Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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El capitán Gorriti estaba ahíto de muerte, aterrado ante la destrucción que sus armas habían causado. El campo de batalla estaba cubierto de carne. Cuerpos caídos, tripas abiertas con intestinos palpitantes, sesos derramándose en los que se posaban las moscas. Pero el avance no se detuvo. Las soldados pisaban piltrafas, se manchaban de rojo, y rítmicamente, se detenían para apuntar, disparar, acuchillar, y luego seguir moviéndose. Como segadores, cortaban carne y vidas, con sus balas, con sus bredas, con sus palas, con las culatas, con sus botas. Cubiertos de rojo, oliendo a muerte y a pólvora, temblando de horror, los hombres de Gorriti siguieron matando. El capitán iba primero; con su tirogiro arrebataba alientos, con el sable cosechaba almas. Hasta que, ahítos de sangre, los soldados se detuvieron. Pues los que tenían enfrente enarbolaban los mismos colores y gritaban cantos de victoria.

La compañía, el batallón, el tercio, quedaron en pie, con los fusiles en alto, prestos a seguir matando. Pero los que tenían enfrente no enarbolaban sables, sino que querían abrazarlos. Todavía en un sueño de muerte, el capitán ordenó bajar las armas, pues enfrente ya no quedaban turcos sino españoles.

Gorriti vio que unos jinetes emperifollados se adelantaban, y se adelantó el general para recibirles. Pero cuando iba a saludar, fueron los otros los que lo hicieron. El marqués de Lazán —el capitán, ya despertando de la pesadilla, lo reconoció— desmontó, se descubrió, e hizo una reverencia al general Larrando de Mauleón.

—General —dijo en alto—, en tiempos de los romanos, cuando un general salvaba a un ejército, los soldados, agradecidos, confeccionaban una corona de hierba que era la condecoración más preciada. Vos habéis salvado al ejército y a la patria.

El teniente coronel Del Real había musitado unas palabras a Gorriti, que a su vez llamó a varios soldados para recoger hierbas y espigas del de campo. Resecas del verano, pisoteadas y manchadas de sangre, pero más valiosas que el oro, fueron entrelazadas por manos inhábiles para formar una mala trenza. Gorriti se adelantó y se inclinó ante el general Larrando, antes de entregársela.

—¡Gracias, capitán! ¡Gracias, soldados! —gritó Larrando— Vuestra es la victoria, y en vuestro honor pondré esta corona en mi escudo —palabras proféticas, pues meses después el rey emperador crearía el condado de Nagimán para el general Larrando de Mauleón, y su escudo sería una corona de hierba verde en un campo grana.



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No había finalizado el acoso a los restos del ejército otomano, ya que los que se retiraban desordenadamente hacia Raab se encontraron con la caballería polaca e imperial dirigida por el rey Jan Sobieski, que había sido atraído por el fuego del cañón. Los jinetes cruzaron con facilidad el río Raba, que estaba disminuido por el estiaje, y masacraron a los turcos que escapaban. La matanza solo terminó al anochecer.
Mientras, en Viena cundía la alarma. A media mañana, el viento de levante había traído el sonido de los cañonazos; no era un sonido nuevo para los vieneses, y lo apagado del retumbar demostraba que se peleaba a bastante distancia. Sin embargo, el tronar fue en aumento durante la mañana, y bastaba quedar en silencio para oírlo. En ocasiones había pausas, seguidas de crescendos.

Los vieneses supusieron que se estaba librando una gran batalla, mayor aun que las peleadas junto a su ciudad; sin embargo, no sabían ni quienes luchaban ni dónde. El emperador Leopoldo, tampoco, aunque conocía la intención de Lazán de librar una batalla decisiva. A mediodía, el telégrafo óptico había traído un mensaje que decía que el ejército español había entrado en contacto con el enemigo, sin que llegaran más noticias. Suponiendo que se estaba decidiendo la suerte de la guerra y tal vez de su imperio, el emperador acudió a la catedral de San Esteban, donde se celebró una vigilia de oración. Tantos vieneses le acompañaron que muchos tuvieron que quedar en la plaza ante el gran templo. Al oscurecer dejó de escucharse el cañón, pero seguía sin saberse nada más, y tanto nobles como pueblo llano siguieron rezando. Hasta que durante la madrugada se produjo una conmoción en el exterior, y los guardias abrieron paso a un mensajero.

El conde Heisller entró en el templo. Había sido enviado por el generalísimo imperial, y llegó agotado y cubierto de polvo tras haber recorrido ciento veinte kilómetros en cinco horas, cambiando seis veces de montura. La catedral quedó en silencio. El militar se dirigió al palco imperial, hizo una reverencia, y mostró el mensaje al emperador. Leopoldo, sin cambiar su expresión, le indicó que lo leyera en alto. El conde subió al púlpito, y ante la catedral expectante gritó: «Majestad, hemos vencido, con la ayuda de Dios». Las aclamaciones fueron tales que alarmaron a la guarnición. La vigilia se convirtió en un Te Deum de acción de gracias mientras empezaban a tocar las campanas. Desde entonces, todos los veintiocho de agosto las campanas vienesas repican con alegría conmemorando aquella noche.

Posteriormente, en el púlpito se grabaron con letras de oro las palabras del conde Heisller. Se había quedado corto, ya que los aliados no habían vencido, sino que habían aniquilado al ejército enemigo, que había sufrido treinta y cinco mil bajas contra solo dos mil aliadas; además, fueron capturados cuarenta mil hombres. Pocas formaciones turcas mantuvieron el orden. Algunas de infantería se encerraron en Raab, mientras que la caballería escapó hacia Gran y Buda. Por el contrario, el ejército aliado pudo reemprender las operaciones inmediatamente.

A la mañana siguiente el emperador partió con su cortejo hacia el campo de batalla, y a los tres días volvió a entrar en su capital, otra vez triunfante. Esta vez le acompañaban el generalísimo Carlos de Lorena, el rey de Polonia y el marqués de Lazán. Presidían una comitiva que ostentaba centenares de estandartes turcos, que fueron humillados ante la catedral de San Esteban. Detrás caminaban encadenados miles de presos, los mismos que una semana antes amenazaban sus vidas. El emperador proclamó que los mismos que habían querido destruir la ciudad, iban a tener que reconstruirla: cerca de veinte mil otomanos esclavizados se vieron forzados a retirar los escombros, cegar las trincheras, reparar las murallas y reconstruir las casas.

Ese día Leopoldo ordenó que se construyera un templo donde se había alzado la tienda del visir Kara Mustafá, la Siegeskirche (en advocación a Nuestra Señora de la Victoria) para proclamar que entre el Imperio, Polonia y España ya no había amistad, sino hermandad eterna.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

El golpe según Lazán

Lazán consideraba que la preparación y la maniobra eran fases fundamentales, pero que se malograrían si el general no sabía manejar a sus hombres. Ponía como ejemplo Farsalia, donde Pompeyo disfrutaba de superioridad numérica, tenía más suministros y había podido escoger el campo de batalla, pero fue derrotado por la superior conducción de tropas de la que hizo gala César. Era por ello que recomendaba que los jefes estudiaran a los grandes generales de la antigüedad, y que se aplicaran a buscar soluciones tácticas a cualquier situación, por difícil que pareciera.

El aspecto en el que Lazán insistía era que el general debía saber cuál era su objetivo, y planear sus acciones para conseguirlo; ahora bien, señalaba que primero tenía que analizar lo que quería conseguir. Solo en raras ocasiones debía ser conquistar una plaza o una región. Por el contrario, daba como ejemplo como el marqués del Puerto había empleado la plaza de Calais como cebo para el ejército enemigo, mientras empleaba su ejército y su flota para arruinar al enemigo y así despojarle de medios para mantener la lucha. Decía que tal estrategia había sido condicionada por un terreno muy difícil debido a que la miríada de ríos, canales, pantanos e impresionantes fortificaciones impedían que una acción fuera decisiva.

Con todo, Lazán repetía que, por lo general, lo prioritario debía ser el ejército enemigo. Una vez destruido, otros objetivos, como la conquista de ciudades y de provincias, podrían conseguirse con facilidad. Ponía un ejemplo marítimo: si se deseaba una isla, y las operaciones estaban dirigidas a tomarla, podría perderse por un contrataque de la flota enemiga. Pero si el almirante destruía las escuadras del rival, la isla caería como fruta madura. De la misma manera, si se aniquilaba (el marqués empleaba esa palabra y no de manera casual) al principal contingente enemigo, las plazas fuertes y las provincias quedarían en sus manos. De la misma manera, advertía que objetivos aparentemente atrayentes podían acabar siendo desventajosos. Así, señalaba como los atenientes supieron abandonar su ciudad durante la invasión persa, atrayendo a su enemigo a la trampa en Salamina. Por eso el general tenía que saber qué objetivo podía conseguir, y planear sus acciones para lograrlo, insistiendo en que casi siempre debía ser el ejército contrario, y para destruirlo no debía dejarse distraer por otros objetivos secundarios, por atractivos que parecieran.

Para aniquilar al ejército enemigo, el marqués proponía algunos principios, aunque advirtiendo que no eran absolutos. Recomendaba evitar, en lo posible, el ataque frontal: Aníbal venció una y otra vez a ejércitos romanos superiores ofendiendo sus flancos o la retaguardia; por el contrario, el ataque frontal de Pompeyo de Farsalia, aunque parecía ser imparable, le condujo al desastre.

Insistía en lo importante que era sorprender y desequilibrar al enemigo. Recordaba de nuevo a Aníbal y su gran victoria en Trasimeno, cuando aplastó a una fuerza romana superior al sorprenderla en la orilla de un lago. Para conseguirlo, podía ser útil dividir al ejército en varios cuerpos que operaran conjuntamente, y esta vez el ejemplo era el de Cayo Mario en Aquae Sextiae, donde un pequeño contingente romano causó el pánico entre los teutones. Ahora bien, el general debía tener presente que esas agrupaciones podían ser destruidas por el enemigo una a una, precisamente como hizo Mario al acabar primero con los ambrones, luego con los teutones y finalmente con los cimbros. De ahí que Lazán indicara que el general que dividiera sus fuerzas debía contemplar ese riesgo y preparar planes para cualquier eventualidad, desplegando sus agrupaciones de tal manera que pudieran apoyarse entre sí.

Explicar la lista de ejemplos que Lazán proponía sería demasiado prolijo. El marqués indicaba, además, que el cambio de los tiempos y de la técnica militar también modificaba las tácticas, y ponía como modelo al que consideraba el mejor general de los tiempos modernos, Don Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, que había sabido combinar las nuevas armas para derrotar a sus enemigos. Asimismo, señalaba como la carga de la caballería cristiana que había aplastado a los arqueros muslimes en las Navas, había resultado desastrosa en Nájera o en Aljubarrota frente a los potentes arcos galeses. Finalmente, decía que las nuevas armas del Resurgir ofrecían grandes posibilidades al jefe que supiera emplearlas.

Lazán hacía hincapié en un aspecto que le parecía crucial: la organización del mando. Las grandes batallas de la Antigüedad se habían librado en espacios muy reducidos: el campo de batalla de Cannas podía recorrerse de punta a punta en una hora y, si se hacía a caballo, en minutos. El general podía observar la batalla y conducirla personalmente. Sin embargo, el de Garellano tenía quince kilómetros de anchura, y la persecución se extendió por veinte. Algo parecido ocurrió en Rémortier, donde los combates más famosos se produjeron en un frente muy pequeño, pero el ataque de flanco que aplastó a los franceses se produjo a varios kilómetros de distancia, por un ejército que llevaba un día marchando.

El marqués decía que resultaba imposible que una persona coordinase una batalla en una extensión tan amplia, y menos con el humo de la pólvora ocultando a los contendientes. Si además se pretendía que hubiera varios cuerpos que se coordinaran, controlarlos tal vez estuviera al alcance de los dioses, pero no de un simple mortal. La solución propuesta por Lazán era sencilla: el jefe, auxiliado por su Estado Mayor, debía establecer las líneas generales, pero las decisiones tácticas correspondían a los mandos de las unidades. Se resumía en «el jefe dice qué hacer, y el subordinado decide cómo». Repetía una y otra vez que pretender controlarlo todo era la peor tentación para el jefe. Si lo intentaba, se perdería en los detalles y olvidaría su principal misión, que era ordenar el conjunto. Además, sus órdenes, cuando llegasen, estarían desfasadas y solo conducirían al desastre.

El ataque de Lazán en Nagimán

La gran batalla de Nagimán, aunque dista de ser una obra de arte como la posterior de Temesvar (que fue llamada «la batalla perfecta»), es un ejemplo de cómo el Marqués de Lazán consiguió su objetivo, que era vencer a un ejército inmensamente superior, gracias a la maniobra, la coordinación y la iniciativa.

Como se ha explicado en capítulos anteriores, Lazán había realizado ataques parciales en los alrededores de Viena para mantener la atención de los turcos, mientras realizaba una maniobra rodeando el lago Balatón por el sur para situarse en la retaguardia enemiga. La amenaza de Lazán a las líneas de comunicación otomanas llevó al repliegue del ejército enemigo: fue la señal para el ataque que condujo al triunfo aliado en Kahlenberg. Sin embargo, esa victoria no fue tan decisiva como hubiera debido serlo, ya que el ejército aliado se entretuvo en el pillaje, permitiendo que la mayor parte de las fuerzas enemigas se retiraran intactas. Lo que significaba que Lazán, con sus fuerzas relativamente pequeñas, no iba a enfrentarse a un enemigo disgregado, sino a un ejército con todo su potencial.

Según el plan inicial, el ataque debía ser una especie de gancho: tras llegar al Danubio para asegurar su flanco oriental, el ejército tenía que hacer una conversión primero hacia el norte y luego hacia el oeste hasta llegar a Raab, donde el ejército turco quedaría encerrado entre el ejército español y el aliado de Carlos de Lorena. Sin embargo, y como hemos visto, la persecución aliada fracasó. Además, Kara Mustafá consiguió apurar la marcha de sus tropas (aunque a costa de dejar atrás a muchos rezagados) y rebasó Raab antes de lo que pensaba Lazán. La consecuencia fue que una fracción española se encontró con el grueso turco, una de las situaciones más temidas por el marqués.

Con todo, las unidades españolas no estaban tan dispersas como pudiera parecer. Para superar los montes Vertes, que daban paso a la llanura, los cuerpos habían reunido sus divisiones. El cruce de las colinas boscosas obligó a que los cuerpos estuvieran separados, pero no más de cinco horas. Hubieran debido reunirse en la llanura; sin embargo, los ulanos que marchaban en cabeza se encontraron con la caballería turca, y para apoyarlos el general Espínola hizo adelantarse a su división de infantería montada que mandaba el general Larrando de Mauleón, que fue la que se encontró inesperadamente con el ejército enemigo en Nagimán. Eso sí, en ese avance la división de Larrando no se movía aislada, ya que a su zaga iban las otras dos del cuerpo a marchas forzadas. Además, mediante mensajeros y el telégrafo óptico Espínola envió un mensaje a Lazán, que a su vez ordenó a Idiáquez que se uniera al ataque. De tal manera que la ofensiva española no se produjo por una orden del mando, sino por iniciativa de uno de sus subordinados, que fue confirmada por el general en jefe. Patrón que se mantendría durante la batalla.

Las fuerzas españolas que salieron al llano eran relativamente pequeñas: las legiones estaban incompletas (a casi todas les faltaba un tercio), y habían tenido que dejar parte de sus tropas bloqueando las fortificaciones turcas. Espínola contaba con unos dieciséis mil hombres, e Idiáquez con catorce mil. Por el contrario, de los algo más de cien mil hombres que le quedaban a Kara Mustafá, al menos ochenta mil mantenían su organización.

El mejor ejemplo de iniciativa lo dio el general Larrando de Mauleón. Su división de caballería consistía en un regimiento de caballería aliado y dos tercios de cazadores montados españoles, con el acompañamiento habitual de artillería. La división, que se había adelantado en auxilio de los ulanos, se encontró con la vanguardia enemiga en Nagimán, cuando las otras dos divisiones de Espínola estaban a más de una hora de marcha. El encuentro fue tan sorpresivo que Larrando pensó que no iba a tener tiempo para fortificarse y que, si intentaba resistir, sería copado y destruido a pesar de su potencia de fuego. Podía escapar al galope, pero a costa de abandonar la artillería y la impedimenta, y ni eso le garantizaría sobrevivir a la numerosa caballería enemiga. Así que tomó una decisión arriesgadísima: pasar al ataque aprovechando que sus fuerzas ya estaban preparadas, y las turcas no.

Larrando desplegó su artillería y ordenó una «locura», unos minutos de disparo rápido, táctica que pocos días antes había empleado Ruiz de Apodaca en Neustadt. En Nagimán, disparando contra una masa de turcos, el efecto fue terrible. A costa de un importante gasto de municiones (y de que muchos proyectiles se perdieran, ya que el tiro tan rápido no permitía su corrección), la «locura» conmocionó a los turcos y les dejó sin mando; en este caso, no fue una táctica deliberada, pero en posteriores enfrentamientos habría tiradores y baterías de cañones con la misión de acabar con los jefes enemigos. El bombardeo, además, dio el tiempo necesario para que los españoles pusieran pie a tierra, se desplegaran, y atacaran a los desorganizados turcos. La división de Larrando penetró profundamente en la vanguardia turca por la brecha abierta por los cañonazos, con la infantería maniobrando para maximizar el efecto de sus fusiles. Aunque la caballería turca intentó contratacar los flancos de los españoles, fue rechazada por la combinación de artillería y fusilería.

Entonces se produjo otra decisión crucial: las otras dos divisiones del cuerpo habían conseguido recortar distancias, pero Espínola, en lugar de enviarlas para reforzar a Larrando, las desplegó a su izquierda, convirtiendo la maniobra en un ataque oblicuo que terminó por hender al ejército enemigo que, a esas alturas, era una masa informe. La vanguardia otomana ya no existía, y el centro empezaba a desmoronarse cuando las divisiones de Idiáquez repitieron la maniobra de Espínola, lanzando un ataque oblicuo que no se dirigió contra Nagimán sino hacia Babolna, atacando la parte del enemigo que aun mantenía algún grado de organización. De nuevo, los cañones desorganizaron a los turcos y el asalto los puso en fuga. Después, Lazán ordenó a sus dos cuerpos que se alinearan y que emprendieran la persecución hacia el oeste; esta vez sí se produjo la maniobra de pinza, ya que la caballería aliada, que había sido atraída por el cañoneo, cayó sobre a retaguardia enemiga, terminando de destruir lo que quedaba del ejército otomano.

Lo destacable del combate es que se produjo de manera inesperada. En vez de una maniobra de pinza en Raab contra un ejército derrotado, en Nagimán se produjo un combate al encuentro entre una fracción española y un enemigo superior. Aun así, los mandos hispanos supieron reaccionar, maniobrar y vencer a pesar de su aparente inferioridad.

Aunque el marqués de Lazán había sido el autor de la maniobra que condujo a la gran victoria, no quiso atribuirse el éxito sino a sus subordinados: al general Espínola, que durante las operaciones previas había demostrado habilidad e iniciativa y, especialmente, al general Larrando de Mauleón, que había atacado en condiciones muy difíciles, aprovechando los pocos minutos de desconcierto que estaban sufriendo los otomanos, y que condujo a sus hombres tan atinadamente que en su embate inicial rompió al ejército enemigo. En el mismo campo de batalla, y por inspiración de Lazán, los soldados confeccionaron una humilde corona de hierba, la corona obsidionalis que solo ocho romanos habían llegado a recibir, y se la entregaron a su general; en lo sucesivo luciría en el escudo nobiliario de Larrando de Mauleón, con la divisa «Yo el primero».



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El alcance

«El caballero gentil, al ver que su contrario cae, le permite que se incorpore para reanudar la lucha; pero el general que deje recuperarse a su enemigo es un botarate»


Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La caza de ratas

La batalla de Nagimán había cambiado por completo el escenario bélico. En pocos días, el potente ejército otomano que amenazaba Viena había sido destruido. No por completo: en realidad, más de la mitad de los turcos seguían en el campo de batalla. Acabar con sus restos era prioritario si se quería que la gran victoria fuera decisiva. Fue, en palabras del generalísimo Carlos de Lorena, «la caza de ratas».

Algunas fuerzas turcas pudieron escapar del campo de batalla con pocas dificultades. La caballería tártara de Crimea, que tenía buenos motivos para no dejarse atrapar, abandonó al ejército turco que se desmoronaba y se acercó a las orillas del Danubio para luego superar las montañas Borzsony, después cruzó el gran río por el puente de barcas que unía Buda y Pest, y se retiró hacia Transilvania. Tras sus huellas fueron los supervivientes del cuerpo de jenízaros, pero su escapada no fue tan sencilla, pues sufrieron el acoso de la caballería ligera aliada, que los acosó con sus armas de fuego. Apenas fueron la mitad los consiguieron llegar a Buda: ni la quinta parte de los que habían comenzado la campaña. Peor lo tuvo un numeroso contingente de irregulares que se retrasó durante su huida y se encontró con los pasos de la montaña ocupados por la caballería polaca. Tuvieron que retirarse por la orilla del río, bajo el fuego de los tiradores del bosque y de los barcos aliados, y se acogieron a Gran tras sufrir muchas pérdidas. La flota fluvial turca pudo llevar a varios millares a Buda, pero casi la mitad quedaron atrapados en las fortalezas del Danubio.

La caballería espagi también escapó, pero hacia el sur, por los montes Vertes, intentando pasar por el espacio entre los dos cuerpos españoles, pero se encontraron con la retaguardia de Lazán, formada por dos tercios de la Legión Polaca, que acababa de llegar al escenario de los combates marchando directamente desde los puertos del Adriático. Alrededor de Tschakwar se produjeron varios choques y los turcos se dispersaron. Algunos consiguieron llegar a Buda y otros pudieron seguir hacia el sur, en dirección a Belgrado, aunque no fueron pocos los que perecieron a manos de los campesinos magiares.

Finalmente, aunque la retaguardia del ejército turco había sufrido la acometida de la caballería aliada, hubo unidades, compuestas en su mayoría de mercenarios, que pudieron escapar a la destrucción y se retiraron hacia Raab; a ellas se unieron muchos dispersos, de tal manera que en la ciudad se acumularon quince mil refugiados. Además, millares de otomanos y de sus aliados quedaron diseminados por los alrededores del campo de batalla.

La mañana del día veintiocho, Lazán se reunió en Toltestava con Carlos de Lorena para planificar las siguientes operaciones. El marqués estaba molesto por la defectuosa persecución aliada tras la batalla de Kahlenberg, pero prefirió ocultar su disgusto, pues precisaba el auxilio de austriacos y polacos. Con todo, comprendió que solo la caballería ligera aliada y unas pocas formaciones de infantería le serían de utilidad. Buscando el papel más adecuado para cada ejército, acordó con Lorena que los aliados barrerían los restos otomanos en la llanura de Viena y reducirían las fortalezas, con el auxilio de una legión española (la de Ruiz de Apodaca) y del tren de artillería de sitio. Las fuerzas de Lazán, apoyadas por la caballería ligera aliada, serían las que explotasen la victoria.

Durante los dos días siguientes la infantería austriaca bloqueó Raab y ocupó los pasos de las montañas Vertes y Borzsony, mientras la flotilla del Danubio, tras superar el bloqueo de Presburgo, expulsó a la otomana y vigiló el río. Fuerzas de caballería recorrieron la llanura apresando o dando muerte a los rezagados. Muchos más cayeron o fueron capturados en las montañas, donde eran acosados por húngaros sedientos de venganza. Finalmente, de los doscientos mil hombres que habían atacado Viena en mayo, solo consiguieron ponerse a salvo unos diez mil tártaros de Crimea, otros tantos jenízaros, tres mil espagis y cuatro mil de caballería irregular, y dos millares de voluntarios.

Sin embargo, en el norte aun quedaba buena parte del ejército otomano. En la orilla norte del Danubio, mil quinientos hombres seguían en Presburgo. Otro millar ocupaba varias posiciones en islas del río Danubio. En Buda, los tres mil hombres de la guarnición se habían incrementado con ocho mil jenízaros y siete mil irregulares. Quince mil mercenarios e irregulares se agolpaban en Raab. Además, en las plazas del Danubio de Gran, Visegrad, Nagymaros y Vac había cerca de veinte mil hombres, en su mayoría irregulares, de los que seis mil estaban en Gran, la principal. Finalmente, otros cuatro mil otomanos resistían en Fegervar y en otras pequeñas guarniciones bloqueadas.



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El campo olía a muerte. Estaba cubiertos de cadáveres insepultos, la mayoría ya despojados de ropas o de cualquier cosa de valor. Tampoco se escuchaban ayes de heridos: los aliados ya habían sido rescatados, y los turcos, ultimados por los saqueadores. Las patrullas austriacas recorrían el campo de batalla, ahuyentando a los perros y a los buitres, e inspeccionando a los carroñeros de dos piernas. Más de uno, al que se le hallaron bienes de cristianos, acabó pendiendo de una soga.

Esa apestosa cosecha jalonaba el camino por el que se movían las grandes piezas de artillería a los que el batallón de Aguirre estaba dando protección. El tren de artillería había tardado tres semanas en ir de Trieste a Graz, y otros diez días le llevó recorrer la llanura vienesa. Como los dos últimos fueron por un campo por el que aun rondaban turcos, el batallón hispanomoravo tuvo que proteger a la crucial batería: dos docenas de pesados obuses del dieciocho que tenían que acabar con los reductos otomanos.

El primer objetivo iba a ser Raab. No hubiera debido ser difícil; aunque la ciudad tenía una muralla abaluartada, la brecha por la que habían asaltado los turcos solo estaba cerrada por un talud de tierra y una empalizada de la que se podía encargar la artillería de campaña. Sin embargo, el problema de Raab era que allí se había refugiado medio ejército turco. Poco hubieran aguantado, que comida mucha no debían tener, pero bloquear semejante fuerza requería otra muy numerosa, y tanto Lazán como Lorena tenían prisa.

El convoy llegó ante los muros de Raab a mediodía del último de agosto. Los imperiales se habían esforzado cavando trincheras, mientras la su artillería suprimía los pocos cañones otomanos. Acercar los seis obuses que tenían que dar cuenta de la ciudad llevó toda la noche, pero a la mañana estaban emplazados y la batería de brecha abrió fuego.

El batallón estaba resguardado en trincheras, y tiradores con trabucones disparaban contra los vigías turcos. Los Trubia de los imperiales derribaban a los turcos que intentaban cerrar la brecha con piedras y estacas. Luego el fuego arreció y los estampidos se hicieron casi continuos. La artillería de campaña tiraba a máximo ritmo, y cada minuto disparaba un obús. Los pesados proyectiles atronaban al pasar sobre las trincheras. Al principio pasaron altos; no se perdieron porque reventaron en la atestada ciudad. Tras pocos minutos, los proyectiles empezaron a enterrarse en el muro que cerraba la brecha y, al estallar, lanzaban letales astillas y escombros. Solo llevó una hora acabar con la cortadura; después la batería disparó contra los costados, ampliando más y más la brecha. Cuando el general Von Schulz juzgó que era practicable, ordenó que toda su artillería iniciara un intenso cañoneo no solo contra los restos del muro y contra los baluartes vecinos, sino también contra las casas de detrás, con proyectiles explosivos e incendiarios que al poco convirtieron las estrechas calles en un infierno.

El batallón de Aguirre se puso en pie; a su derecha estaba otro austriaco, ya que se había decidido que la reducción de las ciudades iba a ser un esfuerzo común. Los aliados estaban formando sus líneas cuando vieron que por toda la muralla asomaban que turcos agitaban ramas y trapos blancos. Sin embargo, seguían escuchándose disparos, y los hombres empezaron a caer. Uno de los primeros, el capitán Díaz, que con su vistoso sombrero estaba atrayendo la atención de los otomanos. También fue derribado el conde von Coblenz, que mandaba a los imperiales. Los soldados empezaron a gritar «Blut, blut» —sangre, sangre— y se lanzaron al asalto.

—¿A dónde van esos locos? –pensó Betorz. Los imperiales se habían lanzado a la carrera, con más furor que organización, y llegaron a la brecha agotados. Allí se agolparon en una masa que se convirtió en objetivo de los mosquetes y arcabuces turcos.

—¡Compañía, formen por secciones! —ordenó el teniente Bestué. Las otras compañías hispanomoravas hicieron lo mismo: Aguirre, sin esperar órdenes, había decidido socorrer a los austriacos. Los soldados recorrieron los primeros trescientos pasos en una carrera corta, y luego se detuvieron para tirar contra la brecha. Su fuego permitió retirarse al batallón imperial.

—¡Avance por secciones! —gritó el capitán.

La sección de Betorz avanzó cincuenta pasos, mientras a ambos lados las otras de la compañía la cubrían con sus disparos. Entonces se detuvo y abrió fuego, permitiendo adelantarse a las secciones vecinas, hasta cuando ya solo quedaban sesenta pasos hasta la brecha; era su turno.

—¡Sección, adelante a la carrera! ¡Con granadas! —ordenó Betorz.

Protegidos con el fuego de sus compañeros, los hombres de la sección corrieron y al llegar a la brecha, lanzaron sus bombas, que reventaron al otro lado de los escombros.

—¡A la breda! —exclamó el alférez, mientras desenvainaba el sable que había sido del pachá Arabaci, y empuñando la pistola tirogiro en la izquierda. Trepó entre las rocas y la tierra, cuando vio una lanza que se le venía encima. La apartó con el sable, y la hoja resbalando cortó la mano que la empuñaba. El turco intentó cubrirse la herida, y Betorz aprovechó para abrirle las tripas. Después llegó otro turco desharrapado, gritando y blandiendo una cimitarra; mientras la levantaba, el español le clavó la hoja en la axila. La retorció para sacarla, y luego dio una patada a la cabeza del caído. Ya estaba en lo alto; un salto y estaba dentro de la ciudad. Tras él entraron decenas de moravos pidiendo venganza.

Betorz intentó refrenar a sus hombres; estaba bien asaltar una ciudad, pero no a lo loco. Envió un pelotón a cada lado de la brecha, y con el tercero se adentró en las calles. No llevaba ni veinte metros cuando un otomano con ropas de calidad le salió al paso. El alférez no estaba para historias y, mientras distraía al tipo haciendo una floritura con el sable, disparando con la izquierda le metió tres tiros en el pecho.



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La primera en ser reconquistada fue Raab. Su asedio había sido encomendado al general Von Schulz, que mandaba una división mixta que incluía fuerzas imperiales, polacas, y el batallón hispanomoravo que se había distinguido en la colina Estrace y en Devin. Disponía asimismo de un tren de asedio que incluía un grupo de artillería pesada español, con obuses de dieciocho y veintiún centímetros.

El primer día de septiembre, ocho obuses (dos del veintiuno y seis del dieciocho) dispararon contra la brecha de la muralla que los turcos habían abierto en mayo, y que no había sido reparada por completo; tan solo se había levantado un terraplén y una empalizada. Los pesados proyectiles deshicieron la obstrucción con unos pocos disparos, y después abrieron otras brechas en el muro, mientras la artillería de campaña austriaca (formada por cañones Trubia cedidos por los españoles) impedía que los turcos bloqueasen los huecos. Entonces se produjo un suceso que desembocó en una terrible carnicería.

Como hemos visto, en Raab había quince mil hombres, muchos más que los atacantes. Sin embargo, carecían de municiones, alimentos y moral. No pocos eran soldados de fortuna que deseaban abandonar el campo turco, pero que eran vistos por los aliados como traidores renegados. Aun así, las unidades mercenarias aun mantenían algún orden, pero en la ciudad también se habían refugiado muchos irregulares indisciplinados. Al ver que las brechas eran practicables, el general turco, el pachá Karabás, quiso entregar la plaza, siguiendo las normas de la guerra de la época. Sus hombres subieron a las murallas e hicieron signos de rendición; pero los defensores de la brecha desoyeron las instrucciones del pachá y dispararon contra los dos batallones que se preparaban para el asalto. Eran dos unidades con especial encono contra los turcos: el batallón hispanomoravo que había presenciado la masacre de Presburgo, y uno de los batallones imperiales que habían defendido la capital austriaca. El fuego causó pocas bajas, pero entre ellas estaban varios oficiales, incluyendo al coronel Von Coblenz, un veterano del asedio de Viena que mandaba a los imperiales. Al verle caer mientras en las murallas ondeaban las banderas blancas, sus hombres se sintieron traicionados y se lanzaron hacia la brecha clamando venganza. Sin embargo, la confusa embestida fue rechazada y, si no acabó en desastre, fue porque el teniente coronel Aguirre, que mandaba el batallón hispanomoravo, decidió sumarse al ataque. Los fusileros despejaron las murallas rápidamente, y al ver que los turcos cedían, Aguirre, de nuevo por su propia iniciativa, ordenó que el batallón español despejase la brecha.

No está claro si Aguirre pretendía entrar en la ciudad pero, al ver que los turcos cedían, ordenó el asalto. El pachá Karabás, viendo que los irregulares desobedecían las órdenes de suspender el fuego, intentó reunir hombres para defender la brecha, pero cayó en combate individual con Betorz, el famoso duelista español. Tomado el muro, primero los moravos y luego los austriacos entraron en la ciudad, pidiendo sangre.

Hallaron un panorama aterrador. Las calles y las casas mostraban signos de saqueo, las iglesias habían sido profanadas, la catedral, incendiada, y sus ruinas escondían los centenares de cadáveres abrasados de los habitantes de la ciudad. Incluso hallaron restos que demostraban que los turcos habían torturado a algunos de los escasos supervivientes como venganza por su derrota. La respuesta aliada fue salvaje, y los soldados se entregaron a una orgía de sangre. Aguirre consiguió contener a sus hombres, pero los austriacos entraron en la ciudad a sangre y fuego. La matanza solo se detuvo a causa del incendio que consumió la ciudad. Cuando los jefes aliados consiguieron apartar a sus hombres todavía quedaban vivos tres mil prisioneros, que fueron maltratados, esclavizados y puestos a trabajar en la reconstrucción de la ciudad; apenas la mitad estaban vivos la primavera siguiente. Varios centenares fueron ejecutados en la horca: los jefes, los mercenarios europeos y aquellos a los que se les encontraron objetos procedentes del saqueo.

La masacre de Raab sirvió de ejemplo para Presburgo, que se rindió el cuatro de septiembre. De poco le valió a la guarnición. Al encontrar los aliados pruebas de la terrible matanza de mayo, los prisioneros sufrieron un destino parecido a los de Raab. Temporalmente se preservó la vida de los mandos, con la intención de intercambiarlos por los supervivientes de Presburgo; al no conseguir respuesta del sultán, acabaron siendo ahorcados. Los prisioneros fueron esclavizados de por vida, como los de Raab. Tan solo encontraron alguna misericordia los defensores de Fegervar, que se rindió el mismo día. Aunque también fueron sometidos a trabajos forzados al servicio de las fuerzas españolas, los supervivientes fueron intercambiados por prisioneros cristianos al acabar la guerra.



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Betorz pensaba que nunca se iba a librar del olor a muerto. Los esclavos habían comenzado a recoger los restos de sus camaradas, y el campo de muerte de Nagimán ya estaba casi despejado; pero seguían encontrando cadáveres más o menos enteros en las zanjas, tras los árboles o bajo los escombros. Al menos, esta vez no tuvieron que encargarse de los cañones, que los llevó la flotilla del Danubio. La división se movió por el camino que seguía la orilla del río, alfombrado por las carroñas de los irregulares cazados por la caballería cuando intentaban escapar. El paisaje fue cambiando poco a poco. Primero era una suave llanura, pero poco a poco encontraron colinas boscosas que era preciso reconocer, pues todavía quedaban partidas enemigas dispersas. Casi mejor, porque obligó a que la división se alejara del apestoso camino y a que se moviera a un paso civilizado.

Tres días después llegaron a Gran y descubrieron que iba a ser un serio obstáculo, pues no en vano era la fortaleza otomana que defendía el acceso a Buda. Dos castillos, el que tenían enfrente de traza moderna, defendían el puente de barcas del Danubio. Más atrás, la ciudad estaba entre una peña y el río, rodeada por una muralla abaluartada que poco envidiarían las ciudadelas flamencas; el remate estaba en el castillo de espesos muros de lo alto de la colina. Además, un castillo medieval y varias obras de campaña protegían el acceso desde las colinas del sur. Betorz pensaba que Gran hubiera preocupado incluso a Llopís, el destructor de ciudades.

Aun así, poco le importó a Von Schulz, que tenía órdenes apremiantes de Lorena de abrir el Danubio. El general ordenó que los prisioneros construyeran un muelle sobre el río para descargar sus cañones, y luego que abrieran un camino para subirlos a lo alto de los cerros; desde allí dominarían el castillo de la peña. Pero primero fue preciso ocupar esas colinas. Tarea que, para variar, recayó en el ahora teniente Betorz, tras haber sido ascendido en el mismo campo de batalla, en recompensa por haber sido el primero el coronar las murallas de Raab.

Los hombres de Betorz sabían moverse en la maleza y pronto encontraron las defensas turcas: tres flechas de tierra y un fortín en lo alto. Un asalto frontal no sería fácil, y Aguirre ni lo intentó. Ordenó que el batallón ascendiera primero a una meseta situada algo al sur, y que los presos subieran los Trubia. Llevó seis horas, pero una vez emplazados, su fuego deshizo el fortín. Los turcos tuvieron que abandonar las flechas, y los esclavos volvieron a trabajar.



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El teniente Estébanez —que de algo le había servido su servicio en Viena— había tenido que dejar en la capital austriaca sus queridos Trubia, pero no se quejaba de los magníficos Ordóñez del catorce. Esos sí que eran cañones. Parecían una versión crecida de los Trubia, pero el ojo experto del artillero le permitía apreciar el cierre de tornillo mejorado.

Más aun le gustaban los raíles que habían colocado en el suelo, con sus muelles de acero y los tacos de elástica. Tras emplazarlos y colocar sobre ellos el cañón, apuntó al puente de barcas y dio un tirón al tirafrictor. El zambombazo fue de órdago —eso sí que era un pepinazo— y la pieza retrocedió, comprimiendo el muelle, que después la hizo volver a la posición. Hubo que ajustar un poco —el sistema no era perfecto— pero al minuto el cañón volvió a disparar, nada mal para una pieza tan potente.

El primer proyectil había quedado corto y estalló inofensivamente en el río. Lo mismo los dos siguientes, pero el cañón número cuatro logró un impacto directo en un bote. La explosión del proyectil lo deshizo, y el puente empezó a derivar. Fue el momento de disparar a la isla del río, contra un murete pretendía defenderla. Poco duró, y los soldados imperiales pudieron pasar con barcas. Los turcos tuvieron que cortar el otro lado del puente.

Esa tarea había sido fácil, pero no la siguiente. El teniente coronel Viñuales, el jefe del grupo de artillería, quiso emplazar los cañones del catorce y los obuses en la colina. Fácil de decir, pero los caballos no podían con el pesado cañón, y tuvieron que ser los forzados quienes los subieran tirando de sogas. Al principio no ponían mucho empeño, pero sus vigilantes no se andaban con bromas, que para eso habían elegido a húngaros que no tenían demasiado aprecio por esos tipos. Como aprendieron los compañeros del que pillaron echando arena en un eje; ese no aprendió, que la garganta rebanada no ayuda al aprendizaje. Una vez emplazados los cañones en lo alto, hubo que subir los pesados proyectiles. Llevó seis horas prepararlo todo hasta que Estébanez pudo iniciar el cañoneo. Tenía carta blanca: de las murallas se encargarían los obuses, que aun los estaban subiendo; los cañones del catorce tenían que molestar al enemigo. A eso se dedicó: los primeros veinte pepinos los metió en la mezquita. El quinto disparo tiró el minarete, y los demás arruinaron la cúpula. Luego fue el turno de los edificios del castillo, que no estaban pensados para semejante castigo y se vinieron abajo. Luego apuntó a los baluartes, ya que le habían pedido que silenciara unos cañones turcos. Disparando desde lo alto los proyectiles estallaron en los baluartes abiertos. Durante todo el día siguieron tirando los cañones; a última hora de la tarde una gran explosión fue el resultado de un disparo que acertó en un polvorín.

Al día siguiente los obuses tomaron el relevo, y Estébanez tuvo que bajar sus piezas al otro lado. Mejor dicho, lo hicieron los turcos, que para eso comían, aunque la verdad era que no mucho. Una vez emplazados, dispararon contra el baluarte que protegía el puerto fluvial. Los proyectiles rompieron las piedras del revestimiento, y después reventaron en el interior de tierra apisonada. Estébanez ordenó disparar contra los flancos, haciendo caer más y más piedras, hasta que la brecha fue practicable. Entonces, se elevó una bandera blanca sobre la ciudad.



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Raab y Presburgo habían sido objetivos fáciles, pero ahora los aliados se iban a enfrentar con las dos grandes fortalezas del norte de Hungría: Buda, la antigua capital magiar, y Gran, la más adelantada. Ambas ciudades se habían llenado de huidos, pero habían tenido tiempo para organizarse. Además, podían comunicarse gracias a los puentes de barcas que comunicaban con la orilla norte del Danubio, que en ese sector estaba dominado por varias plazas fuertes que aun estaba en manos otomanas.

La primera en ser atacada fue Gran (Esztergom en húngaro). La encargada fue la división mixta de Von Schulz, ahora engrosada con una potente batería de sitio. Contaba con el apoyo (involuntario) de seis mil prisioneros como mano de obra.

Conquistar Gran prometía ser difícil: en lo alto de un cerro se alzaba el imponente castillo, con muros reforzadas para que resistieran el fuego de la artillería. A su pie estaba una muralla abaluartada que encerraba la colina y la ciudad, y dos fuertes protegían el puente de barcas; el de la orilla sur del río era una construcción moderna en estrella. El castillo de Solimán, exterior a las murallas, protegía la ciudad de avances por el interior, y además había obras de campaña en los aproches. La guarnición original, de mil doscientos hombres, se había reforzado con seis mil irregulares, de los que cuatro mil habían pasado a Buda; a cambio, llegaron mil doscientos jenízaros al mando de Kara Mehmed, que tomó el mando de la fortaleza. Durante esos días la ciudad había recibido algunas provisiones. La principal debilidad estaba en la artillería, que consistía en una treintena de cañones anticuados.

Von Schulz pensó que un ataque directo sería muy costoso y decidió aislar la ciudad para asaltarla del revés. En primer lugar, una batería española de cañones de catorce centímetros (recién llegados al campo de batalla) destruyó el puente de barcas. Gracias a su alcance y precisión, también bombardeó el muelle de la ciudad. Mientras, el general envió sus tropas para rodear la ciudad. Fue preciso desalojar un fortín, de nuevo mediante cañones españoles; su pérdida obligó a los turcos a abandonar las fortificaciones de las colinas. Posteriormente, los presos abrieron un camino que permitió llevar los cañones de sitio a la loma, donde una batería pesada fue emplazada para batir el castillo de Solimán. Los muros del castillo fueron derribados por los pesados proyectiles. Después, la artillería de campaña apoyó el avance del regimiento polaco, que desalojó a los turcos de las ruinas; allí se instalaron los obuses, que abrieron fuego contra las murallas.

El tercer día del asedio se sumó una batería de morteros pesados, y al día siguiente otra de obuses del dieciocho. Mientras, los forzados llevaron a los cañones del catorce hasta el otro lado, donde fueron emplazados frente a la muralla de la ciudad baja. En ese lado era menos fuerte, y la ladera más suave.

Sometida al fuego de cañones pesados, la muralla oriental de Gran duró poco. En unas horas se abrieron brechas frente al castillo de Solimán y en el bastión del Danubio, donde los cañones del catorce hicieron caer los muros. La fortaleza era indefendible y Kara Mehmed ofreció la rendición, incluyendo en la capitulación los fuertes del Danubio. Contrariamente a lo ocurrido hasta entonces, los prisioneros fueron tratados con misericordia, y posteriormente intercambiados. En lo sucesivo esa sería la tónica: los otomanos que se rendían podían obtener gracia, pero no la habría para los que resistieran.



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Dios Santo, gracias! Había (o mejor dicho, habíamos, porque la gratitud –y la cólera de la Condesa de Paredes nunca era en singular) podido cumplir con las exigencias de la que ahora era mi principal valedora, una voz muy cercana a los oídos reales, y una mano que podía mover palancas poderosas.

Mientras el bueno de Martinico era pulido apresuradamente, en el transcurso de la misma mañana recibí varias cartas, en la primera reconocí de inmediato la letra redonda de Leonor, mi ama de llaves, anunciando que venía con todo el personal de mi casa, junto con las ollas que el Marqués del Puerto me enviaba. Ollas? Diantre! Pedro me estaba enviando el enorme caldero capturado en Derna! Y que estaban a pocos días de marcha, previsiblemente venían por el camino de Arganda e iban a entrar por el Portillo de Lavapiés.

También me escribían Pedro y Álvaro, pero como sus misiva llegaron con la de Leonor, supuse que no era nada urgente, y junto con la de Ignacio que llegaba de Cantabria, las dejé para leerlas después del almuerzo. Mis pasos me llevaron al Arco de Cuchilleros, pues sabía que en uno de sus asadores hacían un cordero muy bueno. Y era cierto! Comí con la alegría de ver que las papas se consumían como algo corriente siglos antes de Federico el Grande, pero con la nostalgia del que conocía esas calles llenas de turistas japoneses en excursiones apuradas, o nórdicos buscando el calor del Mediterráneo, o los infaltables británicos más borrachos que una pasa macerada, o incluso yo mismo tomando un “relaxing café con leche in Plaza Mayor (Ana Botella dixit)” cuando mi vida era mucho menos azarosa y predecible.

Ya en casa, luego de un baño con agua apenas entibiada, me arrellané en mi sillón preferido y me puse a leer la correspondencia. Tanto Pedro como Álvaro me referían que Santiago y sus los demás capellanes de la expedición habían puesto a Valencia en un frenético estado de excitación digno de una cruzada! Rescatar la Cristiandad cautiva y martirizada de tierras allende las Filipinas! A Pedro no lo notaba muy contento con la situación pues en sus propias palabras “estaba drenando la energía de la ciudad”, pero Álvaro estaba francamente entusiasmado, no solo acababa de regresar de Lisboa luego de repatriar a todas las cautivas lusas, sino que dos experimentados capitanes lisboetas se habían ofrecido de voluntarios para la expedición a Cipango! Vaya! Dos portus de voluntarios! Eso olía medio raro, pues navegarían bajo la bandera de Castilla, o a lo sumo, si es que no obtenía el patrocinio real, de Valencia. Habrá gato encerrado?

A ver qué nuevas me traía la carta del norte! Habrá conseguido el bueno de Ignacio hacer bladers de goma para una buena pelota y al fin ver un partido de fútbol? Por lo visto sus inquietudes al respecto aún no habian llegado a buen puerto. Decidí quemar las primeras hojas de la misiva para que estas no quedasen en mi archivo con alguna mencion del Atleti, Barca o Real Madrid. La tercera pagina era donde comenzaban las cosas interesantes…


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ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS
Secretarías del Consejo de Guerra (siglos XV-XVII) y Secretarías del Despacho de Guerra (siglo XVIII) y del Despacho de la Marina (siglo XVIII)


Correspondencia entre Dn. Ignacio Otamendi y Dn. Francisco de Lima

(primeras páginas extraviadas)

… la San Cosme ya tenía las cubiertas reforzadas en su primera reforma. Ha resistido bien las borrascas de cabo de Hornos y el traicionero Mediterraneo invernal. No necesitará otra cosa que cambiar de artillería por la nueva de bronce comprimido, cosa que en Valencia ya deben estar haciendo, también debe estar en progreso la nueva arboladura, pues tu barco será el primer “galeón-fragata” en contar con palos más altos y un bauprés que además de cebadera, llevará velas de cuchillo, que junto a otro par de velas también de cuchillo entre el trinquete y el mayor, permitirá ceñir al viento mejor que una embarcación de la mitad de su porte.

Sin embargo, por buena que esté quedando la San Cosme no podrá competir con la Santa Apolonia, la fragata cuyos planos generales me facilitaste. Porque una cosa es un casco de fluyt capturada aunque tenga arboladura y velamen modernos, y otra las líneas finas que con parecida arboladura y velamen, será el buque más rápido del mundo por lo menos durante 10 años. Debe estar en tránsito hacia Valencia, está tripulada por gente del norte y el mando lo tiene un vasco que está prendado de su buque.

Es importante saber cómo se comportan la San Cosme y la Santa Apolonia con sus velas, he de contarte que pronto estará listo el nuevo navío de la Compañía del Carmen, el Nuestra Señora del Consuelo. Y creo que llamarlo “el galeón de Siberia” le quedará corto, pues ya desplaza bastante más que los galeones que hacen la ruta de Acapulco a Manila. De momento el velamen es más convencional, tan sólo la cebadera y sobrecebadera están colocadas de manera moderna y sólo lleva una latina en mesana. Pero si la marinería se acostumbra al velamen de tus barcos y estos se comportan como espero que lo hagan, el nuevo velamen será la norma.

Sabes que en su necedad, los ingleses llaman a los buques holandeses que van a a traer especias de oriente “East Indiaman”? Son unas vulgares cáscaras de nuez si las comparas a la Consuelo (de hecho, hasta los Naos do Trato portugueses de hace unos años los aventajan en desplazamiento).Te imaginas que en unos años a todo buque de semejante porte lo denominen Siberiaman? Dios no lo quiera! Prefiero mil veces que se siga llamando Galeón de Siberia, nao o urca de Siberia si se les da por utilizar nombres antiguos, o mejor aún Barca del Lejano Este! Porque intuyo que luego vendrán buques de 4, o quien sabe 5 palos!

Celebro que tus culebrinas se hayan portado bien en batalla. Me he permitido hacerles algunas mejoras, como hacer el anillo obturador de cobre en lugar de hacerlo de plomo y aumentar el grosor de las paredes del tubo, lo que pierde en ligereza lo gana en solidez y capacidad de tiro sostenido. Como su comportamiento ha sido bueno, no he esperado pedidos tuyos o de Pedro para hacer más. Tus buque nuevos tienen media docena de ellos en las bordas y te estoy enviando 2 docenas más. Igualmente, en las bodegas de la Santa Apolonia viajan varios cañones de 12, 8 y 4 libras, de bronce de nuevo tipo, con cureñas mejoradas.

Algo me comentó Pedro acerca que tus inquietudes por ir al Japón a rescatar a la Cristiandad allá perseguida. Dios guie tus pasos!, y aunque espero que tu perspicacia evite combates, dudo mucho que estos los puedas evitar. Me permito enviarte los planos de una fragata a remos, que de fragata solo tiene las líneas del casco, pues su arboladura es latina. Como bien sabes, el uso de los remos en oriente es muy diferente al nuestro, y como no aprovechan la palanca de la mejor forma, un buque con galeotes bien artillado, puede darte alguna ventaja. Durante el viaje, tu amigo Santiago tendrá tiempo de sobra para traducir todos los apuntes.

Finalmente, al fin he conseguido hacer tubos del caucho mejicano! Te envío casi todas mis existencias, en calibres diferentes, para que hagas buen uso de ellos. Yo aún sigo intentando como hacer una vejiga elástica con la que pueda hacer una pelota de cuero que rebote bien. Celebro igualmente que las algas que te envío estén permitiéndote hacer un alginato utilizable, te estoy remitiendo una nueva remesa recogidas en calas diferentes, tal vez alguna variedad te permita mejorar el producto.
Esperando sinceramente que la Santa Apolonia te sirva tan bien como la San Cosme; que no tengas que utilizar los cañones, pero que si los utilizas, los que llevas te den la victoria y especialmente que regreses en una pieza y con laureles de tu próximo periplo a Japón.

Tu amigo y fiel servidor.

Ignacio.


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Esperando la continuación de las aventuras del cirujano, volvemos al futuro:

Lo de Gran no había pasado de un asuntillo resuelto a cañonazos, pecata minuta tras las aventurillas de las que había «disfrutado» Betorz. Pero ahora quedaba lo más divertido, que sería hacerse con la imponente plaza de Buda, la que había sido la capital húngara y que se suponía férreamente defendida. Además, como las fortalezas húngaras seguían cerrando el Danubio a la navegación, el ejército tuvo que cruzar las montañas y recorrer el camino que llevaba a la ciudad. Ya desde lejos el teniente pudo apreciar la imponente fortaleza: una colina alargada de laderas casi verticales, coronada por una muralla medieval; en la base, una muralla exterior moderna, con foso, baluarte y revellines. Al otro lado, una alta colina con un castillo en la cima. Dentro, una guarnición decidida. En el exterior, un débil bloqueo que mantenía la caballería imperial, a la espera de fuerzas de mayor entidad.

La división de Von Schulz era del todo insuficiente para tomar semejante recinto, así que el general se limitó a ocupar la colina del norte y emplazar sus baterías de sitio, que abrieron fuego contra el caserío. Eran más de dos kilómetros y los proyectiles caían un poco por donde les apetecía. No importaba: Buda, como Gran, había sido convertida en una ciudad turca. Derruir e incendiar casas debiera enseñarle que la rendición era su única opción.

Tres días después llegaron fuerzas adicionales que completaron el cerco. Con todo, estaba lejos de ser total, ya que el puente de barcas que unía la ciudad con Pest permitía la entrada en la ciudad de suministros, refuerzos y municiones. Hasta que dispararon los cañones del catorce. De nuevo, tuvieron que ser los presos los que mejorasen la trocha, arrastraran las pesadas piezas desde Gran y las subieran hasta la colina Gellert, que dominaba el río. Incluso desde allí, para los cañones de Estébanez el puente de barcas no fue un objetivo fácil, y los otomanos parecían tener muchas barcazas para reponer las dañadas. Pero había otra opción: los obuses tomaron como objetivo los extremos del puente, allí donde esperaban quienes quisieran pasar. En varias ocasiones rompieron las sogas, hasta que los otomanos tuvieron que renunciar a reparar el puente. Aun así, día y noche las barcas siguieron infundiendo resistencia a la ciudad sitiada.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

El bloqueo de Buda

La caída de Gran abrió paso al objetivo ansiado por los húngaros: Buda, su antigua capital, donde el rey santo Esteban había erigido la primera iglesia de Hungría. La ciudad tenía gran valor: no solo simbólico, sino también estratégico, ya que cerraba el Danubio a la navegación y dificultaba los siguientes movimientos aliados. Igualmente importante era su valor político, pues su caída podía hacer que se unieran a los aliados los estados vasallos que los turcos tenían en los Balcanes, especialmente, el principado de Transilvania. Sin embargo, Buda podía ser un hueso duro de roer.

La ciudad estaba en una colina alargada de laderas escarpadas en la orilla occidental del río Danubio; a su pie estaba la ciudad baja, comunicada gracias a un puente de barcas con la ciudadela de Pest, situada al otro lado del río. Pest era una fortificación de estilo moderno, con una muralla poliédrica con baluartes, y defendida por un foso comunicado con el río. Por el contrario, la muralla de Buda era de origen medieval, y era de planta rectangular muy alargada. Había sido reforzada con baluartes en los extremos norte y sur, los más vulnerables, así como con terraplenes y trincheras en la base de las murallas. A pesar del diseño anticuado de los muros, al alzarse sobre roca viva, era muy difícil cavar minas, y lo empinado de las laderas hacía que los asaltos solo pudieran producirse por los extremos norte y sur. Este último estaba defendido por un gran castillo en una colina aledaña, mientras que el extremo norte había tres grandes baluartes y, en su exterior, al pie de la colina, un suburbio protegido por un muro con baluartes que enlazaba con la muralla principal en el baluarte de Gran, en el extremo noroccidental de la plaza.

La defensa de la ciudad no acababa en sus murallas. Entre Gran y Buda el río Danubio pasaba por dos estrechos protegidos con fuertes, baterías de cañones, y las ciudadelas de Visegrad y Nagymaros. Además, al norte de Pest estaba la ciudadela de Vac, en la orilla derecha del río, y al sur de alzaba el castillo de Budafok. Había otros puestos en la gran llanura húngara, destacando las fortalezas de Zawnuch, Grosswardein y Eger.

A pesar de lo imponente de las fortificaciones de Buda y sus alrededores, faltaba el pilar de la defensa: el ejército turco, que había sido aniquilado en Nagimán. Por Buda habían podido escapar algunos de los supervivientes: primero la caballería turca, luego los restos del cuerpo de jenízaros. A pesar de los deseos del gobernador de la plaza, el pachá Abdurraman Abdí llamado el Albanés, los ocho mil jenízaros que seguían en Buda se retiraron en cuanto fueron sustituidos por irregulares que habían conseguido escapar de la matanza de Nagimán. Los jenízaros pasaron a la otra orilla del Danubio y se retiraron hacia Temesvar primero y luego a Sofía, ya en tierras de los búlgaros: ni siquiera la pérdida de una ciudad como Buda compensaba la destrucción del núcleo del ejército turco. Con todo, la guarnición se había reforzado no solo con los voluntarios y mercenarios que habían conseguido huir del campo de batalla, sino con varios millares de irregulares sekbán y basi-bozuk: en total, la guarnición era de unos quince mil hombres, de los que un millar eran jenízaros que habían quedado atrás, otros tantos, mercenarios, y tres mil, voluntarios reclutados entre sus habitantes, la mitad hebreos. Para desgracia de los otomanos, su armamento dejaba mucho que desear. Había medio centenar de cañones en la plaza, pero anticuados, pues los más modernos se habían perdido en Viena. Los hombres tenían pocas armas de fuego, e incluso para ellas faltaban municiones: aunque sobraba la pólvora que en su día no había podido llegar a Viena, no había proyectiles y fue preciso fundir el plomo de los tejados de las mezquitas para fabricarlos. Al menos, había muchas provisiones, no solo las acaparadas por el Albanés, sino las que seguían llegando de la Gran Llanura húngara a través de Pest.

Sin ser ideales, las fuerzas disponibles parecían suficientes para defender la plaza. Sin embargo, la destrucción del ejército turco dejaba escasa posibilidad de socorro. Su única esperanza era resistir hasta el invierno, cuando el inclemente tiempo de los Balcanes obligara a los aliados a retirarse.

El mando aliado era consciente de que quedaban solo dos o tres meses hasta que la nieve cubriera los campos; apenas el tiempo suficiente para un sitio regular. Además, los comandantes aliados no estaban de acuerdo: mientras que Lorena y Sobieski deseaban emplear el otoño para acabar con las plazas turcas de la frontera y formalizar el sitio de Buda, Lazán opinaba que era preciso actuar agresivamente para no dar tiempo a los turcos para recuperarse. El español era partidario de dejar Buda atrás y dirigirse hacia los Cárpatos, pero se encontró la oposición de los aliados. Finalmente, se llegó a una solución de compromiso: los ejércitos imperial y polaco, reforzados por el cuerpo de ejército español de Idiáquez (en el que se integró la división de Ruiz de Apodaca), se encargarían del asedio de Buda y de las plazas cercanas. Mientras, el cuerpo de ejército de Espínola marcharía hacia el sur, junto con contingentes austriacos y polacos, de caballería ligera, sobre todo.



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Como Buda va a adquirir cierto protagonismo, recomiendo la lectura de lo que dice la Wiki sobre el asedio de 1686 (tres años tras el desastre turco de Kahlenberg, pues la reducción de las plazas fuertes del Danubio llevó bastante tiempo).

En la lengua del imperio: https://en.wikipedia.org/wiki/Siege_of_Buda_(1686)

Con todo, es mucho mejor la página en húngaro: https://hu.wikipedia.org/wiki/Buda_visszafoglal%C3%A1sa.

Que nadie se queje, que el traductor magiar español funciona la mar de bien. Según esa página húngara, parece que fueron magiares los que ganaron la guerra, reconquistaron Buda, vencieron a lo turcos hasta desfilar por Constantinopla, e incluso llegaron a la luna. Tras haber tenido relación con algún húngaro, no me extraña que redacten así su versión de la Wiki.

En la página húngara hay varias imágenes que pueden ser muy ilustrativas:

Imagen
https://hu.wikipedia.org/wiki/Buda_viss ... a_1686.jpg

Vista de Buda desde el oeste. Se aprecia lo alto de la colina con la muralla y los bastiones, que son redondeados, típicos de principios del siglo XVI. En el extremo norte (a la izquierda), por donde se atacó, puede verse la muralla exterior de traza medieval, y las trincheras de acceso. El baluarte en ruinas es el de Estzgorn (Gran) por donde se produjo el asalto. En el extremo sur se alza el palacio real, que durante el asedio voló por los aires cuando un pañol se incendió por un cañonazo (disparado, como no, por un húngaro). Al lado está la colina del castillo, mal representada, y Pest al otro lado del río (peor representada aun).

Imagen
https://hu.wikipedia.org/wiki/Buda_viss ... a_1684.jpg
Un grabado de Buda en 1684, desde el norte, durante el primer asedio (que fracasó). Es bastante inexacto: he visto cuadros que muestran que Pest, en el lado este del río (a la izquierda) tenía una muralla de aspecto más moderno.

Si ampliáis la imagen podréis ver mejor el extremo norte, más accesible, con el suburbio al pie; nótese una discrepancia con el cuadro, con el suburbio bajo el baluarte de Estzgorn,; no sé si era un área abierta (en algunos sitios pone que había rosaledas) o con más edificios. Se puede apreciar la muralla principal con los tres grandes baluartes redondeados, cuya reducción fue muy costosa en la realidad.

En primer plano hay una colina (la colina Rosenhügel o Rózsadomb, o de las rosas) donde tanto en la realidad como en la historia se emplaza la artillería. Al oeste (a la derecha) se ve como a una distancia no excesiva de la muralla occidental de Buda hay una cadena de colinas. En realidad, está la colina Kissbabhevy a mil metros del baluarte del extremo noroccidental, el de Estzgorn (Gran).

Dentro de la ciudad, puede verse en las dos fotos el palacio real, que entonces se separaba del resto de la ciudad con un muro que servía como última línea de defensa (no sirvió porque el palacio también fue asaltado).

Al sur, a mil metros de distancia, está la colina Gellert con un castillo (la actual ciudadela de Buda), Lo representan en los grabados como de estilo medieval. A su pie, otro castillo (medieval) dominaba el Danubio. La colina Gellert está situada a mil metros del extremo sur de Buda, en el límite del alcance de la artillería de la época. En la realidad, también por allí fue atacada la plaza, sobre todo tras la explosión que destruyó el palacio real, pero supongo que la artillería turca crearía problemas.

El famoso baluarte de los Pescadores está en el lado del río de Buda. No se ve en el cuadro, y apenas se distingue en el grabado. Adelanto que nos va a importar muy poco.

Así ya podemos ver cómo era Buda, y por qué su sitio fue tan costoso en la realidad.

Saludos



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
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España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


—Venan, el teniente coronel Aguirre quiere verte. Enseguida.

—Pues voy a ver qué mosca le ha picado a su señoría.

Betorz dejó a sus hombres cavando trincheras, y se dirigió al puesto de mando, que estaba en una pequeña alquería cuyas paredes se habían reforzado con tierra. Aunque los turcos tuvieran pocos cañones, disparaban como si la pólvora la regalaran.

—A sus órdenes, mi teniente coronel.

—Descanse, teniente. Me alegra ver que el vengador sigue de una pieza aunque, al paso que va, no sé si será por mucho tiempo. Usted ha despertado cierto interés en el mando, y hay algunas personalidades que quieren conocerle. Así que atúsese y preséntese aquí dentro de dos horas. No olvide sus sables.

—Mi coronel, este es el único uniforme que tengo.

—Pásese por el depósito para que le den otro, pero que sea de faena, que no se les ocurra entregarle uno de gala. Quiero que parezca lo que es, un combatiente y no un cortesano. Que su asistente le cosa los galones. Mientras, dese un remojo, que apesta a choto.

—A sus órdenes, mi coronel.

Betorz obedeció las instrucciones y cuando volvió al puesto de mando un pincel no parecía, pero al menos ya no ofendía las narices educadas. Aguirre también se había acicalado. Para asombro del teniente, le esperaba el general Von Schulz, con un cortejo de entorchados y galones. La comitiva ascendió la colina, en cuya cima había algunos toldos, y descendió por el otro lado; allí, a resguardo de vistas y cañonazos, habían levantado una carpa que podría haber dado cobijo a medio ejército. Por sus adornos, Betorz la reconoció como turca, y sus bordados eran tan lujosos que supuso que había sido de algún gerifalte si no del mandamás de los paganos. Los acompañantes quedaron en la entrada, y pasaron el general, el teniente coronel y Betorz que, siguiendo instrucciones de Aguirre, parecía una panoplia al llevar los dos sables turcos, la pistola tirogiro y su Otamendi con la breda calada.

En la tienda había personajes variopintos. Militares de los tres ejércitos, cortesanos con ricas ropillas, un par de tipos con vestidos de oscuro que Betorz no supo imaginar quiénes pudieran ser, ayudantes, bandadas de criados y, en el fondo, cuatro encumbrados personajes. El general hincó la rodilla, y lo mismo hicieron los dos españoles. Un asistente hizo ademán para que se levantaran y se adelantaran. Al llegar ante el hombre que estaba en el centro —un tipo bastante joven, vestido a la usanza española, y reconocible por un belfo prominente que afeaba unas facciones que de por sí no eran atractivas—, el general alemán hizo una reverencia y soltó una parrafada en alemán de la que Betorz no entendió ni papa.

Uno de los militares presentes, con una fina casaca propia de los nombres austriacos que habían escogido la milicia, se adelantó a demanda del belfudo, y se dirigió a los españoles—. Señores, si no les incomoda, actuaré como traductor. Soy el conde Von Harrach, y tengo el honor de servir a su majestad imperial el emperador Leopoldo. Le acompañan Don Carlos de Lorena, generalísimo del Imperio, Jan Sobieski, el rey de la República de las Dos Naciones, y el ministro principal español, el marqués de Lazán.

Betorz contuvo un silbido. Había pensado que le llevarían ante un noble, pero ni por asomo que sería el emperador. Cómo se hubiera puesto la abuela Blasa de saberlo. Seguro que Pepe Bestué se iba a morir de envidia cuando se enterara.

—Teniente, su majestad imperial desearía saber cómo consiguió las dos espadas que lleva.

Aguirre ya le había aleccionado, y Betorz hizo un relato florido y bastante imaginativo de sus duelos con los pachás. El emperador le interrumpió y dijo algo Von Harrach.

—Teniente, el emperador me pregunta si fue usted el que creó los vengadores de los bosques.

—Majestad, recibí la orden de proteger la retirada de Presburgo, y me pareció que ofender a los turcos desde el bosque era la mejor manera.

Tras la traducción, el emperador asintió, y volvió a preguntar.

—Teniente, su majestad imperial desea saber si fue usted el que libró a unas niñas de convertirse en esclavas.

—Majestad, ni mi honor y ni el de mis hombres, que son vuestros súbditos, toleraban semejante tropelía.

Al emperador pareció agradarle la respuesta.

—Teniente, el emperador desea que le confirme si fue usted el primero en asaltar la muralla de Raab.

—Majestad, es tradición que los oficiales españoles encabecemos a los soldados en los asaltos, y mi sección fue la que atacó la brecha de la muralla.

Von Harrach tradujo la explicación y el emperador volvió a asentir. Luego, Betorz describió el duelo de la muralla, de manera más o menos ficticia, diciendo que primero había acabado con los ayudantes del turco, y que luego apartó la espada del pachá con un molinete para rematarlo con su pistola.

El emperador preguntó cuál de los sables que llevaba había sido del pachá Karabás. Betorz tuvo una inspiración. Tomó una de las armas con las dos manos, puso la rodilla en tierra, y dijo.

—Majestad imperial, esta es la espada que fue del pachá Karabás de Raab, y que ahora pongo a vuestro augusto servicio—. Luego se volvió hacia el rey polaco, y le entregó el segundo sable—. Majestad, esta espada fue del pachá Arabaci de los jenízaros, y la pongo al servicio de la República de las Dos Naciones. —Tras entregar el segundo sable, tomó su fusil y su tirogiro y se los entregó a Lazán—. Excelentísimo señor, no tengo otra espada que entregar a su majestad el rey emperador Don Felipe IV, pero en su lugar le ofrezco mi pistola y mi fiel fusil, con el que combatí en Estarce, en los bosques, en Devin y en Raab.

Hubo murmullos ante el atrevimiento del soldado, pero el emperador los acalló con un gesto. Dijo algo a un ayudante, que corrió a una dependencia y volvió con otra espada que entregó al emperador. Este volvió a dirigirse a Von Harrach, que tradujo.

—Teniente, es deseo de su majestad imperial que le diga que sus antecesores, en tiempos pretéritos, galardonaban con una corona mural a los valerosos que escalaban una muralla enemiga. Es voluntad imperial que en lo sucesivo el barón de Raab ostente en su escudo esa corona mural. También es su deseo que ese escudo luzca una armadura y dos sables de oro, símbolos de la spolia optima, el máximo trofeo que tan pocos héroes romanos ganaron y de la que usted se ha hecho acreedor. Arrodíllese, teniente.

Betorz lo hizo y el emperador le tocó con su espada ambos hombros y la cabeza. Luego se la entregó, y Von Harrach explicó.

—Un barón del imperio debe tener una espada, y el emperador le entrega la suya. Llévela con tanto honor como hasta ahora.

Después, el emperador premió al general Von Schulz y al teniente coronel Aguirre. Los tres se retiraron, Betorz todavía asombrado ¡Un pastor de las montañas, ahora convertido en barón! En Escalona se iban a caer de cul*. Una hora después aun estaba en las nubes; entonces otro ayudante, esta vez español, llamó a Betorz y a Aguirre, y los condujo ante el marqués de Lazán.

—Hagan el favor de compartir una copa conmigo.

Los dos lo hicieron y un asistente sirvió vino, empezando por el marqués, siguiendo por Aguirre y Betorz, para luego atender a un civil, uno de esos que el teniente no había conseguido identificar antes. Lazán, que parecía estar de buen humor, les preguntó—. Díganme ¿De quién fue la idea de entregar al emperador y al polaco los sables?

Betorz se adelantó—. Excelentísimo señor…

—Bastará con marqués, teniente.

—Señor marqués, el teniente coronel Aguirre me sugirió que…

—No le haga caso, marqués. Yo solo le dije que al emperador le gustaría verlos. Fue idea de este loco entregárselos.

—Pues ha sido una excelente locura. A Sobieski siempre le gusta el reconocimiento, que dicen que como rey de Polonia se las ve y se las desea con sus nobles. No será malo tener un amigo en un trono polaco, y con el sable usted ha contribuido a tal amistad. Respecto al emperador, creo que ha agradecido más la espada de marras que mil cañones. Se le caía la baba. Bueno, eso le pasa siempre, con esa boquita que Dios le ha dado, pero ahora le chorreaba. Por mucho emperador que sea, admira las glorias militares, y que un Hércules vengador le entregue una espada…

—Señor marqués, perdone que le interrumpa, pero yo solo cumplí con mi deber —dijo Betorz.

—Pues lo hizo con valor y con iniciativa. Por lo que sé, lo de dedicarse a correr los bosques fue idea suya.

—Cierto, pero es que muchas opciones no tenía si quería cubrir a mis camaradas.

—Y la emboscada al demonio jenízaro también salió de su magín.

—Señor marqués, se ha exagerado mucho sobre esa pelea. En realidad…

—Sí, ya sé que esgrima hubo poca, pero la cuestión es que usted lo mató. Como también fue el primero en escalar el castillo de Devin.

—Mire, señor marqués, en mi pueblo me dedicaba a trepar por las rocas, y subir por ahí no me costó nada.

—Pues no le costaría, pero le adelanto que su escudo no llevará una sino dos coronas murales entrelazadas. Por último, lo de Raab.

—Señor marqués, habían matado al capitán Díaz, el teniente coronel Aguirre aquí presente había ordenado apoyar a los austriacos, que las estaban pasando putas, con perdón, y el teniente Bestué…

—Querrá decir el capitán Bestué.

—¿Capitán? Cómo se alegrará Pepe cuando lo sepa. Huy, perdón.

—Ya me han informado de que son amigos. Siga con lo de la muralla. Dice que fue idea del capitán Bestué.

—Es que vio una oportunidad y yo me fui por delante con mis hombres, que les tenían muchas ganas a los turcos.

—Bien, bien, ya veo de quién salió todo. Por de pronto, ustedes dos quítense esos galones. Son ahora el coronel Aguirre y el capitán Betorz. Capitán, veo que se le dan muy bien las acciones independientes. Deseo que mande usted una compañía de cazadores, e intentaré que el emperador me ceda a sus moravos. Para acabar, me gustaría que le relate sus andanzas con más detenimiento a Don Felipe de la Ripa. No se quede corto.



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