Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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De todas las secciones, fue la Sexta (Operaciones) la que mayor fama alcanzó en los siglos XVII y XVIII, sobre todo por sus actuaciones contra los desertores que querían vender secretos tecnológicos. Sus operaciones fueron desde el secuestro a la quema o destrucción de industrias con explosivos, pasando por el asesinato. Su emblema (no oficial) fue el de un elefante, con la divisa «Ni perdón, ni olvido»; significaba que un desertor jamás podría considerarse seguro. No se conoce el alcance de sus acciones, pero algunos autores estiman que hasta dos terceras partes de los desertores fueron capturados o ejecutados (frecuentemente, de manera cruel), de tal manera que el flujo de información procedente de España casi desapareció.

La Inquisición Civil tenía varias sedes. La más conocida fue el Palacio del Arenal, sito en la madrileña calle del mismo nombre. En realidad, no era sino un edificio administrativo, pero adquirió fama siniestra, especialmente en la literatura extranjera. Parece que fue la misma Inquisición Civil la que alentó a tal aura, en parte para aumentar su ascendiente (y el terror que producía en los enemigos de la Monarquía), pero también para desviar la atención de sus otras sedes, especialmente de las empleadas por la Sección Sexta, que estaban situadas en los alrededores de Madrid. Además, mantenía varias prisiones, tanto en la capital como en las cercanías; una de las más famosas fue la del castillo de Manzanares del Real, donde fueron custodiados prisioneros especialmente valiosos.

Además de las sedes madrileñas, también hubo otras en los territorios hispánicos. De especial importancia fueron las de Lisboa, Bruselas, Milán y Nápoles, que tenían encomendada la vigilancia de reinos díscolos que se temía protagonizasen sublevaciones. A su vez, cada una tenía subdelegaciones; entre ellas, adquirió gran importancia la de Leiden, entre La Haya y Ámsterdam, que no solo tenía encomendada Holanda, sino que controlaba los agentes en Inglaterra. Aparte de las sedes europeas, la Inquisición Civil también las tenía en los virreinatos y en las principales capitanías de las Indias, ya que allí su misión era evitar que hubiera infiltrados entre los colonos, especialmente entre aquellos que no eran católicos. En esta labor colaboró con el Santo Oficio, que controlaba a los que se declaraban católicos.

El papel de la Inquisición Civil se ha magnificado, y se le atribuyeron todo tipo de acciones en las que probablemente no participó. Por eso, ha sido frecuente que algunos autores (sobre todo, los de naciones que en su día fueron derrotadas) hayan tratado de minimizar su importancia. Aun así, no debe olvidarse que fue el primer servicio de inteligencia que se dotó de una organización jerárquica. Extendió sus tentáculos por toda Europa: Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV, dijo: «siempre tropiezo con las zarzas de la maldita inquisición española». Su fama hizo que fuera injustamente acusada de todo tipo de maquinaciones: cualquier muerte prematura, sobre todo si era de enemigos de la corona española, era sospechosa de ser obra suya. En la realidad, sus actividades nunca llegaron a ser de tal extensión y profundidad; con todo, el dicho de la Inquisición Civil, «Ni perdón, ni olvido», se demostró repetidamente. Por ejemplo, el ingeniero Martín Azurmendi, que desertó a Francia con los planos de máquinas de vapor (que permitieron que Francia iniciara la construcción de ingenios de este tipo), consiguió eludir la persecución durante muchos años, aunque para ello tuviera que cambiar de nombre varias veces; aun así, pereció en 1712 cuando su casa fue incendiada después de que le hubieran atado a la cama y rociado con aceite de piedra. Acciones como esta descorazonaron a los desertores, pues pocos premios compensaban una muerte atroz.

El caso de las máquinas de vapor es buen ejemplo de cómo podía actual la Inquisición Civil.



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La guerra económica y sus efectos

Una constante de los enfrentamientos entre España y sus rivales fue la superioridad tecnológica hispana. Las diferencias llegaron a ser esperpénticas, como durante los combates del estrecho de Otranto entre galeras turcas y cañoneros de vapor españoles. El rápido progreso tecnológico experimentado por España durante el Resurgir proporcionó una ventaja equivalente a decenios de desarrollo. Además, la diferencia, en lugar de disminuir, se acrecentó con el tiempo, a medida que la economía española se fortalecía y se debilitaban las de sus enemigos.

Para las potencias enemigas de la Monarquía resultó evidente que estaban abocadas a la destrucción si no conseguían poner solución a su atraso. Sin embargo, para eso necesitaban unos fondos de los que carecían. Por una parte, tras las destrucciones de la Gran Guerra su situación económica era pésima. Los principales enfrentamientos de la fase final del conflicto se habían producido en sus territorios, y en algunas zonas de Alemania y del norte de Francia la destrucción era absoluta: los puentes habían sido volados, los canales, cegados, y pueblos y granjas, incendiados. No solo por el paso de los ejércitos y los saqueadores, sino también por las incursiones de fuerzas españolas con el objetivo declarado de acabar con la capacidad de sus enemigos para hacer la guerra. El comercio exterior había desaparecido tras la captura de miles de barcos, la pérdida de las colonias y los destrozos en los puertos. Si Francia o los estados luteranos de Alemania estaban mal, Inglaterra estaba aun peor, pues había perdido Irlanda, su comercio se había arruinado, y estaba inmersa en una guerra civil crónica entre parlamentarios y realistas. Turquía también rondaba el abismo. Aunque su economía siguiera basándose en su gran población y extensión, se había quedado sin ingresos tras la pérdida de Egipto y del comercio de especias, y apenas conseguía recuperarse a pesar de los esfuerzos de los grandes visires de la familia Koprulu.

Más sibilinamente, los españoles y sus aliados se habían hecho con regiones que albergaban grandes yacimientos de carbón y de hierro. Por ejemplo, Francia había perdido gran parte de Artois y de Picardía, y tuvo que renunciar a sus aspiraciones al ducado de Lorena y a Valonia, sin saber que albergaban enormes depósitos de carbón. Mineral que apenas fue explotado por los españoles (que tenían grandes reservas en otras partes del Imperio) pero que así negaron a sus enemigos. Francia no se quedó sin yacimientos, pues disponía los del Macizo Central, pero para poder explotarlos necesitaba construir una red de canales que conectaran las cuencas del Sena y del Garona, que la hacienda real, en quiebra, no podía financiar. Algo parecido ocurrió en otras partes de Europa. El control no era absoluto: por ejemplo, el valiosísimo hierro sueco quedó fuera del alcance hispano, pero España consiguió que Suecia declarase su neutralidad en los conflictos europeos (y que se desarmara parcialmente) como condición para que España no apoyara a la reina Cristina; asimismo, el acuerdo obligó a los suecos a vender su valioso mineral a los españoles, como luego veremos.

La catástrofe económica no acabó con el final del conflicto. La Armada Española actuó agresivamente contra los buques de otras banderas que entraban en aguas que consideraban propias, y lo menos que les podía pasar a sus tripulantes es que fueran considerados contrabandistas, pues les esperaba la horca si había sospechas de tráfico de esclavos o de piratería. A las pocas colonias que pudieron pervivir no se les permitió expandirse, y la prohibición de la esclavitud las arruinó, de tal manera que el lucrativo comercio del azúcar quedó en manos españolas. También lo estaba el de Extremo Oriente, tras la conquista de Egipto, que cerró la ruta del Mar Rojo, y de las colonias holandesas e inglesas. No se permitía la existencia de factorías que no fueran hispanas, ni la navegación por los estrechos de Indonesia. El cierre no solo impedía el comercio de especias, sino también el lucrativo comercio con China (el japonés había desaparecido pues seguía bloqueado por los barcos españoles). Las escasas mercancías que conseguían llegar a Europa sin ser controladas por los españoles habían tenido que salir de contrabando, llevadas hasta Basora, y transportadas desde allí hasta los puertos turcos en caravanas. El precio resultaba disparatado y, aunque los dirigentes de las naciones europeas los prefirieran, en la práctica el comercio y la venta quedó monopolizado por los hispanos. De tal manera que España no solo conseguía los beneficios que antes conseguían ingleses u holandeses, sino que arrebataba a los turcos su última fuente de fondos.

El control del comercio del Caribe o de Extremo Oriente solo era una parte de la guerra económica. Europa se vio inundada de mercancías a bajo precio, producidas en las fábricas españolas. Los tejedores franceses no podían competir con las telas valencianas, y las herramientas hechas con acero español eran mejores y más baratas que las locales. Los artesanos quedaron en la ruina, sin los medios que hubieran necesitado para modernizar sus medios, y los fondos con los que se les hubiera pagado pasaron a manos españolas. Incluso los comerciantes vieron peligrar su negocio, ya que los productos de las fábricas españolas competían con ventaja con los tejidos hindúes, o con las sedas y la porcelana china: intentar burlar la vigilancia hispana ya no solo era arriesgado, sino poco provechoso.

Las potencias europeas intentaron limitar las importaciones e imponer pesados aranceles, pero solo consiguieron que el contrabando fuera la principal industria de sus naciones. Ni incrementando la vigilancia en las fronteras se consiguió disminuir la sangría económica, y países como Francia, Brandemburgo, Rusia o Suecia se vieron obligadas a vender a los españoles sus principales riquezas (madera, minerales, caballos, etcétera) para conseguir el dinero necesario para que su economía siguiera funcionando. Concretamente, se conserva una carta del marqués del Puerto en la que señalaba la importancia de adquirir el mineral de hierro sueco al precio que fuera: junto con el vizcaíno, eran los mejores de Europa, con los que más fácil era conseguir acero de gran calidad. España no lo necesitaba, pero no quería dejarlo en manos de ingleses, franceses, alemanes o rusos.

Otra herramienta de la guerra económica fue el control que tenía España de la producción de metales preciosos. Para los parámetros del siglo anterior, España conseguía cantidades inimaginables de oro, plata y piedras preciosas, pero las atesoraba en lugar de ponerlas en circulación. En su lugar, empleaba «certificados» de metales preciosos. En teoría, los que los poseyeran podrían pedir que se les entregara la cantidad de oro o de plata correspondiente a su valor nominal, pero en la realidad era imposible, pues la exportación de metales preciosos estaba estrechamente controlada. Como es obvio, no era poco el oro y la plata que salían de matute, y en Europa quedaban algunas minas de metales preciosos; aun así, las escasas cantidades de oro y de plata que escapaban al control español no bastaban ni para mantener las economías europeas, mucho menos para su expansión. Dado que ni sumando la producción europea de metales preciosos y los contrabandeados bastaban para las necesidades del comercio, incluso los enemigos de España se vieron a emplear los certificados españoles, que se convirtieron en la principal moneda europea, pues para adquirir productos españoles se exigía oro, plata, o estos documentos. El Banco de España regulaba las emisiones para mantener su valor (y su prestigio), pero también controlaba la cantidad de circulante y, por tanto, las economías europeas, incluso las de sus peores rivales. Como es obvio, el valor de los certificados estimuló a los falsificadores, pero se enfrentaron a un objetivo muy difícil, ya que los certificados españoles se imprimían en la Real Fábrica de Moneda y Timbre de Madrid con técnicas fuera del alcance de los imitadores: los billetes falsos raramente pasaban el escrutinio en las fronteras españolas, y los defraudadores se enfrentaron a penas muy graves. Estudios recientes indican que menos del 3% de los certificados que circulaban por España eran falsos, y menos del 1% en el caso de los de mayor valor (cuya emisión y circulación era seguida de cerca y comprobada en los archivos centrales). No ocurría lo mismo fuera de las fronteras, donde incluso los príncipes animaban la falsificación, sin saber que así ellos mismos participaban en la guerra económica: la desconfianza que conllevaban los billetes sin respaldo, solo consiguieron añadir otra causa de instabilidad, y disparar el precio del oro y de la plata.

El arma final fue legal. En el tratado de paz de Chartres, España incluyó una cláusula que prohibía a Francia emplear técnicas robadas a los españoles, y que autorizaba a los hispanos a «tomar las medidas necesarias» para impedirlo. Tal vez los signatarios creían que se refería a medidas diplomáticas o comerciales, pero resultó que, según España, el tratado amparaba a los estragadores españoles que actuaban contra los desertores. Como parece lógico, Luis XIV no era de tal opinión, pero se vio forzado a ceder en varias ocasiones ante la amenaza de una intervención militar.

Consecuencia de la Gran Guerra y de la guerra económica que la siguió fue que los rivales de España se empobrecieron. Sin recursos económicos y minerales, las potencias enemigas (encabezadas por Francia, Turquía y, posteriormente, Rusia) se encontraron con serios inconvenientes para imitar los desarrollos españoles.



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La Inquisición Civil y las máquinas de vapor francesas

Sin embargo, España no se limitó a emplear las armas económicas contra el desarrollo tecnológico de sus enemigos, sino que la Inquisición Civil logró interferir, en ocasiones con notable éxito, como fue el caso de las máquinas de vapor.

Hasta entonces, la economía mundial se había sustentado en la fuerza humana y animal. Aunque hubiera algunas máquinas que empleaban otros tipos de energía (molinos y batanes hidráulicos o eólicos), su papel era marginal. En la primera fase del Resurgir, España tuvo las mismas limitaciones, y el desarrollo económico vino de un uso más eficiente de esa energía, así como del crecimiento de la población consecuencia de la mejora alimenticia y sanitaria. No bastaba, y menos en la Península, sin grandes cursos de agua ni vías acuáticas interiores. Los pequeños ríos asturianos (por ejemplo) bastaban para mover la industria armera, pero no para una industrialización generalizada. En algunas zonas, los molinos de viento proporcionaron energía adicional, pero las regiones de España donde los vientos son fuertes y constantes, como ocurre en el valle del Ebro, eran interiores, mal comunicadas, y menos que idóneas para la industrialización.

La solución era aprovechar otras fuentes de energía. Principalmente, la fósil en forma de carbón o de petróleo, o la hidráulica, no directamente sino mediante la electricidad. Los modernistas eran partidarios de la electrificación, y en 1635 el taller del Barón de Otamendi ya producía los primeros prototipos de generadores y de motores. Tenían la ventaja de no requerir combustibles fósiles, al menos inicialmente, ya que los ríos de las montañas del norte bastarían para producir la energía que se necesitara durante decenios. Además, las conducciones eléctricas permitían llevar la electricidad producida en zonas montañosas, donde había grandes desniveles, al llano o a la costa, donde podían situarse las fábricas. Los modernistas invirtieron enormes cantidades en la electrificación; sin embargo, se necesitaba una infraestructura que aun no estaba disponible: por ejemplo, la producción de alambre de cobre de diámetro constante tenía que hacerse en factorías para las que no bastaba la energía hidráulica.

La alternativa eran las máquinas que quemaran combustibles fósiles (pues la madera no abundaba), y la más sencilla era la de vapor. La sencillez era relativa, porque no era lo mismo construir una primitiva eopilia que una máquina eficiente que propulsara un carromato, un navío, o moviera una fábrica. Aun así, tanto el barón de Otamendi como el marqués del Puerto construyeron máquinas de vapor en una fecha tan temprana como 1630. Con todo, su desarrollo fue laborioso, y hasta 1670 no empezó a generalizarse su uso. Desde allende fronteras se las veía como curiosidades, hasta que el seis de abril de 1681 los barcos de vapor del almirante Atondo aniquilaron a la flota inglesa en la batalla del Támesis.

Incluso antes de la victoria española en Francia ya se trabajaba en máquinas de vapor. De hecho, ya en el siglo anterior se habían hecho experimentos, pero los ingenios existentes no pasaban de juguetes sin aplicación práctica. Cuando se rumoreó que las fábricas españolas se movían con vapor, el rey Luis XIV y Colbert, su ministro de finanzas, destinaron algunos fondos a su desarrollo, pero hasta 1670 no consiguió el físico francés Jean Beausire diseñar una máquina primitiva de un cilindro, aunque seguía siendo tremendamente ineficiente.



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Ahora bien, ese atraso tecnológico tenía fácil remedio: bastaba con atraer a los ingenieros españoles conocedores de técnicas avanzadas. Los ingenieros son personas como todas, y entre ellos siempre habría resentidos o codiciosos. Sin embargo, captarlos resultó mucho más difícil de lo esperado. En primer lugar, no era fácil contactar con ellos. En España se estaba imponiendo un sistema de identificación personal, el llamado «documento nacional de identidad», que sustituía a visados y pólizas. Se fabricaba en la Real Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con técnicas avanzadas que dificultaban su copia; por ejemplo, los documentos se protegían con láminas de celulosa plástica (llamada entonces laca plástica, para confundir respecto a su origen), que eran prácticamente imposibles de reproducir. Los falsificadores conseguían imitar el documento con mayor o menor fortuna, y tras lacarlos a veces conseguían buenos resultados. Sin embargo, para descubrir esas falsificaciones bastaba con mirarlas al trasluz o con frotarlas con acetona. En la práctica, la única manera imitar documentos era conseguir algunos reales, levantar la lámina de laca plástica con cuidado, modificarlos sin afectar la marca de agua (algo al alcance de pocos falsificadores), y luego cerrar la lámina con laca. Incluso así, pocas eran las falsificaciones que podían resistir un examen detenido. Un recurso era avejentarlas, pero la policía recelaba de esos documentos gastados.

Por otra parte, llevar una falsificación era peligroso, pues las penas para los transgresores eran muy duras, y bastaba que a un viajero se le encontrara un documento falsificado para que quedara delatado como espía, con poco deseables consecuencias. Aunque hasta finales del siglo XVII no se consiguió registrar a la población peninsular, esos documentos se exigían para entrar o viajar por las regiones fabriles, donde la vigilancia era más estricta. Además, no bastaba con conseguir documentos falsos. Los visitantes estaban obligados a inscribirse en un registro que era revisado periódicamente para comprobar su identidad (obviamente, se convertían en sospechosos quienes decían proceder de zonas devastadas o alejadas, de las que fuera difícil conseguir la confirmación), y los extranjeros, incluso los de naciones aliadas, solo podían entrar con visado y portando un documento que era igualmente difícil de copiar. Los espías franceses trataban de hacerse pasar por valones para justificar su acento, pero los viajeros procedentes de Flandes eran los más vigilados estrechamente, se comprobaba su identidad con frecuencia, e incluso tras esas inspecciones seguían estando en la mira de la Inquisición Civil. No fueron pocos los supuestos flamencos que acabaron dando explicaciones al verdugo.

La dificultad para acceder a los técnicos solo era parte del problema. Científicos y técnicos se consideraban servidores de la Nación, tan valiosos como los soldados, y con similar entrega. El ingeniero que se ponía a servicio del rey francés era considerado un traidor. Eran sabedores de su importancia, y se les instruía para descubrir a los agentes extranjeros; muchos espías fueron atrapados cuando el ingeniero tan interesado por la plata resultó que informaba cumplidamente a la Inquisición Civil. También se controlaba a las mujeres, sobre todo a las meretrices. A los efebos, todavía más: a sabiendas de que los invertidos eran un blanco muy fácil para los agentes enemigos, la Inquisición Civil los protegía si delataban a algún un espía. Además, la Inquisición Civil solía preparar cebos: agentes que se hacían pasar por puteros, homosexuales, o que decían pasar dificultades económicas o familiares. Eran objetivo ideal para los espías, que una y otra vez caían en las trampas hispanas. Tras repetidos fracasos, los agentes franceses aprendieron que intentar captar a un técnico era jugar con fuego o, mejor dicho, con cáñamo.

Aun así, siempre había quien quería ponerse al servicio del rey francés, fuera por apetito de riquezas, por despecho, o por cualquier otro ruin motivo. Pero tampoco era fácil. En primer lugar, tenían que salir de España, y los técnicos valiosos precisaban una autorización para acercarse a zonas fronterizas. Estas regiones estaban muy vigiladas y no era sencillo contactar con agentes que les ayudaran a cruzar. Si conseguían pasar a Francia, eran perseguidos por los agentes de la Inquisición Civil, que hacían bueno su lema de «Ni perdón, ni olvido»; posteriormente, los periódicos españoles describían con todo lujo de detalles el final del traidor. No solo los desertores eran secuestrados cuando no asesinados; fueron frecuentes los estragos, y España avisó al embajador francés que cualquier fábrica que empleara técnicas robadas a los españoles se consideraría pirata y podría ser atacada sin previo aviso. De hecho, el alto horno de Lyon fue volado en 1685 por estragadores de la Inquisición Civil.

El resultado fue que el flujo de técnicos fue escaso, y tanto ellos como las instalaciones donde trabajaban tenían que ser celosamente protegidos. Aunque no se pudo impedir la llegada a Francia de nuevas tecnologías, se consiguió retrasarla. Por otra parte, el que cualquier máquina de vapor pudiera ser objetivo de los estragadores obligó a incrementar la vigilancia, encareciendo tanto su empleo que muchas fábricas renunciaron a utilizarlas.



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