de las primeras letras. Que niñas que se acercaban a la pubertad estudiaran junto a los varones era impensable, y se consideraba peligroso que las educaran maestros. Las órdenes religiosas femeninas asumieron ese papel, y se fundaron colegios destinados a niñas y jóvenes.

El otro gran cambio que afectó a las mujeres y que se inició en el Resurgir fue la instrucción. Como ya se ha dicho, la encíclica «Educatio hominis» alentaba la educación de las jóvenes con la intención de que, cuando fueran madres, enseñaran a sus hijos (e hijas) las virtudes cristianas, lejos de supercherías y supersticiones. Asimismo, las escuelas profesionales tuvieron que admitir mujeres para formarlas en los oficios que ellas desempeñarían. Fueron los primeros pasos, y su resultado, cuando se inició la Transformación, seguía siendo limitado, ya que la tasa de analfabetismo femenino (total o funcional) rondaba el 70%; aun así, en 1674 la barcelonesa Doña María Elena Maseras fue la primera mujer en matricularse en una facultad de Medicina, aunque no pudo obtener su título hasta diez años después, debido a la oposición de sus profesores.

En resumen: en 1680, al acabar el periodo de este estudio, la vida de las mujeres seguía siendo difícil, y todavía se les trataba como menores de edad, pero ya germinaban las simientes que llevarían a su liberación durante el siglo siguiente.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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