Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Cuando el 24 de junio de 1944, durante una reunión sobre armamentos en Linz y en medio de la triple catástrofe militar que se estaba produciendo, traté de seguir aparentando confianza, fracasé totalmente. Hoy, al releer el texto de mi discurso, me asusta la audacia casi grotesca que me indujo a intentar inculcar a hombres serios la idea de que un esfuerzo máximo todavía podría llevarnos al éxito. Al final de mis explicaciones expresé el convencimiento de que seríamos capaces de superar la crisis que se avecinaba y de que la producción de armamentos seguiría creciendo al mismo ritmo que el año anterior. La misma inercia me impulsó, durante mi improvisado discurso, a expresar unas esperanzas que a la luz de la realidad resultaban más que fantásticas, a pesar de que en los meses siguientes se produjo un incremento efectivo de la producción. Con todo, ¿no fui al mismo tiempo lo bastante realista para dirigir a Hitler una serie de memorias en las que le anunciaba la catástrofe que se nos venía encima y que terminó por imponerse? Lo segundo procedía del conocimiento; lo primero, de la fe. La separación absoluta entre una y otra forma de considerar los hechos evidencia la especial perturbación de los sentidos con que cualquier persona del entorno de Hitler se enfrentaba al inevitable fin.
Sólo en la última frase de mi discurso expresé la idea de una responsabilidad que iba más allá de la lealtad personal, ya fuera a Hitler o a mis colaboradores. Sonaba como una simple muletilla, pero quería decir algo más con ella: —Seguiremos cumpliendo con nuestro deber respecto al pueblo alemán.

Esto era lo que el círculo de industriales quería oír. Al decirlo asumía por primera vez abiertamente aquella responsabilidad superior a la que apeló Rohland cuando me visitó en abril. Aquel pensamiento se había ido fortaleciendo dentro de mí, y cada vez me parecía más una misión por la que era necesario trabajar. No quedaba lugar a dudas: no logré convencer a los jefes de la industria. Después demi discurso y en los días que siguieron oí muchas voces de desesperanza. Diez días antes, Hitler me había prometido hablar a los industriales. Ahora esperaba que su discurso ejerciera una influencia positiva en aquel desolado estado de ánimo.


Continuará.


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Antes de la guerra y por orden de Hitler, Bormann había mandado levantar en las proximidades del Berghof un hotel que ofreciera a los innumerables visitantes que acudían casi en peregrinación al Obersalzberg la posibilidad de descansar o incluso de pasar la noche en las proximidades. El 26 de junio se reunieron en una de las salas del Platterhof los cerca de cien representantes de la industria de armamentos. Durante nuestra reunión en Linz me había dado cuenta de que su descontento se debía en parte al continuo aumento de poder del aparato del Partido en la vida económica. Efectivamente, en lamente de numerosos funcionarios del Partido iba ganando terreno la idea de una especie de socialismo estatal. Ya habían tenido cierto éxito las aspiraciones de hacer depender de las autoridades regionales las empresas propiedad del Estado, y las numerosas industrias instaladas bajo tierra, construidas y financiadas por el Estado, pero cuyo personal directivo, especialistas y maquinaria habían sido facilitados por las empresas comerciales.

Existía un temor en los industriales de que debido a la injerencia creciente del Estado, las industrias privadas se terminaran estatizando y que toda Alemania se transformara en un proletariado como en Rusia, en donde las fábricas de armamentos y de bienes y servicios fueran dirigidas y regenteadas por el Estado Alemán.
El avance del Estado por sobre la propiedad privada había ido creciendo año a año, a tal punto que muchas industrias directamente eran dirigidas por personal nombrado por mi ministerio, quienes tomaban decisiones, planificaban, fijaban objetivos, definían líneas de montaje y producción, y hasta discutían con los sindicatos, sueldos, beneficios y obligaciones, mientras que los verdaderos dueños de dichas industrias apenas tenían algún tipo de injerencia.
Otras industrias habían cambiado su rubro de una forma tan drástica que habían pasado de producir jabón a fabricar nitroglicerina o TNT. Un caso emblemático fue el de una Fábrica de Bremen que antes de la guerra fabricaba grifería y que para 1944 había sido convertida en una industria que fabricaba caños y percutores de ametralladoras y Subfusiles. Dicha fábrica en 1938 tenía 100 empleados y una docena de máquinas y había pasado a tener un centenar de máquinas y más 1.000 trabajadores.

Los dueños de dichas fábricas estaban muy preocupados de que luego de terminada la guerra, perdieran el derecho sobre sus industrias a manos del Reich. Inclusive la mayoría dudaba a esa altura de que la Guerra se pudiera ganar.
Hitler se enojó con esa visión mezquina y los juzgó de pequeños burgueses que anteponían sus intereses personales por sobre la guerra y en su discurso en un momento les dijo:
—Si la guerra se pierde, señores, no será necesario que se planteen la transformación hacia la economía pacífica. Entonces ya sólo quedará que cada cual reflexione sobre su propia transformación: si quiere hacerlo personalmente, si desea dejarse ahorcar, si quiere morir de hambre o si quiere trabajar en Siberia; estas serán las únicas consideraciones que tendrá que tomar el individuo.

Hitler había pronunciado estas frases de una manera casi sarcástica y con cierto tono de desprecio por aquellas «cobardes almas burguesas». Esto no pasó desapercibido y bastó por sí solo para destruir mis esperanzas de que los jefes de la industria se sintieran espoleados por su discurso o motivados a aumentar la producción y promover más sacrificios.

De más está decir que yo no voy a cometer ese error.

El siguiente capítulo habla de la producción de aviones.


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PRODUCCIÓN DE AVIONES SEGÚN SPEER

A pesar de desesperada situación hacia fines de 1944, Hitler ni siquiera supo jugar su último triunfo estratégico. Por grotesco que pueda parecer, precisamente en aquellos meses fabricábamos cada vez más cazas; durante la última fase de la guerra, en sólo seis meses se entregaron 12.720 cazas a las tropas, que en 1939 disponían sólo de 771 aparatos. (INCREÍBLE. Más de 2.000 cazas por mes!!!. Y A ESO HAY QUE SUMARLE LOS BOMBARDEROS!!!. En 1941 antes de comienzo Barbarroja fabricaban 5.000 aviones por año, unos 400 por mes Y NO SÓLO CAZAS, SINO DE TODO TIPO. En 3 años se quintuplicó y hasta sextuplicó si incluimos los bombarderos)

Afines de julio, Hitler accedió por segunda vez a que se diera un entrenamiento especial a dos mil pilotos, pues todavía creíamos que con ataques masivos podríamos infligir grandes pérdidas a la aviación americana y obligarla a suspender los bombardeos, aprovechando que, en el vuelo de ida y en el de vuelta, sus escuadrillas de bombarderos ofrecían, por término medio, un flanco de más de mil kilómetros de longitud.
El general de los pilotos de caza Adolf Galland y yo calculamos que se perdería un caza alemán por cada bombardero derribado en nuestro territorio, pero que la proporción de pérdidas materiales de uno y otro lado sería de uno a seis y la de bajas de pilotos, de uno a dos. Teniendo en cuenta que la mitad de los pilotos alemanes derribados podría salvarse arrojándose en paracaídas, mientras que las tripulaciones de los aviones adversarios que cayeran en suelo alemán serían hechas prisioneras, en esta lucha todas las ventajas estaban de nuestra parte, incluso a pesar de la superioridad del enemigo en cuanto a hombres, material y entrenamiento.

Según el «cuadro sinóptico de rendimientos» elaborado por la Central Técnica y fechado el 6 de febrero de 1945, en enero de 1944, antes de iniciarse los ataques a la industria de aviación, se suministraron 1.017 cazas diurnos y nocturnos. En febrero, durante los ataques, fueron 990; en marzo,1.240; en abril, 1.475; en mayo, 1.755; en junio, 2.034; en julio, 2.305; en agosto, 2.273; en septiembre,2.878. Este aumento se logró en gran parte a costa de restricciones, sobre todo de los aviones polimotores.
(INCREÍBLE, de febrero de 1944 a octubre, en 8 meses TRIPLICARON LA PRODUCCIÓN DE AVIONES).

Continuará.


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El Informe de la Central de Planificación del 25 de mayo de 1944 decía lo siguiente: «En mayo se producirán tantos aviones que el Estado Mayor estima que, después de un cierto tiempo, las pérdidas del enemigo serán tan graves que las incursiones en territorio del Reich dejarán de resultarle rentables. Si se dirigen cinco cazas contra el enemigo, se derribará uno de sus bombarderos. Actualmente, cada bombardero derribado significa la pérdida de un caza.»
Gracias al mal tiempo que imperó en el invierno de 1945, aún pudimos aumentar la producción de aviones, tanques, cañones y municiones. En enero de 1945 (1943: 225.800 t) todavía logramos producir 175.000 toneladas de munición, lo que constituía, a pesar de todo, el 70% de la producción de 1943, aunque se disponía únicamente de una octava parte del nitrógeno. En enero de 1945 construimos 3.185 aviones (1943: 2.091 al mes), para los que había sólo una tercera parte de carburante. En enero de 1945 suministramos 1.767 tanques, cazadores de tanques, artillería de asalto y cureñas automotrices (promedio de 1943: 1.009), 50.089 camiones y remolques ligeros (10.453 en 1943) y 916 tractores (1.416 en 1943); pero para el funcionamiento de estos vehículos sólo disponíamos de una cuarta parte del carburante producido hasta la fecha.
(INCREÍBLE. En 1945, a pesar de la debacle en los dos frentes y de los masivos bombardeos, fabricaron el doble o el triple de pertrechos. Sólo en tractores se fabricaron menos que en 1943).

Continuará


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Hacia el 10 de agosto, Galland, muy excitado, me pidió que volara enseguida con él al cuartel general: tomando una de sus arbitrarias decisiones, Hitler había dado la orden de que la flota aérea «Reich», compuesta por 2.000 cazas y próxima a formarse, fuera destinada al frente occidental, donde, a juzgar por nuestra experiencia, sería destruida en poco tiempo. Desde luego, Hitler ya se figuraba por qué íbamos a verle. Sabía que había roto la promesa que me hizo en julio de proteger con los cazas las fábricas de hidrogenación. Con todo, evitó un enfrentamiento durante la reunión estratégica y determinó que nos recibiría después, a solas.

Empecé cautelosamente por poner en duda la eficacia de aquella orden y, a pesar de mi excitación, le expuse con relativa calma la catastrófica situación de los armamentos, le di algunas cifras y le describí las consecuencias de un bombardeo continuado. Sólo con hablarle de esto, Hitler empezó a dar muestras de nerviosismo e impaciencia. Aunque me escuchaba en silencio, pude percibir en sus facciones, en el rápido movimiento de sus manos y en su forma de mordisquearse las uñas que se sentía cada vez más tenso. Cuando terminé y creí haberle demostrado que era preciso destinar a luchar contra los bombarderos hasta el último caza del Reich, Hitler ya no era dueño de sí.
Su cara había enrojecido violentamente y su mirada se había vuelto fija e inanimada. Entonces rompió a gritar sin contenerse:
¡Las operaciones militares son asunto mío! ¡Usted haga el favor de ocuparse de sus armamentos! ¡Esto no es asunto suyo!.


Tal vez habría aceptado mejor mis recomendaciones si hubiéramos estado solos. La presencia de Galland le hacía imposible rectificar. Puso fin bruscamente a la entrevista, atajando así cualquier argumentación: —No tengo más tiempo para ustedes- manifestó Hitler ofuscado.

Perplejo, me fui con Galland a mi barracón de trabajo. Al día siguiente, cuando ya nos disponíamos a regresar a Berlín sin haber cumplido nuestro propósito, Schaub nos comunicó que debíamos volver a ver a Hitler. En un tono mucho más brusco y atropellado que el de la víspera, nos gritó:
—No quiero que se fabriquen más aviones. Vamos a renunciar a los cazas. ¡Detenga inmediatamente la producción de aviones! ¡Inmediatamente! ¿Entendido? ¿No se queja usted siempre de que falta mano de obra especializada? Pues pásela a la fabricación de artillería antiaérea. ¡Todos los obreros a los antiaéreos! ¡Y el material también! ¡Es una orden! ¡Haga venir enseguida a Saur al cuartel general! Hay que establecer un programa de fabricación de artillería antiaérea. Dígaselo. Un programa diez veces más amplio...Cientos de miles de obreros pasarán a la producción de antiaéreos. En la prensa extranjera leo todos los días lo peligrosa que es la artillería antiaérea. Esto aún les causa respeto, pero nuestros cazas ya no.

Galland trató de replicar que los cazas podrían derribar más aviones que los antiaéreos si los utilizábamos sobre suelo alemán, pero no pudo terminar ni una frase.
Volvió a despedirnos bruscamente; en realidad, nos echó de su despacho.
Lo primero que hice al llegar a la cantina fue servirme un vermut de la botella que había allí preparada para estos casos; la escena me había afectado los nervios. Galland, de ordinario tan sereno y reposado, parecía trastornado por primera vez desde que lo conocía. No lograba asimilar que el arma que estaba bajo su mando fuera a ser disuelta por cobardía ante el enemigo. A mí, por el contrario, ya no me sorprendían aquellos exabruptos de Hitler y sabía que en la mayoría de los casos, con una táctica adecuada, se podía conseguir que rectificara. Tranquilicé a Galland: con las industrias de los cazas no se podían fabricar cañones. Además, no eran cañones antiaéreos lo que escaseaba, sino municiones, sobre todo por la falta de explosivos.
Saur coincidía conmigo en el temor de que Hitler hubiera planteado exigencias imposibles de cumplir. Al día siguiente le expuso en privado que el aumento en la producción de cañones antiaéreos dependía del suministro de unas máquinas-herramienta especiales para el vaciado de tubos largos.

Poco después me dirigí de nuevo con Saur al cuartel general para discutir los detalles de aquella orden, que Hitler, encima, nos había cursado también por escrito. Después de mucho bregar, su pretensión inicial de quintuplicar la producción quedó reducida a un incremento de dos veces y media. Para cumplir el programa nos dio un plazo que expiraba en diciembre de 1945 y, además, exigió que se duplicara la producción de los proyectiles correspondientes.

Pudimos discutir tranquilamente con él más de veintiocho puntos del orden del día, pero cuando quise llamar de nuevo su atención sobre la necesidad de que los cazas fueran utilizados en el territorio nacional, volvió a interrumpirme enfurecido, repitió la orden de aumentar la producción de cañones antiaéreos y disminuir la de los cazas y levantó la sesión.
Fue la primera orden de Hitler que Saur y yo desobedecimos. Actuando por mi cuenta y riesgo, al día siguiente manifesté a los directivos de la industria de armamentos que era preciso «mantener a toda costa la producción de cazas al máximo». Tres días después reuní a los representantes de la industria aeronáutica y, en presencia de Galland, les expliqué la importancia de su misión, que, «mediante el aumento de la producción de cazas», consistía en «conjurar el mayor de los peligros que nos amenazaban: la destrucción de la industria de armamentos en Alemania».

Realmente Hitler era un mediocre y un gobernante improvisado.

El siguiente capítulo trata sobre el mito de las armas MILAGROSAS.
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LAS MENTIRAS DE LAS ARMAS MILAGROSAS

A la vez que nos veíamos obligados a limitar la producción y hasta a suspender el desarrollo de nuevas armas, en sus conversaciones con los mandos militares y políticos Hitler empezó a hacer insinuaciones cada vez más inequívocas sobre la próxima utilización de unas armas nuevas que iban a decidir la guerra. Cuando visitaba a las divisiones, se me preguntaba con frecuencia, con una sonrisita irónica, cuándo llegarían esas armas milagrosas. Aquellas ilusiones me resultaban desagradables; algún día tenía que producirse el desengaño, por lo que a mediados de septiembre, cuando las V2 ya habían entrado en servicio, dirigí a Hitler estas líneas: «Se halla muy extendida entre las tropas la creencia de que en breve vamos a utilizar una nueva arma decisiva para la guerra. Esperan que entre en servicio dentro de unos días. Incluso algunos oficiales de alta graduación comparten seriamente esta idea. No creo que en momentos tan difíciles comolos que atravesamos sea aconsejable alentar unas esperanzas que en ningún caso podrán verse realizadas en tan breve plazo, lo que provocará una decepción que forzosamente afectará a la moral de los soldados. Puesto que también la población civil espera día tras día el arma milagrosa y está empezando a dudar de que sepamos que está acercándose la hora crítica, y opina que una nueva demora en el empleo de estas armas, que supone que tenemos almacenadas, resulta intolerable, cabe preguntar si este tipo de propaganda resulta aconsejable.»

En una entrevista que mantuvimos a solas, Hitler reconoció que yo tenía razón CON RESPECTO a la mala influencia que representaba la mentira sobre las armas milagrosas. Sin embargo —como no tardé en comprobar—, no renunció a hacer alusiones a las armas milagrosas. Por lo tanto, el 2 de noviembre de 1944 escribí a Goebbels que me parecía«desacertado dar a la opinión pública unas esperanzas cuya realización no puede garantizarse en un futuro previsible... Por consiguiente, le ruego que tome las medidas oportunas para que en la prensa diaria y en las revistas técnicas se eviten en lo sucesivo las alusiones a futuros éxitos de nuestra industria de guerra».En efecto, a partir de aquel momento Goebbels dejó de dar informaciones sobre nuevas armas. Sin embargo, paradójicamente, los rumores se hicieron más insistentes.

Mucho después, durante el proceso de Nuremberg, me enteré por Fritzsche, uno de los principales colaboradores del ministro de Propaganda, de que Goebbels había montado un dispositivo especial para difundir estos rumores, que se ajustaban bastante a lo que se esperaba que sucediera en el futuro. ¡Cuántas veces, al terminar la sesión de trabajo de la Junta de Armamentos, nos habíamos reunido por la noche para comentar los últimos avances de la técnica! Incluso hablábamos de la posibilidad de fabricar una bomba atómica. Muchas veces asistieron a nuestras reuniones unos reporteros próximos a Goebbels que también participaban en las informales veladas nocturnas.
(Goebbels también era un psicótico manipulador).

Continuará.
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En aquellos tiempos de ansiedad, en los que todos deseaban conservar la esperanza, estos rumores encontraban campo abonado. Por otra parte, hacía ya tiempo que nadie daba crédito a lo que decían los periódicos. Sin embargo, durante los últimos meses de la guerra, las secciones dedicadas a la astrología constituyeron una excepción para un número creciente de desesperados. Como tales secciones dependían, por múltiples motivos, del Ministerio de Propaganda, según me dijo Fritzsche en Nuremberg, se emplearon como medio para influir en la opinión pública. Los horóscopos manipulados hablaban de profundos valles que debían cruzarse, vaticinaban giros sorprendentes para un futuro inmediato y se extendían en prometedoras especulaciones. El régimen sólo seguía teniendo futuro en las páginas astrológicas. (INCREÍBLE. Cómo fue posible que una país tan culto como Alemania estuviera gobernado por esta manga de farsantes, nefastos, inescrupulosos y asesinos).

El 22 de marzo cuando Alemania se hundía irremediablemente, Hitler me convocó a una de sus conferencias de armamentos, envié de nuevo a Saur en mi lugar. Sus notas de aquella reunión me demostraron que ambos se habían mantenido alegremente alejados de la realidad. A pesar de que la producción de armamentos había llegado hacía tiempo a sufin, estuvieron discutiendo proyectos y más proyectos, como si pudieran disponer aún de todo el año 1945. No sólo hablaron de una producción de acero bruto totalmente irreal, sino que acordaron aumentar al máximo el suministro de cañones antitanques de 8,8 cm, así como de lanzagranadas de 21 cm; se entusiasmaron al tratar de la creación de nuevas armas, como un fusil especial para los paracaidistas, que por supuesto «se produciría en cantidades elevadas», y un lanzagranadas de 30,5 cm, un calibre desmesurado.
(INCREÍBLE, la pérdida de la realidad era total. No puedo creer que no se dieran cuenta que la guerra estaba perdida).

En aquel acta también se registró una orden de Hitler para que en el plazo de unas semanas le fueran presentadas cinco nuevas variantes de los tanques existentes. Además, quería que se investigara el efecto del «fuego griego», conocido desde la Antigüedad, y que nuestro caza reactor Me 262 fuera reconvertido a la mayor brevedad posible en caza convencional. De este modo reconocía involuntariamente el fallo estratégico que había cometido un año y medio antes, cuando, contra la opinión de los técnicos, hizo prevalecer su terquedad.

Regresé a Berlín el 21 de marzo. Tres días después, a primeras horas de la mañana, se me comunicó que, en un ancho frente situado al norte del territorio del Ruhr, las tropas inglesas habían cruzado el Rin sin encontrar resistencia. Yo ya sabía por Model que nuestras tropas eran impotentes. En septiembre de 1944, el rendimiento extremo de nuestras fábricas de armamentos había permitido dotar a un ejército sin armas de los medios necesarios para establecer con rapidez una nueva línea de defensa. Ahora ya no teníamos esa posibilidad; Alemania estaba siendo arrollada.


Continuará.


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Me puse otra vez al volante de mi coche para dirigirme de nuevo hacia el Ruhr, cuya conservación era de importancia decisiva para la posguerra. En Westfalia, poco antes de llegar a nuestro destino, un pinchazo nos obligó a detenernos. Estuve charlando con unos campesinos en una casa de labor sin ser reconocido, gracias a la penumbra. Con gran asombro, descubrí que la confianza en Hitler que les había sido inculcada durante los últimos años seguía en pie incluso en aquellas circunstancias: él, Hitler, no podía perder la guerra, me dijeron. —El Führer se reserva algo que pondrá en juego en el último momento. Entonces cambiarán las cosas. Ha dejado que el enemigo llegue tan lejos sólo para tenderle una trampa.
Incluso entre los miembros del Gobierno se daban estos casos de fe en el arma milagrosa que deliberadamente se había reservado para el último momento y que destruiría al incauto extranjero que tan despreocupadamente se había adentrado en el país.
Funk, por ejemplo, me preguntó en aquel tiempo:
—Pero todavía nos queda un arma especial, ¿verdad? Un arma que lo cambiará todo.


Lo miré asombrado y no pude evitar reflexionar sobre el poder disuasivo y de sugestión que la publicidad de Goebbels había tenido no sólo sobre la población civil, sino sobre autoridades del partido como Funk.
(INCREÍBLE).

Dejé a Funk y decidí volver a Berlín para pedirle a Hitler de que suspenda la orden de “Tierra quemada”. Durante el camino me crucé con tropas en retirada, sin armas y sin equipo, que bloqueaban la carretera que iba a Wurzburgo. A la luz del amanecer, varios soldados persiguieron ruidosamente a un jabalí que había salido del bosque. Cuando llegué a Wurzburgo fui a ver al jefe regional Hellmuth, quien me invitó a un suculento desayuno. Mientras comíamos salchichas y huevos, me dijo con la mayor naturalidad que, en cumplimiento de las órdenes de Hitler, había ordenado que se destruyera la industria de rodamientos de Schweinfurt; en una habitación contigua se encontraban ya los representantes de las fábricas y los funcionarios del Partido, aguardando instrucciones. El plan estaba bien trazado: se prendería fuego a los baños de aceite de las máquinas especiales. Con ello, según habían demostrado los ataques aéreos, las máquinas quedarían convertidas en chatarra.
Al principio no había manera de convencerlo de que aquello era un desatino, y me preguntó cuándo pensaba emplear el Führer el arma milagrosa. A través de Bormann y Goebbels había recibido informes del cuartel general según los cuales el empleo de esta arma era inminente. Como tantas otras veces, tuve que explicarle también a él que no existía. Yo sabía que aquel jefe regional pertenecía a la categoría de los razonables, por lo que le pedí que no ejecutara la orden de Hitler. Añadí que en aquellas circunstancias era un disparate arrebatar a la población las bases imprescindibles de su existencia volando fábricas y puentes.
(INCREIBLE el efecto que produjo la publicidad de Goebbels, penetrando en la conciencia de los alemanes).

El siguiente capítulo habla sobre la enfermedad que padeció Speer.

Saludos.


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ENFERMEDAD E INTRIGAS EN CONTRA DE SPEER

En 1944 hice un viaje a Laponia para visitar unas minas de niquel y bauxita. Durante mi estadía un fuerte dolor de rodilla acompañada de fiebre me obligó a hacer reposo.
En mi regreso a Berlín decidí hacerme ver por un especialista.
El profesor Gebhardt, general de División de las SS y conocido en el mundo del deporte europeo como especialista en lesiones de rodilla, era director del Hospital Ho-henlychen de la Cruz Roja, enclavado a orillas de un lago y rodeado de bosques, unos cien kilómetros al norte de Berlín. Sin saberlo, me había puesto en manos de un médico que era uno de los pocos amigos de Heinrich Himmler que lo tuteaban. Residí durante más de dos meses en una sencilla habitación de este hospital, mis secretarias ocuparon otras estancias y se instaló una línea telefónica directa con el Ministerio, pues tenía intención de continuar trabajando.
En el Tercer Reich, enfermar siendo ministro era muy problemático. Hitler había prescindido con harta frecuencia de personas que ocupaban cargos importantes por motivos de salud. Por lo tanto, la noticia de que alguien había «enfermado» despertaba gran interés en los círculos políticos. Y, como yo estaba enfermo de verdad, parecía lo más aconsejable continuar lo más activo posible. Además, no podía dejar de la mano mi aparato ministerial, pues, al igual que Hitler, no disponía de un representante apropiado. A pesar de todos los esfuerzos de mi entorno para que disfrutara de tranquilidad, las conversaciones telefónicas, entrevistas y dictados hechos desde la cama no solían cesar antes de medianoche.

Apenas ingresé en el hospital, Bohr, mi recién nombrado jefe de personal, me llamó muy afligido. En su despacho había un archivador cerrado; Dorsch había ordenado transportarlo enseguida a la jefatura de la Organización Todt. Dispuse que el archivador se quedara donde estaba. Unos días después aparecieron unos representantes de la Jefatura Regional de Berlín acompañados de varios empleados de mudanzas. Bohr me dijo que tenían el encargo de llevarse el archivador y que sostenían que tanto el mueble como su contenido eran propiedad del Partido. Bohr no sabía qué hacer. Gracias a una conversación telefónica con Naumann, uno de los más íntimos colaboradores de Goebbels, se pudo demorar la acción: los funcionarios del Partido se limitaron a sellar la puerta del archivador. Acto seguido, ordené que se desatornillara la parte posterior. Al día siguiente se presentó Bohr con un paquete de fotocopias de expedientes sobre varios de mis antiguos colaboradores; casi todos expresaban juicios negativos sobre ellos. La mayoría eran acusados de observar una conducta hostil al Partido, e incluso se recomendaba que la Gestapo vigilara a algunos. Leí también que el Partido tenía un hombre de confianza en el Ministerio: Xaver Dorsch. El hecho en sí me sorprendió menos que saber quién era la persona elegida. Yo había estado tratando de ascender a un funcionario de mi Ministerio desde otoño. Sin embargo, este empleado no era bien visto por la camarilla que últimamente se había formado en el Ministerio y mi primer jefe de personal presentó excusas de toda clase hasta que finalmente le obligué a tramitar la propuesta de ascenso. Poco antes de caer enfermo recibí una negativa brusca y hostil de Bormann. Entre los expedientes encontramos el borrador de lacarta de Bormann, que resultó haber sido redactado por el mismo Dorsch y por mi antiguo jefe de personal, Haasemann, y que Bormann había copiado literalmente en la carta que me dirigió.

Desde la cama del hospital llamé por teléfono a Goebbels, pues, como jefe regional de Berlín, los delegados del Partido en los Ministerios estaban a sus órdenes. Sin la menor vacilación, se mostró conforme con que mi antiguo colaborador Frank ocupara el cargo:
—Es intolerable que haya un gobierno paralelo. Actualmente, todos los ministros son camaradas del Partido. ¡O podemos confiar en él, o que se largue!.


Continuará


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Sin embargo, me quedé sin saber qué personas de confianza tenía la Gestapo dentro de mi Ministerio. Más difícil todavía me resultó mantener mi posición mientras estuve enfermo. Tuve que pedir a Klopfer, secretario de Bormann, que mantuviera a raya alas autoridades del Partido, e hice especial hincapié en que no se pusieran dificultades a los industriales. Inmediatamente después de caer enfermo, los consejeros económicos regionales del Partido se arrogaron atribuciones que afectaban al núcleo de mi actividad. Pedí a Funk y a su colaborador Ohlen-dorf, que le había sido cedido por Himmler, que mostraran una actitud positiva respecto al concepto de autorresponsabilización de la industria y que me apoyaran frente a los consejeros económicos regionales de Bormann. También Sauckel aprovechó mi ausencia para «en un llamamiento nacional, pedir a los operarios de armamentos que trabajaran hasta sus últimas fuerzas». A la vista de los intentos de mis enemigos para sacar provecho de mi ausencia y menoscabar mi posición, me dirigí por escrito a Hitler para comunicarle mis preocupaciones y solicitar su ayuda. Veintitrés páginas mecanografiadas en cuatro días son señal del nerviosismo que se había apoderado de mí. Me quejé de las pretensiones de Sauckel y de la actuación de los consejeros regionales de Bormanny le rogué que confirmara mi autoridad incondicional respecto a todas las cuestiones relacionadas con mi cometido. En el fondo, mis peticiones no hacían sino repetir exactamente lo que había exigido sin éxito, y para enojo de los jefes regionales, con las drásticas palabras de la reunión de Pozna?. Seguía diciendo que sólo sería posible dirigir de forma planificada el conjunto de la producción si se reunían bajo mi mando «la gran cantidad de departamentos oficiales que establecen disposiciones y reglamentos, formulan reparos y dan consejos a la dirección de las empresas»

Cuatro días después volví a dirigirme a Hitler por escrito. Con una franqueza que en realidad ya no respondía a nuestra relación, lo informé sobre la camarilla del Ministerio que, a mis espaldas, se dedicaba a obstaculizar que se ejecutaran mis órdenes. Lo informé de que había sido engañado y de queun pequeño círculo de antiguos colaboradores de Todt, encabezado por Dorsch, había quebrantado la lealtad que me debía. Y que por ello me veía obligado a sustituir a Dorsch por un hombre de mi confianza.
No hay duda de que esta última carta, en la que comunicaba a Hitler, sin haberle consultado, la destitución de uno de sus favoritos, fue particularmente torpe, porque olvidaba una de las reglas del régimen: insinuar a Hitler con habilidad y en el momento apropiado los asuntos personales. Yo, en cambio, le expuse sin rodeos que un colaborador había quebrantado la lealtad debida y no era de fiar. El hecho de que, además, enviara a Bormann una copia de mis quejas sólo podía deberse a un ataque de locura o entenderse como una provocación. Al hacerlo daba la espalda a toda la experiencia adquirida como diplomático hábil en el intrigante entorno de Hitler. Es posible que dictara mi conducta cierta terquedad a la que me inducía mi aislamiento.
La enfermedad me había alejado demasiado de Hitler, el polo de poder que todo lo decidía. No reaccionó negativa ni positivamente a mis propuestas, peticiones y quejas: estuve hablando en el vacío, pues no me hizo llegar ninguna respuesta.


Continuará.


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Pasé veinte días tendido boca arriba, con la pierna inmovilizada por la escayola, y tuve tiempo de sobra para reflexionar sobre mi enojo y mis desengaños. Unas horas después de levantarme por primera vez sentí vivos dolores en la espalda y en la caja torácica, y una expectoración sanguinolenta indicó una posible embolia pulmonar. Sin embargo, el profesor Gebhardt me diagnosticó reumatismo muscular, me dio masajes en el tórax con veneno de abejas (Forapin) y me administró sulfamidas, quinina y narcóticos

Dos días después sufrí un segundo ataque, muy fuerte. Mi estado empezó a ser preocupante; sin embargo, Gebhardt continuó insistiendo en su diagnóstico de reumatismo muscular. Entonces mi esposa comunicó lo ocurrido al doctor Brandt, quien envió aquella misma noche a Hohenlychen al profesor Friedrich Koch, internista de la Universidad de Berlín y colaborador de Sauerbruch. Brandt, médico de cabecera de Hitler y «delegado de Sanidad», transfirió expresamente a Koch la responsabilidad única de mi tratamiento, al tiempo que prohibía al profesor Gebhardt adoptar ninguna disposición médica.

Según hizo constar el profesor Koch en su informe médico, permanecí tres días en un estado «extremadamente grave. Máxima disnea, fuerte amoratamiento, notable aceleración del pulso, altas temperaturas, molesta tos irritativa, dolores y expectoración sanguinolenta. De acuerdo con estos síntomas, el cuadro de la enfermedad sólo puede ser interpretado como un infarto». Los médicos prepararon a mi esposa diciéndole que cabía esperar lo peor. En cambio, a mí aquella situación transitoria me sumió en una euforia casi dichosa: la pequeña habitación se amplió hasta convertirse en una sala grande y maravillosa; un pobre armario de madera que había estado tres semanas ante mi vista se tornó una pieza suntuosa, ricamente tallada enmaderas preciosas; me sentí alegre y a gusto como pocas veces en mi vida.

Cuando me hube recuperado un poco, mi amigo Robert Frank me habló de la conversación que había tenido una noche con el profesor Koch. Desde luego, lo que me contó sonaba novelesco: estando yo grave, Gebhardt pidió al profesor que me practicara una pequeña intervención que habría puesto en peligro mi vida. Al principio, el profesor Koch pretendió no comprenderlo, y después se negó en redondo a efectuar la intervención. Entonces el profesor Gebhardt desvió el golpe alegando que sólo había querido ponerlo a prueba.

Tuve que guardar silencio, pues ni siquiera podía recurrir a Hitler. Su reacción era previsible: en un acceso de cólera, lo habría tachado todo de sencillamente imposible, habría pulsado el timbre que siempre tenía a mano para llamar a Bormann y habría ordenado detener a los difamadores de Himmler.
En aquel tiempo este asunto no me sonó tan novelesco como pueda parecer hoy. Incluso en los círculos del Partido, Himmler tenía fama de ser un hombre cruel, frío y consecuente; nadie se atrevía a enfrentarse seriamente a él. Además, la ocasión que se le ofrecía era demasiado favorable: yo no habría podido resistir la menor complicación, por lo que no habría habido sospechas. Mi caso era una lucha de diadocos; era un indicio de que mi posición seguía siendo poderosa, aunque ya estaba tan debilitada que después de aquel fracaso se podían urdir nuevas intrigas.

Funk no me contó los detalles de un asunto sobre el que en 1944 sólo se atrevió a hacer vagas alusiones hasta que nos encontramos en Spandau: hacia otoño de 1943 el Estado Mayor del Ejército de las SS de Sepp Dietrich había celebrado una francachela en la que, además de Gebhardt, participó también Horst Walter, asistente y amigo de Funk durante muchos años y entonces asistente de Dietrich. Gebhardt declaró en aquel círculo de jefes de las SS que, en opinión de Himmler, Speer era un peligro y tenía que desaparecer.
Empecé a sentir prisa por salir de aquel hospital, que me empezaba a parecer siniestro, aunque seguramente mi estado de salud no hiciera recomendable mi traslado. El 19 de febrero ordené que se me encontrara una nueva residencia urgentemente. Al principio, Gebhardt se opuso con argumentos médicos; pero cuando a comienzos de marzo pude levantarme de la cama siguió resistiéndose a que me trasladara. Ocho días más tarde, un hospital cercano fue alcanzado por las bombas dela VIII Flota Aérea americana; Gerbhardt creyó que el ataque se dirigía contra mí y entonces cambió de opinión de la noche a la mañana. El 17 de marzo pude abandonar por fin aquel deprimente lugar.


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El internista profesor Koch no quería exponer de ningún modo mis pulmones al aire de las alturas del Obersalzberg. En el parque del palacio de Klessheim, la residencia de invitados de Hitler situada cerca de Salzburgo, los obispos electores habían hecho que el arquitecto barroco Fischer vonErlach construyera un pabellón de deliciosas líneas curvas, conocido con el nombre de Palacete de la Hoja de Trébol. El 18 de marzo se me asignó éste edificio renovado como lugar de residencia, pues el «regente» húngaro Horthy ocupaba entonces el palacio principal a causa de unas negociaciones que terminarían veinticuatro horas después con la última entrada de las tropas de Hitler en un país extranjero: Hungría. La misma noche de mi llegada, Hitlerme hizo una visita durante una pausa en las conversaciones.
Al volver a verlo al cabo de diez semanas, me llamó la atención por primera vez en todos los años que nos conocíamos la anchura excesiva de su nariz, su palidez y lo repelente de su cara; un primer síntoma de que estaba empezando a ganar distancia respecto a él y a mirarlo sin prejuicios. Durante casi un trimestre no sólo había dejado de estar sometido a su influencia personal, sino que me601había sentido vejado y relegado. Tras años de embriaguez y de movimiento febril, había empezado a cuestionarme por primera vez mi actuación a su lado. Mientras que antes, con algunas palabras o con un gesto, Hitler lograba hacer desaparecer mi abatimiento y liberar en mí energías extraordinarias, ahora, incluso durante este reencuentro y a pesar de la cordialidad de Hitler, mi cansancio no desaparecía. Lo único que deseaba era poder viajar lo antes posible a Meran con mi esposa y nuestros hijos, pasar allí varias semanas y recuperar fuerzas, aunque sin saber realmente para qué, pues ya no tenía ningún objetivo.
No obstante, mi voluntad de autoafirmación se despertó de nuevo cuando, durante los cinco días que permanecí en Klessheim, me vi obligado a constatar que, mediante mentiras e intrigas, estaban tratando de arrinconarme definitivamente. Al día siguiente Góring vino a verme para felicitarme por mi cumpleaños. Cuando aproveché la ocasión para informarlo, exagerando un poco, de mi buena salud, Góring me contestó, y no en tono de lamento, sino más bien con gran satisfacción:
—¡Vaya, eso no es verdad! El profesor Gebhardt me dijo ayer que está usted gravemente enfermo del corazón y que no hay perspectivas de mejora.¡Quizá no lo sepa usted aún!.

Acto seguido, y con muchas palabras de elogio hacia el trabajo que había realizado hasta entonces, Góring insinuó mi próxima sustitución. Le dije que las radiografías y los electrocardiogramas no revelaban ninguna afección.
Durante los días que permanecí en Meran, Góring, sin preguntarme ni informarme siquiera, mantuvo varias entrevistas con Hitler a las que acudió acompañado de mis colaboradores Dorsch y Saur, en un arrebato de actividad del todo inusual. Era evidentísimo que deseaba aprovechar la oportunidad que se le ofrecía de lograr el puesto de segundo hombre del Reich y resarcirse de los numerosos reveses sufridos hasta entonces, lo que pasaba por for604talecer a mi costa la posición de mis colaboradores, que para él no suponían ningún peligro. Además, propagó el rumor de que se esperaba mi destitución y preguntó al jefe regional del Alto Danubio, Eigruber, cuál era la opinión del Partido acerca del director general Meindl, amigo de Góring.Fundamentó esta pregunta diciendo que tenía el propósito de presentar a Meindl como sucesor mío en su entrevista con Hitler.

También Ley, jefe nacional del Partido y saturado de cargos, formuló sus pretensiones:
- Si Speer se marchaba, dijo sin que nadie le preguntara nada, él también podría asumir su trabajo. ¡ El se ocuparía de todo!.


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Entre tanto, Bormann y Himmler intentaron rebajar a los ojos de Hitler la valía de mis restantes jefes de sección haciendo recaer graves sospechas sobre ellos. De manera indirecta, pues Hitler no consideró necesario tenerme informado, supe que estaba tan enojado con tres de ellos—Lie-bel, Waeger y Schieber—que se podía contar con su pronto despido. Al parecer habían bastado unas semanas para que Hitler olvidara los días de Klessheim. Aparte deFromm, Zeitzler, Guderian, Milch y Dónitz, el ministro de Economía Funk fue el único del pequeño círculo de los dirigentes del régimen que me mostró afecto durante las semanas de mi enfermedad.
Hacía meses que Hitler, para evitar las repercusiones de los bombardeos aéreos, había exigido que la industria fuera trasladada a cuevas y a grandes refugios de tipo bunker. Yo le había replicado que no se podía luchar con hormigón contra los bombarderos, pues ni siquiera tras muchos años de trabajo se podrían instalar bajo tierra u hormigón las industrias de armamento. Además, y para nuestra suerte, para atacar la producción de armamentos el enemigo debía repartirse, por así decirlo, por un amplio delta fluvial que tenía muchos brazos secundarios. Si protegíamos el delta, haríamos que lanzara sus ataques sobre el punto en que se concentraba la industria, en una cuenca estrecha y profunda. Al decir esto pensaba en la química, el carbón, las centrales de energía y otras de mis pesadillas. No hay ninguna duda de que en aquellos momentos (primavera de 1944), a Inglaterra y América les habría sido posible aniquilar por completo, en un plazo muy corto, una de estas ramas de la producción, y todo esfuerzo por protegerla habría sido inútil.

El 14 de abril, Góring tomó la iniciativa y convocó a Dorsch a una entrevista: sólo cabía imaginar la construcción de los grandes refugios que Hitler exigía, le dijo en tono revelador, si se ocupaba de ello la Organización Todt. Dorsch repuso que, como tales instalaciones se hallaban en Alemania, noeran de la competencia de este organismo, que se ocupaba de las obras en los territorios ocupados. No obstante, podía presentarle de inmediato unproyecto terminado que se quería construir en Francia. Aquella misma noche, Hitler llamó a Dorsch:
—Ordenaré que en el futuro se encargue sólo usted de estas grandes obras, incluso en territorio del Reich.
Al día siguiente Dorsch propuso algunos emplazamientos y enumeró los detalles técnico-administrativos que requería la construcción de aquellos seis grandes búnkers, de 100.000 m2 de superficie cada uno. Prometió que las obras estarían terminadas en noviembre de 1944.
Góring encargó al mismo tiempo a Dorsch que construyera numerosos búnkers para proteger los cazas situados en los campos de aviación del territorio del Reich. Cuando envié a Frank para que me representara en una reunión entre Góring y Dorsch que se celebró en la cancillería.

Traté de convencer a Hitler de que no desperdiciara materiales como el hierro y mano de obra que era muy necesaria en las fábricas de armamentos, pero estaba obsesionado con sus gigantescos Bunkers y en uno de sus temidos decretos espontáneos, Hitler puso a Dorsch a sus órdenes directas y dio a estos búnkers tal prioridad que Dorsch pudo modificar a su antojo el resto de proyectos para primar el suyo, restándome autoridad y entorpeciendo las medidas que yo había tomado en 1944 para aumentar la producción. Si Dorsch no hubiera sido tan ambicioso, con todos esos obreros y materiales hubiera podido fabricar cientos de ametralladoras mucho más útiles que esos Bunkers inútiles.
(Ya lo creo. No dejo de sorprenderme con las torpezas y las intrigas, ambiciones y bajezas humanas del nazismo. En 1944 la guerra estaba perdida, millones de soldados habían muerto y otros millones aún faltaban por morir, pero en las más altas esferas del nazismo, los jerarcas peleaban entre ellos por ambiciones personales y migajas de poder).

No obstante, no resultaba difícil prever que aquellas gigantescas obras no estarían terminadas en el plazo prometido de seis meses; es más, que ni siquiera llegarían a ponerse nunca en servicio. Es fácil saber la verdad cuando la mentira es tan burda, aunque lamentaba que tantos materiales y horas/hombre se desperdicien en proyectos inútiles.

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Hitler no consideró necesario informarme de las medidas con las que había ido minando aún más mi posición sin vacilar. Seguramente, mi orgullo herido y el sentimiento de las vejaciones sufridas influyeron en la carta que le escribí el 19 de abril; en ella ponía abiertamente en duda el acierto de las decisiones adoptadas e inauguraba la larga serie de cartas y memorándums en los que, a menudo oculta tras diferencias de opinión objetivas, se hacía patente que iba adquiriendo conciencia de mí mismo después de años de ofuscación causada por la fuerza mágica de Hitler. En esta carta alegué que emprender en aquellos momentos tan grandes proyectos constructivos era quimérico, pues «sólo con muchas dificultades podrán satisfacerse simultáneamente las necesidades más perentorias para alojar a la población obrera alemana y extranjera y para reconstruir nuestras fábricas de armamentos. Ya no se me plantea la posibilidad de iniciar obras a largo plazo, y continuamente tengo que paralizar las fábricas que se están construyendo para garantizar la producción alemana de armamentos durante los meses siguientes».

Después de exponerle los hechos objetivos, le censuré no haberse comportado correctamente: «Ya desde que era su arquitecto, siempre me he ajustado al principio de de abril para tratar de los nuevos proyectos constructivos, Góring le impidió participar en ella y dejar que mis colaboradores trabajen con independencia, aunque esta forma de actuar me ha causado más de un desengaño, pues no todo el mundo es capaz de resistirse a la atracción del poder, y más de uno me ha vuelto la espalda tras haber adquirido el prestigio suficiente.»

A Hitler no le resultaría difícil adivinar que con esta frase me refería a Dorsch. No sin cierto tono de reproche, proseguí diciendo: «Sin embargo, tales decepciones no me impedirán jamás continuar ateniéndome férreamente a este principio, que, a mi modo de ver, es el único con el que se puede gobernar y crear desde una posición elevada.» Añadía que, tal como estaban las cosas, la construcción y los armamentos constituían un todo indivisible. Sin duda, Dorsch podía continuar al frente de las obras que se realizaran en los territorios ocupados; pero, en lo que se refería al territorio alemán, yo quería entregar la dirección de tales obras a Willi Henne, antiguo colaborador de Todt. Ambos desempeñarían sus cometidos bajo la dirección única de Walter Brugmann,un leal colaborador.

Hitler rechazó mis propuestas y cinco semanas después, el 26 de mayo de 1944, Brugmann perdió la vida de la misma forma que mi predecesor, Todt: en un accidente de aviación cuyas circunstancias nunca se aclararon.
Al parecer, a Hitler le había dado la impresión de que yo interpretaba sus disposiciones como me daba la gana, o al menos empleó este reproche para expresar su enojo contra mí. Entonces encargó a Bormann que, sin consideración hacia mi enfermedad, me comunicara de forma contundente que «las órdenes del Führer tenían que ser obedecidas por todos los alemanes, y que no podían suspenderse o demorarse sin más ni más». Al mismo tiempo, Hitler amenazó con «hacer detener de inmediato por la policía estatal e internar en un campo de concentración al funcionario competente por resistencia a las órdenes del Führer».

Acababa de conocer—como siempre, de manera indirecta—la reacción de Hitler cuando Góring me llamó por teléfono desde el Obersalzberg: me dijo que se había enterado de mis intenciones de dimitir, pero que tenía el encargo de comunicarme que sólo al Führer le era dado disponer cuándo un ministropodía retirarse de su servicio. Estuvimos hablando durante media hora muy excitados y finalmente llegamos a un compromiso:
—En vez de dimitir, alargaré mi enfermedad y simplemente desapareceré como ministro.

Góring aceptó mi propuesta casi con entusiasmo:
—¡Sí, esa es la solución! ¡Podemos hacerlo así! Y también el Führer estará de acuerdo.


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Hitler, que en los casos desagradables siempre trataba de evitar la confrontación, no se atrevió a convocarme para decirme cara a cara que, después delo ocurrido, tenía que sacar sus consecuencias y enviarme de vacaciones. Un año después, cuando la situación llegó a la ruptura, ese mismo reparo le impidió obligarme a pedir la dimisión. Ahora, visto en retrospectiva, me parece perfectamente posible que alguien pudiera enojar a Hitler hasta el punto de ser destituido. Sin embargo, los que permanecían en su círculo íntimo lo hacían voluntariamente.
Fueran cuales fuesen mis motivos, el caso es que me agradaba la idea de retirarme; podía ver casi a diario a los mensajeros del fin de la guerra en el cielo azul meridional, cuando los bombarderos de la XV Flota Aérea americana sobrevolaban los Alpes a una altura desafiantemente baja, procedentes de las bases italianas, para destruir la industria alemana. En ninguna parte se veía un caza, ni se oía un solo disparo de la artillería antiaérea. Aquella imagen de total y absoluta indefensión resultaba más impresionante que ningún informe. Aunque hasta entonces se había conseguido reemplazar una y otra vez las armas perdidas durante las retiradas, la ofensiva aérea enemiga haría que eso terminara pronto, pensaba yo con pesimismo. ¿Qué era más fácil que aprovechar la oportunidad que me había ofrecido Góring y no ocupar una posición responsable cuando ocurriera la catástrofe que estaba cada vez más cerca, sino desaparecer sigilosamente? Sin embargo, y a pesar de todas las diferencias, no se me ocurrió la idea de renunciar a mi cargo para,al dejar de colaborar con él, acelerar el fin de Hitler y de su régimen; probablemente tampoco hoy se me ocurriría en una situación similar.

Mis propósitos de fuga se vieron perturbados en la tarde del 20 de abril por la visita de Rohland, el más íntimo de mis colaboradores. Por lo visto habían llegado a oídos de la industria algunos rumores sobre mi intención de dimitir y Rohland venía a verme para que desistiera de hacerlo:
—La industria lo ha seguido hasta hoy y no debe de610 jarla en manos de quienes vengan detrás de usted. ¡Cabe imaginar cómo serán! Hay, ante todo, algo decisivo para nuestro futuro: ¿cómo conservar la potencia industrial necesaria para enfrentarnos a la derrota? ¡Tiene usted que permanecer en su puesto!.

Por lo que recuerdo, el espectro de la «tierra quemada» apareció ante mis ojos por primera vez cuando Rohland, después de estas palabras, habló del peligro de que unos líderes desesperados pudieran ordenar destruirlo todo. En aquel momento sentí nacer en mi interior algo que, independientemente de Hitler, ya sólo tenía en cuenta al pueblo y a la nación: una responsabilidad que por el momento aún sentía vaga y oscura.
Unas horas después, hacia la una de la madrugada, se presentaron el mariscal Milch, Saur y el doctor Frank. Habían emprendido el viaje a últimas horas de la tarde y venían directamente del Obersalzberg. Milch me traía un mensaje de Hitler: en él me hacía saber la gran estima en que me tenía y lo inalterable que era su relación conmigo. Sonaba casi como una declaración de amor, a pesar de que, según supe por Milch veintitrés años más tarde, había surgido sólo gracias a su insistencia. Unas semanas atrás me habría sentido al mismo tiempo conmovido y feliz por tal distinción; pero ahora, en cambio, contesté:
—¡No, estoy harto! ¡No quiero oír nada más!.

Milch, Saur y Frank insistieron para que accediera y yo me resistí bastante rato a hacerlo. Aunque la nueva actitud de Hitler me pareció de mal gusto e inverosímil, después de que Rohland echara sobre mis espaldas una nueva responsabilidad había dejado de desear poner fin a mi actividad ministerial, por lo que al cabo de varias horas cedí, poniendo como condición que Dorsch quedara subordinado de nuevo a mí y que se restableciera el estado de cosas anterior. Respecto a los grandes refugios, estaba dispuesto a transigir: ya no me importaban. Al día siguiente Hitler firmó un escrito que yo redacté durante la noche en el que se satisfacía este requisito: “Dorsch continuaría construyendo los refugios con la máxima urgencia, pero sometido a mi autoridad.”

Sin embargo, tres días después me di cuenta de que mi decisión había sido demasiado precipitada. Por consiguiente, me decidí a escribir a Hitler de nuevo, pues vi con claridad que aquello me pondría en una situación sumamente ingrata, porque si apoyaba a Dorsch para construir aquellas grandes obras y le facilitaba materiales y mano de obra, me vería frente al desagradable cometido de escuchar y rechazar las quejas de las autoridades del Reich cuyos programas resultaran perjudicados por este motivo, y, si no satisfacía las exigencias de Dorsch, estaríamos intercambiando cartas de queja y de«cobertura» continuamente. Por consiguiente, sería más lógico—proseguía— que Dorsch asumiera también la responsabilidad de los proyectos de obras«cuya marcha se viera perjudicada por la construcción de los grandes refugios». A continuación señalaba que, dadas las circunstancias, lo mejor sería se-parar la actividad constructiva de los armamentos y la producción bélica y, en consecuencia, proponía nombrar a Dorsch Inspector General de Construcciones, cargo directamente subordinado a Hitler. Cualquier otra regulación acarrearía serias dificultades personales entre Dorsch y yo.
Al llegar a este punto interrumpí la redacción del borrador, pues mientras lo estaba escribiendo tomé la decisión de suspender inmediatamente mi convalecencia e ir a ver a Hitler al Obersalzberg. Al principio también esto me causó dificultades. Gebhardt se remitía una y otra vez a los plenos poderes que le había otorgado Hitler y formulaba objeciones de carácter médico. En cambio, el profesor Koch me había dicho unos días antes que podía viajar en avión sin ningún problema.
Finalmente, Gebhardt llamó por teléfono a Himmler, quien se manifestó conforme con mi vuelo a condición de que, antes de entrevistarme con Hitler, fuera a visitarlo.
Himmler me habló con franqueza, cosa que en tales situaciones es un alivio. La separación entre las actividades constructivas y el Ministerio de Armamentos y la transferencia de aquellas a Dorsch había sido decidida tiempo atrás en entrevistas con Hitler en las que estuvo presente Góring.


Continuará.


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