Un soldado de cuatro siglos

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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Después que Cereceda enrumbase hacia Edo, Urquijo puso a sus buques a quemar pólvora como si no hubiese mañana, mañana y tarde todos los buques entrenaban tanto el fuego a larga distancia, el uso de las balas encadenadas y palanquetas, comprobar el vuelo de los angelotes y el cañoneo a quemarropa a máxima cadencia de tiro. Una semana después, el almirante pensaba que ya estaban casi a punto, y luego de dos días de aprovisionar bodegas y santabárbaras, y de embarcar a las guarniciones, el 14 de Julio zarpamos hacia Hirado: primero la Santa Apolonia, la polacra, los bergantines y las balandras, luego los galeones más lentos y pesados de timón, finalmente los galeones modificados y cerrando la formación, el San Cosme. A medio día de distancia, las dos naos do trato y tres juncos grandes seguían nuestras aguas con los bastimentos y el tren de sitio.

Enrumbamos hacia poniente y luego hacia el norte en dos días de navegación rápida y tranquila. Al tercer día, conforme nos acercábamos al canal de Hirado, Urquijo ordenó cambiar de formación, la polacra, las balandras y bergantines seguirían en la vanguardia, a 8 o 10 millas por delante, luego encabezando nuestra formación, la Santa Apolonia, el San Cosme, luego los galeones Mártir Nicolás, Macasar y Batavia, cerrando la línea estaban los dos galeones portugueses, San Antonio y Santo Condestable, y los dos de la compañía de Santa Apolonia, San Damián y San Lorenzo.

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La noche no era cerrada, la luz de la media luna iluminaba la costa, las balandras más cerca del litoral, nos marcaban con sus luces, una via segura de bajíos. No se veían las farolas de los bergantines, ni de la polacra. Ya era de madrugada, y por lo visto ni José Mario ni yo podíamos dormir, nos encontramos en el alcázar, Don Marcial, se apoyaba sobre la baranda, conversando con un joven oficial. La formación iba en navegación cautelosa por el medio del canal, y faltaban cuatro horas para el amanecer.
- Bien, aquí estamos – solté la frase por decir algo.
- Y en algún lado, nos deben estar esperando los herejes – respondió Urquijo, aspirando el aire fresco, como si de esa manera pudiese oler a los holandeses.
- El portugués sabía de lo que hablaba –dijo Marcial, señalando el mar - la corriente es fuerte, por lo menos nos jala a un nudo.
- Fuerte y constante – asintió el almirante - Al igual que el viento.
- ¿Que creéis que harán los holandeses? – aventuré a preguntar.
- Tienen varias alternativas – volvió a responder Urquijo mirando a la lejanía – no creo que vayan a girar en contra del viento para ofrecer la otra banda; y acompañarnos en nuestro giro a barlovento, los obligaría a extender su línea. Si yo fuese el almirante hereje, me quedaría al pairo y trataría de devolver el fuego.
- Estarán prevenidos – dije asintiendo - ellos ya conocen la potencia de nuestros cañones.
- No, Francisco. Estarán prevenidos, pero no conocen la real potencia de nuestra artillería de bronce – volvió a afirmar el almirante - Tu dirás que por los combates de Hara, creen conocerla. Pero la verdad es que en todos los combates lo que hubo fue un cañoneo a larga distancia. Nunca nos pusimos en un toma que te doy como lo haremos ahora.
- Y creedme Don Francisco – secundó Don Marcial a su almirante - cuando vean que los estamos castigando sin que nos puedan responder, ya será tarde. Por eso, la primera pasada será apuntando a los cascos y no a los mástiles.
- Fijaos, los herejes son marinos hábiles – dijo Urquijo con una voz que mostraba respeto hacia su enemigo - no creo que nuestro cañoneo sea suficiente como para que desarmen su formación. Pero apenas los veamos dudar, debemos aprovechar. Por eso es que en San Lucas instruí a todos los capitanes, que mantuviesen el orden en la línea, pero que si veían una oportunidad cierta, que la aprovechasen – el almirante hizo el gesto de cortar una de sus palmas con el canto de la otra - Si los calvinistas rebeldes forman en dos líneas, y si quebramos la línea de galeones, las pinazas sólo serán problema si nos atacan dos o tres contra uno.
- Nosotros también tenemos capitanes hábiles.
- Sí, Francisco. Por eso confío en su buen criterio.
- Contreras lo hizo bien en Hondomachi – dijo el capitán Alonso de su compañero de la Compañía de Santa Apolonia - y conoce lo que sus bajeles pueden y no pueden hacer.
- Y el portugués es experimentado y no solo ha arbolado bien a su galeón – dijo Urquijo sonriendo – ese viejo lobo ha convertido a su galeón en el buque más artillado de nuestra escuadra, sabrá sacarle provecho a cada uno de sus cañones.
- Aunque sus castillos tan altos, atraerán el fuego del enemigo – dije con un dejo de duda.
- Tenéis razón Don Francisco – Alonso respondía sonriendo también – para ser un cirujano, habéis aprendido rápido las triquiñuelas de la mar. Pero es una por otra: la obra muerta será muy castigada, pero si llegan a ponerse a bocajarro, desde lo alto dominarán las cubiertas de los rebeldes – luego, viéndonos y con la confianza que da la cercanía y los años, nos despidió - Señorías, dejaos de tantas elucubraciones e id a descansar un poco, yo me quedo en cubierta hasta que mi turno termine… que seguramente será después de avistar al enemigo.

Intenté descabezar el sueño, que fue intermitente. La cámara estaba equipada con cama y sinceramente yo hubiese dormido mejor en una hamaca. Mi fiel brigantina estaba en su perchera, pero dudaba en ponérmela, porque ciertamente me protegería de balas y astillas, pero si caía por la borda, me hundiría como un ancla. Estaba en esas disquisiciones, cuando escuché batir los tambores, al salir a la cubierta, ya había aclarado bastante.

- ¡Mirad! –el capitán Alonso apuntó su vista al cielo – cuatro voladores rojos. Enemigo a 8 millas. Entraremos en combate en hora y media.
- Ordenad zafarrancho de combate Don Marcial.
- A la orden, Almirante.
- Y tu Francisco, supongo que como ya te gusta el olor a pólvora, te quedarás en la cubierta.
- Si me pones donde no estorbe, está bien.
- Ponte te brigantina y la gola de cuero, y quédate en el alcázar – y dirigiéndose a Burgos le gritó – Don José, apreste a sus hombres en cubierta.
- A la orden, Almirante – y volviéndose a los hombres de la Compañía del Hospital que formaban la guarnición del San Cosme ordenó – Hombres del castillo de Aulencia, formad con los mosquetes, traed las picas, traed los alfanjes y las hachas, ¡vivo, vivo! Malón, toca zafarrancho.

El tambor irlandés hizo sonar su caja mientras rápidamente unos hombres formaban en hileras, otros traían haces de picas, otros metían sables de abordaje en barriles bajos, y algunos se colgaban las hachas en las cinturas. Las cubiertas inferiores eran un hervidero de gente, jóvenes fuertes bajaban casi hasta la sentina a traer bolaños de 24 y 18 libras, que durante la navegación se llevaban muy abajo para no comprometer la estabilidad del buque; otros jovencitos que apenas habían dejado la infancia, corrían a la santabárbara a traer saquetes de pólvora en sus envoltorios de latón, una útil ocurrencia del Marqués del Puerto para la flota de Valencia. Al lado de las piezas, los cabos de cañón atornillaban las llaves a las culatas, luego de haber cambiado la piedra y comprobado la chispa. Estábamos listos.

A la lejanía se escuchaba un apagado duelo artillero, las dos vanguardias se debían haber encontrado y estaban combatiendo. La balandra Mártir Santiago rebasó rápidamente a la Santa Apolonia y llegó a nuestra altura. Con una bocina, el piloto Santolaya, su comandante, nos informaba:
- Almirante, cinco galeoncillos rápidos nos enfrentan, atrás hay una línea de seis galeones, uno de ellos muy grande.
- Avisad al resto de los buques, piloto – respondió Don Marcial también con una bocina.
Vimos como la balandra se alejaba maniobrando hábilmente casi contra el viento. El capitán Alonso hizo señas con su sombrero al comandante de la Santa Apolonia, el cual le respondió moviendo también su sombrero. Luego de meses de navegación juntos, ya se conocían las mañas.
- Algorta va a soltar una boya en donde comience su giro – Marcial me explicaba - Y tres cables más allá comenzará a cañonear al buque que tenga enfrente, posiblemente el segundo de la línea.
- Afianzad la bandera – ordenó Urquijo a viva voz – clavadla a su asta. Padre, dadnos la bendición.
El padre Inigo, ahora capellán de la escuadra se paseó por la cubierta del San Cosme
- Dominus vobiscum…
- Et cum spiritu tuo. – respondió la tripulación sin desatender a sus quehaceres
- Sit nomen Domini benedictum…
- Ex hoc nunc et usque in sæculum.
- Adjutorium nostrum in nomine Domini…
- Qui fecit cælum et terram – contestaban los marinos.
- Benedicat vos omnipotens Deus, Pater, et Filius, et Spiritus Sanctus. Amen.
- ¡Amén! - respondieron con voces broncas, santiguándose.

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El cañoneo que se oía desde adelante crecía y disminuía en intensidad, lo que Urquijo identificó como un combate con persecución, se podía escuchar el fuego vivo de la artillería menuda, pero incluso a la distancia, el rugido de las piezas de a 18 de los bergantines era claramente identificable. Vimos que la balandra Mártir Francisco venía con las noticias de la vanguardia. Con su bocina, el piloto Pujol nos avisaba que la ruta estaba despejada, y que los bergantines estaban persiguiendo a los galeoncillos por la orilla de Kyushu. Continuamos la navegación y rebasamos a la polacra, que estaba rematando a cañonazos a un vliege boote desarbolado.

Y entonces vimos la línea holandesa, en el centro el enorme eastindiaman que hicimos huir de Shimabara. Nos esperaban al pairo, con las portas de sus cañones abiertas, y solamente las velas de los masteleros, la cebadera y la latina del mesana desplegadas. De la Santa Apolonia vimos que una boya roja era arrojada por la borda, segundos más tarde, la ágil fragata viraba hacia el este con el viento a favor. Don Marcial ordenó lanzar un cohete rojo. El baile comenzaba.

¡Brumm, brumm, brumm! La artillería de la Santa Apolonia castigó al segundo galeón neerlandés. Vimos muchos impactos en el casco, respondieron el fuego pero todos sus tiros quedaron cortos, el más cercano, a un cable de distancia de sus bordas. Nos tocó girar, y mantuvimos los cañones callados hasta llegar al De Rijp, con la insignia del almirante holandés, y desatamos un fuego devastador: Con mi catalejo podía ver como volaba el maderamen y se desmontaban los cañones de la cubierta superior, caían algunas jarcias, y dos bolaños de a 24 impactando cerca de la flotación, abrieron vías de agua, que, aunque discretas, obligaban a que los carpinteros se arriesgasen a hacer reparaciones en pleno combate. Nuestros tres galeones siguientes hicieron la maniobra y se enfrascaron en cañonear a los galeones a popa del enorme navío holandés, cuando le tocó el turno al San Antonio, este al igual que nosotros, se concentró en el De Rijp. En cambio, los últimos buques de nuestra línea dirigieron su fuego a los galjeonen holandeses a proa de su buque almirante.

- Vamos bien, Francisco. - Dijo Urquijo, cuando toda nuestra línea ya había terminado de dar su giro en las restringidas aguas del canal - He contado más de cien impactos en los buques rebeldes. Y solo un cañonazo de ellos mojó la banda del San Damián. Nada, ni un impacto directo en nuestros buques. En esta vuelta, los vamos a desarbolar.
- Nos vamos a tener que aproximar más, ¿no?
- Ah, Don Francisco, ¡sin riesgo no hay ganancia! – sonrió Marcial, fiel a su estilo incluso en los trances más apretados – vamos a ver si los angelotes son tan buenos como dicen.
- Los que hicimos en Minami Arima no tienen muelles, sólo abren sus barzos por la fuerza del impulso – respondí.
- Tendrá que ser suficiente – dijo Urquijo, y luego dirigiéndose a Alonso preguntó - ¿Todo listo, capitán?
- Todo listo, Almirante.

Nuevamente vimos como la fragata se pasaba tres cables de largo de la boya fondeada, y luego giraba siempre a favor del viento, el primer galeón enemigo lo cañoneó, pero erróneamente, utilizó palanquetas, que irremediablemente quedaron cortas, cuando se puso a tiro del segundo galeón holandés este disparó sus bolaños desde sus piezas de 24 y 15 libras y vimos que algunos disparos alcanzaban la obra muerta de la audaz Santa Apolonia, que en ese momento comenzó a disparar con inusitada rapidez, y el enemigo que tenia al frente comenzó a perder rápidamente los masteleros, las jarcias, y hasta algún palo macho. Luego de la descarga, se puso fuera de alcance de la artillería del eastindiaman. Era nuestro turno.

Urquijo iba a aprovechar las dos cubiertas de su nave, y mientras sus cañones de 18 de la cubierta superior disparaban angelotes y balas encadenadas, las piezas de a 24 se ensañaron con sus bolaños en la voluminosa obra muerta del navío hereje. Este también perdió varios masteleros, que al caer también traían abajo las jarcias. A cambio, el San Cosme tuvo varios impactos, que mataron a los sirvientes de un cañón grueso, desmontándolo, y a varios marineros de la cubierta superior. Mientras los artilleros cargaban sus piezas, Marcial se separó un cable de la línea holandesa, para aproximarse, con toda la artillería lista, al siguiente galeón que ya había sido desarbolado parcialmente por la Santa Apolonia.

¡Brumm, brumm, brumm! Se combatía a todo lo largo de la línea, pese a que nuestros buques más lentos y menos ágiles aún no alcanzaban a la boya. En eso vimos que el navío del almirante holandés, junto con sus dos galeones de proa hicieron un giro contra el viento en un intento de mostrarnos sus bandas no castigadas.
- ¡Mirad! – Marcial señaló al San Antonio – Nuño no ha virado.
- La corriente lo debe estar arrastrando – señalé.
- No, Francisco. En el primer giro lo hicieron bien. Ese portugués se va a colar entre el De Rijp y el galeón que lo sigue. Don Marcial, completar la virada en redondo.
- A la orden, almirante.
Mientras nosotros completábamos el giro, vimos que el San Antonio era castigado por los cañones del eastindiaman y del galeón contiguo, lo vimos perder masteleros y la cebadera, el macho de contramesana fue arrancado con su vela, y ser impactado varias veces en el maderamen del casco y los castillos, pero apenas se puso entre los barcos holandeses, sus cañones de ambas bandas dispararon con un fuego vivísimo.
- ¡Bravo por Don Nuño! – Exclamó Marcial con entusiasmo – es el momento de usar su invento, Don Francisco.
- Con bolaños o con balas de segmento, el lisboeta se ha colado bien – respondió Urquijo sin dejar de ver la batalla con su anteojo - Fijaos como está castigando la proa del navío hereje.
- ¡Mirad, mirad! ¡Dos voladores desde el San Antonio! – dije observando el cielo - Verde y azul. Ataque exitoso, proseguir el ataque.
- Ese mensaje es para Contreras, ojalá lo entienda y siga sus aguas.

El que entendió y lo siguió fue su sobrino, Rui de Ataide, en la Santo Condestable. El lento galeón portugués pasó a proa del De Rijp y se situó justo en la banda que había sido castigada en nuestra pasada y lo cañoneó con todo lo que tenía. Desgraciadamente el navío holandés aún podía responder el fuego, y lo hizo, pues el buque luso recibió tanto daño como el que hizo.

Cuando los 4 galeones y la fragata bajo directo comando de Urquijo se aprestaban a pasar por tercera vez, vimos que el San Antonio ya combatía contra la línea de pinazas y la artillería de sus castillos, hacía estragos sobre las cubiertas más bajas de los buques holandeses. Contreras entendió la maniobra a su manera, pero en lugar de seguir contra la línea de pinazas, giraron en contra del viento y se enfrentaron dos contra uno contra el primer galeón neerlandés que encontraron. Los otros dos buques holandeses, los menos castigados de su línea, aprovechando el viento, salieron a intentar proteger al navío almirante, por lo que el cañoneo sobre el Santo Condestable fue mayor, tres contra uno, y todos superiores en poder de fuego y tamaño.

Por suerte, Urquijo ya había girado y penetraba por la brecha en la línea holandesa, Algorta leyó con claridad el panorama y siguió hacia la segunda línea sin hacer caso a la primera, y cañoneó a los barcos enemigos desarbolándolos a larga distancia, porque los seker de a 15 no podían ofender a la fragata, en tanto los angelotes y balas encadenadas de buque español se ensañaban contra los palos de las pinazas calvinistas.

El San Cosme fue al rescate del Santo Condestable y los proyectiles de segmento disparados a menos de un cable de distancia, hicieron estragos en los dos galeones que hasta ese momento habían sido los menos golpeados. El Mártir Nicolás siguió la estela de Algorta y se enfrentó a sus antiguas hermanas, pinaza contra pinaza, pero con su superior artillería pese a su inferioridad numérica, llevó la mejor parte.

Los capitanes italianos, salieron a perseguir a los galeones herejes que nuevamente habían girado para ponerse a favor del viento, por lo que fue un combate parejo, entre las bordas menos impactadas de los cuatro buques involucrados. Y aunque los bolaños de a 24 de los holandeses hacían tanto daño como sus pares españoles, a bocajarro, las balas de segmento del Macasar y del Batavia dejaron un reguero de muerte en las naves neerlandesas, en cuyo interior ya se adivinaban algunos incendios, pues lenguas de fuego se asomaban por las portas.

Pasada la hora de la misericordia, el combate era un pandemonio, de dos formaciones perfectamente identificadas al principio de la mañana, ahora era una serie de combates individuales en donde nadie se daba cuartel, pues todos sabían la suerte de los que sobreviviesen a la batalla en el bando perdedor. El San Damián y el San Lorenzo habían abordado al galeón al que enfrentaron y los hombres del sargento Mejicano, duchos en el arte del combate entre guarniciones en la mar, ya se habían impuesto. Por lo que el buque con la insignia de Contreras vino de inmediato a ayudarnos.

El De Rijp después de 6 o 7 horas de combate, ofrecía un aspecto lamentable, múltiples incendios lo estaban devorando desde dentro, estaba haciendo aguas y aunque ya no respondía el fuego, por la altura de sus bordas y el peligro de explosión, no se intentó abordar. Pero el Santo Condestable también estaba muy castigado, de su arboladura, solo el trinquete estaba incólume, el palo mayor había perdido su mastelero y en el de mesana sólo la latina seguía cogiendo viento, pero respondiendo el fuego con los cañones que le quedaban, y su guarnición de voluntarios de Goa, disparando un fuego de mosquetes vivísimo, repelió todo intento de abordaje. Cuando el San Damián llegó para sumarse al combate, de los dos galeones que habían atacado al galeón lusitano, uno seguía siendo castigado por el San Cosme y aun respondía el fuego, pero cada vez con menos intensidad, en cambio el otro había roto el contacto, y renqueante, enrumbó hacia el norte, hacia Hirado.

En eso vimos hacia el este elevarse un volador. Era verde. El Macasar y el Batavia se habían impuesto. Pronto se elevó otro volador, también verde, esta vez desde el San Lorenzo. Habíamos roto el espinazo de la flota holandesa de las Indias Orientales, un eastindiaman grande y cuatro galeones destruidos o capturados. Y más hacia el norte, el capitán de Caires con los galeones San Antonio y Mártir Nicolas seguía combatiendo a las pinazas, que cada vez estaban más dispersas, tanto, que la Santa Apolonia perseguía una en su huida hacia el norte.

Pedí la autorización de ir con un trozo de abordaje al Santo Condestable. El panorama era aterrador, el galeón portugués había recibido un castigo durísimo, muerte y destrucción se veian por doquier, y las cubiertas estaban resbaladizas de tanta sangre derramada. Y lo peor, su gallardo y joven comandante yacía muerto, desangrado, en el alcázar de su nave. Apenas había oficiales sobrevivientes, un aspirante, casi un niño, el timonel y algunos voluntarios de Goa, acompañaban el cadáver de Rui de Ataide.
- O capitao morreu dando ordens.
- ¿Cuándo? – pregunté.
- Lutando contra três navíos inimigos – respondió el aspirante con orgullo – O primo Rui já estava lutando contra o almirante herege quando chegaram dois galeões.
- Fogo de falconete – agregó el piloto.
- ¿También eres sobrino de Don Nuño?
- Sim.
- ¿Cómo te llamas, hijo?
- Alfonso Coutinho.
- Limpia a tu primo y prepárate para contar la muerte de Don Rui a tu tío.

Volví al San Cosme y me preparé para abordar al De Rijp. Fui directamente a la cámara, y con el carpintero y el herrero del San Cosme, procedí a abrir y confiscar cuanto papel encotrase en el escritorio y caja fuerte de las habitaciones del almirante, Nicolaes Couckebacker se llamaba, y era también el jefe del asentamiento comercial neerlandés en Hirado; hice lo mismo con los escritorios del capitán y demás oficiales del navío. También confisqué la flamante media armadura de Couckebacker, y todos los vinos y quesos que había en la bodega de la cámara.

Pero al subir a la cubierta, me pude dar cuenta que si el Santo Condestable había sido castigado duramente, el De Rijp estaba peor, solo por su mole no se había ido al fondo todavía. Los angelotes no sólo habían rasgado velas, habían triturado las vergas y los masteleros. Y en el interior, los proyectiles de segmento habían dejado muertos por doquier, pues la sangre, las vísceras y los miembros cercenados, al igual que las barras de hierro se encontraban por todos lados, hasta en los techos. Apenas encontramos sobrevivientes, y uno que otro oficial. Podía suponer que al resto de los barcos holandeses el fuego de nuestros cañones los había dejado igual.

Ordené desmontar los mascarones de proa de todos los barcos capturados, al igual que la insignia de popa el buque almirante, sería un bonito regalo para el rey. Y también rescatamos todas las botellas del licor de enebro que pudimos encontrar. Ni Urquijo ni yo consideramos prudente hundir en el canal a los buques que no podrían ser parte de nuestro botín, porque aunque los cañones de hierro herejes eran notoriamente inferiores a los nuestros, serían una importante mejoría en el arsenal de las tropas de shogún, el De Rijp sería fondeado frente a Hirado, lejos de la costa. Encontré el cadáver del almirante calvinista, y le pedí a los hinin embarcados que lo desollasen, y cuando el pellejo estuvo separado, que decapitasen el cuerpo y conservasen la cabeza. Vi, por la cara que puso, que Urquijo me reprobaba esto, y sólo pude responderle “recordad José Mario que la traición se gestó tanto en Shimabara como en Hirado, uno es tan culpable como el otro, y los dos pagarán igual”. Antes de abandonar los buques holandeses, dimos misericordia a los heridos, que fueron descabellados con presteza y sus cadáveres lastrados y fondeados en el mismo canal que los vio combatir.

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En la mañana del 19 de Julio, nos reunimos con los bergantines, que habían perseguido a los vliege boote hasta destruir a todos excepto a uno y al rápido jatch. Toda la escuadra de Urquijo pasó por el estrecho y se plantó en la desembocadura del rio Hiji, delante tanto del castillo de Hirado como del puesto comercial holandés. Vimos al galeón sobreviviente bastante malparado pero reparable, a dos pinazas, a un vliege boote también dañados, y al jatch que era el único que estaba sin mayores daños. De los buques capturados, sólo un galeón, el Trots van Maastricht se iba a conservar, a los otros tres, incluyendo al soberbio De Rijp se les colocó una mecha larga en la santabárbara, y ante la vista del daimio, sus guerreros y toda la población, explosionaron espectacularmente. Si alguna vez algún daimio tuvo dudas del poderío de las armas de Felipe IV, esta demostración sirvió para convencerlos de lo contrario.

Seguidamente, y a excepción del Santo Condestable, del cual dudábamos que pudiese hacer el viaje de retorno a Minami Arima, los buques formaron frente al asentamiento neerlandes y sin mayores preámbulos lo comenzaron a bombardear. Bolaños de a 24 y 18 se ensañaron contra las edificaciones, muros y almacenes, hasta que no quedó más que un montón de cimientos informes. Los incendios no se hicieron esperar, y hacia el final de la tarde, no quedaba nada de la presencia mercantil de las Provincias Unidas en Japón. Los buques herejes no hicieron el menor intento de responder el fuego o de ayudar en la defensa.

Por la noche, desembarcamos en la isla de Kuroko, a la entrada del puerto, no para fortificarla, sino para enterrar a nuestros muertos, a seis pies bajo tierra, todos bien identificados, con cruces de madera con sus nombres, y Rui de Ataide en un ataúd hecho con las maderas de su galeón. Las lindes del camposanto quedaron bien marcadas con una tapia de piedras.

A la mañana siguiente, nos tocaba una misión ingrata pero necesaria. Desembarcamos sin oposición en la playa al otro lado del castillo de Hirado, hicimos rápidamente un foso y un hornabeque y dejamos una guarnición. Pero eso no era lo que íbamos a hacer en ese lado del puerto. Toda la mañana, los carpinteros, europeos y quirisitanes hicieron largos patíbulos capaces de colgar a diez o doce hombres a la vez. Y al almirante Urquijo no le tembló la mano al poner su firma en el documento:
“…En cumplimiento de las ordenanzas vigentes en las Yndias, y habiéndose comprobado el ataque a cañón contra buques de su Cathólica Magestad por parte de buques enarbolando pabellón de las Provincias Unidas, en flagrante violación a lo acordado en la Capitulación de Batavia de 1636, se les condena por piratería y se procede a la ejecución de los prisioneros capturados en la batalla del canal de Hirado…”
Repartimos entre los prisioneros vino y licor de enebro libremente,y para el que quisiese, también hubo infusión de cannabis. Antes de las seis de la tarde los más de doscientos prisioneros fueron ahorcados a la vera del camino que iba desde Hirado hasta el asentamiento holandés. Caída larga y muerte instantánea, era lo menos que podía hacer para marinos que habían luchado con valor.

Finalmente, abrimos una larga y profunda fosa común y enterramos a los herejes ejecutados. Una cruz y una bandera tricolor, marcarían el lugar en donde reposaban. Cegamos el foso y destruimos el hornabeque, pues ya nada nos retenía en la costa norte del río Hiji. Era hora de ajustar cuentas con el daimio Matsura y el castillo de Hirado.


La verdad nos hara libres
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Mensaje por reytuerto »

- ¡Estos hijos de la gran puta! – Urquijo bufaba al oír la lectura de la correspondencia de Couckebacker – No sólo iban por nuestros pescuezos ni bien llegamos a Cipango, tenían las santas bolas de querer plantarse hasta Manila.
- Los diez mil mosquetes y arcabuces no eran para debelar la rebelión de los quirisitanes de Shimabara, eran para las Filipinas – dije con gravedad, y continué - Satsuma y los piratas de Ryukyu pondrían los brazos, y los herejes la pólvora y las armas.
- Al menos, a la flota de Satsuma le hemos sangrado bien, y vos habéis hecho lo mismo con los ejércitos del valido frente al castillo de Hara - agregó José Mario con una sonrisa aviesa, y luego dirigiéndose a Videgaray con amabilidad - Don Juan, continuad leyendo…
Juan Videgaray, el primer oficial y ahora capitán del Mártir Nicolás, era un veterano piloto de zabra, que había hecho el peligroso aunque rentable trayecto entre los puertos del Cantábrico y Flandes desde que era un mozalbete, por lo que hablaba y leía el flamenco con soltura.
- … habilitar los puertos de Hirado y Nagasaki para recibir los buques de la Compañía de Indias Orientales. De los almacenes de la compañía, los autorizados con el sello del shogun podrán retirar en sus barriles, las armas por las que previamente se habrán pagado a razón de una docena por 600 florines de plata. 5. La Compañía de Indias Orientales alquilara las piezas de artillería en la cantidad y calibre que el Shogun necesite. La Compañía de Indias Orientales proporcionara artilleros entrenados, cuyos emolumentos, 330 florines de plata por todo lo que dure la campaña, serán pagados por la persona autorizada por el shogun. La pérdida de cualquier pieza de artillería en combate la asumirá la Compañía sin coste adicional para el Shogun. 6. La Compañía de Indias Orientales proporcionara ayuda naval necesaria a las empresas que el shogun considere pertinentes…
- ¿Y tú quieres perdonar a los herejes de los filibotes? - Volvió a interrumpir Urquijo - A esos malandrines los ahorcaría por contrabando de armas sin que me escociese la conciencia.
- Aquí han conspirando desde el válido en Edo – Nuño de Caires asentía con gravedad - los daimios del sur, los comerciantes de Hirado y Nagasaki, los marinos flamencos, la compañía de las Indias Orientales y hasta la casa real de los rebeldes calvinistas.
- Por eso es que en cada viaje que pillábamos a los canallas, encontrábamos las bodegas de los filibotes llenas de mosquetes, plomo y pólvora – acotó Don Marcial recordando las correrías anteriores - eso, y el licor de enebro.
- Pero nada de especies o de azúcar - puntualizaba Algorta - que es lo que los herejes comercian entre los sultanes infieles allende las Filipinas y los paganos de Cipango.
- Y por eso es que desde el principio, quisieron la plata que traíamos – volvi a asentir con la cabeza, para luego soltar - ¡En sus retorcidas testas, nosotros mismos pagaríamos nuestra desgracia!, ¡Bellacos, herejes truhanes!
- Es una lástima que el notario haya ido a Edo – continuo Urquijo palmeando la mesa - Esto en Europa habría sido suficiente como para cuartear a caballo a cualquiera por traición al rey, así fuese uno de la casa de Orange. Y por favor, Francisco, decidle a vuestros capitanes nipones y a Fadrique que terminen de traducir los legajos. Esta correspondencia es un tesoro que desviste la perfidia de herejes y paganos.
- Están en eso, José Mario. Pero les llevara buena parte de la noche.
- Al igual que a nosotros, La cartas de la caja fuerte del Coquebuque serán un arma más poderosa que nuestros cañones para los gaznates herejes. Por favor, Don Juan continuad leyendo. Y vos Don Nuño seguid siendo nuestro escriba.
A la mañana siguiente también teníamos una propuesta de rendición para los tripulantes de los restos de la presencia holandesa en Extremo Oriente. El padre Iñigo se encargó de traducir al latín, la lengua culta por excelencia del siglo XVII, aunque pocos herejes la debían de conocer después de más de 100 de calvinismo, pero ¡que se jodan! El mensaje que les mandamos era sin florituras, duro y claro.

“Admiralis Catholicae Maiestatis, pro navibus rebellibus in portu Hirado, haec statuit:
Si naves tradideritis, decimatio fiet — unus ex decem sorte damnabitur ad mortem.
Quattuor ex decem in Europam redibunt, sed nullus erit amplius officialis, praedicator, computator, faber lignarius aut tormentorum curator.
Reliqui, cum omnibus officialibus, servitium domino Hirado praestabunt.
Unum diem habetis ad deliberandum. Misericordia cum disciplina, sic vult Maiestas Catholica.”


(“El almirante de la escuadra de su Cathólica Magestad desea mostrar clemencia para los tripulantes rebeldes de los buques anclados en Hirado. Si rinden sus barcos, solo se ejecutara a 1 de cada 10, escogidos a la suerte entre vosotros. 4 de cada 10 podréis regresar a Europa, pero ninguno podrá ser oficial, predicador, contador, carpintero o artillero. La mitad restante incluyendo a todos los oficiales, podrá ofrecer sus servicios al señor de Hirado. Tenéis un día para decidir. Misericordia con disciplina, así lo desea Su Cathólica Magestad.”)


Dejamos clavado el mensaje en un poste, a la entrada del rio Hiji, a vista de todos los filibotes y buques sobrevivientes. Paralelamente, trozos de abordaje se hicieron con el control de unos soberbios buques japoneses, híbridos entre juncos de alta mar con galeones, Shuinsen los llamaban, y tenían un arqueo semejante al de un galeón de buenas proporciones. De inmediato los incorporamos a nuestras fuerzas y el padre Iñigo los rebautizo como Providencia, Perseverancia y Prudencia. Don Nuno estaba particularmente contento con las presas:

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- ¡Albricias, albricias! ¡Nos hemos hecho con tres naves del sello rojo! Debéis saber que estas naos han hecho travesías hasta tierras tan lejanas como el reino de Ayutthaya. Al bueno de Rui le conté tantas veces la altivez con la que estos barcos entraban en un puerto.
- Grandes tesoros han de haber llevado esas bodegas – dijo Felipe Algorta en un tono en que la afirmación y la pregunta estaban en partes iguales.
- De todo – De Caires hablaba con emoción - desde sedas de China y Cipango, hasta pieles de tigre, porcelana tan delicada que dejaba transparentar las formas a contraluz, lacas de vivos colores, especies tan extrañas como costosas, perlas de los mares de Arabia, rubíes de Ceilán que son grandes como cerezas, lapislázuli de montanas tan altas que tocan el cielo. Creedme, todo lo que imaginas de Oriente se podía encontrar allí adentro.
- Os creemos, a pie juntillas que sí –respondí con la cara ensanchada por una sonrisa- Pero decidme, si han llegado tan lejos, podrán hacer el viaje de Shimabara a Manila.
- Sí, Don Francisco. Sin la menor duda. Y llevando a no menos de 600 almas.

El 23 de Julio un bote holandés se acerco con bandera de parlamento. Los herejes capitulaban. 1 galeón grande que se sumaba al ya capturado, 2 pinazas, un vliege boote, un jatch y 15 filibotes. Vimos la perfidia de los holandeses cuando nos entregaron a 80 nativos de las Indias para ser colgados. Pero perfidia con perfidia se paga, no colgamos a los javaneses, ni siquiera por ser infieles, pero dejamos que marchasen con sus amos flamencos a tocar la puerta del daimio Matsura Shinobu, señor de Hirado. A los 320 restantes les dimos el muy maltratado Santo Condestable, desprovisto de su artillería y con la madera apenas suficiente como para tapar huecos y levantar de nuevo todos los palos aunque sin masteleros.

Aunque el padre del actual daimio había prendido fuego a su castillo en 1613 como muestra de lealtad al shogunato, los muros seguían siendo fuertes, al igual que las fortificaciones subsidiarias. Solo el área residencial del Tenshu no había sido reconstruida con la espartana elegancia anterior, pero como fortaleza, el castillo de Hirado seguía siendo en términos japoneses, un digno enemigo a ser tenido en cuenta.

Pero ese era justamente el quid del asunto: en términos japoneses. Pero no para nuestras armas. El 25 de Julio, apenas vimos ondear la bandera tricolor de la Compania de Indias Orientales en una de las torres del castillo, Urquijo ordenó un flojo cañoneo preliminar sobre el castillo para tantear sus defensas. La artillería con la que los holandeses habían equipado a Matsura no se hizo esperar, y respondió nuestro fuego con presteza. Contamos 8 cañones de a 15 libras hacia el norte y apenas dos hacia el este. Seguramente los lienzos hacia el sur y oeste estarían defendidos por falconetes. Una artillería formidable incluso para los herejes.

Luego de dejar fondeados en la isla de Kuroko a las presas, bajo la atenta custodia de los buques del escuadrón de vanguardia, y de dejar al pairo a nuestros juncos, lejos de la escuadra allí donde el viento pudiese dispersar la ponzoña en alta mar si es que hubiese un accidente, la flota cristiana comenzó a castigar con dureza los muros y fortificaciones del castillo. Rápidamente, su artillería fue callada, y los bolaños de a 24 comenzaron lenta pero concienzudamente a desgastar los lienzos de la cara norte.

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Al día siguiente, Urquijo mando a desembarcar a nuestros hombres. Tal como lo habían hecho decenas de veces, ni bien tomaron tierra, comenzaron a fortificarse. Primero un foso, luego un muro perimetral, delante un hornabeque y finalmente otro foso rodeando todo. Antes del ocaso, mil hombres defendían el fuerte de San Pantaleón, y 6 de los cañones de 18 libras, una docena de piezas ligeras, todas del Santo Condestable, apuntaban hacia el castillo de Hirado.


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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »

Llevaba mucho tiempo sin poner nada, y como me he metido en otro lío, voy a ir colgando partes para, al menos, terminar este capítulo. Vuesas mercedes deberán esperar para saber de las batallas de Ascalón y de Negroponte. Se siente.

Ahí va:


En cuanto trajeron las cervezas, una se fue para el coleto de Don Lorenzo, que las venillas de la nariz ya denotaban cierta afición por la bebida. Luego, se puso a trasegar embutidos como si nunca hubiera comido, mientras Don Félix seguía dándole puyazos.

—¿Qué pasa, Lorenzo? ¿La Lali no te da suficiente condumio?

—Pues qué quieres que te diga, piensa que estoy un poco gordo —respondió el interpelado, echándose las manos a la barriga.

—Pues la verdad es que te iba a preguntar si te había preñao —le soltó Don Félix, iniciando otro de esos duelos verbales.

—No te pases, Félix, que ya sabes que si alguien se me acerca por detrás tendrá que mear en cuclillas.

—Razón tienes. Don Felipe, este señor tan majete, aunque no lo aparente, tiene cierta habilidad con la navalla. No le pregunte dónde aprendió ¿Bueno, has llenado ya el buche? —preguntó al tal Lorenzo—. Porque Don Felipe tiene mejores cosas que hacer que verte comer. Ve largando, y empieza por el principio.

—Si insistes… —repuso Lorenzo—. Don Felipe, supongo que usted no conoce lo que es vivir en la montaña. Esta casa será un palacete, pero solo está al alcance de aprovechados como Félix. Los más viven en casillas que, por humildes que sean, le parecerían suntuosas comparadas con el chamizo donde me crie. En invierno, todos amontonados alrededor de un pobre fuego mientras el viento soplaba por las rendijas, siempre a medias luces, que cualquiera abría las ventanas.

—Me imagino que el vidrio aun no habría llegado al valle —me atreví a preguntar.

—¿El vidrio? No me haga reír. Por entonces solo los más ricos tenían lienzos para cubrir ventanas, para que pudiera entrar algo de luz dejando fuera la airera. Los demás, no les quedaba sino cerrar las contraventanas, tiritar y moverse a tientas con la poca luz que pasaba por las rendijas, que el aceite para la lámpara tampoco lo regalaban. Eso, cuando estábamos en casa, que durante el día siempre estábamos arriba y abajo por las peñas, o apacentando el ganado a que paciera a los Monegros, durmiendo en chozas y temblando con la rasca. Hasta en verano tocaba subir a las bordas. Era tal lujo de vida que me planteé la conveniencia de ampliar mis horizontes.

Don Félix había sugerido que Don Lorenzo apenas tenía letras, pero hablaba mejor que no pocos en la capital. Iba a comentárselo, cuando mi anfitrión se adelantó.

—Don Felipe, no se fíe de este cantamañanas. Toda esa palabrería que suelta es por habérsela oído a los curas, y por imitarla para vivir como gran señor. Que todo eso que le dice de vivir en la montaña es cierto, pero lo cuenta de oídas, que este elemento es más gandul que la chaqueta de un guardia. Siempre se las apañaba para escaquearse. Mejor era, que luego por las peñas tampoco se esforzaba mucho, que así pasaba lo de la ternera…

—Félix, no empieces con lo del dichoso bicho, que era más malo que la piel de Satanás.

—Sí, Satanás era el que te esperaba si no te corregías. Menos mal que en el Ejército te enderezaron. Le contaba que este elemento, al que he tenido la desgracia de soportar, era más holgazán que sacristán en obra, aunque no siempre, que no le importaba el sube y baja siempre que hubiera alijo por medio ¿Te sigues dedicando al matute, o son solo habladurías?

—Habladurías, que la gente charra sin conocimiento.

—Sin conocimiento es como dejaste a esos infelices en Luchón.

—No exageres, que se lo buscaron. Don Felipe ¿Usted toleraría que le mentasen a la madre? Pues yo tampoco.

—Ni caso a lo que le diga —interrumpió Don Félix—. No le contará que antes había esquilmado a esos franceses ¿Fue con naipes o con dados?

—Félix, antes te quejabas de que Don Felipe no había venido a escuchar palabrería, y ahora eres tú el que no calla.

—Mis palabras son bastante más sensatas que las tuyas—siguió don Félix con el duelo verbal—, pero será mejor no aburrir a Don Felipe. Baste que le diga que el Lorenzo era de lo peor que se ha criado por el valle, y tuvo tantos líos que prefirió cambiar de aires. Lo que no esperaba era que te enrolaras.

—Es que al llegar a Zaragoza pedían voluntarios para luchar por Cristo.

—¿Ve cómo no es de fiar? A mí me dijo un pajarito que en la capital le pisparon en cuanto entró, y como muy bien no le iba, pensó que vestido de soldado tendría comida gratis.



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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

- Señorías, mañana al alba, los cañones de San Pantaleón se unirán al fuego de la escuadra. Será menester concentrar el tiro en un solo lienzo para que en breve ceda – en la cámara del San Cosme, Urquijo ultimaba con sus capitanes los planes para rendir el castillo de Hirado – Yo voy a bombardear las fortificaciones del noroeste, y vosotros Don Nuño y Don Jerónimo, haréis lo mismo con el fuerte del este.
- Almirante, desde el sur se tiene un ángulo muy favorable para bombardear los fuertes del noroeste – dijo Contreras señalando el mapa con el índice – uno o dos galeones ofenderían a los paganos con ventaja. Eso sí, deberán ir muy pegados a la costa.
- Vos, don Juan, vos tenéis el galeón con el calado que menos mide – preguntó Urquijo a Videgaray – ¿deseáis cambiar vuestro lugar en la línea?
- Iré a donde vos me ordenéis, Almirante.
- Hecho. Mañana el Mártir Nicolás castigará el castillo desde el sur – Y vos don Francisco, ¿cuándo instalaréis vuestros artilugios?
- San Pantaleón queda demasiado lejos para ofender el castillo desde el norte. En dos días, deberemos fortificar la playa del este. Y a más tardar, dos días después estaremos en condiciones de acertar en su interior.
- Entonces señorías, eso es todo, volved a vuestras naves y mañana comenzamos la preparación para el asalto – hizo una pausa, y continuó con gravedad – os confieso que temo haber dejado a San Lucas sin la protección de nuestros cañones.

Al salir y mientras esperaban los botes que los llevarían a sus buques, se formaron varios corrillos en la cubierta del San Cosme, yo me uní a los vascos: el padre Iñigo, Videgaray y Algorta.
- ¡Nooo! Calzacorta y yo somos bilbaínos – Felipe Algorta respondía socarronamente cuando le preguntaron si era donostiarra - Y hemos navegado desde Vigo y Pontevedra hasta los puertos al otro lado de los Pirineos, Bayona, San Juan de Luz y Biarritz desde que nos destetaron. Pese a su experiencia, Santiago embarcó como simple piloto porque quería conocer la ruta a Manila desde Acapulco, pero ese sinvergüenza vale como capitán hasta para las naos que trajo Don Nuño.
- Don Felipe, en que buques navegasteis – inquirí con curiosidad.
- Cuando joven, en todo lo que flotase. Desde urcas, galeones y carracas hasta pataches, chalupas y bateles. Pero ya era capitán de zabra cuando Don Ignacio me contrató para navegar con los buques que botaba su astillero. Unas bellezas, por cierto.
- Piloto de zabra como vos – dijo el cura dirigiéndose a Videgaray.
- Si, Don Eneco – contesto con un leve acento, y luego, como quien hace una confesión continuó – aunque no puedo decir nada malo del Mártir Nicolás, las zabras me gustan más, pues son más dóciles al timón, ni que decir de un patache.
- Ah, los pataches de San Juan de Luz son conocidos por su agilidad – asentía Algorta cuyos conocimientos marineros estaban bien fundados – ágiles y rápidos.
- El barco preferido de los contrabandistas – respondió con una sonrisa.
- Jon – inquirió el religioso - ¿cómo es que vos navegáis bajo la bandera de nuestra Cathólica Magestad, habiendo nacido en San Juan?
- Porque en Castilla puedo hacer que mi nombre valga – respondió inspirando fuertemente - mis fueros se respetan, y mi espada es valorada tanto como la de un español, si es que da un buen servicio. En Francia, un vasco es solo un peón rustico. Decidme Don Eneco, ¿qué me da Francia? Os lo diré: Hambre y desprecio. Por eso, no son pocos los vascos y gascones que sirven en los Tercios.
- No eres menos vasco por ello – respondió el religioso con brillo en los ojos - sino más hombre de frontera. Y en la frontera, la fidelidad no se hereda, se elige.
- ¿Vos sois navarro, padre?
- Vasco de la Baja Navarra, Don Francisco. Sirvo a Dios y al rey de España, aunque mis montes y mis hermanos hayan elegido a Francia.
- Y como siempre, la corona francesa no respeta vuestros fueros – acoté para meter más cizaña.
- No solo no respeta nuestros fueros, los aplasta. Así como desprecia los usos y costumbres de Gascuña, Borgoña y de todo el Mediodía. Además sus reyes de un tiempo a esta parte le dan la espalda a Dios y a la religión verdadera. ¿Sabéis que Francia tuvo un rey hugonote que dijo sin vergüenza que se convertía al catolicismo solo por ceñir la corona?, en tanto el abuelo de nuestro rey proclamaba que prefería perder su reino que reinar sobre herejes – Iñigo crecía con una respuesta que más parecía una prédica – no olvidéis que Francia pactaba con el Gran Turco mientras nosotros defendíamos a la Cristiandad en Lepanto.
- En Lepanto, Túnez, La Goleta, Quíos, Palermo, Dalmacia –Algorta rememoraba batallas entre otomanos y españoles – si conversáis con los capitanes italianos y los portugueses, ellos al igual que los castellanos y aragoneses os darán contada cuenta de cómo defendieron juntos la cruz contra el turco.
- Vos mismo, Don Francisco – Juan Videgaray me dirigió la palabra con respeto – vuestra fama os precede como el liberador de las cautivas de los baños de Derna… por boca de Don Nuño todos los capitanes saben cómo castigasteis a los infieles, y el trato delicado que disteis a las cristianas liberadas.
- ¿Visteis? Vuestras palabras son más decidoras que un edicto, Felipe, Jon – dijo Don Iñigo mirando con bondad a sus interlocutores, y luego prosiguió emocionado - Nuestra Cathólica Magestad nunca olvida que su deber es con Dios y la Virgen. Los reyes de Francia, en cambio, olvidan a Roma cuando les conviene. Por eso tú Jon Videgaray, vasco y creyente, hallas más honra bajo el rey de España que bajo el de Francia. Y cuando mañana caigan los muros de Hirado, y la victoria corone nuestros afanes, recordaréis que tu lealtad no es a un reino, ni a un contrato, sino a la fe que nos une…

Aunque no estaba tan seguro con que mañana caería el castillo de Hirado, nunca había escuchado una predica tan encendida defendiendo a la corona española, y menos de uno que debería ser súbdito del rey de Francia. Acababa de ver un aspecto más de cómo se entendía la lealtad en el Siglo de Oro, tan diferente a las obligaciones por nacionalidad. ¡Dos vascos franceses sirviendo bajo la bandera de los palos de Borgoña!

Al día siguiente, toda la artillería de mar y tierra castigó los muros del castillo pagano, el fuego del fuerte San Pantaleón era tan vivo que fue menester enfriar los cañones con agua de mar. Por la mañana, vimos que dos cortinas de la muralla norte cedían. El fuego del Mártir Nicolás, causó destrozos sobre lo que quedaba del tenshu y desde la mar no sabíamos si desde Hirado el fuego no lo respondían porque reservaban sus tiros para cuando asaltásemos la brecha, o porque simplemente ya no tenían con qué.

Con dos de los filibotes capturados, antes del alba movimos desde San Pantaleón a la compañía de mosqueteros del capitán Goto, los cuales con las primeras luces del día no tuvieron dificultad en desembarcar en una cala al pie de la escarpada colina que sostenía al castillo de Hirado. Rápidamente, hicieron un foso y luego un muro con un tosco trazado poligonal, imperfecto pero funcional, pues defendía con sus bastiones todos los lados que daban cara al enemigo, ya el bueno de Aritomo refinaría sus artes. Luego desembarcaron dos cañones de a 18, y nivelaron el suelo y en pocas horas, un grueso y tosco entablado estaba listo. Como era el día 29, y siempre según el santoral, bautizamos al fuerte como Santa Marta. Era el momento de hacer venir a los juncos.

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Teníamos tres juncos grandes, dos de Fukien y el otro de Cantón, de los dos primeros, el Virgen de la Macarena y Virgen del Rocío desembarcaron con parsimonia los tres voluminosos trabucos y a Daigoro Ishikawa, el hijo mayor del malogrado Ito a la cabeza de los carpinteros quisiritanes, que los armarían. Con su celo habitual, los japoneses comprobaron el nivel del entablado, la dirección del castillo, las distancias y metódicamente montaron todas las partes de las vetustas máquinas de asedio, terminando de hacerlo con las últimas luces del día, ya con el sol puesto.

Minutos antes del amanecer, los centinelas dieron la alarma. De inmediato los 120 hombres de Aritomo ocuparon sus posiciones con los mosquetes listos. Las primeras luces mostraron a unos doscientos samuráis y arcabuceros holandeses atacando desde la escarpada ladera. Los disparos y las flechas abatieron a cinco de los nuestros, pero la Compañía de Voluntarios del Castillo de Hara, endurecida por meses de privaciones y combates desesperados contra un enemigo diez veces más numeroso, con sus disparos metódicos, sostenidos y bien dirigidos contuvo con facilidad el asalto de herejes y paganos, que dejaron a más de cincuenta de los suyos en el campo.

- Muy bien hecho, Aritomo – felicité al capitán japonés con un abrazo, que el nipón recibió con rigidez pues al principio no lo supo interpretar, cuando entendió, lo devolvió dejando escapar una sonrisa – los rechazasteis con facilidad.
- ¡Komojin tontos, ¡Matsura tonto! Atacar por único camino. Nosotoros matar fácil. ¡Baka!
- ¡Santiago! – grité con fuerza levantando mi espada – ¡Viva Kirishitu Rey!
- ¡Santiago! ¡Otoro toro, otoro toro! – respondieron a voz en cuello mis samuráis.
- ¡Shimabara y el rey! – me dejé llevar por el entusiasmo.
- Haisha-San, Haisha-San – Artitomo levantaba mi uma jurishi de guerra – ¡Santiago, Santiago!
- Haisha-San, Haisha-San, Haisha-San - respondieron sus hombres con entusiasmo.

A las ocho de la mañana, llegaron desde el junco Virgen del Pilar grandes cajas de madera que contenían garrafas llenas con agua amortiguadas con paja y con estas vasijas venían los quirisitanes que manejaron los fundíbulos y ahora dispararían los trabucos. Colocando bolaños, lingotes de plomo capturados y piedras en el contrapeso, y midiendo con cuidado la longitud de la honda, fueron disparando vasija tras vasija. Pero lanzar un proyectil era un procedimiento lento, apenas uno o cuando mucho dos disparos cada hora. Escuchamos risas y burlas de los sitiados. Recién pasado el mediodía una de las bombonas cayó dentro del castillo y a partir de ese momento el tiro se hizo más preciso, y las garrafas comenzaron a caer sistemáticamente en el interior del recinto enemigo. Para alargar el tiro, sólo era necesario poner algunos lingotes más. Antes del ocaso hice desembarcar los cajones marcadas con una calavera, adentro entre panes de hielo con sal y paja, estaban las vasijas con fósgeno líquido. Todo estaba presto.

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Pusimos una guardia doble, y los hombres durmieron en sus parapetos con las armas listas, pero esa noche no hubo ataques. Pedí a los hombres que manejaban los trabucos, que quería 5 disparos cada dos horas, así en cuatro horas habría lanzado tres quintos del gas ponzoñoso, el resto lo mandaríamos a lo largo del día. Lancé un volador rojo, y desde el norte, este y sur comenzaron un violento cañoneo.

¡Zzzump! ¡Zzzump! ¡Zzzump! Las garrafas empezaron a caer dentro del tenshu, y durante la primera hora todos los disparos se concentraron ahí, luego el tiro se fue acortando o alargando, a las doce, ya con el calor fuerte, la cadencia de tiro aflojó y hacia las cuatro, habíamos lanzado todas las existencias de fósgeno del mundo adentro del castillo de Hirado. Lo que no cesó durante todo el día fue el bombardeo, tanto desde tierra como, sobre todo, desde el mar.

Los dos días siguientes, nuestros cañones siguieron haciéndose oír. Otra cortina del norte se vino abajo, al igual que un lienzo de la muralla sur. Y las edificaciones del oeste estaban vueltas una ruina. En abierto desafío, fuimos trotando por la playa desde Santa Marta hasta San Pantaleón, cantando las coplas del carnaval cajamarquino que tanto le gustaron a Álvaro:
"...Musume-tachi wa minna motte iru, motte iru;
Mune ni futatsu no kudamono, mune ni futatsu no kudamono.
Soshite sukoshi shita ni, sukoshi shita ni;
Nusubito no dōkutsu, nusubito no dōkutsu..."

("todas las muchachas tienen, todas las muchachas tienen, en el pecho dos melones, en el pecho dos melones; y dos cuartas más abajo, y dos cuartas más abajo, la cueva de los ladrones, la cueva de los ladrones"), mientras se embarcaban los dos cañones de a 18 junto con los artilleros, carpinteros y los operadores de los trabucos, que, con mucha pena, les prendieron fuego antes de abandonar la playa.

Pasaron tres días y conforme a lo convenido, disparamos los 50 cohetes Derna incendiarios. Algunos fueron a parar al tenshu, otros en las fortificaciones secundarias y varios fuera del recinto amurallado. No hubo intentos de apagar los incendios, ni se escucharon gritos. Las llamas superaban la altura de los muros exteriores, sin embargo luego de dos días de arder, el fuego se fue extinguiendo, aparentemente solo.

Al amanecer del 5 de Agosto, mandé a Fadrique y los espingarderos a reconocer las ruinas del castillo, como gatos fueron subiendo la suave pendiente norte, resguardándose detrás de cualquier recoveco que encontrasen: las habilidades de Segoviano como cazador furtivo se notaban en la veintena de tiradores selectos. A ciento cincuenta metros, Fadrique disparó un único tiro que abatió a un solitario arcabucero pelirrojo que asomaba la cabeza por la brecha. Otro de los francotiradores acertó a un arquero nipón, que cayó desde lo alto del muro. Los nuestros dispararon tres o cuatro veces más y luego el silencio. A una veintena de pasos, Fadrique agitó su chambergo y lentamente nuestras tropas abandonaron San Pantaleón y comenzaron a subir en orden cerrado. Primero los Voluntarios de Shimoshima, luego los de Shimabara y a su derecha, en el puesto de honor, los Voluntarios del Castillo de Hara; por detrás iban los Voluntarios de Goa y los de Macau, y finalmente la compañía tlaxcalteca. En reserva dejaba a la Compañía del Hospital y la Reina. La vista era estupenda, el despliegue, perfecto; poco tenían que envidiar a una unidad veterana de cualquier potencia europea, de hecho, lo hacían con una laxitud de profesionales, tanto que parecían estar en una revista y no asaltando un castillo.

Con el largavistas vi como los hombres de Aritomo entraban con agilidad por la brecha, ¡Bam! ¡bam! ¡bam! breves rugidos me indicaba que habían lanzado granadas cerámicas, luego escuché disparos aislados . Los hombres siguieron entrando al castillo, se escucharon algunas descargas, que luego se fueron haciendo más esporádicas, órdenes en castellano y japonés, más tiros sueltos, y nuevamente, el silencio. Al cabo de una hora, uno de los corredores de Fadrique vino de vuelta y nos decía que ya era seguro subir. Invité a Urquijo hacerlo conmigo y se nos unió Don Nuño y el padre Iñigo, mis dos fieles guardaespaldas y el pelotón del sargento Carrillo nos sirvieron de escoltas.

No estaba preparado para el espectáculo dantesco que vi y olí. Lo que había sido el castillo de Hirado era una ruina humeante. Los muertos insepultos en pleno verano ya apestaban. Había cadáveres aplastados bajo los muros caídos, miembros y torsos desperdigados hablaban de la eficacia del cañoneo, y los muros tiznados y rescoldos por doquier nos daban a entender que el incendio solo se había apagado porque ya había ardido todo lo que podía arder.

Pero lo que más impresión nos dio fue la multitud de cuerpos amoratados, algunos grotescamente cianóticos, con secreciones sanguinolentas que escapaban de boca y nariz. Parecían los ahogados de un naufragio arrojados a tierra. Los combatientes ya sean holandeses, javaneses o nipones estaban desperdigados por todo el castillo, pero muchas mujeres, ancianos y niños se juntaron para morir en una de las estancias del tenshu.

La resistencia fue escasa, casi nula; los nuestros más que combatir, cazaban a los sobrevivientes en sus escondrijos. Ni samuráis, ashigaris o arcabuceros ofrecieron resistencia, se dejaban matar casi como una liberación. También tomaron como un acto de misericordia ultimar a los heridos y gaseados que aún no habían muerto. Y tal como habían entrenado, no se exponían al combate con arma blanca siempre que pudiesen imponerse con el fuego de sus mosquetes, pero no le temían al frío de los aceros, y tanto los rodeleros tlaxcaltecas, como los goanos con dhal y talwar, eran los primeros en recorrer los oscuros pasadizos de la fortaleza.

No había terminado de entrar cuando un mosquetero de Shimabara llegó corriendo:
- Haisha-San, ven, ven rápido.
- ¿Dónde?
- Ninomaru, allá.
Lo que me querían mostrar era a los prisioneros: una veintena de mujeres y niños con el horror de haber pasado días terribles, y un par de ancianos que mantenían un aire digno, y tres hombres, uno ya maduro, de maneras delicadas.

- Estaban abajo – Aritomo señalaba uno de los sótanos – mujeres rimpiare, ravare, cocinare. Esos, esquiribire y contare. Y esos, kabuki.
- Respetadles la vida, Aritomo. No son combatientes.
- Jai, Haisha-San.
- Cuando podáis, dadles de comer. Parece que no han dormido ni comido en días.
- Jai, Haisha-San.
- Y tratad de averiguar todo lo que podáis.
- Jai, Haisha-San.

Escuchamos unos disparos y corrimos hacia el hinomaru, y con una mezcla de cólera, miedo y orgullo, vi que Fadrique se batía con espada y daga de mano izquierda contra un jovenzuelo que esgrimía una katana con habilidad. Pero no fue rival para el Luján, acostumbrado a estos lances de vida y muerte desde los catorce años, y que durante meses había entrenado para enfrentar justamente este tipo de duelo. Luego de un ataque al brazo que fue contenido con la daga y con un giro de la muñeca, inmovilizó un instante fugaz la katana entre la hoja y los gavilanes, con la rapidez de una víbora, Fadrique hundió en el pecho dos palmos de su acero bilbaino, y la vida del nipón se escapó en borbotones.

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Espada de conchas, de guerra.

- ¡Muchacho tonto! ¿Por qué arriesgasteis vuestra vida? ¿Acaso queréis que vuestra tía me cape?
- No, Don Francisco, primero os capa Isabelita - dijo Fadrique divertido, luego prosiguió más serio - Ese zagal acababa de ejecutar a varios japoneses, todos de ellos vestidos de blanco. Les cortó la cabeza a espada, pero ellos mismos antes se habían rajado el vientre, tenian aun el cuchillo en sus manos.
- Seppuku – dije con una extraña sensación de tristeza – suicidio ritual. Los muertos deben ser samuráis.
- Después me señaló con su espada, lo que entendí como un reto.
- En realidad, estaba buscando su muerte, una muerte honrosa. Pero bien pudiste hallar la tuya.
- No, Don Francisco, el chico sabía luchar, pero no se comparaba con finado Don Santiago, ¡Dios lo tenga en su gloria! Y en el viaje desde Acapulco Santiago Mártir me hizo conocer todos los lances de la espada japonesa. Maté al pobre japonés, que nunca me pudo herir.
- Dejadme ver a los decapitados.
- Son esos de allá.
- Uno de estos debe ser Shigenobu Matsura, el daimio.
- Fijaos Don Francisco – Fadrique señalaba unas corazas y kabutos – esas deben ser sus armaduras.
- Mandad traer a los curtidores y traed a los sirvientes, alguno de ellos identificará al barón de Hirado.

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Volví al patio del castillo y encontré a Urquijo y de Caires conversando la mar de satisfechos.
- Albricias, Francisco! Habéis conseguido una victoria aun mayor que la de Derna. Nunca vi caer una plaza con tan poco gasto de sangre.
- Os he de confesar – Nuño agachaba la cabeza – que jamás comprendí la razón de los trabucos teniendo los cañones de bronce. Y cuando vi los muros del castillo pensé que mil hombres no eran suficientes y que los que me siguieron desde Goa y Macao morirían en vano. Os pido perdón por haber dudado de vos.
- Y Don Nuño no es el único - Urquijo agregaba riendo y posando su manotón en mi hombro - Cuando vi los trabucos erigirse en la playa de Minami Arima, también pensé que habíais perdido el buen tino.
- No tenéis que pedir disculpas por nada – respondí con una sonrisa cansada - Yo mismo dudaba de que estos artilugios pudiesen funcionar.
- ¿Hay prisioneros?
- Aritomo ha encontrado unos cuantos de dónde vengo.
- Mejicano está buscando por las ruinas del este.
- A ojo de buen cubero, aquí había no menos de quinientos paganos.
- Y 400 herejes e infieles.
- 1 a 1 - Sonrió Urquijo asintiendo con la cabeza - Nada mal para ser solo un cirujano, vais a reescribir los tratados de asedio.
- 1 a 1 sin lamentar ni un herido propio y toda la guarnición enemiga muerta. Dios me libre de tener que enfrentar vuestras artes.
- Don Nuño, ni vos ni nadie me va a enfrentar más. Al regresar del Japón, no volveré a ceñir la espada.

Durante la tarde fueron encontrando más prisioneros, ocho herreros y sus aprendices en las forjas abiertas del ala este, un monje encontrado meditando en una habitación aislada del tenshu, más mujeres encerradas en cuartos aislados, y dos jovencísimos grumetes holandeses armados con picas navales guareciendo lo alto del muro sur frente a un asalto que no llegó nunca.

También contamos los muertos, a los 372 cadáveres europeos y javaneses que encontramos, se sumaban los más de seiscientos cuerpos enteros de guerreros japoneses, ¡solo Dios sabia cuantos más estaban en partes, quemados, o aplastados entre las ruinas! Todos los carpinteros, muchos armeros y artificieros, y la mayoría de mozos de cuerda habían perecido en los patios y espacios libres. Y en las ruinas del tenshu, la muerte habia encontrado a la mayoría de los administradores. En las estancias más privadas, encontramos a los familiares del daimio y de sus samuráis más allegados, degollados o decapitados. En total, 173 no combatientes muertos.

Y aunque los mosqueteros tlaxcaltecas ya preparaban las cuerdas para ahorcar a los herejes capturados, yo ordené que los perdonasen, e Iñigo los convenció diciendo que, si Dios había querido que sobreviviesen al combate del canal y a la conquista del castillo, no seriamos nosotros quienes diésemos fin a sus vidas. Los primeros platos del guiso que Blas hizo en el patio del tenshu fueron para las mujeres capturadas, dos de las cuales identificaron al daimio de Hirado. Otras, fueron a la cocina y almacenes, y sacaron las ollas y el arroz, y en resignado silencio lo comenzaron a preparar junto a nuestro cocinero.

Ya comidos, el cura bajo navarro se acercó con una copa de málaga y queso, me los alargó empezando la conversación:
- No es chacolí, pero sirve igual. ¡Los capitanes herejes no se privaban de mucho, eh!
- Gracias Don Iñigo, a este queso solo le falta un poco de dulce de guayaba.
- Dios me de vida para probar las comidas que preparáis, Don Francisco… Pero decidme, ¿qué os pasa? Habéis alcanzado una grande vitoria, mas no os veo contento.
- Ah don Iñigo, después de Derna mi hermano Santiago me dio veinte azotes porque creyó que la vanidad y la soberbia emponzoñaban mi alma. Hoy vos deberíais despellejarme la espalda por haber jugado a ser Dios.
- No, hijo mío. No jugasteis a Dios, pero fuisteis su instrumento. La vitoria es nuestra, y no tenemos muertos que llorar.
- No lo sé padre. ¿Visteis los cadáveres? Amoratados y con los bofes anegados. No murieron ni a bala, ni a espada, murieron con la ponzoña que hice.
- Sí, fue una muerte cruel, dos o tres días ahogándose en seco. Las mujeres dicen que el olor de heno era el olor de muerte.
- Sí, ya sabía que el olor a heno precedía la muerte.
- Hijo, ¿no habéis pensado que ha sido Dios el que os ha iluminado para que hagáis este veneno, y que lo utilicemos como arma para liberar Jerusalén de los infieles.
- O tal vez, padre, me dio a elegir entre dos puertas, y yo decidí abrir una que jamás debió ser abierta.
- ¿Qué es lo que teméis?
- Temo que haya soltado un mal que no conoce fronteras, ni misericordia. Hoy lo llamáis victoria, pero mañana tal vez, solo sea la memoria de un horror… que no sé si se pueda detener.
- No temáis por la salud de vuestra alma, mi buen Francisco. Los elegidos por el diablo jamás tienen estas dudas – dijo Eneco bajando la voz hasta hacerla casi imperceptible – he visto a inquisidores condenando al fuego a comadronas con una facilidad que espanta. Hijo mío, confesad vuestras dudas y dejad que Dios altísimo juzgue tus obras.


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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Ya lo decía su amigo Marcial: «Lorenzo, de tontos Dios dejó el mundo lleno». Si Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, había creado zoquetes que disfrutaban dejándose desplumar ¿Cómo iba a oponerse a sus designios? Lorenzo, demostrando su piedad, se aplicó a realizar la obra divina con los naipes en la mano.

Ya tenía cierta experiencia. En Benás le tenían calado, pero por Castejón o por Luchón aun amanecían tratantes que no le conocían. El montañés, sintiéndose generoso, les impartía lecciones —de pago— sobre probabilidades. Que, aunque Don Clemencio no las enseñara, Lorenzo aprendió desde chico que las monedas caen unas veces de cara y otra de cruz, salvo las cargadas, esas tan fáciles de pillar y que los más sensatos rehuían como la peste. También vio que los dados tienen seis caras porque cada una sale las mismas veces que las otras… Menos cuando tiraba los dados el Benito, que ya había visto como arrugaba el fieltro. También vio la paliza que le dieron: de esa lección aprendió dos cosas: la primera, no jugar con Benito; la segunda, que a los tramposos los pillan.

Sin embargo, entre las lecciones estudiadas estaba la que decía que había jugadores buenos y malos, es decir, que no solo intervenía la suerte, sino el saber. Que había juegos, como los dados —menos cuando el Benito estaba por medio— donde todo era azar, pero que los naipes eran cuestión aparte. Siguiendo con su máxima de que la holgazanería es el premio al trabajo, se agenció un par de barajas y pasó con ellas los ratos en el monte. Era más divertido que cuidar las vacas; total, cuando se escapó la ternera fue en cándido del Félix el que la buscó. Cuando juzgó tener suficiente maestría, echó unas partidas con los compañeros, cuidando de dejarse ganar, que no quería hacerse con dos perras sino aprender. Así comprobó no solo que había combinaciones mejores que otras, sino que no eran pocos los que no sabían disimular cuando la mano era buena.

El disimulo era arte en la que Lorenzo merecía cátedra, y una variante era la imitación. Practicó como simular los nervios de los detentadores de manos ganadoras; incluso consiguió sonrojarse cuando lo necesitaba, práctica que no estaba al alcance de todos. Con la lección aprendida, se presentó en la timba que montaba el Eusebio en Castejón. Bastó una tarde para hacerse con buenos dineros, pero también para que, al verle, los demás dejaran la partida. Así que tuvo que practicar en otros escenarios —en Tardienta cuando bajaba con el ganado al llano, en Luchón al pasar alijos— hasta conseguir el justo equilibrio, el de saber perder monedillas para confiar a los incautos, hasta que les pillaba en bragas.

Si había conseguido limpiar a los tratantes gabachos de Luchón, que sabían latín ¿Qué no podría hacer con todos esos reclutas, que parecían caídos de un guindo? Aunque con las pocas perras que tenían, que ya no les quedaba nada del enganche —los que habían sabido ahorrar, tampoco amanecían por las partidas— mejor era dejar que se confiaran. Ni ganar, ni perder, que ya llegaría el momento.

Esa fue la rutina en el campamento. Durante el día, instrucción: tras las carreras, tocó aprender a moverse en formación sin tropezar demasiadas veces con el torombolo, ese recluta con dos pies izquierdos. Cuando estuvieron más o menos maduros, les entregaron los fusiles. Con bastante ceremonia, diciendo que era su arma y que la trataran cual querida; además, pasaba como con las queridas, que se les metía la mierda por los rincones y había que aceitarlas. Luego, puntería. Lorenzo, como buen montañés, ya había pegado tiros, pero el furtivismo no se le daba bien; nada que ver con el primo Celestino, el de Nerín, que a ese no se le escapaba ningún bicho. Envidia no le daba, que Lorenzo disfrutaba con otro tipo de caza en la que también se tocaba pelo. No es que en el campamento hubiera ocasión, que se veía a la concurrencia más salida que el pitorro de un botijo; igual que los naipes bien no se les daban, tampoco sabían aprovechar la ocasión.

Lorenzo la encontró —bueno era él— con una cocinera que estaba de buen ver; un desahogo siempre venía bien y, por si las moscas, se había traído la funda higiénica, detalle que la susodicha agradeció. Esos encuentros amenizaron las fatigas del día y el esfuerzo de las noches, cuando se contenía con las cartas en la mano. Ya llegaría el momento.

Llevaba tres meses en el campamento cuando hubo celebración. Los reclutas recibieron los uniformes —aunque conservaron el mono de faena para el diario— y juraron bandera. Hasta hubo ágape de pollo que no estuvo nada mal. Pero el descanso no duró. Quedaban tres meses más de fatigas, con malnacidos como el Timoteo abroncándoles cada vez que se despistaban en el despliegue o se perdían en la marcha nocturna.

Un día, el Timoteo llamó a Lorenzo, que se cuadró y soltó un «a sus órdenes, mi sargento» que ya le salía de corrido. El suboficial le inspeccionó de arriba abajo, comprobando que tenía el uniforme bastante decente, pero sin ese cuidado exquisito que huele a pluma. Le pidió el fusil para inspeccionarlo, y al revisarlo incluso se le escapó una media sonrisa.

—Soldado Bielsa, me ha sorprendido usted —que no le dijera «Lorenzo, cabrón» no sabía si era buen o mal signo—. Yo le veía a usted como un espabilado al que tendría que corregir, pero ha demostrado unas cualidades que no esperaba encontrar. Ese detalle de dejarse ganar a las cartas es de buen hacer. La Sinforosa va presumiendo de haberse llevado lo mejor del campamento, y la moza tiene buen gusto.

Vaya por Dios, pensó Lorenzo. Con razón se le erizaba el bigote cada vez que se acercaba el sargento. Ya le parecía de esos engendros cuya misión en la vida era cazar listillos, pero es que el Timoteo olía el aire. Cierto que la Sinfo era un poco bocazas, pero haberse enterado de las timbas… La que le iba a caer.

—Soldado, le veo un poco como era yo cuando aparecí por aquí, y creo que podría hacer carrera en la milicia. El capitán me ha pedido que proponga dos cabos, y he pensado en usted.

—Mi sargento, no sé si…

—Venga ya, que no me engañas. Lo sabes perfectamente. Más paga y mejor catre. Ahora bien, te advierto que tendrás que dar ejemplo, que ya he notado como te escurres. Hasta pensé en enviarte una temporadilla a la letrina, pero he pensado que te hará más efecto la sardineta. No me hagas quedar mal, y prepárate, que mañana os vacunan y en una semana salís para Valencia.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por reytuerto »

Una hora antes del ocaso del día de Nuestra Señora de las Nieves, el Almirante Urquijo ordenó lanzar tres voladores verdes desde San Pantaleón. Al poco tiempo el San Cosme respondió con 21 salvas, y a la lejanía, Echevarría desde el Derna, hizo lo mismo.

Dejamos una guarnición en el castillo y el grueso de nuestros hombres fue a pasar la noche protegidos detrás de los muros de San Pantaleón con guardia redoblada. Pero no tuvimos nada que temer pues nadie osó atacarnos y dormimos tranquilos hasta la mañana siguiente. Al alba, mandamos a dos compañías de quirisitanes a recorrer Hirado y, voluntariamente o a la fuerza, conseguir hombres que cavasen fosas, recogiesen los muertos y los enterrasen.

En tanto, volvimos al castillo, a recoger armas y yo a intentar encontrar cualquier cosa escrita en las humeantes ruinas de los aposentos del daimio. Ambas tareas nos fueron ingratas: nada de artillería, apenas conseguimos unos 160 arcabuces utilizables, algunas picas de abordaje, y aun menos espadas de lazo y pappenheimer, alguna de ellas de fabricación vizcaína. De los despojos japoneses, solo 300 kabutos cónicos, algo menos de do, los petos de metal que usaban los ashigaru, un centenar de yumis, hubo bastantes yaris pero las armas de asta no nos interesaban y varias docenas de armaduras de samurái completas, incluyendo la de Shigenobu Matsura. Por supuesto, dejamos que los hombres se quedasen con las katanas, tantos y wakisashi que más les gustasen. Y yo no pude ubicar cuales eran los aposentos del daimio, pues el incendio había dejado inidentificable el ala que presuntamente les servía de residencia. Un par de maltrechas y tiznadas banderas de la Compañía de las Indias Orientales serían exhibidas como testigos mudos de la participación holandesa en la guerra.

Una vez llenas las fosas comunes de los dos camposantos, hereje y pagano, fuera de las lindes de lo que fue el castillo; Urquijo minó lo que quedaba del tenshu y las fortificaciones secundarias, y con nuestras tropas bien protegidas de los cascotes en el fuerte, una impresionante explosión puso el punto final de nuestra incursión a Hirado.

El tamaño de la flota apresada era un problema pues tripular los dos galeones, dos pinazas, un vliege boote, el jaght y nada menos que 15 fluyts; además de los tres shuinsen japoneses significaría una importante sangría en nuestras propias dotaciones. Dejamos pasar tres días mientras los carpinteros hacían las reparaciones en los buques. Y aunque atareados, estábamos alegres, y todos los capitanes de mar y tierra, por las tardes departíamos en el alcázar del San Cosme, y cada cual brindaba con la bebida de su preferencia: vinos de Málaga, Marsala y Oporto, el aguardiente de enebro de los holandeses, orujo de hierbas de las Vascongadas y Galicia, té o sake.

- A ver, a ver. Caballeros, ¿cómo hemos de repartir las presas? – Urquijo se ufanaba riendo al mostrar los buques rendidos – como leal subordinado del Marqués del Puerto, debo de reclamar la parte del león para la Sociedad Mercantil de Nuestra Señora del Carmen.
- No, Don José Mario, dejad que Don Francisco elija primero para la Compañía de Santa Apolonia – se quejaba Don Marcial.
- ¡Cómo no! Después desta magnifica vitoria, a Don Francisco no se le puede negar nada.
- Pero antes de elegir, quiero escuchar a mis capitanes. ¿Don Marcial, Don Jerónimo que opináis?
- Demás esta decir que los galeones y pinazas pueden cruzar mejor el pasaje del Atlántico al Mar del Sud – el capitán del San Cosme daba una respuesta bien razonada – pero los filibotes se pueden acercar mucho mejor a los embarcaderos de las islas y cargar el guano.
- Además no precisan una tripulación numerosa, basta una quincena de hombres – Echevarría hablaba con propiedad pues había capturado muchas fluyt en los últimos meses.
- Yo os voy a confesar algo. A mí me gusta el jaght que tan elusivo fue para vos Don Miguel.
- ¡Ni me lo recordéis, Don Francisco! Ese condenado a todo trapo corre más que mi buen Derna.
- Pero no lo llame como los herejes, Don Francisco – la observación la hacía Girolamo Palermo, el capitán del Batavia en un tono socarrón - Eso no es un yat o como se diga, en cristiano es un patache de dos palos de toda la vida.
- A todo esto, hay que bautizarlos - el capitán Alonso se burlaba del enemigo derrotado - ¡y nada de traducir los nombres holandeses! Nadie va a querer un barco que se llame el "comerciante honrado" o el "marido fiel"...
- Fiel y cornudo - terminó Palermo con una risotada seguida por todos.
- ¡San Telmo! Es el patrón de los marineros, por lo que es justo que tenga su barco – terció Pedro Llorente, el capitán del San Lorenzo.
- Y si hay un San Telmo, no puede faltar un San Roque.
- San Andrés, su barca de pescador llevo a Nuestro Señor.
- Y San Sebastián, en memoria de nuestros hombres que murieron asaeteados por los paganos.
- ¿Por qué vosotros no os animáis a proponer nombres? – invite a los capitanes japoneses a participar.
- ¡Sakura Maru! – propuso el capitán de los Voluntarios de Shimabara, Koichi Nishimura - Sakura fiore bonita, Maru es barco en japonés.
- Mejore Sakura no kaze, viento que sopora sakura – agregó Aritomo más reflexivo.
- ¡Muy Bien! – los animé a seguir participando, para luego dirigirme al capitán de los voluntarios de Shimoshima, el hijo de Ashizuga Chuemon el jefe ronin de Amakusa que murió defendiendo a Amakusa Shiro cuando los ninjas atacaron San Lucas por primera vez – ¿vos que pensáis Takeo?

Nunca nos imaginamos lo que el joven Takeo Chuemon iría a hacer. Ruborizado hasta las orejas, dio unos pasos e hincó su rodilla y apoyó los nudillos de su diestra sobre la cubierta, inclinó la cabeza evitando el contacto visual y con voz áspera hizo una petición en el imperfecto castellano de Shimabara:
- Arimirante Uriquijo, Don Faransishuko, pido favore. En Karatsu vive Teresawa, daimio mucho maro, roba comida y mata kirishitans en Amakusa. Nosotoros mucha perea. Nosotoros ir Harajo y mucha perea. Tu vencer en Shimabara, Arimirante Cereceda vencer Shimoshima. Tú vencer Hirado, ahora tú vencer Karatsu. ¡Batsu!, Teresawa, ¡batsu!

Urquijo y yo nos miramos. Sí, la tiranía de Teresawa era una espina clavada en la garganta de los voluntarios de Shimoshima. Ellos habían visto caer muchos guerreros con banderas de Karatsu en los asaltos al castillo de Hara y sabían que a Katataka Teresawa le quedaban pocas tropas. A menos de tres días de navegación, sentían que podían redondear su victoria haciendo justicia al daimio que los había empujado a la rebelión.
- Jai, Chuemon Takeo, iremos – le dije mientras le ofrecía la mano para que se incorporase.

Esa decisión cambiaba todo el panorama, para comenzar ordenamos a los holandeses que terminen como pudiesen las reparaciones y zarpasen antes de tres días, de lo contrario los hundiríamos a cañonazos. Luego, mandamos a las balandras a capturar a cualquier barco grande que se hubiese refugiado en el rio Hiji. Encontraron dos higaki kaisen y los trajeron a San Pantaleón junto con sus tripulantes. Les hicimos saber que les pagaríamos si llevaban a todos los prisioneros, exceptuando a los dos escribanos, e incluyendo a los dos grumetes neerlandeses, a Karatsu. Sabiendo que no estaban en posición de negociar, aceptaron. Llenamos sus bodegas de arroz y sake (que nos sobraban, especialmente luego de las incursiones a Nagasaki y demás puertos) y pagamos 2 kin de plata (más o menos 5 libras) por el viaje y esa misma tarde los vimos partir.

En tanto, los capitanes de cada embarcación seleccionaron a los tripulantes de los que pudiesen prescindir, sin embargo, en los buques elegidos para ir a Karatsu, la sangría fue menor. El escuadrón de descubierta cedió a la polacra y a las dos balandras, pero ganó al patache, y Urquijo mandaría en un solo escuadrón a los 5 buques que estaban bajo sus órdenes desde la batalla del canal. Desde las naos do trato, pertrecharon las santabárbaras de todos los galeones con las últimas existencias de pólvora y bolaños, pues las balas de segmento eran inútiles contra cualquier fortaleza, tanto que los buques negros tuvieron que ser lastrados con el plomo holandés y sillares recogidos de las fundaciones de las ruinas de puesto hereje al otro lado del rio, pues calaban tan poco, que su estabilidad en mares agitados estaría comprometida.

Vimos zarpar renqueante al Santo Condestable, como último desafío, los herejes desplegaron en la popa la bandera de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, gesto que les serviría de poco si es que se encontraban con una borrasca imprevista. Horas después también vimos zarpar a los buques de Contreras y de Caires, y en medio de ambos, nuestros barcos negros y juncos, la flota holandesa rendida y los tres buques del sello rojo. Y con ellos iban de regreso los voluntarios de Goa y Macao, la compañía de mosqueteros de Tlaxcala y una de kirishitanes.

Urquijo eligió como capitán del patache a uno de los pilotos del San Cosme, Antón Mariño, un gallego del que se decía que podía leer la mar como nadie. Nacido en Malpica y hecho a la mar en Fisterra, había crecido entre dornas, bucetas y gamelas en las tormentosas aguas de la Costa da Morte, era un marino que conocía su oficio. Y la treintena de tripulantes eran hombres del norte, pues la mayoría habían sido cedidos por la Santa Apolonia.

Pero, del norte o del sur, católicos, protestantes, moros o paganos, todos los marineros son supersticiosos y los tripulantes del patache no eran la excepción, a las pocas horas de su nombramiento, estando revisando el jatch capturado con Urquijo, Alonso e Iñigo, Mariño me hacía saber los temores de la dotación.
- Señor Marqués, los hombres no se sienten muy seguros si han de afrontar combate en un buque sin bautizar.
- Eso no es problema Don Antón, aquí está Don Iñigo y en un santiamén tenemos al barco con nombre cristiano – intervino un distendido Marcial – Victoria de Oriente es buen nombre, nos hace honor a todos.
- No, no. Debe ser un nombre que ligue el destino de sus maderos con el de su dueño – terciaba Urquijo sin dejar de comer su ración de queso de bola – ¡San Francisco del Mar!
- Ese nombre no anuncia la fama del que lleva adentro – insistió el capitán del San Cosme – que todos sepan que el patache es lo que queda de la flota hereje de Oriente. Que decís Don Francisco…
- Hijos míos, dejadme hablar – Eneco que había estado escuchando cuidadosamente la conversación, se adelantó a mi respuesta con suavidad – la elección del nombre es importante, porque creo que va a ser como el almirante Urquijo dice… pero, aunque me regocijo por nuestras vitorias también debo cuidar vuestras almas. Y es mi deber recordarles que el Mártir Santiago Miki velaba por la salud del alma del marqués aquí presente con tanto celo como buscaba la salvación de los quirisitanes. Y yo sé que él jamás hubiese querido que la vanidad corrompiese el alma de su amigo – el cura vasco me miró por un instante, recordándome la conversación de hace unos pocos días, y continuó – y el nombre que vos proponéis Don Marcial en realidad lo que hace es alentarla, y ¡Ay! todos sabemos que la vanidad es el pecado preferido del Diablo.
- ¡A fe mía cuánta razón tenéis! – se resignó Marcial bajando la mirada – Vos veis más lejos y más hondo que un marino.
- ¿Qué os puedo decir, Don Iñigo? Habéis hablado como mi hermano Santiago lo hubiese hecho, y eso acaba cualquier discusión. ¡Sea! El patache se llamará San Francisco del Mar.

En una sencilla ceremonia, con toda la tripulación reunida, Iñigo bautizó y bendijo al patache. Con los miedos aquietados, los hombres siguieron mejorando el buquecito con artillería de bronce de 12 y 6 libras, y velas de seda, teñidas de índigo, tomadas de uno de los shuinsen capturados. Y mientras la dotación se afanaba, los capitanes nuevamente se reunían en la cámara del San Cosme.

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- Señorías, ya habéis visto partir a Don Nuño, el marino que más conocía estos mares. Pero nos dejó buenos mapas, ved, para llegar a Karatsu podemos tomar dos rutas: la más septentrional, va por el norte de las islas Madaro y Kakara, en tanto la del sur corre por el norte del cabo Hado, vedlo aquí – dijo señalando el portulano portugués – como podréis suponer, la ruta del norte nos va a llevar cerca de los higaki kaisen que hacen el recorrido desde la Isla Grande hasta Kyushu, China y Corea, lo que es desventajoso para nuestros planes…
- Almirante – interrumpió respetuosamente el capitán Malatesta – no os sigo. ¿No hemos enviado primero a los sobrevivientes de Hirado a Karatsu justamente para que comuniquen el mal que les va a caer encima? ¿Por qué decís que es una desventaja que nos vean?
- Sois un capitán avispado, Don Andrés. Sí, queremos que el miedo vaya por delante, pero no deseamos que sepan cuando vamos a llegar, queremos que se sientan colgando de un hilo.
- ¿Eso para qué? – preguntó Palermo – si igual debemos de llegar.
- El dolor que más duele, es el que se teme Don Gerónimo – respondí calmadamente – se lo dice alguien que sabe de dolor.
- El Marqués ha hablado con sapiencia – Marcial apoyó lealmente mis palabras – nuestros bolaños pueden destruir una fortaleza, pero el miedo es lo que les va a quebrar el alma.
- Ese es el punto, Don Marcial. Y si vamos por una ruta concurrida como la del norte, alguna kobayabune rápida puede devolverse sobre su estela y avisar en Karatsu.
- En tanto, si llegamos sin previo aviso…
- El miedo los invadirá de golpe.
- Veis, Don Jerónimo – sonreía Urquijo – aquí conversando se aprende mucho. Pero la ruta del sur tiene un problema, solo tenemos el portulano, pero no es una carta como tal, no tenemos las profundidades de una costa que parece traicionera, y será menester ir sondeando la ruta. Mas, ¡no queremos ir arrastrándonos como una babosa!
- Mandad adelante a Mariño – sugirió Algorta, que conocía las mañas del gallego – Don Antón huele los roquedales arteros así estén a 5 pies bajo las olas.
- ¿Qué decís, Don Antón? ¿Podéis guiarnos sin embarrancar?
- Almirante, ir a más de 5 nudos por mares desconocidos, me parece temerario, y el San Francisco cala poco, pero yo creo que se puede hacer.
- ¿Cree?
- Sí, sí puedo, Almirante.
- Guiadnos entonces, Don Antón. Pero la sonda no se guarda, apenas tengáis la duda, hacédnoslo saber.
- Volador amarillo – acoté para que no quedasen cabos sueltos – dos, si es que el bajío es cercano.

Una semana después de haber tomado el castillo de Hirado, zarpamos hacia Karatsu, el San Francisco encabezaba la formación, seguido de los dos bergantines y la Santa Apolonia. Luego el Martir Nicolas, Macasar, Batavia y cerrando el escuadrón, el San Cosme. El viento soplaba de Poniente a Levante, por lo que nos llevaría con rapidez.

Mariño nos condujo bien, y nuestros temores eran infundados, pues, aunque las aguas cerca de la costa eran muy peligrosas, a medio cable de distancia, la profundidad aumentaba bruscamente. Pasamos el cabo Hada con holgura a dos o tres cables de distancia de una y otra ribera, y luego de doblar los acantilados de Nanasugama, entramos en la bahía de Karatsu, cruzamos entre las islas de Oshima y Takeshima, y luego de dejar atrás al islote de Torishima, en la mañana del día de San Marcelo de Apamea el escuadrón de Urquijo se plantó frente al castillo de Karatsu.

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Con parsimonia, sin prisas, desde el Santa Apolonia, San Cosme y Macasar se desplegaron unas banderas con dos gritos que los voluntarios de Amakusa habían hecho suyos desde que Cereceda rompió el sitio a finales de invierno: “¿Teresawa doko ja?” (“¿dónde está Teresawa?”) y “Batsu”, si Katataka Teresawa tenía alguna duda de las intenciones de nuestros buques, ahora las habíamos despejado con claridad.

Una hora antes del mediodía, evolucionamos en línea de combate, casi en el mismo orden en el que llegamos, pero con las velas mayores recogidas y las portas abiertas. Pasamos despacio, con laxitud, amenazantes. Dimos la vuelta, regresamos contra el viento y a mediodía, cuando el patache San Francisco del Mar se puso frente al tenshu, un disparo de 12 libras inició el bombardeo.

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!Brummm, brummm, brummm! Urquijo había ordenado no golpear tanto los muros como los edificios, pues no había ni tiempo, ni voluntad, ni intención de destruir la fortaleza como hicimos en Hirado, pero sí de hacer desaparecer toda la ostentación por la que el castillo de Karatsu era conocido. Así pues, en esa primera pasada con el viento a favor, todos los cañones de la escuadra se concentraron sobre la torre del homenaje, pero cuando giramos a sotavento para ofrecer la otra banda, nuestras atenciones se concentraron en las defensas secundarias y terciarias, las barracas y los almacenes. Así estuvimos hasta las cuatro.

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Urquijo examinó con su catalejo y al ver el lastimoso estado del castillo, sin dejar de mirar sólo dijo complacido “les dimos duro”. Pese a disparar proyectiles sólidos, varios incendios se alzaban sobre los muros y la otrora orgullosa torre, ahora era una ruina. Pasaríamos la noche más allá de la isla de Tokeshima, lo suficientemente lejos como para no invitar al enemigo a sorprendernos en la oscuridad.

Sin embargo, sí consiguieron sorprendernos a la mañana siguiente. Un solitario kobayabune de 16 remeros se acercó con banderas desplegadas, y en un lugar bien visible banderas blancas y haces de cañas: venían a parlamentar. Mientras bogaban hacia el San Cosme, ordené formar a los mosqueteros japoneses y españoles con sus mejores arreos. A falta de un buen traductor, nos tendríamos que apañar con el chamullo nuestros capitanes.

Por la escala subió a nuestra cubierta el karo de Karatsu, el subordinado de más alto rango del daimio, Norihisa Mizuno. Fue recibido con fría corrección, sin cordialidad y sin honores. Pero si iba a poner en escena una pantomima, por lo menos el escenario sería el adecuado. Urquijo y yo, solemnes con nuestras medias armaduras, y yo con la máscara de oro que me hizo Lope de Toledo, sentados frente a una mesa con mantel, y al otro lado de la misma, una banqueta para el karo. Detrás de nosotros, de pie, los capitanes quirisitanes con las mejores corazas tosei gosuko y kabutos Takao Chuemon y Aritomo Goto, y entre ellos, Burgos sosteniendo la bandera del Hospital y la Reina.

Luego de las presentaciones de rigor, Mizuno extrajo un papel y leyó en voz clara:

神々と天皇に、祖先に、そして私を信じてくれた人々に、恥をもって頭を垂れる。
南蛮の力を打ち破ることができず、ここで我が剣は止まる。
武士たちが名誉をもって倒れるのを見、敵が力と策略において成長するのを見た。
私は彼らを打ち破ることができなかった。私の判断は浅く、剣は弱く、戦略は不十分であった。
勝利を得られなかったとしても、我が死が義務を果たした証となることを願う。

Invité a los quirisitanes a la diestra de nosotros y le pedí a Aritomo traducir la carta.
- A dioses de Nihon, a rey de Nihon, a ancestoros, a homberes, yo tener vergoña. Yo no derotaro a nanban, mi katana no fuereza. Mis samuráis morire con honore, mis nemigos fueretes, sabios. Yo no derotar. Mente mara, katana no fuerete. Yo morire, yo debere cumpirire, yo no vitoria.
- ¿Qué es esto? ¿Teresawa quiere blanquear su derrota? – detrás de la máscara, mi voz sonó irreal - No nos ha vencido nunca, ni en Hara, ni en Shimoshima, ni en Karatsu. Le hemos roto los dientes, los brazos y las piernas. Lo hemos derrotado siempre. ¿Y viene a decirnos que cumplió con su deber? ¡Amakusa se rebeló porque los mataba de hambre y los perseguía por su fe! Aritomo, decidle palabra por palabra lo que he dicho.

Vimos al karo enrojecer de vergüenza, no acostumbrado a un lenguaje tan directo, tan lejano de las convenciones japonesas. Desde su punto de vista, bien ganado teníamos el nombre de nanban, los bárbaros del sur. Balbuceó una respuesta que, con voz áspera, Goto tradujo:

- Matar kirishitans, ordene de Shogún. No llover, seco en Amakusa, poco kome.
- Si sabía que había llovido poco y que las cosechas fueron malas, no debió agobiar a los campesinos con el 80% de impuestos. Los mataba de hambre – la lógica de mis palabras era de una desnudez que descolocaba al nipón, que enrojecía cada vez más - ¿Cómo va a disculpar esta vez a su amo?
- Mucho koku, mucho kome para Shogún…
- ¡Mentira! – rugió mi voz detrás de la lámina de oro – ¿Vos a quién queréis engañar? ¡Era para construir el tenshu del castillo de Karatsu! Tenshu que por cierto dejamos en ruinas ayer. Que Teresawa Katataka sepa que su muerte es insuficiente. Si no se disculpa por lo que hizo, para mañana, la muerte caerá sobre Karatsu. Idos de aquí.

Una vez desembarcado Mizuno, Urquijo rió con ganas.
- ¡Ah, Francisco! No sabía que habíais aprendido tanto de Antoñita Ximénez, ¡sois un actor consumado!
- ¡Nah! Las máscaras son un recurso que conocían los griegos y romanos.
- Arigato gozaimashita, Haisha-Sama, agradeció Takao – sonrojándose tanto como cuando nos hizo la petición en Hirado – Tu castigare Teresawa, ¡Batsu!
- No tenéis nada que agradecer, hemos venido a hacer justicia.
- Y aún nos queda munición para hacer arder a Karatsu – Urquijo agregaba enfático – las palabras de Don Francisco tienen el respaldo de la pólvora. Respirad tranquilo capitán Chuemon, Amakusa tendrá la cabeza de Teresawa.
- Arigato gozaimazu, Arimirante.

Los dos días siguientes fueron un tira y afloja, ya no se discutía la vida o la muerte de Teresawa, lo que estaba en debate era donde y como sería. Urquijo exigía que fuese en la cubierta del San Cosme, una ejecución de un noble culpable a toda regla, pero los japoneses deseaban la privacidad del seppuku. Al final, con la anuencia de los capitanes quirisitanes, accedimos en el harakiri, pero nos entregarían el uma-jirushi, el kabuto ornamentado y el resto de la armadura, la katana, el wakisashi y sobre todo el tanto utilizado en el suicidio y el poema de despedida. Las condiciones fueron aceptables para Norihisa Mizuno, que se retiró agradecido.

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Uma jirushi Teresawa Katataka

Finalmente, el 17 de agosto del año de nuestro señor de 1638, el kobayabune de Karatsu llegó con una caja de madera de ciprés japonés con todo lo que exigíamos. Los quirisitanes, en perfecta formación en la cubierta del San Cosme, estaban contentos y emocionados
- Debimos haber pedido la cabeza. O por lo menos que uno de los nuestros se la cortase.
- No, José Mario, así está bien.
- ¿Y si Teresawa se está riendo en Karatsu porque caímos en su ardid?
- No, Arimirante. Si Teresawa no coretare bariga, mucho maro. No honore – Chuemon trataba de explicar con las limitaciones de su corto vocabulario la enorme vergüenza de recular ante el seppuku – Mejore para Teresawa morire. Más honore.
- ¿Qué ha escrito? – Urquijo preguntó intrigado.
- Uritima parabara. Parabara de muerto.
波は退き、
刀は砂に休む。
唐津の陽は輝き、
我は夕日の風に従う。
- Por favor, Aritomo que dice.
- Jai, Haisha-San: Ora de mare va/katana cae suero/Sore Karatsu birillar/Yo seguire viento.
- ¿Ni una palabra justificando sus errores? - bufó Urquijo.
- No, José Mario. Os puedo asegurar que, en ese brete, Teresawa estaba más interesado en que el poema le quedase bonito, a que un notario lo exculpase ante el válido o el mismísimo emperador.
- Capitanes quirisitanes, ¿vosotros estáis satisfechos aun sin ver la cabeza?
- ¡Jai, Sí, Arimirante!
- Entonces yo también. Don Marcial, 21 salvas anunciando la vitoria. Y rumbo a San Lucas, ya nada nos retiene en Karatsu.


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Historia de la vida de Don Francisco de Lima, cirujano real y capitán de las huestes de S.M. el Rey

Por Don Pablo de Luque, alumno dilecto de Don Francisco, cirujano militar, viajero y cronista.


Capítulo XLV
Donde se cuenta el último asalto pagano al castillo de Hara y la capitulación del general Matsudaira



Dilectísimo lector, vuestra merced debe saber que mi corazón estaba encogido cuando vi partir las escuadras de los almirantes Cereceda y Urquijo, no porque temiese que la victoria no coronaría los afanes destos notables marinos, sino porque San Lucas se quedaba sin la protección de sus cañones, a merced de ciento cincuenta mil paganos deseosos de venganza.

Pero los quirisitanes infatigables como siempre, no dejaron su buen hacer en ausencia de los jefes europeos. El capitán Saigo Hirada, con una paciencia y meticulosidad digna de su raza, se dio el trabajo de hacer un mapa, y con este, apuntar cuidadosamente los campos de tiro de todos sus cañones, especialmente el de los obuses. Todas las bocas de fuego estaban señaladas, hasta el más insignificante mortero. Y no había día que no dejasen de practicar.

Y los mosqueteros tampoco mostraban cansancio a la hora de entrenar, desde tempranas horas de la mañana haciendo ejercicios y peleas ficticias a mano desnuda, para luego pasar a practicar con bordones de 7 pies de largo, para finalmente disparar sus armas y hacer lo que José de Burgos llamaba “esgrima de breda”. Los capitanes quirisitanes Arie Kenmotsu y Masuda Yoshitsugu al frente de los guerreros de Amakusa y Keiji Sakuda y Takeo Ota, mandando a los de Shimabara exprimían a sus hombres hasta el cansancio. Pero gracias a estos esfuerzos, los quirisitanes estaban, tal como Don Alvaro decía, a la par de cualquier infantería de Europa.

Y los talleres seguían reformando las armas capturadas a un buen ritmo. Mientras los herreros y orfebres seguían haciendo llaves de piedra tipo miquelete, los carpinteros hacían las culatas, y los espaderos los estoques breda. Si los paganos atacasen hoy mismo San Lucas, el fuego de los mosquetes sería superior al de los arcabuces, a diferencia de lo que pasaba en el invierno. Además, aunque las existencias de granadas de fierro eran grandes, los alfareros seguían haciendo las más ligeras de cerámica.

El capitán Ezcurra al mando de su menguado escuadrón patrullaba las aguas cercanas a Minami Arima y de vez en cuando la San Esteban iba hasta los puertos al este daba unos cañonazos, hundía unas cuantas gabarras y regresaba. La kobayabune de Reihoku, cada dos o tres días venía trayendo las noticias de Shimoshima y se iba con mosquetes. De querer atacar, el válido del Japón también la hubiese pasado mal ante el castillo de Tomioka, pues además de la compañía de infantes que Cereceda dejó allí, muchos de los quirisitanes que llegaban también eran ronin con experiencia en armas.

Tal como mi maestro me había recomendado, procuraba conversar con Gokusan, preguntándole si sabía de alguna novedad. El jefe de los tekiya tenía ojos y oídos, no solo en San Lucas, sino también de alguna manera, se lograba enterar de las cosas gordas que ocurrían en el campo enemigo. Por eso, paré las orejas cuando me dijo que quería conversar con los jefes de nuestro asentamiento.

- Paburo-San, rápido, tu llamare jefes kirishitan. Jefe de botes también. Poronto.
- Jai, Gokusan, jai.

Suponiendo que ellos se iban a comunicar en japonés, pasé por Isabel para que nos tradujese a mí y a Ezcurra. Lo que nos dijo, no era tranquilizador.

- Matsudaira va atacar pronto. Va a atacar con todos sus hombres. Si no conquista Harajo pronto, va a llevar mucho deshonor para él y su familia. Como sabe que los barcos se han ido, va a atacar con piratas woku.
- Nosotros ya los derrotamos – Ezcurra le explicaba al jefe tekiya – sus barcos no son mejores que los nuestros.
- Sí, Ezucura-San. Pero tú tienes 8 barcos solamente. Ellos ya pelearon contra ti y saben que tú los ganas. Pero ellos no quieren pelear. Ellos van a desembarcar piratas en las playas. Ellos son muchos, tu pocos, los que se te escapen van a llegar a las playas.
- Matsudaira tiene cien mil hombres – dijo el veterano Masuda.
- Casi ciento cincuenta mil –corrigió Gokusan - En tres meses han seguido llegando hombres de Osumi, Hyuga, Satsuma y Bungo.
- Vamos a necesitar todos los teppu en las murallas.
- Y todos los cañones.
- Sí, Hirada-San. Todos los cañones para detener el ataque por tierra. Pero si los woku desembarcan por la playa van a hacer mucho daño, si no se les contiene.
- Tienes razón Gokusan. Desde la playa es fácil atacarnos por la espalda.
- Jai. Tenemos que contenerlos en la playa.
- Yo he peleado contigo en las murallas, Gokusan – Arie Kenmotsu recordaba como tekiyas y hombres de Shimoshima resistieron juntos el terrible asalto que pensábamos iba ser el último – Di, que piensas.
- Hay muchos lanceros y arqueros que no son útiles en las murallas. Dámelos y yo con los tekiya defenderemos las playas. Dame 100 teppu y 2 cañones pequeños y los woku no van a pasar.

Los jefes nipones se miraron. Sí, Gokusan era un tekiya, casi la hez de la pirámide social japonesa… pero tenía razón y había luchado valientemente cuando estábamos in extremis. Si mi maestro había confiado en él, ellos harían lo mismo.

- Jai, Gokusan – respondió Sakuda asintiendo - Te daremos los a los arqueros y 3000 lanceros. ¿Tu cuántos tekiya tientes?
- Ahora tengo 40, pero todos saben usar bien la espada.
- Cierra con espadas las brechas que dejen los lanceros, casi todos solo son campesinos que no han peleado nunca.
- Jai. Yo voy a detener a los woku con flechas. Pocos van a llegar a los lanceros.
- ¿Sabes cuándo va a atacar Matsudaira?
- No se la fecha, pero será pronto. Los wokou tienen sus fuerzas completas, pues huyeron en la batalla de Minamishimabara y están listos. Cuando los veamos aparecer por el mar. Matsudaira atacará por tierra.

No tuvimos que esperar mucho. Cuatro días después, el día de San Roque, vimos que el horizonte se llenaba de mástiles, era la flota pirata vasalla del marqués de Satsuma. Ezcurra los esperaba con su zabra, lorchas y filibote, pero sucedió tal como Gokusan había dicho: la línea pirata era tan extensa, que aunque en pocos minutos, nuestros buques los empezaron a cazar, muchos los rebasaron y llegaron a nuestras costas.

Y desde tierra, multitud de paganos avanzaban hacia nuestros fosos y muros. Ya no estaba el Frisias ni los demás navíos para ofenderlos en su propio campamento. Pero estando a medio camino, nuestra artillería comenzó a disparar y pluguiese a Dios que cada tiro fuese certero. Primero las granadas de a 18 libras, las explosiones dejaban grandes huecos en las líneas de lanceros, pero fueron los bolaños los que hicieron más daño, pues arrancaban piernas y cabezas a lo largo de su vuelo. Empero, como Matsudaira puso toda su furia en la acometida y tan prietas estaban sus huestes, que grande fue la mortandad destos.

Pero eso no los detuvo.Y mientras las grandas y bolaños seguían dañándolos, sus vanguardias ya llegaban a los fosos y eran castigadas por los morteros. Y los que los estaban cruzando el campo, recibían el fuego de nuestros mosqueteros. Una y otra vez, el fuego escalonado de seis mil mosquetes formó una pared invisible que los paganos, pese a su valor, a duras penas podían atravesar.

Con ojo experto, Gokusan dijo que los piratas no iban a intentar desembarcar en Minami Arima, pues era el único sector que disponía de muros hacia el mar. En cambio, las playas a espaldas del sinomaru, y en menor medida, del ninomaru, eran las más vulnerables, y lo que es peor, a tiro de flecha de la playa, estaban nuestros cañones desprotegidos. Ahí fue donde Gokusan se plantó con sus tekiya, mil lanceros, doscientos shashu, arqueros entrenados deseosos de mostrar su valía, y cien mosqueteros.

Y ahí fue donde desembarcaron. De tres wako-sen de buen porte salieron 150 piratas bien armados, todos con katanas, una docena con naginata, las alabardas japonesas, y por lo menos la mitad con lanzas, otra docena arqueros y veinticinco arcabuceros con tanegashimas de mecha y sin culata. Pero ni bien pusieron pie en tierra, Gokusan ordenó soltar las flechas a sus arqueros y muchos piratas, sin el beneficio de una armadura, quedaron asaeteados en la playa.

Los wokou intentaron disparar sus arcabuces, pero una llave de mecha mal se aviene con la mar, y solo tres de sus armas pudieron hacer fuego. Nuestro jefe tekiya debe haber sonreído, pues sus mosquetes estaban secos y listos, y cuando después de tres descargas escalonadas disipóse el humo, más de cincuenta contrarios yacían muertos o en agonía. Los sobrevivientes intentaron resistir, mas las flechas certeras y continuas no les consintieron ni avanzar, ni defenderse. Otra vez los mosqueteros dispararon tres nuevas descargas que apenas dejaron una veintena de piratas vivos, que con desesperación intentaron volver a sus bajeles. En ese momento nuestros lanceros atacaron con los tekiya a la cabeza y en un violento combate los mataron a todos. Con grande astucia Gokusan ordenó esconder los cuerpos pero dejando a la vista las naginatas, así desde la mar, parecería que los wokou habíanse hecho fuertes en la playa.

Otros dos waku-san intentaron entrar en el fondeadero de Minami Arima. Craso error. Yo desde el hospital al lado de la iglesia me percaté de las intenciones de los malos y avisé a los artilleros de las cuatro culebrinas de a 16 y de los dos obuses de bronce, los cuales ni cortos ni perezosos solo giraron las cureñas y dispararon hacia los bajeles piratas a quemarropa, sus maderos no resistieron, y zozobraron casi en el acto. Los lanceros no tuvieron piedad con los náufragos y los ensartaban ni bien llegaban a la orilla.

Empero, el más cruel embate estaba por venir; en un esfuerzo final, 5 bajeles con la enseña de las Ryukyu cayeron en el ardid de Gokusan y tornaron a desembarcar junto a los buques varados. Doscientos hombres se plantaron en la playa, mas cuando los bellacos intentaron avanzar, vieron con espanto que no los esperaban sus secuaces, sino un muro de acero y resolución. Esta vez el fuego de los mosquetes no se hizo esperar, y las flechas volaron aun cuando el humo era tan denso que no dejaba ver a cincuenta pasos de distancia. Muy tarde para devolverse, los piratas veían menguar sus números con rapidez. Con el brío que da la desesperación, acometieron con lanzas, espadas y alabardas, mas cuando llegaron a nuestras filas, ya su ventura estaba fallida, y los tekiya junto con los lanceros los aplastaron sin compasión.

En los muros el combate era feroz. Los paganos se arracimaban a los pies de las murallas intentando subir por sus escalas de asalto y desde los parapetos los nuestros les soltaban granadas de fierro y de loza, que causaban muchos muertos y aún más heridos, cuyos ayes se sumaban a los gritos de batalla, los disparos y las explosiones. A unas decenas de pasos más atrás, los morteros no paraban de disparar; mientras que, protegidos por las almenas, los quirisitanes con espadas y alabardas cortaban manos y cabezas de los enemigos que intentaban coronar la muralla.

Comprended sapientísimo lector, que, si hubiese sido una traza lineal japonesa, ésta ya hubiese caído ante semejante marejada de gente, pero el Almirante Urquijo, hombre experimentado en los rigores de la guerra de Flandes, había trazado bien nuestras defensas, y cuando un cuerno del hornabeque flaqueaba, desde el otro disparaban sobre el costado o la espalda de los malos que subían. Así, los muertos enemigos se amontonaban grotescamente unos sobre otros. Pero lo peor de la lucha esta vez se lo llevó el bastión de la puerta, alentados por escuchar el fragor del combate en la playa, los paganos hicieron allí su mayor esfuerzo. Y fue menester llevar dos compañías de mosqueteros desde Minami Arima y cien arqueros del tenshu para poder repeler sus ataques. En el fragor de la lucha, tres hermanos de Simosima destacaron por su valor, rechazando en las almenas con espadas cortas y hoces a cuanto atacante osase intentar poner pie en nuestro muro.

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Todo aquel día no cesaron los contrarios de intentar tomar la muralla, e incesante era el flujo de infieles que, a despecho de la grande mortandad que nuestros cañones les causaba, perseveraban en su porfía. Pero mientras los chiquillos de Shimabara llevaban incansables, azumbre tras azumbre de té o de agua con vinagre para aplacar la sed de nuestros hombres, y desde las cocinas las niñas llevaban canastas de mochi hasta la primera línea; el sol de Agosto requemaba los gaznates de los paganos, y el cansancio hacia mella en ellos. A las cinco de la tarde, cuando los sentimos flaquear en sus esfuerzos, les arrojamos las botellas de aceite de piedra que reservábamos para cuando los que flaqueásemos fuésemos nosotros, y ¡loado sea el Señor! funcionaron. En medio de espantosos gritos, los guerreros enemigos se alejaron de los muros, poniéndose a tiro de nuestros mosqueteros, así los que no murieron abrasados, fueron abaleados o asaeteados. Cuando la San Esteban, luego de hundir o ahuyentar a los últimos bajeles wokou, se acercó al flanco pagano y comenzó a disparar inclementemente a los malos que intentaban asaltar el bastión de la puerta, el ánimo del enemigo se resquebrajó y lentamente se fueron retirando.

La luna estaba en cuarto menguante, y aunque con menos intensidad, la lucha continuaba en las penumbras. Pero desde que cedieron la base de las murallas, los paganos no se volvieron a acercar. Tímidamente al principio, y luego con más fuerza y frecuencia empecé a oir los gritos de “¡Santiago!” y “¡Viva Kirishitu Rey!”. No intentamos hacer una salida nocturna, ni Gokusan organizó a los suyos para un masivo pillaje. Más bien, los nuestros se mantuvieron con guardia redoblada en las murallas. Ya estaba bien entrada la noche cuando los niños subieron la cena, hubo caballa o sardina asadas a la brasa con arroz y verduras encurtidas, uno o dos sorbos de sake, y té. Disparos esporádicos indicaban que el ejército Tokugawa aun intentaba sorprendernos, pero ya nos sabíamos vencedores, y a oscuras, el Páter Manuel quiso oficiar una misa y el te deum.

Durante la noche, José y yo, junto con Norimasa, Daigoro y Saburo sacamos flechas, cauterizamos heridas, suturamos cortes y amputamos miembros. Doña Marina e Isabel junto con docenas de mujeres, incansables, lavaban y vendaban a los heridos. Con todo, tuvimos 122 heridos y mutilados, y poco más de 400 muertos. Me parecían pocos para la intensidad y duración de la batalla.

Pero fue con el amanecer cuando me di cuenta de la dimensión de la derrota del enemigo, desde sus murallas hasta nuestros muros, el suelo estaba tapizado de muertos. En algunos sectores, los fosos estaban llenos hasta el borde de cadáveres, y en los lugares del muro donde la lucha había sido particularmente intensa, la pila de cuerpos superaba la altura de un hombre. Quedamente, se escuchaban miles de lamentos, pero con el enemigo a la vista, nadie en San Lucas tendría la insensatez de ir a aliviarles las penas. Poco a poco, salieron destacamentos enemigos a recoger a sus muertos. Primero buscando los cascos de los cornudos, luego los abanderados y samurái, finalmente los ashigari.

Subí a la muralla y encontré a los capitanes Masuda y Sakuda, que diligentemente habían puesto a jóvenes soldados a contar a cuantos muertos se estaban llevando.
- Enhorabuena, capitanes. Grande vitoria vuestra.
- Jai, Paburo-San. Mucho vitoria – dijo el veterano Masuda, señalando al campo – mucho muerto maro.
- ¿Tu saber cuánto muerto quirishitan?
- Jai, Sakuda-San, 417 muertos y 122 heridos.
- Poco.
- Jai, pocos. ¿Y los paganos?
- Ellos contare – señalo a los jóvenes - Mañana sabere. Mucho maro muerto.

Por la tarde, otra vez trayendo buenas noticias, vimos llegar a la Rosa de Santa María, acompañada de las dos balandras. Con ellas nos enteramos de la magnifica vitoria de Don Francisco en Hirado. El jefe de la artillería, Saigo Hirada-San, habiendo escuchado que así se saludaba en Europa, no quiso que San Lucas fuese menos y la tranquilidad del ocaso fue rota por las 21 salvas de rigor. Y por segundo día consecutivo, Don Manuel ofició una misa de acción de gracias.

A los dos días, cuando Matsudaira terminó de recoger a sus caídos, pusimos números a nuestra vitoria: ¡22 mil paganos muertos! En todas las batallas anteriores, nunca les habíamos matado tantos. Es verdad, esta vez atacaron con furia desesperada y se amontonaban como si deseasen buscar la muerte, porque de las batallas anteriores, ya habían aprendido que así eran más vulnerables al fuego de cañones y mosquetes. Pero, !Válgame Dios! yo veo como acto de justicia divina que hayan sido los mismos quirisitanes, solos, los que doblegaron a los que pretendían doblegarlos.

Las noticias buenas ¡Vive Dios! no terminaron ahí, en los días siguientes fueron llegando primero los buques de Don Jerónimo y luego los de Don Nuño. Pero nadie en San Lucas esperaba ver tantos buques capturados ¡una flota entera!, especialmente grato fue ver entre las presas, los galeones que nos cañonearon cuando se inició el sitio. Pronto el embarcadero quedó chico, por lo que el capitán Contreras tomó una decisión sabia, y sin que la tripulación tocase tierra, mandó a Reihoku a terminar las reparaciones los dos galeones y las dos pinazas tomadas a los herejes.

El día de San Bartolomé, llegó el Almirante Urquijo y el resto de su escuadra, y Don Francisco venía en el esquivo buquecito que se le había escapado al Derna, ahora con velas de seda de un azul oscuro. Dos semanas más tarde, el día de Santa Regina Mártir, llegó el Almirante Cereceda y nos enteramos de la vitoria en Edo. La campaña del Japón había terminado o al menos, eso creía yo.

Desde que tocó tierra, mi maestro se reunió con los maestros toneleros de los principales buques y con Daigoro Ishikawa, el jefe de los carpinteros, al poco tiempo, de los talleres de San Lucas salieron tambores casi listos. Los parches se los darían los kawata, los tan despreciados curtidores. Cuando supe que el origen de la piel eran las espaldas de nuestros enemigos, le pregunté a Don Francisco, no sin horror, la razón de esto.
- Es lo que dije que iba a hacer – me respondió con tozudez – y siempre procuro cumplir lo que digo que voy a hacer. Voy a volver a beber del cráneo de Matsukara, voy a exhibir su pellejo y las pieles de guerreros Tokugawa, sonarán en nuestros tambores.
- Pero esto no es de cristianos.
- Pablo, ¿acaso no exiben los miembros cuarteados de los salteadores de caminos en los pueblos de España? Y os recuerdo que en Lima aún cuelga de una jaula la testa del traidor Hernández Girón, decapitado hace 80 años.
- Pero para los japoneses, tratar de esa manera a los cuerpos, es muy deshonroso.
- Depende, mi buen Pablo – me respondió con condescendencia – ¿No recordáis acaso todas las cabezas que jaloneaban el camino a Edo? Fijaos, los kawata, los curtidores, son tenidos en su propia tierra como impuros, han hallado en los parches su venganza secreta: curtieron la piel del daimio, la de sus vasallos y la de sus guerreros. Ellos, doblemente despreciados por curtidores y por cristianos, de esta forma trocaron la afrenta en memoria y retribución.
- ¿Y vos que pensáis?
- Voy a colgar lado a lado, al felón holandés con el pérfido nipón, y voy a exhibir los kabutos de los daimios de Shimabara, Hirado y Karatsu, y el yelmo de Coquebuque – y percibí por un instante, un brillo de cólera y furia en sus ojos, para luego volver a su mirada más apacible - Y cuando vengan los nipones nuevamente, haré que oigan como suenan las cajas paganas y las cajas herejes.

Os he de confesar, avispado lector, que las cajas sonaban bien. Los japoneses tenían tamborilleros con el oído bien afinado, solo les habían faltado los instrumentos. Cuando los tambores de las compañías de mosqueteros se juntaban con sus pares nipones, se oían muy marciales, Oriente y Occidente reunidos en un imperio en el que jamás se ocultaba el sol.


Tambores de la compañía galesa de la Guardia Real Española y cajas taiko de la Sociedad Patriotica "Defensores del Castillo de Hara", de Tercera.

A los dos días de haber fondeado la escuadra de Cereceda, un heraldo japonés acudió a la muralla con un haz de cañas en la mano, esta vez hablando bajito y con cortesía, comunicaba que Matsudaira Nobotsuna y sus generales, pedían parlamentar. Les dijimos que en tres días, frente a nuestros muros, al este del cuerno este del hornabeque.

Diligentemente Don Francisco ordenó que construyeran anchas pasarelas sobre los fosos, con pasamanos de mecate forrado en tela. En el lugar designado se erigió un amplio pabellón, aprovechando para el techo las velas de los galeones japoneses capturados, que eran de seda azul; en tanto, las paredes eran de lona blanca y el piso de tatami. Los hombres del sargento Carrillo, nuevamente se pusieron a sacar brillo a las armaduras que usaron meses atrás en Edo, y nuestros capitanes japoneses, buscaron entre los cientos de armas capturadas, las espadas de mejor factura, las corazas más finas y los kabutos más elegantes. Los jefes europeos, lavaron sus casacas y sacaron lustre a sus botas, correas, petos y morriones, José de Burgos, limpiaba con esmero su morrión cincelado y trataba de hacer que las plumas de urogallo del mismo se viesen como para impresionar a una dama. Y los hombres que irían a servirnos de guardia y protección, lucían impecables, con sus uniformes recién lavados, mosquetes con sus bredas relucientes y las armas que demostraban sus diversos orígenes bien a la vista, desde las rodelas y cimitarras de los voluntarios indios, hasta las roperas y dagas de vela de los guardaespaldas de mi maestro.

El día del Dulcísimo Nombre de la Virgen María, una compañía de lanceros enemigos, ashigari, cruzó trotando el campo ante nuestras murallas, iban seguidos por varios portaestandartes, que hacían notar con claridad las enseñas del general pagano y las de sus principales lugartenientes. Luego, a lomos de caballo venía Matsudaira Nobotsuna con Nabeshima Katsushige, Kuroda Tadayuki, Hosokawa Tadatoshi y Arima Naozumi.

El capitán de Shimoshima, Takao Chuemon, los esperaba con su compañía de mosqueteros, con las armas dispuestas, en tres líneas escalonadas, justo detrás de las pasaerlas. Se adelantó y con fría cortesía les indicó dejar a sus caballos, banderas y tropas a otro lado del foso. Luego los invitó a pasar a nuestro campo. Por un sendero bordeado de piedras, llegaron hasta donde Don Marcial Alonso los esperaba, a los lados con sus banderas desplegadas, los hombres que habían defendido el castillo de Hara, conquistado el de Tomioka, vencido en Hondomachi, incendiado Edo, derrotado la flota hereje, conquistado el castillo de Hirado y destruido el de Karatsu. Como recordatorio macabro del destino reservado a los que osaron atacarnos con perfidia, de sendos postes colgaban en taparrabos los pellejos de Matsukara y Coquebuque. El capitán del San Cosme los guió hasta el pabellón, les señaló una mesa delante de la entrada y les indicó por señas, que debían dejar sus espadas y dagas, pese a su renuencia inicial, al final acataron, y recién en ese momento los invitó a pasar y sentarse en sus taburetes.

Las telas nos protegían de los rigores del verano, y frente a frente, con 6 pasos de distancia, había dos mesas, una para los jefes cristianos, y otra, de espaldas a la puerta, para los paganos. A la izquierda de nuestros jefes había otra mesa, presidida por el notario, con los escribanos nipones traídos de Hirado, Diego fungiendo de traductor, y yo, que, como asistente de Don Francisco, iría de un lado a otro. Al frente de nuestra mesa, estaban todos nuestros capitanes tanto de mar y de tierra, en sus mejores galas. Las banderas de Castilla y de Aragón, los Palos de Borgoña, la bandera de los mosqueteros del Hospital y la Reina y el Uma-Jirushi de Haisha-San estaban orgullosamente de pie detrás de la mesa alta; pero detrás de nosotros, puestas horizontalmente, rendidas, las enseñas de Shimabara, Hirado, Karatsu y la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, y delante de ellas, cajas rojas de madera con sus tapas abiertas, con los kabutos de sus antiguos propietarios encima, y en su interior, con los dientes teñidos de negro, los cráneos de Katsuie Matsukara, Shigenobu Matsura y Nicolás Couckebacker.

Y en la mesa de honor, al centro en su media armadura, el almirante Cereceda, a su diestra y vestido de igual manera, Urquijo. A su izquierda en su magnífica maximiliana negra y oro, Don Francisco, que a diferencia de los marinos que lucían elegantes chambergos de fieltro con plumas de aves exóticas, llevaba la borgoñota que usó unas pocas veces al inicio del sitio, con la máscara de oro que Lope de Toledo le hizo antes de salir de Madrid. Flanqueándolos, estaban los páteres Manuel y Gabriel. La ausencia de Santiago Miki Mártir pesaba como una losa.

Para no salir de las normas japonesas, Don Francisco ordenó que se les sirviese a “nuestros invitados” una tacita de bebida espirituosa, normalmente hubiese sido sake, pero sabiéndo que los jefes japoneses se habían aficionado al licor hereje de bayas de enebro, eso fue lo que Donato les sirvió. En cambio, en la mesa alta, las copas tenían vino de Málaga.

El padre Manuel comenzó exponiendo la pacífica llegada a Nihon de los buques españoles, la negociación con el válido en Edo, la perfidia de Matsukara Katsuie, la complicidad criminal de los herejes de Hirado, los ataques continuados de los ejércitos del Shogún y las derrotas, una detrás de otra de estos, tanto en tierra como en mar. El padre Gabriel iba traduciendo cada frase que su compatriota terminaba, y conforme se iba desenmascarando la mala fe nipona y sobre todo, su imposibilidad por doblegarnos, el rostro de los jefes paganos se iba encendiendo, hasta que el general interrumpió al religioso y se quejó en voz áspera.
- Haisha no ha peleado honorablemente, ha usado máquinas del diablo para matar a guerreros que iban a la lucha con honor…
- Ie – Don Francisco cortó sin brusquedad, para luego proseguir calmadamente en japonés – Ie. Ware wa haisha toshite kitarishi ga, nanjira ware o higashi no banzoku no chō to naseri. Shikashite banzoku no chō toshite ware wa furumau.
- No. Yo vine como dentista – apresuró a traducir Gabriel - ustedes me convirtieron en el Jefe Bárbaro del Este y como jefe bárbaro me conduzco.

El rubor en Matsudaira llegó hasta las orejas, ignoraba, al igual que el resto de la sala, que mi maestro respondería en su idioma con tanta contundencia. Se hizo un silencio embarazoso que el almirante Cereceda aprovechó para concluir.

- Fuimos a Edo a recordarle al válido lo firmado con el Marqués de Campo de Derna, pero en lugar de palabras, nos recibieron con flechas. Me vi obligado a incendiar Edo, ciudad que ardió por 7 días. Me vi obligado a bombardear Kawasaki y Chiba, conquistar la ínsula de Oshima y capturar más de cien bajeles. Al término de esta campaña, el Shogún cedió. ¡Mirad!

Acerqué a la mesa de los jefes paganos, el papel con el sello del válido Tokugawa, y la cara de Matsudaira pasó del rubor a la palidez. Tal vez ya habían llegado noticias del incendio de la ciudad del Shogún, pero su magnitud era tan grande, que probablemente no quisieron creer. Ahora, de la peor manera, tenían la confirmación.

- Vuestro amo os ordena levantar el sitio por tierra y retirarse – continuó el padre Manuel.
- No dice hasta dónde debemos hacerlo – acotó en voz pausada y postura sosegada Tadayuki Kuroda, uno de los mejores guerreros del bando enemigo.
- Yo os lo digo – Urquijo intervino con sagacidad – colocaremos uno de nuestros cañones en vuestra muralla, y disparará tierra adentro. Vosotros os deberéis retirar hasta donde el bolaño toque tierra por primera vez.
- No deberéis interrumpir la partida de los quirisitanes desde Shimabara y desde Tomioka – continuaba Manuel – No deberéis impedir la partida de los quirisitanes de cualquier parte de Nihon hasta aquí.
- El Shogún no ordena eso.
- No, eso lo decimos nosotros.
- No va a salir ningún perro de esos de Urakami – rugió Matsudaira, que era el señor de Nagasaki.
- Matsudaira-San. Nosotros vamos a llevarnos a todos los quirisitanes de Nihon – Gabriel tradujo palabra por palabra las palabras de mi maestro, que detrás de su máscara sonaban como si las dijese un autómata – Y nos los podemos llevar en paz, o por la fuerza.
- Vosotros sois pocos, nosotros muchos miles.
- Matsudaira-San – Don Francisco hablaba con cortés suavidad, casi como cuando explicaba a un paciente que tenía un diente podrido que era menester extraer – somos pocos, pero somos más fuertes que vos. Decidid, Urakami o Kyoto.
- ¿Qué decís? – Matsudaira puso ojos de plato, con una expresión inocultable de sorpresa y horror.
- Urakami ka, samonakuba Kyōto ka – dijo mi maestro, haciendo sonar todas las sílabas con cuidada exquisitez - Watashi wa kyosei o haranai. Kesshite shinai. Dakara watashi ga odosu toki wa, sono odoshi o kanarazu hataseru no da.
- Urakami o Kyoto. Yo no muestro fuerza falsa. Nunca lo hago – tradujo el páter Gabriel - Por eso cuando amenazo, es porque puedo cumplir mi amenaza.
- Y la fuerza de mis cañones lo secundan – dijo Urquijo.
- Y los de la de la escuadra del rey también – sentenciaba Cereceda – Señor general, nos vamos a llevar a todos los cristianos del Japón para que puedan vivir su fe. A vosotros los vamos dejar en paz. No lo impidáis, por el bien de todos.

Los jefes enemigos se miraron, intercambiaron breves y guturales palabras, y el general tomó la palabra, respondiendo escuetamente, de mala gana.
- Jai.
- Quedaos un momento, porque deberéis poner vuestro sello en la capitulación.

La redacción en castellano la hizo Juan Arias, que había estado tomando notas, luego, Diego traducía y los escribanos nipones con sus pinceles lo pasaban al papel. Fiel a la norma, los documentos se hicieron por triplicado. Fue lacrado y sellado por Don Francisco y el Almirante, y luego Matsudaira colocó su marca en tinta roja con un sello hanko de costoso jade chino. Mi maestro me hizo un gesto, y salí brevemente, Gokusan me esperaba a la entrada con una hermosa caja lacada en rojo y oro, sonrió pícaramente, y me dijo “Paburo-San, rápido, dale a Haisha-San”.

Nuevamente, Donato pasó sirviendo las tacitas de rigor a los nipones, esta vez con el sake tradicional. Nos paramos, los jefes japoneses guerreros al fin, aún en su derrota
continuiaron retándonos con la mirada, hasta que respetuosamente se inclinaron en reverencia. Estaban por irse, cuando mi maestro se acercó a Matsudaira, hizo el saludo con elegante discresión y con las dos manos le presentó la caja que yo le acababa de entregar:
- Matsudaira-sama, kore o o-uketori kudasareba, mochi’i tamau ya moshirezu.
- Kore wa, omoimo yoranū go-kōi nite sōrō. Go-kokorozukai, katagatanaku zonzū (esta es una cortesía inesperada, agradezco profundamente vuestra consideración).

Don Marcial acompañaba a los jefes enemigos hasta la pasarela, que los hombres de Chuemon retiraron apenas los malos montaron sus corceles y se fueron, mientras los veíamos partir, desde los muros de San Lucas los saker tomados a los holandeses disparaban 21 salvas.
- Don Francisco, ¿ya ha terminado?
- Sí, Pablo. Ya terminó.
- ¿Os puedo preguntar por qué le hicisteis un regalo al general enemigo?
- Pablo ¿No habéis aprendido nada de la cortesía nipona en estos meses? Es una muestra de respeto para el rival vencido.
- ¿Y qué le regalasteis?
- El tanto de mejor calidad que pude encontrar. Uno forjado por el maestro Muramasa. Posiblemente lo vaya a necesitar pronto.


La verdad nos hara libres
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