Un soldado de cuatro siglos

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Un soldado de cuatro siglos

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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La conquista de Buda

La toma de la ciudad alta de Buda fue el último capítulo del drama que había empezado en Presburgo y Raab. Tras la carnicería que había supuesto el ataque de Carlos de Lorena, los aliados se prepararon para reducir la ciudad de manera metódica. Estaba aislada, con pocas municiones y sin esperanza de socorro. Aun así, Abdurrahmán Abdi el Albanés se negaba tercamente a ceder. Al parecer, aun esperaba resistir el tiempo necesario para que llegara el invierno o, tal vez, un ejército de socorro.

Sin embargo, sus fuerzas no estaban preparadas para lo que iba a ocurrir los días siguientes. Los aliados emplazaron contra Buda un cuarto de millar de cañones. En su mayoría eran de campaña, de ocho y diez centímetros los españoles, Trubia del diez los imperiales y polacos. Podían disparar proyectiles explosivos y de metralla, a un ritmo inimaginable para los otomanos; con todo, lo que iba a acabar con la ciudad eran los cañones pesados: tres baterías de cañones del dieciocho (dos del último modelo, otra de cañones bomberos navales), veinte obuses del veintiuno y otros tantos morteros del dieciocho, más cuatro baterías de lanzacohetes Derna. Dos globos aerostáticos observaron y corrigieron el tiro.

El ataque fue metódico y se centró en el extremo norte de la plaza, allí donde el relieve era más suave. Precisamente por eso, era donde los otomanos esperaban el asalto y las defensas eran mayores. Sin embargo, al desplegarse para defender la muralla norte se pusieron al alcance de los cañones aliados, haciendo el juego a los sitiadores.

En primer lugar, la artillería tomó como objetivo la empalizada y, después, el muro exterior. Se trataba de obras pensadas para retrasar al enemigo y no para contenerlo, pero los turcos cometieron el error de disputarlas. Para su desgracia, los aliados disparaban desde fuera de su alcance y los observadores en aerostatos podían ver donde estaban las baterías otomanas. En pocas horas, los grandes cañones españoles derribaron las defensas que días antes habían resistido los proyectiles imperiales: los turcos descubrieron que sus protecciones no conseguían detener los proyectiles de dieciocho pulgadas, que estallaban tras atravesar la primera capa de piedra y desmoronaban las murallas. Los artilleros lo pasaron aun peor, ya que sus piezas estaban defendidas con terraplenes o con cestones llenos de tierra, capaces de resistir balas macizas, pero no los pesados proyectiles de los cañones de sitio; al mismo tiempo, morteros y obuses dispararon sobre la muralla lanzado proyectiles explosivos sobre los servidores. Tras un duelo de pocas horas, la artillería aliada se impuso, acabando no solo con los cañones de la muralla exterior sino también con los emplazados en los baluartes de la muralla principal. La destrucción que causaron, unida a la explosión de un polvorín de los sitiados, dejó a los otomanos sin cañones y sin artilleros.

Ya sin la amenaza de la artillería turca, la infantería atacó el muro exterior: dos batallones austriacos entraron por las brechas y se enfrentaron con los defensores que se habían puesto a cubierto. Mientras, los cañones aliados, que habían alargado su fuego, disparaban sobre las cabezas de los combatientes para batir los baluartes de la muralla principal. Los otomanos que defendían el muro exterior, superados en número y en potencia de fuego, intentaron replegarse a la ciudad, pero encontraron las puertas cerradas y fueron masacrados por la artillería y la fusilería aliada. Algunos grupos siguieron resistiendo en los túneles, y los austríacos tuvieron que reducirlos con bombas; llevó dos días desalojar a los últimos turcos del muro mediante explosivos y cargas incendiarias.

El cañoneo contra los baluartes se mantuvo mientras los ingenieros cavaban trincheras de aproximación en zigzag hasta las brechas en el muro exterior. Después, se iniciaron los trabajos para acercarse al principal. Se abrieron más trincheras y se despejó la ladera de trampas y escombros. Una salida de los sitiados acabó en desastre a causa del fuego aliado, que también arruinó los tres baluartes de la muralla norte, que a los dos días tenían brechas escalables. Aun así, los sitiados pensaron que los aliados aun tardarían unos días en estar preparados. El Albanés se dispuso a repeler el asalto, trasladando a lo mejor de sus tropas al barrio tras el muro (cuyas casas, como sabemos, habían sido fortificadas), ordenando preparar muros y cortaduras entre las casas, y cavar minas que se harían estallar cuando los sitiadores intentaran hacerse con las brechas.

Los aliados no dieron tiempo al Albanés. A la mañana siguiente, tres batallones aliados pasaron por las brechas del muro bajo y se desplegaron frente a los baluartes. El comandante turco alertó a sus hombres para que tomaran posiciones, sin saber que estaban cayendo en una añagaza. Al son de una corneta, los infantes aliados se pusieron a cubierto mientras los cañones aliados disparaban un diluvio de fuego, en el que los obuses y los morteros resultaron especialmente eficaces. Los situados tuvieron centenares de bajas, incluyendo al Albanés, que desapareció cuando un obús pesado alcanzó el baluarte de Gran, desde donde pretendía dirigir la defensa; su cuerpo no llegó a ser encontrado. A mediodía se volvieron a desplegar los aliados, para retirarse mientras la artillería tornaba a disparar. Otros dos simulacros se hicieron al atardecer y durante la madrugada.

La mañana del diez de octubre los batallones de asalto se prepararon por quinta vez. No sabían los turcos que esta vez eran formaciones que llevaban días ensayando en Budafok; se trataba de dos batallones imperiales equipados con fusiles Entrerríos de retrocarga, y uno español, perteneciente a las famosas legiones negras, cuyo objetivo era el baluarte de Gran. De nuevo se pusieron a cubierto y los cañones volvieron a disparar; pero esta vez el fuego no cesó. Mientras los cañones disparaban, los lanzacohetes Derna lanzaron una andanada sobre la ciudad alta. Después, la artillería elevó sus miras para que los proyectiles estallaran más atrás de la muralla; resultó especialmente efectiva una de obuses del dieciocho instalada en la colina Magasagi, que podía batir el barrio alto de enfilada. Otra de cañones del catorce, que disparaba desde la colina Pienoeli (Pyhenohely), alcanzó con proyectiles pesados el adarve y el pomerio del tercer muro.

Entonces comenzó el ataque, pero no a la carrera, como el intento fallido de dos semanas antes. Los fusileros protegieron con su fuego a equipos de asalto equipados con bombas de mano, pistolas repetidoras y lanzallamas portátiles; estos eran equipos manuales que se manejaban entre tres hombres, y que cubrieron los escombros de aceite de piedra ardiente. Se emplearon no para abrasar a los defensores (que seguían en sus refugios) sino para quemar mechas y las cargas que pudieran estar escondidas. Una vez en lo alto de la muralla, los asaltantes despejaron los bastiones con sus bombas de mano; tras ellos ascendieron los fusileros, que batieron a los turcos que intentaban expulsar a los aliados de las brechas. A los quince minutos el muro norte estaba en poder de los sitiadores. Los turcos que quedaban en los túneles fueron reducidos con bombas y con los lanzallamas.

Tomado el muro norte, los aliados se encontraron con un barrio alto que había sido convertido en una sucesión de obstáculos, pero que no fue capaz de aguantar el fuego artillero. Durante quince días había sido el objetivo de obuses y cohetes, y las más de las casas se habían derrumbado. Además, durante el asalto a los bastiones los cañones y obuses aliados siguieron tirando, sobre todo los de la colina Magasagi. Después fueron los lanzallamas los que incendiaron las primeras casas, obligando a que los turcos las evacuaran. El avance por el barrio fue metódico: primero, los edificios eran cañoneados, no solo por las piezas pesadas, sino por cañones de acompañamiento que se habían subido a la muralla; especialmente destructivos fueron dos obuses del veintiuno. Después, los infantes atacaban las casas con bombas de mano, las incendiaban con lanzallamas o las demolían con cargas explosivas. A los tres batallones de asalto, que habían sido reforzados con otros tres, les llevó seis horas llegar ante el tercer muro. Este, que era de menor entidad, había sido batido del revés desde las colinas. Se estaba subiendo a la ciudad alta un cañón pesado, con la intención de abrir brecha, cuando los defensores capitularon. Esa misma tarde se rindieron los castillos de la colina Gellert.

Los veintiséis días que llevó el sitio de Buda fueron costosos para ambos bandos. Las pérdidas aliadas fueron de cinco mil hombres, la mayoría durante el primer asalto; pero los otomanos sufrieron tres mil muertos, cinco mil heridos y el resto, hasta veintiún mil, capturados; hay que tener en cuenta que en Buda se habían refugiado los defensores de Vac, Budafok y Pest. La artillería aliada disparó cerca de veinte mil proyectiles sobre la ciudad, que quedó casi completamente arruinada; tan solo se respetaron la iglesia de San Matías y el palacio real. Ni siquiera se salvó la ciudad baja que, aunque no había sido asaltada, fue bombardeada con cohetes y por cañones situados al otro lado del Danubio.

Tras la toma de la ciudad, los defensores supervivientes fueron respetados, no solo por los términos de la capitulación sino en homenaje a su valor. Sin embargo, la población, que era musulmana y hebrea, fue expulsada; tan solo se permitió permanecer a dos centenares de judíos que habían colaborado con los sitiadores proporcionando información. Buda fue repoblada con magiares y alemanes.

La caída de la ciudad dejó libre a los ejércitos aliados para que en las semanas siguientes culminaran la reconquista de Hungría.



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Reacciones a la campaña de los Balcanes

La gran victoria de Nagimán y la reconquista de Buda fueron aclamadas en toda Europa, salvo en los estados protestantes. En Roma, el papa Inocencio XI ordenó una semana de celebraciones, y para premiar a los vencedores creó la Suprema Orden de Cristo, siendo sus primeros caballeros el emperador Leopoldo del Sacro Imperio, el Rey Emperador Felipe del Imperio Hispánico, el rey de Polonia Jan Sobieski, el marqués de Lazán, y Carlos de Lorena, ahora Duque de Buda por su papel en la conquista de la ciudad.

En la mayoría de las capitales europeas se hicieron celebraciones similares. Especialmente fastuosas fueron las de Viena, ciudad que veía como el peligro turco se alejaba definitivamente, y las de Varsovia, donde se destacó el papel de su caballería en las batallas de Viena. En Madrid, la victoria sobre el tradicional enemigo fue comparada a la de Lepanto. El anciano Felipe IV presidió las ceremonias; durante tres días las calles madrileñas fueron una fiesta. Lo mismo ocurrió por todas las poblaciones hispanas, especialmente en las ribereñas del Mediterráneo. Incluso en plazas hostiles como Ámsterdam hubo festejos en honor de la victoria.

Igual que el Sumo Pontífice, los estados aliados galardonaron a los vencedores. El emperador Leopoldo creó la Orden Militar de la Corona de Hierro, con él como gran maestre, siendo caballeros de primera clase Carlos de Lorena, el marqués de Lazán y los reyes de Polonia y de España. Muchos otros oficiales fueron condecorados; destacaba el capitán Venancio Betorz, «el Capitán Vengador», que además de barón de Gran pasó a ser caballero de segunda clase de la orden, rarísimo honor que pocos soldados alcanzaron. Para no ser menos, el rey Jan Sobieski creó la Orden de los Caballeros de San Estanislao para los generales que participaron en la campaña.

En España ya se habían creado órdenes militares para galardonar a sus héroes, y el rey Felipe no creyó necesario instaurar otras. Ahora bien, decidió establecer un nivel superior de la orden de Jaime I el Conquistador, la Gran Cruz Laureada, que podía concederse tanto a los mandos de ejércitos victoriosos como a los soldados que demostraran un valor extraordinario. Fue le marqués de Lazán el primer galardonado, así como sus jefes de cuerpo, los generales Ruiz de Apodaca y Larrando de Mauleón, y el almirante Atondo. Entre los receptores por méritos individuales también estuvo el capitán Betorz.

Con todo, lo importante no fueron las fiestas o los honores concedidos, sino la repercusión política. La gran victoria afirmó a Lazán y a sus partidarios frente a sus rivales tradicionalistas; hasta el Príncipe de Asturias envió una afectuosa carta de felicitación al marqués de Lazán, a pesar del disgusto de su esposa. La posición del marqués se hizo tan firme que decidió regresar cuanto antes a España para continuar su plan de reformas, aprovechando su popularidad, aunque los movimientos turcos le obligaron a permanecer durante algún tiempo en los Balcanes.

La victoria también reforzó el prestigio del emperador Leopoldo. Aunque la ayuda española hubiera sido decisiva, habían sido sus fuerzas las que habían resistido en Viena, y con los polacos, las vencedoras en Kahlenberg. También podía vanagloriarse de la conquista de Buda, operación en la que los austriacos fueron mayoría. Es más, la dependencia de la ayuda española mostró a propios y extraños la necesidad de modernizar el país. Como consecuencia, Austria fue el segundo territorio europeo en incorporarse a la Revolución Industrial, mediante la introducción de máquinas españolas que sirvieron de modelo para diseños propios.

Probablemente, el más beneficiado fue el rey de Polonia, Jan Sobieski. La República de las Dos Naciones estaba amenazada no solo por sus vecinos, sino sobre todo por la nobleza que se escudaba en el principio de igualdad, que en el Sejm (las Cortes polacas) habían convertido en el «liberum veto». Según la tesis de los aristócratas, el principio de igualdad se vulneraba si una mayoría se imponía sobre una minoría, aunque fuera de un único diputado. La consecuencia era que bastaba un veto para bloquear cualquier decisión e incluso para interrumpir las sesiones del Sejm. El rey Jan Sobieski estaba encontrándose con serias dificultades ya que, durante su reinado, la mitad de las sesiones del Sejm fueron bloqueadas, dejándole sin fondos, sin poder introducir las reformas que deseaba, y sin poder convertir la monarquía electiva en una hereditaria, como manera de asegurar la sucesión.

El escándalo se produjo cuando durante el verano de 1681 la Inquisición Civil española encontró pruebas de que varios diputados del Sejm habían sido sobornados por potencias externas, entre las que se contaban el electorado de Brandemburgo, Rusia y el Imperio Otomano. Que esos diputados se enriquecieran bloqueando la recaudación de los fondos que necesitaban los soldados polacos que estaban liberando Viena hirió mortalmente al sistema, ya que buena parte de los polacos, incluyendo parte de la nobleza y de los diputados del Sejm, consideraron que el «liberum veto» se estaba convirtiendo en una herramienta de los enemigos de las Dos Naciones.

El marqués de Lazán, tras consultar con el Rey Emperador (se conserva la carta en el Archivo Real) dio garantías al rey Jan Sobieski del apoyo incondicional español. Tras volver a Varsovia con la aureola del héroe, el rey comenzó un plan de modernización que incluyó la reforma del Sejm, del ejército y de la administración polaca. La transformación no fue fácil y se produjeron algunos disturbios, que fueron sofocados por el ejército, que con sus armas modernas se impuso con facilidad sobre las milicias nobiliarias rebeldes. También se sublevaron varios clanes cosacos de la frontera, siempre levantiscos, y que además profesaban la fe ortodoxa, mientras que el catolicismo era uno de los pilares de la República de las Dos Naciones (que tras las reformas de Sobieski pasó a llamarse la Doble Unión). Sin embargo, la rebelión fue controlada con facilidad, en parte con la colaboración de otros clanes cosacos, que veían en el auge militar de la Unión la ocasión para adentrarse en los antiguos territorios turcos, tártaros y persas.

El triunfo consolidó la amistad entre España, Austria y Polonia. Las tres potencias decidieron convertir la Santa Alianza en una unión no solo militar sino también política y económica, de tal manera que sus miembros no solo se beneficiaron de los despojos turcos, sino con el incremento del comercio y la transferencia de tecnología, de tal manera que la Santa Alianza (posteriormente, la Alianza Europea) pasó a ser principal actor de la política mundial.

Los restantes miembros de la Santa Alianza vieron la enorme victoria en parte con alegría, pero también con inquietud. Sobre todo Venecia, con una economía en decadencia cada vez más dependiente de la española. La competencia valenciana había arruinado la industria del vidrio, el comercio de especias había desaparecido tras la conquista española de Egipto, su marina mercante había sido desplazada por los modernos barcos hispanos, y también la banca se había arruinado, pues el imperio español ya no solicitaba préstamos externos, sino que eran los bancos hispanos los que financiaban a las naciones europeas. La única actividad floreciente era la de servir de intermediaria para vender productos españoles en los países hostiles a la Monarquía Católica: en la práctica, Venecia se estaba convirtiendo en un títere de Madrid.

La política veneciana era tradicionalmente cambiante, buscando un equilibrio tanto en Italia como en el Mediterráneo, pero ahora este equilibrio estaba roto. A su pesar, la Signoria se vio obligada a integrarse en la Santa Alianza; al menos, esperaba que el auxilio hispano le permitiera recuperar sus antiguas posesiones en el Jónico y el Egeo, tal vez incluso Chipre. Sin embargo, Madrid no olvidaba las anteriores maniobras venecianas, y apoyó la ocupación de Istria por el Sacro Imperio, con el pretexto de facilitar los traslados de tropas a los Balcanes. Tras la victoria, el embajador veneciano ante el Imperio solicitó al marqués de Lazán la retirada de las fuerzas españolas e imperiales. Se conserva la carta que en la que el marqués informaba al Rey Emperador de su respuesta:

«Don Carlo Ruzzini, embajador veneciano ante su Majestad Imperial, vuestro sobrino el emperador Leopoldo, tuvo el atrevimiento de solicitarme que le auxiliara en su exigencia de que las tropas aliadas evacuaran el enclave de Istria, península en el norte del Adriático cuyos puertos son de crucial importancia para la guerra con el infiel. Mi primera intención hubiera sido rechazar de plano tal demanda, no tanto por el fondo sino por las formas, ya que tal petición hubiera decido ser presentada ante Vuestra Majestad por el embajador de la Signoria en la Villa y Corte. Poco antes de mi partida, cuando tuve el honor de ser recibido ante vuestra augusta persona, os dije el valor que tenía el territorio de Istria para las relaciones con nuestro fraternal aliado el Sacro Imperio, pues depender exclusivamente de Trieste supone el riesgo de ver cortada esa importante línea de comunicación. Además, Istria había sido territorio imperial del que Venecia se había apropiado; aunque fuera en tiempos pretéritos, se trataba de un argumento de gran valor que esgrimí ante Don Carlo».

«No se os escapará el papel que Venecia ha tenido en las guerras italianas y contra el turco, siempre presta a aliarse con franceses u otomanos si piensa que puede obtener algún beneficio. Esa mercenaria república está alarmada por el ascendente cada vez mayor que vos tenéis sobre Italia, y el de vuestro imperial sobrino sobre los Balcanes. No me causaría extrañeza que en cualquier momento quiera forzar una negociación con el turco para afianzar sus patéticas conquistas».

«Sin embargo, Venecia aun puede tener alguna utilidad. Sigue resultando útil como intermediaria comercial. Recordad que mercadeando con las naciones herejes conseguimos arrebatarles el oro que de otra manera emplearían para armar ejércitos. Aunque parezca más honorable derrotarles en el campo de batalla, Su Majestad recordará las tribulaciones que padecimos en el nefasto año de mil seiscientos cuarenta. Mejor me parece arrancar el oro de manos herejes y que no puedan comprar balas dispararlas contra nuestros súbditos. En ese comercio, Venecia no es indispensable, pues Génova es aliada más fiel, y hay naciones italianas que ansían asociarse a nuestro negocio. Aun así, la República dispone de una red de agentes que facilitan nuestras intenciones. De igual o mayor importancia me parece que Venecia se mantenga en la Santa Alianza. Militarmente, su auxilio es mínimo, su permanencia refuerza la imagen de unidad contra el infiel, sin olvidar que nos proporciona el pretexto para intervenir en Grecia».

No pudiendo acceder a las pretensiones de Don Carlo Ruzzini, pero tampoco siendo conveniente desairarlo, repuse al embajador que Istria, con sus caminos y puertos, resultan tan importantes para la guerra que no podía atreverme a debilitar su guarnición. Eso sí, prometí a Don Carlo que cuando finalizara la guerra, la Santa Alianza negociaría la devolución de Istria, así como una adecuada compensación a Venecia por su sacrificio. Huelga decir que no todas las negociaciones llegan a buen término y, en lo que de mí dependa, esta no lo hará. Sin embargo, preferí reservarme tal pensamiento».

En su informe para el Consejo, Ruzzini decía que la respuesta española había sido negativa, y que le parecía improbable que Venecia llegara a recuperar esa provincia. Ya que era inviable salir de la Santa Alianza y reconquistar Istria, no solo militar sino políticamente, la única opción era seguir participando en las operaciones contra los turcos con la intención de hacerse con territorios que compensaran la pérdida. En todo caso, la Signoria comprendió que el sino de la República era convertirse en una marioneta de hispanos y españoles, y empezó a buscar un acercamiento hacia franceses y turcos.

Sin embargo, quienes quedaron más impresionados por la aniquilación del ejército turco fueron los enemigos de los españoles. Las principales potencias protestantes (Inglaterra, Suecia y, en menor medida, Brandemburgo y Sajonia), así como la católica Francia, tradicional rival de los españoles, llevaban años intentando recuperar su potencia militar. Tanto Francia como Inglaterra habían sido estrepitosamente derrotadas en la guerra de Dunkerque, e Inglaterra había vuelto a serlo durante la guerra a los Piratas y la posterior guerra civil. Aun así, el régimen parlamentario estaba buscando aliados, y había enviado embajadores al rey francés Luis XIV, al sueco Carlos XI, y al sultán Mehmed IV. El sultán turco había hecho lo mismo, y los reyes Luis XIV y Carlos XI estaban haciendo un gran esfuerzo para organizar ejércitos y marinas que pudieran oponerse a los españoles. Sin embargo, cuando apenas habían comenzado las negociaciones se supo de las grandes victorias aliadas. Tanto el rey francés como el sueco prefirieron continuar con sus preparativos y esperar mejor ocasión; la Inglaterra parlamentaria y la Sublime Puerta tuvieron que continuar la guerra en solitario.



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El alcance de Lazán

Las operaciones emprendidas tras el éxito de Nagimán fueron claro ejemplo de lo que el marqués de Lazán llamó «el Alcance», es decir, la explotación de la victoria. En su libro decía que incluso el mayor triunfo sería huero si el vencedor no se aplicaba a destruir lo que quedara del ejército enemigo. Ponía como ejemplo las batallas de la Reconquista, donde la mayor parte de las bajas del perdedor no se producían durante la pugna, sino cuando el ejército se desmoronaba y los supervivientes trataban de escapar. Era entonces cuando los caballeros victoriosos masacraban a los fugitivos.

Los cambios de la técnica militar habían dejado atrás las tácticas medievales, pero la sustancia era la misma. Se trataba de sustituir ese «alcance» que se hacía a caballo y durante unas pocas horas, por una enconada persecución para capturar o matar a los derrotados, aprehender sus armas e impedimenta, y hacerse con sus plazas fuertes, sin permitir que el vencido se reorganizara. Como ejemplo proponía la batalla del río Garellano, cuando el Gran Capitán había destruido al ejército francés no durante el cruce del río sino con una persecución encocada. Otro que citaba era la «Noche española» tras la batalla de Camarasa, cuando el barón de Chelb (y futuro marqués de Camarasa) acosó y destruyó al ejército francés en una persecución que no cesó hasta la caída de Barcelona.

Ya hemos visto como Lazán pensaba que el objetivo prioritario era el ejército enemigo; sin embargo, la aplastante victoria de Nagimán hizo casi innecesaria la persecución. Solo una fracción de la caballería y del cuerpo de jenízaros consiguió ponerse a salvo; del resto, los que no fueron muertos o capturados quedaron atrapados en las fortalezas del Danubio. Las más cercanas a Viena cayeron rápidamente e incluso Buda, la principal, fue expugnada tras un sitio relativamente corto.

Aun así, Lazán prefirió no centrarse en la conquista de las ciudades. Los problemas de los aliados ante Buda le obligaron a intervenir con parte de sus fuerzas; por eso fue más destacable la arriesgada maniobra que acabó con el dominio otomano en la planicie del Danubio. El cuerpo de ejército de Espínola, reforzado con la caballería aliada, partió hacia el sur tras un mínimo descanso y recorrió la Transdanubia a marchas forzadas, bloqueando o tomando las plazas, dispersando y apresando a los fugitivos, y llegando ante Belgrado tan rápidamente que la ciudad apenas pudo presentar resistencia. La velocidad con la que se movieron las fuerzas de Espínola hizo que llegaran ante las plazas turcas casi al mismo tiempo que los fugitivos que llevaban la noticia del desastre. Las avanzadas de caballería ligera apresaron o mataron a muchos fugitivos, y los que se salvaron fue a uña de caballo, dejando atrás armas y equipos, y sin tener la posibilidad de reorganizarse. Asimismo, el avance español desencadenó las sublevaciones de Eslavonia y de Serbia, que atraparon a los turcos que habían quedado en las fortalezas.

El principal núcleo de supervivientes (que incluía a los jenízaros) tuvo una retirada más sencilla por Buda. Afortunadamente para los otomanos, el pachá Abaza Siyabus tomó la decisión de poner a salvo lo que quedaba del cuerpo; el avance de Espínola por la otra orilla del Danubio imprimió mayor urgencia a la retirada, que acabó convirtiéndose en desbandada cuando los españoles tomaron el puente de Solimán. El anteriormente organizado cuerpo llegó a Temesvar como una muchedumbre de fugitivos. Allí, el agá Beki Mustafa los reorganizó, mientras Abaza Siyabus seguía hasta Sofía, donde los búlgaros amenazaban con rebelarse.

Finalmente, solo una fracción de la caballería y de los jenízaros lograron escapar. Sin embargo, los demás supervivientes del ejército, que se creían a salvo en Buda y las plazas del Danubio, ban a sufrir la segunda parte de la maniobra de Espínola, tan atrevida como la anterior: tras cruzar el Danubio avanzaron hacia el norte por la margen occidental del río Tisza aislando Buda y las plazas de la Gran Llanura húngara, y contactando con el reino de Polonia tras acabar con el estado de la Alta Hungría, vasallo de los otomanos. Las guarniciones de Buda y de las fortalezas de Hungría quedaron atrapadas y ya solo era cuestión de tiempo que sucumbieran. El avance hacia Belgrado y la cabalgada por la Gran Llanura acabó causando a los otomanos casi tantas pérdidas como la batalla de Nagimán.

Tras una corta interrupción mientras finalizaba la conquista de Buda, se emprendió la tercera parte de la explotación. El veinte de octubre los ejércitos aliados cruzaron el río Tisza y avanzaron hacia el este, llegando en dos semanas a las estribaciones de los Cárpatos y de los montes Apuseni. Durante las semanas siguientes fueron reducidas las plazas fuertes que habían quedado atrás, y a mediados de diciembre la presencia otomana en Hungría había desaparecido. Sin embargo, las fuerzas españolas no participaron en estas últimas operaciones, ya que se estaban dirigiendo hacia el sur, donde se estaba fraguando una nueva amenaza turca.

El resultado de la campaña fue impresionante. En tres meses los aliados habían reconquistado ciento cuarenta mil kilómetros cuadrados, es decir, la mitad de la superficie del reino de Castilla, y a pesar de la magnitud de la campaña y de las batallas, sus bajas fueron reducidas: unas cincuenta mil (quince mil muertos), la mitad en la primera fase de la ofensiva turca, y el resto en la defensa de Viena y el sitio de Buda. Las innovaciones sanitarias consiguieron que incluso imperiales y polacos tuvieran pocas bajas por enfermedad. Por el contrario, los turcos perdieron cerca de un cuarto de millón de hombres, la mitad en los alrededores de Viena y Budapest, el resto en la persecución y en las guarniciones de las ciudades y fortalezas que quedaron atrás. Se capturaron quinientos cañones, de nuevo la mayoría en las fortalezas, decenas de miles de monturas, cantidades ingentes de provisiones, e incluso el tesoro que el gran visir llevaba para pagar a sus tropas.

Aun así, el marqués prevenía contra movimientos alocados, y recordaba que hasta un enemigo derrotado puede volverse y morder. De allí que recomendara que durante la persecución se tomaran las mismas precauciones que durante la maniobra, y advertía del riesgo que corrían los perseguidores, sobre todo si el acoso se detenía y se daba al enemigo tiempo para reorganizarse. En tal caso, recomendaba emplear la maniobra para poner de nuevo en fuga a los contrarios pero, si no era posible, era mejor hacer una pausa para recuperar fuerzas, y preparar una nueva campaña.

En este caso, fue la resistencia de Buda la que frenó las maniobras aliadas. Es difícil saber lo que hubiera podido ocurrir de haber tomado Lorena la ciudad, o de haberse limitado a bloquearla, como proponía Lazán. De haber dispuesto el marqués de sus dos cuerpos, Espínola podría haber seguido moviéndose hacia el sur, mientras Idiáquez reconquistaba la llanura húngara. Incluso hay autores que especulan que la intención del marqués era cruzar los Cárpatos antes de que cayeran las primeras nieves. Sin embargo, la detención de las operaciones permitió que los turcos se consolidaran en Transilvania y en el eyalato de Temesvar, movimiento que llevó a la que ha sido llamada «la batalla perfecta».



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La perfección


«Dios Nuestro Señor negó la perfección al ser humano, pero es nuestro deber buscarla»

Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La batalla perfecta

El último acto de la campaña de 1681 se produjo en Temesvar, y fue el mejor ejemplo de la doctrina operativa del marqués de Lazán. Tras la gran victoria de Nagimán y la reconquista de la llanura del Danubio, parecía que la campaña de 1681 había finalizado; sin embargo, aun se iba a producir un último esfuerzo turco.

La reconstrucción del ejército turco

Como se ha descrito previamente, el nuevo gran visir Kara Ibrahim estaba reuniendo un ejército con el que resistir a los aliados. Ya se han relatado las dificultades que encontró. Aunque consiguió algunos voluntarios, no tenían armamento moderno, y tuvieron que equiparse con arcabuces y mosquetes de producción local, así como con viejos cañones procedentes de almacenes y fortificaciones. Se estaba intentando copiar las armas españolas, con escasos resultados: al carecer de la metalurgia avanzada hispana, ni con el auxilio de técnicos franceses y suecos se conseguía fabricar armas fiables. Los armeros lograron fabricar algunos mosquetes rayados de retrocarga, pero en cantidades minúsculas y, además, sus cañones de hierro no solo eran muy pesados, sino que reventaban con facilidad, obligando a emplear cargas reducidas. Mejores resultados se lograron con la conversión de cañones navales, de los que había gran número, en piezas de campaña y de sitio. Las más pesadas se emplearon para reforzar las fortalezas, mientras que los cañones ligeros se montaron en cureñas de ruedas que recordaban a las españolas. Asimismo, se había conseguido incrementar la producción de pólvora y de proyectiles: aunque buena parte de los soldados seguirían armados con arcos y armas blancas de corte, una proporción apreciable iba a llevar armas de fuego. Un refuerzo inesperado fue el de medio centenar de cañones de acompañamiento de tipo sueco. Eran de origen francés y habían sido transportados por comerciantes venecianos: la Serenísima, a pesar de formar parte en la Santa Alianza y estar empeñada en los combates del Adriático, temía el fortalecimiento de españoles e imperiales. El asunto de los cañones acabaría teniendo graves repercusiones.

Los problemas del visir no se limitaban al armamento. Tan grave o más era la deficiente formación de los reclutas. Lo mejor de los jenízaros había caído ante Viena, en Nagimán y en Buda. El cuerpo pudo reconstruirse, pero aceptando voluntarios atraídos por el prestigio y los privilegios, que en otra situación no hubieran podido ni soñar con ser admitidos. Algo parecido ocurrió con la caballería espagi: aunque consiguió recuperar su número, fue mediante mercenarios, antiguos aquincis que fueron reclutados por los magnates. El resultado fue el deterioro de la calidad de estos cuerpos. De hecho, lo mejor del nuevo ejército procedía de las guarniciones, y de irregulares sekbán que habían sido reunidos en formaciones regulares. Asimismo, se habían solicitado nuevos contingentes a los estados vasallos aunque, como parece lógico, los cristianos eran poco de fiar, especialmente tras el doble papel de Serban Cantacucino, que había tenido que escapar al campo aliado tras una rebelión de sus boyardos alentada por los turcos. En cualquier caso, las fuerzas cristianas fueron enviadas a Mesopotamia donde sustituyeron a las guarniciones otomanas, que reforzaron el ejército de Palestina.

La caballería seguía siendo numerosa, pero su composición había variado. Se habían pedido refuerzos al kanato de Crimea, pero la amenaza polaca en Ucrania hizo que fueran pocos los que llegaran. El núcleo eran los espagis que, como se ha relatado, tenían una elevada proporción de mercenarios y de antiguos irregulares. El principal problema estaba en las monturas. Tres cuartas partes de los animales se habían perdido en la malhadada campaña de Viena, y el ganado que se había conseguido reunir era de peor calidad.
Otro obstáculo fue el fracaso en la recluta de voluntarios. Ya se ha explicado previamente que, si acudían, era por unas perspectivas de botín que ahora no existían. Se volvió a hacer un llamamiento a la guerra santa, pero eran demasiados los que habían desaparecido en el Danubio. El llamamiento iba tan mal que el gran visir tomó una medida desesperada: instaurar el reclutamiento obligatorio. Ya existía, pero en esta ocasión iba a ser mucho más amplio y debía afectar a uno de cada cinco varones con edades entre veinte y veinticinco años. Solo los musulmanes sunitas estarían obligados a la prestación, con el pretexto de que los pueblos vasallos ya estaban obligados a proporcionar fuerzas. Había excepciones, como con los casados con tres o más hijos, o los hijos únicos de viudas. Asimismo, un recluta podría eximirse del servicio si presentaba en su lugar un voluntario. El edicto no olvidaba a los cristianos y los hebreos: aunque se les eximía de prestar servicio de armas, fueron gravados con un impuesto extraordinario equivalente al quinto de sus haciendas. Este impuesto no afectaba a los estados vasallos, pero Kara Ibrahim les exigió una contribución extraordinaria equivalente a los tributos de tres años.


Como era de esperar, hubo todo tipo de abusos. Como no había un censo fiable, los sanjak beys (regidores de sanjacs, las provincias turcas) indicaron a los mutasarrif (gobernadores) y cadis (funcionarios con atribuciones militares, administrativas y judiciales) el número de reclutas que debían conseguir, y estos los escogieron a su antojo. Hubo algunos que efectuaron algún tipo de sorteo, pero los más los eligieron guiándose por sus antipatías personales o por los sobornos que recibían.

El firman proporcionó tal número de reclutas que compensó sobradamente la ausencia de voluntarios, pero la medida fue muy impopular. No faltaron voces pidiendo que se pusiera coto a los abusos, pero la urgencia en conseguir hombres era tal que el visir ordenó que se tratara como rebeldes a los que protestaran. Muchos reclutas prefirieron desertar, pero como los cadís tenían una cuota que cumplir, alistaron a otros en su lugar. Además, los reclutados estaban ayunos de experiencia militar, y por lo general carecían hasta de ropas de abrigo (aunque el decreto les obligaba a aportarlas). Hubo que agruparlos de cualquier manera, entregarles armas de los depósitos (que consistían en lanzas y a veces espadas, ya que las de fuego se reservaron para los veteranos) y enviarlos a los Balcanes, procurando instruirles por el camino.

En conjunto, a mediados de octubre Kara Ibrahim había conseguido reunir unos ciento veinte mil infantes y veinticinco mil jinetes con ciento cincuenta cañones, aunque la calidad del ejército ni se aproximaba a la del que invadió Austria la anterior primavera. Aun así, se trataba de una fuerza muy numerosa que podía suponer una seria amenaza para los aliados o, al menos, un obstáculo para la realización de sus planes.

Mientras reunía ese ejército, Kara Ibrahim intentó negociar con los aliados. A pesar de la caótica situación en los Balcanes, envió parlamentarios bajo bandera de tregua, pero fueron rechazados por las avanzadas aliadas, que tenían órdenes de solo aceptar capitulaciones. Esa condición había sido impuesta por el marqués de Lazán, que temía que sus aliados se contentasen con las provincias reconquistadas y dejasen pasar la ocasión de dar un golpe mortal al imperio otomano. Tras el fracaso, el visir intentó hacerlo mediante países neutrales; pero el bloqueo del Mediterráneo le impedía ponerse en contacto con su embajador en París. Un embajador enviado a Venecia volvió con las manos vacías, ya que los venecianos exigían como condición previa la devolución de Candía y Chipre. Finalmente, Kara Ibrahim se vio obligado a buscar la mediación rusa, pero los enviados aun estaban de camino cuando se inició la nueva fase del conflicto.

Problema añadido era que el visir no tenía mucho que ofrecer. Incluso entregar las provincias ya perdidas podría llevar a su deposición (y ejecución). A lo sumo, estaba dispuesto a ceder Budapest y, tal vez, Belgrado. En todo caso, para salvar su cuello necesitaba aparentar firmeza y, por tanto, estaba obligado a enfrentarse a los aliados.



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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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El ejército otomano se dirige a Temesvar

El gran visir conocía las deficiencias de su ejército; además, los combates de la llanura vienesa habían demostrado que los aliados, especialmente los españoles, eran temibles en campo abierto; también, que un ataque frontal a una posición defendida con armas modernas era suicida. En esas condiciones, Kara Ibrahim sabía que cualquier intento de reconquistar las provincias perdidas conduciría al desastre, al menos mientras no se incrementara la recluta y los hombres no recibieran mejor entrenamiento y nuevas armas.

A posteriori, la decisión más sensata hubiera sido abandonar la llanura del Danubio, pero le era imposible. En el serrallo no se aceptaría que abandonara buena parte de las posesiones europeas. Como mínimo, significaría recibir el lazo de seda, y era probable que también llevara a la deposición del sultán. Además, la pérdida de la llanura danubiana seguramente sería seguida de la de Bosnia y Albania, de Bulgaria, que estaba al borde de la rebelión, y de Valaquia, donde Jorge Ducas, que había sustituido a Cantacucino, tampoco era de fiar. A su pesar, el gran visir se vio forzado a intervenir. Para conseguir el tiempo para entrenar y armar un nuevo ejército, Kara Ibrahim decidió trasladarse a los Balcanes con las fuerzas disponibles, no para presentar batalla, sino para escoger un lugar donde fortificarse y, desde allí, amenazar los movimientos aliados. La intención era atraerlos para impedirles culminar la conquista de la llanura húngara antes del invierno, que detendría las operaciones durante varios meses. Era el tiempo que necesitaba para empezar las negociaciones y, si no llegaban a buen fin, para reforzar el ejército.

Había varias opciones. La ideal hubiera sido fortificarse en los pasos de los Cárpatos, pero era la que el visir no podía escoger, ya que significaba abandonar la llanura danubiana. La alternativa menos atractiva era desplazar el ejército a Sarajevo. Aunque los Alpes Dináricos ofrecían posiciones muy fuertes, prácticamente inexpugnables, allí sería difícil aprovisionar una fuerza importante y, si los aliados decidían forzar los pasos de los Cárpatos, estaría demasiado lejos y no podría detenerlos. Algo parecido ocurría con Valaquia o Moldavia; aunque allí tendría menos problemas con los suministros gracias al dominio del Mar Negro y de los grandes ríos de la región, se trataba de posiciones excéntricas, que dejarían en bandeja a los aliados la conquista de las Puertas de Hierro, de Bosnia e incluso de Bulgaria.

En la práctica, si el visir quería amenazar a los aliados, no tenía otra opción que cruzar los Cárpatos. De nuevo, tenía dos posibilidades. Una, fortificarse en Transilvania, cuyo relieve facilitaría la defensa. Sin embargo, también sería fácil para los aliados bloquear los pasos que desde la meseta transilvana llevaban a la llanura, mientras invadían Bosnia y Albania. Además, el principado de Transilvania era un estado vasallo de lealtad cada vez más dudosa, donde no sería fácil conseguir suministros.

La otra posibilidad, la escogida, era ir a Temesvar. La ciudad, junto a con Buda y Belgrado, era una las principales plazas fuertes de la llanura del Danubio, la única que todavía seguía en manos turcas. Además, era la capital del eyalato de su nombre, que tenía una proporción importante de población musulmana. La principal ventaja consistía en que desde Temesvar el ejército turco podía amenazar tanto la Gran Llanura como Belgrado. A cambio, era una provincia prácticamente llana, aunque el visir pensó que se podría apoyar en los numerosos ríos y canales, así como en las fortificaciones de la ciudad que, aunque anticuadas, podrían resistir durante un tiempo a la artillería española. Además, en caso necesario, no le sería difícil retirarse a los Cárpatos o a Transilvania. Al menos, eso creía.

Temesvar era, como hemos visto, una de las principales plazas otomanas desde su conquista en 1552. Estaba defendida por una gruesa muralla abalartuada, aunque se notaba lo anticuado de su concepción en que carecía de obras exteriores y que los redondeados baluartes conservaban características medievales. Con todo, su principal defensa era el río Bega, que había sido desviado de tal manera que la ciudad había sido convertida en una isla con el agua lamiendo el pie de los muros. Otros canales del río, sumados a los ríos Mures y Timis con sus orillas pantanosas, suponían una protección adicional tanto para Temesvar como para el ejército otomano.

Tomada la decisión, las primeras tropas salieron hacia Sofía cuando apenas se acababa de formalizar el sitio de Buda. Sin embargo, el anterior esfuerzo contra Viena había consumido las existencias de los almacenes, y los turcos tuvieron que moverse todavía más lentamente de lo habitual. El vacío de fuerzas turcas permitió las atrevidas campañas de los aliados en la llanura húngara; ahora bien, no fue del todo perjudicial para los hombres de Kara Ibrahim, pues la parsimoniosa marcha permitió que se fueran incorporando más reclutas. Aun así, el retraso hizo que hasta el quince de noviembre no se iniciara el cruce de los Cárpatos por los pasos de Domasnea y de Pestera. Demasiado tarde, para desgracia de los reclutas.

El otoño de 1681, además, estaba siendo tan duro como había sido la primavera. Desde finales de octubre los montes Cárpatos sufrieron lluvias torrenciales que en noviembre de convirtieron en nevadas. Los turcos se vieron obligados a abrirse camino en la cada vez más gruesa capa de nieve. Las avanzadas sufrieron terriblemente, pues procedían de regiones costeras y, aparte de no estar habituados al frío, no llevaban ropa de abrigo ni calzado adecuado. Aun así, el primero de diciembre el ejército otomano comenzó a reunirse en Temesvar. La guarnición fue reforzada, pero la mayor parte del ejército se apostó al sur de la ciudad, entre los ríos Beja (que pasaba por Temesvar, como se ha dicho) y Timis (a pocos kilómetros al sur). El espacio entre los dos ríos, tanto al este como sobre todo al oeste, fue cerrado mediante empalizadas festoneadas con fuertes. Otras posiciones se construyeron en la orilla del Beja, de tal manera que los turcos se encerraron en un rectángulo fortificado de unos quince por seis kilómetros. El visir pensaba que así tendría espacio suficiente para sus fuerzas, que las líneas no solo serían fáciles de defender, y que sus hombres podrían acudir rápidamente a los lugares amenazados. Asimismo, los dos ríos protegían las rutas hacia los Cárpatos y hacia Transilvania, por donde llegaban los suministros y por las que podría retirarse de ser necesario.

A medida que iban llegando más fuerzas, los hombres trabajaban en mejorar las defensas, rompiendo el suelo congelado con hogueras para cavar fosos y levantar más fuertes. Asimismo, Kara Ibrahim envió su caballería a realizar incursiones en dirección a Belgrado y a la llanura húngara. De todas maneras, el visir no quería perderla, y dio instrucciones de no alejarse demasiado y de evitar en lo posible los enfrentamientos, ya que su intención no era buscar batalla sino comprometer a sus enemigos.

Estando ya en Temesvar, el visir supo del conflicto que se estaba produciendo en Transilvania entre sus partidarios y los que preferían un acuerdo con los aliados. Estuvo considerando trasladar a su ejército por el paso de Deva, pero supuso que retirarse a Transilvania equivaldría a regalar Temesvar y su eyalato a los aliados. Tan solo envió una fuerza de treinta mil reclutas y cinco mil jinetes, al mando de Eseid Mustafá, que debían unirse a otros veinte mil hombres que llegarían directamente desde Valaquia.



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