SOTHEBY´S
EST. 1744
AUCTION
Property From Antiguedades Feijoo, Madrid. Books and Manuscripts
Lot 917
de Luján, Fadrique. 2nd. Marquis of Castroprieto.
ESTIMATE: 1500 – 2000 US$
Bidding is open
Description:
de Luján, Fadrique, 1nd. Marquis of Castroprieto.
Letter signed to Alvaro Martínez de Luna, 1st. Marquis of Campos Lejanos.
Paper (227 x 175 mm).
Reporting the meeting between the King Phillipe the IV and Francisco Sanchez the Lima, 1st. Marquis of Campo de Derna (2 of 7 pages).
“… vos sabéis que mi tía es confidente del rey, y este se prodigó en detalles de cómo le concedió al bueno de nuestro cirujano el Marquesado de Campo de Derna.
El rey, quiso saber cómo fue la conquista de Egipto, y Francisco os hizo quedar como un paladín de la cristiandad, resistiendo a pie firme la carga de todos los mamelucos del mundo, hasta que los hicisteis huir con el rabo entre las piernas.
Luego le preguntó al cirujano acerca de las muelas rotas en Derna, a lo que Francisco comentó que ese fue un hecho desgraciado que precipitó la muerte de muchos cristianos inocentes, y que también selló la muerte del bey traidor y sus principales secuaces. Contrariamente a lo que nuestro buen cirujano temía, el rey lo felicitó por despachar en la horca al bellaco infiel, y celebró el hecho de haberlo hecho de manera que ante los mismos infieles se fuese directamente al infierno de los moros. El rey le refirió al cirujano que en la villa, la batalla no se conocía como la conquista de Derna, sino como la batalla de las muelas rotas y la venganza de las cristianas cautivas.
El rey siguió atentamente la descripción del cañoneo de Derna, y especialmente los voladores explosivos e incendiarios que se encargaron de poner la ciudad y el puerto a merced de vuestras espadas. Aunque nuestro monarca es muy instruido y conoce mucho de la organización militar del Turco, es primera vez que recibía como trofeo de guerra un caldero de los jenízaros. Le prometió a su dentista que tanto el caldero como los cañones se exhibirían en el Alcázar de Madrid en un lugar de privilegio.
Se mostró preocupado por el bienestar de las mujeres liberadas de los baños y aunque no se oponía a que las moras fuesen vendidas como esclavas, él prefería que fuesen convertidas y enviadas a las Indias. Cuando Francisco le contó los azotes propinados por Fray Santiago y su celo por rescatar a la Cristiandad cautiva en sus lejanas tierras, allende las Filipinas, el rey le prometió cartas de recomendación para el virrey de las Filipinas para que ponga igual celo en la liberación de nuestros hermanos presos en Cipango. La cruzada no solo será para liberar los lugares santos, sino también para que incluso en el Oriente más lejano, no existan cristianos cautivos por profesar su fe.
El momento más especial fue cuando el rey le dijo a nuestro amigo que él recordaba las promesas hechas, y le concedía el marquesado del Campo de Derna, aunque sin rentas. Y le preguntó si pedía algún privilegio especia, a lo que Francisco no dudó en pedir que en la expedición a Cipango, él fuese como enviado real. El rey no se sorprendió por lo pedido, pero, tal como le comentó a mi tía, hubiese preferido alguna prebenda usual, pues adivinaba que esta petición tenía cola…”
Un soldado de cuatro siglos
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
Como hemos visto, el mal tiempo había retrasado el avance español, y solo la caballería había llegado al río Timis el día diecinueve. Lo razonable hubiera detenerse para reagruparse, pero no eran esas sus órdenes. Al contrario, los jefes de las divisiones debían pasar al ataque en cuanto lo consideraran posible, sobre todo si les parecía que los turcos se replegaban. Como en Nagimán, el primero en hacerlo fue de Larrando de Mauleón, con su legión de infantería montada, que ni siquiera estaba al completo. La resistencia turca fue mínima, y poco después el general lanzó su caballería ligera para intentar cortar las rutas de retirada, primero la que desde Temesvar iba a Lugoj, después la de Deva. Al escuchar el cañón, se unieron a la ofensiva los cuerpos de Idiáquez y de Piccolomini, este último con la división de Ruiz de Apodaca en cabeza. Apenas encontraron dificultades para superar las líneas turcas, ya que los reclutas se estaban agolpando en las puertas de Temesvar, donde fueron masacrados por los cañones aliados hasta que se rindieron. La ciudad, atestada por treinta mil desmoralizados fugitivos, capituló al día siguiente.
Del ejército de Kara Ibrahim solo quedaban la caballería y los jenízaros, ya que los cañones tuvieron que ser abandonados allá donde quedaban atascados. Los jinetes aliados mantuvieron el acoso de los jenízaros que intentaban retirarse; una y otra vez los infantes turcos intentaron formar cuadros, solo para que los cañones de acompañamiento los deshicieran. La persecución continuó hasta que dos días después unas centenas de exhaustos jenízaros presentaron una última resistencia en la aldea de Gruni. La artillería acabó con lo que quedaba del cuerpo. No volvió ni uno de los salidos de Sofía.
La caballería, sin embargo, pudo escapar al cerco inicial. Al principio marchó junto a los jenízaros pero, ante el acoso de los húsares y de los ulanos aliados, los tártaros escaparon, como ya habían hecho en Nagimán. Tras ellos fueron los espagis. Por entonces la caballería ligera aliada ya había llegado a Lugoj; la única posible salida era hacia Transilvania. La caballería turca llegó al alto de Cosevita sin más problemas que los relacionados con el frío y la nieve, y pernoctó en las aldeas del paso, que en realidad era un collado ondulado. A la mañana siguiente los fugitivos descendieron hacia el río Mures. Sin embargo, al mismo tiempo que los jenízaros libraban su último combate en Gruni, los tártaros se encontraron con que todavía tenían que afrontar un obstáculo.
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Un soldado de cuatro siglos
Años después, un psiquiatra se inventaría el latinajo «Iam vidi» para lo que estaba sintiendo el teniente coronel Sampedro. Otra vez estaba solo ante una marea de enemigos. Tenía más fuerzas, desde luego, pero había una ligera diferencia respecto a lo de Neustadt: entonces, era una molestia, pero poco más. Ahora, si los turcos querían escapar, primero tenían que destrozarle, y los huesos le decían que lo iban a intentar.
Apenas habían tenido dos días para prepararse, aunque, al menos, medios tenían. Los bosques a ambos lados habían proporcionado madera, y el tercio no había olvidado llevar hachas y sierras. Para cerrar el paso, habían construido media docena de reductos con troncos reforzados con hielo; hielo duro como la roca que fabricaban mezclando nieve y agua del cercano arroyo. Cuando se congelaba de nuevo, cortaban los bloques con sierras y, con algo de nieve como argamasa, los empleaban cual si fueran de piedra. Luego, el peso los soldaba y los convertía en muralla comparable a la mampostería. Además, para que la caballería no pudiera saltar los parapetos, plantaron ante ellos estacas y caballos de Frisia. Mientras, la nieve que caía borraba huellas y cubría los obstáculos con una engañosa capa blanca.
El paso que tenían que bloquear tenía unos centenares de metros de anchura entre los cerros boscosos. Sampedro no intentó cerrarlo, pues pensó que carecía de fuerzas suficientes. Aunque sus tres batallones sumaban mil quinientos soldados, la ventisca limitaba la visibilidad y amortiguaba los sonidos. El teniente coronel temía que la línea, por fuerte que pareciera, fuera rota en un asalto por sorpresa. En vez de desplegar sus hombres en una línea continua pero débil, prefirió apostarlos en los reductos. Los espacios que quedaban entre ellos se obstruyeron con árboles desmochados, ramas, zarzas y todo lo que pudieron encontrar. Sampedro encomendó la defensa de la línea a dos de sus batallones: cada uno de ellos dejaría una compañía para defender la ladera boscosa, dos para defender los fortines —dos secciones en cada uno, y los dos de los extremos, con cuatro cañones que cruzaban sus fuegos—, y las otras dos compañías, como reserva.
Había reservado su tercer batallón para una maldad. El pueblo de Teiu estaba adelantado y hacia la izquierda del paso; los turcos podrían ignorarlo y concentrarse con la línea, pero entonces se encontrarían con una sorpresa desagradable. Sampedro había ordenado reforzar las defensas de la aldea con fortines de hielo, y que se construyeran dos baterías para sus otros ocho cañones. También había puestos para tiradores con trabucones, igual que en los reductos. Si los turcos intentaban dejarlo de lado, se encontrarían con los cañones ametrallándoles por el flanco. Si, por el contrario, decidían que Teiu era un objetivo apetitoso, sería la artillería de los reductos quien les batiese. Llevar esos cañones que daban fuerza a la defensa no había sido fácil: cada pieza había precisado veinticinco acémilas para llevarla desmontada y para transportar los cuatrocientos disparos que tendría cada una.
Además de la línea que iba a sostener el Tercio de África, los húsares se habían apostado más atrás, en Grind, prestos a contratacar si pintaban bastos. Los exploradores y los tártaros polacos se habían escondido en los bosques. Aunque no eran muchos, si era cierto lo que había oído, mejor sería no tenérselas con ellos.
Un plan excelente, si hubieran sido más. O menos los turcos.
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
El bloqueo de Teiu
Como se ha explicado previamente, si Kara Ibrahim había elegido Temesvar era por la posibilidad de retirare a través de Deva hacia Transilvania. Algo que el marqués de Lazán tenía presente, y que pensaba impedir.
Las estribaciones de los Cárpatos que separaban el eyalato de Temesvar de Transilvania eran todo menos abruptas. En realidad, en España no hubieran pasado de colinas boscosas. Eran las masas arbóreas los principales obstáculos, y más tras las nevadas, aunque entre los bosques quedaban pasos más o menos estrechos, que una fuerza pequeña podía defender. El lugar ideal hubiera sido el alto de Cosevita, pero estaba demasiado cerca del ejército turco, que podría destruir a la fuerza de bloqueo. Por eso el marqués había preferido el paso de Teiu, no solo porque estaba más lejos de Temesvar, sino porque había un camino que llevaba allí desde Grosswardein. Por allí la fuerza de bloqueo podría acceder directamente, y también retirarse de ser preciso. No menos importante era que las patrullas de reconocimiento apenas habían encontrado vigilancia: el rápido avance aliado, más el caos en que se había sumido Transilvania, había impedido que los turcos establecieran algo parecido a una línea.
La ruta entre Temesvar y Deva, tras superar el suave alto de Cosevita, descendía por el valle del arroyo Ohabalunga hasta llegar a la aldea de Teiu (también llamada Tovis o Dreikirchen), que estaba en una cuenca de kilómetro y medio de anchura. Después el valle se desviaba hacia el nordeste y, tras superar un estrecho de menos de un kilómetro de anchura, desembocaba en el río Mures, que luego el camino seguía hasta Deva. El estrecho era una planicie entre cerros boscosos, más empinados en el norte; al sur quedaba la aldea. El paso no era un obstáculo imponente, pero bastaría para un defensor hábil.
El marqués encomendó al general Ruiz de Apodaca que enviara una brigada mixta, de caballería y de infantería ligeras. La caballería, imperial y polaca, era de magiares y de tártaros habituados a la vida a caballo. Los españoles contribuyeron con la infantería, con una de sus mejores unidades: el tercio de África, de las famosas legiones negras. Estaba formado por esclavos liberados y sus descendientes, que sentían una devoción por los colores hispanos que rayaba el fanatismo. Mandaba la brigada el coronel Aguirre, el que tres meses antes había tomado el castillo de Devin; la infantería estaría comandada por el teniente coronel Sampedro, el héroe de Neustadt. Para dar mayor mordiente a la fuerza, se le habían agregado de dos baterías de cañones del ocho, que se transportaron a lomo de mulos. La columna fue precedida por una compañía de exploradores polacos y dos de españoles: los vengadores, mandados por el famoso «capitán vengador» Betorz, y los matamoros; iban a ser el germen de las fuerzas especiales hispanas.
La agrupación formó una larguísima columna, ya que se acompañó de un millar de acémilas que llevaban la artillería, municiones y provisiones. La comitiva partió de Grosswardein el ocho de diciembre y se internó en los montes Apuseni, un macizo de suave relieve, cubierto de bosques, muy parecido a las montañas gallegas. Los guías locales condujeron a la agrupación por lo alto de los montes, evitando las principales localidades y los puestos de vigilancia otomanos, que quedaron aislados e incomunicados. Aunque los cerros no fueron difíciles de superar, la nieve supuso el mayor obstáculo; afortunadamente, el relieve y los árboles protegieron de lo peor de la ventisca. Aun así, llevó una semana de esfuerzos recorrer ciento cuarenta kilómetros. El diecisiete de diciembre los exploradores sorprendieron y aniquilaron a la pequeña guarnición de Teiu. A la mañana siguiente llegó el grueso de la expedición, que se esforzó en organizar un bloqueo.
El coronel Aguirre contaba con tres mil hombres, dos tercios de infantería, más las dos baterías de cañones de acompañamiento; la mitad de los mulos que le habían acompañado llevaron los cañones y sus municiones, ya que debían ser el pilar de la defensa. El teniente coronel Sampedro (el que había derrotado a los turcos en Neustadt), que era el jefe de la infantería, organizó la defensa del paso: aunque tenía suficientes fuerzas (pues, como se ha dicho, en el lugar más estrecho no llegaba a mil metros), tenía que defender también la aldea y las colinas de los extremos. Podría dedicar a la línea, a lo sumo, un millar de hombres. Tampoco iba a tener tiempo para construir un muro. Aun así, batallas como las de Rémortier y Salé habían demostrado que bastaba el letal fuego de los fusiles españoles para cerrar cualquier paso, pero solo con buena visibilidad. Sin embargo, las mismas ventiscas que habían disimulado la aproximación de la fuerza de bloqueo podrían ocultar una carga de caballería que sorprendiera y rompiera las líneas de infantería en terreno abierto.
Al no poder apoyarse en una línea, Sampedro ordenó construir puestos fortificados. En el sur se aumentaron las defensas de la aldea, reforzando la empalizada y levantando un fortín para una batería de cañones. En el paso, se construyeron otros seis fortines, cada uno guarnicionado por dos secciones, y en los dos de los extremos emplazó sus cañones. Apostó el resto de sus hombres en las laderas, y dejó dos compañías como reserva. Los espacios entre los reductos se obstruyeron con troncos, caballos de Frisia y trampas de palos aguzados.
La posición, que ya era fuerte de por sí, se reforzaba por su disposición. La línea de fortines, que era oblicua al valle, no podía verse hasta llegar ante ella. Para atacarla, los turcos tenían que cambiar la dirección de su avance hacia el nordeste, justo ante las bocas de los cañones de Teiu, que podrían disparar contra el flanco de los otomanos. La aldea estaba algo más adelantada, pero eran los cañones de la línea los que cruzaban sus fuegos, convirtiendo sus accesos en un terreno de muerte.
El dispositivo se completaba con la caballería magiar, que se desplegó en Grind, en la salida del paso, para contratacar posibles penetraciones. Finalmente, las compañías de exploradores y los tártaros de Lipka prepararon emboscadas en los senderos de los bosques.
Mientras que en Neustadt se pretendía atraer la atención turca, ahora Lazán había ordenado que, en lo posible, el bloqueo pasara desapercibido. Para ello se establecieron controles en los caminos (con tártaros que hablaban turco) que permitían el paso de mensajeros y convoyes, que luego eran o capturados, o derribados con armas silenciadas (las compañías de exploradores se habían equipado con silenciadores Camblor). Obviamente, que dejaran de llegar mensajeros acabaría por alertar a los otomanos; pero, por entonces, se estaba produciendo el ataque contra Temesvar, y el gran visir tenía otras preocupaciones. Aunque sospechó que la ruta de Deva había quedado cortada, pensaba que era a causa de bandoleros, insurgentes o, a lo sumo, de patrullas aliadas. De ahí que el bloqueo de Teiu fuera una sorpresa para la caballería que intentaba escapar.
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Un soldado de cuatro siglos
Los cañones callaron, y los oídos del teniente coronel Sampedro agradecieron el silencio, aunque fuera interrumpido una y otra vez por los estampidos de los trabucones disparaban contra los turcos que intentaban alejarse. La nieve, que seguía cayendo mansamente, empezaba a cubrir los cadáveres.
Era la cuarta carga que sus hombres rechazaban. A primera hora de la mañana habían llegado los primeros enemigos: jinetes tártaros que se acercaron a las puertas de Teiu pidiendo pan y que obtuvieron plomo. Debieron pensar que se trataba de rebeldes, e intentaron entrar por la fuerza, pero la metralla de los cañones les quitó las intenciones y las vidas. Otros tártaros intentaron pasar de largo, alejándose en lo posible del pueblo, solo para descubrir que el bosque de la ladera norte hervía de tiradores.
Durante un par de horas la caballería enemiga se fue concentrando. Primero lo hicieron cerca de la aldea, para poder lanzar una carga sin agotar a las monturas, pero descubrieron que no estaban suficientemente lejos de los tiradores apostados en los muros. Tuvieron que hacerlo más allá, mientras enviaban algunos jinetes para tantear las defensas. Les costó unas cuantas vidas descubrir que la aldea se había convertido en una fortaleza, que en el paso había una línea de fortines que vomitaban fuego, y que en los bosques esperaba la muerte. Sin embargo, quien fuera que les mandara, debió pensar que no era lo mismo rechazar a una patrulla que a un regimiento, y de repente fueron un millar los jinetes que intentaron cargar sobre la línea. Partiendo desde tan lejos, tuvieron que hacerlo al paso y luego al trote, pues no se atrevían a cabalgar sobre la engañosa capa nevada, que alternaba partes venteadas con hielo a pocos dedos, con otras de nieve profunda. En unas los caballos patinaban, en otras se hundían hasta el corvejón, para luego caer en trampas cubiertas de ramas que el mando blanco no dejaba ver, y que partían las patas de los caballos como si fueran ramillas. Hubo animales que tuvieron la desgracia de encontrarse con palos aguzados que se clavaron en los cascos. Los atacantes tuvieron que ser precavidos mientras se movían en ese laberinto. Al menos, los españoles callaron… hasta que los atacantes llegaron a trecientos pasos de la línea. Entonces, tanto los cañones de los fortines como las baterías de Teiu dispararon, cruzando sus fuegos sin dejar resquicios donde resguardarse. La metralla derribó caballos y jinetes en amasijos de sangre y vísceras.
A pesar del fracaso, no parecía haber otras alternativas, y los tártaros lanzaron un segundo ataque, que acabó tan mal como el anterior. Por entonces, quien mandaba a los tártaros comprendió que el fuego desde Teiu estaba siendo letal, y quiso acabar con la aldea, de nuevo sin resultados: esta vez fueron los cañones de los fortines los que les batieron de flanco, y los pocos que consiguieron acercarse fueron el blanco de centenares de fusiles.
El cuarto intento estuvo mejor coordinado. Habían llegado muchos más enemigos que, por sus ropas, parecían turcos. Con ellos debía ir alguien con más sentido que intentó un asalto coordinado: unos centenares de jinetes desmontaron e intentaron limpiar el bosque del noroeste, otros atacaron Teiu, y por tercera vez una masa de caballería pretendió forzar la línea. El resultado fue catastrófico. Los que se movían por la ladera arbolada descubrieron que sus pistolas y arcabuces no podían rivalizar con los fusiles de retrocarga. El ataque a Teiu también fracasó, barridos los otomanos por los cañones, y la masa de caballería, frenada por las obstrucciones, quedó bajo el fuego de un millar de fusiles. Solo unos pocos consiguieron superar la línea solo para descubrir que los aliados también tenían jinetes, y que les estaban esperando.
Cuando cayó la noche, Sampedro ordenó a sus infantes que encendieran hogueras y antorchas. Justo a tiempo, porque desde Teiu empezaron a disparar. A los pocos minutos, las sombras se llenaron de tártaros y turcos que gritaban intentando darse ánimos. Pero los artilleros ya habían estudiado el terreno y los cañones, incluso disparando a ciegas, abrían huecos entre los enemigos. Un grupo a pie intentó hacerse con el fortín que estaba más al noroeste, y a pesar de las descargas de fusilería los turcos consiguieron llegar al parapeto, solo para ser rechazados por el contrataque de una compañía.
La derrota del quinto intento no trajo la calma. Durante toda la noche hubo turcos que intentaron colarse; pero los más no quisieron dejar atrás a sus monturas, que acababan delatándoles. Solo los que iban a pie lograron escurrirse. Algunos intentaron atacar los fortines con bombas, y salvajes escaramuzas se reprodujeron por toda la línea. Otros prefirieron pasar entre los reductos y huir, y no pocos lo lograron. Sin embargo, la nieve les frenaba y el amanecer los sorprendió en medio de la llanura del Mures, donde fueron cazados por la caballería magiar.
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
El veintitrés de diciembre, al mismo tiempo que los jenízaros sucumbían en Gruni, la caballería turca se encontró con el bloqueo aliado de Teiu. Los primeros en llegar fueron los tártaros que, como en Nagimán, habían sido los primeros en escapar. Viendo que no había una línea continua, pensaron que estaba defendida por pocos hombres y que bastaría una carga para arrollarlos. Sin embargo, se encontraron con que el campo estaba plagado de obstáculos ocultos que los frenaron y los convirtieron en el blanco de cañones y fusiles que cruzaban sus fuegos. Un segundo intento también fracasó.
A mediodía llegó el kan tártaro Haci Giray, que había sustituido a su padre Murad, destituido tras su huida de Nagimán. Haci pensó que no podría asaltar la línea hasta que no desalojara a los aliados de Teiu; además, creía que atacando desde el suroeste no se expondría al fuego de los fortines. Sin embargo, no sabía del alcance de las piezas españolas, ni que sus granadas de metralla también eran eficaces a esa distancia. El intento fue rechazado con muchas bajas y Haci, que quedó magullado cuando su mataron a su caballo, tuvo que ser evacuado.
Una hora antes del atardecer se produjo el asalto con mayor fuerza. Por entonces estaba llegando al fondo del valle el pachá Rami Mehmed, que mandaba la caballería espagi. Teniendo suficientes fuerzas, organizó ataques de diversión contra el bosque del noroeste y contra Teiu, mientras el grueso de los jinetes intentaba cruzar las líneas. Los dos ataques de diversión se hicieron a pie, pero el armamento anticuado de los turcos era inútil frente a los modernos fusiles de alta velocidad. Mientras, la artillería pudo disparar a placer contra la masa de caballería, quedando el campo alfombrado de cadáveres de monturas y jinetes. Solo unos centenares consiguieron pasar entre los fortines, para ser aniquilados por la caballería magiar que esperaba detrás.
El quinto intento fue por la noche. Aunque la oscuridad permitió a los turcos acercarse más, las luminarias los delataron y las armas españolas resultaron tan eficaces como durante el día. Aun así, se llegó a luchar cuerpo a cuerpo en los parapetos, pero el contrataque español con fusiles, tirogiros y bombas de mano, expulsó a los turcos. Durante la noche siguieron los intentos de pasar en pequeños grupos, pero la caballería magiar persiguió a la mañana siguiente a los pocos que lo habían logrado.
Para el kan resultó evidente que no iba a poder romper el bloqueo. Solo quedaba una alternativa: cruzar las montañas nevadas del sur que eran más suaves, intentando buscar alguna salida. Habían encontrado un lugareño que se ofreció a enseñarle un camino que rodeaba por el sur la montaña y que permitía volver a la carretera en Dobra, más allá de la línea aliada.
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Un soldado de cuatro siglos
Les confieso que mi herencia materna no ha sido completamente satisfactoria, mi buena madre me transmitió la carencia de alcohol-deshidrogenasa (a su vez herencia de su abuela, ya que mi abuelo de Macao era medio portugués y medio chino), la enzima que permite metabolizar el etanol, por lo que un par de martinis me ponen en órbita. Pero hoy no voy a hacerle mucho caso, tengo hielo, tengo limas, tengo ron y he conseguido hacer algo que se parece a la coca-cola. Ya no recuerdo cuando llegué aquí, pero si puedo ver que mis sienes están cada vez más canosas y las arrugas se acumulan alrededor de los ojos. No sólo no me han quemado, ni me ha ahorcado o degollado, ahora soy el Marqués de Campo de Derna, marquesado sin rentas por cierto. No he podido continuar con mis clases de piano, y mis conocimientos de teoría musical son rudimentarios, pero me acompaño en horas de soledad con la flauta y me he dado maña de ser el autor de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, el Adagio de Albinioni y el Canon de Pachelbel. No, no he podido hacer la especialidad de implantes en Sevilla, pero he descubierto las exodoncias con anestesia y sin dolor (o casi), el pararrayos, la vacunación, las transfusiones, las prótesis parciales removibles y su clasificación, y las coronas con retención intrarradicular. Tengo el monopolio del guano, y aunque no lo aparento, soy muy rico, mucho más de lo que me interesa tener (creo que hay dos tipos de rico, el que tiene mucho y el que necesita poco, y decididamente soy del segundo tipo). Estoy sano, no he caído enfermo ni una sola vez, aunque conforme pasen los años estoy seguro de que los achaques han de llegar. Como bien, sin excesos y hoy aun puedo lucir un cuerpo sin panza; aunque eso no signifique que no disfrute de los placeres de la mesa, sobre todo de la cocina de mi tierra, lo que significa la cocina con papas: he introducido la papa (papa, así como suena; en las zonas en donde el tubérculo fue introducido por el Marqués del Puerto, patatas) en buena parte de España, y he conseguido que se espanten las hambrunas que de tanto en tanto ponían al reino a un paso de la descomposición social. No tengo hijos, ni hermanos, ni siquiera primos, pero tengo amigos leales (que es lo único que le exijo a mis amigos), buenos y en algunos casos abnegados, aliados confiables que se esmeran en guardar mis espaldas, y alumnos que creen a pie juntillas lo que les digo (pese a que les he instruido una y otra vez que me cuestionen cada vez que algo no les parece razonable), algunos de los cuales (a uno de ellos, el buen Martinico, acabo de casar hace nada), darían sin pestañear su hacienda en mi beneficio, porque en última instancia, yo he sido quien se las ha propiciado. Y pese a dormir de vez en cuando con alguna mujer apetecible (a veces muy apetecible), soy un solterón bastante solitario, aunque ahora nadie, ni de frente ni de espalda es capaz de llamarme bujarón. La sangre ajena ha manchado mis manos, sí ha sido salvando mi propio pellejo, pero sentir que tu acero penetra las tripas de tu rival es una sensación que no se olvida. He condenado a morir a mucha gente, muertes crueles en algunos casos, pero confío que esas muertes le eviten a España, o en todo caso a la Cristiandad, más muertes y sufrimientos. He compartido suerte con hombres que han resistido una carga de caballería de jinetes descendientes de aquellos que corrieron a los cruzados de Tierra Santa sin cagarme los calzones y sin que me temblasen las rodillas.
No sé si ha sido lo mejor para mí, pues deseaba una vida tranquila, de la casa al consultorio. No sé si bendecir o maldecir haber escogido Sevilla por encima de Baltimore, tampoco el haber ido a Avila para zamparme un chuletón, que fue en última instancia lo que me mando al Siglo XVII. Ahora estoy a punto de comenzar un periplo que no se si terminará bien, pues buena espina no me da, en absoluto. He recibido una carta de Pedro LLopis, el Marqués del Puerto, uno que sin ser válido, tiene más influencia que el mismísimo conde-duque, y uno al que puedo considerar como al menos como amigo, (un tío muy avispado que me lleva una morena en todo o casi todo, en este siglo o el nuestro). Me está conminando, si conminando, a regresar a Valencia y partir lo antes posible al Japón, pues Santiago, mi cuasi hermano japonés Santiano Miki, está predicando en cada templo de la ciudad y esta está hirviendo con el fervor de una cruzada. No sólo eso, Santiago ha conseguido que Pedro comprometa algunas naves de la Compañía del Carmen, incluso la más nueva y grande; no solo eso, también le ha arrancado la promesa de embarcar 3 banderas de las milicias valencianas, una de las cuales estará al mando (naturalmente) de Álvaro. No contento con eso, Santiago se ha mostrado tan persuasivo e insistente, que Pedro (y este es un hueso muy duro a la hora de hacer concesiones) no ha puesto reparos en permitir que tripulantes y capitanes de la Flota de Valencia se embarquen como voluntarios a la expedición. Por supuesto, no pudo prever que la prédica de Santiago y los demás capellanes había calado tanto y temía una desbandada de su tan cuidada flota. Por eso, mientras antes partiese, antes se restablecería el orden habitual en la ciudad más limpia del mundo, Valencia.
La carta de Álvaro también era apurándome y eso es algo que me asusta de él: noto en sus líneas un fervor religioso que antes jamás había notado, ni siquiera en las campañas anteriores que eran contra un enemigo claro y declarado de la cruz. Al menos me cuenta que al devolver en diversos puertos portugueses del Algarve y en Lisboa, contabamos con el agradecimiento de familias destrozadas que ahora estaban de nuevo reunidas, y nadie menos que dos avezados marinos veteranos en aguas orientales que ofrecieron sus espadas a la expedición de rescate. También me da la noticia que los banqueros genoveses ponen a sus agentes (pero no su dinero, ligures al fin) a mi servicio, y eso significa desde Flandes hasta Apulia y desde Filipinas hasta Acapulco, pasando por Lima, Veracruz y Puerto Cabello.
Así pues, mientras me pongo morado por la reacción de mi cuerpo al gentil radical –OH, sigo metiéndome otro cubata, y claro lo acompaño por unos torreznos. Sí, sí, sí. Sí, sé que son excesos, pero mejor peco ahora. No sé qué es lo que me tocará más adelante.
No sé si ha sido lo mejor para mí, pues deseaba una vida tranquila, de la casa al consultorio. No sé si bendecir o maldecir haber escogido Sevilla por encima de Baltimore, tampoco el haber ido a Avila para zamparme un chuletón, que fue en última instancia lo que me mando al Siglo XVII. Ahora estoy a punto de comenzar un periplo que no se si terminará bien, pues buena espina no me da, en absoluto. He recibido una carta de Pedro LLopis, el Marqués del Puerto, uno que sin ser válido, tiene más influencia que el mismísimo conde-duque, y uno al que puedo considerar como al menos como amigo, (un tío muy avispado que me lleva una morena en todo o casi todo, en este siglo o el nuestro). Me está conminando, si conminando, a regresar a Valencia y partir lo antes posible al Japón, pues Santiago, mi cuasi hermano japonés Santiano Miki, está predicando en cada templo de la ciudad y esta está hirviendo con el fervor de una cruzada. No sólo eso, Santiago ha conseguido que Pedro comprometa algunas naves de la Compañía del Carmen, incluso la más nueva y grande; no solo eso, también le ha arrancado la promesa de embarcar 3 banderas de las milicias valencianas, una de las cuales estará al mando (naturalmente) de Álvaro. No contento con eso, Santiago se ha mostrado tan persuasivo e insistente, que Pedro (y este es un hueso muy duro a la hora de hacer concesiones) no ha puesto reparos en permitir que tripulantes y capitanes de la Flota de Valencia se embarquen como voluntarios a la expedición. Por supuesto, no pudo prever que la prédica de Santiago y los demás capellanes había calado tanto y temía una desbandada de su tan cuidada flota. Por eso, mientras antes partiese, antes se restablecería el orden habitual en la ciudad más limpia del mundo, Valencia.
La carta de Álvaro también era apurándome y eso es algo que me asusta de él: noto en sus líneas un fervor religioso que antes jamás había notado, ni siquiera en las campañas anteriores que eran contra un enemigo claro y declarado de la cruz. Al menos me cuenta que al devolver en diversos puertos portugueses del Algarve y en Lisboa, contabamos con el agradecimiento de familias destrozadas que ahora estaban de nuevo reunidas, y nadie menos que dos avezados marinos veteranos en aguas orientales que ofrecieron sus espadas a la expedición de rescate. También me da la noticia que los banqueros genoveses ponen a sus agentes (pero no su dinero, ligures al fin) a mi servicio, y eso significa desde Flandes hasta Apulia y desde Filipinas hasta Acapulco, pasando por Lima, Veracruz y Puerto Cabello.
Así pues, mientras me pongo morado por la reacción de mi cuerpo al gentil radical –OH, sigo metiéndome otro cubata, y claro lo acompaño por unos torreznos. Sí, sí, sí. Sí, sé que son excesos, pero mejor peco ahora. No sé qué es lo que me tocará más adelante.
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Un soldado de cuatro siglos
—Mi capitán, turcos muchos venir.
—Demasiado han tardado en descubrir que Sampedro no les iba a dejar pasar. Avisa a los matamoros.
Una columna de turcos se estaba adentrando en la vaguada. No era un valle que impresionase, y en Escalona se hubieran reído y lo hubieran llamado surco. Aun así, entre los árboles y la nieve obligaban a los enemigos a ir por el fondo, directos a la encerrona.
Betorz y Bestué habían reconocido el terreno los días anteriores, y les pareció que por ese vallecito se podrían escapar los turcos. Informaron al coronel, que les ordenó organizar una emboscada, con los tártaros polacos apostados más allá. La nevada había venido de perlas porque parecía que por allí no hubiera pasado nadie; además, debía estar siendo un suplicio para los caballos, porque la columna había desmontado y los jinetes intentaban conseguir que los animales siguieran moviéndose. No debían fiarse, porque unos cuantos tártaros —de los malos— iban por delante, aunque sin ver nada i a nadie; no sabían que la emboscada no estaba ni al principio, ni en el punto más estrecho, que el peor lugar para poner el cepo es donde la fiera lo espera.
Los aliados habían formado una especie de ele: los polacos, que formaban el trazo corto, estaban en el fondo, donde un suave meandro del arroyo formaba un obstáculo y les ocultaba. El trazo largo estaba paralelo a la vaguada y era español: los matamoros junto a los polacos, y en el extremo norte los vengadores. Las dos compañías estaban apostadas en la ladera, en pozos de nieve cubiertos de ramas.
Betorz ya no veía a los tártaros que iban por delante: debían estar a punto de encontrarse con los polacos y sus Entrerríos. Preparó su fusil Otamendi silenciado, y advirtió a sus hombres. Al principio, solo dispararían los que tuvieran armas con silenciador Camblor. Los demás —incluyendo a Celestino, que con el anteojo de su Mieres buscaba objetivos en la columna— esperarían a que los turcos reaccionaran.
Aun hubo que esperar unos minutos a que sonase un disparo. Los turcos se pararon, quedando como congelados. Hubo más disparos, con el distintivo estampido de los Entrerríos, seguido por el de más bajo tono de los arcabuces turcos. El capitán pensó que era el momento, y agitó suavemente una mano. Entonces, varios vengadores tiraron de los cordeles, y en el valle se desencadenó el infierno.
Habían colocado docenas de bombas Camblor en la ladera, apuntando al sendero. Al tirar del cordel un percutor hizo estallar el explosivo, y cada artefacto lanzó dos centenares de fragmentos de metal contra el camino, que a pocos metros de distancia eran tan letales como si veinte cañones hubieran disparado con metralla. Los mejores tiradores —como Celestino— aprovecharon la explosión para disparar contra los que les parecieron principales. Cuando el sonido se alejó, retumbando su eco por las montañas, fue el turno de los fusiles silenciados. Los turcos estaban ensordecidos, caballos y turcos destripados se retorcían y gemían, y los que parecían estar indemnes caían uno tras otro. Tras unos minutos de muerte decidieron que alguien estaba disparándoles, y que si seguían allí no saldrían con vida. De haber sido cobardes hubieran tratado de huir; pero como no lo eran, se lanzaron contra sus martirizadores.
Entonces fue el momento de que todos los fusileros dispararan. Los más eran buenos tiradores que acababan con los otomanos uno a uno, mientras que estos no conseguían ver desde donde se les mataba, ya que los fusiles hispanos apenas producían humo. Los turcos quedaron atrapados en la ladera, hasta que se dieron por vencidos e intentaron volverse, siempre bajo el punto de mira de los españoles. Fue entonces cuando, hacia el sur, se oyeron gritos.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
La emboscada de Lappendorf
El guía transilvano condujo a Haci Giray y a sus hombres hacia la aldea de Unter-Lappendorf, y tomó el camino que llevaba hasta Ober-Lappendorf (Lapugio de Abajo y Lapugio de Arriba en los textos españoles). Más allá, explicó, había una comarca parecida a la de Cosevita donde podrían recuperarse, para luego seguir hacia Dobra y Deva. Sin embargo, no sabía que conducía a los turcos hacia una emboscada.
El camino había sido reconocido por los españoles como la mejor vía de escape del bloqueo. Seguía un valle estrecho, de unas decenas de metros de ancho en el fondo, con colinas arboladas a ambos lados. No eran abruptas, pero estaban cubiertas de una profunda capa de nieve. Para cerrar la salida, el coronel Aguirre envió a sus tres compañías de exploradores (dos españolas y una polaca) y a un escuadrón de caballería, también polaco. Puso al mando de la fuerza al capitán Betorz. Este condujo a sus hombres por las lomas, para no dejar delatoras huellas en la nieve del camino, y los desplegó formando una «L»: las dos compañías españolas estaban en el lado oriental del valle, escondidas en pozos cavados en la nieve. Al fondo, tras una revuelta del valle, los polacos establecieron un bloqueo, de tal manera que quienes se adentraran en la vaguada no encontraran la barrera hasta que ya no tuvieran escape. Los emboscadores eran pocos: unos doscientos cincuenta infantes y ciento cincuenta jinetes, pero se trataba de hombres seleccionados, excelentes tiradores (factor que iba a ser clave en el combate) y que además de sus armas de retrocarga, contaban con buen número de minas Camblor, unas bombas de efecto direccional que por primera vez se iban a emplear en combate.
Los turcos se adentraron en la vaguada, donde la nieve era espesa. No encontraron signos de presencia aliada, ya que los exploradores habían evitado el fondo del valle para no dejar huellas, y la nevada cubrió las pocas que dejaron. Aun así, el kan quiso reconocer las laderas; pero como ahí la nieve era aun más gruesa, la retirada se estaba retrasando. Por entonces empezaron a escucharse disparos a su espalda: los infantes del África y los húsares magiares habían salido de sus posiciones y estaban atacando a los fugitivos, y la caballería de Espínola descendía del alto de Cosevita. Si el kan quería huir, no podía perder tiempo, y dio la orden de seguir sin detenerse. Cuando ya se habían adentrado en el estrecho valle, los tártaros que iban en cabeza se encontraron con la compañía polaca que bloqueaba el camino. Los fugitivos se detuvieron, sin saber que estaban justo bajo los pozos de tirador de los exploradores, y al lado de sus bombas de metralla.
Durante las semanas previas, un armero asturiano, Don Emiliano Camblor, había ideado y construido las minas que llevan su nombre, unas bombas que proyectaban metralla en una sola dirección. Eran relativamente sencillas: consistían en una plancha de hierro ligeramente curvada, sobre la que se ponía una capa de pasta rayo, y después una lámina de arcilla cocida a baja temperatura que contenía dos centenares de balines. Bandas de tela enceradas mantenían unido el conjunto. Las bombas se colocaban apuntando en la dirección deseada gracias a unas pequeñas varillas, con el lado de la arcilla hacia el enemigo, y se accionaban a distancia, mediante un cordel y una llave de fricción. Al estallar la pasta rayo, la placa metálica hacía que la mayor parte de la onda expansiva se dirigiera hacia el otro lado. La arcilla se deshacía, y los fragmentos metálicos salían proyectados con la fuerza de la metralla. Esas bombas eran tan eficaces como un cañonazo, letales hasta más de cincuenta metros, y los españoles habían colocado varias decenas, emplazadas oblicuamente para que cubrieran mejor el camino. La detonación casi simultánea de las cargas barrió a los turcos antes de que pudieran resguardarse. Después, los tiradores escogieron blancos, empleando primero fusiles silenciados, después todas sus armas.
El impacto sobre los turcos fue brutal. Se estima que las bombas Camblor mataron o hirieron a la mayoría de los caballos y a una tercera parte de los jinetes. Después, muchos supervivientes fueron alcanzados por tiradores con fusiles silenciados; posteriormente se generalizó el tiroteo, sin que los otomanos pudieran descubrir el origen de los disparos, ya que los exploradores (salvo los polacos) empleaban pólvora rayo sin humo. La fusilería española fue especialmente eficaz, ya que las compañías de exploradores se habían reclutado entre cazadores con excelente puntería. Aun así, tártaros y espagis intentaron contratacar, suponiendo que se les disparaba desde las laderas; pero la nieve profunda frenó sus movimientos y los convirtió en blancos de los tiradores.
Aun así, los españoles eran muy pocos (apenas ciento cincuenta hombres) mientras que los turcos y tártaros atrapados eran veinte veces más. Tras la conmoción inicial, muchos se refugiaron tras los cadáveres de sus caballos y devolvieron el fuego, mientras preparaban un contrataque coordinado. Pero la trampa aun estaba cerrándose: los tártaros polacos, que estaban esperando el desconcierto turco, pasaron entre los exploradores polacos que cerraban el camino y cargaron contra los enemigos atrapados. Aun siendo pocos, bastaron para acabar con cualquier intento de orden. Fueron pocos los turcos capaces de escapar; aun así, aun quedaban muchos hombres en el valle que no habían llegado a entrar en la emboscada de la vaguada.
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- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Pues bien, otra vez en Valencia. Viaje apresurado, pero sin trompicones. Mis escoltas, Fadrique, Martín de Alcántara y Pablo me acompañaban. En casa se quedaban las mujeres e Isidro, para tenerla como un anís. Liberaba del servicio del hospital a Martinico, que se quedaba atendiendo mi consulta, aunque se había mudado a una casa propia no muy lejos de la mía. Como siempre, dejé al patriarca de los Martínez de Luna a cargo de cualquier emergencia, y como mi principal albacea en caso de que me “tocase la lotería”.
En Madrid dejaba como obra (“obra y apostolado” había dicho la Condesa de Paredes) un “comedor parroquial”, en donde por una módica suma, 5 maravedíes, se podían conseguir comidas sanas y bien balanceadas. Eso sí, el comensal debía llevar sus utensilios de mesa limpios (escudilla y cuchara, o una olla si prefería llevar la comida a su propio domicilio) y era obligatorio lavarse las manos antes de ir a comer. Ya tendré tiempo a mi regreso de dejar bien claras las pautas de la nutrición correcta, aunque eso me pusiese en otra vía de colisión con las costumbres de la nobleza castellana.
En Valencia, efectivamente, no se hablaba de otra cosa que del rescate de la cristiandad cautiva en Cipango; eso, cuando no metían de por medio la palabra “cruzada” (cosa que me ponía los pelos de punta). Todos, grandes y pequeños, pobre y ricos, sabían que los cristianos practicaban su fe a escondidas (lo que era cierto), y que de ser descubiertos, eran sometidos a martirio (lo que también era cierto), y que la Virgen exigía que el primer reino de la religión verdadera los fuese a rescatar (eso, sinceramente no me consta, no que no fuésemos por ellos cruzando medio mundo, sino que fuese por mandato de la Virgen). En todos lados, desde la lonja hasta el puerto, y desde el mercado hasta el atrio de la catedral, todos habían caído bajo el hechizo de la prédica de Santiago y los capellanes. No sólo eso, habían conseguido que los banqueros italianos se ofreciesen para poner en metálico y rápidamente, todos los óbolos conseguidos, que no eran pocos, pues no solamente habían predicado los últimos meses en Valencia, también en las principales ciudades y puertos del Levante, y tan eficaz había sido su clamor, que hasta las duras (durísimas) bolsas catalanas se habían ablandado.
No me puede ver con Álvaro, pues estaba entrenando con su bandera; tampoco con Vinuesa, que estaba haciendo lo mismo. Urquijo estaba en el puerto y Don Marcial conociendo las triquiñuelas de la renovada San Cosme. Pero ni bien supo que me encontraba en la ciudad, el Marqués del Puerto me hizo llamar:
- Joder! Que tu curita resulto ser insistente! – Fue lo primero que me dijo ni bien nos saludamos – Si has paseado por la ciudad, habrás notado que la ha puesto patas arriba.
- Sí, no se habla de otra cosa.
- Y es persuasivo. Ya viste a la Consuelito?
- No, no. Quién es?
- Qué es! La nueva nave salida de los astilleros cántabros. Es soberbia, la primera de los nuevos buques para el tráfico con Siberia. Pues bien, ni bien llego, lo tuve mañana, tarde y noche insistiendo para que encabezase la flota de rescate. Y el muy ladino lo consiguió! Además, la mitad de los capitanes de la Compañía y de la Flota quieren participar de la empresa, aun sabiendo que no habrán riquezas de por medio.
- Ya he escuchado que en la Compañía de Santa Apolonia tampoco se quieren quedar atrás.
- Quien va a comandar tu flota?
- Urquijo, supongo. Estaba interesado desde el viaje de retorno de Derna. Por?
- Urquijo es un buen marino, dedicado y minucioso. Es el hombre indicado para el rescate.
- Pero…
- Pero por lo que Miki dice, tu tomarás la ruta de Acapulco.
- Sí, claro. Es la más directa.
- Es la más directa, pero es la más solitaria. Cuantos cristianos pueden haber en Japón?
- Entre 35 y 50 mil.
- Los buques que llevas no son suficientes, van a faltarte cascos.
- Pienso comprar buques en China. Allí la plata española es bien recibida.
- No, no pensaba en cascos civiles. Necesitarás más músculo.
- Por si los japoneses se ponen duros.
- No solo eso, sé que los holandeses están intentando recomponer sus factorías en Java.
- No los habíamos derrotado hace un par de años?
- Sí, pero esos hijos-de-puta también son insistentes.
- Recuerdo que tenemos unos buques por ahí.
- Sí, y un marino hábil y con los cojo*** bien puestos, también.
- Cereceda?
- El mismo – El marqués del Puerto dejo escapar una sonrisa satisfecha, pues si había algún marino que había crecido bajo su patrocinio, ese era Juan de Cereceda.
- Alguna maldad debes de tener en mente para que me cedas a uno de tus hombres de confianza – dije con una sonrisa.
- Hombre! Maldad ninguna, completar lo que comenzamos hace unos años nada más – me contestó con una risa franca. Como me quitas a Urquijo, deberé poner los buques que salgan de aquí a cargo de alguien competente. Doblar el cabo de Buena Esperanza y cruzar el Indico no es tarea sencilla.
- La ruta portuguesa? Por qué?
- Hace un par de meses mande a Filipinas a un bergantín rápido, un galgo ligero de los nuevos que ha hecho Ignacio, con las últimas nuevas, e instrucciones recientes.
- Bergantines? Pensaba que la Santa Apolonia era el buque más rápido de los construidos por Ignacio.
- De los buques que puedan formar en una línea, sí. La Santa Apolonia es la más rápida. Pero para misiones de enlace y descubierta, hay barquitos que cuando sueltan el trapo, vuelan. Su gemela va a ir contigo. Cuando llegues, Cereceda ya estará enterado. Además, parece que en Goa se te van a unir más voluntarios.
- No sabía nada de eso.
- No? Aún no te has visto con Martínez de Luna?
- No, Álvaro estaba entrenando con su bandera.
- Sí, él y Vinuesa y sus hombres quieren embarcar. Todos. Y lo que han estado haciendo en estos meses que te tomaste de vacaciones - lo dijo acentuando la palabra "vacaciones" con toda intencionalidad - es entrenar en cubierta. Ahora deben estar a la par de las guarniciones más aceitadas de la flota. Bueno, él te contará. Ah, a todo esto, felicitaciones por el marquesado! Bien merecido lo tienes!
Y vaya si me contaron! Todo el importe de las moras vendidas como esclavas fue sin escalas a las huchas de Fray Santiago! Este, piadoso y prudente, pagó los fletes de numerosos bajeles que fueron caboteando por las costas mediterráneas al este de Valencia, devolviendo a mujeres y niñas a lugares tan lejanos como la Apulia y la Basilicata, justo ante las narices del Sultán. Pero fueron Álvaro y Vicente quienes se encargaron personalmente de llevar a las rescatadas hispanas: Desde Valencia hasta el Algarve y finalmente, Lisboa.
Fue en la capital sobre el Tajo donde conocieron a Nuño de Caires, un venerable hidalgo lisboeta, avezado marino, que era el padre de dos chicas devueltas y de un hijo asesinado. Pese a estar ya en el otoño de sus días, aun mostraba un temple ejemplar: estaba preparando por su cuenta una expedición que idealmente seria de rescate, pero si no, sería de castigo, a las costas berberiscas. Se emocionó enormemente al reencontrase con sus hijas, y casi sin pensarlo, puso su espada y su hacienda a las órdenes de sus salvadores. Con él, primero otro, luego dos y al final 4 capitanes experimentados se apuntaron a la expedición, cosa que no era baladí, pues conocían al dedillo la ruta portuguesa a las Indias Orientales; además, de Caires estaba bien conectado con la gente de Goa y Macao. Como la expedición portuguesa estaba casi lista para partir hacia las costar norafricanas, la expedición al Japón tuvo dos galeones adicionales con su tripulación al completo. No solo eso, se nos unieron una veintena de religiosos lusitanos, entre ordenados y no, jesuitas, franciscanos, mercedarios y dominicos, todos veteranos de oriente con conocimientos de la lengua y la cultura japonesa, y también del chino, tanto del que se hablaba en Cantón como en Nankin.
Conocí a Felipe de Algorta, el capitán de la Santa Apolonia, una fragata que detras de sus lineas gráciles y esbeltas escondía una potencia de fuego nada desdeñable, tripulada por gallegos, asturianos, cántabros y vascos, que se habían unido entusiastamente a la expedición de rescate, ni bien Fray Enaco (otro vasco) los exhorto con vehemencia a hacerlo. Jefes, oficiales y tripulantes de la fragata me dieron una excelente impresión, y lo mejor de todo, es que unánimemente, todos echaban flores a su nave. El bergantín Derna (el nombre es un bonito gesto el de Pedro e Ignacio) era para fines prácticos, un buque del siglo XIX, su capitán, Miguel Echevarría, corroboró lo dicho por Pedro: cuando el viento soplaba por las aletas y el velamen se hinchaba con el, no había buque que pudiese seguirle la estela.
Arreglé algunas cosas con Pedro y sus financistas. Yo iba a necesitar mucho dinero en efectivo, en plata acuñada y en lingotes. Lo autoricé a comprar mi parte de la compañía de Santa Apolonia en caso de que las cosas se complicasen, eso sí, con la opción de recompra a mi regreso (si es que regresaba, y si es que tenía con que).
Sería un mentiroso si no les digo que sentí un calorcito en el corazón al ver la flota reunida. La imponente Nuestra Señora del Consuelo, capitana de la Compañía del Carmen, empequeñecía al remozado San Cosme, más parecido ahora a un navío de Trafalgar que a uno de su propio tiempo. Los ocho galeones más grandes de la Compañía Santa Apolonia se distinguían por la cruz blanca de su bandera, y las líneas finas y agraciadas ponían en un lugar aparte al bergantín y la fragata. Una docena de buques más pequeños y lentos entre galeones y zabras, y dos polacras, además de los dos galeones portugueses completaban la flota. Sería el almirante Tomás de Bracamonte, otro hombre de confianza de Pedro y amigo tanto de Urquijo como de Cereceda, el marino encargado de llevar a los buques a través del Atlántico Sur y el Indico, con la orden expresa de subordinarse a Cereceda tan pronto encontrasen sus velas.
Los buques más nuevos y el San Cosme, se equipaban con la nueva artillería de bronce comprimido, los demás tenían los probados tubos de hierro hecho con el excelente mineral del norte de la península. Los voladores ahora llamados Derna, fueron mejorados por los ingenieros de Pedro cambiándoles de propelente y ya ocupaban un lugar preferencial en el arsenal. Con mucha renuencia, Pedro había accedido a hacer proyectiles de segmento: varillas de hierro en un cuerpo de plomo, su forma cilíndrica hacia que tuviese un vuelo errático cuando eran disparados desde cañones de anima lisa, por lo que la puntería era de mala a pésima: era un proyectil para ser disparado a quemarropa, pero una vez que perforase las planchas de madera, la fricción hacia que el plomo se fundiese y las varillas de hierro hacían estragos. También disponía de diversos productos químicos, pues había insistido en llevarlos para ocupar mi previsible tiempo muerto, además de un microscopio, y por supuesto, mi flauta.
Por supuesto, debía llevar un equipo médico: La “diplomacia del botiquín y el escalpelo” a veces funcionaba de maravillas. Pablo debía de venir, pero no Martín, pues en caso de que el Hospital de la Reina tuviese que volver a salir en expedición (cosa muy probable), él era quien realizaba el triaje, una dura tarea para la que se debía tener sólidos conocimientos clínicos, una mente ágil y un carácter templado. Escogí a José de Segovia, uno de los que me ayudaron a capar a los niños de Derna, un muchacho de ánimo tranquilo, estudioso y de mente también inquisitiva. Embarcamos el instrumental más moderno, y fármacos como para atender un ejército en cuarentena.
El día de nuestra partida, Pedro, el almirante Oquendo, el Obispo, el sobrevente del gobernador, las demás autoridades del Ayuntamiento, los notables y la ciudad entera estaban en el puerto. Las campanas al vuelo y las salvas de rigor nos acompañaron conforme iban saliendo los buques de su amarradero. Yo embarque en la San Cosme, como de costumbre y Fray Santiago conmigo, al igual que los cirujanos escogidos, mis guardaespaldas que quedaban Juan y Antonio, y Fadrique, que insistió en acompañarme así eso significase separarse de Álvaro y su bandera valenciana, que irían con el grueso de la flota por la ruta portuguesa (cosa importante: Álvaro era uno de los que podía comprar a mi nombre: si no gastaba la plata en faldas, él era la persona en la que podía confiar mi bolsa). Sin embargo, la Compañía del Hospital y la Reina al mando de José de Burgos, su antiguo alférez, insistió en embarcar en los buques al mando de Urquijo, de tal suerte que su sino estaría soldado a mí y no tanto al hospital (tal como fue creada). También vendrían conmigo dos curas portugueses, Manuel y Gabriel, franciscano uno y jesuita el otro, ambos conocedores de japonés y chino; Valenzuela, el traductor y Arias, el notario.
Navegamos juntos, cruzamos el estrecho y tuvimos un buen viento hasta las Canarias, en un viaje plácido, aunque no ocioso, pues estuvimos practicando diversas formaciones, en línea y en columna. Urquijo y Bracamonte se entendían bien y las polacras y el bergantín mantenían bien comunicados a los almirantes y los diversos escuadrones. Luego de aguar en La Palma, el escuadrón de Urquijo, los ya mencionados San Cosme y Santa Apolonia, la zabra grande San Esteban y el bergantín Derna enrumbamos hacia el Suroeste, a cruzar el charco y encontrarnos con las tormentosas aguas de Cabo de Hornos.
El escuadrón de Urquijo
algunos buques de Bracamonte
En Madrid dejaba como obra (“obra y apostolado” había dicho la Condesa de Paredes) un “comedor parroquial”, en donde por una módica suma, 5 maravedíes, se podían conseguir comidas sanas y bien balanceadas. Eso sí, el comensal debía llevar sus utensilios de mesa limpios (escudilla y cuchara, o una olla si prefería llevar la comida a su propio domicilio) y era obligatorio lavarse las manos antes de ir a comer. Ya tendré tiempo a mi regreso de dejar bien claras las pautas de la nutrición correcta, aunque eso me pusiese en otra vía de colisión con las costumbres de la nobleza castellana.
En Valencia, efectivamente, no se hablaba de otra cosa que del rescate de la cristiandad cautiva en Cipango; eso, cuando no metían de por medio la palabra “cruzada” (cosa que me ponía los pelos de punta). Todos, grandes y pequeños, pobre y ricos, sabían que los cristianos practicaban su fe a escondidas (lo que era cierto), y que de ser descubiertos, eran sometidos a martirio (lo que también era cierto), y que la Virgen exigía que el primer reino de la religión verdadera los fuese a rescatar (eso, sinceramente no me consta, no que no fuésemos por ellos cruzando medio mundo, sino que fuese por mandato de la Virgen). En todos lados, desde la lonja hasta el puerto, y desde el mercado hasta el atrio de la catedral, todos habían caído bajo el hechizo de la prédica de Santiago y los capellanes. No sólo eso, habían conseguido que los banqueros italianos se ofreciesen para poner en metálico y rápidamente, todos los óbolos conseguidos, que no eran pocos, pues no solamente habían predicado los últimos meses en Valencia, también en las principales ciudades y puertos del Levante, y tan eficaz había sido su clamor, que hasta las duras (durísimas) bolsas catalanas se habían ablandado.
No me puede ver con Álvaro, pues estaba entrenando con su bandera; tampoco con Vinuesa, que estaba haciendo lo mismo. Urquijo estaba en el puerto y Don Marcial conociendo las triquiñuelas de la renovada San Cosme. Pero ni bien supo que me encontraba en la ciudad, el Marqués del Puerto me hizo llamar:
- Joder! Que tu curita resulto ser insistente! – Fue lo primero que me dijo ni bien nos saludamos – Si has paseado por la ciudad, habrás notado que la ha puesto patas arriba.
- Sí, no se habla de otra cosa.
- Y es persuasivo. Ya viste a la Consuelito?
- No, no. Quién es?
- Qué es! La nueva nave salida de los astilleros cántabros. Es soberbia, la primera de los nuevos buques para el tráfico con Siberia. Pues bien, ni bien llego, lo tuve mañana, tarde y noche insistiendo para que encabezase la flota de rescate. Y el muy ladino lo consiguió! Además, la mitad de los capitanes de la Compañía y de la Flota quieren participar de la empresa, aun sabiendo que no habrán riquezas de por medio.
- Ya he escuchado que en la Compañía de Santa Apolonia tampoco se quieren quedar atrás.
- Quien va a comandar tu flota?
- Urquijo, supongo. Estaba interesado desde el viaje de retorno de Derna. Por?
- Urquijo es un buen marino, dedicado y minucioso. Es el hombre indicado para el rescate.
- Pero…
- Pero por lo que Miki dice, tu tomarás la ruta de Acapulco.
- Sí, claro. Es la más directa.
- Es la más directa, pero es la más solitaria. Cuantos cristianos pueden haber en Japón?
- Entre 35 y 50 mil.
- Los buques que llevas no son suficientes, van a faltarte cascos.
- Pienso comprar buques en China. Allí la plata española es bien recibida.
- No, no pensaba en cascos civiles. Necesitarás más músculo.
- Por si los japoneses se ponen duros.
- No solo eso, sé que los holandeses están intentando recomponer sus factorías en Java.
- No los habíamos derrotado hace un par de años?
- Sí, pero esos hijos-de-puta también son insistentes.
- Recuerdo que tenemos unos buques por ahí.
- Sí, y un marino hábil y con los cojo*** bien puestos, también.
- Cereceda?
- El mismo – El marqués del Puerto dejo escapar una sonrisa satisfecha, pues si había algún marino que había crecido bajo su patrocinio, ese era Juan de Cereceda.
- Alguna maldad debes de tener en mente para que me cedas a uno de tus hombres de confianza – dije con una sonrisa.
- Hombre! Maldad ninguna, completar lo que comenzamos hace unos años nada más – me contestó con una risa franca. Como me quitas a Urquijo, deberé poner los buques que salgan de aquí a cargo de alguien competente. Doblar el cabo de Buena Esperanza y cruzar el Indico no es tarea sencilla.
- La ruta portuguesa? Por qué?
- Hace un par de meses mande a Filipinas a un bergantín rápido, un galgo ligero de los nuevos que ha hecho Ignacio, con las últimas nuevas, e instrucciones recientes.
- Bergantines? Pensaba que la Santa Apolonia era el buque más rápido de los construidos por Ignacio.
- De los buques que puedan formar en una línea, sí. La Santa Apolonia es la más rápida. Pero para misiones de enlace y descubierta, hay barquitos que cuando sueltan el trapo, vuelan. Su gemela va a ir contigo. Cuando llegues, Cereceda ya estará enterado. Además, parece que en Goa se te van a unir más voluntarios.
- No sabía nada de eso.
- No? Aún no te has visto con Martínez de Luna?
- No, Álvaro estaba entrenando con su bandera.
- Sí, él y Vinuesa y sus hombres quieren embarcar. Todos. Y lo que han estado haciendo en estos meses que te tomaste de vacaciones - lo dijo acentuando la palabra "vacaciones" con toda intencionalidad - es entrenar en cubierta. Ahora deben estar a la par de las guarniciones más aceitadas de la flota. Bueno, él te contará. Ah, a todo esto, felicitaciones por el marquesado! Bien merecido lo tienes!
Y vaya si me contaron! Todo el importe de las moras vendidas como esclavas fue sin escalas a las huchas de Fray Santiago! Este, piadoso y prudente, pagó los fletes de numerosos bajeles que fueron caboteando por las costas mediterráneas al este de Valencia, devolviendo a mujeres y niñas a lugares tan lejanos como la Apulia y la Basilicata, justo ante las narices del Sultán. Pero fueron Álvaro y Vicente quienes se encargaron personalmente de llevar a las rescatadas hispanas: Desde Valencia hasta el Algarve y finalmente, Lisboa.
Fue en la capital sobre el Tajo donde conocieron a Nuño de Caires, un venerable hidalgo lisboeta, avezado marino, que era el padre de dos chicas devueltas y de un hijo asesinado. Pese a estar ya en el otoño de sus días, aun mostraba un temple ejemplar: estaba preparando por su cuenta una expedición que idealmente seria de rescate, pero si no, sería de castigo, a las costas berberiscas. Se emocionó enormemente al reencontrase con sus hijas, y casi sin pensarlo, puso su espada y su hacienda a las órdenes de sus salvadores. Con él, primero otro, luego dos y al final 4 capitanes experimentados se apuntaron a la expedición, cosa que no era baladí, pues conocían al dedillo la ruta portuguesa a las Indias Orientales; además, de Caires estaba bien conectado con la gente de Goa y Macao. Como la expedición portuguesa estaba casi lista para partir hacia las costar norafricanas, la expedición al Japón tuvo dos galeones adicionales con su tripulación al completo. No solo eso, se nos unieron una veintena de religiosos lusitanos, entre ordenados y no, jesuitas, franciscanos, mercedarios y dominicos, todos veteranos de oriente con conocimientos de la lengua y la cultura japonesa, y también del chino, tanto del que se hablaba en Cantón como en Nankin.
Conocí a Felipe de Algorta, el capitán de la Santa Apolonia, una fragata que detras de sus lineas gráciles y esbeltas escondía una potencia de fuego nada desdeñable, tripulada por gallegos, asturianos, cántabros y vascos, que se habían unido entusiastamente a la expedición de rescate, ni bien Fray Enaco (otro vasco) los exhorto con vehemencia a hacerlo. Jefes, oficiales y tripulantes de la fragata me dieron una excelente impresión, y lo mejor de todo, es que unánimemente, todos echaban flores a su nave. El bergantín Derna (el nombre es un bonito gesto el de Pedro e Ignacio) era para fines prácticos, un buque del siglo XIX, su capitán, Miguel Echevarría, corroboró lo dicho por Pedro: cuando el viento soplaba por las aletas y el velamen se hinchaba con el, no había buque que pudiese seguirle la estela.
Arreglé algunas cosas con Pedro y sus financistas. Yo iba a necesitar mucho dinero en efectivo, en plata acuñada y en lingotes. Lo autoricé a comprar mi parte de la compañía de Santa Apolonia en caso de que las cosas se complicasen, eso sí, con la opción de recompra a mi regreso (si es que regresaba, y si es que tenía con que).
Sería un mentiroso si no les digo que sentí un calorcito en el corazón al ver la flota reunida. La imponente Nuestra Señora del Consuelo, capitana de la Compañía del Carmen, empequeñecía al remozado San Cosme, más parecido ahora a un navío de Trafalgar que a uno de su propio tiempo. Los ocho galeones más grandes de la Compañía Santa Apolonia se distinguían por la cruz blanca de su bandera, y las líneas finas y agraciadas ponían en un lugar aparte al bergantín y la fragata. Una docena de buques más pequeños y lentos entre galeones y zabras, y dos polacras, además de los dos galeones portugueses completaban la flota. Sería el almirante Tomás de Bracamonte, otro hombre de confianza de Pedro y amigo tanto de Urquijo como de Cereceda, el marino encargado de llevar a los buques a través del Atlántico Sur y el Indico, con la orden expresa de subordinarse a Cereceda tan pronto encontrasen sus velas.
Los buques más nuevos y el San Cosme, se equipaban con la nueva artillería de bronce comprimido, los demás tenían los probados tubos de hierro hecho con el excelente mineral del norte de la península. Los voladores ahora llamados Derna, fueron mejorados por los ingenieros de Pedro cambiándoles de propelente y ya ocupaban un lugar preferencial en el arsenal. Con mucha renuencia, Pedro había accedido a hacer proyectiles de segmento: varillas de hierro en un cuerpo de plomo, su forma cilíndrica hacia que tuviese un vuelo errático cuando eran disparados desde cañones de anima lisa, por lo que la puntería era de mala a pésima: era un proyectil para ser disparado a quemarropa, pero una vez que perforase las planchas de madera, la fricción hacia que el plomo se fundiese y las varillas de hierro hacían estragos. También disponía de diversos productos químicos, pues había insistido en llevarlos para ocupar mi previsible tiempo muerto, además de un microscopio, y por supuesto, mi flauta.
Por supuesto, debía llevar un equipo médico: La “diplomacia del botiquín y el escalpelo” a veces funcionaba de maravillas. Pablo debía de venir, pero no Martín, pues en caso de que el Hospital de la Reina tuviese que volver a salir en expedición (cosa muy probable), él era quien realizaba el triaje, una dura tarea para la que se debía tener sólidos conocimientos clínicos, una mente ágil y un carácter templado. Escogí a José de Segovia, uno de los que me ayudaron a capar a los niños de Derna, un muchacho de ánimo tranquilo, estudioso y de mente también inquisitiva. Embarcamos el instrumental más moderno, y fármacos como para atender un ejército en cuarentena.
El día de nuestra partida, Pedro, el almirante Oquendo, el Obispo, el sobrevente del gobernador, las demás autoridades del Ayuntamiento, los notables y la ciudad entera estaban en el puerto. Las campanas al vuelo y las salvas de rigor nos acompañaron conforme iban saliendo los buques de su amarradero. Yo embarque en la San Cosme, como de costumbre y Fray Santiago conmigo, al igual que los cirujanos escogidos, mis guardaespaldas que quedaban Juan y Antonio, y Fadrique, que insistió en acompañarme así eso significase separarse de Álvaro y su bandera valenciana, que irían con el grueso de la flota por la ruta portuguesa (cosa importante: Álvaro era uno de los que podía comprar a mi nombre: si no gastaba la plata en faldas, él era la persona en la que podía confiar mi bolsa). Sin embargo, la Compañía del Hospital y la Reina al mando de José de Burgos, su antiguo alférez, insistió en embarcar en los buques al mando de Urquijo, de tal suerte que su sino estaría soldado a mí y no tanto al hospital (tal como fue creada). También vendrían conmigo dos curas portugueses, Manuel y Gabriel, franciscano uno y jesuita el otro, ambos conocedores de japonés y chino; Valenzuela, el traductor y Arias, el notario.
Navegamos juntos, cruzamos el estrecho y tuvimos un buen viento hasta las Canarias, en un viaje plácido, aunque no ocioso, pues estuvimos practicando diversas formaciones, en línea y en columna. Urquijo y Bracamonte se entendían bien y las polacras y el bergantín mantenían bien comunicados a los almirantes y los diversos escuadrones. Luego de aguar en La Palma, el escuadrón de Urquijo, los ya mencionados San Cosme y Santa Apolonia, la zabra grande San Esteban y el bergantín Derna enrumbamos hacia el Suroeste, a cruzar el charco y encontrarnos con las tormentosas aguas de Cabo de Hornos.
El escuadrón de Urquijo
algunos buques de Bracamonte
La verdad nos hara libres
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Un soldado de cuatro siglos
Betorz había adquirido en Presburgo cierto grado de animosidad hacia la caballería ligera turca, y ver a unos tártaros acabar con otros tártaros le producía un elevado grado de satisfacción. Pero no era cuestión de dejarles toda la diversión. Ordenó a sus vengadores retirar los silenciadores —se gastaban—, calar bredas y atacar. Bestué hizo lo mismo, y en la ladera aparecieron centenar y medio de siluetas blancas que iban acabando con los que aun resistían.
Al llegar al camino, la escena era desagradable: cadáveres de hombres y bestias mezclados con pobres animales que gemían, ciegos, con las tripas colgando o con las patas amputadas. Sin embargo, el tiempo era oro, y el capitán tuvo que ordenar que no se ultimara a las desgraciadas bestias. Sus cuerpos se entremezclaban con turcos; con los cuchillos de Breda comprobaban si de verdad estaban muertos. A los heridos que no podían pelear, los dejaban; no eran asesinos, pero tampoco podían entretenerse. El frío se encargaría, si no lo hacían los polacos, que se habían detenido para saquear los restos. Después, los vengadores siguieron por la vaguada hacia el norte, por donde habían escapado los supervivientes. Al menos, ya no encontraban caballos reventados por las bombas de Camblor, pero sí bastantes rezagados que, ya sin ánimo, tiraban las armas al verlos llegar. Betorz dejó que los tártaros polacos se encargaran, pues estaba un poco frustrado, ya que en Teiu no había encontrado ningún sable como esos que había regalado.
La compañía siguió peinando la vaguada; al norte empezaban a escucharse otros disparos, así que ordenó a sus hombres que se desplegaran. Poco después, vio que se acercaban más enemigos, tártaros por sus vestimentas, que parecían ir buscando algún camino por las laderas. Debían haberles visto, porque se aprestaron al combate. Betorz iba a ordenar disparar, cuando alguien que llevaba ropas más suntuosas gritó, y los enemigos bajaron las armas.
—Mi capitán, parece que quieren hablar.
—Ya les daré yo conversación ¡Que se adelante el traductor, pero no mucho! Los demás, atentos y, como pestañeen, al infierno.
Un valaco se acercó —poco— y parloteó a gritos. El tipo que parecía mandar se adelantó, mientras el valaco gritaba—. Mi capitán, ese jefe querer hablar con usted.
—¿Conmigo? ¿Ese pichacortada? A ver qué tripa se le ha roto. Celestino, no lo apartes de la mira. —Después, se adelantó un poco.
El tártaro volvió a hablar y el valaco tradujo—. Mi capitán, ese tipo decir ser el kan de cabrones.
—Dile que qué cojo*** quiere.
—Mi capitán, pregunta quién ser usted y si tener alcurnia.
—¿Alcurnia? A patadas de la quitaré a ese imbécil. Dile que soy el capitán vengador y que si no aprende respeto le abriré otro agujero en la nariz.
El valaco volvió a hablar con el tártaro—. Mi capitán, decir que su honor no dejar rendir sin luchar, pero que ser orgullo luchar contra guerrero de tal fama. Después, ellos someterse.
Betorz se lo pensó dos veces. No le apetecía liarse a espadazos, y menos con un elemento que seguramente lo destetaron con un sable. Pero ahora veía que la espada que lucía el pájaro no estaba nada mal, y conseguir capturar tanta gente quedaría la mar de bien en su hoja de servicios o, mejor dicho, en su legajo de servicios, que sus andanzas empezaban a parecerse a las del Quijote.
—Que se adelante —dijo, mientras él también lo hacía. El tártaro levantó su arma; Betorz hizo lo mismo. Lo malo era que no llevaba sable, sino su Otamendi con breda. Desvió la primera acometida con el cuchillo, y después le metió al enjoyado un tiro en la rodilla.
—¡Sanseacabó! Ahora, que se rindan todos esos, o les quitaremos el frío a tiros.
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
La emboscada de Lappendorf (o de los Lapugios) ha quedado de modelo de cómo una fuerza pequeña, pero bien armada, entrenada, y equipada con armas modernas, podía derrotar a otra muy superior; hay estimaciones que hablan de que llegaban a tres mil los tártaros y otomanos atrapados en la vaguada.
Betorz había dispuesto sus fuerzas en lo que sería un despliegue clásico: formaba una «L», con el brazo corto (los polacos) actuando como bloqueo, y el brazo largo en el lado del camino, de tal manera que ambos contingentes cruzaban sus fuegos sin peligro de herirse. Al encontrarse con el bloqueo, los turcos de arremolinaron en el estrecho paso, y fue entonces cuando los españoles hicieron estallar las minas Camblor; de nuevo, no se sabe cuántas emplearon, pero, según los documentos conservados, cada español llevaba una. Es decir, fueron tal vez más de un centenar las que explosionaron, casi simultáneamente, lanzando una letal nube de metralla. Posteriormente, los españoles emplearon sus fusiles para acabar con los atrapados en la «zona de muerte»: primero emplearon armas silenciadas, y luego los fusiles de pólvora rayo: al no producir humo era muy difícil identificar a los tiradores, y el eco multiplicaba el ruido de los disparos. Durante varios letales minutos, los españoles dispararon a voluntad. Cuando los turcos empezaban a organizarse, la acometida del escuadrón polaco los dispersó. Finalmente, los exploradores bajaron de sus pozos y con bombas de mano, fusiles y cuchillos de Breda acabaron con la resistencia.
La emboscada de los exploradores acabó con el último intento coordinado de los fugitivos. El kan de Crimea, Haci II Giray, fue herido y capturado (tras ser derrotado en combate singular por el capitán Betorz), y centenares de tártaros y turcos depusieron las armas. En el camino de Temesvar a Deva ya se habían reunido la caballería magiar que procedía de Cosevita, y los infantes del tercio de África que llegaban desde Teiu. Algunos turcos lucharon hasta la muerte, produciéndose la última resistencia en la aldea de Unter-Lappendorf (Lapugi de Jos, o Lapugio de Abajo), donde pereció el pachá Rami Mehmed. Sin embargo, muchos se rindieron. Además, miles de jinetes intentaron escapar por las montañas. Allí se enfrentaron al frío, a la nieve y al acoso de no solo los aliados sino también los lugareños. La primavera siguiente, tras el deshielo, se contabilizaron catorce mil cadáveres, tres mil en el paso, el resto en los bosques. Tantos que el lugar fue apodado «Csontok hegye», la montaña de huesos.
Aun así, se estima que la tercera parte de los espagis y la mitad de los tártaros lograron escapar de la trampa, bien por encontrar caminos en los montes, bien por haberse separado del cuerpo principal; su huida fue tan penosa que pocos de sus caballos sobrevivieron. Además, otros cuatro mil consiguieron eludir a los aliados que habían tomado Lugoj, y se salvaron siguiendo el cauce del Timis hasta las Puertas de Hierro. Entre ellos estaba el visir Kara Ibrahim que, temiendo ser asesinado por sus hombres, se alejó del ejército al poco de comenzar la desbandada. Consiguió escapar, llegando primero a Bucarest y luego a Constantinopla, pero de poco le valió, pues fue ejecutado por orden del sultán Mehmed IV.
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Un soldado de cuatro siglos
Consecuencias
A pesar de las difíciles condiciones meteorológicas, la campaña de Temesvar había finalizado con enorme éxito. El principal ejército turco había sido destruido, tan completamente como el anterior en Nagimán. Las pérdidas propias fueron mínimas: unos nueve mil hombres, con apenas cuatrocientas muertes; las más de las bajas se debieron a las inclemencias del tiempo y no a la acción enemiga. De ahí que haya sido llamada «la campaña perfecta», pues el marqués de Lazán consiguió destruir al ejército enemigo mediante la maniobra, con la economía de medios que siempre preconizaba.
Por el contrario, para los otomanos el desastre fue comparable al de Nagimán. Las bajas fueron bastante menores: unas cuarenta mil, con una tasa de muertes muy elevada debido al frío, más otros tantos capturados. La destrucción fue total. Tras la pérdida de la artillería y la impedimenta, no había esperanzas de recuperación a medio plazo. Aunque una fracción de la caballería consiguió ponerse a salvo, habían perecido casi todas las monturas. No volvió ni un jenízaro. No por ello desapareció el cuerpo, pero solo quedaron algunas unidades fronterizas, las de instrucción, y parte de la guardia personal del sultán. Las bajas pudieron suplirse con voluntarios, pero demasiados eran arribistas en búsqueda de mejorar su posición social, con formación militar mínima y ayunos de disciplina. Además, faltaban armas y no había mandos para encuadrar a los reclutados. En la práctica, el cuerpo dejó de tener valor militar, aunque, a cambio, se convirtió en un grupo de presión a modo de los antiguos pretorianos, siempre dispuesto a deponer al visir o al gobernador que no les agradara.
Aunque el reclutamiento ordenado por el finado Kara Ibrahim seguía proporcionando decenas de miles de hombres, si no había armas para los jenízaros, aun menos para los reclutas. Además, los desastres de Viena y de Temesvar habían acabado con cualquier asomo de organización. Hubo tantas dificultades para alimentar a los reclutados que no pocos se convirtieron en salteadores. El resultado fue que el ejército otomano de los Balcanes desapareció casi por completo como fuerza efectiva. Aun quedaban los ejércitos de Palestina, de Morea y de Mesopotamia, así como muchos soldados en Bosnia, Albania, la costa dálmata y los dominios orientales. Además, seguían quedando guarniciones, aunque reducidas, y en buena parte formadas por derbencis, es decir, gendarmes. Aun así, los turcos perdieron el control de gran parte de los territorios que supuestamente conservaban, ya que los armatoles (milicias cristianas al servicio de los turcos) desertaron en masa, y en su mayoría se unieron a los kleftes, que eran cristianos griegos que se resistían a los otomanos pero que en realidad actuaban como bandoleros. La única fuerza organizada que quedó frente los aliados era el ejército de Eseid Mustafá en Transilvania, compuesto casi exclusivamente por reclutas bisoños, y que ante la amenaza aliada tuvo que retirarse a Valaquia. Al menos, su presencia impidió las veleidades de Cantacucino y de Ducas.
El sultán intentó salvar la situación nombrando gran visir a Sari Suleimán, que pidió ayuda a los persas e incluso a los mogoles. Infructuosamente, ya que el imperio persa estaba sumido en una guerra civil entre los diversos pretendientes al trono, y el anciano emperador mogol Aurangzeb estaba librando una campaña en el sudoeste de la India. Al fracasar las gestiones diplomáticas, el visir intentó mejorar la eficacia del ejército. Su primera medida fue depurar de advenedizos el cuerpo de jenízaros. Sin embargo, solo consiguió desencadenar una revuelta: el pachá Abaza Siyabus (como vencedor de Presburgo, era de los pocos generales que aun tenían cierto prestigio) lideró una sublevación de jenízaros y de sekbán. Sari Suleimán fue estrangulado y Mehmed tuvo que abdicar, siendo sucedido por su hermano Suleimán II, que a su vez nombró a Siyabus gran visir. Por poco tiempo, pues no pudo pagar a los jenízaros, que también asesinaron al nuevo visir. El sultán Suleimán nombró entonces a Nijandji Ismail, que al poco fue depuesto y ejecutado a causa de las maquinaciones de Bekri Mustafá, un miembro de la familia Koprulu, cuñado del asesinado Abaza Siyabus.
Mientras el imperio turco se hundía en el caos, los aliados proseguían las operaciones. El ejército de Lazán persiguió a los derrotados turcos: el cuerpo de Idiáquez tomó Deva y después entró en Transilvania por el oeste, mientras que Carlos de Lorena lo hacía por el norte. Apenas encontraron resistencia: tras la retirada de Eseid Mustafá, las facciones transilvanas se disgregaron. Algunos kurucok se exiliaron con el conde Emérico Tokoli a los menguantes territorios turcos, y los demás intentaron congraciarse con el Imperio. Sin embargo, la victoria aliada había sido tan absoluta que el emperador ya no les necesitaba. Cuando Michael Apafi pretendió prestarle vasallaje, Leopoldo le respondió que ya había tenido su oportunidad y la había rechazado. Apafi fue desterrado a Linz con una generosa pensión, y con él muchos de sus partidarios. Transilvania se convirtió en una provincia de los dominios imperiales, que ahora llegaban hasta los Cárpatos, ya que Lorena entró en Kronstadt (Brasov) y se hizo con los pasos de las montañas, que los reclutas de Eseid Mustafá ni intentaron defender.
Al mismo tiempo, el cuerpo de ejército de Espínola persiguió al derrotado visir por el valle del Timis hasta entrar en Orsova, a la orilla del Danubio, al otro lado de las Puertas de Hierro. Sin embargo, Lazán prefirió suspender la persecución debido a las dificultades de abastecimiento causadas por el crudo invierno. Durante las semanas siguientes los españoles se limitaron a despejar las Puertas de Hierro y a hacerse con el resto de los pasos de los Cárpatos, preparando la campaña de la siguiente primavera. El marqués de Lazán volvió a España en febrero, dejando a Espínola a cargo del ejército; Larrando de Mauleón le sucedió en el mando del cuerpo.
También los polacos de Sobieski explotaron la victoria ocupando el vital paso de Lupkow, que daba acceso a la llanura moldava. La amenaza polaca, así como el desastre otomano, llevaron a que el príncipe moldavo Esteban Petriceicu apresara a George Ducas y, tras romper con los turcos, prestara vasallaje a la República de las Dos Naciones, que así obtuvo acceso al Mar Negro.
En la costa dálmata se produjo un derrumbamiento similar. Como había ocurrido en Hungría, el ejército que intentaba defender Nis de los serbios se había reforzado con hombres de las guarniciones locales. La evacuación de las plazas y la noticia del nuevo desastre turco llevó a que los albaneses se sublevaran bajo la dirección del obispo católico Pietro Bogdano. Los rebeldes consiguieron tomar Pristina y Prizren; con la retaguardia amenazada, los turcos de Serbia se vieron obligados a replegarse, permitiendo que los serbios se hicieran por fin con la estratégica ciudad de Nis. Algo parecido ocurrió en Montenegro, donde el metropolitano de Cetiña lideró el levantamiento contra los turcos.
Al mismo tiempo, las flotas española y veneciana (que desconocía las maquinaciones del consejo veneciano) siguieron atacando los enclaves turcos de la costa de Dalmacia. Los estados vasallos que tenían algún grado de autonomía cambiaron de bando, y las fortalezas turcas fueron expugnadas. Durazzo, Valona y Santa Maura fueron conquistadas por tropas venecianas equipadas con armas españolas, de tal manera que, entre las rebeliones del interior y la amenaza de la campaña costera, en febrero de 1682 los otomanos tuvieron que abandonar Sarajevo para hacerse fuertes en Tirana.
Entre los avances aliados y las sublevaciones, el dominio otomano de los Balcanes quedó seriamente amenazado. Aun retenían grandes territorios: conservaban Macedonia, Valaquia, Bulgaria y parte de Albania, así como Grecia, las islas del Egeo y Candía. Sin embargo, la sucesión de derrotas había demostrado a los cristianos la debilidad de sus opresores. En los territorios que aun no habían sido liberados se produjeron levantamientos, que fueron especialmente graves en Grecia y en sus islas. Los turcos consiguieron controlar, aunque débilmente, la Grecia continental; en realidad, quedaron encerrados en las principales plazas y apenas conseguían mantener abiertos los caminos entre ellas, mientras las montañas hervían de rebeldes. En las islas griegas les fue peor a los otomanos. Contrariamente a lo ocurrido en Quíos el año anterior, no pudieron reforzarlas más alejadas, no tanto por carecer de reservas (pues el reclutamiento estaba proporcionando muchos efectivos), sino porque el final de la campaña del Adriático permitió que la flota española pasara al Egeo, donde interrumpió la navegación otomana y apoyó a los rebeldes proporcionándoles armamento e instructores. Hubo guarniciones que consiguieron resistir, encerrándose tras los muros, pero las islas menores tuvieron que ser evacuadas, y hubo otras, como Naxos, donde los turcos tuvieron que capitular ante los patriotas auxiliados por la artillería hispana. Fue en Naxos donde Aléxandros Kapodistrias enarboló la bandera griega, una cruz blanca sobre fondo azul, al grito de «Ελεφθερία ή Θάνατος» (Elefthería i Thánatos), es decir, libertad o muerte.
En Bulgaria y en Macedonia también aparecieron guerrillas cristianas; casi el único territorio europeo que permaneció en calma fue Valaquia, donde el pachá Esseid regía con mano de hierro. Tras su retirada de Transilvania había apresado primero a Serban Cantacucino y luego a su sobrino y sucesor Constantin Brancoveanu. Considerando que así alejaría el riesgo de un levantamiento, envió a los dos príncipes a Estambul, donde fueron ejecutados al año siguiente al negarse a convertirse al islam. Después, Esseid ordenó a los hombres de Cantacucino que se entregasen para ser tratados como desertores; pocos lo hicieron, pero así el pachá tuvo un pretexto para deponer a aquellos boyardos de los que tenía sospecha. Sus tropas, además, reprimieron cualquier intento de insurrección. Con estas medidas, Valaquia, ahora la primera línea otomana, quedó en una tensa calma, mientras Esseid se fortificaba a toda prisa.
Esseid en Valaquia y Elmes Mehmed en Palestina (como más adelante se relatará) fueron los únicos turcos que consiguieron reaccionar de alguna manera. Mientras, en Estambul corría la sangre. Para afirmar su posición, Bekri Mustafá, el nuevo gran visir, persiguió y descabezó a los clanes rivales, ordenando la muerte de cualquier sospechoso de conspirar. La matanza se extendió al harén imperial, en el que fueron ejecutados muchos eunucos, incluyendo a su jefe, el kizlar agá Yusuf Alí. Necesitando fondos para reconstruir el ejército y para sobornar a los jenízaros, el gran visir decretó que los cristianos de la ciudad debían entregar un tercio de sus haciendas, con la amenaza de esclavizar a quienes no proporcionaran las cantidades que arbitrariamente se les exigían. La sospecha de deslealtad se castigaba con el asesinato y la esclavitud de las familias. Los jenízaros colaboraron con entusiasmo en la represión, ya que se quedaban con la mitad de lo incautado. Los abusos fueron tales que hasta los embajadores de Francia y de Suecia se horrorizaron, y sus relatos circularon ampliamente por Europa.
Los jenízaros mantuvieron una paz opresiva en la capital, pero el malestar se extendió por el imperio. A las sublevaciones cristianas se unieron revueltas en el Cáucaso y en Armenia. En Crimea, el desastre sufrido por los tártaros en Temesvar y la captura del kan Haci II Giray, desencadenaron una guerra civil entre los diferentes clanes, que se peleaban para conseguir el control. La desaparición de la autoridad otomana delegada a través de los tártaros llevó a que varios clanes cosacos se unieran a la República de las Dos Naciones, que así consiguió el control de los grandes ríos del sur de Rusia, y de la costa del Mar Negro entre las desembocaduras del Don y del Danubio.
Las derrotas y la crisis interna agravaron la ya crítica situación económica otomana. El cierre del Mediterráneo a la navegación, seguida por el bloqueo de los puertos turcos y de los Dardanelos, acabó con la fracción del comercio de especias que aun transcurría por su territorio. Las exacciones a los cristianos apenas consiguieron nada, y los impuestos que se habían exigido para reunir el ejército perdido en Viena, más los necesarios para el reclutamiento en masa, llevaron a la ruina a comerciantes y artesanos. El imperio, en palabras del embajador francés, se desangraba por mil heridas. Además, para todos era evidente que los ejércitos aliados no iban a detenerse en los Cárpatos.
La victoria de Temesvar, que seguía a las de Viena y de Buda, fue festejada en media Europa, y causó conmoción en la otra mitad. Hubo nuevas celebraciones en las naciones aliadas y en las que les simpatizaban, tal vez no tan brillantes como las de la liberación de Buda, pero que hicieron pensar a los católicos (salvo a los venecianos y a los franceses, obviamente) que les guiaba un genio militar comparable a Aníbal, César, el Gran Capitán o el Lobo. Por el contrario, los enemigos de España vieron como sus planes quedaban frustrados. Especialmente, los del rey Luis XIV de Francia que, buscando el desquite, estaba negociando con los enemigos de la Monarquía: no solo con los turcos, sino también con el régimen parlamentario británico, los antiguos rebeldes catalanes, portugueses y holandeses, los estados luteranos alemanes, con el rey Carlos XI de Suecia, e incluso con miembros de la facción tradicionalista española.
La Inquisición Civil tenía noticia de estas maquinaciones y actuó con dureza contra aquellos conspiradores a los que pudo prender; fue uno de los motivos para el temprano regreso de Lazán a Madrid. Con todo, el desastre turco y el desplazamiento de tropas españolas a la frontera aconsejaron prudencia al rey francés, que aprovechó las masacres de Constantinopla para romper con los turcos; no fue sino un pretexto, pues dos años antes había mantenido su alianza con el sultán a pesar de las matanzas de Quíos. En cualquier caso, enfrentarse con los victoriosos españoles era inviable, y tuvo que abandonar a su suerte a Turquía y a la Inglaterra parlamentaria.
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Un soldado de cuatro siglos
La operativa de Lazán
La doctrina de Temesvar fue un ejemplo de la «destreza militar» del marqués de Lazán. Recordemos las fases: herramienta, preparación, maniobra, golpe y alcance. Cada una puede descubrirse revisando la operación.
La herramienta, como es obvio, en poco se había modificado respecto a la campaña del verano. Aun así, se habían producido algunos cambios, como la incorporación de fuerzas adicionales procedentes de la Península y, sobre todo, la organización de unidades especiales. Ya en la campaña previa se habían empleado en la recolecta de información por infiltrados magiares, o en la reconquista del castillo de Devin y el bloqueo del Danubio mediante una agrupación mixta. Ahora, se había dado forma a estas fuerzas.
El núcleo estuvo en las compañías de exploradores del regimiento de cazadores mandado por el coronel Aguirre, el que había comandado la expedición de Devin. Inicialmente fueron dos compañías españolas (una, mandada por el «capitán vengador» Betorz) a la que se sumó una polaca. Se componían de hombres de diversas procedencias: españoles, italianos e imperiales, encuadrados por oficiales hispanos. Se especializaron en la infiltración y en la emboscada. Esas compañías tuvieron un papel clave en el bloqueo de Teiu, al guiar al regimiento durante la incursión, tomar las fortificaciones turcas, y emboscar a los fugitivos. El éxito de las compañías llevó a que la fuerza se expandiera hasta formar las actuales legiones de operaciones especiales. Además, la Armada también creo el Tercio de Asalto, una unidad de Infantería de Marina a la que se encomendaron misiones similares, aunque adaptadas al medio acuático. Hasta la Inquisición Civil organizó unidades de estragadores con similares medios y doctrina que las del Ejército.
Estas compañías recibieron equipo especializado que se produjo en la maestranza del ejército: fusiles modificados para poder emplear silenciadores Camblor, pistolas también silenciadas, bombas trampa, explosivos, cargas de demolición, etcétera. El equipo se diversificó a medida que se expandieron sus misiones.
Lazán no empleó a sus exploradores por separado. Solían operar junto a unidades de caballería ligera (húsares magiares y ulanos polacos) que tenían experiencia en el combate irregular y podían hacerse pasar por turcos. Además, el núcleo de la fuerza de bloqueo de Teiu se componía de un tercio de infantería, el de África de las «Legiones negras», que también acabaría siendo convertido en una unidad especial. Tenían asignado un grupo de artillería a lomo. Finalmente, completaba la fuerza de Aguirre un batallón de transporte con mulos. Es decir, la expedición que bloqueó Teiu era una unidad ligera que combinaba diversos tipos de armas, igual que las divisiones del Ejército.
Hubo otros preparativos menos prosaicos, pero de todavía mayor importancia. Tal vez el principal fuera proveerse de equipo invernal. Ya se ha relatado como en pleno verano se solicitó material de abrigo, previendo que la campaña se prolongase hasta el invierno. Las ropas, botas forradas, gafas para la nieve, tiendas de campaña y abrigos empezaron a llegar en octubre, de manera que cuando el ejército de Kara Ibrahim cruzó los Cárpatos, los españoles y, en parte, los aliados, estaban preparados para vivir y combatir a temperaturas negativas, mientras que sus enemigos se congelaban.
Como se ha podido ver, aunque apenas fue preciso mejorar al ejército (la herramienta), la fase de preparación tuvo gran importancia. La respuesta fulgurante de Lazán solo fue posible porque en los meses previos el Estado Mayor había estado analizando posibles maniobras de los turcos, confeccionando planes para responder, y calculando qué medios serían necesarios. Por ejemplo, dado que sería necesario cruzar ríos, los equipos de pontoneros siguieron fabricando material de cruce que trasladaron a donde pudiera necesitarse. Así se consiguió que los cuerpos españoles no sufrieran demoras al pasar los ríos Danubio y Tisza. También se había previsto el acopio de suministros (municiones, alimentos y forraje) y su traslado a almacenes adelantados. Para esta operación, además, se dispuso de una vía de gran capacidad: el río Danubio. Los aliados reunieron embarcaciones en el curso alto que se unieron a barcazas hechas por los pontoneros. Fueron asistidas por dos remolcadores de vapor, construidos «in situ» con máquinas enviadas desde España. Dado que sería imposible cruzar las montañas llevando las pesadas calderas, se enviaron en piezas para luego ser montadas en Viena. Por desgracia, el río empezó a congelarse a finales de noviembre, y el cinco de diciembre quedó cerrado a la navegación incluso en su curso medio, pero para entonces se habían enviado centenares de toneladas de suministros a Petrovaradin y Belgrado.
La fase de preparación también incluyó la recopilación de información sobre los esfuerzos enemigos. Lazán recibía informes periódicos sobre la recluta turca, la calidad de sus hombres, los puntos de concentración, etcétera. Supo de la aproximación de Kara Ibrahim antes de que este llegara a los Cárpatos, y las órdenes para la campaña pudieron emitirse en cuanto se comprobó que el ejército enemigo se dirigía a Temesvar, que fue atacada antes de que los otomanos pudieran completar sus defensas. También se había reconocido la retaguardia turca y preparado planos y mapas, hasta tal punto que en el bloqueo de Teiu los hombres de Aguirre conocían mejor el terreno que los turcos, a pesar de un siglo de dominación.
La fase de maniobra destacó por las distancias recorridas: a pesar del pésimo tiempo, el cuerpo de Espínola recorrió casi cuatrocientos kilómetros en doce días. Para poder hacerlo fue preciso limpiar caminos, reparar puentes, preparar refugios, acumular provisiones y forraje. El Estado Mayor decidió las rutas y los calendarios, y el cuerpo de abastos se encargó de reunir los medios y trasladarlos. Como se había hecho durante el verano, se contrató a decenas de miles de civiles para que mejoraran las rutas.
Si fueron destacables las distancias recorridas, más todavía lo fue la coordinación entre los ejércitos aliados. Además de la fuerza de bloqueo, hubo cuatro masas principales: de este a oeste, estaban el ejército de Carlos de Lorena que marchaba hacia Transilvania. A su derecha, el cuerpo de Silvio Piccolomini se dirigía desde Debrecen hacia Temesvar desde el norte, pasando por Arad. El cuerpo de Idiáquez salió desde Segedin, siguió por la margen occidental del Tisza para cruzarlo junto a su desembocadura, y entonces se dirigió hacia Temesvar por el espacio entre los ríos Beja y Timis. Finalmente, el cuerpo de Espínola partió de Kecskemet para cruzar el Danubio en Petrovaradin, llegar hasta Belgrado y volver a cruzar el río, para seguir luego por la margen sur del Timis.
En esta ocasión, las rutas de los diferentes cuerpos de ejército estaban más separadas que en la maniobra del Balatón; de ahí la importancia de la coordinación, debido al peligro de ataques turcos que pudieran causar apuros a una fuerza aislada. Sobre todo, el ejército de Lorena y el cuerpo de Piccolomini eran los que estaban más alejados. Lazán pensaba que el ejército de Carlos de Lorena corría poco riesgo, ya que estaba muy distante a Temesvar y, si los turcos se trasladaban a Transilvania, su movimiento sería detectado a tiempo. Sin embargo, el cuerpo de Piccolomini no solo se dirigiría directamente hacia la masa enemiga, sino que tenía que dejarse ver, ya que su misión era servir de cebo. De ahí que fuera de gran importancia que los otomanos, aunque lo detectaran, no llegaran a saber ni su tamaño real (menor del que debía aparentar) ni su situación exacta.
Los cuerpos de ejército españoles (Idiáquez y Espínola) no sufrían ese peligro, ya que buena parte de sus desplazamientos se iban a producir por terreno propio, se moverían casi paralelamente, y tenían potencia de fuego más que sobrada, como había quedado demostrado en Nagimán. Sin embargo, debían recorrer distancias mucho mayores y, sobre todo, su aparición en el flanco y en la retaguardia enemiga debía estar cronometrada. Idiáquez debía hacerlo por el flanco turco dos o a lo sumo tres días tras la detección de Piccolomini, de tal manera que, si Kara Ibrahim decidía atacarlo, Idiáquez pudiera atacar la retaguardia enemiga justo cuando los otomanos empezaran a moverse. A su vez, Espínola no debía retrasarse más de un día respecto a Idiáquez, pero sería de gran importancia que evitara en lo posible ser detectado, ya que si los turcos lo veían iniciarían la retirada.
Esta coordinación se logró mediante el cuerpo de transmisiones. El marqués de Lazán emplazó su cuartel general en Obecse, en el curso inferior del río Tisza, en posición central respecto a Piccolomini y los españoles. El mal tiempo impidió que funcionara el telégrafo óptico, pero se suplió tendiendo dos líneas de telégrafo eléctrico, una hasta Segedin y otra a Petrovaradin, que posteriormente se extendieron a medida que los cuerpos avanzaban. Desde los extremos de la línea el enlace con los diferentes cuerpos se hacía mediante postas, de tal manera que los mensajes o las respuestas llegaban en el mismo día.
Al mismo tiempo, la caballería ligera desempeñó el mismo papel que en anteriores campañas, explorando a vanguardia, impidiendo que la caballería enemiga hiciera lo mismo, manteniendo el enlace entre los cuerpos, y dando seguridad a las columnas de suministros. El mal tiempo al mismo tiempo dificultó su misión, al hacer penosos los desplazamientos, y también la favoreció, al ocultarla de la observación turca. Además, los exploradores aliados se beneficiaron de que Kara Ibrahim retuviera a sus tártaros. Fue un grave error, que acabó llevando a los turcos al desastre, pero en parte se justificaba por la actuación tártara en Viena, donde prefirieron realizar provechosas incursiones en Bohemia y en Polonia y no descubrieron el envolvimiento de Lazán por el sur. Ahora bien, también tuvo papel la desidia, ya que los turcos permitieron que los jinetes se resguardaran de la ventisca y que solo exploraran cuando mejoraba el tiempo. El resultado fue que el visir solo supo de la cercanía de Piccolomini cuando este tomó Arad, la de Idiáquez cuando estaba a pocas horas de sus líneas, y la de Espínola cuando cruzó el río Timis.
Estas maniobras lograron el efecto que Lazán deseaba: en primer lugar, desorientar al enemigo respecto a sus intenciones: hasta el último momento, Kara Ibrahim pensaba que se iba a enfrentar a un ataque desde el norte. En segundo, desconcertarle: la aparición de Idiáquez en su flanco y luego de Espínola en la retaguardia le llevaron a ordenar una mal planificada retirada. Finalmente, y como había ocurrido en Nagimán, el cuerpo de Espínola rodeó Temesvar y atrapó a la mayor parte del ejército. Mientras Idiáquez lo reducía, Espínola persiguió al resto hasta su destrucción. Solo la caballería logró ponerse a salvo, pero temporalmente, ya que se iban a encontrar con el bloqueo de Teiu.
La maniobra logró tan buenos resultados que el choque fue casi decepcionante. Las líneas turcas se hundieron, Temesvar se rindió sin apenas combate, y la batalla se convirtió en el acoso a los fugitivos. Solo en el bloqueo de Teiu se produjeron enfrentamientos de alguna importancia, sin que los turcos consiguieran romperlo. Tuvieron que dispersarse por las montañas, siendo pocos los que consiguieron escapar de la persecución y del frío.
Como en Nagimán, la destrucción del ejército turco hizo casi innecesario dar caza a los derrotados; aun así, el marqués no dejó escapar las oportunidades que le ofrecía el desastre otomano: Espínola persiguió a los supervivientes de la caballería y se hizo con los pasos de los Cárpatos que llevaban a Transilvania, mientras Idiáquez tomaba Orsova y expulsaba a los turcos de las Puertas de Hierro. Asimismo, los aliados reconquistaron Transilvania y Dalmacia, y provocaron un cambio de lealtades en Moldavia y en Ucrania.
El resultado de las campañas de Lazán asombró a sus contemporáneos. En medio año, sus ejércitos y los de sus aliados habían reconquistado una extensión que superaba la del reino de Castilla; en España corrió el dicho: «Con el Marqués, la Reconquista hubiera durado siete meses y no siete siglos». La velocidad con la que se movían sus ejércitos no fue superada hasta la motorización. Fueron su rapidez y cómo aparecían en los lugares más insospechados las que hicieron que se conociera a Lazán como «El rayo de la guerra». Más importante, el marqués no solo destacaba como estratega sino en la organización, creando o mejorando instituciones (como el Estado Mayor o los cuerpos de Transmisiones y de Abastos) que hoy día perviven con similar estructura a la que tuvieron entonces. También fue famoso por su avaricia con la vida de sus hombres. Solía repetir «mil cañonazos no valen la vida de un soldado» y prefería la potencia de fuego, la velocidad y las obras defensivas a los asaltos frontales.
Tanto la campaña de Viena como la de la Buda o la de Temesvar contradicen el mito de que Lazán era un general defensivo. Aunque prefería las posiciones preparadas, sus campañas eran muy agresivas, y en la de Temesvar solo se combatió a la defensiva en el bloqueo de Teiu. Esta última campaña también demostró que Lazán sabía reaccionar con rapidez; eso sí, era enemigo de la improvisación, y constantemente encargaba a su Estado Mayor planes para responder a situaciones inesperadas: otra de sus frases era «mejor derramar tinta que sangre». Ejemplo de su genio fue que su tratado sobre la Destreza Militar se sigue estudiando en las academias militares, y que sus campañas continúan siendo sujeto de análisis.
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Un soldado de cuatro siglos
Los campos de batalla en la actualidad
La campaña de los Balcanes del marqués de Lazán se considera uno de los hitos en la formación del mundo moderno. Por fin, una fuerza cristiana había conseguido una victoria decisiva sobre el sempiterno enemigo turco, alejando para siempre la amenaza islámica. Es obvio que no fue la primera victoria. Dos siglos antes, los Reyes Católicos habían culminado la Reconquista expulsando a los musulmanes de la Península Ibérica. El siglo anterior, la victoria de Don Juan de Austria en Lepanto frenó la expansión turca y, medio siglo antes, el marqués del Puerto había herido al Imperio Turco al arrebatarles Egipto.
Sin embargo, en la campaña de los Balcanes, de Viena a Temesvar, Lazán aniquiló al ejército turco de una manera aun más definitiva que el de Austria con la marina turca en Lepanto, y reconquistó enormes territorios que llevaban sufriendo desde dos siglos antes la opresión otomana. En la primavera de 1681, el ejército de Kara Mustafá marchaba hacia Viena para acabar con el Sacro Imperio Romano Germánico. Nueve meses después, el Imperio Turco había quedado reducido a la impotencia. Aun se revolvería, y lucharía con uñas y dientes, pero convertido en una potencia de segunda clase que jamás volvería a amenazar a la Cristiandad.
Las operaciones del marqués tuvieron un efecto similar, aunque inverso, en los miembros dela Santa Alianza. El Sacro Imperio Romano Germánico había padecido siglo y medio de descomposición y de derrota; el éxito final en la Gran Guerra había llegado de mano española, pero había dejado los dominios imperiales devastados y despoblados. La República de las Dos Naciones, por su parte, se veía abocada a la disolución entre el acoso de alemanes y rusos, y las tensiones internas agravadas por la autoridad sin límites de la nobleza amparada por el «liberum veto». Al año siguiente, todo había cambiado, de tal manera que austriacos y polacos siguen creyendo en la intervención divina. Tanto Polonia como Austria, el estado que era núcleo del Sacro Imperio, habían incrementado su territorio y su población. Austria había iniciado una transformación paralela el Resurgir español, y en Polonia los Sobieski habían conseguido controlar a la nobleza levantisca, dando los primeros pasos hacia un estado moderno. Tanto los contemporáneos de los hechos como sus sucesores quisieron conservar memoria de los mismos, de tal manera que prácticamente todas sus ciudades dedican una de sus mejores calles o plazas al marqués de Lazán, y sus estatuas adornan paseos y jardines. Manera de conservar el recuerdo fue mediante el decreto del emperador Leopoldo, que ordenaba la conservación de los campos de batalla «para memoria y asombro de las generaciones venideras».
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