Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
A Félix no le bastaron las cartas de recomendación, pues para entrar en la Academia de Toledo tuvo que superar rigurosos exámenes. Primero, un cirujano lo revisó de la cabeza a los pies buscando defectos, comprobando que el candidato no tuviera taras que le incapacitaran para el oficio de las armas. No solo le inspeccionó, sino que le auscultó —con un curioso instrumento de metal y goma que aplicaba sobre el pecho— y comprobó tanto el oído como la vista; aunque a Félix le fallaba el ojo izquierdo, con el derecho podía contar los pelos de un sarrio. Tras el visto bueno del galeno, tuvo que superar las pruebas atléticas de carrera, salto y soga —pan comido para un montañés— y un examen para demostrar sus conocimientos tanto del mundo como de la religión. Ese día estuvo a punto de perdonar a los padres escolapios la sangre con la que le habían entrado las letras. Sin embargo, Félix no se lució tanto con el caballo pues, aunque supiera cabalgar, no tenía el dominio que exigían a la caballería. Fue admitido en la Academia de Infantería para cursar cuatro años de aprendizaje en la ciencia de las armas.
En el resto de Europa se mofaban de las academias militares hispanas, diciendo que los españoles eran tan zotes que les tenían que enseñar por qué lado se empuñaban las espadas. En Francia, en Suecia, incluso en el Imperio —a pesar de las influencias hispanas— se suponía que cualquier hidalgo heredaba el arte de la guerra con sus blasones. Si eran pocos, mandaría una compañía. Si muchos, un regimiento y, quien sabe, hasta un ejército. Pero en Toledo no entendían de heráldica. Al contrario, esgrimir antepasados era excelente idea para quien quisiera salir por la puerta de atrás.
Los dos primeros años, los más duros, se sufrían en la Academia de la ciudad imperial, y eran comunes para todas las armas. Los primeros meses se dedicaron casi exclusivamente a la instrucción. Sargentos veteranos maltrataban a los pobres aspirantes con formaciones, marchas forzadas, pruebas atléticas y el aprendizaje de las armas. Se suponía que al acabar el primer trimestre tenían que saber montar y desmontar sus armas a ciegas, y arrancar de un tiro el ojo a un mosquito a cien pasos; pobre del que no lo conseguía. Después les tocó aprender a desplegarse, a infiltrarse, a cavar trincheras, pozos o letrinas —más de un noble protestó, descubriendo la inconveniencia de tal queja—, a vivir en el campo, a curar una herida, y cualquier otro arte de utilidad para un soldado que pudiera pasar por la maligna mente de los sargentos. El criterio era que, si un aspirante no podía aprender el oficio de soldado, no servía como oficial.
Los alumnos ganaron músculo y perdieron grasas, hasta que los sargentos dejaron de mirarles de reojo. Entonces fue el turno de los profesores, que adelantaron el purgatorio de los aspirantes con sus lecciones. Presumían a los cadetes la formación filosófica y humanista y, si alguien no la tenía, disponía de toda la noche, porque del día, no. El amanecer se lo reservaban los sargentos, empeñados en acabar con cualquier onza de grasa que se atreviera a rondar los planos abdómenes de los martirizados. Después, pasaban a las clases para profundizar en esas materias que habían aprendido —o no— en el colegio.
No eran pocos los que no superaban el primer año, bien por su pobre rendimiento académico —entonces se les ofrecía pasar a la academia de suboficiales—, bien por acumular faltas —entonces se les ofrecía la puerta de atrás, con el auxilio de un buen puntapié—. El segundo año mantenía la misma tónica, pero ahora las materias eran las propias de la milicia, desde la historia militar con el estudio a los grandes de la Antigüedad, hasta la técnica de las armas, pasando por la táctica. Sin que les olvidaran los sargentos, pues se suponía que los de segundo año debían servir de ejemplo para los infelices de primero.
Tras superar el segundo curso, Félix pasó a ser caballero cadete, y pasó a la nueva Academia de Infantería que se acababa de levantar en Aranjuez, su hogar —o su suplicio— durante otros dos años. Fue el lugar donde aprendió táctica, es decir, como moverse y combatir en el campo de batalla, y algunas nociones de operativa —el arte de conducir ejércitos— e incluso de estrategia —el arte de conducir guerras—. También tuvo que estudiar cómo mantener a una fuerza bien alimentada y sana; incluso enseñaban algunas nociones de medicina, que incluían no solo la atención a los heridos, sino también la prevención de las enfermedades.
A Félix, las que más le interesaron fueron las clases del coronel Don Juan Quigan, uno de esos ingleses católicos que se habían unido al bando de Cristo. El coronel hacía un repaso de cómo variaban las tácticas militares con el tiempo. Era una clase muy interesante, pues el profesor repasaba las vidas de caudillos como Alejandro, César, el Gran Capitán o el Lobo, y mostraba de qué manera se habían adaptado a los medios disponibles.
Lo que más le llamó la atención era que, según Quigan, se estaba produciendo una revolución militar tan importante como la aparición de las armas de hierro. Decía que las tácticas militares, por extraño que pareciera, habían cambiado muy poco en los dos últimos milenios. Obviamente, poco tenían que ver los hoplitas de Maratón con los arqueros de Agincourt, pero la sustancia era la misma: se seguía combatiendo con dos tipos de armas, las de tiro, y las blancas para la lucha cuerpo a cuerpo. Respecto a las de tiro, su alcance y eficacia en poco habían cambiado. Un toxota griego, con su pequeño arco, podía ser tan letal como un mosquetero español en Camarasa. A fin de cuentas, el alcance eficaz de las dos armas era muy parecido, y la mayor letalidad del mosquete se compensaba con la cadencia de tiro del arquero.
Sobre todo, Quigan hacía hincapié en que la combinación de escaso alcance y baja cadencia de tiro impedían que las armas de fuego dominasen el campo de batalla. El alcance eficaz de un mosquete era de apenas cincuenta metros. A más distancia, las balas iban hacia donde les apetecía, y si superaban los cien o ciento cincuenta metros, apenas tenían la fuerza necesaria para herir. Los cañones tenían más alcance y estaban sobrados de potencia, pero su ridícula cadencia de tiro hacía que en el campo de batalla no fueran más efectivos que una balista romana. En la práctica, significaba que una formación enemiga podía acercarse a unas decenas de metros y, tras soportar una descarga, lanzarse a la carrera sobre los mosqueteros y abrumarlos con espadas y lanzas. Para intentar defenderse de estos asaltos los mosqueteros se desplegaban en varias líneas, llevaban bredas en sus mosquetes, y maniobraban en líneas muy apretadas, para oponer el mayor número de soldados: en la práctica, lo mismo que hacían los hoplitas espartanos.
Que la distancia entre los dos ejércitos fuera pequeña significaba que los comandantes se veían forzados a adoptar despliegues más o menos lineales, y que la victoria se lograra bien hendiendo la línea enemiga, bien desbordándola por los flancos. De nuevo, igual que César en Farsalia. Asimismo, que incluso el ejército mejor preparado podía ser sorprendido y destruido por otro con armas anticuadas. Los piqueros podían imponerse con facilidad a los mosqueteros con bredas, y los arqueros turcos podían ser más eficaces que un mosquetero. El profesor señalaba repetidamente el riesgo que suponían esos arqueros, y el error que se cometía al despreciarlos.
Sin embargo, Quigan señalaba que durante la Gran Guerra el ejército español había empezado a utilizar armas revolucionarias. La artillería era más eficaz, primero por disparar tan rápidamente como un mosquete, luego por sustituir los proyectiles de hierro por otros explosivos: ahora, un único cañón podía acabar con una formación, fuera una falange o un cuadro de piqueros. Más importante, por su número, había sido el fusil rayado Entrerríos. Aunque se pareciera a un mosquete, podía matar a medio kilómetro de distancia. Los soldados enemigos ya no podrían cubrir la separación entre los ejércitos —el campo de muerte— sin recibir repetidas descargas que los diezmarían. Es más, las formaciones apretadas, en lugar de dar más fuerza, solo servían para convertirlos en mejores blancos para la infantería y la artillería.
El mayor alcance letal permitía que pequeñas unidades dominaran grandes espacios en el campo de batalla. Los ejércitos podían desplegarse en extensiones mayores, haciendo improbable que fueran desbordados, y además podían tener reservas que acudieran a los espacios amenazados. Quigan mostró a los alumnos como el marqués de Lazán había aprovechado esas herramientas en las campañas de Dunkerque y de Salé. En la primera, en la batalla de Rémortier, una fuerza relativamente pequeña, de menos de una legión, había conseguido contener a todo el ejército francés, permitiendo al marqués caer sobre el flanco enemigo. En Salé, los ataques moros fueron contenidos por finas líneas, dejando libre una masa de maniobra que dio el golpe de gracia a los marruecos. Incluso el combate cercano cambió: las pocas veces que los enemigos conseguían acercarse ya no fueron las armas blancas las que decidieron el enfrentamiento, sino los fusiles —especialmente, los Otamendi de recarga rápida—, los tirogiros y las bombas de mano.
El que las tácticas cambiaran iban a imponer nuevas obligaciones a los futuros oficiales. Parte de sus deberes serían los mismos: cuidar a los hombres, sanos y preparados para el combate, y al mismo tiempo mantener la disciplina. Sin embargo, una vez en el campo de batalla todo variaba. Hasta entonces lo importante era que los mandos consiguieran mantener a los soldados en líneas o en formaciones, e incluso pasar de unas a otras según se precisara. Pero ahora no se precisaban líneas tupidas, pues unos pocos tiradores tenían el mismo efecto, y las formaciones se desaconsejaban. Por el contrario, iba a ser mucho más importante saber aprovechar el terreno, y conseguir que las pequeñas unidades maniobraran y se apoyaran unas a otras. Antes, los hombres debían saber marchar y luchar hombro con hombro; ahora, que supieran moverse por el campo de batalla y que tuvieran iniciativa. Antes, y una vez iniciado el combate, el mando tenía que dar ejemplo a sus hombres, ahora lo crucial sería dirigirlos, aunque fuera desde más atrás.
Quigan también señalaba otros cambios iniciados durante la Gran Guerra y desarrollados posteriormente por Lazán. Uno era la mejora del aprovisionamiento y de la salud de los soldados. Otra, las comunicaciones. El profesor ya había dicho que los nuevos campos de batalla podían ser tan grandes que el jefe no pudiera verlos en su totalidad; sin embargo, mediante el empleo del telégrafo óptico y de los mensajeros, Lazán había podido controlar fuerzas separadas por bastantes kilómetros, y hacerlas converger sobre el sorprendido enemigo. Lo mismo iban a tener que hacer los oficiales, aunque a menor escala. Que los soldados comieran bien y que no enfermaran iba a ser tan importante como la disciplina cuartelera. Asimismo, los oficiales tendrían que ser capaces de hacerse idea de lo que tenían delante, y ser capaces de controlar unidades separadas por cientos de metros. Ya no bastaría la voz, e iban a necesitar mensajeros que llevaran órdenes claras. Asimismo, la separación entre las unidades obligaba a que fueran los mandos sobre el terreno los que decidieran: antes, tenían que seguir ciegamente las órdenes del superior. Ahora, el jefe les indicaría los objetivos, y ellos tendrían que idear como conseguirlos.
El coronel Quigan finalizó su curso señalando que una guerra generalizada era inminente; si los cadetes se limitaban a obedecer cual autómatas, la suerte sería funesta para las armas hispanas. Si aplicaban los conocimientos que se les impartían en la Academia, añadirían nuevos laureles al palmarés español.
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Un soldado de cuatro siglos
Usted ya conoció al marqués de Lazán, y sabrá que no era buen rival ni en una partida de guiñote. Aunque no llegué a tratarle como persona, los que sí lo hicieron hablan de su nobleza y generosidad; pero reservaba esas prendas para los cristianos, y no para los enemigos del rey. Menos aun si eran paganos. Cuando trataba con enemigos, el marqués sabía vivir en el engaño y en la doblez y, si alguien decía saber lo que pretendía, se delataba como mentiroso redomado.
Yo asentí, pues había tenido el honor de conocerlo en Buda y en Jerusalén. Don Félix siguió.
—El marqués era consciente de que los paganos…
—Me imagino que allí los llamaban de otra manera.
—Desde luego —rio Don Félix—. Lo más bonito que les decíamos era culinegros o pichaspartidas. Pero el mando intentaba moderar las lenguas, ya que no eran pocos los árabes cristianos que estaban de nuestro lado, y no convenía ofenderlos. Como le decía, los paganos estaban al tanto de nuestros movimientos. Aunque nuestra caballería impedía que la enemiga se adentrara en nuestro territorio, en Egipto bullían los espías del turco. El marqués pretendía engañarlos, y la mejor manera fue golpeando por donde menos pudieran esperar. Mientras el ejército se reunía en Gaza, la flota del Mediterráneo, dirigida por el almirante Abaria…
—Disculpe que le interrumpa ¿No había sido Atondo el vencedor de Otranto?
—No tiene mala memoria, pero por entonces había salido del Mediterráneo, ya que la guerra con Inglaterra obligó a que se reincorporara a la flota del Canal. Abaria, además, trajo una flota imponente formada con los navíos y fragatas que se habían alistado durante el otoño. Por desgracia, aunque se trataba de buques potentísimos, carecían de propulsión por vapor. Tal carencia creó no pocos problemas. Fue tras la campaña de Palestina cuando la Armada comprendió que tenía que dejar las velas atrás.
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Un soldado de cuatro siglos
Tras padecer el infierno de Toledo y el purgatorio de Aranjuez, el recién egresado alférez Don Félix Barrau fue destinado al Tercio de Valtierra, de guarnición en Rotterdam. La frágil paz permitió que el viaje hasta Holanda fuera tranquilo. De todas maneras, el siberiano que llevaba los refuerzos disponía de una batería artillera que haría que cualquier corsario se lo pensara dos veces. Una vez en Flandes, el oficial tuvo que habituarse a la vida de guarnición en un destino que los soldados hispanos odiaban. Al desagradable tiempo —lluvia, viento, a veces nieve, y semanas enteras sin ver el sol— se sumaba la hostilidad de los holandeses, que no dejaban pasar ocasión de ofender a los hispanos. No a la cara; la Guardia Civil velaba por el respeto a las leyes, y el que se pasaba de la raya era premiado con algunas semanas de limpiar estiércol. Asimismo, los vecinos que tiraban verduras podridas a los españoles recibieron visitas a horas intempestivas; si tenían suerte, eran de los guardias que les traían duras sanciones; si no, era de los ofendidos soldados, dispuestos a enseñar educación mediante bofetones. Tampoco eran buena idea las escondidas, como descubrió la envenenadora que tras ser atrapada pagó su culpa bailando en la horca. Menos aconsejable era enfrentarse a los soldados, orgullosos y violentos que, de no ser por sus jefes, ya hubieran quemado la ciudad; de hecho, la principal tarea del alférez fue contener a sus hombres; se les permitía propinar algún sopapo —mejor era que se desahogaran así que con los cuchillos— pero poco más. Ahora bien, que los holandeses estuvieran más o menos sujetos no evitaba encontrar mierdas de perro y basuras al paso de los hispanos, que cerraran las puertas a su paso, y que siempre hallaran animadversión, significada por las miradas vueltas, por no responder jamás a ningún saludo, y por evitar como la peste lo español.
Holanda era una bomba con la mecha encendida, y por eso Félix se alegró cuando el tercio fue destinado al Mediterráneo. La comidilla en la Sala de Banderas era que se iba a emprender una gran ofensiva contra el turco, y no tardaron mucho en llegar las órdenes. En Rotterdam, un batallón del Tercio de Salé sustituyó al del Valtierra, que —suponían— iba a ser protagonista de la campaña, ya que debía incorporarse al ejército de Egipto.
El batallón embarcó en el siberiano San Bandrán. A causa de la guerra con los puritanos, el transporte se incorporó a un pequeño convoy que cruzó el Canal con la protección de dos navíos y dos fragatas. Ya en el Cantábrico, el siberiano se separó de los otros barcos más lentos, aunque manteniendo la escolta de una fragata, pues no era cuestión de comprobar si la artillería de un barco tan valioso podía lidiar con la de algún corsario inglés. Ya en las proximidades del cabo Ortegal salió a su encuentro una zabra que hizo señales de portar mensajes urgentes. Algo después, el teniente coronel Villanueva, que mandaba el batallón, reunió a los oficiales en la cámara, donde un ayudante les sirvió una copa de clarete, un poco avinagrado, pero que tenía un pasar.
—Señores, supongo que ustedes imaginarán que no vamos a Egipto para ver las Pirámides. Ahora puedo confirmárselo. Los turcos han atacado al Imperio, avanzan hacia Viena, y el ejército español va a enseñarles modales. Aun así, nuestro destino sigue siendo Alejandría. No puedo decirles mucho más, pero me imagino que nuestro objetivo es Jerusalén. Caballeros, un brindis ¡Por su majestad el rey Don Felipe! ¡Por la fe! ¡Por Cristo!
El viaje prosiguió, primero barajando las costas portuguesas y andaluzas hasta cruzar el estrecho de Gibraltar —llevó tres días de bordadas contra el viento—, luego por el Mediterráneo, que estaba lleno de velas; la mayoría se desviaron hacia el norte una vez rebasada Sicilia —allí, un falucho les informó de los choques que entre la marina hispana y la turca se estaban produciendo no muy lejos—, mientras que el Brandán y su inseparable fragata siguieron hasta Alejandría.
La ciudad no gustó a Barrau. De su glorioso pasado solo quedaban piedras, y ahora no era sino bajas casuchas, no pocas vacías, ya que no se había permitido que los musulmanes permanecieran. Y moscas, muchas moscas. La ruta hasta El Cairo, a pesar de ser invierno, fue de más calor y más moscas. Una vez en la ciudad del Nilo se familiarizaron con la miríada de insectos que la infestaban, esperando una orden de partir que no llegaba. Cuando el ejército del Danubio se cubría de gloria en Nagimán, Buda y Temesvar, mientras que las legiones de Egipto se batían el cobre en Suaquín, Félix tuvo que soportar las moscas cairotas mientras prestaba servicios de guarnición. Los recién llegados aprendieron que, si malo era el frío holandés, peor podía ser el calor sofocante del Nilo. El único consuelo del alférez fue el trato con los coptos, los descendientes de los antiguos egipcios que habían conservado su fe cristiana. Aunque conservaban su lengua, cincuenta años de dominio español habían hecho que muchos farfullaran el castellano. Como otros oficiales, Barrau había sido invitado a la recepción que les había ofrecido el alcalde cairota, y allí trabó amistad con Antonios Golta, un alférez de origen copto que también había pasado por el infierno toledano.
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Entreacto primero
Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.
El Imperio de la Tecnología
El Imperio Español del Resurgir fue una sociedad en evolución que cambió a un ritmo inaudito. Incluso el Renacimiento pareció un proceso lento comparado con ese medio siglo milagroso. En el plazo de dos generaciones no quedó ningún aspecto de la vida de los españoles que no variara. Ahora bien, entre esos cambios, destacan los logros de la técnica.
Fábricas: acero y vapor
Entre los progresos del Resurgir llaman la atención los militares, que dieron la victoria a los ejércitos de España, y los tecnológicos, los a veces llamados «Primera Revolución Industrial» (aunque ya se ha señalado por qué el término de revolución no es adecuado). En esos años se pasó de una economía artesanal a la producción en serie y al empleo de máquinas herramienta. Citar todos los avances técnicos sería prolijo; basta con relatar sus efectos. Un indicador puede ser la producción de hierro y acero, que en 1600 se medía en arrobas y que en 1680 era de miles de toneladas. En 1682, la recientemente inaugurada siderurgia de Sulcis, en Cerdeña, produjo cuatro veces más acero que toda Francia. También se extraían nuevos metales como el níquel o el manganeso para añadirlos al acero, se producía latón y alambre de cobre, necesario para el último gran avance del Resurgir, la electricidad: algunos autores proponen que en lugar de la guerra contra los piratas o la muerte de Felipe IV, deben marcar el comienzo de la Transformación la inauguración del ferrocarril Valencia – Sagunto en 1679, o el alumbrado eléctrico de la ciudad de Valencia en 1682.
La disponibilidad de grandes cantidades de metal se acompañó de la de otros productos alquímicos: vitriolo y ácidos fuertes, agua de Gijón (hipocloritos sódico y potásico), derivados de elástica, colorantes (que tuvieron un enorme éxito comercial), etcétera. Se unieron al desarrollo de nuevas técnicas de producción que sustituían la manufactura artesanal por la producción en serie, en factorías cada vez más grandes. De estas fábricas salían productos en cantidades inimaginables para la época: ropas baratas de gran calidad, herramientas metálicas, estufas, espejos, etcétera, que no solo se vendían en España sino por todo el mundo: cuando en Europa solo había artesanos o, a lo sumo, pequeños talleres, las factorías hispanas inundaban los mercados de productos baratos y de alta calidad, y el beneficio de sus ventas alimentaba la economía española. Además de bienes destinados al mercado civil, se fabricaban armas: fusiles de retrocarga, cañones de gran potencia, nuevos explosivos, barcos de guerra, etcétera, que dieron a los soldados de la Monarquía la herramienta que precisaban contra sus numerosos enemigos.
Todas esas factorías solo fueron posibles gracias al invento característico del Resurgir: la máquina de vapor. Hasta entonces, el ser humano estaba limitado a sus propias fuerzas, a las de los animales que criaba y, en menor escala, a las fuerzas hidráulicas y eólica. De hecho, las primeras factorías, como la Real Fábrica de Armas de Orbaiceta, solo disponían de máquinas hidráulicas. Sin embargo, su potencia era limitada, y se precisaban cursos de agua que no siempre estaban disponibles, sobre todo en el relativamente árido Reino de Valencia. Pioneros como Don Ignacio Otamendi comprendieron que la respuesta era la electricidad, que permitía aprovechar múltiples fuentes de energía (incluyendo la hidráulica) y transportara allá a donde se necesitara. Se sabe que ya en 1630 Don Francisco de Lima, marqués de Derna, construyó un generador electroquímico, la primera «pila de Derna», conectando manzanas y limones con alambres de cobre y cinc. En el decenio siguiente se desarrollaron pilas electroalquímicas (llamadas «pilas» porque empleaban láminas metálicas apiladas y embebidas en ácido), y algo después los primeros generadores. Aun así, la electricidad suponía retos tan importantes que, de manera temporal, se empleó la máquina de vapor, que aprovechaba la energía almacenada en sustancias combustibles (en el carbón de piedra, sobre todo). Su potencia era inmensamente mayor que la de medios anteriores. Por ejemplo, el cañonero de vapor Vergara, que participó en los combates de Otranto, tenía una máquina de vapor de ciento veinte kilofuerzas: el equivalente al esfuerzo de centenar y medio de caballos de tiro.
Las máquinas de vapor podían instalarse en prácticamente cualquier sitio; aunque precisaban combustible, el carbón de piedra era mucho más energético el vegetal o que la leña y era más fácil transportarlo. No se necesitaban costosas canalizaciones de agua y, si se precisaba más potencia, bastaba con poner otra máquina, o sustituirla por otra más potente. Además, fueron ideales para los vehículos, tanto terrestres como marítimos, en los que la electrificación era muy difícil. Fueron el ingrediente que se necesitaba para el instrumento característico de la Transformación: el ferrocarril, del que en su lugar se hablará.
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Un soldado de cuatro siglos
—Como le decía —siguió Don Félix—, ni la sombra del marqués de Lazán sabía lo que pasaba por su mente, y los paganos, menos. Sin embargo, que adoraran al embaucador de Mahoma, que se estará abrasando en el infierno, no convertía a los cabezas de toalla en imbéciles. Hasta los gatos sabían lo que se venía encima, ya que Egipto se estaba convirtiendo en una colmena. Cuadrillas de trabajadores mejoraban los caminos que confluían en San Felipe del Canal, la nueva ciudad que crecía a la orilla de la magna vía de agua que se estaba abriendo para comunicar el Mediterráneo con el Mar Rojo.
—Fue una obra que parecía imposible con los medios de entonces. Aunque yo no he terminado de entenderla ¿No existía ya otro canal, el que hizo el emperador Adriano?
—Desde luego. Aunque llevaba siglos abandonado, el Marqués del Puerto ordenó restaurarlo, y durante esos años prestaba buen servicio. Ahora bien, tenga en cuenta que empleaba un brazo del Nilo que solo admitía barcos de pequeño calado. Las navieras estaban sustituyendo sus zabras y naos por rasadores y siberianos que se veían obligadas a desembarcar sus cargas en Suez, para que las barcazas las llevaran a Damieta, donde se cargaban en otros buques. Aunque era más barato que circunnavegar África, aun lo sería más que los grandes barcos pudieran pasar de uno a otro mar. No olvide que entre esos grandes barcos estaban los navíos, las fragatas y los cañoneros de la Armada. Imagine que, cuando los piratas moros vuelvan a amanecer por el Mar Rojo, que lo harán, en vez de algún jabeque es el blindado Fernando el Católico quien les da una lección de educación. O Al Isabel la Católica saludando a los demonios amarillos nipones.
—Ahora entiendo la importancia del Canal. Le adelanto que, según las últimas noticias, será a finales de este año cuando lo recorra el primer buque. De todas formas, la inauguración tendrá que esperar a la visita que el rey Emperador tiene programada para el año que viene. Yo intentaré estar presente ¿Podrá hacerlo usted, Don Félix?
—Ya tragué demasiado polvo en Palestina. Además, las obligaciones con la casa me mantienen en el valle. Eso sí, espero leer sus artículos de la Ilustración.
—Será un placer enviárselos.
—Y yo los recibiré con gusto. También a usted, si hace la merced de volver a visitarme. Ya sabe que en Ansils tiene casa para lo que quiera.
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Segunda escena
Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.
Las comunicaciones
La España del Resurgir se encontraba en una seria desventaja frente a otras potencias europeas, ya que su orografía hacía muy dificultosas las comunicaciones internas. A diferencia de buena parte de Europa Occidental, las penínsulas mediterráneas son abruptas, están cruzadas por cordilleras, los ríos suelen tener caudal escaso, y los pocos que pudieran ser navegables, demasiado desnivel. En la Península Ibérica solo eran navegables, aparte de unos pocos estuarios, algunos tramos del Ebro, Duero, Tajo, Guadiana y, sobre todo, del Guadalquivir. Además, no había ninguna vía acuática que comunicara la costa con la meseta central castellana. Aunque corrientes como el Tajo o el Duero tenían caudal suficiente (salvo durante el estiaje), las ciudades de la meseta están a cotas de entre quinientos y ochocientos metros sobre el nivel del mar. El Ebro, el río más caudaloso de la Península, solo era navegable en ciento cincuenta kilómetros de su tramo central (entre Tudela de Navarra y Gelsa), y en cincuenta kilómetros de su curso bajo (entre Xerta y la desembocadura). Entre ellos, el río mantenía un caudal apreciable, pero primero se encañonaba (impidiendo construir caminos de sirga) y después descendía ciento cincuenta metros en unas decenas de kilómetros: en la práctica, solo era factible la navegación a favor de la corriente, obligando a construir gabarras o balsas para cada viaje; de ahí que ese tramo se empleara casi exclusivamente para el transporte de madera. Problemas similares se daban en los otros grandes ríos peninsulares, pero acentuados por el mayor desnivel y el menor caudal. Solo el Guadalquivir era navegable, hasta Sevilla por barcos de cierto porte, y luego hasta Córdoba y Andújar por embarcaciones ligeras.
La ausencia de una red acuática era una seria traba porque, hasta la aparición de la máquina de vapor, la única manera económica de transportar cargas grandes era a flote. Francia, Inglaterra o Alemania disponían de grandes ríos navegables. En Holanda, además, había una red de canales y afluentes que comunicaban prácticamente todo su territorio: la existencia de esas vías proporcionó a los rebeldes holandeses una pujanza económica que les permitió resistir a los españoles durante setenta años.
Cuando no había vías acuáticas interiores, la alternativa era el mar. Italia y Grecia, dentro de ciertos límites, lo pudieron aprovechar, pues las zonas más densamente pobladas de esas penínsulas estaban a pocos kilómetros del mar; además, las principales ciudades italianas del interior (Roma, Turín, Milán, Florencia) se comunicaban con el litoral mediante ríos navegables. Por el contrario, la meseta central española estaba a centenares de kilómetros de la costa y carecía de esos ríos. Aun así, el litoral mediterráneo o el cantábrico hubieran podido apoyarse en la navegación costera, pero se enfrentaron a la piratería que, sobre todo en el Mediterráneo, fue tan destructiva que muchas zonas cercanas al mar quedaron abandonadas.
De ahí la gran importancia que tuvo en el Resurgir la campaña contra los piratas que emprendieron la marina valenciana y la Armada bajo la dirección del marqués del Puerto a partir de 1625. Durante los diez años siguientes las flotas corsarias y piráticas fueron destruidas, y sus puertos, capturados o arrasados. En 1635 volvió a decirse que hasta los peces llevaban la cruz de San Andrés. La destrucción de la amenaza multiplicó el comercio costero, y entre Valencia, Italia y las grandes islas del Mediterráneo Occidental, que se sumó al que ya se había iniciado con Siberia y las Indias. Así pudieron exportarse los productos de la naciente industria, y con las ganancias obtenidas se pudo poner en marcha la expansión industrial.
Sin embargo, los beneficios del transporte marítimo no llegaban a más allá de veinte o treinta kilómetros de la costa, salvo en el valle bajo del Guadalquivir, que era pantanoso. Una solución hubieran sido los canales artificiales, y en el siglo anterior se habían iniciado las obras del Canal de Tauste y el Imperial de Aragón, en ambas orillas del Ebro, pero solo pudieron emplearse para regadíos. Por desgracia, el desnivel y las dificultades orográficas hacían que la única alternativa fuera el transporte terrestre, que era un medio de rendimiento muy pobre a causa de la gran cantidad de forraje que precisaban los animales: una pareja de bueyes, o una caballería, podían transportar a lo sumo una tonelada de carga, a una velocidad de veinte o treinta kilómetros al día (la misma que andando), precisando entre treinta y cincuenta kilos de grano y de heno. Significaba que de estos había que reunir grandes cantidades, y que los gastos se disparaban. Como resultado, el transporte terrestre sólo se empleaba en las cercanías de las ciudades (que no podían ser muy grandes), para transportar mercancías de gran valor, o que pudieran moverse solas (el ganado). Llevar alimentos a gran distancia era inviable.
Hasta la aparición de la máquina de vapor, ese problema no tenía solución, aunque, al menos, podían mejorarse los caminos. Como parece obvio, un camino mejor duplicaba la eficiencia del transporte: una calzada lisa, sin piedras ni agujeros, permitía emplear carromatos ligeros con ruedas finas con menos resistencia; asimismo, si el camino estaba bien trazado y las cuestas eran suaves, el esfuerzo requerido a los animales de tiro es menor. Según estudios de Don Francisco Cerdán, con una buena carretera la eficiencia del transporte mejoraba entre el 50 y el 100%.
Sin embargo, en España no existía tal red de caminos. Los mejores eran los construidos por los romanos, convertidos muchos en caminos reales, pero que estaban muy deteriorados. Bastaría con mejorar el firme para que se pudieran llevar cargas mayores, y se hizo imitando la técnica romana. Empezando por Valencia, las antiguas calzadas fueron reparadas, y se construyeron caminos nuevos. Las obras recibieron mayor impulso con varias innovaciones: la primera fue la sustitución del método romano por el «método valenciano», de capas de piedras rotas, de tamaño cada vez menor, con un «recebo» de arena o tierra que se comprimía con pesados rodillos. El peso de la mezcla bastaba para asentar el camino, prescindiendo de la cimentación de base y lateral que empleaban los romanos. Posteriormente, el empleo de nuevos explosivos nitrogenados (la «pasta rayo») permitió abrir pasos entre las rocas con una fracción del esfuerzo que se necesitaba para hacerlo a mano, y se llegaron a abrir túneles de doscientos metros de largo. Finalmente, nuevas técnicas constructivas permitieron tender puentes con vanos mayores y coste inferior; en 1674 se construyó el puente de Langreo sobre el río Nalón, de vigas de hierro. Nótese que todos estos nuevos caminos, aunque tenían utilidad militar, no se hicieron con esta finalidad (contrariamente a las vías romanas) sino para dar servicio a las ciudades, la industria y el comercio.
La existencia de una red de caminos adecuada permitió que los transportistas sustituyeran sus carretones y galeras, de la sólida (y pesada) construcción necesaria para malos caminos, por carruajes más ligeros, con ruedas más finas de múltiples radios y llantas metálicas; los destinados al transporte de personas disponían de suspensión, primero con tiras de cuero y posteriormente con ballestas de acero. Asimismo, los bueyes dejaron de emplearse, salvo en algunas zonas rurales apartadas, y fueron sustituidos por caballos y, sobre todo, mulas, aprovechando el forraje que producía la rotación de cultivos. El transporte terrestre siguió siendo poco eficiente comparado con el acuático, pero permitió la especialización: como se ha dicho ya, algunas zonas del interior se especializaron en producir alimentos para la exportación que se enviaban hasta la costa con carromatos de los nuevos tipos.
Esta red se abrió tanto en España como en el resto del Imperio. El principal fue el camino del Dairén, en el istmo de Panamá, que facilitó la comunicación entre los dos océanos. Un camino similar en Egipto complementó al viejo canal que había abierto el marqués del Puerto. También los hubo en Italia y en Flandes, donde comunicaron las recién descubiertas minas de carbón con los ríos.
Precisamente, relacionado con el carbón apareció otro tipo de camino: el de carriles. En 1642 Don Ignacio de Otamendi ordenó construir caminos de raíles en sus factorías asturianas, que posteriormente fueron revestidos con hierro. Vías de este tipo se tendieron en Asturias y en Valencia; allí se emplearon para llevar (cuesta abajo) vagones cargados de carbón desde las minas turolenses hasta la siderurgia de Sagunto. El mínimo rozamiento de los carriles permitió que en ellos se emplearan vagones pesados con gran capacidad; sin embargo, seguían precisando de animales de tiro para hacer subir los carros vacíos, aunque también hubo alguno movido por cables que aprovechaba la fuerza hidráulica. Más adelante se sustituyeron los carriles de madera forrada por otros completamente metálicos. El paso final fue aplicar la fuerza del vapor. Como se ha dicho el primer ferrocarril fue el de Valencia – Sagunto de 1679, inaugurado por el rey Felipe IV en uno de sus últimos actos públicos. Fue seguido rápidamente por otros: en 1683 funcionaban ya los de Avilés a Gijón en Asturias, el de la margen izquierda del Nervión en Vizcaya, el de Sulcis en Cerdeña, y el del Darién en Panamá. En 1685 empezó a funcionar la línea Madrid – Valencia, la primera de que comunicaba el interior de la Península con la costa: estábamos ya en la Transformación.
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Un soldado de cuatro siglos
Pasaron el verano y el otoño, con los del Valtierra mordiéndose las uñas al saber de las grandes victorias logradas en el Danubio y en el mar Rojo. Casi los únicos asuetos de Barrau fueron las veladas con Antonios, que le permitieron descubrir el alma egipcia y, de paso, aprender cómo vivían y como pensaban los árabes con los que se iba a encontrar, ya que el milenio de dominio musulmán había llevado a que los coptos se impregnaran del modo de vista de los ismaelitas. Antonios, además, también había servido en el Alto Nilo y pudo hablarle de sus experiencias. Así aprendió que los musulmanes tenían un puntilloso sentido del honor que poco se diferenciaba del español. Aunque sus costumbres fueran diferentes, ofenderles no era difícil, y en tal caso no eran pocos los que enloquecían. Antonios recomendó a Barrau que fuera prudente en su trato, y el español no olvidó la recomendación, que pudiera serle útil en el futuro.
El invierno llegó con unas lluvias que eran más que infrecuentes en esas tierras y que serían augurio de nuevos temporales. Los españoles celebraron la Natividad del Señor y luego el Nuevo Año, festividad que cada vez gustaba más en la Península. Aun así, la calma era solo aparente. Casi cada día desembarcaban unidades militares en Alejandría, Roseta y Damieta, pues se estaban reclutando tropas en todas partes del Imperio. De España e Italia llegaron fuerzas suficientes para dos legiones. Ahora bien, en lugar de organizar formaciones nuevas con los recién llegados, se prefirió desdoblar las antiguas para así conservar el núcleo de cuadros veteranos. También se incorporó un tercio de mercenarios alemanes, que habían firmado el mismo contrato que los reclutas hispánicos, y la recluta local dio para organizar una legión copta más —como con las otras, se desdobló una unidad antigua— y otra griega, compuesta de exiliados que, si cabe, odiaban a los turcos aun más que los españoles. También se reforzó la caballería con nubios que parecían haber nacido a caballo, y con jinetes mogataces que, aun siendo musulmanes, preferían servir bajo las victoriosas banderas españolas.
No solo llegaron hombres —bastante mareados por los temporales invernales—, sino también la producción de las factorías asturianas. Se llenaron los arsenales de cañones de acompañamiento del ocho y del diez, de los nuevos obuses del doce, y de piezas de asedio del catorce y el dieciocho. Las unidades veteranas recibieron los fusiles Mieres, y cedieron sus Otamendi a los bisoños. Municiones y más municiones se acumularon en los puertos, junto con provisiones, ropas y demás impedimenta.
Tanto movimiento significó para flamante teniente Barrau —la orden con el ascenso acababa de llegar, aunque el oficial adivinó que no se debía a sus dudosos méritos, sino a la rápida expansión del ejército— que, en lugar de disfrutar de la vida de guarnición, tuvo que echar los restos intentando que los reclutas se convirtieran en soldados. En realidad, tal labor fue de los sargentos, que no se anduvieron con chiquitas, pero labor suya fue organizar la compañía y dirigir los entrenamientos. Al menos, con ellos estuvo aprendiendo a utilizar los flamantes fusiles Mieres que acababan de recibir; si los Otamendi eran buenos, los Mieres le parecieron soberbios. Aunque el teniente sospechaba que su vigencia no sería larga, pues se rumoreaba que los armeros estaban probando armas que, como los tirogiros, podían disparar varias veces sin tener que recargar. Lástima no tenerlas aun, pero la guerra no se hace con lo que se quiere, sino con lo que se tiene.
La llegada del armamento hizo que los Otamendi de pólvora parda, que aun quedaban bastantes, se entregaran a etíopes y coptos, y que los Entrerríos que había en Egipto se distribuyeran a las milicias. Con estos refuerzos el ejército de Egipto llegó a los setenta mil infantes, diez mil jinetes, y una decena de millar más entre Guardia Civil, milicias y unidades auxiliares. Para Barrau era obvio que tanta tropa para algo era, y no se equivocaba: aun era joven el nuevo año cuando llegaron a la vez las noticias de la gran victoria cristiana de Temesvar, y las órdenes de marcha.
El ejército recorrió las carreteras que llevaban a San Felipe del Canal, y luego siguió hacia Alariza, la pequeña ciudad a orillas del Mediterráneo que servía de escala antes de llegar a Gaza. Sin embargo, la legión de Ceriñola, en la que se integraba el batallón del Valtierra, recibió órdenes diferentes: tuvo que marchar a Damieta para esperar a la flota del almirante Abaria. Sin embargo, los vientos contrarios la retrasaron durante un mes, y hasta mediados de febrero no se llenó la rada de mástiles: seis imponentes navíos de dos y tres puentes, y una decena de grandes fragatas. El teniente echó en falta los cañoneros de vapor que con tanta fortuna se habían empleado en el Támesis y en Otranto. La flota del Mediterráneo seguiría dependiendo del viento.
El mes de espera no se había perdido. En ese tiempo, en Egipto se había trabajado en embarcaciones. Como la madera no sobraba, los troncos habían llegado el otoño anterior desde Venecia, que a su vez los conseguía en los fragosos Alpes. En Damieta, los carpinteros de ribera los convirtieron en curiosas galeras, con casco plano y proa roma; una vez botadas, los del Valtierra tuvieron que navegar en ellas por los canales y aprender a desembarcar mediante las pasarelas que, gracias a esos malditos frailes barbastrenses, Barrau supo reconocer como sucesoras de los corvus romanos.
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Un soldado de cuatro siglos
—Le estaba diciendo que el almirante Abaria había traído una flota imponente formada de navíos y fragatas que se habían alistado durante el invierno, aunque adolecían de la novedad del vapor. Ya sabe, eran otros tiempos. Los puertos que ahora están colmados de chimeneas malolientes, antes eran bosques de mástiles. Viéndolos navegar, los grandes veleros parecían ángeles, comparados con los sucios vapores. Sin embargo, como mi oficio no era la poesía, yo prefería barcos con máquinas que no dependieran del viento.
—Aunque fuera soportando el hollín.
—Molestia desagradable, que no se podía comparar al placer de la sed en larguísimas estancias en el mar cada vez que los vientos eran desfavorables.
—No se moleste, Don Félix, que yo también soy amante del progreso. Aunque solo fuera recordando lo fatigoso de los viajes de mi infancia, comparados con los rápidos desplazamientos del ferrocarril. Lástima es que no llegue a las montañas.
—Lástima es, y supongo que lo seguirá siendo, porque estas recias peñas son demasiado difíciles para las vías, y tampoco vive aquí tanta gente. Incluso llevar la vía férrea a l’Aínsa supondrá una tarea titánica. Yo pongo mi esperanza en los vehículos automotores.
—No sabría qué decirle, Don Félix. Tuve la ocasión de ver uno en la Corte, y poco me impresionó ese carricoche humeante. Pueden tener un pasar si se comparan con cabriolés, pero da risa verlos al lado de un tren.
—No se equivoque, Don Felipe. Hágame el favor de recordar ¿Por qué vías se movía ese carricoche de motor?
—¿Vías? No las había, pues rodaba como cualquier otro carromato.
—Esa es la cuestión. El ferrocarril requiere una obra ingente, ya que las locomotoras son rápidas y potentes, pero precisan caminos de hierro que ni pueden ascender montañas ni revolverse por el fondo de valles. Son excelentes para grandes distancias por las llanuras, pero no para adentrarse en fragosidades. Esos automotores que tan poco le llamaron la atención pueden moverse por caminos como el que usted ha recorrido para llegar aquí.
—No sabría decirle, Don Félix. No me pareció que el trasto asmático que presencié fuera capaz de subir montañas, y menos a poco que porte cualquier carga.
—Debe tener paciencia, Don Felipe. Recuerde como avances como el ferrocarril, que ahora vemos tan normales, en nuestra infancia parecían invención demoniaca. Los automotores son ahora poco más que curiosidades para ricos, pero deles tiempo.
—Dudo que llegamos a verlo.
—Si está tan convencido ¿Aceptará una apuesta? Yo creo que antes de cinco años veremos automotores y luz eléctrica en Ansils. Si es así, usted tendrá el gusto de invitarme a una comida en la casa Arcas de Benás. Si no llevo la razón, será usted el convidado ¿Le parece?
Acepté la apuesta sin pensar en la retranca del aragonés. Pues Don Félix se cuidó de decirme que aguas arriba de Benasque se estaba construyendo una presa para un molino eléctrico, y que había encargado un automotor Pegaso que ya le estaban fabricando. No fueron cinco años sino cinco meses los que tardó en publicarse la noticia en el Heraldo del Reino, para mi disgusto y para rechifla de los montañeses, siempre deseosos de tomar el pelo a la gente del llano.
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Los barcos estaban dispuestos, pero aun tardó Eolo en tener a bien soplar un siroco que les permitiera salir del puerto. Con el viento por la amura, hinchando las velas, la flota solo necesitó dos días para llegar a Acre y fondear en su bahía. A la mañana siguiente pasaron los infantes a las galeotas de asalto, y después comenzó el bombardeo que en apenas una hora convirtió la ciudad en un infierno.
Al mismo tiempo que los grandes cañones castigaban los muros, las galeotas se acercaron a las brechas de la muralla. La primera fue la de Barrau. Los tripulantes tendieron el corvus que los infantes cruzaron a la carrera, con el teniente a la cabeza. El teniente dejó un pelotón en la orilla, apuntando con sus fusiles a la muralla, y con los demás ascendió por los escombros. Todos esperaban un combate desesperado, pero nadie les disparó. Al contrario, al coronar el adarve encontraron el muro casi vacío, y los pocos árabes que encontraron eran ancianos que agitaban trapos.
—Más fácil de lo que creía; a ver si con esto me gano una corona mural, pero me parece que no tendré la suerte del primo Venancio —musitó el teniente.
Después, los soldados tomaron posiciones, mientras la galeota se retiraba para permitir el acceso a otras embarcaciones. De la tercera desembarcó el capitán Herrero, que ordenó a la sección de Barrau que reconociera la muralla y que llegara, si podía, a la puerta de tierra. Los soldados recorrieron la muralla occidental de la ciudad; en más de una ocasión tuvieron que hacerlo a la carrera, a causa de las llamas que consumían los edificios. Apenas encontraron a nadie, y no tardaron demasiado en llegar al portillo Kuradzsim. Viendo sus imponentes defensas, Félix imaginó lo que hubiera costado tomar la plaza; pero el ataque desde el mar había permitido sortearlas.
A sus espaldas, el incendio arreciaba. Tanto, que los refuerzos no pudieron llegar. El teniente ordenó recorrer la muralla norte, la más fuerte, volcando los viejos cañones turcos y dejando escuadras de fusileros para vigilar las puertas. Como eran pocos para controlar los accesos, ordenó a los sargentos que, si se encontraban en apuros, se retiraran al bastión nororiental, donde podrían recibir la ayuda de la artillería de la flota. Sin embargo, los turcos siguieron sin hacer acto de presencia. Algo después, unos botes trajeron una compañía a la playa que había bajo el bastión. Otras secciones tampoco encontraron resistencia: los turcos habían huido.
A sus espaldas, la ciudad vieja ardía, y empezaban a escucharse grandes explosiones: los ingenieros empleaban explosivos para combatir el incendio.
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Pensaba que la apuesta era tan segura que agradecí por adelantado la futura invitación, sin saber que sería a mi costa. Con todo, no me había adentrado en las montañas para hablar de ferrocarriles ni de vehículos automotores.
—En cinco años disfrutaré de su invitación —dije a Don Félix—. Como dudo que pueda volver antes a Ansils —no sabía lo errado que estaba—, le iré dando cumplida cuenta de mis andanzas. Ahora bien, y si no le incomoda, le pediría que me relate las argucias del marqués de Lazán.
—Con gusto. Usted, que estuvo con los ejércitos en el Danubio y en Palestina, recordará que los turcos estaban atrasados, pero no les faltaban ni valor, ni número. El ejército de Egipto disponía de diez legiones, así como de unidades auxiliares y batallones de voluntarios, casi cien mil hombres, pero hubo que dejar veinte mil en Egipto y en Sudán. Los paganos eran muchos más, aunque no podría decirle el número exacto. El pachá Elmes Mehmed tenía un ejército con por lo menos ochenta mil hombres, y habría que sumar las guarniciones, la pléyade de lugareños que actuaban como policías al servicio del turco, y los reclutas que les llegaban continuamente. En el ejército se rumoreaba que se acercaban a los doscientos mil hombres.
—Se quedaban cortos —interrumpí—. Don Félix, no sé si ha leído el estudio del general Sampedro. —Vi que asentía; resultaba evidente que ni en el escondido Ansils estaba alejado de lo que se publicaba—. Dice que, según los archivos turcos, en Palestina llegó a haber trescientos mil turcos en armas.
—Claro, porque Sampedro cuenta a todas esas gentes a los que dieron una espada o un arcabuz para mandarlos a morir. Soldados de verdad, bastantes menos. En cualquier caso, era un ejército muy grande. En el campamento se comentaba que, al saberlo, el marqués de Lazán se alegró diciendo que Dios le iba a conceder una victoria mayor que la de Nagimán. También se decía que, cuando le dijeron que la enorme masa que tenía en frente le superaba seis a uno, repuso: «todas esas gentes necesitarán comer».
—Es decir, que confiaba en la victoria.
—Él, no lo sé; siempre iba diciendo que había que combinar la audacia y la prudencia, y que frente a tan grande enemigo cualquier error podía ser fatal. Sin embargo, en el ejército nadie tenía dudas. Nos iba a mandar el Rayo de la Guerra, el elegido de Dios, y pensábamos que los turcos estaban perdidos. Si no bastaran nuestro valor y nuestras armas, sería el genio del marqués el que con los otomanos acabaría.
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Tercera escena
Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.
Los nuevos exploradores
El desarrollo técnico llevó a una nueva comprensión del mundo, pero también a una segunda oleada de descubrimientos.
La primera también había sido encabezada por las naciones hispánicas, España y Portugal. Durante milenios, el conocimiento del mundo se había reducido a Europa, Asia meridional y el norte de África. Sin embargo, en apenas dos siglos se descubrieron las principales masas terrestres: tras el descubrimiento de América y la circunnavegación del mundo, los navegantes peninsulares reconocieron casi cada rincón del globo. La Terra Australis, la última gran masa de tierra habitable, había sido descubierta en 1606 por Don Luis Váez de Torres; además, Gabriel de Castilla consiguió atisbar en 1603 las islas antárticas. Su hijo, Lorenzo de Castilla, llegó en 1637 a Aotearoa (posteriormente, Nueva Vizcaya), confirmando el posible descubrimiento hecho en 1576 por Juan Jufré y Juan Fernández: fue el último descubrimiento de una gran masa de tierra habitada. Aun quedaban islas aisladas y regiones poco conocidas, especialmente en el interior de los continentes y en las regiones polares, pero durante el Resurgir la mayor parte del mundo ya había sido explorada.
Sin embargo, durante ese periodo se volvió a explorar el mundo de otra manera. Los primeros descubridores buscaban riquezas en forma de metales preciosos, esclavos y rutas comerciales. Los del Resurgir, recursos para alimentar el desarrollo de la Monarquía. Se apoyaban en los hallazgos de los científicos de las universidades, que en pocos años descubrieron decenas de nuevos elementos. Los alquimistas medievales solo conocían trece, pero los gabinetes alquímicos universitarios empezaron a estudiar sistemáticamente todo tipo de sustancias y a separarlas en sus componentes. Por ejemplo, en 1676 el investigador valenciano Don Juan Bautista Juanini comprobó que el aire se componía de oxígeno y nitrógeno: consiguió aislar este último mediante combustión controlada, absorbiendo después el «humo» (el dióxido de carbono) mediante hidróxido sódico: así obtuvo un gas que no era capaz de sustentar ni la combustión, ni la vida, que llamó «aire inerte» (posteriormente, Nitrógeno). Luego, consiguió «reconstituir» el aire añadiendo al «aire inerte» un gas producto del calentamiento de óxidos: el «aire vivaz», llamado poco después Oxígeno, por generar óxido.
También se separaron diversos metales. En esta investigación hay que destacar la figura señera de Don Vicencio Antonio de Lastanosa, el «descubridor de los elementos». Lastanosa era el hijo menor de Don Vicencio Juan de Lastanosa, un erudito, coleccionista y mecenas oscense, amigo del escritor Don Baltasar Gracián. Don Vicencio Antonio cursó estudios en la Universidad de Zaragoza y, como alumno sobresaliente en Alquimia, consiguió la cátedra de Alquímica Metálica de la Universidad Técnica de Gijón. Por entonces, una cuestión que preocupaba a los metalúrgicos era la calidad del acero. Sabían que dependía, entre otros factores, del origen del mineral de hierro. Tenían gran fama el hierro sueco y el vizcaíno, con los que se conseguían aceros de calidad superior. Lastanosa creía que se debía a la presencia o a la ausencia de diferentes «elementos»: era así como Juanini había llamado a las sustancias elementales, las que no podían ser descompuestas en otras.
El científico aragonés empleó no solo las técnicas alquímicas clásicas, sino también dos nuevas herramientas recientemente desarrolladas: la cuba electrolítica, que acababa de ser inventada por Don Eulogio Sánchez Pomares, también en Gijón, y la espectrometría, por Don Elipio Castañar en la Universidad de Valencia, y que Don Diego López de Heredia aplicó en Gijón a la búsqueda de nuevos elementos. El estudio del espectro permitió conocer la composición de algunas sustancias (por ejemplo, que el acero era una aleación de hierro y carbono, como se llamó al elemento principal del carbón), y descubrir la existencia de elementos desconocidos que después se aislaron e identificaron.
Lastanosa descubrió, entre otras cosas, que diversos elementos podían actuar como «venenos» para las aleaciones de hierro (como el Azufre, el Arsénico y el Fósforo, este último descubrimiento suyo), aunque en pequeñas cantidades incluso podían mejorar sus características. También analizó los gases, descubriendo paralelamente a Juanini el Nitrógeno, el Hidrógeno y el Oxígeno. En colaboración con Sánchez Pomares descubrió el gas Cloro. Posteriormente, y junto a Sánchez Pomares y López de Heredia, se centró en el hallazgo y separación de metales. La lista es larga: Magnesio, Aluminio, Sodio, Bario, Cinc, Cromio, Níquel, Cobalto, Violio, Asturio, Valencianio y Aragonio. También descubrió la existencia (aunque sin conseguir aislarlos) del Potasio, el Calcio y el Silicio.
La importancia del trabajo de Lastanosa no solo fue teórica: los nuevos elementos encontraron rápidamente aplicación industrial. El recién descubierto cloro se aplicó a la producción de hipocloritos. Los nuevos metales, aleados con hierro y carbón, permitían producir aceros de características extraordinarias: los convertidores Lastanosa producían grandes cantidades de acero que rivalizaba con el mejor de crisol. Además, mediante el procedimiento de solera Lastanosa – Sánchez – Pérez se obtuvieron aleaciones con propiedades que superaban a las de cualquier metal conocido.
La industria precisaba todos esos recursos. España tenía la fortuna de disponer de muchos de ellos, pero otros hubo que buscarlos por todo el mundo. Se precisaba carbón, aceite de piedra (que poco a poco iba sustituyendo al sucio carbón), mineral de hierro, de cinc, maderas de cualidades inusuales (tanto las duras tropicales como la ligerísima del árbol balsero), corteza de quina, leche de elástica, etcétera. Significó que a las expediciones de exploración de los nuevos territorios se incorporaron científicos que buscaban nuevos recursos. Fue una alegría descubrir que, además del carbón de Valonia (región apetecida por Francia y siempre bajo el riesgo de invasión) se encontrara también en Cerdeña y en varios lugares de las Indias y de la Terra Australis. La costa venezolana era rica en petróleo, y también lo había en California y en el territorio del Delaguare, que también tenía indicios de albergar yacimientos de carbón. A esos se sucedieron cada vez más hallazgos. La Transformación se sustentaría en la riqueza del Imperio Español, que ya no se limitaba al oro y la plata.
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A los dos días el incendio estaba sofocado. Aun ardían algunos sótanos, pero los explosivos habían abierto pasos entre las ruinas. En el puerto, los barcos desembarcaban a la legión italiana, la de Parma, mientras que la española de Ceriñola ocupaba las murallas. Más allá, los turcos observaban. Al principio no eran muchos, ya que la guarnición de Acre no había sido numerosa, pero parecía que cada día llegaban más.
Una vez las tropas en tierra, el general Juan Tomás Enríquez de Cabrera, conde de Grajal, que era uno de los encumbrados aristócratas que habían preferido la carrera de las armas, ordenó que un batallón español se quedara en San Juan de Acre, y que el resto del ejército emprendiera la marcha hacia el sur. Organizar la marcha llevó horas. El ejército emprendió la marcha en orden de batalla, con la caballería al frente y a los flancos, y los tercios avanzando en paralelo, protegiendo el tren de suministros. La necesidad de proteger a los carromatos hizo que el avance fuera lento, demasiado a juicio del teniente. Aunque solo había quince kilómetros hasta el villorrio de Haifa, les llevó lo que quedaba del día recorrerlos. Allí levantaron defensas y pernoctaron sin ser molestados. A la mañana siguiente volvieron a ponerse en marcha para ascender al monte Carmelo. Grajal dejó en el pequeño puerto y en el estratégico monte al resto de la legión española: era un punto de gran importancia, ya que daba acceso tanto a la llanura costera de Palestina, como a la llanura de Esdrelón que daba acceso al valle del Jordán. Además, esa legión estaría encargada de escoltar a los siguientes convoyes.
Los demás siguieron la marcha. La caballería protegía el ala derecha, la de tierra, mientras que la infantería marchaba al lado de los carromatos, al sosegado paso de las bestias. Con paso cansino descendieron del Carmelo y siguieron por el camino costero. Barrau los veía desde lo alto; aunque la estrategia no era lo suyo, no le gustó ver a una legión solitaria adentrándose en territorio enemigo, y menos con ese ritmo de caracol. Al menos, la flota podía darle apoyo contra los culinegros, que cada día había más.
Todo empezó a torcerse cuando empezó a soplar el Poniente, con rachas cada vez más fuertes, hasta convertirse en un temporal. El agua caía a mares, los arroyos bajaban con fuerza y los caminos se convirtieron en lodazales. El avance se ralentizó todavía más, y a Grajal le llevó dos días llegar hasta Cesárea la antigua ciudad de Herodes, donde dejó otro tercio para guardarla.
—Ya estábamos a finales del invierno —Don Félix continuaba con su relato—, cuando el mal tiempo y la nieve paralizaban Europa. Sin embargo, era una época de dulzura en Egipto, donde el invierno se parece al verano de estas montañas. En Palestina el clima era más duro, y no era raro que la nieve visitara el interior. Aun así, el ambiente era una delicia comparado con el frío glacial que atenazó Europa ese año. Era el momento ideal para iniciar la campaña, aunque todavía se esperara al marqués.
—Siempre me ha llamado la atención que la campaña comenzara sin su presencia.
—Don Felipe, ya le he dicho que al de Savona le corroía la envidia y no podía esperar a lanzarse a por Jerusalén. Además, ya conoce las dificultades que encontró Lazán en Madrid que le obligaron a retrasar su viaje. Me lo imagino como fiera enjaulada, a sabiendas que dada día que pasaba lidiando con sus rivales, era un día menos hasta que llegara el agobiante verano, y un día más para que los turcos se recuperaran. Recuerde que Sampedro relata que los turcos llegaron a reclutar medio millón de soldados ese año. Se trataba de reclutas inexpertos, a los que no faltaba valor, pero que no sabían cómo empuñar un arma sin matarse. Necesitaban tiempo para formarse, y el marqués no quería dárselo.
—El tiempo, el arma del marqués.
—El tiempo, y la confianza en sus subordinados. Lazán les daba mucha autonomía, y premiaba al que respondía, aunque tampoco dudaba un momento en destituir a los incapaces. Ahora bien, mientras que él había organizado el ejército de los Balcanes, el de Egipto arrastraba lacras que todavía no había tenido tiempo de corregir, y que pusieron en peligro la campaña.
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Un soldado de cuatro siglos
Un mensajero trajo la orden de que el Tercio de Valtierra —el de Barrau— se adelantara hasta Cesárea, para sustituir al tercio italiano, que el general reclamaba. Seguía lloviendo; aun así, los soldados cubrieron la distancia en apenas tres horas y dieron el relevo a los italianos del Tercio de Chivaso. La posición, sin ser ideal, no disgustó al teniente: una pequeña bahía que era un puerto aceptable para embarcaciones ligeras, con las ruinas de un castillo cruzado al norte, y las del palacio de Herodes al sur. Los del Chivaso habían trabajado bien, convirtiendo los restos en bastiones y enlazándolos con empalizadas y trincheras. A los culinegros no les sería fácil tomarlas. Los españoles las ocuparon, mientras los italianos se perdían en el camino de la costa, hacia el sur.
El temporal no daba tregua. Las olas siguieron castigando la costa, y el recio Poniente no permitía que los barcos se acercaran, pues no hay nada más peligroso para un velero que un vendaval con la costa a sotavento. Los aguaceros se sucedían, empapando a los infantes a pesar de las lonas. Tanta agua estaba convirtiendo los caminos en barrizales en los que chapoteaban los mensajeros, hasta que al quinto día de la partida del Chivaso dejaron de llegar. Que quedaran cortadas las comunicaciones era de esperar, dado lo numeroso del enemigo, pero no por ello resultaba menos preocupante. Hasta que llegó un falucho tripulado por valientes.
—Mi teniente, el capitán Herrero le reclama.
Barrau se atusó y se dirigió a la cabaña convertida en el puesto de mando de la compañía. Antes de entrar se descubrió y sacudió el agua del chambergo. Dentro ya estaban los tenientes Losilla y Sánchez.
—Caballeros, se han recibido noticias del ejército. El mal tiempo ha obligado al general a detenerse en Arsuf, la antigua Apolonia, a pocos kilómetros de Jafa. Ha reclamado la artillería del cuerpo, y nuestro batallón deberá protegerla. La compañía marchará en la cola del convoy.
Malas caras hubo. Significaba pisar la mezcla de lodo y de boñigas en que quedaría convertido el camino.
—Mi capitán ¿Se sabe algo de los culinegros?
—Dirá de los paganos, teniente. Recuerde que tenemos órdenes de no insultarlos, que en nuestro ejército hay muchos cristianos con el cul* más oscuro que el alma del sultán.
—Disculpe, mi capitán ¿Se sabe algo del enemigo?
—No mucho. Seguramente estará tan empapado como nosotros. Solo se han visto bandas de irregulares, peligrosas para los correos, pero no para un ejército. Por eso han enviado el mensaje por mar.
—Esas bandas deben suponer cierto peligro si un mensajero con escolta no puede llegar hasta aquí.
—No puedo decirle ni que sí ni que no. Yo supongo que el problema está en que andamos cortos de caballería, y los pocos jinetes que tenemos dedican su tiempo a explorar y no a hacer de carteros.
—Mi capitán ¿Conoce el motivo por el que se ha alejado la flota?
—Por lo visto, es por este puñetero viento que empuja a los barcos hacia esta playa. Dicen que los marinos temen la costa a sotavento, es decir, hacia dónde va el viento. Es lo malo de depender del aire. La cuestión es que hasta que no mejore el tiempo, vamos a estar solos.
El batallón se organizó para la marcha. Al frente, un escuadrón de caballería. Después, el convoy, alternando las piezas de campaña —seis obuses del doce que Grajal había dejado en Cesárea—, los carros de la munición, los de servicios, los artilleros —a pie— y los infantes. En la retaguardia, la compañía de Herrero. A poco de empezar la marcha, se vio que era mejor andar por los márgenes, y dejar para los carros el camino; aun así, las secciones tuvieron que turnarse para sacarlos del barro. Otras secciones tuvieron que adelantarse para cortar ramas que poner bajo las ruedas. El avance se eternizó; además, perdieron la mañana en cruzar un arroyuelo crecido. Toda la tarde les llevó llegar a la aldea árabe de Nufalla, que encontraron desierta. Más allá se había desbordado el río Alejandro. No había puentes, ya que habitualmente se podía cruzar a pie seco. Al menos, los soldados pudieron pasar la noche protegidos en las casuchas.
Al amanecer, una patrulla descubrió que el río perdía fuerza en la playa, donde el agua no pasaba de las rodillas y el fondo arenoso era firme. Aun así, vadearlo supuso una aventura entre la corriente del río, los rociones de las olas impulsadas por el viento y las cataratas que caían del cielo. Al menos, por la tarde escampó y pudieron seguir por el borde del acantilado donde, aunque no había caminos, al menos no se hundían en el barro. Consiguieron recorrer diez kilómetros antes del ocaso. Diez más y llegarían a Arsuf.
Tras dar unos sorbos a su cerveza, Don Félix prosiguió con su relato.
—Mi tercio, el de Valtierra, había embarcado en la flota. Una vez ante Acre, la sección que yo mandaba pasó a una galeota de desembarco. Teníamos que asaltar una brecha que los cañones habían abierto en el muro. Mala papeleta era, saltar de las embarcaciones para trepar por las piedras. Para ayudarnos, teníamos unas galeotas copiadas de las turcas que llevaban una pasarela al modo de los corvus romanos. Al menos, descubrimos con alivio que no estaban disparando contra nosotros, y no me extraña a la vista del huracán de fuego que caía sobre los paganos. Nos acompañaban varias cañoneras a remo, de esas protegidas con planchas de hierro, que mantuvieron el fuego cuando la flota se vio obligada a callar so pena de darnos a nosotros; pero incluso estas tuvieron que dejar de disparar cuando llegamos al pie de las murallas. Bajó la plancha y corrí por ella para saltar a los escombros; detrás venía mi sección. Esperaba una lucha a muerte, pero no se produjo. Al contrario, pudimos trepar sin mayor obstáculo que las piedras sueltas, y al llegar a lo alto encontramos la muralla vacía. Al momento vimos que llegaban varios árabes, pero no con arcabuces sino con trapos blancos y ramas de olivo. Mi primera misión de guerra resultó un tanto decepcionante, aunque, no voy a engañarle, sentí cierto alivio.
Alivio, y la corona mural que adorna sus armas, pensé. No me había dicho, aunque lo sabía por otras fuentes, que Don Félix se había presentado voluntario para la primera oleada de ataque, e imaginaba lo que debió ser ir en un barquichuelo contra un muro erizado de cañones. Se había ganado la corona a pulso.
Don Félix siguió relatando la campaña—: El ataque a Acre les sorprendió, pues los paganos esperaban que saliéramos de Gaza, desde donde teníamos pocas opciones. La mejor ruta era la llanura costera, la de las invasiones, que los turcos habían fortificado en lo posible. En los últimos seis meses habían convertido a la medieval Ascalón en una respetable fortaleza, y a sus espaldas habían erigido otra en Azoto, el lugar del que salía el mejor camino a Jerusalén. Si en lugar de ir por la costa, Lazán prefería las montañas, se encontraría con la también bien defendida Hebrón. Peor alternativa era recorrer las llanuras abrasadas del Mar Muerto, donde los turcos habían envenenado los pocos pozos.
—Mala tierra es, que pude visitarla. Hasta los Monegros parecen un vergel si se comparan con esas piedras quemadas. Para usted, nacido en estas frescas montañas, aun sería peor.
—No fue ningún placer pisarlas. Mejor dicho, un horror, pues el Mar Muerto no es sino un desierto de yeso, arcilla y salmuera. Aun así, no hubiera sido mucho para nuestros hombres, que en peores se las habían visto. Sin embargo, lo que temía el marqués era que el pachá Elmes Mehmed evitara librar una batalla y se limitara a vigilar nuestros pasos, igual que Fabio había hecho con Aníbal. Tanto los espías como los prisioneros que interrogábamos confirmaban que esas eran las intenciones de Elmes: dejar que nos agotásemos contra los castillos, mientras él acosaba nuestras vías de comunicación.
Don Félix tenía toda la razón del mundo al relatarme las escasas alternativas que se ofrecían a nuestro ejército, y eso que no me había explicado —aunque yo lo sabía por mis lecturas— que en esas tierras, además de agua, faltaban caminos. La ruta mejor, la que seguía la costa, demasiado sería llamarla vereda. Las del interior no pasaban de malos caminos de herradura apenas aptos para burros. Las del desierto eran inexistentes; había planicies fáciles de recorrer, pero también incómodos pedregales tajados por profundos barrancos que parecían hechos por un cuchillo celestial. Solo por la orilla del Mar Muerto había un estrecho paso, pero demasiadas veces estaba justo al pie de acantilados, ideales para esconder turcos que masacraran al que se atreviera a pasar.
—Aparentemente, había poco donde escoger. El desierto era un país imposible; tal vez una patrulla podría pasar, pero no un ejército. Si el ejército seguía la ruta que llevaba hasta Hebrón por las colinas de Judea, difícil sería llevar su artillería, e imposible acompañarse por la de sitio. Parecía que la única opción era seguir por la costa donde, al menos, gozaríamos del apoyo de la flota hasta que llegáramos a Jafa.
—Entiendo que, en tal caso, el pachá turco se hubiera quedado en las montañas de Judea presto a caer sobre el flanco.
—Eso debió pensar el marqués. El ejército hubiera podido defenderse, pero solo si el pachá no lograba la sorpresa, y no se podía confiar en tal albur. Menos, sin disponer de la eficaz caballería que tanta importancia había tenido en Viena. Teníamos, desde luego, pero no los ágiles húsares magiares que tan bien conocían su tierra. Ya sabe que, sin exploradores, el ejército está ciego. Claro que a Lazán se le había ocurrido la solución, parecida a la que había empleado en Neustadt: emplear cebos. Faena que no siempre es saludable para el inocente gusanito que se agita en la punta del anzuelo. No hará falta que le diga que nosotros íbamos a ser el apetitoso bocado que ofrecería al turco. —Bebió un sorbo y siguió—. De ahí que comenzara la campaña con el ataque a Acre. Resultó una sorpresa para los paganos, ya que nunca hubieran pensado que asaltáramos los muros de una fortaleza directamente desde el mar. Tomada la ciudad, ahí desembarcó el resto del cuerpo, que era de dos legiones de infantería, alguna caballería, artillería y demás. Nos mandaba el conde de Grajal, un segundón de los Rioseco.
—Fue sonado el asunto.
—Luego se lo relataré. La cuestión era que el cuerpo tenía que recorrer la costa de Palestina dirigiéndose hacia Jafa. Lazán esperaba que Elmes Mehmed creyera que podría derrotarlo, y mientras se encelaba con nosotros, el ejército de Egipto podría atacar la retaguardia del turco. Pero resultó que Elmes era más sensato de lo que esperábamos, y Grajal, mucho menos.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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