Un soldado de cuatro siglos
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- General de Ejército
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Un soldado de cuatro siglos
—Mi teniente, el capitán ha llamado a los oficiales.
—Gracias, Pepe. Voy ahora mismo.
¿Qué mosca le habría picado? ¿Tendría otra sorpresa como esos Sulcis? Igual era por darles faena, que no estaban en Arsuf de vacaciones, y Barrau tampoco olvidaba que Estébanez quería héroes muertos. Se puso el chaquetón, tomó el fusil y el tirogiro —cualquiera los dejaba rondando por ahí tantos dedos largos— y se calzó el chambergo, que volvía a caer una lluvia fina.
Cuando entró en la tienda, la llovizna se había convertido en chaparrón. Barrau se quitó el sombrero y lo sacudió, mientras refunfuñaba—. Yo que pensaba que venía a un desierto... Si lo llego a saber me quedó a disfrutar del clima de Flandes.
—Acércate a la estufa, Barrau —le indicó el capitán—, y no protestes, que ya llegará el verano y te arrepentirás.
—Sí, mi capitán, pero no negarás que este tiempo es una m***da.
—Con chorreras y pinchada en un palo, pero aprovecha para calentarte mientras esperamos a los demás.
Cuando estuvieron todos —además de Izquierdo y Barrau, los tenientes García y Villegas, y tres alféreces, entre ellos Rojas—, el capitán le pidió a Pepe que repartiera unas tazas con vino peleón.
—Mejor no puede ser, que a los cabrones de moros no les gusta el morapio, todo porque el guarro de Mahoma era un estirao. Ahí tenéis unos chuscos y un poco de chorizo, por si alguien tiene gazuza ¿Estáis todos servidos? Pues al grano. Como me temía, al Estébanez no le hace gracia nuestra presencia y ha decidido meternos en otro berenjenal. Barrau y Rojas, como sois nuevos no sabréis del lío del Chivaso, cuando el Grajo lo envió a Jafa para que saliera escaldado. Ahora ha debido pensar que, como no le salió bien la primera vez, si repite con menos soldados igual suena la flauta por casualidad. Nuestro batallón va a reforzar a los que quedan del Chivaso para intentar tomar Jafa. La compañía tendrá que reforzar el flanco de tierra y, si vienen mal dadas, proteger la retirada. La caballería estará al tanto.
—Perdona, mi capitán —interrumpió Villegas— ¿El Grajo nos manda con planes de retirada? ¿Tan poca confianza tiene?
—Esas son las órdenes.
—¿Tendremos algún apoyo?
—Esta vez sí. Una batería de obuses. Los que trajo el novato —respondió, mirando a Barrau.
—¿Quién los manda? Por si lo conozco —preguntó Barrau.
—No creo. Va a ser el teniente Guirao, que vino aquí con nosotros. Un pajarito me ha dicho que tampoco le hace mucha gracia a su mandamás y se lo ha quitado de encima. Hablaré con él, pero la idea es que los obuses vayan con la compañía. Si todo va bien, ni veremos tiros, pero si toca salir por piernas, les daremos protección mientras el batallón y los del Chivaso se retiran. Saldremos mañana al amanecer. Avisad a los hombres, y no os preocupéis porque los turcos se alarmen, que el Grajo ha dicho a la caballería que se adelante, por si algún culinegro aun no se ha enterado de que vamos a atacar.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Un soldado de cuatro siglos
—Seguro que los Sulcis les vinieron la mar de bien en el Naralauja.
—Mejor que bien. Si no los hubiéramos llevado no estaría aquí. Resultó que al poco de que la Armada nos dejara Arsuf el tiempo volvió a empeorar. Los navíos tuvieron que hacerse a la mar y alejarse de la costa, pero justo antes un bergantín trajo una orden diciéndole a Grajal que se moviera de una vez. Por lo visto, al de Savona le había llegado la noticia de que Lazán ya estaba en Alejandría, y fue cuando decidió mover el cul*, después de pegarse semanas tocándose la pirindola… —Don Félix tosió y se disculpó—. Lo siento, ya sabe cómo me pone esa alimaña.
—No se necesitan disculpas.
—Es que a Doña Miriam no le hace mucha gracia la parla cuartelera. Bueno, sigamos, que si me voy por las ramas no bajo. Le decía que Savona despertó y, viendo que cualquier día aterrizaría el Marqués, decidió moverse de una puta vez a ver si ganaba algún laurel. Savona se decidió por fin a asaltar Ascalón, y necesitaba que atrajésemos a los turcos. Por desgracia, no imaginaba lo bien que le iba a salir la estrategia. Ya le he dicho que nos había tocado un turco listo, el pachá Elmes Mehmed, y le tenía tomada la medida al Grajo, digo a Grajal…
—¿El Grajo?
—Así le llamaba Izquierdo, que no lo tenía en muy bien concepto. Con todo, mejor será mostrar respeto con el mando, ahora que lo soy —contestó, riéndose de su propio chiste—. Le decía que el turco ya había visto que Grajal no era un Alejandro. Valor tenía, he de decirlo, pero en la cabeza no le entraba ni media compañía. Decidió que tenía que tomar Jafa, que era el objetivo inicial, pero en lugar de llevar toda su fuerza, lo iba a intentar con solo la caballería y dos batallones, el que quedaba del Chivaso y el mío. Si mala idea era mandar tan pocos, peor todavía mezclar unidades con diferentes lenguas. Que se suponía que los italianos entendían el cristiano, pero para mí que ponían cara de comprender y luego hacían lo que les daba la gana. Elmes Mehmed se imaginó que Grajal iba a meter otra vez la pata, y decidió que era mejor sacrificar Ascalón si a cambio nos daba un repaso.
—Pero Ascalón resistió ¿No es así? —Pregunté a Don Félix.
—Pues sí. Ya le he dicho que nos tocó un turco listo. Había ordenado a los suyos que levantaran terraplenes, pero como sabía que los cañones los desharían, el muy cuco hizo que cavaran trincheras unos metros atrás. La idea era que allí la artillería no les haría pupa y, cuando los nuestros asomaran por las brechas, los moros se les tirarían encima a sablazos. En Jafa también había preparado algunas defensas así, pero solo al pie de las murallas, porque quería que nos metiéramos en una trampa. En la que Grajo cayó, como buen gamusino que era.
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- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Haré bien en colmar de elogios la construcción naval española antes de Otamendi: El galeón de Manila, pese a su desplazamiento, se mostraba muy avaro con los vientos, pues aprovechaba hasta la más pequeña ráfaga para moverse por los mares. No, no voy a engañarlos diciendo que era un buque ágil, pues tardaba lo suyo en virar, pero para lo que fue diseñado, ir cargado hasta los topes con seguridad y economía, lo hacía muy bien.
Como en los navíos zarpados del Callao, no había pilotos expertos ni en el viaje a las Indias Orientales, ni en el Tornaviaje, Lastra cedió a parte de sus pilotos, así dos vascos Juan Bilbao fue al San Cosme y Santiago Ugalde a la Santa Apolonia y un par de montañeses Gabriel de Aldecoa y Juan Arbaiza a la Derna y la zabra. Aun así, La Concepción tenía aún 4 pilotos experimentados, además de otros 8 que estaban aprendiendo las mañas de la ruta.
Cada cierto tiempo, Lastra, García y Mejicano subían a la San Cosme. Los primero que detectaron es que por bien entrenados que estuviesen los mosqueteros de la Compañía del Hospital y la Reina, estos no tenían ni idea de cómo repeler un abordaje. Pero, una cosa por otra, tal como José de Burgos señaló, los tlaxcaltecas aún disparaban mosquetes de mecha, una antigualla y no tenían idea del uso de los estoques breda, por lo que sus formaciones eran alternando piqueros y arcabuceros, otra antigualla. Eso significó que del San Cosme partiesen 150 fusiles y bredas, con todos sus accesorios, bien aceitados y en sus barriles; simétricamente, de la Concepción llegaron recias moharras de asta corta, alfanjes, mazas y hachas de abordaje. Y así, las carencias bélicas de unos y otros, fueron limándose en las cubiertas gracias al entrenamiento cruzado.
En mi amplio camarote, yo no perdía el tiempo. Ignacio me había hecho los planos de una fragata a remos, inspirada en buques similares rusos y suecos del siglo XVIII. Pero para un nostálgico de Artemisión y Salamina, un navío de guerra a remos sin espolón estaba manco. Así que calculando pesos, fui haciendo unos planos alternativos: Sin el bauprés ni las velas de cuchillo de proa, habría un ahorro de casi una tonelada, y si tenemos en cuenta que el espolón de Athlit pesaba casi media tonelada y tenía dos metros y medio de largo por uno de alto, tendría aun por lo menos 400 kgs de madera para reforzar la proa. Y siempre me quedaba el manido recurso de si quedaba muy pesado de morros, zampar lingotes de plomo en el sollado de popa. Eso sí, no mucho plomo porque los canales de navegación en las islas japonesas no son muy profundos y sus juncos mucho calado no tienen. También tuve tiempo de dibujar con mas detalle los planos de una balandra rápida de las que en el siglo siguiente serían comunes en las Bermudas, un buquecito así no seria difícil de construir y seria de mucha ayuda en una nacían que en realidad es un archipiélago. Pero no solo eso. Los dos meses y medio de navegación me dieron tiempo a repasar muchas notas de química. Después de todo, algunos pigmentos eran muy apreciados por todo el lejano oriente, y nunca hay que perder de vista que alguna fórmula y procedimiento enrevesado, era tener una carta alta bajo la manga. Además, confiaba en que la “diplomacia del escalpelo” me podría abrir tantas puertas como la buena plata de Taxco.

Además, Fray Santiago se afanaba en que aprendiese el japonés lo mejor posible. No soy lento en aprender, pero los matices de la lengua japonesa son muy, pero muy difíciles de dominar:
- Así no, hermano! Humillad la cabeza y decidlo en un tono muy sumiso, de lo contrario, estaréis dando la apariencia de decir una cosa con la boca, pero otra con vuestras actitudes.
- A ver, Miki San: Sumimasen, onegaishimasu…
- Mejor, pero la “u” de onegaishimasu hacedla menos sonora.
- Todo para pedir disculpas.
- Para pedir disculpas antes de pedir la palabra.
- Vuestra lengua es más fácil cuando es para ser ásperos.
- Jai! Pero vos estaréis ahí para ser suave como la seda. Así que practicad vuestros modales, Haisha-Sama.
- Ah, ese es mi nombre en vuestra lengua.
- En realidad vuestro título- lo dijo sonriendo, y agregó- pero vos sabéis mejor que yo, que a veces el titulo se convierte en el nombre.
Y así pasaron las semanas, he de confesar que el tiempo fue benévolo con nuestra pequeña flota, los vientos de fresquito a frescachón siempre de popa nos acercaban al Japón con rapidez, no tuvimos ni un día de calma chicha, ni tampoco una tormenta que nos obligase a recoger trapos. Hicimos una escala en la Isla de las Velas, la principal y mayor de las Marianas, para aguar y comprar carne de cerdo fresca y en cecina (la verdad es que la presencia española en Guam era nula, de no ser por el paso del Galeón de Manila en el viaje de ida una vez al año. Por suerte, su llegada siempre era bien recibida). Estuvimos apenas un par de días, lo suficiente para que todos los tripulantes se diesen un atracón de cerdo asado con piña, pues la carne fresca la consumimos al momento.
A las pocas semanas divisamos en el horizonte una costa verde elevada. Lastra se acercó brevemente al San Cosme y nos instruyó acerca de lo que vendría:
- La costa que veis allí, es el norte de la isla Cebú, la más septentrional de las Filipinas. Aquí nos separamos, pues Nuestra Señora de la Concepción debe aproar al Sur hacia Manila, en tanto vosotros deberéis seguir hacia el Norte.
- Vuestros pilotos nos han traído con bien, Don José.
- Son gente baqueana. Ahora van a seguir la corriente del tornaviaje, aquella que los navegantes naturales de vuestra isla –lo dijo respetuosamente dirigiéndose a Fray Santiago- llaman corriente negra. Esta los llevará de sur a norte, y pasareis por la isla pequeña para luego llegar a la isla principal de Cipango.
- Recordad, por favor, que estaremos esperando con ansia ver las velas del Almirante Bracamonte y todas las que el Almirante Cereceda pueda enviar para recoger a las almas que vamos a rescatar.
- Os prometo, señor marqués, que haré cuanto pueda para que vuestras angustias sean breves. Sé que el tiempo os apremia, porque Fray Santiago me ha contado las opresivas condiciones que viven nuestros hermanos en la fe en sus islas. Regreso a mi nave. Id con Dios.
Así fue. La corriente del tornaviaje nos acercaba al Japón con más rapidez que los vientos, el veterano piloto Juan Bilbao nos iba describiendo las costas por la que íbamos pasando.
- Ved, ese promontorio que veis a la lotananza corresponde a Kagoshima, el punto más meridional de la isla más meridional, nosotros seguiremos la corriente, navegaremos algo más hacia levante, pero siempre de sur a norte.
A los días, nos actualizó:
- Ahora, la estamos navegando frente a la isla principal. Hace diez años, cuando el comercio era más libre, nuestros galeones iban hasta el puerto de la principal ciudad de Cipango, Edo, donde reside el válido del rey de esas tierras. Los portugueses hacían la ruta con carracas enormes, pero se quedaban en la isla del sur.
Aunque los términos no eran los más exactos, Bilbao sabía de lo que hablaba: en la bahía de Edo, residía el Shogún. Ieyasu ya había muerto, pero después de 37 años de gobernar sin sombras para su familia, el shogunato Tokugawa era firme en las manos de su nieto Iemitsu. Y hacia Edo debíamos de ir, para tratar de comprar las vidas de todos y cada uno de los “kirishitan” del Japón.
Como en los navíos zarpados del Callao, no había pilotos expertos ni en el viaje a las Indias Orientales, ni en el Tornaviaje, Lastra cedió a parte de sus pilotos, así dos vascos Juan Bilbao fue al San Cosme y Santiago Ugalde a la Santa Apolonia y un par de montañeses Gabriel de Aldecoa y Juan Arbaiza a la Derna y la zabra. Aun así, La Concepción tenía aún 4 pilotos experimentados, además de otros 8 que estaban aprendiendo las mañas de la ruta.
Cada cierto tiempo, Lastra, García y Mejicano subían a la San Cosme. Los primero que detectaron es que por bien entrenados que estuviesen los mosqueteros de la Compañía del Hospital y la Reina, estos no tenían ni idea de cómo repeler un abordaje. Pero, una cosa por otra, tal como José de Burgos señaló, los tlaxcaltecas aún disparaban mosquetes de mecha, una antigualla y no tenían idea del uso de los estoques breda, por lo que sus formaciones eran alternando piqueros y arcabuceros, otra antigualla. Eso significó que del San Cosme partiesen 150 fusiles y bredas, con todos sus accesorios, bien aceitados y en sus barriles; simétricamente, de la Concepción llegaron recias moharras de asta corta, alfanjes, mazas y hachas de abordaje. Y así, las carencias bélicas de unos y otros, fueron limándose en las cubiertas gracias al entrenamiento cruzado.
En mi amplio camarote, yo no perdía el tiempo. Ignacio me había hecho los planos de una fragata a remos, inspirada en buques similares rusos y suecos del siglo XVIII. Pero para un nostálgico de Artemisión y Salamina, un navío de guerra a remos sin espolón estaba manco. Así que calculando pesos, fui haciendo unos planos alternativos: Sin el bauprés ni las velas de cuchillo de proa, habría un ahorro de casi una tonelada, y si tenemos en cuenta que el espolón de Athlit pesaba casi media tonelada y tenía dos metros y medio de largo por uno de alto, tendría aun por lo menos 400 kgs de madera para reforzar la proa. Y siempre me quedaba el manido recurso de si quedaba muy pesado de morros, zampar lingotes de plomo en el sollado de popa. Eso sí, no mucho plomo porque los canales de navegación en las islas japonesas no son muy profundos y sus juncos mucho calado no tienen. También tuve tiempo de dibujar con mas detalle los planos de una balandra rápida de las que en el siglo siguiente serían comunes en las Bermudas, un buquecito así no seria difícil de construir y seria de mucha ayuda en una nacían que en realidad es un archipiélago. Pero no solo eso. Los dos meses y medio de navegación me dieron tiempo a repasar muchas notas de química. Después de todo, algunos pigmentos eran muy apreciados por todo el lejano oriente, y nunca hay que perder de vista que alguna fórmula y procedimiento enrevesado, era tener una carta alta bajo la manga. Además, confiaba en que la “diplomacia del escalpelo” me podría abrir tantas puertas como la buena plata de Taxco.

Además, Fray Santiago se afanaba en que aprendiese el japonés lo mejor posible. No soy lento en aprender, pero los matices de la lengua japonesa son muy, pero muy difíciles de dominar:
- Así no, hermano! Humillad la cabeza y decidlo en un tono muy sumiso, de lo contrario, estaréis dando la apariencia de decir una cosa con la boca, pero otra con vuestras actitudes.
- A ver, Miki San: Sumimasen, onegaishimasu…
- Mejor, pero la “u” de onegaishimasu hacedla menos sonora.
- Todo para pedir disculpas.
- Para pedir disculpas antes de pedir la palabra.
- Vuestra lengua es más fácil cuando es para ser ásperos.
- Jai! Pero vos estaréis ahí para ser suave como la seda. Así que practicad vuestros modales, Haisha-Sama.
- Ah, ese es mi nombre en vuestra lengua.
- En realidad vuestro título- lo dijo sonriendo, y agregó- pero vos sabéis mejor que yo, que a veces el titulo se convierte en el nombre.
Y así pasaron las semanas, he de confesar que el tiempo fue benévolo con nuestra pequeña flota, los vientos de fresquito a frescachón siempre de popa nos acercaban al Japón con rapidez, no tuvimos ni un día de calma chicha, ni tampoco una tormenta que nos obligase a recoger trapos. Hicimos una escala en la Isla de las Velas, la principal y mayor de las Marianas, para aguar y comprar carne de cerdo fresca y en cecina (la verdad es que la presencia española en Guam era nula, de no ser por el paso del Galeón de Manila en el viaje de ida una vez al año. Por suerte, su llegada siempre era bien recibida). Estuvimos apenas un par de días, lo suficiente para que todos los tripulantes se diesen un atracón de cerdo asado con piña, pues la carne fresca la consumimos al momento.
A las pocas semanas divisamos en el horizonte una costa verde elevada. Lastra se acercó brevemente al San Cosme y nos instruyó acerca de lo que vendría:
- La costa que veis allí, es el norte de la isla Cebú, la más septentrional de las Filipinas. Aquí nos separamos, pues Nuestra Señora de la Concepción debe aproar al Sur hacia Manila, en tanto vosotros deberéis seguir hacia el Norte.
- Vuestros pilotos nos han traído con bien, Don José.
- Son gente baqueana. Ahora van a seguir la corriente del tornaviaje, aquella que los navegantes naturales de vuestra isla –lo dijo respetuosamente dirigiéndose a Fray Santiago- llaman corriente negra. Esta los llevará de sur a norte, y pasareis por la isla pequeña para luego llegar a la isla principal de Cipango.
- Recordad, por favor, que estaremos esperando con ansia ver las velas del Almirante Bracamonte y todas las que el Almirante Cereceda pueda enviar para recoger a las almas que vamos a rescatar.
- Os prometo, señor marqués, que haré cuanto pueda para que vuestras angustias sean breves. Sé que el tiempo os apremia, porque Fray Santiago me ha contado las opresivas condiciones que viven nuestros hermanos en la fe en sus islas. Regreso a mi nave. Id con Dios.
Así fue. La corriente del tornaviaje nos acercaba al Japón con más rapidez que los vientos, el veterano piloto Juan Bilbao nos iba describiendo las costas por la que íbamos pasando.
- Ved, ese promontorio que veis a la lotananza corresponde a Kagoshima, el punto más meridional de la isla más meridional, nosotros seguiremos la corriente, navegaremos algo más hacia levante, pero siempre de sur a norte.
A los días, nos actualizó:
- Ahora, la estamos navegando frente a la isla principal. Hace diez años, cuando el comercio era más libre, nuestros galeones iban hasta el puerto de la principal ciudad de Cipango, Edo, donde reside el válido del rey de esas tierras. Los portugueses hacían la ruta con carracas enormes, pero se quedaban en la isla del sur.
Aunque los términos no eran los más exactos, Bilbao sabía de lo que hablaba: en la bahía de Edo, residía el Shogún. Ieyasu ya había muerto, pero después de 37 años de gobernar sin sombras para su familia, el shogunato Tokugawa era firme en las manos de su nieto Iemitsu. Y hacia Edo debíamos de ir, para tratar de comprar las vidas de todos y cada uno de los “kirishitan” del Japón.
La verdad nos hara libres


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Un soldado de cuatro siglos
Los cañones españoles dispararon en dirección hacia Jafa. Inútil gasto de pólvora, pensó Barrau, porque la ciudad estaba a varios kilómetros y los proyectiles cayeron en los terraplenes, pero no alcanzaron las murallas. Sin embargo, el teniente se sorprendió al ver que la llanura estaba plagada de agujeros llenos de turcos, que al escuchar zumbar los proyectiles salieron a escape. Miles de hombres, con vestimentas más o menos coloridas, corriendo por su vida. Entonces escuchó cascos de caballo, y apenas tuvo tiempo de apartarse, porque cuatro escuadrones de caballería pasaron entre las líneas y se lanzaron a la caza de los turcos que se desbandaban. A la cabeza iba el mismísimo conde de Grajal, con el sable en alto.
—¡Menudo imbécil! —soltó Izquierdo, con voz suficiente como para que le oyeran desde Jerusalén— ¿Para qué leches enarbola el cuchillito? ¿Para cortarse? ¡Cuando alcance a los turcos tendrá el brazo tan agarrotado que ni lo notará! ¡Compañía! ¡Adelante, a paso rápido! ¡Guirao, mete ritmo a los mulos! Me da que el Grajo los va a necesitar.
La compañía se puso en marcha. Iban muy cargados, ya que el capitán había ordenado a cada soldado que llevara nada menos que ciento cincuenta disparos y cuatro bombas ¿Qué pretendía? —pensaba Barrau— ¿Conquistar Jerusalén él solito? Asimismo, cargaban con palas, sacos vacíos, la ración del día, y una cantimplora de dos litros. Si el jefe quería que fueran cargados como mulos sería por tener la mosca detrás de la oreja. También notó que los soldados no iban en formación, sino con un despliegue más o menos abierto. La sección de García iba en cabeza, la de Villegas cubría el flanco a la derecha, y él iba detrás. Ya le había preguntado al capitán cómo desplegar a sus hombres, y la respuesta le dejó bien claro lo que pensaba Izquierdo:
—Barrau, hombre de Dios ¿Para qué crees que sirve formar, llevando un Sulcis de repetición y bombas de mano? Tú preocúpate de que tiren bien, de que no se amontonen y de que sepan resguardarse.
No le había dado tiempo a ensayar nada, pensó Félix, pero si los soldados eran de la cosecha de ese tal Pepe, y sabiendo cómo se las gastaba el Tirillas, seguro que se las apañarían bien. Aceleraron la marcha, aunque sin llegar a la carrera, mientras el capitán iba musitando maldiciones sobre locos cazadores de gloria. Aunque parecía que todo iba bien. Los turcos siguieron corriendo como conejos, y los jinetes se dedicaron a cazar fugitivos y cruzaron el río. Dejaron de verse cuando cruzaron la arboleda ribereña.
—¿A dónde va ese memo? —Gritó Izquierdo— ¡Compañía, a la carrera, a ver si llegamos al río antes de que se líe parda!
Era un kilómetro, pero los hombres estaban en buena forma y en pocos minutos llegaron al bosquete de acirones de la ribera. Más allá, un talud marcado por las huellas de los caballos caía al río Naralauja. El teniente no esperaba que llevara tanto caudal, que casi parecía al Cinca en el llano ¿Quién iba a decirlo en una tierra tan seca? Aunque con los temporales de esa primavera, era normal que bajara crecido. No era el Ebro, se podría vadear con cuidado, pero podía suponer una barrera formidable. Entonces un cañonazo le sobresaltó. Hubo otro, y otro más, y también se escuchó el ruido como de traca de arcabuces y mosquetes. Además, escuchó el retumbo de cascos que venían desde interior. El capitán reaccionó el primero y empezó a gritar órdenes—. ¡La hostia! ¡Compañía, a formar un perímetro! ¡García, tú en la orilla, Villegas y Barrau, a la izquierda! ¡Fuego a discreción!
¿Fuego? Si no se veía a nadie. Aun así, desplegó sus hombres. Como los de García se habían metido entre los árboles, Barrau posicionó a los suyos a su izquierda.
—¡Barrau, extiende más a los tuyos! —Ordenó el capitán.
El teniente obedeció, justo cuando vio llegar una masa de jinetes que se habían acercado aprovechando la depresión del río. Como no debían querer meterse entre los árboles, se desviaron hacia donde él estaba. Entonces empezaron a tirar los de Villegas.
—¡Sección, fuego! ¡Disparad a los caballos! —Gritó Barrau.
Los fusileros se pusieron rodilla en tierra y dispararon cuando los turcos que iban en cabeza aun estaban a por lo menos trescientos metros. Obedeciendo las instrucciones, lo hacían contra las monturas, un blanco mucho mayor. Decenas cayeron, pero los turcos, en lugar de desanimarse, se lanzaron al galope, queriendo cruzar la zona de muerte cuanto antes. Eran centenares de jinetes ligeros con caballos briosos; seguramente el que los mandaba sabía que iban a sufrir, pero que podrían aplastar a los pocos defensores. Sin embargo, no imaginaba el efecto de los fusiles de repetición. Las monturas caían por decenas, y con ellas sus jinetes; además, como la carga se dirigía directamente hacia los de Barrau, casi no era preciso apuntar. Los jinetes que iban detrás se enredaron con los ya caídos, pero otros pasaron, acercándose cada vez más a los españoles… y siendo alcanzados cada vez en mayor número. Cuando estaban a cincuenta metros, los pocos supervivientes se dieron la vuelta; pero detrás llegaban infantes. No en cuadros, sino también corriendo, empuñando chuzos y espadas. Se cruzaron con los jinetes que huían y con los desmontados, pero siguieron adelante. Hasta que, cuando la distancia cayó a cien metros, empezaron a caer, derribados por racimos. Intentaron flanquear por la izquierda, sin que pudieran eludir el fuego. Al final se metieron en un pequeño barranco. Los de Barrau dispararon contra los que salían por el otro lado, hasta que los turcos dejaron de intentarlo.
—¡Alto el fuego! Aprovechen para recargar los peines.
Los soldados se pusieron en pie, pero entonces se escucharon disparos y uno se desplomó. Barrau escuchó a una bala pasar sobre su cabeza, cual avispa enfurecida.
—¡Cuerpo a tierra! Esos hideputas tienen fusiles.
Justo entonces se acercó Izquierdo, andando como si estuviera de paseo, e ignorando las balas.
—Bien hecho, Barrau.
—Mi capitán, tenga cuidado, que esos cabrones tienen fusiles largos. Se han metido ahí mismo, escondidos en un barranco. Le pido permiso para sacarlos a bombazos.
—No sé, que me parece que alguno de esos culinegros no está muerto del todo —indicó, señalando hacia donde habían caído los jinetes.
—Había pensado en ir por la izquierda mientras Villegas nos cubre.
—La verdad es que no me hace gracia tener a esos demonios tan cerca. Eso sí, ten mucho cuidado, que no nos sobra gente.
Los soldados se adelantaron sin perder un ojo a los cadáveres de los caballos y a lo que pudiera haber detrás. De vez en cuando disparaban los de la sección de Villegas, a veces por ver movimiento, otras para que no lo hubiera. Cuando cubrieron la mitad de la distancia, Barrau ordenó a dos pelotones que se desplegaran, y que el de Gordillo se adelantara. El sargento ya se lo había hecho idea—. Mire, mi teniente, mehôh que îh tôh, me yebo a media dozena con tôh lô petardô que pueda, y a lô demá lô pongo en ezô arboliyô, pa que cruzen lâ balâ con lâ de uûtté. Me bendría bien que ezô de Biyegâ dîpparen un poco pa que agaxen la xiilotra ezô malahê.
Dicho, entendido —tras alguna cavilación— y hecho. El fuego de las dos secciones hizo que los turcos no asomaran la cabeza —tampoco lo habían hecho antes, desanimados por la puntería española, que un par de soldados con Mieres con miras se estaban poniendo las botas—, y por eso el primer aviso que tuvieron fue el de las explosiones de las bombas. Eso sí, fue como remover un avispero, que salieron decenas corriendo, los más escapando, pero algunos hacia los españoles. La fusilería volvió a hablar y los atrevidos se desplomaron.
—¡Alto el fuego! ¡Reservad la munición! Recoged los peines, y nos retiramos.
Al poco, la sección de Barrau había vuelto a tomar posiciones entre los árboles. Desde Jafa seguía llegando el ruido del combate; al poco, empezaron a volver caballos sueltos. Al menos, también llegó al río el resto de la infantería española, con Estébanez cabalgando a la cabeza. El teniente vio que Izquierdo se dirigió al coronel.
—A sus órdenes, mi coronel. Me parece que el conde se ha metido en un lío.
—¿Le preocupan unos pocos turcos?
—No son unos pocos, mi coronel, y tenga cuidado, que están ahí mismo.
—Sí, ya veo de qué pie cojea. Me lo imaginaba. Quédese aquí en la ribera, con los obuses. Yo seguiré adelante con los valientes.
Barrau vio que Izquierdo enrojecía. Se temía cualquier reacción, pero el capitán consiguió contenerse. Estébanez montó en su caballo y ordenó a las compañías formar tras él, formando columnas. Luego se adelantó, vadeó el río y ascendió por la ribera contraria. Tras él fueron seis compañías que cruzaron con el agua hasta el pecho. Después se perdieron tras los árboles.
Barrau se acercó a la posición de Villegas, para preguntarle a su compañero de qué iba eso.
—Viene de lejos. Al capitán, eso de ir en columna o en línea le parece una estupidez, pero el coronel le acusó de cobarde y lo mandó con los descarriados. Apenas había finalizado la explicación cuando se acercó Izquierdo.
—Poco me ha faltado para sacar el tirogiro.
—Yo también le tuve ganas, pero ha sido mejor que no lo hiciera, mi capitán.
—Mejor para mí, que no para el hideputa, que ya me lo encontraré si sale de esta ¿Habéis visto semejante fantoche, a caballo para que todo Dios lo vea? Los pobres de detrás, bien juntitos unos con otros, para que no puedan usar sus fusiles. Igual hubiera tenido que volarle la tapa de los sesos.
El capitán iba a seguir con su diatriba cuando se presentó el artillero, que por fin había llegado.
—Capitán Izquierdo, soy el teniente Guirao. A sus órdenes.
El capitán aun tenía la cara más que roja, grana, pero respondió calmadamente—. Me alegro de verle ¿Tiene alguna orden del Grajo o del zopenco… digo del conde de Grajal o del coronel?
—No, el coronel Estébanez me ha dicho que espere aquí, que ya me llamará cuando llegue a la puerta de Jafa.
—A la puerta del infierno me parece que va. Usted, busque alguna buena posición ¿Qué le parece aquí, con Villegas? Ponga un par de piezas apuntando hacia el monte, que por ahí me parece que hay mucho turco, y los otros, hacia la otra orilla ¡Barrau, Villegas! A ver si despejamos un poco esto. Que los hombres limpien la posición, que caven pozos, llenen los sacos de tierra y planten estacas.
—¿Crees que será necesario? —Preguntó Villegas.
—Pues no lo sé, pero no me fío un pelo, que más vale prevenir que curar ¡García, pasa con tu sección al otro lado! ¡Llévate algún enlace!
La compañía se afanó en mejorar la posición. La lluvia había ablandado la tierra y en poco tiempo consiguieron cavar una trinchera en forma de «L», con el lado largo apuntando hacia el mar y con la tierra extraída formando un parapeto. Los obuses quedaron en la esquina que daba al río, y prepararon la batería para que pudiera cambiar de orientación con rapidez. En medio montaron un trípode con un telémetro. A su vez, los de García cavaron una trinchera en la otra orilla.
—¡García! —Gritó con impaciencia el capitán— ¿Qué coñ* pasa por allá? ¿Han dicho algo los escuchas? Como parecía que no le oían, envió otro enlace, que tardó unos minutos en cruzar y volver.
—Mi capitán, el cabo Ramírez dice que hacia Jafa hay tanto humo que no se ve un pimiento.
—¿Tampoco ve a los de Estébanez?
—Tampoco.
—Pues vaya. Seguiremos con la espera. Que la gente coma y beba un poco.
—¿Podríamos aprovechar el agua del río? —Se atrevió a preguntar Barrau.
—Si quieres pillarte una cagalera, tú mismo ¿Te fías de lo que hayan hecho los culinegros aguas arriba? Por ahora, bebe solo de tu cantimplora.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Fray Santiago, buen conocedor de su tierra y siempre prudente, embarco en la zabra, y nos pidió que siguiésemos las aguas de la San Esteban con medio día de por medio. Urquijo y yo cruzamos miradas, y pese a la duda, asentimos. La idea era que el nipón entrase en la bahía en la chalupa de la zabra, procurando pasar desapercibido. Pero ni siquiera fue así, la chalupa navegando en solitario, se encontró con un bote de pescadores y por un precio que se pagó sin regatear, Miki San, trajeado como un japonés más pero con la bolsa a rebosar de piezas de a 8, entró solo en Edo. Nosotros deberíamos hacer acto de presencia tres días después.
La zabra se hizo ver en la bahía y al poco tiempo, una barca de pesca grande y a remos (después de un tiempo, me volvería un experto en reconocer las embarcaciones asiáticas y esta era una hayabune) se acercó y se pudo ver al jesuita sano, con una sonrisa que le ensanchaba la cara. Cuando a las dos horas, la flotilla de Urquijo se volvió a reunir, Fray Santiago nos dio las buenas nuevas:
- Almirante, Hermano! Dios ha guiado mis pasos! Puede encontrarme con antiguos amigos que conservan alguna influencia y me pude ver con uno de los hombres del Shogún Iematsu, el hatamoto Arakaki Iwai. Conversamos brevemente y le referí vuestra intención de comprar la libertad de los krishtians.
- Y que os dijo?
- Nosotros los nipones tenemos los ojos rasgados, pero hubieseis visto lo redondos que se le pusieron los ojos cuando les dije que pagaríais 1 hyo de plata por cada 2000 almas.
- Ayyy!, por ventura, hermano, cuánto es un hyo?
- No estaréis trocando la paz de vuestra alma por la cicatería? –bromeó el japonés de buena gana- recordad que yo deseo que vos podáis pasar por el ojo de una aguja! No, hermano, no os alarméis. Cargáis suficiente plata la vuestras bodegas. Un hyo es poco más, poco menos una arroba y un quintal de las nuevas medidas.
Haciendo cuentas rápidas, unos 60 kilos. Si eran 40 mil los católicos japoneses que debíamos rescatar, era poco más de una tonelada. Tendríamos de sobra.
- Miki San, no habrá gato encerrado?
- Vos podréis comprobarlo. En 7 días os entrevistareis con el Shogún.
- Cómo quien me presentasteis?
- Como un amigo y consejero del Rey Felipe, además de su cirujano.
- Y cómo deberé presentarme?
- Con dignidad de embajador. Id con escolta, con vuestras banderas. Y no os olvidéis de los presentes, que deben de impresionar a nuestro anfitrión.
- Cuándo podremos desembarcar?
- A partir de mañana, cuando vos queráis. Ya tenéis donde reposar vuestra humanidad, pues vuestra plata ha hecho que el ryokan más costoso del camino que lleva a Edo le abra sus puertas. Por prudencia, no estaremos en Edo mismo, sino en un pueblo justo a su entrada.
- Y cómo he de vestir?
- He pensado en eso. No debéis ir como un guerrero, pues lo tomaría como amenaza. Pero tampoco os debéis presentar desarmado, pues a sus ojos eso sería signo de debilidad. Tampoco debéis vestir ropas europeas pues estaríais poniendo una barrera, pero sería impropio que vistieseis un kimono. Yo os he encargado una vestimenta acorde a vuestro rango y dignidad.
- La etiqueta de vuestras islas es tan difícil como vuestra lengua, Miki-San. Decidme lo más importante, cuándo deberé largar los lingotes?
- Yo os recomiendo dar una parte apenas tengáis algo sellado. Lo demás lo podemos ir negociando conforme veamos qué tan prodigo es el Shogún en sus condiciones.
Así fue, al día siguiente, sin marea pero con vientos favorables, los 4 buques del escuadrón de Urquijo entraron en la bahía de Edo, y a vista de la ciudad, dos chalupas del San Cosme fueron arriadas y una vez abarloadas, embarcamos Fray Santiago y yo, mis guardaespaldas que quedaban Juan y Antonio, y Pablo, haciendo tanto de amanuense como de auxiliar clínico. Fray Gabriel, el jesuita lusitano versado en japonés y Juan Arias, el notario era la gente que había seleccionado para desembarcar. Los hombres de armas eran una docena de hombres de la compañía con las únicas medias armaduras de piquero que embarcamos en Valencia, por precaución llevaban los arcabuces de mecha que los tlaxcaltecas dejaron, obviamente sin bredas, además de daga y espada, estando al mando del buen sargento Hernán Carrillo; Malón el tambor y Juanito Hervás, el píccolo también eran de la partida. Al mando de cada chalupa iba un nostromo con una decena de marineros, todos armados con chuzo, alfanje y pistola. Por prudencia y para evitar hacer tanta ostentación de cruces, llevamos la bandera de Castilla como enseña.
Hicimos el trayecto entre la flota y la orilla a vela y a remo, llegado a la orilla, y pese a no llevar ni armas, ni arreos a la vista, suscitamos la atención de todo el pequeño embarcadero (por precaución, Santiago evito el puerto principal a la sombra del castillo. Pero incluso en un pequeño embarcadero fuera de los muros, causamos revuelo: después nos enteramos que por más de 20 años, no habían visto hispanos en Edo), y luego de desembarcar personas y embalajes, decidimos que las chalupas regresasen, eso sí, 8 marineros se quedaron en tierra para ayudar a mover los cofres hasta la venta que Fray Santiago nos había reservado, el ryokan más caro de Shinagawa, el pueblo más cercano a Edo, a la vera del camino de la costa hacia Kyoto, y no lejos del mar, y por lo tanto de los cañones de los buques de Urquijo.
Efectivamente, la venta era para los parámetros japoneses, muy suntuosa, e incluso ostentosa, pero para los acostumbrados al barroco español, era de una sencillez espartana. Amplia, bien iluminada con la luz del día, una esmeradísima limpieza y con la discreta elegancia nipona que pronto supimos apreciar. Pero no fue lo bueno lo que llamó la atención a los hombres:
- Vive Dios! – exclamó en voz baja el sargento Carrillo – con estas paredes de papel, os tiráis un cuesco en la entrada y os escuchan en el patio.
- Si solo fuese cuestión de pedos, Hernán! – respondió Juan – un virote bien disparado atraviesa toda la casa.
- Y una tea nos achicharra a todos en un santiamén – agregó Antonio sin elevar la voz – Más nos vale tener ojos hasta en la nuca.
- Caballeros! –dijo el religioso japonés- más os vale ir a bañarse, despiojarse, hervir vuestras ropas y pasar por el barbero. Que las uñas estén bien libres de mugre. Limpiad bien vuestras armas y haced que los morriones y corazas parezcan espejos. Aprestad bien todo pues vais al palacio del válido de estas tierras, y no hagáis que Don Francisco pase vergüenza por vuestro aspecto.
Después de una sencilla comida en base a arroz, pescado, mariscos y verduras, Fray Santiago nos dijo que saldría a informarse.
- Es menester saber las últimas habladurías.
- Y también de algunas frivolidades – dijo con aire distendido el notario Arias – eso es importante si deseamos vernos como hombres de mundo.
- Koushounin-San, es cierto lo que decís.
- Koushounin?
- Algo así como escribano – más dudo que en un mercado podamos saber las nuevas de la corte.
- Fray Santiago, vos sois un recto varón de la iglesia – se explayó Arias, haciendo énfasis en el “vos”, y luego, continuo con un aire entre pícaro y satisfecho- Pero os diré que en vuestra isla debe ser como en el resto del mundo. Si deseáis saber qué es lo que los grandes murmuran, debéis ir a una casa de putas. De putas caras, las más caras.
- Pero yo he profesado los votos – respondió un sonrojado Miki.
- Sois los únicos que habláis la lengua de esta tierra, vos y Fray Gabriel. Id, traed las nuevas. Dios os iluminará para que podáis entrar en un puterío y no quebrantar vuestro voto de castidad. Preguntad al ventero, estoy seguro que sabrá guiar vuestros pasos.
- Miki-San, lo que dice Don Juan, no es baladí. Podéis aprovechar que Fray Gabriel goza de buena voz y es dado al canto, para ir a conocer la música local.
- Anche tu? – Respondió el nipón parafraseando a César- Iremos, sólo porque tu nos mandas a la perdición de nuestras almas.
- Ah, hermano. Recordad que no peca el que puede, sino el que quiere – repliqué con una sonrisa desvergonzada.
Así, mandamos a Santiago y a Gabriel al barrio rojo de Edo. Y si en mi juventud durante el último cuarto del siglo XX, los relatos que me llegaban de la milla de St. Pauli hacia que mi imaginación de adolescente se alborotasen por lo sui generis de sus vitrinas, que hacían fácilmente reconocible el inicio y el fin de la zona de tolerancia, he de confesarles que los japoneses llevaron esto al extremo: Yoshiwara, no solamente tenía sus linderos perfectamente delimitados por un muro y una fosa, sino que el ingreso y la salida era por una única puerta, lo que facilitaba un control total tanto de los visitantes como de los residentes. En Yoshiwara había más de 2000 prostitutas registradas trabajando en más de 100 burdeles, junto a 300 casas de té. A la mañana siguiente, los dos religiosos regresaron, estaban desvelados, pero indudablemente asombrados por lo que vieron y oyeron:
- Hermano! Mucho ha cambiado mi país en estos 20 años. Y los cambios han sido para mal. Sí, hay paz, pero es una paz que pesa como una losa…
- Y que para los cristianos, es como la paz de Diocleciano: Persecución y martirio por doquier – agregó Fray Gabriel con gravedad.
- Sí – dije con convicción - ya sabíamos que el bakufu es un gobierno tiránico y arbitrario...
- Eso desde la época de Ieyasu, pero ahora su nieto lo ha hecho peor. Sabed que desde hace 3 o 4 años, todos los daimios tienen que vivir obligatoriamente y por ley, un año en sus dominios y al año siguiente en Edo. Pero siempre dejando a sus familias, mujeres e hijos, aquí.
- Astuta idea, hermano. Es cruel, pero de esta manera tiene a las familias de todos los daimios de rehenes.
- No solo eso, Don Francisco. Cada año, el noble que viene a Edo lo hace con una inmensa comitiva, lo que implica enormes gastos.
- Sin contar que el daimio debe mantener dos casas, una en su feudo y otra en Edo. Y como la vanidad los ha hinchado como pulgas llenas de sangre, compiten en quien hace el gasto más suntuoso y estrafalario – dijo Santiago con indignación- Aunque eso signifique agobiar a los campesinos con impuestos.
- Sí. Podéis creer que en algunas comarcas, los infelices deben entregar hasta cuatro quintas partes del arroz que cultivan? No me podían creer cuando les decía que la Católica Majestad solo cobraba para sí un quinto a sus súbditos en las Indias.
- Eso debe haber hecho crecer enormemente a esta ciudad. Habéis podido averiguar algo de los ejércitos?
- Sí, Don Francisco, sabíamos que vos os ibais a interesar en estos menesteres. Os he de confesar, todos lo dicen, que al estar el país en paz, el tamaño de las tropas que cada noble tiene, ha disminuido.
- Sí, pero aún tienen bajo sus banderas a una cantidad importante de guerreros. Pero es un número limitado que no puede crecer. Ahora, ya no se puede llamar a las armas a ningún campesino y es delito entrenarlos. Solo los guerreros, los samurái, son autorizados a portar espadas, y la carrera de las armas pasa de padres a hijos.
- Espadas y arcos. También tienen caballería. Y se ufanan en la precisión con la que sueltan las flechas a lomo de sus bestias.
- Pero en un alarde de necedad, han retirado a todas sus bocas de fuego de sus ejércitos. Hoy los tanegashima son más usados por los samurái para cazar que en batallones.
- O sea, no puede haber otro Nagashino? – pregunte con interés creciente.
- No, hermano. No hay mangas de arcabuceros. Pero, ay! No creáis que han renunciado a herir a distancia. Los arqueros entrenan todos los días, y son capaces de hacer diana a 200 pasos de distancia.
- Sí, Miki-San. Pero recordad que para hacer un arquero debéis adiestrarlo toda la vida, en cambio nuestros sargentos pueden convertir a cualquier bracero en un mosquetero aceptable en tres meses. Averiguasteis algo de los caminos?
- Hay 2 caminos que comunican a Edo con Kioto, hacia el sur, que es la ciudad en donde reside el emperador y está la corte imperial. Uno bordea el mar y el otro va a pie de las montañas. Además, de Edo parten 3 caminos importantes hacia el norte.
- Pero no son como las calzadas romanas. No están hechas para que pasen carros, solo sirven para caminantes. Las cargas grandes se deben de llevar por barco.
- O a lomo de bestias, que no son muchas y están en manos de unos pocos. O por porteadores – anotó el jesuita con precisión.
- Fray Santiago, Fray Gabriel, todo lo que nos decís son cosas graves y serias. Pero decidnos que cosas más ligeras habéis podido averiguar? – pregunto el notario con algo de sorna.
- Koushounin-San –replicó el religioso nipón con desenvuelta ligereza- sabía que vos estarías interesado en esas nimiedades mundanas, y con gusto os he de satisfacer. Preguntad.
- Podríais comenzar con las féminas. Vos sabéis que mi carne es débil.
- Yo os haré el quité, Fray Santiago –dijo el religioso jesuita con presteza – Sabed que las muchachas que están en las casas de te son delicadas, y saben tanto de poesía como de música, siendo versadas en tocar el laúd de estas tierras. Pero, ¡oh amigo Juan! No penséis que estarían con vos por vuestros encantos, pues a nosotros nos consideran peor que monos feos.
Pese que todos reímos por tal revelación, Fray Gabriel continuó:
- No, no os riais. Los nipones tienen una visión muy particular del mundo. Sabed que en sus mapas primero aparece su propio reino, Nihon lo llaman, luego aparece China y sus estados tributarios, y finalmente y con limites muy difusos y casi en las brumas de lo mítico, algo así como el reino del Preste Juan para nuestros abuelos, la India y todo lo demás, Morería y Europa incluida. Bueno, así también ven a la gente. Para ellos, vos sois tan exótico como un negro azabache del golfo de Guinea! Sabéis como nos dicen?
- No, no. Decidnos.
- Ojos de pescado! Narices largas! Nanban, o bárbaros del sur!
- Bárbaros?
- Sí, bárbaros. No solo por no hablar japonés, también por la falta de modales, y la falta de baño; sabed que aunque Don Francisco insista en el baño semanal, aquí lo normal es el baño diario. No solo esto, nuestras vestimentas les parecen toscas, apestosas, incomodas y llenas de pulgas.
- Tanto es así, que viniendo de vuelta, he encargado vestimentas nuevas para todos. Especialmente para vos hermano.
- Ya no deberé ir en coraza -pregunté recordando la armadura milanesa que me costó una fortuna y que compré justo para esta ocasión.
- Iréis en coraza, pero como un daimio dueño de un feudo de medio millón de kokus. También he ordenado la confección de vuestra bandera, vuestra uma-jirushi.
- Y los hombres del maestro Carrillo llevarán a la espalda una banderita con las armas de Castilla.
- Sí. Llevarán un sashimono, pero conociéndote, sabía que no permitiríais que llevasen vuestra insignia, por lo que llevaran la bandera del reino. No consideré necesario hacer un kamon, pues ya tenéis el vuestro, el del marqués de Campo de Derna.
- O como la gente dice, el marqués de las muelas rotas! –dije riendo- qué es el kamón?
- Son todas las insignias de vuestra casa – quiso agregar Fray Gabriel – bandera, escudo, sellos.
- A mediodía, unas geishas, damas de compañía, vendrán al ryokan. Pulirán vuestros modales, Paco-San.
- Qué deberé llevar de regalo al Shogún, Miki-San.
- Fuisteis prudente al traer varias pistolas de lujo. Serán un buen regalo. Pero sabed que los herejes calvinistas traen un aguardiente de bayas de enebro a la que se han hecho aficionados los encumbrados de Edo.
- Yo tengo algo mejor. Damascos macerados en pisco!
- El aguardiente de su tierra Don Francisco?
- Con un punto de jarabe y damascos maduros de los valles del sur. Nosotros nos comemos los damascos de postre, pero el licor es filtrado por una muselina doble. Lo trasvaso a una botella adornada con filigrana de plata y lista para el shogun. No tiene pierde.
Tal como Santiago anunció, pasado el mediodía llegaron Akiko, la geisha, con Keiko y Hatsumi, sus maiko o aprendices. En presencia del religioso que actuaba de traductor, me examinaron y sentenció:
- Es alto, no es tan peludo, no tiene los ojos tan redondos ni la nariz tan grande. Se mueve con brusquedad y sin elegancia –tradujo Miki divertido.
- Por lo visto, ante sus ojos soy huérfano de virtudes.
- Vamos a ver si pueden educarte en 3 días. Primero con la ropa y la postura…
En primer lugar me vistieron. Santiago había decidido que el shogun me vería por primera vez con una mezcla de la medio maximiliana de acero esmaltado y oro, y vestimentas japonesas. Para las piernas llevaría un hakama de seda azul oscuro. También de seda grana sería el haori que llevaría sobre la armadura, pero con la particularidad de usar una ostentosa cadena de oro en lugar de un cordoncillo. Iría calzado, no con botas pues ni bien entrase al castillo de Edo, debería descalzarme, pero si con zapatos con hebilla de plata, eso sí con los calcetines tabi japoneses, también de color azul oscuro.
Pero si vestirme llevo su tiempo, el practicar estar sentado fue una tortura, Arrodillado, con el cul* apoyado en los talones, la espalda recta y las manos como niño bueno sobre los muslos. Ni en mi preparación para la primera comunión estuve tanto tiempo arrodillado y sin hablar! Después tuve que aprender a tomar té en esa posición, lo que no fue tan difícil. Pero comer fue otra cosa! Pese a que pude notar la sorpresa de Santiago al verme usar los palillos, la sentencia de Akiko fue lapidaria: “come como un pescador” (lo que en japonés en realidad significaba “come como chino”, lo cual no era mentira, pues yo había aprendido a usar los fai-chi chinos mucho antes que los ohashi japoneses). Lo que si anticipo es que con las porciones que me daban, pasaría hambre: platillos para ver, más que para comer.
Mucho menos penoso fue escuchar música (en realidad fue como un recreo largamente esperado). Mientras Akiko tocaba el koto, una especie de cítara grande, Keiko hacía lo propio con el shamisen, el banjo japonés de 3 cuerdas y Hatsumi acompañaba con una hotchiku, una flauta que contrariamente al agudo sonido de las flautas niponas, tenía un tono más grave y cálido. Pero escucharlo de rodillas era pesado, por lo que me permití pedirle a Pablo que me trajese la flauta, y luego de sentarme con las piernas cruzadas, una postura formalmente inaceptable en Edo, les dije a Santiago que me tradujese:
- Señoras, les voy a enseñar una canción, que me gustaría que aprendiesen a tocar con vuestros instrumentos. Aun no tiene letra, aunque confío que la tendrá.
Obviamente, lo que les enseñaría era la pegadiza melodía de “Sukiyaki”, del malogrado Kyu Sakamoto. Las mujeres tenían buen oído y al poco tiempo, una canción del siglo XX sonaba en el Japon de los Tokugawa con fluidez.
- El bárbaro del sur, no es tan salvaje – El bueno de Santiago rió al traducir a Akiko – Es porque aún no te conoce, hermano. Ah! Ya podéis ir por vuestra bolsa, que el incienso está por acabarse.
- El incienso?
- El incienso. La duración de la varilla indica cuanto dura el servicio, es la tarifa.
- Visteis, no fue necesario faltar al sexto mandamiento.
- Paco-San, estas mujeres sólo se entregarán a vos si esa es su voluntad, o si vuestra bolsa no tiene fondo y vos sois generoso en gastarla, cosa que no me consta, al menos no en estos menesteres –volvió a sonreír.
Mientras, yo afinaba mis modales, Carrillo y sus hombres pulían las armaduras. No se veían arneses occidentales en Edo desde el fin de las guerras civiles hace ya más de 30 años. Y aunque no esperábamos ser atacados, mis guardaespaldas me señalaron lo vulnerable que éramos:
- A fe mía, Don Francisco, si hubiese traición, nos coserían a flechazos.
- Ah, mi buen Juanito. Al menos tuve la precaución de traer los arcabuces de los tlaxcaltecas.
- Por qué precaución, Don Francisco? Los hombres murmuran diciendo que hemos dejado en el San Cosme los mejores mosquetes, para venir a la boca del lobo con armas vetustas.
- Pues decidles, que las gentes de estas islas son tan industriosas que a los 20 años de haber conocido los arcabuces portugueses, ya hacían armas rayadas dignas de cualquier ejército europeo. Hace poco más de 30 años, el abuelo del actual válido pudo tener a más de ciento veinte mil hombres bajo su mando y de ellos dos quintos tenían arcabuces rayados.
- Ciento veinte mil hombres?
- Que se enfrentaban a otros ciento veinte mil. Si nos traicionan, no me gustaría que copiasen nuestros mejores mosquetes. Prefiero que piensen que sus armas son mejores que las nuestras.
A los tres días, estábamos listos. Mi pequeña comitiva dejó el ryokan de Shinagawa para tomar el Tokaido, la carretera de la costa, y en un par de horas, siempre al compás del tambor de Malón, atravesamos el foso y las puertas del castillo de Edo para presentarnos como enviados del rey de España ante el shogun.
La zabra se hizo ver en la bahía y al poco tiempo, una barca de pesca grande y a remos (después de un tiempo, me volvería un experto en reconocer las embarcaciones asiáticas y esta era una hayabune) se acercó y se pudo ver al jesuita sano, con una sonrisa que le ensanchaba la cara. Cuando a las dos horas, la flotilla de Urquijo se volvió a reunir, Fray Santiago nos dio las buenas nuevas:
- Almirante, Hermano! Dios ha guiado mis pasos! Puede encontrarme con antiguos amigos que conservan alguna influencia y me pude ver con uno de los hombres del Shogún Iematsu, el hatamoto Arakaki Iwai. Conversamos brevemente y le referí vuestra intención de comprar la libertad de los krishtians.
- Y que os dijo?
- Nosotros los nipones tenemos los ojos rasgados, pero hubieseis visto lo redondos que se le pusieron los ojos cuando les dije que pagaríais 1 hyo de plata por cada 2000 almas.
- Ayyy!, por ventura, hermano, cuánto es un hyo?
- No estaréis trocando la paz de vuestra alma por la cicatería? –bromeó el japonés de buena gana- recordad que yo deseo que vos podáis pasar por el ojo de una aguja! No, hermano, no os alarméis. Cargáis suficiente plata la vuestras bodegas. Un hyo es poco más, poco menos una arroba y un quintal de las nuevas medidas.
Haciendo cuentas rápidas, unos 60 kilos. Si eran 40 mil los católicos japoneses que debíamos rescatar, era poco más de una tonelada. Tendríamos de sobra.
- Miki San, no habrá gato encerrado?
- Vos podréis comprobarlo. En 7 días os entrevistareis con el Shogún.
- Cómo quien me presentasteis?
- Como un amigo y consejero del Rey Felipe, además de su cirujano.
- Y cómo deberé presentarme?
- Con dignidad de embajador. Id con escolta, con vuestras banderas. Y no os olvidéis de los presentes, que deben de impresionar a nuestro anfitrión.
- Cuándo podremos desembarcar?
- A partir de mañana, cuando vos queráis. Ya tenéis donde reposar vuestra humanidad, pues vuestra plata ha hecho que el ryokan más costoso del camino que lleva a Edo le abra sus puertas. Por prudencia, no estaremos en Edo mismo, sino en un pueblo justo a su entrada.
- Y cómo he de vestir?
- He pensado en eso. No debéis ir como un guerrero, pues lo tomaría como amenaza. Pero tampoco os debéis presentar desarmado, pues a sus ojos eso sería signo de debilidad. Tampoco debéis vestir ropas europeas pues estaríais poniendo una barrera, pero sería impropio que vistieseis un kimono. Yo os he encargado una vestimenta acorde a vuestro rango y dignidad.
- La etiqueta de vuestras islas es tan difícil como vuestra lengua, Miki-San. Decidme lo más importante, cuándo deberé largar los lingotes?
- Yo os recomiendo dar una parte apenas tengáis algo sellado. Lo demás lo podemos ir negociando conforme veamos qué tan prodigo es el Shogún en sus condiciones.
Así fue, al día siguiente, sin marea pero con vientos favorables, los 4 buques del escuadrón de Urquijo entraron en la bahía de Edo, y a vista de la ciudad, dos chalupas del San Cosme fueron arriadas y una vez abarloadas, embarcamos Fray Santiago y yo, mis guardaespaldas que quedaban Juan y Antonio, y Pablo, haciendo tanto de amanuense como de auxiliar clínico. Fray Gabriel, el jesuita lusitano versado en japonés y Juan Arias, el notario era la gente que había seleccionado para desembarcar. Los hombres de armas eran una docena de hombres de la compañía con las únicas medias armaduras de piquero que embarcamos en Valencia, por precaución llevaban los arcabuces de mecha que los tlaxcaltecas dejaron, obviamente sin bredas, además de daga y espada, estando al mando del buen sargento Hernán Carrillo; Malón el tambor y Juanito Hervás, el píccolo también eran de la partida. Al mando de cada chalupa iba un nostromo con una decena de marineros, todos armados con chuzo, alfanje y pistola. Por prudencia y para evitar hacer tanta ostentación de cruces, llevamos la bandera de Castilla como enseña.
Hicimos el trayecto entre la flota y la orilla a vela y a remo, llegado a la orilla, y pese a no llevar ni armas, ni arreos a la vista, suscitamos la atención de todo el pequeño embarcadero (por precaución, Santiago evito el puerto principal a la sombra del castillo. Pero incluso en un pequeño embarcadero fuera de los muros, causamos revuelo: después nos enteramos que por más de 20 años, no habían visto hispanos en Edo), y luego de desembarcar personas y embalajes, decidimos que las chalupas regresasen, eso sí, 8 marineros se quedaron en tierra para ayudar a mover los cofres hasta la venta que Fray Santiago nos había reservado, el ryokan más caro de Shinagawa, el pueblo más cercano a Edo, a la vera del camino de la costa hacia Kyoto, y no lejos del mar, y por lo tanto de los cañones de los buques de Urquijo.
Efectivamente, la venta era para los parámetros japoneses, muy suntuosa, e incluso ostentosa, pero para los acostumbrados al barroco español, era de una sencillez espartana. Amplia, bien iluminada con la luz del día, una esmeradísima limpieza y con la discreta elegancia nipona que pronto supimos apreciar. Pero no fue lo bueno lo que llamó la atención a los hombres:
- Vive Dios! – exclamó en voz baja el sargento Carrillo – con estas paredes de papel, os tiráis un cuesco en la entrada y os escuchan en el patio.
- Si solo fuese cuestión de pedos, Hernán! – respondió Juan – un virote bien disparado atraviesa toda la casa.
- Y una tea nos achicharra a todos en un santiamén – agregó Antonio sin elevar la voz – Más nos vale tener ojos hasta en la nuca.
- Caballeros! –dijo el religioso japonés- más os vale ir a bañarse, despiojarse, hervir vuestras ropas y pasar por el barbero. Que las uñas estén bien libres de mugre. Limpiad bien vuestras armas y haced que los morriones y corazas parezcan espejos. Aprestad bien todo pues vais al palacio del válido de estas tierras, y no hagáis que Don Francisco pase vergüenza por vuestro aspecto.
Después de una sencilla comida en base a arroz, pescado, mariscos y verduras, Fray Santiago nos dijo que saldría a informarse.
- Es menester saber las últimas habladurías.
- Y también de algunas frivolidades – dijo con aire distendido el notario Arias – eso es importante si deseamos vernos como hombres de mundo.
- Koushounin-San, es cierto lo que decís.
- Koushounin?
- Algo así como escribano – más dudo que en un mercado podamos saber las nuevas de la corte.
- Fray Santiago, vos sois un recto varón de la iglesia – se explayó Arias, haciendo énfasis en el “vos”, y luego, continuo con un aire entre pícaro y satisfecho- Pero os diré que en vuestra isla debe ser como en el resto del mundo. Si deseáis saber qué es lo que los grandes murmuran, debéis ir a una casa de putas. De putas caras, las más caras.
- Pero yo he profesado los votos – respondió un sonrojado Miki.
- Sois los únicos que habláis la lengua de esta tierra, vos y Fray Gabriel. Id, traed las nuevas. Dios os iluminará para que podáis entrar en un puterío y no quebrantar vuestro voto de castidad. Preguntad al ventero, estoy seguro que sabrá guiar vuestros pasos.
- Miki-San, lo que dice Don Juan, no es baladí. Podéis aprovechar que Fray Gabriel goza de buena voz y es dado al canto, para ir a conocer la música local.
- Anche tu? – Respondió el nipón parafraseando a César- Iremos, sólo porque tu nos mandas a la perdición de nuestras almas.
- Ah, hermano. Recordad que no peca el que puede, sino el que quiere – repliqué con una sonrisa desvergonzada.
Así, mandamos a Santiago y a Gabriel al barrio rojo de Edo. Y si en mi juventud durante el último cuarto del siglo XX, los relatos que me llegaban de la milla de St. Pauli hacia que mi imaginación de adolescente se alborotasen por lo sui generis de sus vitrinas, que hacían fácilmente reconocible el inicio y el fin de la zona de tolerancia, he de confesarles que los japoneses llevaron esto al extremo: Yoshiwara, no solamente tenía sus linderos perfectamente delimitados por un muro y una fosa, sino que el ingreso y la salida era por una única puerta, lo que facilitaba un control total tanto de los visitantes como de los residentes. En Yoshiwara había más de 2000 prostitutas registradas trabajando en más de 100 burdeles, junto a 300 casas de té. A la mañana siguiente, los dos religiosos regresaron, estaban desvelados, pero indudablemente asombrados por lo que vieron y oyeron:
- Hermano! Mucho ha cambiado mi país en estos 20 años. Y los cambios han sido para mal. Sí, hay paz, pero es una paz que pesa como una losa…
- Y que para los cristianos, es como la paz de Diocleciano: Persecución y martirio por doquier – agregó Fray Gabriel con gravedad.
- Sí – dije con convicción - ya sabíamos que el bakufu es un gobierno tiránico y arbitrario...
- Eso desde la época de Ieyasu, pero ahora su nieto lo ha hecho peor. Sabed que desde hace 3 o 4 años, todos los daimios tienen que vivir obligatoriamente y por ley, un año en sus dominios y al año siguiente en Edo. Pero siempre dejando a sus familias, mujeres e hijos, aquí.
- Astuta idea, hermano. Es cruel, pero de esta manera tiene a las familias de todos los daimios de rehenes.
- No solo eso, Don Francisco. Cada año, el noble que viene a Edo lo hace con una inmensa comitiva, lo que implica enormes gastos.
- Sin contar que el daimio debe mantener dos casas, una en su feudo y otra en Edo. Y como la vanidad los ha hinchado como pulgas llenas de sangre, compiten en quien hace el gasto más suntuoso y estrafalario – dijo Santiago con indignación- Aunque eso signifique agobiar a los campesinos con impuestos.
- Sí. Podéis creer que en algunas comarcas, los infelices deben entregar hasta cuatro quintas partes del arroz que cultivan? No me podían creer cuando les decía que la Católica Majestad solo cobraba para sí un quinto a sus súbditos en las Indias.
- Eso debe haber hecho crecer enormemente a esta ciudad. Habéis podido averiguar algo de los ejércitos?
- Sí, Don Francisco, sabíamos que vos os ibais a interesar en estos menesteres. Os he de confesar, todos lo dicen, que al estar el país en paz, el tamaño de las tropas que cada noble tiene, ha disminuido.
- Sí, pero aún tienen bajo sus banderas a una cantidad importante de guerreros. Pero es un número limitado que no puede crecer. Ahora, ya no se puede llamar a las armas a ningún campesino y es delito entrenarlos. Solo los guerreros, los samurái, son autorizados a portar espadas, y la carrera de las armas pasa de padres a hijos.
- Espadas y arcos. También tienen caballería. Y se ufanan en la precisión con la que sueltan las flechas a lomo de sus bestias.
- Pero en un alarde de necedad, han retirado a todas sus bocas de fuego de sus ejércitos. Hoy los tanegashima son más usados por los samurái para cazar que en batallones.
- O sea, no puede haber otro Nagashino? – pregunte con interés creciente.
- No, hermano. No hay mangas de arcabuceros. Pero, ay! No creáis que han renunciado a herir a distancia. Los arqueros entrenan todos los días, y son capaces de hacer diana a 200 pasos de distancia.
- Sí, Miki-San. Pero recordad que para hacer un arquero debéis adiestrarlo toda la vida, en cambio nuestros sargentos pueden convertir a cualquier bracero en un mosquetero aceptable en tres meses. Averiguasteis algo de los caminos?
- Hay 2 caminos que comunican a Edo con Kioto, hacia el sur, que es la ciudad en donde reside el emperador y está la corte imperial. Uno bordea el mar y el otro va a pie de las montañas. Además, de Edo parten 3 caminos importantes hacia el norte.
- Pero no son como las calzadas romanas. No están hechas para que pasen carros, solo sirven para caminantes. Las cargas grandes se deben de llevar por barco.
- O a lomo de bestias, que no son muchas y están en manos de unos pocos. O por porteadores – anotó el jesuita con precisión.
- Fray Santiago, Fray Gabriel, todo lo que nos decís son cosas graves y serias. Pero decidnos que cosas más ligeras habéis podido averiguar? – pregunto el notario con algo de sorna.
- Koushounin-San –replicó el religioso nipón con desenvuelta ligereza- sabía que vos estarías interesado en esas nimiedades mundanas, y con gusto os he de satisfacer. Preguntad.
- Podríais comenzar con las féminas. Vos sabéis que mi carne es débil.
- Yo os haré el quité, Fray Santiago –dijo el religioso jesuita con presteza – Sabed que las muchachas que están en las casas de te son delicadas, y saben tanto de poesía como de música, siendo versadas en tocar el laúd de estas tierras. Pero, ¡oh amigo Juan! No penséis que estarían con vos por vuestros encantos, pues a nosotros nos consideran peor que monos feos.
Pese que todos reímos por tal revelación, Fray Gabriel continuó:
- No, no os riais. Los nipones tienen una visión muy particular del mundo. Sabed que en sus mapas primero aparece su propio reino, Nihon lo llaman, luego aparece China y sus estados tributarios, y finalmente y con limites muy difusos y casi en las brumas de lo mítico, algo así como el reino del Preste Juan para nuestros abuelos, la India y todo lo demás, Morería y Europa incluida. Bueno, así también ven a la gente. Para ellos, vos sois tan exótico como un negro azabache del golfo de Guinea! Sabéis como nos dicen?
- No, no. Decidnos.
- Ojos de pescado! Narices largas! Nanban, o bárbaros del sur!
- Bárbaros?
- Sí, bárbaros. No solo por no hablar japonés, también por la falta de modales, y la falta de baño; sabed que aunque Don Francisco insista en el baño semanal, aquí lo normal es el baño diario. No solo esto, nuestras vestimentas les parecen toscas, apestosas, incomodas y llenas de pulgas.
- Tanto es así, que viniendo de vuelta, he encargado vestimentas nuevas para todos. Especialmente para vos hermano.
- Ya no deberé ir en coraza -pregunté recordando la armadura milanesa que me costó una fortuna y que compré justo para esta ocasión.
- Iréis en coraza, pero como un daimio dueño de un feudo de medio millón de kokus. También he ordenado la confección de vuestra bandera, vuestra uma-jirushi.
- Y los hombres del maestro Carrillo llevarán a la espalda una banderita con las armas de Castilla.
- Sí. Llevarán un sashimono, pero conociéndote, sabía que no permitiríais que llevasen vuestra insignia, por lo que llevaran la bandera del reino. No consideré necesario hacer un kamon, pues ya tenéis el vuestro, el del marqués de Campo de Derna.
- O como la gente dice, el marqués de las muelas rotas! –dije riendo- qué es el kamón?
- Son todas las insignias de vuestra casa – quiso agregar Fray Gabriel – bandera, escudo, sellos.
- A mediodía, unas geishas, damas de compañía, vendrán al ryokan. Pulirán vuestros modales, Paco-San.
- Qué deberé llevar de regalo al Shogún, Miki-San.
- Fuisteis prudente al traer varias pistolas de lujo. Serán un buen regalo. Pero sabed que los herejes calvinistas traen un aguardiente de bayas de enebro a la que se han hecho aficionados los encumbrados de Edo.
- Yo tengo algo mejor. Damascos macerados en pisco!
- El aguardiente de su tierra Don Francisco?
- Con un punto de jarabe y damascos maduros de los valles del sur. Nosotros nos comemos los damascos de postre, pero el licor es filtrado por una muselina doble. Lo trasvaso a una botella adornada con filigrana de plata y lista para el shogun. No tiene pierde.
Tal como Santiago anunció, pasado el mediodía llegaron Akiko, la geisha, con Keiko y Hatsumi, sus maiko o aprendices. En presencia del religioso que actuaba de traductor, me examinaron y sentenció:
- Es alto, no es tan peludo, no tiene los ojos tan redondos ni la nariz tan grande. Se mueve con brusquedad y sin elegancia –tradujo Miki divertido.
- Por lo visto, ante sus ojos soy huérfano de virtudes.
- Vamos a ver si pueden educarte en 3 días. Primero con la ropa y la postura…
En primer lugar me vistieron. Santiago había decidido que el shogun me vería por primera vez con una mezcla de la medio maximiliana de acero esmaltado y oro, y vestimentas japonesas. Para las piernas llevaría un hakama de seda azul oscuro. También de seda grana sería el haori que llevaría sobre la armadura, pero con la particularidad de usar una ostentosa cadena de oro en lugar de un cordoncillo. Iría calzado, no con botas pues ni bien entrase al castillo de Edo, debería descalzarme, pero si con zapatos con hebilla de plata, eso sí con los calcetines tabi japoneses, también de color azul oscuro.
Pero si vestirme llevo su tiempo, el practicar estar sentado fue una tortura, Arrodillado, con el cul* apoyado en los talones, la espalda recta y las manos como niño bueno sobre los muslos. Ni en mi preparación para la primera comunión estuve tanto tiempo arrodillado y sin hablar! Después tuve que aprender a tomar té en esa posición, lo que no fue tan difícil. Pero comer fue otra cosa! Pese a que pude notar la sorpresa de Santiago al verme usar los palillos, la sentencia de Akiko fue lapidaria: “come como un pescador” (lo que en japonés en realidad significaba “come como chino”, lo cual no era mentira, pues yo había aprendido a usar los fai-chi chinos mucho antes que los ohashi japoneses). Lo que si anticipo es que con las porciones que me daban, pasaría hambre: platillos para ver, más que para comer.
Mucho menos penoso fue escuchar música (en realidad fue como un recreo largamente esperado). Mientras Akiko tocaba el koto, una especie de cítara grande, Keiko hacía lo propio con el shamisen, el banjo japonés de 3 cuerdas y Hatsumi acompañaba con una hotchiku, una flauta que contrariamente al agudo sonido de las flautas niponas, tenía un tono más grave y cálido. Pero escucharlo de rodillas era pesado, por lo que me permití pedirle a Pablo que me trajese la flauta, y luego de sentarme con las piernas cruzadas, una postura formalmente inaceptable en Edo, les dije a Santiago que me tradujese:
- Señoras, les voy a enseñar una canción, que me gustaría que aprendiesen a tocar con vuestros instrumentos. Aun no tiene letra, aunque confío que la tendrá.
Obviamente, lo que les enseñaría era la pegadiza melodía de “Sukiyaki”, del malogrado Kyu Sakamoto. Las mujeres tenían buen oído y al poco tiempo, una canción del siglo XX sonaba en el Japon de los Tokugawa con fluidez.
- El bárbaro del sur, no es tan salvaje – El bueno de Santiago rió al traducir a Akiko – Es porque aún no te conoce, hermano. Ah! Ya podéis ir por vuestra bolsa, que el incienso está por acabarse.
- El incienso?
- El incienso. La duración de la varilla indica cuanto dura el servicio, es la tarifa.
- Visteis, no fue necesario faltar al sexto mandamiento.
- Paco-San, estas mujeres sólo se entregarán a vos si esa es su voluntad, o si vuestra bolsa no tiene fondo y vos sois generoso en gastarla, cosa que no me consta, al menos no en estos menesteres –volvió a sonreír.
Mientras, yo afinaba mis modales, Carrillo y sus hombres pulían las armaduras. No se veían arneses occidentales en Edo desde el fin de las guerras civiles hace ya más de 30 años. Y aunque no esperábamos ser atacados, mis guardaespaldas me señalaron lo vulnerable que éramos:
- A fe mía, Don Francisco, si hubiese traición, nos coserían a flechazos.
- Ah, mi buen Juanito. Al menos tuve la precaución de traer los arcabuces de los tlaxcaltecas.
- Por qué precaución, Don Francisco? Los hombres murmuran diciendo que hemos dejado en el San Cosme los mejores mosquetes, para venir a la boca del lobo con armas vetustas.
- Pues decidles, que las gentes de estas islas son tan industriosas que a los 20 años de haber conocido los arcabuces portugueses, ya hacían armas rayadas dignas de cualquier ejército europeo. Hace poco más de 30 años, el abuelo del actual válido pudo tener a más de ciento veinte mil hombres bajo su mando y de ellos dos quintos tenían arcabuces rayados.
- Ciento veinte mil hombres?
- Que se enfrentaban a otros ciento veinte mil. Si nos traicionan, no me gustaría que copiasen nuestros mejores mosquetes. Prefiero que piensen que sus armas son mejores que las nuestras.
A los tres días, estábamos listos. Mi pequeña comitiva dejó el ryokan de Shinagawa para tomar el Tokaido, la carretera de la costa, y en un par de horas, siempre al compás del tambor de Malón, atravesamos el foso y las puertas del castillo de Edo para presentarnos como enviados del rey de España ante el shogun.
La verdad nos hara libres


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