Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Mientras Regalado perseguía a los cruceros de Fisher, la Combinada puso proa hacia lo que siempre había sido su objetivo: el ON-75, el gran convoy procedente de Escocia.

Fisher envió un mensaje comunicando que estaba siendo perseguido por la flota combinada al completo: al menos cuatro acorazados y quince cruceros. El informe era inusitadamente exacto, y poco después fue seguido por otro en el que indicaba que estaba combatiendo con siete cruceros, y que los acorazados enemigos se dirigían hacia el convoy. Cundió la consternación tanto en Londres como en la torre de mando del Valiant. Aunque Tovey se dirigía al lugar donde se estaba produciendo el combate a la velocidad máxima de sus blindados, tardaría casi tres horas en llegar. No se atrevió a enviar sus cruceros por separado, sabiendo que la potente flota enemiga los hubiese hecho trizas. Además, el contralmirante Dawson no respondía a las llamadas (como sabemos, acababa de ser rescatado por el Saltash) y el ON-75 seguía navegando hacia el oeste, rumbo a su destrucción. Finalmente, Tovey consiguió contactar con el capitán Cooke, el comandante del Barham, que a su vez retransmitió la orden de dispersión. El viejo acorazado debía acompañar a los mercantes e intentar mantener a raya a los barcos enemigos hasta que llegase Tovey.

Por entonces el Tirpitz había lanzado dos hidroaviones de reconocimiento; aunque uno fue derribado por el crucero antiaéreo Charibdys, el otro dio a Ciliax una imagen clara de la situación. El convoy enemigo, formado por un centenar de mercantes grandes, estaba empezando a dispersarse. Las fuerzas de escolta eran muy numerosas, pero en buena parte se trataba de corbetas o cañoneros que no podían rivalizar con la artillería de la Combinada; solo era peligrosa la docena de destructores que se estaba preparando para pasar al ataque. Con todo, el peligro que representaban esos buques era menor de lo que parecía por su número, ya que se les había retirado parte de sus tubos lanzatorpedos durante su conversión en buques de escolta. El hidro también descubrió la presencia de un acorazado y de tres cruceros ligeros, que se aprestaban para combatir a la Combinada.

La presencia de un acorazado condicionó la estrategia de Ciliax. En sí mismo, era un objetivo cuyo valor justificaba la operación. Era necesario incapacitarlo o al menos ahuyentarlo, ya que su potente artillería podía acabar con cualquiera de los cruceros y destructores de la flota. Ordenó a Da Zara que siguiese combatiendo a los destructores enemigos, que se retiraban tras lanzar sus torpedos, y a Leonardi que se situase en su estela. Al momento los barcos de Leonardi empezaron a disparar contra otro grupo de destructores. Las baterías secundarias y antiaéreas de los acorazados también tomaron como objetivo los escoltas y los mercantes más cercanos.

Los destructores ingleses eran una mezcla de buques anticuados supervivientes de la guerra anterior, y de los nuevos pero ligeramente armados de la clase Hunt. Se acercaron valientemente, aunque el viento del oeste que estaba arreciando les impidió cubrirse con humo, y lanzaron los pocos torpedos que llevaban; durante la cabalgada dos fueron hundidos (el Vesper de la clase «V» y el Hambledon de la Hunt), y al retirarse el Vidette quedó al garete y poco después fue echado a pique por el italiano Corazziere. Un segundo ataque realizado por otros tres destructores fue rechazado por los barcos de Leonardi, y conllevó la pérdida del Badsworth. Los supervivientes quedaron hechos coladores por los cañonazos y la metralla. La valiente cabalgada no obtuvo el fruto deseado, ya que, como en Alegranza, Ciliax no evitó los torpedos, sino que puso proa hacia ellos. El crucero Aosta fue alcanzado por uno y tuvo que salirse de la fila, pero los demás pasaron inocentemente por los huecos. Además del Aosta, el Savoia fue alcanzado por dos cañonazos, y con otro el Cesare, con un proyectil que dañó una torre de la artillería antiaérea.

Aprovechando la distracción que supusieron los destructores, el Barham consiguió acercarse y empezó a disparar contra el crucero Savoia, el buque insignia de Da Zara, mientras los tres cruceros antiaéreos (que estaban armados con cañones de 102 mm) lo hacían contra los destructores italianos, que se estaban acercando para rematar a los barcos averiados. El Savoia fue centrado por las andanadas y parecía estar sentenciado, cuando los serviolas del Barham vieron salir de entre la bruma a los cuatro acorazados de Ciliax. El Barham se adelantó y con la tercera andanada consiguió alcanzar al Tirpitz, con un proyectil que atravesó sus superestructuras y causó bajas en las dotaciones de las armas antiaéreas, pero momentos después empezaron a caer los proyectiles germanos.

Era la sexta vez que el Tirpitz participaba en un combate entre buques de batalla, y de nuevo resultó decisiva su fenomenal puntería, gracias a sus modernos sistemas electrónicos, que no se dejaron engañar por la mala visibilidad ni por el humo con el que intentó ocultarse el barco inglés. Ya con la primera andanada se anotó un impacto en el Barham, y con la tercera destruyó su dirección de tiro. A partir de entonces el tiro británico se hizo inefectivo, mientras era alcanzado una y otra vez por el Tirpitz. El Gneisenau, los dos acorazados italianos y los cruceros de Leonardi también tomaron como objetivo el Barham, sobre el que cayó una lluvia de fuego que rivalizaba con la que había finiquitado al King George V en Mogador. Como entonces, resultó imposible saber cuántos impactos recibió el desafortunado barco inglés, pero en menos de diez minutos dejó de disparar. Ciliax ordenó a Da Zara que siguiese tirando contra el Barham, mientras que los acorazados y los cruceros de Leonardi se enfrentaron con los cruceros antiaéreos británicos. Estos sufrieron un calvario con desastrosas consecuencias para el Scyla, que fue tocado por al menos cuatro proyectiles pesados del Gneisenau y dos del Tirpitz, más una decena de 15,2 cm de los cruceros. Finalmente, tanto el Barham como el Scyla se hundieron tras ser torpedeados. Del Barham pudieron ser salvados trescientos veinte de sus tripulantes, pero solo quince del Scyla. El Charibdys consiguió escapar a pesar de haber recibido tres proyectiles de 28 cm del Gneisenau y una docena de 15,2 cm de los cruceros. El Calcutta fue el más afortunado pues solo fue tocado por tres proyectiles de 15,2 cm.

Una vez aniquilada la escolta del convoy, los buques de la combinada prosiguieron con la destrucción de los mercantes. No tenían mucho tiempo, ya que el hidroavión del Gneisenau había detectado la aproximación de los barcos de Tovey, que ya estaban a cuarenta millas. Ciliax prefirió no dispersar sus buques, pero permitió que cada división operase libremente. En los tres cuartos de hora siguientes fueron alcanzados por el fuego del Pacto unos cuarenta cargueros, de los que veinticinco acabarían por irse a pique. También fueron destruidos tres corbetas, un aviso y cuatro de los lentos dragaminas. Por parte del Pacto, además de los daños sufridos por el acorazado Cesare y los cruceros Savoia y Aosta, el destructor español Escaño tuvo que ser abandonado tras ser repetidamente alcanzado por el cañonero Black Swan, que a su vez fue hundido por el fuego del destructor Gravina.



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Los mercantes enemigos intentaban escapar hacia el norte mientras la Combinada los masacraba a un ritmo que recordaba al de Freetown. El ambiente olía a humo y sangre, y parecía que nada podría salvar a los barcos ingleses que aun llenaban el horizonte, cuando recibimos la orden de cesar el fuego. El Tirpitz puso proa a los 150°, y el capitán Topp nos informó de lo que ocurría: se acercaba una escuadra británica, la misma a la que habíamos engañado la noche anterior.

Las divisiones de cruceros y de destructores se pusieron a popa de los acorazados. Yo todavía podía ver algunos cargueros, cuyos tripulantes no creerían en su suerte; pero su ordalía aun no había terminado. Seguro que no recordaban a los submarinos que los acechaba, y que ahora se iban a lanzar como cuervos sobre el festín; desde el Tirpitz pudimos ver las torres de tres sumergibles, que navegaban a toda máquina hacia los cargueros mientras enarbolaban la nueva bandera naval alemana. Ver los colores que habían combatido en Skagerrak llenaba el corazón.

Durante veinte minutos seguimos hacia el suroeste, pero aun no estaba el enemigo a la vista, cuando Ciliax ordenó invertir el rumbo y volver contra el convoy. Según supe luego, habíamos llegado a detectar la escuadra británica con el radiotelémetro, pero cuando la distancia todavía era de treinta kilómetros los ingleses escaparon hacia el oeste. Aunque la Combinada era algo más veloz, costaría horas alcanzarlos, y supondría el gasto de un combustible precioso.

Nos llevó casi una hora volver al escenario de la anterior batalla. No costaba reconocerlo, porque todavía había media docena de mercantes parados y ardiendo, y las aguas estaban llenas de restos, balsas y salvavidas. Los destructores remataron a los mercantes, y luego se dedicaron a la humanitaria labor de recoger náufragos. No solo por iniciativa propia, sino por orden expresa del almirante, que no olvidaba que a su lado tenía representantes de potencias neutrales. Por desgracia, las frías aguas habían hecho que pocos de los que no habían encontrado acomodo en las balsas siguiesen con vida; aun así, se pudo salvar a casi un millar de supervivientes, incluyendo los del acorazado Barham y del crucero Scyla.

La persecución de los mercantes se reanudó. Nos encontramos con varios escoltas que con gallardía y desprecio de su vida quisieron hacernos frente, pero fue lástima que su valor no se viese recompensado, pues los cruceros italianos hicieron su agosto. Por entonces los marinos mercantes ya habían dado la batalla por perdida, y los barcos arriaban su bandera al vernos. Nunca se nos hubiese ocurrido que podríamos capturar tantos, y aunque llevábamos dotación extra para formar trozos de presa, hubo que echar mano de hombres de los destructores. Tras nuestro paso se formó una procesión de cargueros con rumbo sur; no todos llegarían, pues los submarinos ingleses intentaron recapturarlos. Solo lo lograron con un par, pero consiguieron acabar con media docena más.

Algo después del mediodía se vio humo por la proa: se trataba de las divisiones francesa y española, que habían sido llamadas por Ciliax para barrer los restos. También ellos habían capturado barcos, que se fueron organizando en pequeños convoyes para dirigirse hacia Vigo. No mucho después, tuvimos otra bienvenida reunión, con los grandes cruceros del almirante Lütjens, que también habían capturado algunos cargueros.



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Mientras la Combinada dispersaba el convoy y acababa con el Barham, Tovey se acercaba con la Home Fleet a revienta calderas. Sabía que estaba en inferioridad, pero contaba con que sus potentes cañones de 381 mm superasen a los de menor calibre alemanes e italianos. Sin embargo, el choque no llegaría a producirse, ya que en el mar acechaba otro peligro.

Recordemos que el convoy ON-75 se había convertido en un imán para los submarinos alemanes, que atacaban por la noche, pero que de día se alejaban unas millas. Uno de los sumergibles que seguía al convoy era el U-331. Se trataba de uno de los últimos del tipo VIIC entregados con la configuración original, con cañón de cubierta y sin schnorchel, aunque había recibido un radiotelémetro FuG 310 Schwertwal. Escuchemos el relato del teniente de navío Freiherr Hans-Diedrich von Tiesenhausen.

«Durante la noche anterior había realizado tres intentos de atacar al convoy, pero fui detectado por los patrulleros británicos y tuve que alejarme. La última vez, una corbeta británica acosó mi submarino y tuve que sumergirme. Cuando cuatro horas después volví a la superficie el mar estaba vacío, y supuse que había quedado rezagado. Fue cuando la Flota Combinada atacó al convoy, y los U-Bootes recibimos la orden de incorporarnos a la persecución. Previamente a la salida se nos había advertido repetidamente del riesgo de encontrarnos con buques propios, y las instrucciones que teníamos prohibían expresamente el ataque a buques de guerra sin identificación positiva. Es más, el comandante de la flotilla nos advirtió que, si nos atrevíamos a atacar a algún barco de guerra inglés, sería mejor que tuviésemos preparada una buena explicación».

«Al amanecer el radiotelémetro detectó la aproximación de una aeronave desde el este; podría tratarse de un Condor procedente de Noruega, pero la señal era demasiado débil teniendo en cuenta lo cerca que estaba. Era probable que se tratase de un hidro lanzado por algún barco inglés, y era probable que llevase bombas antisubmarinas, así que no tuve otro remedio que ordenar una inmersión de emergencia. Cuando volví a la superficie una hora después, las aguas seguían vacías, pero el éter vibraba con las emisiones de radios y radiotelémetros. No sabía que el U-331 había quedado justo en el escenario de la que tenía que ser la batalla definitiva de la guerra. Batalla que no se produciría precisamente por mi culpa. O gracias a mí, dependerá de cómo se interprete».

«A las 10:22 el receptor Java advirtió de emisiones de radiotelémetros que parecían potentes y cercanas. El Schwertwal aun no había detectado nada, pero un serviola vio humo por nuestra popa. Pensé que nada se perdería por investigar, así que decidí interceptar al nuevo contacto. Al poco la humareda se tradujo en las inconfundibles siluetas de buques de guerra, que parecían dirigirse hacia mi posición».

«Tuve que tomar una decisión. Sabía que en el área había fuerzas navales enemigas, pero si intentaba atacarlas y al final eran barcos propios, que también era posible, perdería un tiempo precioso y no podría dar caza al convoy enemigo. Pero decidí confiar en el operador del Java, que afirmaba que las emisiones eran inglesas. Se estaban recibiendo con tal potencia que en cualquier momento podían detectar al U-331, eso si no nos descubría algún vigía con buena vista. Ordené la inmersión a cota periscópica, y fui asomando el periscopio cada pocos minutos. Al poco, la escuadra que se acercaba acabó por revelarse como un grupo de acorazados escoltados por destructores. Las órdenes dirían lo que fuese, pero yo dudaba que el almirante Godt me reprochase nada si acababa con un mastodonte inglés; eso sí, me aseguraría de la identidad del contacto antes de disparar. Me preparé para el ataque aprovechando que el enemigo no realizaba zigzags; peor para ellos. Cada vez se escuchaban más cerca las máquinas de los destructores, y para evitar la detección puse proa hacia ellos y me sumergí a treinta metros. Durante unos momentos se escuchó el “pin” de un sonotelémetro rebotando en el casco, pero el enemigo debía ir tan deprisa que no pudo detectarnos, aunque nos pasó casi por encima. En cuanto nos sobrepasó ordené volver a cota periscópica, y al mirar descubrí tres acorazados de líneas inconfundiblemente británicas a apenas mil metros. Dos ya me habían rebasado, así que tomé por objetivo al último de la línea y cuando la distancia fue de solo seiscientos metros, ordené disparar los cuatro tubos de proa y, después, el descenso a la cota máxima, para rehuir el inevitable contrataque».

«El U-331 aun estaba sumergiéndose cuando escuché tres satisfactorias explosiones, pero al momento pasó un destructor que lanzó un rosario de cargas que hicieron vibrar al submarino como si fuese una campana. Una estalló bajo la proa y al momento me avisaron que el barco se estaba inundando por los tubos. No había tiempo que perder si queríamos salvar la vida, y ordené soplar los tanques para salir a la superficie. Nada más aflorar la torre el enemigo empezó a ametrallarnos, hiriendo a varios de mis hombres; yo mismo resulté alcanzado por un fragmento en el brazo mientras dirigía la evacuación. Salté al agua cuando las cargas de demolición habían sido preparadas y tras asegurarme de que no quedaba nadie a bordo. Esperaba que nos recogiesen, pero los ingleses dieron la vuelta y escaparon. Al menos tuve la satisfacción de ver un acorazado parado en el agua y con escora creciente».

Dos torpedos del U-331 habían estallado bajo el casco del Malaya. Por desgracia el acorazado no había sido modernizado, y no tenía defensas contra torpedos de espoleta magnética. Las dos explosiones rompieron la quilla del viejo buque, que quedó sin potencia y se inundó rápidamente. Con una escora creciente el capitán Palliser no tuvo otra opción que ordenar el abandono del buque. Los destructores Janus y Somali recogieron a los tripulantes, y poco después este último mandó al fondo al Malaya con tres torpedos. Una hora más tarde, los supervivientes del U-331 fueron rescatados por el de su mismo tipo U-335.

El tribunal constituido para analizar la pérdida del buque acusó al capitán Palliser de haber dado por perdido al barco sin que se hubiesen hecho todos los esfuerzos posibles, aunque era dudoso que el acorazado hubiese sobrevivido a tales daños. A Tovey, a su vez, se le culpó por no haber realizado maniobras para evitar los ataques submarinos, por ordenar al Janus que hundiese al Malaya, y por abandonar al ON-75 a su suerte. Pero no se tuvo en cuenta que si no hizo zigzags fue porque urgía socorrer al convoy, ni que cuando el Malaya fue torpedeado, la flota enemiga estaba casi a la vista y sus hidroaviones vigilaban los movimientos ingleses. Para salvar al Malaya. la Home Fleet hubiese tenido que enfrentarse a un enemigo que le duplicaba. En opinión del autor, la decisión de Palliser salvó a los ochocientos tripulantes del Malaya, y la de Tovey a lo que quedaba de la Home Fleet.



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Yo creo que todos nos sentimos un tanto frustrados cuando la flota inglesa escapó. Aunque habíamos vengado sobradamente los reveses dela anterior guerra, y aunque nadie quiere verse inmerso en un combate entre acorazados, todos queríamos librar la batalla definitiva que pusiese a los ingleses de rodillas. Pero, como he dicho, a pesar de ser nuestros buques más rápidos, costaría horas alcanzar a los británicos, y probablemente no lo conseguiríamos antes del anochecer. Lástima fue no haber hundido algún acorazado más, pero la destrucción del gran convoy resultaba un buen premio de consolación.

Con el final de la batalla no acabaron las operaciones. La mayor parte de la Combinada volvió hacia las bases españolas, escoltando a los barcos dañados y a los mercantes capturados, mientras que los buques alemanes (el Tirpitz, el Gneisenau y los cruceros de Lütjens, más cuatro destructores) pusimos rumbo este. Durante las horas siguientes acortamos las millas que nos separaban de los otros dos convoyes británicos, que estaban bastante lejos, pero cuya velocidad no llegaba a la mitad de la nuestra. Esta vez ya no quedaban opciones a los ingleses y tuvieron que dispersarlos. Algunos barcos se dirigieron hacia Islandia; la mayoría fueron hundidos o capturados por nuestros submarinos y por los cruceros auxiliares. Mejor les fue los que huyeron hacia Canadá y Estados Unidos, aunque más de uno cayó ante los torpedos de los sumergibles que desde lejos vigilaban las costas enemigas. También salieron a escape los cruceros que los escoltaban.

Ya sin enemigos en el mar, la Combinada volvió a su posición de patrulla, con pañoles y depósitos medio vacíos, pero con la moral por las nubes, sabedora de haber dado el golpe de gracia a los ingleses.



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Aun no había finalizado la ordalía inglesa, porque la Home Fleet tenía que regresar a su base. Ya hemos visto como los aviones y submarinos alemanes habían herido al convoy durante su salida; ahora se repitieron los ataques, pero dirigidos contra los buques de batalla. Dos ataques de cuatrimotores Condor con torpedos de largo alcance fueron inefectivos, porque los barcos de guerra evitaron con facilidad los artefactos. Sin embargo, horas después el submarino U-215 torpedeó a los cruceros Sheffield y Newcastle; los dos se salvaron de momento, pero al día siguiente fueron rematados por torpederos Do 217. También lo fue el crucero pesado Cumberland, que tras el combate con el Canarias no superaba los quince nudos y fue presa fácil para los torpedos del U-203. La última desgracia se produjo a la entrada del puerto de Belfast, cuando el Valiant hizo detonar una mina de fondo que había sido lanzada la noche anterior, que no causó daños graves pero que obligaron al acorazado a pasar al dique seco.

El único consuelo para los británicos fue que la Combinada también se tuvo que enfrentar a los submarinos y las minas. Casi al mismo tiempo que eran torpedeados el Sheffield y el Newcastle, el Porpoise hacía lo mismo con el crucero acorazado Lutzow; los daños sufridos por el buque fueron graves, y tuvo que ser remolcado por el Prinz Eugen hasta Galicia, ya que se consideró demasiado peligroso el tránsito hasta Noruega, no solo por la mala mar sino por el riesgo de ser interceptados por cruceros británicos. El Lutzow pasó posteriormente al Ferrol del Caudillo, y sus reparaciones se demoraron seis meses.

En el canal de acceso al puerto de Ferrol se produjo un segundo incidente, cuando el destructor Gravina (que como se ha citado, había hundido al cañonero Black Swan) hizo detonar una mina magnética plantada por un avión británico. Aunque el canal había sido dragado repetidamente, se trataba de un nuevo tipo de mina provista de contador, diseñada para ignorar a los barcos que abrían paso en los campos minados. Las averías del Gravina no fueron serias y el destructor pudo trasladarse a Cartagena por sus propios medios, ya que las instalaciones gallegas se habían reservado para buques mayores.

Casi al mismo tiempo que el Gravina era alcanzado, la marina del Pacto estuvo cerca de sufrir un gran desastre del que solo le libró la suerte. El submarino Tuns, que acechaba en las proximidades de Vigo, lanzó nada menos que diez torpedos sobre los acorazados Andrea Doria y Caio Duilio. El lanzamiento fue observado por el destructor Vittorio Alfieri, que se interpuso en el curso de los torpedos lanzados contra el Doria. El valiente Alfieri fue alcanzado por dos, zozobró y se hundió en pocos minutos; su comandante Salvatore Toscano fue condecorado póstumamente con la medalla al valor. Sin embargo, aunque el Doria se salvó, el Duilio resultó peor librado, al ser alcanzado por tres torpedos. Por fortuna para los transalpinos, estaban equipados con espoletas magnéticas; estas, que tan bien habían funcionado con el pequeño Alfieri, se activaron prematuramente debido a la gran influencia del casco del acorazado. Aun así, las explosiones próximas hundieron las viejas planchas del casco, y si el buque se salvó fue gracias al sistema antitorpedos Pugliese. El sistema había fracasado en Tarento (cuando el Cavour quedó apoyado en el fondo), pero pudo amortiguar las mucho menos potentes explosiones. Aun así, el buque quedó sin propulsión y se produjo una inundación progresiva, llegando a embarcar 7.000 toneladas de agua. El barco alcanzó una escora de treinta grados, y el comandante Piazza estuvo a punto de ordenar la evacuación. Afortunadamente, entre el concurso del remolcador italiano Vigoroso (uno de los buques asignados al tren naval de la ría de Vigo), y del destructor Oriani, que se abarloó para proporcionarle energía eléctrica, se consiguió estabilizar al acorazado, y posteriormente remolcarlo hasta la entrada de la ría, aunque fue preciso embarrancarlo en la playa de Barra, una recogida ensenada de la costa norte de la ría de Vigo.

El salvamento del acorazado resultó muy complejo, ya que las explosiones habían causado serios daños al mamparo del sistema Pugliese, y las filtraciones afectaban a casi la mitad de la eslora; a la vista de los daños, lo sorprendente fue que el acorazado no zozobrase. Se precisaron dos meses de esfuerzos antes de poder reflotar al acorazado, que pasó al nuevo dique flotante de la base (que había sido trasladado a la ensenada): el Duilio fue el primer buque en emplearlo. Después el acorazado pasó al muelle de la factoría Vulcano, y solo tras tres meses de trabajos intensivos pudo volver a navegar. Fue trasladado a Génova, pero tras ser evaluado se consideró que su reconstrucción sería antieconómica dada la antigüedad del barco y lo extenso de las averías. El barco fue trasladado a La Spezia, donde fue empleado como escuela flotante.



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Freire se quedó con los petroleros, pero yo tenía orden de volver a Vigo, para no dar pistas a posibles admiradores que fueran detrás de mí. Navegar solito daba grima y preferí gastar un poquillo de fuel, y llegar a casa cuanto antes. Cuando llegué, la diferencia con mi anterior visita era total: en lugar de muelles atestados, la ría estaba más vacía que el Pasapoga en Viernes Santo. Solo seguía allí un acorazado italiano, el Cesare, y algunos destructores. El monstruo alemán, el Bismarck, había salido por el canal del sur mientras el Gajuchi entraba por el del norte.

Nada más atracar, un ayudante me transmitió la orden de que acudiese a la Comandancia. Me imaginaba que tendría una buena sesión de espera, que un teniente al mando de un cañonero no tiene galones como para que le hagan mucho caso, pero, al contrario, me hicieron pasar enseguida a la antesala, donde estaban sirviendo un rico aperitivo. Con todos tan contentos supuse que habría qué celebrar, y así era, pues las noticias que llegaban del Atlántico eran excelentes. La Combinada había desbaratado el convoy britano y había hecho picadillo a la escolta. Aun no teníamos demasiada información, pero parecía que se estaban poniendo las botas de hundir mercantes e incluso habían capturado unos cuantos, porque se había ordenado a la base que enviase todo lo que flotase para escoltarlos. Como a pesar de mis esfuerzos, el Gajuchi aun flotaba bastante bien, me dijeron que me mandarían una lancha gasolinera y que saliese cuanto antes. Antes acepté un par de copas de generoso, y luego me disculpé para prepararlo todo.

Zarpé con la pleamar, a pesar de ser noche cerrada, y menos mal que me guio por el canal del norte un viejo conocido, el Monte Buciero. El amanecer me sorprendió bien adentrado en el Cantábrico, ya lejos de tierra. Seguía metiéndole caña a las máquinas, que me habían dicho que había prisa, y tenía puesto el retemé a todo meter, que mucha victoria y mucha celebración, pero no me apetecía ser el último en visitar al de los seis dedos. Pero la parca no debía tener prisa y solo me encontré con buques propios: primero submarinos que volvían con los tubos vacíos, y después con una imponente agrupación italiana, con dos acorazados y ni sé de cruceros. También pasó por ahí el almirante Regalado con sus barcos, que llevaban cola: un montón de cargueros capturados, pastoreados mal que bien por los destructores. También me crucé con mercantes y petroleros capturados, bien arropaditos por destructores italianos, alemanes, franceses e incluso españoles. Pero mi destino estaba más allá.

La batalla había sido favorable, pero no sin pérdidas dolorosas. La más triste, al menos para nosotros, fue la del valiente destructor Escaño, con el casco destrozado por un cañonero británico. No se equivoque, que esos cañoneros poco tenían que ver con los que ondeaban la rojigualda, que los ingleses eran unos señores barcos que solo se diferenciaban de los destructores en que corrían menos, pero que llevaban una artillería de agárrate y no te menees. He de decir que el britano de marras no salió de rositas, que el Escaño también lo puso a caldo, y luego el Gravina le dio matarile.

En medio de todo el lío resultó que un crucero italiano se tragó un torpedo, y ahora renqueaba hacia Galicia. Yo hice cuentas, y pensé que, si todavía no había llegado, es que estaba peor de lo que parecía. No iba desencaminado. Al principio los daños, siendo graves, tampoco parecían horribles: un torpedo se había llevado la sala de calderas de proa —escaldando a unos cuantos desgraciados— pero el barco aguantaba bastante bien, e incluso se movía con cierto aire. Un tanto excesivo, porque un mamparo acabó por romperse y el agua entró por donde no debía, inundando una sala de turbinas y filtrándose a otra de calderas, que estuvieron a punto de reventar. Tuvieron que soltar todo el vapor y el pobre crucero se quedó al garete. Dos destructores recogieron a la mayor parte de la dotación, dejando a bordo solo al capitán y a algunos voluntarios, que mal que bien lograron poner en marcha una caldera y consiguieron potencia para mover las bombas de achique, pero poco más. El destructor italiano Fuciliere tomó a remolque al crucero, pero apenas empezó a moverse, otro mamparo amenazó con irse por libre, y al final hubo que remolcar al Aosta por la popa y sin pasar de los cinco nudos. Mala papeleta en la que consumieron un par de días. Por si fuera poco, se plantó por allí nuestro querido cañonero Erie, el que tanta compañía nos había hecho hacía pocos días. Los marineros del barquichuelo debían seguir con esa necesidad urgente de charlar, y el Erie soltaba más vatios al éter que la emisora de Radio Nacional. Pero no seamos mal pensados, que no era por atraer submarinos, sino por un legítimo interés en saber qué iba a cenar la bendita de la suegra del capitán.

Lo dicho, mala papeleta, moviéndose a paso de tortuga, con vecino chismoso, y la mitad de los submarinos britanos con ganas de revancha. El remolcador Chirone se me había adelantado y tiraba del Aosta, escoltado por el Fucilieri y el Ascari, los dos cargados con tripulantes del Aosta hasta el totorrito. Supermarina pidió que le echásemos una mano, y no me expliquen por qué le tocó al Gajuchi y no a otro barco más lucido, pero así son los inescrutables designios de los fajines.

Encontrar a la trupe podía tener su aquel, pero ese día estuve inspirado y como estaban donde me dijeron que iban a estar, y el Erie colaboraba con su radio, no tuve demasiadas dificultades. No fue tanto porque estuviese inspirado, sino porque el alférez Atienza era un navegante de órdago. Saludé la bandera del Ascari y me incorporé a la escolta, que a fin de cuentas era mi especialidad.

Fue llegar y besar el santo. No voy a echarme muchas flores, que más las merecieron los que batieron el cobre con los acorazados ingleses, pero tuve un papelín en el que hubo un mucho de suerte y un poco de ausencia de sentido común, órgano con el que según el Bautí yo no había sido bendecido.



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El resultado de la operación Mirror había sido todavía peor de lo que temía Fraser. Había perdido dos de los pocos acorazados que quedaban, cinco cruceros y otros tantos destructores. De los treinta y dos barcos que habían escoltado al ON-75, solo habían sobrevivido la tercera parte, todos con serias averías. Del convoy ON-75 apenas quedó una treintena de barcos, entre los que habían sido averiados y tuvieron que volver, y los pocos que consiguieron eludir a los buques del Pacto, y se refugiaron en las Feroe o consiguieron volver a Irlanda. Treinta mercantes fueron capturados, y el resto hundidos, parte por la flota enemiga, otros por submarinos, y el resto cuando intentaban llegar navegando en solitario a Irlanda del Norte o a Escocia. Además, los barcos norteamericanos informaron que la Combinada estaba dirigiéndose contra los convoyes HX-177 y SC-76. Fraser ordenó que se dispersasen (lo que acabaría costando otros quince mercantes), y a Vian que evitase el combate y que se retirase a Halifax. La Royal Navy no podía permitirse perder ni un buque más.

Tras la batalla, la última labor de Fraser fue preparar el informe que debía entregar al Primer Ministro, que a su vez tenía que responder a una interpelación parlamentaria. El almirante, sabiendo que la orden que lo relevaba ya había sido firmada, no ahorró detalles. El resultado había sido peor que en Mogador. Aunque esta vez las pérdidas en buques de guerra había sido menores, la marina mercante había sufrido un calvario. Sobre todo, las consecuencias iban a ser terribles, ya que la Royal Navy no había conseguido romper el bloqueo. Aunque no fuese total, aunque siguiesen pasando algunos barcos, los suministros iban a llegar con cuentagotas y al precio de tremendas bajas. Además, las pérdidas sufridas por la marina hacían que arriesgarse a enviar nuevos convoyes fuese impensable.

Al mismo tiempo que se luchaba en el Atlántico, se había producido una nueva crisis, esta vez no en un escenario alejado, sino casi en las costas de la Patria. Los paracaidistas alemanes habían conseguido conquistar las pequeñas islas Sorlingas, y aunque la respuesta de la Royal Navy estaba siendo tan contundente que se esperaba poder reconquistar el archipiélago en pocos días, mostraban que, por primera vez en siglos, la amenaza de invasión era más que real. Al menos, Fraser disponía de medios gracias a la suspensión de los convoyes, y pudo asignar parte de los barcos de escolta a la defensa costera. No eran las unidades más adecuadas, ya que su armamento estaba diseñado para combatir a submarinos y no a la flota enemiga, pero al menos aliviarían a los destructores de la flota de la vigilancia de las costas.

Por desgracia, apenas quedaban más reservas. La malhadada operación de Socotora había dejado al único acorazado del Pacífico con averías tan graves que tal vez no pudieran repararse, y los dos últimos portaaviones estaban vacíos de aeronaves. Fraser había ordenado que volviesen a aguas europeas, pero se dirigirían a las Bermudas y no a Inglaterra, pues el almirante sabía lo que ocurriría con esos valiosos barcos si se dejaban ver cerca de la costa. En las Bermudas se estaba organizando una nueva escuadra con los buques cedidos por Estados Unidos, pero el almirante no se engañaba, eran poco menos que chatarra.

La última página del informe hablaba de los últimos movimientos de la flota enemiga. Parte de sus buques estaba retornando hacia España, escoltando los mercantes que habían capturado, pero los acorazados y los cruceros que habían intentado destruir a los convoyes de Terranova habían vuelto a una posición al sur de Islandia, donde habían repostado en alta mar. No solo eso: un informe procedente de un agente en Vigo avisaba de que el Bismarck se había hecho a la mar para reunirse con la fuerza de bloqueo. Poco después llegó otro informe aun más preocupante, procedente del cañonero Tulsa, un buque norteamericano que desde un par de semanas antes patrullaba el golfo de Cádiz y el estrecho de Gibraltar: mientras pasaba ante Punta Europa, había avistado una formación de buques de guerra procedentes del Mediterráneo, y al acercarse pudo distinguir la característica silueta de dos acorazados del tipo Littorio.

La incorporación de dos acorazados italianos modernos apenas se compensaba con la del Howe, cuya finalización se había acelerado con elementos de su gemelo Anson. La urgencia había obligado a entregarlo sin finalizar; todavía no se había instalado la artillería antiaérea ligera, y las torres principales estaban dando aun más problemas que en el Prince of Wales, pero la nación no se podía permitir más esperas. Al menos, se disponía de la dotación de su cuasi gemelo Prince of Wales, que estaba siendo reparado. Aun así, a la Royal Navy ya solo le quedaban dos buques de batalla en servicio.

Fraser tenía otro informe al que aun no se le había dado publicidad: acababa de llegar a las Bermudas un importante contingente norteamericano, y los marinos británicos estaban sustituyendo a los estadounidenses. Con todo, el almirante no se llamaba a engaño: solo el portaaviones Ranger tenía un pasar, y si la US Navy había aceptado deshacerse de él, se debía a sus serias deficiencias. El resto era basura: el Arkansas, los dos New York y el Oklahoma eran lo peor de la US Navy, y de no ser por la guerra ya hubiesen sido convertidos en hojas de afeitar. Eran unidades anticuadas, en regular estado de conservación, y, al parecer, con maquinarias muy problemáticas. Parecido podía decirse de los dos cruceros que los acompañaban. En la situación que estaba Inglaterra, cualquier ayuda era bienvenida, pero esos barcos tardarían al menos dos o tres meses en estar disponibles. Para entonces también esperaba que estuviesen finalizadas las reparaciones del Valiant y del Rodney. Por desgracia, las del Prince of Wales y las de los portaaviones se iban a demorar bastante más. Aun así, Fraser pensaba que durante el verano la Royal Navy se habría recuperado en parte. Suponiendo, claro está, que el Pacto de Aquisgrán les concediese ese tiempo. Algo de lo que Fraser dudaba, pero, a fin de cuentas, ya no sería problema suyo.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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A esas alturas ya había algún destructor más, y como el Motril era el barquito de menor jerarquía de los presentes me enviaron a babor, por donde podrían llegar sumergibles con aviesas intenciones. Tomé obedientemente posición, sabiendo que era la más expuesta y que estaba opositando a un torpedo que le diese al Bautí la razón con lo del gafe. No reforcé a los serviolas porque ya llevaban dos días de guardias dobles, pero les recomendé que estuviesen atentos, que nos jugábamos la piel. Dejé a Atienza de guardia, que ya le dije que el alférez era un hombre cabal al que se le podría encomendar un acorazado —si le quedase alguno a España— y me fui a mi cámara a descansar un rato, que la noche podía ser larga. Apenas me había tumbado cuando llamaron en la puerta. Me sorprendió que ya hubiese oscurecido, señal que había meditado un poco más de la cuenta. Subí al puente intentando despejar las telarañas mentales y me encontré que Atienza, más contento que unas pascuas, señalaba al retemé, diciendo—: Mi comandante, me parece que tenemos compañía.

Me costó un poco aclararme porque la pantalla parecía un sarpullido de manchas verdes, hasta que comprendí que a estribor estaban los puntos luminosos que marcaban la posición de los espaguetis. Pero a babor, donde no debiera haber nada, un puntito delataba a un advenedizo al que nadie había dado vez. Avisé al Ascari, que estaba al mando, intentando hacerme entender con esa algarabía que llamaban lenguaje naval y que ni ellos ni yo dominábamos. Al final nos aclaramos y me autorizaron para que investigase el contacto, aunque con cuidado, que podía ser cualquiera de los submarinos alemanes o italianos que volvían a puerto tras gastar sus torpedos en la batalla.

Como eso que intentaba colarse tenía pinta de sumergible britano fui pensando qué hacer. La escuadrilla antisubmarina de Freire había establecido procedimientos a sabiendas de la mala costumbre inglesa de soltar un torpedo al que se acercase a mirar, que yo también recordaba lo que me había contado el Bautí del pobre Txapela. Sopesé mis opciones, las medité largamente —cosa de segundos, que no era cuestión quedarme con la mirada perdida con todo el mundo esperando a ver qué hacía el nuevo— y ordené zafarrancho de combate. También les dije a los maquis que mantuviesen las revoluciones, pues seguro que los del submarino las controlarían, y al hidrofonista que estuviese atento por si escuchaba hélices rápidas de torpedos. Con todo más o menos preparado volví a mi táctica habitual, esa que yo llamo estar a la espera y según el Bautí, es hacer el tonto. Es decir, que seguí como si no me enterase de la misa la media, entretenido con los zigzags, pero procurando que los zigs fuesen más largos que los zags y así acortar distancias. La noche era oscura tirando a lóbrega y no se veía ni un pimiento, pero si nosotros no atisbábamos nada, los del submarino menos.

A medida que la distancia disminuía el puntito se hizo más claro, y seguía sin modificar rumbo o velocidad. Supongo que los del sumergible tenían su propio retemé y viendo cómo me acercaba se estarían frotando las manos diciendo «a ese le vamos a poner el cul* como la bandera de Japón», pero tururú: cuando la distancia era de apenas mil quinientos metros encendí el reflector y pude ver la característica silueta de un gran submarino inglés. El Gajuchi digo Motril era barco veterano y cuando di la orden, el arma de proa no tardó ni un segundo en disparar y meterle un buen pepino al britano, que también estaba aprestando sus armas. Las ametralladoras lo pusieron a caldo centrándose en el cañón, que el del submarino —que como he dicho era de los grandes— era más gordo que el nuestro. Le acertamos con otros dos cañonazos y debimos hacerle pupa porque no se sumergió, sino que quiso escapar. Como si fuese a dejarle, que le seguimos metiendo naranjazos hasta que los ingleses empezaron a saltar al agua.

Viendo un submarino tan bonito que se iba para el fondo recordé mis experiencias con el C-4, y me dije que era buena ocasión para demostrar que de gafe, nada. A toda prisa organicé un trozo de abordaje y me puse al frente, dejando a Atienza en el puente; a fin de cuentas, mi experiencia de submarinista sería un plus, y a una mala, ya sabía de qué iban los naufragios. El bote bajó al agua en segundos —el Bautí los había dejado bien enseñados— y en cuatro paladas ya estábamos en la cubierta del barco enemigo. Aun quedaban un par de ingleses y uno quiso ponerse gallito, pero para eso llevábamos naranjeros y con un par de ráfagas les quitamos las ganas de discutir y de todo lo demás. Me metí por la escotilla a toda prisa y empecé a chapotear por el interior del barco, que empezaba a atufar a cloro, señal que el agua llegaba a las baterías. Como de submarinos sabía un rato me había llevado la máscara antigás, y con ella puesta fui por el barco cerrando las válvulas. En cuanto hice el recorrido me volví para la cubierta, dejando todo abierto para que se ventilasen los vapores venenosos.

Mientras, el Gajuchi se había acercado y Atienza nos envió más ayuda. También avisó al Ascari, que cuando supo que habíamos capturado un submarino se vino a toda máquina a por su cachito de gloria, que esa captura valía su peso en oro. Solo entonces recogimos a los náufragos ¿Dice que si lo pasaron mal durante ese ratito de nada? Pues no haber empezado, que yo todavía tenía memoria del Eolo y bastante fue que no los dejase ahí para que ejercitasen la natación.

Al amanecer el submarino —que se llamaba Severn— seguía a flote, aunque un poco hundido de popa. Yo había conseguido un equipo de respiración, y tras entrar en el sumergible logré poner las bombas en marcha, y poco a poco se fue vaciando del mar que se le había metido. También aproveché para registrarlo como Dios manda, y resultó que el capitán había sido uno de los tipos que el naranjero había dejado con ombligos de más. El tipo llevaba un libro lastrado que obviamente puse a buen recaudo. La dotación, que habíamos rescatado casi al completo, era más numerosa que la del Gajuchi, y recordando experiencias pasadas con el Mowinckel preferí colocárselos al Libeccio, el otro destructor italiano. Después eché un cable de remolque al Severn, y vuelta pa casa.

La captura debió hacer ilusión porque me pusieron escolta —el escoltador escoltado, que placer— y al día siguiente llegó el remolcador Galicia que, en vez de ayudar al Aosta, se hizo cargo del submarino. No lo metieron en Vigo, donde había demasiados ojos curiosos, sino que fondearon al enorme sumergible junto a las Cíes, abarloado a un mercantón viejuno en plan telón, para taparlo de miradas inconvenientes. El Severn estuvo ahí un tiempo hasta que un buen día el fondeadero amaneció vacío. Unos meses después pude verlo otra vez. Ahora se llamaba E-1 —para despistar pues ya hubo otro submarino con ese nombre— y llevaba la rojigualda.

Cuando entré en Vigo la bahía estaba más llena que un vagón de tercera y tuve que amarrar en Teis, donde ya estaba el capitán Freire con el resto de la división. Nada más echar el ancla solicité pasar al Vulcano para presentar mis respetos a Freire, y después me presenté en la comandancia del puerto. En todas partes me felicitaron por la captura, con parabienes que auguraban chapitas y galones. Hasta tuve tiempo para encontrarme con el Bautí y contarle mis aventuras. Eso sí, bien amarrado a una barra y empuñando un chato de vino. Por una vez le hice pasar envidia, y le dije que, si el Gajuchi y el Severn seguían a flote, significaba que del gafe, nanay. El Bautí, que bueno es él, me estuvo consolando y me dijo que no me desanimase, que a la siguiente iría la vencida.



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Werner Müller. Los zombis alemanes en la Guerra de Soberanía. Colección Armas nº 7. San Martín. Madrid, 1977.

Los zombis antiaéreos

Primeros pasos

Durante la Gran Guerra la aviación pasó se der un divertimento de caballeros deportistas, a una herramienta de muerte y destrucción. Ya en 1914, los aviones de reconocimiento franceses detectaron la brecha abierta en el dispositivo alemán que permitió el triunfo francés en la primera batalla del Marne. Durante los siguientes años el principal papel de la aviación fue el reconocimiento, pero en 1918 los bombarderos franceses fueron cruciales en la derrota germana en la segunda batalla del Marne.

La actividad de la aviación no se limitó a los frentes de batalla. Todos los bandos bombardearon ciudades enemigas, intentando afectar al esfuerzo del enemigo. Con los primitivos medios de la época, la única manera de hacerlo era matando civiles, y ciudades como Colonia, Düsseldorf, Varsovia, París o Londres vieron sus casas destruidas por las bombas. Aunque los bombardeos de Londres fueron los que alcanzaron mayor fama, la fuerza aérea inglesa lanzó sobre las ciudades alemanas el doble de bombas que las que cayeron sobre Inglaterra. El final de la guerra no significó el desarme aéreo. La aviación fue empleada en las guerras entre Polonia y la URSS, y en diversos conflictos coloniales, en los que se lanzaron explosivos y gases venenosos contra las tribus rebeldes. La campaña de la RAF contra el «mulá loco» en Somalia fue tan eficaz que en lo sucesivo la fuerza aérea británica pasó a ser parte sustancial de sus tropas coloniales.

El futuro de la aviación como destructor de ciudades quedó confirmado durante la Guerra Civil Española. Ambos bandos emplearon sus aviones contra las retaguardias contrarias, atacando no solo bases, puertos o industrias, sino también las ciudades, con el objetivo declarado de arruinar la moral de los civiles y obligar al contrario a la rendición. Aunque ese objetivo no se logró, pero los bombardeos de la aviación nacional tuvieron gran repercusión en Europa, especialmente los de Madrid, la destrucción de la pequeña villa de Guernica (que alcanzó fama gracias al lienzo del pintor Picasso que se exhibió en la exposición internacional de París de 1937) y, sobre todo, los realizados por la aviación italiana contra Barcelona, que causaron centenares de víctimas. Mientras tanto, se acrecentó el enfrentamiento entre la resurgente Alemania y los vencedores de 1918. A finales de la década de los treinta todos comprendían que lo que se había firmado en Versalles no era una paz sino una tregua, y que los cañones volverían a tronar en breve. Ese día, los bombarderos castigarían las ciudades con un furor impensado en 1918.

La impresión que causaron los bombardeos aéreos, junto con el acelerado progreso de la aviación, llevaron a que se concediese gran atención a la defensa antiaérea, a la que se dedicaron importantes fondos a pesar del desarme de los años veinte y de la crisis económica de los treinta. En esa época se pensaba que el arma antiaérea por excelencia era el cañón, y se desarrollaron piezas como el Flak 36 alemán o el QF 3.7-inch AA británico.

A pesar del dominio del avión, hubo visionarios que intentaron desarrollar aeronaves que fuesen capaces de interceptar los bombarderos enemigos. Pioneros de la electrónica como Baird propusieron dirigir un cohete con un haz de luz, montando células fotoeléctricas de Selenio en las cuatro aletas. En 1931, el inventor Rasmus propuso un sistema para seguir el ruido de los motores de la aeronave que se quería interceptar. Sin embargo, ni la electrónica ni la cohetería de la época tenían capacidad para materializar esas ideas, que no pasaron de ser estudios sobre papel.

En 1939, el comienzo de la guerra de Soberanía confirmó los peores augurios. Fueron los bombarderos alemanes los que obligaron a que Varsovia se rindiese, mientras la fuerza aérea británica atacaba os puertos en los que se basaba la Kriegsmarine. La necesidad de reforzar la defensa antiaérea pasó a ser urgente, y se dedicaron ingentes fondos para desarrollar armas de defensa contra el bombardero. Si un bando conseguía un arma que expulsase a los aviones enemigos del cielo, lograría una ventaja sustancial.

En la carrera para desarrollar esa arma revolucionaria, Alemania tenía ventaja sustancial. Era pionera en el desarrollo del radiotelémetro, de las válvulas electrónicas de estado sólido y, sobre todo, de los cohetes. Tras los experimentos del americano Goddard, pioneros como Hermann Oberth, Johannes Winkler, Max Valier y Willy Ley, formaron en 1927 la Verein für Raumschiffahrt (VfR, Sociedad para viajes espaciales). En 1932 hicieron demostraciones con cohetes y, aunque la VfR se disolvió en 1934 por disensiones internas, uno de sus miembros, el Dr. Werner von Braun, inició en 1936 el desarrollo de un gran cohete de combustible líquido con aplicaciones militares.

El comienzo de la Guerra de Soberanía fue el de la fulgurante serie de victorias alemanas. La Luftwaffe se enseñoreó de los cielos, y con su apoyo los ejércitos acorazados conquistaron primero Polonia, luego Dinamarca y Francia, y después Europa Occidental. Creyendo que el final de la guerra era inminente Hitler, el máximo dirigente alemán, ordenó que se detuviesen aquellos programas de investigación que no ofreciesen resultados inmediatos. Entre elloe estaba el de los cohetes y con él, su derivado, el de la defensa antiaérea. Sin embargo, la bomba de un terrorista francés levó al traste a las intencioens de Hitler, y dio una oportunidad a la defensa antiaérea.



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La reorganización de Von Greim

Tras la muerte de Hitler, Goering le sucedió al frente de Alemania (tomando el título de Statthalter, lugarteniente) pero conservando la dirección de la Luftwaffe. Era obvio que no podría prestarle la atención debida, pero desde mucho antes, Goering era dado a descargar en sus ayudantes la fatigosa gestión diaria, y encomendó al general Von Greim la dirección de las operaciones. Todos pensaban que Von Greim se limitaría a transmitir las instrucciones de Goering, pero el general mostró gran iniciativa, y supo aprovechar que las nuevas ocupaciones como Statthalter limitaron las interferencias de Goering.

Además de la dirección de las operaciones, Von Greim emprendió una tarea de gran calado, que era poner orden en la estructura de la Luftwaffe. Aunque Goering hubiese delegado en hombres muy capaces como el mariscal Erhard Milch (que había hecho que la producción aeronáutica germana fuese la más racional de las fuerzas armadas alemanas), los contrapesaba con personajes como el general Ernst Udet, encargado del desarrollo de nuevos equipos. Udet había sido un famoso aviador de la Gran Guerra, pero sus tareas le sobrepasaban hasta tal punto que se había convertido en un alcohólico. Goering empleaba a hombres como Udet de contrapeso a los más capaces, como Milch. Es más, la organización de la Luftwaffe estaba pensada para que los diferentes departamentos se imbricasen de tal manera que ninguno adquiriese demasiado poder, y Goering pudiese actuar como árbitro.

Por desgracia, esa organización, aunque fuese ideal para para mantenerse en el poder, lo era a costa de la eficiencia. Por eso, lo primero que hizo Von Greim fue delimitar las competencias de cada departamento. No destituyó a Udet, pero lo relegó a un puesto ceremonial, encomendando su departamento al general Alfred Keller. Udet recurrió a Goering, pero el Statthalter estaba muy satisfecho con Von Greim, que además era un ferviente nazi, e ignoró las quejas de su antiguo compañero. Udet acabó entregándose al alcohol, sumido en una profunda depresión, puso fin a sus días unos meses después.

Al nombrar a Keller, Von Greim también estableció cuáles iban a ser sus competencias. No tendría autoridad sobre la producción aeronáutica (que correspondería en exclusiva a Milch), pero sí sobre el desarrollo de nuevas aeronaves, y de hecho su principal misión iba a ser estimular la investigación, ya que Von Greim creía que era la única manera de conservar la primacía alemana, sobre todo tras descubrir que los británicos tenían cazas y bombarderos que no envidiaban en nada a los germanos.

Tanto Von Greim como Keller y Milch pensaban que el problema no solo estaba en la organización de la Luftwaffe, sino en el sistema de adquisiciones y en como obtenían sus beneficios las empresas. Durante la preguerra, el partido nazi había empleado la producción militar para ganarse el apoyo tanto de los trabajadores como de los empresarios. Por eso la industria de armamentos era poco eficiente, ya que el objetivo había sido erradicar el paro. La demanda bélica justificó la reorganización industrial, empleando menos mano de obra, modificando los diseños para que fuesen más fáciles de producir, limitando las variantes (acabando con el hábito de fabricar un tipo especializado para cada misión) y fomentando el empleo de máquinas herramienta en lugar del trabajo humano.

Respecto a los empresarios, el partido nazi los había atraído ofreciéndoles jugosas regalías, en forma de un porcentaje del precio de sus productos; por tanto, no tenían ningún interés en abaratarlos. Además, los fabricantes recibían más beneficios si se adquiría su producto, que si fabricaban otro bajo patente. Como consecuencia, guardaban celosamente sus inventos, y si los cedían era a un precio tan elevado que los competidores preferían desarrollar sistemas equivalentes por su propia cuenta; recuérdese que se seguían obteniendo beneficios, aunque el coste del desarrollo fuese alto, e incluso podían incrementarse. Como resultado, había equipos trabajando en problemas que otros ya habían resuelto, y la consecuencia final era que los costes se disparaban y, sobre todo, que se produjesen grandes retrasos. Con la autorización de Von Greim (que a su vez obtuvo la de Goering), Keller estableció un nuevo sistema que obligaba a las empresas a compartir sus innovaciones, con el argumento que esos avances habían sido habían sido financiadas por el Estado. Como Keller sabía que sin estímulo la investigación languidecería, estableció un sistema de patentes que proporcionaba suculentos beneficios a los inventores y las empresas. También se creó un sistema de licitación que premiaba a los fabricantes más eficientes.

Como beneficio secundario se favorecieron los programas cooperativos. Ya que el nuevo sistema primaba no solo los productos, sino el precio final y los plazos de ejecución, dejó de ser rentable que cada empresa diseñase sus propios componentes. Era mejor emplear los sistemas más eficaces, aunque no fuesen suyos. Los inventores también se beneficiaban ya que sus adelantos se instalaban en más aviones, y por tanto aumentaban sus comisiones. Con las empresas colaborando entre sí, fue posible crear grupos de investigación que trabajaban en paralelo para acelerar los desarrollos. Probablemente el mejor ejemplo fue el de los zombis antiaéreos.



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El problema de la defensa antiaérea

En los años previos al comienzo de la Guerra de Soberanía el mariscal Goering declaró que Alemania no temía a los bombarderos enemigos, pero en privado confesaba a sus colaboradores que le preocupaban las noches. La experiencia lo avalaba: durante la Gran Guerra, los ingleses solo consiguieron derribar dos de los bombarderos que castigaban la capital británica. Durante la Guerra Civil Española, las aviaciones alemana e italiana, que auxiliaban a los nacionales, pudieron lanzar centenares de toneladas de explosivos sobre las ciudades republicanas con casi total impunidad. Como si quisieran confirmar la vulnerabilidad de las noches del Reich, durante 1939 y los primeros meses de 1940 los aliados habían lanzado panfletos sobre las ciudades alemanas, en una campaña nocturna inefectiva, pero en la que apenas tuvieron pérdidas. En el verano de 1940 la RAF inició los bombardeos nocturnos, y Goering ordenó a Von Greim que mejorase las defensas del Reich, no solo por el riesgo que suponía para los alemanes (aunque los primeros ataques fueron muy poco efectivos, era cuestión de tiempo que empeorasen) sino porque afectaban al prestigio del Statthalter, que seguía siendo el jefe de la Luftwaffe.

En 1940 la defensa contra los bombarderos se basaba en ataques a las bases aéreas enemigas, en los cazas interceptores y, como última línea, en los cañones antiaéreos. Por desgracia, los aeródromos de los bombarderos ingleses estaban más allá del alcance de la Luftwaffe, y la aviación de caza resultaba casi inútil de noche. Von Greim ordenó potenciarla, y entre el incremento de aviones destinados a esta misión y la mejora de sus prestaciones (gracias a los nuevos radiotelémetros terrestres y aerotransportados) la RAF empezó a sufrir pérdidas. Aun así, los cazas nocturnos raramente conseguían interceptar más del 5% de los aviones atacantes, y el porcentaje disminuyó cuando los británicos enviaron a sus bombarderos agrupados para saturar la línea Kammhuber (llamada así por el coronel Josef Kammhuber que la organizó). La Luftwaffe respondió instalando radiotelémetros más eficaces y mejorando las tácticas de los interceptores, que además de operar en la línea Kammhuber, comenzaron a realizar incursiones sobre sus bases, y a perseguir a los bombarderos enemigos durante su recorrido. Aun así, la mayoría de los aviones enemigos conseguía pasar.

La última línea de defensa estaba formada por las baterías antiaéreas que defendían las ciudades y las industrias. De nuevo, era un método tremendamente ineficiente: un estudio realizado por el mayor Otto Höhne demostró que para derribar un solo bombardero, había que disparar dos mil quinientos proyectiles, y de noche, el triple o el cuádruple. De hecho, en 1940 la metralla de los proyectiles antiaéreos causó más víctimas entre los civiles alemanes que las bombas inglesas. La eficacia de la antiaérea apenas mejoró cuando se instalaron reflectores guiados por radiotelémetros. La ineficiencia no se debía solo al consumo de proyectiles, sino también a que para proteger las principales ciudades habría que desplegar miles de cañones, que apenas disparaban una o dos veces al año.



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Las espoletas de corta distancia

Las causas de la ineficiencia de la artillería antiaérea eran múltiples, pero entre las principales estaba la carencia de espoletas de corta distancia. Como los impactos directos eran tremendamente improbables, los proyectiles lograban sus efectos estallando cerca de los aviones enemigos. Por entonces, la única manera de lograr explosiones cercanas era con espoletas de tiempo, que eran imprecisas por naturaleza: los sistemas de retardo pirotécnicos eran excesivamente variables, y aunque se diseñaron cronómetros que resistían las tremendas aceleraciones del disparo, por muy precisos que fiesen, por muy exactamente que se estimase la distancia, bastaba un error de una décima de segundo para que el proyectil quedase corto o para que sobrepasase inofensivamente al objetivo. Por tanto, los cañones no podían apuntar a los aviones individuales, sino que se limitaban a disparar contra la posición aproximada de la formación enemiga. Esa táctica era marginalmente eficaz de día, a pesar de contar con telémetros para corregir el tiro. De noche, los grandes cañones eran prácticamente inútiles, como demostraban las escasas pérdidas de la Luftwaffe en sus operaciones nocturnas sobre Inglaterra: durante el ataque que destruyó Coventry solo fue derribado un avión, y en el terrible bombardeo incendiario que aniquiló Sheffield solo se perdieron dos aparatos por la artillería antiaérea.

La eficacia de la artillería mejoraría si se conseguía que el proyectil detonase al acercarse al avión enemigo. En los años treinta varias naciones emprendieron el desarrollo de espoletas que se activaban cuando estaban cerca de su objetivo, las que fueron llamadas espoletas de corta distancia. Inglaterra se centró en las activadas por radio, mientras que Alemania prefirió los sistemas capacitativos, que aparentemente tenían la ventaja de poder detectar objetos no metálicos. Resultó ser un callejón sin salida, y aunque Rheinmetall construyó un prototipo en 1940, su radio de detección era de apenas dos metros, absolutamente insuficiente. Von Greim quiso cancelar el proyecto, pero Höhne consiguió que la orden fuese anulada. Su argumento era que se había demostrado que una espoleta de corta distancia podía funcionar; el fracaso de Rheinmetall tan solo indicaba que no podía basarse en un sensor capacitativo. Además, Höhne argumentó que no todo había sido trabajo perdido: aunque el sensor hubiese fallado, el resto del sistema (la batería, el circuito electrónico y el amplificador que iniciaba el fulminante) se podría emplear con sensores de otros tipos.

Se ensayaron sistemas fotoeléctricos, de infrarrojos, incluso de ruido, y finalmente el método elegido fue similar al británico, que se basaba en el efecto Doppler: consistía en un pequeño emisor de radio y un receptor sintonizado en una frecuencia ligeramente menor. Así el receptor no se actuvaba por las ondas emitidas, sino por las reflejadas en el blanco, algo más cortas debido al efecto Doppler. A finales de 1940 se ensayaron prototipos, primero en bombas de caída libre y luego en cohetes. En febrero de 1942 se inició la producción de las primeras espoletas para cohetes de artillería (ya que la explosión en el aire era mucho más efectiva que al tocar el suelo), aunque no se autorizó su uso en operaciones terrestres hasta 1944, por el temor a que cayeran en manos enemigas.

Los cohetes con espoleta de corta distancia no solucionaban el problema de la defensa antiaérea, ya que eran demasiado imprecisos para su empleo contra aeronaves. Sin embargo, adaptar las espoletas de corta distancia a la artillería antiaérea resultó un problema muy complejo. No solo tenían que ser mucho más pequeñas, sino que debían resistir condiciones increíbles: mientras que la aceleración máxima de un cohete no llegaba a los 100 g, y rotaba una vez por segundo, en un proyectil de artillería se llegaba a las 10.000 g y a las 30.000 revoluciones por segundo. Solo se consiguió empleando una combinación de válvulas de vacío miniaturizadas y de las nuevas válvulas de estado sólido de Lilienfeld, conocidas posteriormente como Lifenes. Las pruebas se iniciaron en 1943 con gran éxito: hubo que suspenderlas porque todos los aviones blanco fueron destruidos el primer día de ensayos. Aun así, no fue lo mismo tener espoletas de preserie, producidas casi artesanalmente, que la producción en masa. Hasta octubre de 1943 no se empezaron a distribuir las primeras remesas de proyectiles AZ (de Automatischer Zeitmesser, cronómetro automático, un acrónimo escogido para engañar al enemigo), y no se generalizó su empleo hasta la primavera de 1944. Como se comprobó que Estados Unidos estaba empleando un sistema similar (apodado «espoletas VT», Tiempo Variable, también como medida de desinformación) se liberó su empleo también para la artillería convencional, con efectos demoledores en la batalla de Wiltshire.



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El desarrollo de la electrónica de estado sólido

Como se ha dicho, las nuevas espoletas de corta distancia solo pudieron ser desarrolladas gracias a las válvulas electrónicas de estado sólido de Lilienfeld, conocidas vulgarmente como Lifenes. La disponibilidad de los Lifenes, más asequibles, más fiables y menos demandantes de energía que las válvulas de vacío, revolucionó la electrónica germana.

El físico canadiense de origen germano Julius Edgar Lilienfeld había ideado en 1925 un dispositivo de efecto de campo que se comportaba como una válvula de vacío, pero no dio publicidad a su invención, que fue ignorada. En 1934 el físico alemán Oskar Heil patentó un dispositivo similar, pero por desgracia, sus avances pasaron desapercibidos hasta 1941. Fue entonces cuando el equipo dirigido por el futuro ministro de Armamentos y después canciller del Reich, Albert Speer, emprendió una investigación sobre tecnologías «olvidadas». La más de las veces se trataba de callejones sin salida, pero su equipo redescubrió, entre otras cosas, el magnetrón de cavidad resonante y los medicamentos anti infecciosos Henlicina y Lieskecina. Sobre todo, alertó sobre las investigaciones inglesas y norteamericanas en el campo de la fisión nuclear.

Entre los inventos que llamaron la atención de Speer estaban las «válvulas de Lilienfeld», no tanto por su capacidad (por entonces desconocida) sino porque supondrían un importante ahorro económico. La necesidad de válvulas de vacío para los nuevos equipos electrónicos, como las radios de campaña y los radiotelémetros, estaba sobrepasando la capacidad productiva germana. Uno de los mayores obstáculos que se estaban encontrando era la producción de cristales de germanio de gran pureza, necesarios para los radiotelémetros de onda corta. Aun así, el descubrimiento de Lilienfeld recibió escasa prioridad, hasta que Höhne convenció a Von Greim y a Goering de que era imprescindible para la defensa del Reich.

Los dispositivos de Lilienfeld y de Heil eran poco más que bocetos, y se encomendó su desarrollo a un equipo de físicos e ingenieros dirigido por el Dr. Mataré, al que se dotó de un presupuesto casi ilimitado. Tras repetidos fracasos, se vio que el comportamiento de los semiconductores dependía de fenómenos cuánticos mal comprendidos. La solicitud de Höhne, junto a los estudios sobre la fisión nuclear, llevaron a la rehabilitación de lo que por entonces era llamada «ciencia judía». Se captaron exiliados por toda Europa, y a mediados de 1941 los doctores Welker y Preikschat se consiguieron un prototipo funcionante. En enero de 1942 la compañía Telefunken empezó la producción de radios de campaña basadas en los nuevos dispositivos, que fueron bautizados «válvula de Lilienfeld» en atención a los científicos judíos a los que se intentaba atraer. En los meses siguientes se desarrollaron amplificadores mejorados que pudieron aplicarse a múltiples equipos, incluyendo las direcciones de tiro y los cohetes antiaéreos.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Los cohetes antiaéreos

El cañón antiaéreo no era la única posibilidad para la defensa de las ciudades. Por entonces el ejército alemán había empezado a emplear cohetes como complemento a la artillería convencional, aunque su empleo era todavía marginal debido a sus serios inconvenientes: costaba tanto tiempo la recarga que el ritmo de disparo era varias veces inferior al de los cañones, eran imprecisos, tenían poco alcance, y tal vez lo peor fuese que consumían mucho más propelente que un cañón convencional, en una fase de la guerra en la que la industria química apenas era capaz de entregar la cantidad de explosivos que precisaba el ejército. Con todo, los cohetes tenían ventajas como armas de saturación, ya que una andanada equivalía al fuego de un batallón de artillería. Además, podían lanzarse desde artilugios muy simples, apenas tubos de metal.

Mientras que para la artillería de campaña el cohete era inferior al cañón, para la antiaérea todo eran ventajas, sobre todo por poder prescindir de los caros cañones. Mientras que una pieza de campaña disparaba casi continuamente, un antiaéreo que defendiese una ciudad solo lo haría unas pocas veces al año. Además, el inconveniente del consumo de propelente no era tan grave, porque se suponía que se emplearían en número menor. Otra ventaja era que los cohetes eran más grandes que los proyectiles de artillería, y no sufrían las enormes presiones y aceleraciones del disparo. Eso permitía llevar cargas explosivas mayores, espoletas mejoradas e incluso sistemas de guiado. Es más, si se sustituía el cohete por un avión dirigido a distancia, se podría conseguir un arma de defensa aérea de tal alcance que bastase con unas pocas baterías para cubrir las fronteras alemanas. Höhne propuso a Von Greim el desarrollo de aviones dirigidos antiaéreos y este último, tras consultar con Goering, ascendió a Höhne a oberstleutnant y lo puso al frente de un departamento creado al objeto, con la encomienda de conseguir un prototipo funcionante antes de dos años.

A pesar del atractivo del avión antiaéreo (llamado posteriormente «zombi», por la película «White zombi» sobre los muertos vivientes haitianos), se enfrentaba a problemas técnicos que parecían insuperables. Entre otros eran:

– El zombi necesitaría una velocidad y una capacidad ascensional superiores a la de los aviones actuales y futuros. Los estudios sobre el papel sugirieron que se necesitaba doblar la velocidad del objetivo, y llegar a su cota de vuelo (que podía superar los ocho mil metros) en menos de tres minutos. Se vio posteriormente que ese cálculo había sido excesivamente conservador y que los zombis subsónicos solo eran eficaces contra las formaciones de bombarderos. Tales prestaciones no podían lograrse con motores convencionales. Aunque Alemania era líder en el desarrollo de motores de reacción y de cohetes, en 1940 aun estaban en fase experimental.

– Requerían un piloto automático que fuese capaz de mantener a los zombis en su curso, por la dificultad que tenía controlar una aeronave veloz desde grandes distancias.

– El sistema de dirección debía tener gran alcance, ser inmune a las interferencias, y poder diferenciar entre los aviones enemigos y los interceptores propios.

– Como el impacto directo era muy improbable, se necesitaba una espoleta de corta distancia.

– Ya que habría que producirlos en grandes cantidades, tenían que ser baratos.

– También era necesario que pudiesen ser almacenados durante largos periodos, a pesar de lo cual se pudieran preparar y disparar en pocos minutos.

– Se precisaba que personal con escasa formación pudiera encargarse del mantenimiento.

Si se seguía el procedimiento habitual, el Reichsluftfahrtministerium (RLM) hubiese presentado una solicitud a varios fabricantes, y cada uno hubiese confeccionado su propuesta tanto de la aeronave como del sistema de control. Ya que cada empresa escogería el sistema que le pareciese más prometedor, era probable que acabasen escogiendo el mismo, y no solo se duplicarían esfuerzos (disparando el coste y alargando los plazos) sino que se dejarían sin explorar vías aparentemente menos prometedoras. Que a Höhne le preocupase esa cuestión es indicio de su visión a largo plazo, pues el desarrollo de los zombis iba a encontrarse trampas de ese tipo, resultando que no funcionaban muchas elecciones que parecían obvias. En todo caso, la experiencia indicaba que desde que se encargaba una aeronave hasta que entraba en servicio transcurrían cuatro o cinco años; durante la guerra los tiempos solían ser menores, pero el desarrollo de zombis antiaéreos era una «terra incognita» y habría que afrontar problemas inesperados. Por tanto, los cielos del Reich iban a seguir abiertos a los bombarderos enemigos durante años.

Höhne propuso fragmentar el programa en diversos subprogramas que se contratasen a diferentes compañías. Para disminuir el riesgo tecnológico, habría varias empresas trabajando en paralelo cuando fuese posible. Posteriormente se escogerían los equipos más prometedores y se combinarían. Era consciente de lo difícil que sería acoplar sistemas de diversos orígenes, pero pensó que cualquier retraso permitiría que los bombarderos causasen daños muchas veces más costosos que todo el programa de armas guiadas.

Tras convencer a Von Greim y Goering, Höhne reunió un grupo de expertos que quedó aterrado al vislumbrar la enorme tarea con la que se iban a enfrentar. No existían ni las aeronaves, ni los motores que debían propulsarlas, ni los sistemas de guiado, y ni siquiera había experiencia en equipos que trabajasen coordinadamente para evitar los habituales retrasos debido a que tal motor no cabía en un fuselaje, o que el cableado era incompatible con las antenas. Un ejemplo de los problemas a los que tuvo que enfrentarse Höhne fue el de los Lifenes, ya relatado.

El grupo de expertos recomendó que se emprendiesen simultáneamente varios proyectos:

– Equipos electrónicos destinados a detectar la aproximación de aviones enemigos, y a dirigir los zombis contra ellos.

– Aviones no tripulados teledirigidos, destinados a probar los sistemas de guiado y a actuar como blancos.

– Un sistema de defensa «operacional» (es decir, con decenas de kilómetros de alcance) que pusiese operar de noche.

– Un sistema «táctico», más sencillo y con menor alcance, para usar en condiciones de buena visibilidad.

– Otro sistema «local» de alcance aun menor, destinado a defender objetivos de gran valor contra ataques a cotas medias o bajas. En este programa estaba muy interesada la Kriegsmarine, consciente de la ineficacia de sus cañones antiaéreos.



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Los ensayos en Rügen

Varios equipos emprendieron el desarrollo de cohetes dirigidos; pero su trabajo quedaría en nada si simultáneamente no se ponían a punto los sistemas de control. Era una cuestión tan importante que Höhne quiso mantenerla bajo control, y la encomendó a un equipo liderado por el Dr. Lehovec, en el que participó prácticamente toda la industria electrónica alemana, con compañías como AEG-Telefunken que se centró en los sistemas de comunicación), Grundig (en los calculadores) o Siemens (radiotelémetros).

Parecería lógico que los equipos se probasen en aeronaves, pero Lehovec, con el apoyo de Höhne, prefirió hacerlo con botes controlados desde tierra. Era un sistema aparentemente rudimentario, pero que permitió probar diversas técnicas, sin correr riesgos y con un coste reducido. A cambio hubo inconvenientes como el ambiente corrosivo, que obligó a proteger los cableados, el cabeceo de las embarcaciones que necesitó un sistema de estabilización giroscópico, y las interferencias causadas por los rebotes de las ondas de radio en las olas, que obligaron a desarrollar filtros electrónicos para atenuarlas. Supusieron retrasos, pero en realidad no fue tiempo perdido, pues los sistemas acabaron siendo más confiables.

Los ensayos se hicieron en la isla de Rügen, en el Báltico, que tenía la ventaja de su situación: al estar lejos de las fronteras del Reich, iba a ser fácil de vigilar; además, no lejos se situaba Peenemünde, donde se probaban los cohetes; por último, la costa sur de la isla daba a una amplia bahía de aguas tranquilas. Aunque un lago hubiese sido aun mejor, no los había en Alemania de las dimensiones que se requerían, salvo el de Constanza, que fue descartado por estar en la frontera con Suiza.



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