Un soldado de cuatro siglos

La guerra en el arte y los medios de comunicación. Libros, cine, prensa, música, TV, videos.
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


De todas las secciones, fue la Sexta (Operaciones) la que mayor fama alcanzó en los siglos XVII y XVIII, sobre todo por sus actuaciones contra los desertores que querían vender secretos tecnológicos. Sus operaciones fueron desde el secuestro a la quema o destrucción de industrias con explosivos, pasando por el asesinato. Su emblema (no oficial) fue el de un elefante, con la divisa «Ni perdón, ni olvido»; significaba que un desertor jamás podría considerarse seguro. No se conoce el alcance de sus acciones, pero algunos autores estiman que hasta dos terceras partes de los desertores fueron capturados o ejecutados (frecuentemente, de manera cruel), de tal manera que el flujo de información procedente de España casi desapareció.

La Inquisición Civil tenía varias sedes. La más conocida fue el Palacio del Arenal, sito en la madrileña calle del mismo nombre. En realidad, no era sino un edificio administrativo, pero adquirió fama siniestra, especialmente en la literatura extranjera. Parece que fue la misma Inquisición Civil la que alentó a tal aura, en parte para aumentar su ascendiente (y el terror que producía en los enemigos de la Monarquía), pero también para desviar la atención de sus otras sedes, especialmente de las empleadas por la Sección Sexta, que estaban situadas en los alrededores de Madrid. Además, mantenía varias prisiones, tanto en la capital como en las cercanías; una de las más famosas fue la del castillo de Manzanares del Real, donde fueron custodiados prisioneros especialmente valiosos.

Además de las sedes madrileñas, también hubo otras en los territorios hispánicos. De especial importancia fueron las de Lisboa, Bruselas, Milán y Nápoles, que tenían encomendada la vigilancia de reinos díscolos que se temía protagonizasen sublevaciones. A su vez, cada una tenía subdelegaciones; entre ellas, adquirió gran importancia la de Leiden, entre La Haya y Ámsterdam, que no solo tenía encomendada Holanda, sino que controlaba los agentes en Inglaterra. Aparte de las sedes europeas, la Inquisición Civil también las tenía en los virreinatos y en las principales capitanías de las Indias, ya que allí su misión era evitar que hubiera infiltrados entre los colonos, especialmente entre aquellos que no eran católicos. En esta labor colaboró con el Santo Oficio, que controlaba a los que se declaraban católicos.

El papel de la Inquisición Civil se ha magnificado, y se le atribuyeron todo tipo de acciones en las que probablemente no participó. Por eso, ha sido frecuente que algunos autores (sobre todo, los de naciones que en su día fueron derrotadas) hayan tratado de minimizar su importancia. Aun así, no debe olvidarse que fue el primer servicio de inteligencia que se dotó de una organización jerárquica. Extendió sus tentáculos por toda Europa: Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV, dijo: «siempre tropiezo con las zarzas de la maldita inquisición española». Su fama hizo que fuera injustamente acusada de todo tipo de maquinaciones: cualquier muerte prematura, sobre todo si era de enemigos de la corona española, era sospechosa de ser obra suya. En la realidad, sus actividades nunca llegaron a ser de tal extensión y profundidad; con todo, el dicho de la Inquisición Civil, «Ni perdón, ni olvido», se demostró repetidamente. Por ejemplo, el ingeniero Martín Azurmendi, que desertó a Francia con los planos de máquinas de vapor (que permitieron que Francia iniciara la construcción de ingenios de este tipo), consiguió eludir la persecución durante muchos años, aunque para ello tuviera que cambiar de nombre varias veces; aun así, pereció en 1712 cuando su casa fue incendiada después de que le hubieran atado a la cama y rociado con aceite de piedra. Acciones como esta descorazonaron a los desertores, pues pocos premios compensaban una muerte atroz.

El caso de las máquinas de vapor es buen ejemplo de cómo podía actual la Inquisición Civil.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


La guerra económica y sus efectos

Una constante de los enfrentamientos entre España y sus rivales fue la superioridad tecnológica hispana. Las diferencias llegaron a ser esperpénticas, como durante los combates del estrecho de Otranto entre galeras turcas y cañoneros de vapor españoles. El rápido progreso tecnológico experimentado por España durante el Resurgir proporcionó una ventaja equivalente a decenios de desarrollo. Además, la diferencia, en lugar de disminuir, se acrecentó con el tiempo, a medida que la economía española se fortalecía y se debilitaban las de sus enemigos.

Para las potencias enemigas de la Monarquía resultó evidente que estaban abocadas a la destrucción si no conseguían poner solución a su atraso. Sin embargo, para eso necesitaban unos fondos de los que carecían. Por una parte, tras las destrucciones de la Gran Guerra su situación económica era pésima. Los principales enfrentamientos de la fase final del conflicto se habían producido en sus territorios, y en algunas zonas de Alemania y del norte de Francia la destrucción era absoluta: los puentes habían sido volados, los canales, cegados, y pueblos y granjas, incendiados. No solo por el paso de los ejércitos y los saqueadores, sino también por las incursiones de fuerzas españolas con el objetivo declarado de acabar con la capacidad de sus enemigos para hacer la guerra. El comercio exterior había desaparecido tras la captura de miles de barcos, la pérdida de las colonias y los destrozos en los puertos. Si Francia o los estados luteranos de Alemania estaban mal, Inglaterra estaba aun peor, pues había perdido Irlanda, su comercio se había arruinado, y estaba inmersa en una guerra civil crónica entre parlamentarios y realistas. Turquía también rondaba el abismo. Aunque su economía siguiera basándose en su gran población y extensión, se había quedado sin ingresos tras la pérdida de Egipto y del comercio de especias, y apenas conseguía recuperarse a pesar de los esfuerzos de los grandes visires de la familia Koprulu.

Más sibilinamente, los españoles y sus aliados se habían hecho con regiones que albergaban grandes yacimientos de carbón y de hierro. Por ejemplo, Francia había perdido gran parte de Artois y de Picardía, y tuvo que renunciar a sus aspiraciones al ducado de Lorena y a Valonia, sin saber que albergaban enormes depósitos de carbón. Mineral que apenas fue explotado por los españoles (que tenían grandes reservas en otras partes del Imperio) pero que así negaron a sus enemigos. Francia no se quedó sin yacimientos, pues disponía los del Macizo Central, pero para poder explotarlos necesitaba construir una red de canales que conectaran las cuencas del Sena y del Garona, que la hacienda real, en quiebra, no podía financiar. Algo parecido ocurrió en otras partes de Europa. El control no era absoluto: por ejemplo, el valiosísimo hierro sueco quedó fuera del alcance hispano, pero España consiguió que Suecia declarase su neutralidad en los conflictos europeos (y que se desarmara parcialmente) como condición para que España no apoyara a la reina Cristina; asimismo, el acuerdo obligó a los suecos a vender su valioso mineral a los españoles, como luego veremos.

La catástrofe económica no acabó con el final del conflicto. La Armada Española actuó agresivamente contra los buques de otras banderas que entraban en aguas que consideraban propias, y lo menos que les podía pasar a sus tripulantes es que fueran considerados contrabandistas, pues les esperaba la horca si había sospechas de tráfico de esclavos o de piratería. A las pocas colonias que pudieron pervivir no se les permitió expandirse, y la prohibición de la esclavitud las arruinó, de tal manera que el lucrativo comercio del azúcar quedó en manos españolas. También lo estaba el de Extremo Oriente, tras la conquista de Egipto, que cerró la ruta del Mar Rojo, y de las colonias holandesas e inglesas. No se permitía la existencia de factorías que no fueran hispanas, ni la navegación por los estrechos de Indonesia. El cierre no solo impedía el comercio de especias, sino también el lucrativo comercio con China (el japonés había desaparecido pues seguía bloqueado por los barcos españoles). Las escasas mercancías que conseguían llegar a Europa sin ser controladas por los españoles habían tenido que salir de contrabando, llevadas hasta Basora, y transportadas desde allí hasta los puertos turcos en caravanas. El precio resultaba disparatado y, aunque los dirigentes de las naciones europeas los prefirieran, en la práctica el comercio y la venta quedó monopolizado por los hispanos. De tal manera que España no solo conseguía los beneficios que antes conseguían ingleses u holandeses, sino que arrebataba a los turcos su última fuente de fondos.

El control del comercio del Caribe o de Extremo Oriente solo era una parte de la guerra económica. Europa se vio inundada de mercancías a bajo precio, producidas en las fábricas españolas. Los tejedores franceses no podían competir con las telas valencianas, y las herramientas hechas con acero español eran mejores y más baratas que las locales. Los artesanos quedaron en la ruina, sin los medios que hubieran necesitado para modernizar sus medios, y los fondos con los que se les hubiera pagado pasaron a manos españolas. Incluso los comerciantes vieron peligrar su negocio, ya que los productos de las fábricas españolas competían con ventaja con los tejidos hindúes, o con las sedas y la porcelana china: intentar burlar la vigilancia hispana ya no solo era arriesgado, sino poco provechoso.

Las potencias europeas intentaron limitar las importaciones e imponer pesados aranceles, pero solo consiguieron que el contrabando fuera la principal industria de sus naciones. Ni incrementando la vigilancia en las fronteras se consiguió disminuir la sangría económica, y países como Francia, Brandemburgo, Rusia o Suecia se vieron obligadas a vender a los españoles sus principales riquezas (madera, minerales, caballos, etcétera) para conseguir el dinero necesario para que su economía siguiera funcionando. Concretamente, se conserva una carta del marqués del Puerto en la que señalaba la importancia de adquirir el mineral de hierro sueco al precio que fuera: junto con el vizcaíno, eran los mejores de Europa, con los que más fácil era conseguir acero de gran calidad. España no lo necesitaba, pero no quería dejarlo en manos de ingleses, franceses, alemanes o rusos.

Otra herramienta de la guerra económica fue el control que tenía España de la producción de metales preciosos. Para los parámetros del siglo anterior, España conseguía cantidades inimaginables de oro, plata y piedras preciosas, pero las atesoraba en lugar de ponerlas en circulación. En su lugar, empleaba «certificados» de metales preciosos. En teoría, los que los poseyeran podrían pedir que se les entregara la cantidad de oro o de plata correspondiente a su valor nominal, pero en la realidad era imposible, pues la exportación de metales preciosos estaba estrechamente controlada. Como es obvio, no era poco el oro y la plata que salían de matute, y en Europa quedaban algunas minas de metales preciosos; aun así, las escasas cantidades de oro y de plata que escapaban al control español no bastaban ni para mantener las economías europeas, mucho menos para su expansión. Dado que ni sumando la producción europea de metales preciosos y los contrabandeados bastaban para las necesidades del comercio, incluso los enemigos de España se vieron a emplear los certificados españoles, que se convirtieron en la principal moneda europea, pues para adquirir productos españoles se exigía oro, plata, o estos documentos. El Banco de España regulaba las emisiones para mantener su valor (y su prestigio), pero también controlaba la cantidad de circulante y, por tanto, las economías europeas, incluso las de sus peores rivales. Como es obvio, el valor de los certificados estimuló a los falsificadores, pero se enfrentaron a un objetivo muy difícil, ya que los certificados españoles se imprimían en la Real Fábrica de Moneda y Timbre de Madrid con técnicas fuera del alcance de los imitadores: los billetes falsos raramente pasaban el escrutinio en las fronteras españolas, y los defraudadores se enfrentaron a penas muy graves. Estudios recientes indican que menos del 3% de los certificados que circulaban por España eran falsos, y menos del 1% en el caso de los de mayor valor (cuya emisión y circulación era seguida de cerca y comprobada en los archivos centrales). No ocurría lo mismo fuera de las fronteras, donde incluso los príncipes animaban la falsificación, sin saber que así ellos mismos participaban en la guerra económica: la desconfianza que conllevaban los billetes sin respaldo, solo consiguieron añadir otra causa de instabilidad, y disparar el precio del oro y de la plata.

El arma final fue legal. En el tratado de paz de Chartres, España incluyó una cláusula que prohibía a Francia emplear técnicas robadas a los españoles, y que autorizaba a los hispanos a «tomar las medidas necesarias» para impedirlo. Tal vez los signatarios creían que se refería a medidas diplomáticas o comerciales, pero resultó que, según España, el tratado amparaba a los estragadores españoles que actuaban contra los desertores. Como parece lógico, Luis XIV no era de tal opinión, pero se vio forzado a ceder en varias ocasiones ante la amenaza de una intervención militar.

Consecuencia de la Gran Guerra y de la guerra económica que la siguió fue que los rivales de España se empobrecieron. Sin recursos económicos y minerales, las potencias enemigas (encabezadas por Francia, Turquía y, posteriormente, Rusia) se encontraron con serios inconvenientes para imitar los desarrollos españoles.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


La Inquisición Civil y las máquinas de vapor francesas

Sin embargo, España no se limitó a emplear las armas económicas contra el desarrollo tecnológico de sus enemigos, sino que la Inquisición Civil logró interferir, en ocasiones con notable éxito, como fue el caso de las máquinas de vapor.

Hasta entonces, la economía mundial se había sustentado en la fuerza humana y animal. Aunque hubiera algunas máquinas que empleaban otros tipos de energía (molinos y batanes hidráulicos o eólicos), su papel era marginal. En la primera fase del Resurgir, España tuvo las mismas limitaciones, y el desarrollo económico vino de un uso más eficiente de esa energía, así como del crecimiento de la población consecuencia de la mejora alimenticia y sanitaria. No bastaba, y menos en la Península, sin grandes cursos de agua ni vías acuáticas interiores. Los pequeños ríos asturianos (por ejemplo) bastaban para mover la industria armera, pero no para una industrialización generalizada. En algunas zonas, los molinos de viento proporcionaron energía adicional, pero las regiones de España donde los vientos son fuertes y constantes, como ocurre en el valle del Ebro, eran interiores, mal comunicadas, y menos que idóneas para la industrialización.

La solución era aprovechar otras fuentes de energía. Principalmente, la fósil en forma de carbón o de petróleo, o la hidráulica, no directamente sino mediante la electricidad. Los modernistas eran partidarios de la electrificación, y en 1635 el taller del Barón de Otamendi ya producía los primeros prototipos de generadores y de motores. Tenían la ventaja de no requerir combustibles fósiles, al menos inicialmente, ya que los ríos de las montañas del norte bastarían para producir la energía que se necesitara durante decenios. Además, las conducciones eléctricas permitían llevar la electricidad producida en zonas montañosas, donde había grandes desniveles, al llano o a la costa, donde podían situarse las fábricas. Los modernistas invirtieron enormes cantidades en la electrificación; sin embargo, se necesitaba una infraestructura que aun no estaba disponible: por ejemplo, la producción de alambre de cobre de diámetro constante tenía que hacerse en factorías para las que no bastaba la energía hidráulica.

La alternativa eran las máquinas que quemaran combustibles fósiles (pues la madera no abundaba), y la más sencilla era la de vapor. La sencillez era relativa, porque no era lo mismo construir una primitiva eopilia que una máquina eficiente que propulsara un carromato, un navío, o moviera una fábrica. Aun así, tanto el barón de Otamendi como el marqués del Puerto construyeron máquinas de vapor en una fecha tan temprana como 1630. Con todo, su desarrollo fue laborioso, y hasta 1670 no empezó a generalizarse su uso. Desde allende fronteras se las veía como curiosidades, hasta que el seis de abril de 1681 los barcos de vapor del almirante Atondo aniquilaron a la flota inglesa en la batalla del Támesis.

Incluso antes de la victoria española en Francia ya se trabajaba en máquinas de vapor. De hecho, ya en el siglo anterior se habían hecho experimentos, pero los ingenios existentes no pasaban de juguetes sin aplicación práctica. Cuando se rumoreó que las fábricas españolas se movían con vapor, el rey Luis XIV y Colbert, su ministro de finanzas, destinaron algunos fondos a su desarrollo, pero hasta 1670 no consiguió el físico francés Jean Beausire diseñar una máquina primitiva de un cilindro, aunque seguía siendo tremendamente ineficiente.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Ahora bien, ese atraso tecnológico tenía fácil remedio: bastaba con atraer a los ingenieros españoles conocedores de técnicas avanzadas. Los ingenieros son personas como todas, y entre ellos siempre habría resentidos o codiciosos. Sin embargo, captarlos resultó mucho más difícil de lo esperado. En primer lugar, no era fácil contactar con ellos. En España se estaba imponiendo un sistema de identificación personal, el llamado «documento nacional de identidad», que sustituía a visados y pólizas. Se fabricaba en la Real Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con técnicas avanzadas que dificultaban su copia; por ejemplo, los documentos se protegían con láminas de celulosa plástica (llamada entonces laca plástica, para confundir respecto a su origen), que eran prácticamente imposibles de reproducir. Los falsificadores conseguían imitar el documento con mayor o menor fortuna, y tras lacarlos a veces conseguían buenos resultados. Sin embargo, para descubrir esas falsificaciones bastaba con mirarlas al trasluz o con frotarlas con acetona. En la práctica, la única manera imitar documentos era conseguir algunos reales, levantar la lámina de laca plástica con cuidado, modificarlos sin afectar la marca de agua (algo al alcance de pocos falsificadores), y luego cerrar la lámina con laca. Incluso así, pocas eran las falsificaciones que podían resistir un examen detenido. Un recurso era avejentarlas, pero la policía recelaba de esos documentos gastados.

Por otra parte, llevar una falsificación era peligroso, pues las penas para los transgresores eran muy duras, y bastaba que a un viajero se le encontrara un documento falsificado para que quedara delatado como espía, con poco deseables consecuencias. Aunque hasta finales del siglo XVII no se consiguió registrar a la población peninsular, esos documentos se exigían para entrar o viajar por las regiones fabriles, donde la vigilancia era más estricta. Además, no bastaba con conseguir documentos falsos. Los visitantes estaban obligados a inscribirse en un registro que era revisado periódicamente para comprobar su identidad (obviamente, se convertían en sospechosos quienes decían proceder de zonas devastadas o alejadas, de las que fuera difícil conseguir la confirmación), y los extranjeros, incluso los de naciones aliadas, solo podían entrar con visado y portando un documento que era igualmente difícil de copiar. Los espías franceses trataban de hacerse pasar por valones para justificar su acento, pero los viajeros procedentes de Flandes eran los más vigilados estrechamente, se comprobaba su identidad con frecuencia, e incluso tras esas inspecciones seguían estando en la mira de la Inquisición Civil. No fueron pocos los supuestos flamencos que acabaron dando explicaciones al verdugo.

La dificultad para acceder a los técnicos solo era parte del problema. Científicos y técnicos se consideraban servidores de la Nación, tan valiosos como los soldados, y con similar entrega. El ingeniero que se ponía a servicio del rey francés era considerado un traidor. Eran sabedores de su importancia, y se les instruía para descubrir a los agentes extranjeros; muchos espías fueron atrapados cuando el ingeniero tan interesado por la plata resultó que informaba cumplidamente a la Inquisición Civil. También se controlaba a las mujeres, sobre todo a las meretrices. A los efebos, todavía más: a sabiendas de que los invertidos eran un blanco muy fácil para los agentes enemigos, la Inquisición Civil los protegía si delataban a algún un espía. Además, la Inquisición Civil solía preparar cebos: agentes que se hacían pasar por puteros, homosexuales, o que decían pasar dificultades económicas o familiares. Eran objetivo ideal para los espías, que una y otra vez caían en las trampas hispanas. Tras repetidos fracasos, los agentes franceses aprendieron que intentar captar a un técnico era jugar con fuego o, mejor dicho, con cáñamo.

Aun así, siempre había quien quería ponerse al servicio del rey francés, fuera por apetito de riquezas, por despecho, o por cualquier otro ruin motivo. Pero tampoco era fácil. En primer lugar, tenían que salir de España, y los técnicos valiosos precisaban una autorización para acercarse a zonas fronterizas. Estas regiones estaban muy vigiladas y no era sencillo contactar con agentes que les ayudaran a cruzar. Si conseguían pasar a Francia, eran perseguidos por los agentes de la Inquisición Civil, que hacían bueno su lema de «Ni perdón, ni olvido»; posteriormente, los periódicos españoles describían con todo lujo de detalles el final del traidor. No solo los desertores eran secuestrados cuando no asesinados; fueron frecuentes los estragos, y España avisó al embajador francés que cualquier fábrica que empleara técnicas robadas a los españoles se consideraría pirata y podría ser atacada sin previo aviso. De hecho, el alto horno de Lyon fue volado en 1685 por estragadores de la Inquisición Civil.

El resultado fue que el flujo de técnicos fue escaso, y tanto ellos como las instalaciones donde trabajaban tenían que ser celosamente protegidos. Aunque no se pudo impedir la llegada a Francia de nuevas tecnologías, se consiguió retrasarla. Por otra parte, el que cualquier máquina de vapor pudiera ser objetivo de los estragadores obligó a incrementar la vigilancia, encareciendo tanto su empleo que muchas fábricas renunciaron a utilizarlas.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Aun así, Francia fue industrializándose poco a poco. En 1673 comenzó a funcionar un alto horno en Lyon (el que fue destruido en 1685, cuando ya había otros dos en funcionamiento), y tres años después se inició la producción de acero con el método del crisol, de tal manera que en 1690 la producción francesa de hierro y acero triplicaba la de 1600; aun así, era un incremento minúsculo comparado con el español: la recién inaugurada siderurgia de Sulcis, en Cerdeña, producía el cuádruple de acero que toda Francia.

Al mismo tiempo, se fue extendiendo el empleo del vapor. La primera máquina de vapor fue diseñada por Jean Beausire en 1670: al llegar rumores sobre las «bombas de fuego» españolas, el intendente Colbert encargó a Beausire que desarrollara una máquina que empleara el calor de la llama. Como no sabía cómo funcionaban los ingenios españoles, se basó en los experimentos de Salomon de Caus, que había diseñado una bomba que trabajaba con el vacío que se producía al enfriar el vapor. La máquina de Beausire era más eficiente, ya que el pistón se movía primero por la presión del vapor, y en sentido contrario al enfriarse. Además, el pistón no aspiraba el agua directamente, como hacía el ingenio de Caus, sino que movía una palanca que, a su vez, accionaba una bomba. A pesar de las mejoras, la máquina de Beausire seguía siendo poco eficaz. El inventor, además, tuvo que enfrentarse a la penuria francesa: el acero producido en Lyon se destinaba en su totalidad a la fabricación de armas, y para construir sus ingenios se vio obligado a emplear planchas de hierro de resistencia dudosa. Incluso estas tenían un precio desorbitado, y Beausire necesitaba mendigar los fondos cada vez que quería construir alguna máquina. En diez años apenas terminó quince, la mitad, pequeños modelos de demostración, y solo tres llegaron a instalarse en minas para desaguarlas.

El salto a una máquina de vapor eficiente se produjo tras la deserción de Martín Azurmendi, que escapó a Francia tras ser acusado de robar la caja de una fábrica de camisas de Valencia. Azurmendi, aunque se titulaba como ingeniero, no era sino un técnico encargado del mantenimiento que solo tenía un conocimiento sucinto de las máquinas que reparaba. Aun así, ayudó a Beausire a construir una nueva máquina que empleaba un condensador separado, y que transmitía el movimiento mediante una biela para hacer girar un eje. Beausire y Azurmendi hicieron una demostración de su máquina ante la corte francesa en 1683, cuando la marina española a vapor ya había conseguido la gran victoria del Támesis. El ingenio que presentaron era un carromato de grandes dimensiones que se desplazaba sobre unos rieles de madera gracias a la máquina de vapor. El invento entusiasmó tanto al rey Luis XIV como a su ministro Colbert, que empleó sus últimas fuerzas (moriría pocas semanas después) para convencer al monarca de la conveniencia de financiar el invento. Inmediatamente después comenzó la construcción del ferrocarril Versalles – París; sin embargo, las obras se retrasaron al apreciarse que los raíles de madera revestidos con hierro no soportaban el peso del ingenio, mientras que la siderurgia de Lyon aun no producía suficiente metal; además, el ataque de los estragadores que destruyeron el primer alto horno y dañaron las esclusas del canal Civors conllevó más demoras. El rey Luis XIV se vio obligado a enviar dos regimientos a Saint Étienne y Lyon. Fue ejemplo de cómo las actividades inquisitoriales retrasaron y encarecieron en empleo del vapor.

Mientras, los agentes seguían actuando contra los desertores, pero también contra quienes imitaran los inventos españoles. En varias ocasiones Colbert pidió explicaciones, pero la embajada española contestó que se había castigado a delincuentes que Francia se negaba a entregar, o a ladrones que robaban la tecnología hispana. En 1675 el marqués de los Balbases, embajador español en París, llegó a amenazar con la guerra si no se liberaba a dos estragadores que, tras ser capturados, iban a ser torturados. Eso no significó que los agentes españoles fueran inmunes; en lo sucesivo, los capturados solían ser asesinados, en lugar de ser torturados públicamente. No debe olvidarse que similar destino corrían los espías franceses, y que la Inquisición Civil solía tomar cumplida venganza cada vez que los franceses mataban a alguno de sus hombres.

Balbases también envió una nota a Colbert que decía que España no pretendía impedir el progreso de Francia, y que los inventores franceses (citando expresamente a Beausire) no serían molestados; ahora bien, se prohibía la violación de cualquier patente española sin autorización. En la práctica, la embajada admitía las peticiones de los emprendedores franceses, pero quedaban sin respuesta; las pocas veces que se concedía la autorización era con condiciones económicas inasumibles.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento
Domper
General de Ejército
General de Ejército
Mensajes: 13819
Registrado: 13 Ago 2014, 16:15
España

Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Los agentes y los estragadores inquisitoriales siguieron actuando en Francia; sin embargo, Azurmendi se libró temporalmente. No solo por los guardias franceses que le protegían, sino por una estratagema española. En 1812, cuando se había cumplido un siglo del asesinato del técnico, se permitió al acceso a su expediente. En este se encuentra una nota con firma ilegible:

«El traidor [Azurmendi] solo tiene un conocimiento superficial de cómo emplear el fuego para mover ingenios. No se le cree capaz de idear nuevas máquinas, y ni siquiera de explicar su funcionamiento. Sin embargo, es depositario de ideas que pueden ser peligrosas para los intereses de la Monarquía. El que suscribe propone emplear la ignorancia del desertor para desprestigiarle y hacerle parecer un espía español portador de ideas falsas».

La Inquisición inició una campaña de engaños. Permitió que su esposa pudiera salir de España tras entregarle una sustanciosa cantidad, seiscientos ducados en monedas de oro; cuando la pobre mujer fue interrogada por los franceses, dijo que esos dineros eran el producto de una herencia; al ser amenazada con la tortura declaró que eran para conseguir que Azurmendi volviera a España. Obviamente, los amos franceses del desertor comenzaron a sospechar.

Con similar intención, un técnico español se desplazó a Praga para colaborar en la construcción de una fábrica de armas. Por entonces, las máquinas de vapor seguían siendo secretas, y la factoría iba a emplear energía hidráulica. Sin embargo, el técnico llevaba también los planos de una máquina de vapor de acción simple con un condensador refrigerado por el agua de la caldera. Una nota indicaba que se hacía para que el agua condensada tuviera temperatura alta y así mejorar la eficiencia energética e impedir que los bruscos cambios de temperatura dañasen los conductos. Resultó que el enviado español era muy descuidado y no vigiló suficientemente los documentos. Los agentes imperiales la copiaron, sin saber algo que la Inquisición Civil sí sabía: que entre el personal de la fábrica bohemia había agentes a sueldo de los franceses. Como era de esperar, tomaron nota del diseño de la máquina.

Paralelamente, se preparó un falso accidente. La máquina del remolcador de vapor «Virgen del Auxilio» se sustituyó por otra confeccionada con los planos «perdidos» en Praga, y poco después se dejó que la embarcación embarrancase cerca de Brest, muy cerca de una batería de costa. Los españoles exigieron hacerse cargo de los restos del pecio, pero este desapareció entre las olas… no sin que la máquina hubiera sido desmontada. Era como la de Praga, diferente a las maquinas con las que Azurmendi decía haber trabajado, e hizo sospechar a los franceses de que, en realidad, el desertor no lo era, sino un agente doble cuya intención era confundir a los franceses.

La máquina del Virgen del Auxilio, había sido diseñada expresamente para confundir a los franceses. Al emplear en el condensador agua caliente de la caldera, el agua condensada lo era a elevada temperatura y se conseguía que hirviera con menor consumo de combustible. Además, no había partes de la máquina frías en contacto con otras calientes, un problema en una época en la que tanto la fundición como la soldadura era poco fiable. A cambio, la eficacia del condensador era mucho menor, y se producía un exceso de vapor que una válvula desviaba hacia la chimenea, de tal manera que actuaba como un sistema de tiro forzado e incrementaba la eficiencia de la combustión. El único inconveniente (aparentemente) era que el consumo de agua era mayor, y se precisaba reponerla casi continuamente. Un serio problema en vehículos terrestres móviles, pero menor en máquinas fijas o en embarcaciones.

Sin embargo, no era sino un engaño. La máquina, como se ha dicho, era más eficiente a bajas presiones, pero podía entrar en un ciclo de realimentación: si la temperatura del agua de alimentación se elevaba demasiado, la eficacia del condensador disminuía, y se eliminaba más vapor a presión. Este, a su vez, incrementaba el tiro y por tanto la temperatura de la caldera, que podía llegar a estallar. Bastaba con alimentar el hogar con demasiado carbón para que ocurriera. Como un fallo así hubiera sido demasiado burdo, la máquina falsificada incluía sistemas de seguridad: había una segunda válvula que se abría si la presión era demasiado alta, mejorando la seguridad a costa de la eficiencia energética. Una segunda medida de seguridad era un diafragma que limitaba la entrada de aire en la máquina para controlar la combustión. En realidad, ambos sistemas eran tramposos. Por una parte, las válvulas se obturaban con facilidad, sobre todo si se empleaba agua de mar, que era la utilizada en la máquina falsificada del Virgen del Auxilio: aunque, en teoría, el vapor era de agua pura, la sal y el carbonato de calcio producían concreciones en la caldera, y el vapor arrastraba algunos restos hacia las válvulas y acababa por bloquearlas. El diafragma era una trampa aun más sibilina: solo funcionaba bien con poco vapor, pero si el tiro aumentaba mucho la falta de aire producía una combustión incompleta y se acumulaba monóxido de carbono en el hogar; además, la apertura del diafragma actuaba como una tobera, y el chorro de aire se hacía turbulento, se mezclaba mejor con los gases producto de la combustión incompleta del carbón e incrementaba la eficacia de la combustión. Si se abría el hornillo para alimentar el hogar, se incrementaba bruscamente la entrada de aire y se producían llamaradas e incluso explosiones. Para evitarlo, el carbón del Virgen del Auxilio estaba triturado y la máquina se alimentaba mediante una tolva que apenas permitía entrar aire, pero los atascos eran frecuentes, y los fogoneros tenían que ser muy cuidadosos al removerlos para que limitar la entrada de aire. para eso, había otro «sistema de seguridad» adicional, que era un pequeño aspersor con el que se podía humedecer ligeramente el carbón; pero esa agua se convertía en vapor dentro del hogar, aumentaba la presión interior, y podía producir llamaradas. Incluso cuando no se producían esos efectos, los gases calientes ardían dentro de la chimenea, que podía ponerse al rojo, un serio peligro en barcos de madera, aunque estuviera revestida de ladrillos refractarios. La última trampa estaba en el carbón triturado, que llenaba las salas de máquinas de polvillo explosivo.

Azurmendi era un técnico que podía hacer bosquejos de máquinas pero que no comprendía su funcionamiento. Inspeccionó la maquinaria del Virgen del Auxilio, y dijo que era de tipo más avanzado que las que él conocía. Sus amos franceses, aunque recelaron de su respuesta, se limitaron a mantener al técnico desertor bajo vigilancia mientras copiaban la máquina (paradójicamente, fue llamada de «tipo Azurmendi», mientras que el primer diseño fue llamado «tipo Beausire»). En 1688 se botó el «Le Royal», el primer vapor francés, que en su primera singladura navegó desde París hasta Le Havre. Poco después se construyeron más máquinas para mover embarcaciones y locomotoras primitivas. Estos primeros modelos experimentales funcionaron bien, en parte porque eran manejadas por técnicos que las conocían, y por emplear agua dulce. Sin embargo, la caldera de la batería flotante «Le Tatou» estalló en 1700, tras pocas semanas de uso, y pocas semanas después la de su gemela Sourdis fue origen de una deflagración que acabó por incendiar la embarcación.

Suponiendo que los franceses sospecharían, la Inquisición Civil preparó una nueva añagaza: hizo que en los periódicos españoles se publicaran con cierta frecuencia notas sobre barcos que habían sufrido explosiones de calderas, y se exageró lo ocurrido en el Rubí, un navío de dos puentes convertido al vapor que se había perdido en Nápoles tras incendiarse. Para completar el escenario, la Inquisición Civil preparó otros dos «accidentes», uno en Pasajes de San Pedro y otro en San Juan de Luz, empleando un viejo remolcador y una urca en mal estado que fue transformada al vapor.

Como era de esperar, pronto se supo en Francia que la marina hispana estaba sufriendo incidentes similares; además, como los sucesos de San Juan de Luz y de Pasajes fueron observados por agentes galos (de hecho, eran seguidos y se esperó a que estuvieran presentes para escenificar los «accidentes»), no hubo dudas de que esos siniestros eran reales. De tal manera que los franceses sospecharon aun más del desertor, que fue encerrado en la Bastilla. Siguieron construyendo máquinas de «tipo Azurmendi», que manejaban con precaución, descubriendo que, si se empleaba agua dulce, se ponían varias válvulas de seguridad y se inspeccionaban con frecuencia, podían evitarse los accidentes.

Sin embargo, en 1702 reventó la caldera del Victorieux, un navío de ochenta cañones con máquina de vapor. El accidente se produjo en El Havre durante una demostración ante el rey Luis XIV. El resultado fue desastroso: la primera explosión fue relativamente poco potente, y probablemente se debió a gases acumulados, como en la Sourdis. Secundariamente se produjo una gran deflagración, probablemente causada por el polvo de carbón, que convirtió la sala de calderas en un infierno y que se extendió a la batería baja. Desde la tribuna real primero vieron una llamarada que salía por la chimenea, y segundos después, tripulantes envueltos en llamas que saltaban al agua por las portas de la batería, en medio de una gran humareda. El monarca francés observaba la terrible conflagración y estaba disponiendo los auxilios cuando estalló el pañol de pólvoras. El navío se deshizo, y restos en llamas fueron proyectados sobre la rada, incendiando otros dos navíos y seis barcos menores. Las víctimas sobrepasaron el millar, ya que la dotación del Victorieux pereció casi al completo. La tribuna real fue alcanzada por los restos, y el rey sufrió heridas menores al caer el toldo. Tras recuperarse, ordenó al cardenal Dubois, que había sucedido a Louvois (a su vez, sucesor de Colbert) que indagara lo ocurrido, pues era notorio que en España se empleaba el vapor sin que se sufrieran semejantes desastres. Dubois encargó la investigación al físico Denis Papin, que había inventado un sistema de cocción a presión, sin saber que en España se empleaban desde mediados del siglo anterior.

Papin construyó una máquina de vapor de pequeñas dimensiones para sus ensayos. Al principio, intentó mejorar los sistemas de seguridad, con escasos resultados: las válvulas seguían atorándose, y solo se conseguía evitar que fallaran si se desmontaban con frecuencia para limpiar las concreciones, que seguían produciéndose incluso empleando agua muy pura (posteriormente, el físico Marcel Poincaré descubrió que se debía a que Papin había empleado agua de montaña y no agua destilada). Papin también descubrió que el diafragma de la admisión de aire era contraproducente, pues lo mismo ahogaba la llama en el hogar que producía deflagraciones, como la del Victorieux. Era mejor retirarlo y alimentar la máquina con sumo cuidado. Humedecer el carbón también era peligroso porque podía o apagar la llama, o que al elevarse la presión en la caldera salieran llamas por el hornillo y por la chimenea. Sin embargo, Azurmendi había declarado cuando fue interrogado que las máquinas con las que trabajaba no necesitaban esos cuidados. Papin intentó mejorar el condensador, sin resultados. Finalmente, el físico francés sospechó que el diseño era defectuoso y que se autoalimentaba.

Para comprobarlo, construyó una segunda máquina y cruzó el condensador con la primera. Vio que si la segunda estaba apagada era necesario más carbón, y que el tiro era peor, como decían las instrucciones de la máquina de Praga. Encendió la segunda, pero el agua se elevó hasta cerca del punto de ebullición y el vapor, a salir por las válvulas de seguridad. Sin embargo, para evitar el desastre bastó con apagar la segunda caldera y echar agua fría (un ayudante sufrió serias quemaduras al hacerlo). Finalmente, Papin comprendió que Azurmendi tenía razón, y que la clave estaba en separar el condensador de la máquina. En su informe final escribió que la máquina española era tan peligrosa que parecía haber sido diseñada para que reventara, e incluso sugirió que podría haber sido un engaño de la Inquisición Civil. El diseño Azurmendi fue abandonado, el desertor, rehabilitado, y se comenzó la construcción de máquinas Papin. La confirmación de la maniobra española se produjo cuando en 1712 Azurmendi fue quemado vivo: el desertor rindió un último e involuntario servicio mostrando a los traidores la horrible muerte que les esperaba.

El resultado de esas maniobras fue retrasar treinta años la industrialización francesa. Una vez descubierto el defecto, no resultó difícil modificar las máquinas existentes, pero durante ese tiempo apenas se había trabajado en mejorar el funcionamiento del cilindro: la primera máquina de doble acción (diseñada por Papin) empezó a funcionar en 1707, más de setenta años después de los diseños de Otamendi, y hasta 1725 no se construyeron máquinas compuestas.

Algo parecido ocurrió en otros estados. Como tenían todavía menos recursos que Francia, los inventores tenían que trabajar en la miseria, y sus métodos eran tan ineficaces que el fruto de sus esfuerzos solía ser más peligroso para ellos que para el Imperio Español. Un ejemplo fue el «Jägermuskete» del armero germano Martin Meylin, que pretendía ser equivalente al mosquete Orbaiceta modelo 57 (mosquetes del tipo 45 equipados con la llave Figal de retrocarga). El Jägermuskete empleaba las mismas técnicas que el español, especialmente su cañón taladrado y no soldado, y además incorporaba un rayado para emplear balas troncocónicas Entrerríos; sin embargo, el arma consiguió una pésima reputación por la frecuencia con la que estallaba, no por una construcción descuidada, sino porque el acero empleado tenía impurezas y las barras eran de resistencia irregular.

En estos casos, la Inquisición Civil actuó como en Francia. Por lo general, no molestaba a los inventores locales, salvo arrojando sospechas sobre ellos, o difundiendo información falsa que les llevara a errar en sus esfuerzos. Ahora bien, los desertores corrían aun más peligro que en Francia, y también quienes les dieran empleo, o se aprovecharan de sus logros. Es más, fue frecuente que los embajadores españoles exigieran la demolición de las industrias que consideraban ilícitas, y no fueron raros los incendios provocados o las destrucciones.

El resultado de los esfuerzos inquisitoriales fue retrasar la difusión de las técnicas españolas y el progreso tecnológico de las demás potencias, así como. El historiador Don Rafael Antolín Herrera, en su obra «La crisis del siglo XVII: de la defenestración de Praga al tratado de Bayona», señala que las innovaciones españolas tardaron, de media, unos cincuenta años en ser imitadas por los franceses: el primer alto horno español se adelantó cuarenta y seis años al primero francés, y el fusil de retrocarga Saint Etiénne apareció a los cincuenta y ocho años del Otamendi. El primer vapor francés fue más precoz, pues el «Le Royal» fue botado a los treinta y seis años del Felipino, pero las máquinas de los vapores franceses de la Guerra de Sucesión eran comparables, a lo sumo, a las que llevaban los remolcadores españoles de cincuenta años antes.

Antolín señala que en siglo anterior la difusión de las ideas había sido mucho más rápida: la de la imprenta fue relativamente lenta, pues hasta 1472 no empezó a funcionar la primera imprenta española, treinta y dos años después de que Gutenberg comenzase a trabajar en su Biblia en 1540. Sin embargo, la imprenta tuvo un papel crucial en la propagación de ideas, como demostró la era de los descubrimientos: Terranova fue descubierta en 1497, cinco años tras del Descubrimiento de Colón, y Brasil, en 1500. Juan Sebastián Elcano completó la primera vuelta al mundo en 1522, a los treinta años del viaje de Colón: menos de lo que había tardado en llegar la imprenta a Segovia. Lo mismo ocurrió tanto con técnicas, como las mejoras en las armas de fuego y en las fortificaciones, como en ideas: la difusión de la herejía protestante fue casi explosiva. La imprenta había creado un medio de comunicación que hacía que los hallazgos se comunicaran al resto del mundo en pocos años. Incluso los secretos lo eran poro poco tiempo: en 1624 la factoría valenciana fundada por el futuro marqués del Puerto producía espejos tan buenos como los venecianos.

Sin embargo, este ritmo no afectó al Resurgir español. Antolín señala que durante el siglo XVII la velocidad de difusión volvió al de tiempos previos a la imprenta. Es más, durante la segunda mitad del siglo el ritmo fue aun menor: mientras que en 1660 Francia habían copiado los cuchillos de Breda que los españoles empleaban desde dos décadas antes, en 1705 el atraso francés en tecnologías como el vapor o la producción de explosivos superaba el medio siglo. Semejante retraso (que, en menor medida, se mantendría hasta la Segunda Gran Guerra), y según Antolín, solo puede explicarse por la actuación de la Inquisición Civil.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: ClaudeBot [Bot] y 0 invitados