Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La batalla de Mogador había servido para tenerlo todo a punto, y con la experiencia del viaje a Marruecos poco costó prepararlo todo para el traslado. Esta vez no íbamos a ir demasiado lejos: nuestro destino era el aeródromo de Carpiquet, cerca de Caen, en Normandía. Era una base francesa que nuestros medio aliados nos prestaban ahora que habían comprendido que si no se unían a nosotros de todo corazón, en el futuro pintarían bastos para Francia. Desde Bretaña íbamos a realizar las mismas misiones de escolta de largo alcance que habíamos hecho desde Sint-Denijs, con la ventaja que desde allí podíamos alcanzar Irlanda e incluso más allá.

Teníamos una nueva herramienta. Poco antes del traslado habíamos recibido reemplazos para nuestros Bf 109 F-7/B2. Los pobres parecían arlequines de tantos parches y remiendos que tenían. Ya nos habían llegado rumores y no nos sorprendió que un buen día unos pilotos de Messerschmitt llegasen con los primeros Gustav. Mejor dicho, un día mediocre, que ese año el comienzo de la primavera solo había traído a Bélgica frío y lluvia.

Tendré que extenderme un poco. El Gustav fue la variante final del viejo Messer, la última antes de ser sustituido en las cadenas de montaje por el Messer gemelo, el Me 218. El Bf 109G, el Gustav, era prácticamente igual a nuestros Fritz aunque con una diferencia crucial: llevaba el nuevo motor Daimler Benz DB 605. El 605 produjo en la Luftwaffe una reacción ambivalente: cuando funcionaba bien era delicioso, pero también podía ser una pesadilla plagada de fugas de aceite, y no era raro que se negase a ponerse en marcha, o que se parase en pleno vuelo, incluso que se pusiese a arder. A cambio fue el primer motor diseñado expresamente para la nueva gasolina de 130 octanos y tenía la tercera parte más de potencia que los 601 de los Fritz. Un bonito detalle era que incorporaba un sistema automático copiado de Focke Wulf que lo controlaba todo: mezcla, paso de la hélice, refrigeración e incluso los flaps; nosotros solo nos teníamos que preocupar de dar o quitar gases, y de derribar al enemigo.

A Sint-Denijs llegaron dieciséis Bf 109G-2/U-1. Nos sorprendió que no fuesen de la serie G-1, pero los técnicos de Messerschmitt nos dijeron que en el Gustav los números no eran correlativos, sino que los impares, empezando por el G-1, iban a ser interceptores de alta cota con cabina presurizada. Dado que por entonces no había nada que interceptar solo se construyeron unos pocos G-1/R-2 de reconocimiento, y se dio prioridad a la siguiente serie. Los G-2 eran prácticamente iguales a los Bf 109F-7 y también estaban pensados para el largo alcance. Volvían al ligero cañón de quince milímetros, que poca gracia nos hizo, pero se sustituían las dos ametralladoras por otras pesadas de trece milímetros a costa de unos antiestéticos bultos que le ganaron el apodo de «Beule». Otra diferencia era que podía cargar tres depósitos de combustible, uno de cuatrocientos cincuenta litros en la panza y dos de doscientos en las alas. Eran de un nuevo tipo fabricado con una especie de papel grueso para no tener que malgastar el escaso aluminio. Además tenían una forma más aerodinámica que acababa notándose en vuelos largos.

La potencia adicional se necesitaba para poder despegar con casi una tonelada extra de fuel, amén del combustible interno. Yendo tan cargados necesitábamos aprovechar hasta el último metro de pista. Nos habían prevenido contra los extraños que podía hacer el avión, ya que el DB 605 tenía más par motor y el 109 siempre había propenso a dejar caer el ala cuando se volaba despacio, pero hicimos algunas pruebas en Sint-Denijs y nos pareció que a plena carga iban tan bien o mejor que el Fritz, que no es poco decir. Luego llegó la orden de traslado, que hicimos en un vuelo directo, y nada más llegar emprendimos la primera misión. Fue más que sencilla: se había detectado un gran convoy que había salido de Liverpool y un grupo de Dornier 217 iba a por él. El convoy estaba en el quinto pino, incluso para los Gustav, pero no íbamos a proteger a los Dornier todo el viaje. El ataque se iba a producir en mar abierto, pero los Dornier iban a sobrevolar primero el extremo de Cornualles —donde los escoltarían otras escuadrillas— y luego la república de Irlanda. Oficiosamente sabíamos que nos iban a dar paso libre, pero había que hacer el paripé y que los Dornier llevasen tanta escolta que a los irlandeses ni se les pasase por la cabeza interceptarlos. Para dar más impresión de fuerza también vendrían bimotores Bf 110, aprovechando que se estaba recibiendo la nueva versión Bf 110F que volaba mejor que las anteriores.

La operación transcurrió sin pena ni gloria. Nos unimos con los Dornier antes de llegar a la costa y los acompañamos hasta la bahía de Done-gal. La RAF no hizo acto de presencia, y solo vimos unos cuantos Curtiss irlandeses que se limitaron a saludar con las alas. Ese mismo día el embajador en Dublín recibió una protesta del gobierno irlandés en términos muy duros, aunque la sonrisa pícara del que trajo la nota le quitó mucho mordiente.



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La pantalla del radiotelémetro del Do 217E-5 del mayor Hallensleben seguía sin mostrar nada más que el ruido producido por las olas. Aun así, al oficial no le preocupaba que estuviese el mar vacío. No sería difícil hallar la masa de barcos, ya que era un objetivo grande y lento que no podría estar muy lejos. Lo que le preocupaba era la posibilidad de encontrar cazas enemigos. Los Bf 109 y los Bf 110 lo habían escoltado durante el sobrevuelo de Irlanda, o mejor dicho acompañado ya que no llegaron a ver aviones de la RAF, y los irlandeses se habían limitado a seguirles, casi como una guardia de honor. Pero ahora los Dornier ya no tenían escolta e iban a atacar a una fuerza que contaba con portaaviones. El día anterior un Condor había desaparecido, y ahora tampoco estaba recibiendo las señales de otro cuatrimotor que había estado siguiendo al convoy.

Conociendo la última posición del convoy y sabiendo que probablemente se dirigía a Canadá no hubo que buscar demasiado. El bombardero viró hacia el norte, y apenas veinte minutos después la pantalla se llenó de manchas. Casi al mismo tiempo empezó a sonar la alarma que indicaba que se habían captado las emisiones enemigas. No habiendo ya secreto ordenó al radiotelegrafista que emitiese un informe de contacto, y después avisó a los demás aparatos del grupo que iba a atacar. Ya se había decidido que si se sospechaba la presencia de cazas enemigos, como era el caso, no se rodearía el objetivo. El mayor aumentó la potencia de los motores y picó suavemente para encontrar al convoy antes de que pudiese reaccionar. Tras él lo hicieron los otros veintiséis bombarderos del III./KG 4. Pero todavía no habían avistado al enemigo cuando descubrió un segundo contacto.

Hallensleben sabía que además del convoy también estaba en el mar la Home Fleet, y sus órdenes eran atacar con preferencia a unidades militares. El mayor conocía el riesgo que implicaba acometer a un acorazado o a un portaaviones erizado de cañones, pero también sabía que en esa fase de la guerra podían ser decisivos un par de torpedos lanzados con acierto. Emitió un nuevo informe de contacto mientras cambiaba el rumbo de la formación, y momentos después vio dos buques con características cubiertas planas. Los portaaviones eran objetivos aun más valiosos que los acorazados y Hallensleben ni lo pensó. Al poco empezó a ver las nubecillas que demostraban que la antiaérea enemiga estaba disparando, aunque le sorprendió lo poco intenso del fuego. Tomó como objetivo el primer portaaviones y lanzó su LT-850b desde ochocientos metros de altura antes de remontar y virar para esquivar el fuego. Tras él lo hicieron el resto de los torpederos, y el ametrallador le informó que los dos buques enemigos habían sido alcanzados.

No se habían visto cazas británicos; tal vez había conseguido sorprenderles. En cualquier caso, tan importante como atacar era comprobar los resultados y el mayor volvió a sobrevolar la escuadra enemiga. Vio con satisfacción que un portaaviones se había partido en dos, y que el otro estaba muy escorado y ardía con intensidad. Pero entonces el radiotelémetro detectó un nuevo contacto que minutos después resultó ser una potente escuadra con al menos dos acorazados y varios cruceros. Hallensleben volvió a radiar un mensaje antes de volver hacia Bretaña.

Al mismo tiempo los destructores intentaban encontrar supervivientes del Alexia y del Miralda. Solo pudieron rescatar cincuenta del primero y seis del segundo, cubiertos de petróleo y con graves quemaduras, y todavía aterrados por lo que acababan de vivir. Aunque sabían que corrían peligro nunca habían esperado un ataque realizado con tal intensidad y decisión. Nada menos que seis torpedos habían alcanzado al Miralda antes de que estallase y se partiese, y segundos después otros cuatro torpedos convirtieron al Alexia en una hoguera.



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El golfo de Cádiz cuando quiere se las trae, pero nadie puede decir que ha navegado si no se ha enfrentado a las olas del Gran Sol. Al menos el tiempo había mejorado, que unos días antes hubiéramos tenido que lidiar con masas de agua como montañas, pero aun así se nos venían encima monstruos de ni sé de metros. Fue entonces cuando me enamoré de mi barquito. El Gajuchi se tragaba las olas como mazapanes, sin un extraño. Eso sí, algo se sacudía, y los marineros de agua dulce que habían embarcado en Cádiz se turnaban para echar los bofes. Hasta algún veterano lo pasó mal —incluyendo al menda lerenda—, que el mal del mar no perdona ni a los que tienen costras verdes, pero poco a poco nos fuimos acostumbrando.

Apenas llevábamos dos días en el mar cuando el retemé detectó barcos que se nos acercaban por el suroeste a toda máquina. Me temí cualquier cosa, pero eran dos magníficos cruceros italianos, el Abruzzi y el Garibaldi, que venían de comerse con patatas un crucero auxiliar inglés. Además, ya tenían en su haber al britano London, pero se conoce que les había sabido a poco y tenían ganas de fiesta. Los dos cruceros se incorporaron a los de Leonardi y todos juntitos seguimos para el norte. A mitad camino fuimos nosotros los que tuvimos que repostar, peligrosa faena para hacer en alta mar, pero ya les he dicho que el Gajuchi digo Motril era un barco noble y además la mar se había tranquilizado un poco, quedando una marejada que hizo complicada pero no imposible la tarea.

Llenar los depósitos nos retrasó un día, pero al fin llegamos al área de espera, que estaba más o menos donde se cruzaban el meridiano de Reykjavik y el paralelo de Cork. No exactamente ahí, que no era cuestión de ponérselo fácil a los submarinos britanos. Hasta el momento la suerte nos estaba acompañando y no vimos ni aviones ni barcos, ni siquiera a los yanquis que se dedicaban a explorar para la Navy. Solo quedaba esperar.



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El U-217 emitió un informe de contacto aun antes de ver al enemigo; tendría que ser la aviación la que lo confirmase. Luego se preparó para la intercepción. Siguió navegando con el schnorchel hasta cargar por completo las baterías, y a partir de entonces continuó con los motores eléctricos, manteniéndose por debajo de la termoclina. Periódicamente ascendía a cota periscópica para intentar detectar el rumbo del enemigo con el receptor Java. Tras horas de cortas corridas y de asomar las antenas y el periscopio, Olster pudo ver como el horizonte se llenaba de barcos. Sin embargo iban a pasar demasiado al norte. A pesar del riesgo que suponía ordenó elevar el schnorchel y aumentó el andar. Demasiado para la mar de esa mañana.

El radar del destructor Lightning detectó un contacto fugaz a doce millas, pero los siguientes barridos de su radar tipo 271 no consiguieron nada. Aun así el capitán Bromley lo comunicó, y al momento llegó desde el Valiant la orden de investigar. El comandante del destructor ordenó doblar los serviolas y aumentar las revoluciones. Poco después el radar recuperó el contacto y uno de los vigías señaló la silueta de un submarino.

En el U-217 Olster maldecía las olas que le habían hecho asomar la torre. Encendió su radiotelémetro, que detectó a un destructor enemigo que se dirigía hacia él, mostrando también que la flota enemiga estaba cambiando de rumbo. Una rápida mirada por el periscopio le permitió ver que la línea de batalla enemiga estaba a seis mil metros. Lejos pero no fuera de alcance. Como no iba a tener otras opciones ordenó lanzar una salva de cuatro T3 regulados para largo alcance. Después se sumergió por debajo de la capa para intentar escapar.

Aunque se trataba de torpedos eléctricos los hidrofonistas escucharon el característico sonido de sus hélices y los acorazados de la Home Fleet aumentaron el andar y viraron bruscamente. Unos minutos después los torpedos alemanes pasaron inofensivamente por ambas bandas del Queen Elizabeth. Sin embargo la maniobra debilitó los remaches recién colocados del Barham y el agua comenzó a filtrarse. Momentos después reventó una soldadura en el sistema hidráulico.



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Nuestro Tirpitz encabezaba la fila, seguido por el Gneisenau, el Doria y el Duilio. A ambos flancos estaban las divisiones de cruceros del francés Bourragué y del italiano Da Zara. La hispanoitaliana que mandaba Regalado se estaba acercando tras haber mantenido un combate indeciso con un crucero británico, aunque antes de incorporarse a la flota tendría que repostar de los petroleros. También lo harían los destructores, sobre todo los italianos, que no estaban concebidos para el extenso Atlántico. Las olas complicaban una tarea que no era fácil ni en puerto; afortunadamente, el océano se había calmado tras las galernas que nos habían azotado días antes, entendiendo que las «calmas» en estas latitudes venían a ser como los temporales de otros mares más tranquilos.

Como en la anterior salida, también esta vez nos seguía un crucero norteamericano. Esta vez era uno de los feísimos de la clase Omaha. De vez en cuando algún avión nos echaba un vistazo, seguramente más por cumplir las apariencias que por ser necesario, pero así los ingleses podían aducir que la US Navy no los ayudaba. Como si nos fuesen a engañar. Mis compañeros de la dirección de tiro principal estaban deseosos de dar a conocer a nuestro perrito faldero el sabor de los proyectiles del treinta y ocho, pero se suponía que los Estados Unidos eran neutrales —vaya neutralidad curiosa— y solo teníamos autorización para disparar si ellos lo hacían antes. En el puente el teniente de navío Acosta de la Armada Argentina y dos corresponsales de guerra —uno sueco y otro chileno— daban fe de la curiosa actitud estadounidense.

Apenas habíamos llegado a nuestra zona de patrulla cuando, fiel a su costumbre, el capitán Topp nos informó sobre la misión de la flota combinada. No había cambiado: teníamos que impedir que los convoyes británicos cruzasen el Atlántico, algo que hasta ahora habíamos conseguido. Pero en esta ocasión se había detectado un aumento de actividad en los puertos británicos. Un enorme convoy que se había formado en el fiordo del Clyde parecía a punto de aparejar hacia América. Casi con seguridad no haría la travesía por separado, y era más que probable que la Home Fleet lo acompañase, al menos parte del trayecto. Como mínimo, tres acorazados con cañones de 38 cm y algún portaaviones, siempre que no se sacasen un conejo del sombrero y resultase que tal o cual buque hundido volviese a la superficie del mar, o que los blindados aporreados resultasen tener solo arañazos. Cuando Topp nos informó yo pensé en lo corta que era nuestra línea, y que solo los cañones del Tirpitz se podían medir con los británicos.

Al día siguiente los detectados fueron dos convoyes que desde Canadá se dirigían hacia Inglaterra. Ya solo faltaba la Home Fleet.



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El almirante Fraser recibió con fastidio el informe de Tovey. La avería del sistema hidráulico del Barham había podido remediarse, y aunque las planchas del Barham estaban cediendo la inundación podía contenerse si el acorazado no superaba los quince nudos. El buque no corría peligro, pero con esa velocidad no podría operar con la flota y Tovey sugería que se uniese al convoy. Fraser pensó que era la mejor opción; mejor papel haría ahí que en la base, y además no quería que el acorazado se arriesgase en solitario por aguas infestadas de submarinos, ni sería conveniente que Tovey debilitase sus fuerzas destinando destructores para escoltarlo.

Los informes norteamericanos y los de los aviones señalaban que la flota enemiga parecía rehuir el enfrentamiento y se había retirado hacia el sur, aunque se mantenía a unos centenares de millas de la ruta del convoy. Además los corsarios del Pacto habían salido despavoridos y podía ser el momento de enviar más mercantes en solitario.

Aun así, Fraser estaba cada vez más preocupado. Por de pronto, se había detectado gran cantidad de submarinos confluyendo hacia el convoy, al menos veinte según Inteligencia. Aun siendo muchos, la potente escolta podría mantenerlos a raya. Si esa fuese la única amenaza, el almirante estaba seguro de que el convoy conseguiría pasar sin excesivas pérdidas. Pero los huesos le decían otra cosa. La flota enemiga se había dirigido al sur, pero no parecía estar volviendo a España. Lo confirmó poco después un mensaje norteamericano que decía que el enemigo estaba repostando. Fraser sabía que la Combinada estaba mandada por Ciliax, un jefe agresivo que les había hundido al al Revenge y al Repulse, y que les acababa de propinar una paliza en Canarias. De llevar la gorra del alemán, Fraser querría llenar los depósitos de sus cruceros y destructores para poder realizar operaciones a alta velocidad. Es más, el estómago del almirante le estaba diciendo que el enfrentamiento no tardaría ni dos días en producirse. Estuvo pensando en avisar a Tovey, pero decidió que era mejor no abrumar a su subordinado con mensajes. Tovey tenía la misma información que él y habría llegado a la misma conclusión, y podría interpretar las sugerencias como órdenes, órdenes que Fraser no pensaba dar desde mil millas de distancia.



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Cuando la megafonía del Tirpitz emitió unos toques de aviso todos prestamos atención. El segundo avisó que en cinco minutos el capitán Topp iba a dirigirse a la tripulación en unos minutos y que solo quedase en sus puestos el personal imprescindible. Los demás nos reunimos bajo los altavoces.

—Marinos del Reich —comenzó Topp—. Compañeros de armas, tripulantes del Tirpitz, el terror de los ingleses. Nuestro barco, del que basta mentar su nombre para hacer temblar a los británicos, va a tener ocasión de obtener más laureles. El almirante Ciliax me ha comunicado que la flota inglesa se dirige a nuestra posición y que tenemos que prepararnos para la batalla final de la guerra. Por Alemania, por nuestras familias, por la Kriegsmarine, por el Tirpitz, luchad como sabéis hacer y acabad con el enemigo. —Al finalizar la arenga, los vítores se extendieron por el acorazado.

Algo después el capitán reunió un consejo de oficiales con los que no éramos imprescindibles. Como éramos profesionales no necesitábamos las arengas que dirigía a la marinería y la alocución fue más profesional.

—Los aviones de reconocimiento han detectado un convoy escoltado por una importante fuerza inglesa. Nuestra misión, como ya saben, es mantener el bloqueo e impedir que lleguen convoyes a Inglaterra. Por eso tenemos que acabar con los convoyes, aunque signifique que nos vamos a ver obligados a combatir contra su flota. Esta vez no va a ser fácil. Tienen tantos acorazados y tantos cruceros como nosotros, y no podremos contar con la ayuda de la aviación. Va a ser una batalla difícil que va a requerir nuestro mayor esfuerzo.

Los ingleses aun estaban lejos y cómo Ciliax quería combatir con los depósitos llenos, nos habíamos reunido con los petroleros que escoltaba el almirante italiano Leonardi. El Tirpitz no necesitaba repostar pero sí los cruceros y los destructores. Aunque el océano estaba tranquilo a las tripulaciones les faltaba la veteranía que adquirirían a lo largo de la guerra y nos llevó casi dos días. Días que los ingleses aprovecharon para seguir internándose en el Atlántico. Como los cruceros auxiliares no podían enfrentarse con la flota británica, tuvieron que retirarse. Sin embargo, los U-boots acudieron como las moscas a la miel, hasta que el convoy quedó rodeado por treinta submarinos que esperaban la orden para atacar.



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Durante la guerra habían crecido como la mala hierba radiogoniómetros y estaciones de escucha por toda Inglaterra. La isla estaba erizada de antenas, que recogían las emisiones de radio de Alemania y de sus aliados, para luego trasladarlas a Bletchley Park, una mansión campestre que se había convertido en la principal estación de criptografía británica. Aunque los cambios en los patrones de emisión y en los métodos de cifrado habían dejado a ciegas a los criptógrafos de Bletchley Park, el análisis del tráfico radiofónico había seguido dando pistas de los movimientos de los alemanes y de sus aliados. Pero la fuente se estaba secando.

La inteligencia alemana sabía desde 1940 que los británicos eran capaces de romper algunas de sus cifras más avanzadas, lo que llevó a métodos mejorados y a nuevos sistemas de cifrado más robustos; de hecho, las comunicaciones navales se realizaban mediante un sistema de cuaderno único prácticamente inviolable. Además, a finales de 1941 cambió el patrón de emisión: las emisoras mensajes ya no radiaban los mensajes, sino que emitían continuamente largas series de letras. Los criptoanalistas ingleses habían pasado miles de horas estudiando las largas series de letras que componían los mensajes, pero hasta ahora solo habían conseguido deducir que el texto era casi aleatorio, aunque de vez en cuando lo parecía menos. Aunque no podían leerlos, todavía se podía deducir la actividad enemiga por los fragmentos que parecían mensajes, que estaban insertados en largos textos sin sentido. Además, desde dos semanas antes habían desaparecido las diferencias entre las partes de los radiomensajes, indicio de que los alemanes habían perfeccionado sus métodos. Ya no era posible analizar el tráfico escuchando a las estaciones emisoras, y tampoco vigilando las emisiones de los sumergibles. Ahora respondían solo cuando era imprescindible, y muchas veces empleaban radioteléfonos de corto alcance utilizando los aviones Condor como enlace. El pésimo ambiente que reinaba en el diez de Downing Street no mejoró cuando un memorando del capitán de navío Denniston (que dirigía la central de descifrado de Bletchley Park) auguró que si los germanos no cometían errores garrafales, era cuestión de tiempo que escuchar sus mensajes se convirtiese en un ejercicio inútil.

Al menos los aliados de los alemanes eran menos cautos. Tanto italianos como franceses seguían empleando la máquina Enigma germana, aunque cambiando frecuentemente de discos y de claves para dificultar el descifrado. Eran pocos los mensajes que se podían leer, pero bastaron para confirmar los peores temores: todo el Pacto de Aquisgrán se estaba preparando para caer sobre Inglaterra. La costa se había llenado de aviones enemigos, y se había detectado la presencia de unidades españolas, portuguesas y hasta procedentes de los Balcanes. Un cuerpo de ejército alemán que se había estado entrenando en Dinamarca en operaciones anfibias se estaba trasladando a Bélgica. Además, tanto el análisis radial como los informes de agentes coincidían en que la flota del Pacto había zarpado prácticamente al completo.

En el mar los buques ingleses también disponían de goniómetros. Se trataba del modelo de alta frecuencia, capaz de establecer la posición de un submarino desde decenas de millas de distancia. Como las desgracias nunca vienen solas los sumergibles ya no parloteaban como antes, sino que parecían mucho más disciplinados en el empleo de la radio. Aun así se pudo establecer que decenas de submarinos convergían hacia los convoyes.



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A pesar de lo tensos que eran esos momentos, el regente estaba casi sin quehacer. Su puesto aun no era oficial y por eso todavía no estaba concediendo audiencias ni realizaba las latosas visitas protocolarias que tantas horas ocupaban a las jerarquías del Estado. Tras haber sido ayudante de Von Manstein yo estaba descubriendo otra ventaja de la restauración monárquica: servía para que el gabinete le endosarse al coronado todas esas fatigosas ceremonias y así poder dedicarse a gobernar. Pero como Von Lettow-Vorbeck aun no era coronado sino coronable, Speer y sus amigotes tenían que aguantar las recepciones mientras el regente —futuro regente— se aburría como una ostra.

Siendo como era, no se dedicaba a hacer horas de poltrona ni a jugar al tenis en el jardincito —típica actividad de testas coronadas bastante menos responsables— sino que aprovechaba esos días para recibir a bastantes personalidades, en parte para tomar el pulso al Reich, pero sobre todo por conocer a las principales personalidades del Reich, y de paso crear la red de apoyos que sería fundamental en la pervivencia de la monarquía. Siendo militar —o habiéndolo sido—, con quienes estaba con mayor agrado era con otros miembros de las fuerzas armadas, no solo del ejército sino también del resto de las fuerzas armadas del Reich. El grossadmiral Marschall fue de los primeros en ser recibido en Schönhausen. El interés fue mutuo, pues la Kriegsmarine era la rama de la milicia que mejor mantenía las tradiciones monárquicas, y ni el nazismo pudo aplicar más que un leve barniz que los marinos se apresuraron a arrancar.

Una visita de cortesía en medio de una gran batalla naval no parecía lo más sensato, pero en realidad el papel de Marschall era relativamente pequeño. En la tradición alemana el jefe indicaba el objetivo y los subordi-nados lo realizaban como creían mejor; si no se confiaba en que lo hiciesen, había que reemplazarlos. Marschall ya había escogido a Ciliax y a Lütjens —magnífica elección, como había quedado demostrado en Mogador y en Rockall— y se había esforzado preparando la operación. Ahora se limitaba a coordinar a las diferentes fuerzas, tarea que ni siquiera realizaba él sino que hacía el almirante Doenitz, al que había ascendido a jefe de operaciones. Así que el Marschall pudo encontrar un rato para visitar al regente y contarle cómo iba todo.

Tras las cortesías habituales el almirante aceptó una taza de café —el regente no ofrecía alcohol hasta bien entrada la tarde— y empezó a relatarnos el curso de las operaciones.

—Alteza, como ya sabrá…

—Almirante, por favor, preferiría que me apeases del tratamiento. Somos colegas de armas y además mi rango es inferior.

Marschall se relajó y a partir de entonces mantuvo un trato mucho más informal que el que solía adoptar ante el gabinete—. Muchas gracias. A mí me molestan todas esas ceremonias, pero como hasta ahora no había tenido el placer, no sabía si también le desagradaban a su majestad…

—Por favor y si no te importa, en lo sucesivo seremos Otto y Paul. Al menos en privado ¿te parece? Por cierto, este joven que ya conocerás del gabinete es mi ayudante, el mayor Roland von Hoesslin, y no te imaginas lo competente que es. Me gusta tenerlo cerca porque siempre se le ocurren buenas ideas, e incluso alguna no tan buena como la que me ha traído aquí ¿Verdad, Roland?

—Su alteza exagera.

—Verás que no he conseguido arrancarle el feo vicio del protocolo, pero espero que a ti no se te contagie.

—Como desees— repuso el almirante en un tono familiar—. Te decía que está en curso la operación que debe rematar nuestra victoria en Mogador. En Canarias conseguimos una superioridad naval que tenemos que explotar antes de que el enemigo reconstruya su flota. Por el mayor ya sabrás que yo desaconsejo un ataque anfibio. Lo estamos estudiando, pero apenas tenemos capacidad para superar las defensas costeras enemigas y consolidarnos, y sería jugarnos la marina a cara y cruz. Eso sí, aunque por ahora no vayamos a desembarcar, podemos hacerles pasar hambre. La Luftwaffe está colaborando con la marina hombro con hombro, minando las aguas costeras y atacando a los barcos enemigos, pero su radio de acción no llega mucho más allá de Irlanda. Más allá es labor de la flota. Tanto de los barcos de superficie como de los submarinos.

—Por lo que sé, se están luciendo.

—Sí, están consiguiendo muchos éxitos. Los interrogatorios a prisio-neros nos han permitido saber que el cambio de táctica del otoño pasado, cuando empezaron a atacar sistemáticamente a los barcos de escolta, les está haciendo mucho daño. Calculamos que han enviado al fondo al menos a la tercera parte de los que tenía. Son barcos fáciles de reemplazar, ya que las corbetas que emplean se pueden fabricar casi en cualquier sitio. Pero lo que no tendrán es dotaciones veteranas. Una vez hieren a la escolta es cuando hacen una escabechina con los mercantes. Pero no está siendo suficiente. Por desgracia, el submarino es como el cañón antiaéreo, que derriba aviones pero no impide que casi todos los bombarderos pasen. Su labor es la de zapa, royendo poco a poco al enemigo, pero puede llevar años asfixiarlo. Años que no tenemos.

—Tú también piensas que los amis intervendrán.

—Si he de decirte la verdad, no lo sé, pero si no me pusiese en el peor de los casos flaco servicio haría al Reich. Tú en Tanganica también te preparabas para lo peor.

—Sí, es nuestra obligación.

—Para eso nos pagan —siguió el almirante—. Además, aunque Roo-sevelt no haya entrado en la guerra, está ayudando a los ingleses con lo que puede. El otro día se detectó un grupo de buques norteamericanos que iban a las Bermudas, y parece que la intención es cedérselos a los ingleses. Son antiguallas, pero harán algún papel. Como tardarán semanas o meses en poder emplearlos tenemos que aprovechar ese plazo. Ya que no podemos desembarcar en Inglaterra, la alternativa es el bloqueo.

—Lo entiendo, pero me imagino que los ingleses tendrán bastantes reservas almacenadas, y tardarán meses en rendirse, suponiendo que lo hagan.

—Desde luego. El bloqueo no acabará con ellos en unas semanas. Pero también nos sirve como pretexto para atraer a su flota al campo de batalla. Para ellos lo ideal sería tener unos meses para reparar los barcos dañados e integrar las unidades cedidas por los yanquis. Pero al bloquearles les obligamos a salir al mar, porque les será políticamente imposible dejar que los aislemos. Tal vez podrían hacerlo si nadasen en la abundancia, o si viesen la guerra de lejos como los canadienses, pero no es así. En Inglaterra están al límite y la Luftwaffe no deja que lo olviden.



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—Lo entiendo, Otto. Les guste o no, están obligados a pelear ¿Cómo va la operación cómo se llame? Porque supongo que tendrá nombre.

—Estuve tentado de no ponérselo para confundir a los ingleses, pero luego pensé seríamos nosotros los que nos confundiríamos. Así que estuve pensando en algo que no comprometiese, pero que pudiese pasar a la historia. Como también había que despistar al enemigo, empecé llamándola Faxenmacher, es decir, bromista, pero luego pensé que no me gustaría que se me recordase por esa palabra. Hace unos pocos días la rebauticé operación Schach, ajedrez, porque tenemos fichas que estamos moviendo por todo el Atlántico.

—No suena mal.

—La verdad es que no. Además, el cambio de nombre nos ha ayudado a despistar al Almirantazgo. Aunque nuestras comunicaciones han mejorado, sigo pensando que los ingleses espían todo lo que decimos. Tal vez no se enteren de lo que decimos nosotros, pero los italianos son unos bocazas. Llevamos tiempo intentando meterles en vereda sin que haya manera. El equipo del capitán Zymalkowski lleva meses diciéndoles que cambien sus métodos. Nosotros también pecábamos con nuestras larguísimas palabras de tipo «oberstleutnant» y siendo muy ceremoniosos, pero ya nos hemos corregido. Pero los italianos siguen iniciando la mitad de sus mensajes por «personale per le signore…». Poco les costaría enviar sus mensajes en claro, pues al menos no comprometerían el sistema. Además, si fuese solo por los italianos… Si quiere tener una nueva experiencia, intente enseñarle algo a un francés. Al menos esta vez hemos conseguido que los escuadrones italianos y franceses del Atlántico mantengan la disciplina con la radio. Ha debido funcionar, porque esta vez hemos despistado a la Royal Navy, que no ha reaccionado hasta que hemos desplegado nuestras piezas en el mar.

—¿Cuáles son?

—Menos de las que quisiera. La reina es la flota combinada de Ciliax. Por desgracia, con tantas operaciones seguidas varios barcos han dicho basta, y ahora solo cuenta con cuatro acorazados de los que tres son bastante débiles. Te sorprenderá, pero en un duelo al cañón con los ingleses andaríamos parejos o incluso en desventaja, así que Ciliax tendrá que suplir con astucia y velocidad la falta de potencia de fuego. Además de los acorazados cuenta con tres potentes divisiones de cruceros que puede usar junto con sus blindados, o enviarlas para que operen por separado, como hizo el otro día cuando un crucero inglés intentó hundir a un corsario español. También le sigue un grupo de petroleros al mando del italiano Leonardi. Esa era una de las piezas que más me preocupa, porque son barcos lentos y vulnerables, y si los ingleses los atacaban podrían obligarnos a combatir en condiciones desfavorables. Así que en cuanto se ha detectado la actividad inglesa Ciliax se ha reunido con ellos para rellenar los depósitos, y luego los petroleros alejarán hacia el suroeste, lejos de la previsible zona de combate. Aun así vamos a correr algún riesgo, porque he autorizado a Ciliax para que los cruceros de Leonardi se le unan. Son cuatro, contando el Abruzzi y el Garibaldi que acaban de incorporársele. Prefiero que Ciliax tenga más fuerza aunque los petroleros puedan peligrar. De todas formas, si los submarinos o los Condor detectan algún movimiento enemigo, Leonardi se separará de Ciliax y correrá a unirse con los petroleros.

—Así que Ciliax tiene en total…

—Cuatro acorazados y once cruceros, más los cuatro de Leonardi.

—No está mal, aunque me suena que los ingleses disponen también de montones de cruceros. Si en acorazados andan a la par podrán dar guerra ¿No tenemos nada más?

—Claro que sí. En estos momentos Lütjens está cruzando el estrecho de Dinamarca con tres cruceros pesados.

—Vaya rodeo ha dado.

—Sí, y además no era del todo seguro que lo lograse porque en Islandia los británicos tienen algunos aviones.

—¿No podía entrar en el Atlántico por el sur de Islandia? —preguntó el regente.

—Sí, pero al emplear la ruta norte, la que ya no necesitamos usar, ha conseguido pasar desapercibido. Me acaban de comunicar que acaba de ser detectado pero que ya se está internando en el Atlántico. Los ingleses se habrán dado un susto de muerte porque Lütjens amenaza directamente a los convoyes que vienen de América. Van a verse obligados a dispersar sus fuerzas para protegerlos.

—¿Ya hay convoyes enemigos en el mar? No lo sabía.

—No le estamos dando publicidad, que las paredes oyen, pero por fin los ingleses se han decidido. Hemos detectado tres convoyes. Uno muy grande está saliendo del mar de Irlanda. Seguramente está compuesto por barcos con las bodegas vacías que emprenden el viaje de retorno, aunque es posible que algunos lleven suministros a sus fuerzas de ultramar. Aparte, hemos descubierto otros dos convoyes, también bastante importantes, que desde Terranova se dirigen a Inglaterra. Pero antes de describirte lo que sabemos de los ingleses me falta decirte como está el resto de nuestras piezas.

—¿Aun tenemos más?

—Pues claro. En Cherburgo están basados dos cruceros, cuatro destructores y un buen número de unidades ligeras, y en el resto de los puertos del canal hay escuadrillas de lanchas torpederas. No podrán intervenir en la batalla que se avecina pero van a mantener la presión sobre la costa inglesa. En esos puertos estamos reuniendo montones de lanchas de desembarco de varios tipos. Basta con su presencia para poner nerviosos a los ingleses y obligarles a mantener en el canal bastantes destructores, donde tienen que soportar nuestros bombardeos. Calculamos que estamos hundiendo dos destructores cada semana. Incluso con la ayuda norteamericana pronto quedarán en cuadro.

—No has dicho nada de los submarinos.

—A eso iba. Se han desplegado varias líneas en el océano, en medio de las rutas entre Inglaterra y Canadá. Una está en la salida del mar de Irlanda. Ayer mismo el U-216, uno de nuestros U-boot más modernos, torpedeó dos portaaviones ingleses.

—No había oído nada.

—Es que no tenemos la confirmación y prefiero no anunciar éxitos de los que me tenga que desdecir. El U-216 es uno de los submarinos modernos que el almirante Godt, el que ha sucedido a Doenitz, ha situado vigilando las salidas de Inglaterra. Tras ellos se ha desplegado otra línea de submarinos más viejos. No creo que puedan interceptar a la flota enemiga, pero pueden hacer estragos en el convoy. Otros submarinos viejos vigilan la costa este norteamericana, y uno ha sido el que ha detectado los convoyes que vienen desde Canadá. En total, están participando en la operación cerca de sesenta.

—¿Sesenta? No podrán detener semejante masa.

—Sesenta en total, pero no todos juntos. Hay que descontar los que participan en operaciones de vigilancia. Además, aunque los submarinos modernos que estaban cerca de Irlanda estarán siguiendo al control, al ser una zona muy vigilada tienen que sumergirse a menudo y no sé si podrán unirse al ataque. Dependiendo de que puedan o no hacerlo, serán entre treinta y cinco y cuarenta y cinco sumergibles los que se lanzarán contra el convoy.

—Pase lo que pase, los marinos mercantes lo van a pasar mal.

—No tienen buenas perspectivas. Además con los U-boot no se acaban sus problemas. En el Atlántico también les espera una docena de cruceros auxiliares. Son mercantes artillados de cualquier manera que no pueden medirse con los barcos de guerra, pero que pueden interceptar a los mercantes que naveguen con independencia. La Luftwaffe ha detectado la salida de unos cuantos listillos que querrán aprovechar el follón para colarse, pero que tendrán que vérselas con nuestros barcos.

—Ya entiendo. Los cruceros auxiliares vienen a ser como la red que recoja los restos.

—Es la idea. Lo malo es que no pueden soñar con medirse con un buque de guerra enemigo más grande que una corbeta. Por eso he ordenado que se aparten hasta que finalice la batalla naval, pero si todo va bien se lanzarán contra lo que quede.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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—¿Y el enemigo? —preguntó el regente.

—Como comprenderás, no sabemos demasiado de su despliegue. El factor que más nos importa es su marina mercante. Entre los informes de agentes irlandeses, el interrogatorio de prisioneros y las fotografías aéreas nos hemos podido hacer idea bastante aproximada de su situación, que si no es desesperada poco le falta. Empezaron la guerra con dieciocho millones de toneladas, a las que añadieron bastantes millones de los países que invadimos, pero desde entonces las cosas les han ido de mal en peor. A diferencia de la anterior guerra, ahora tenemos bases en toda Europa, y sobre todo las españolas son ideales para nuestros submarinos y para los corsarios. Para los submarinos significa poder estar dos días más en el mar. Para los corsarios, no tener que jugarse el pellejo para entrar o salir de puerto. Solo estos últimos han conseguido hundir o capturar casi tres millones de toneladas, dos tercios por los españoles. Aunque se trata de una misión peligrosa, y muchos de esos valientes barcos no han vuelto, han llevado la inseguridad a las aguas más lejanas del globo. Además, la mitad de sus presas han conseguido llegar a nuestros puertos, y han supuesto un bienvenido refuerzo de para nuestras marinas mercantes.

—Sabía del valor de nuestros corsarios, pero no esperaba tanto de los españoles.

—Paul, siempre olvidamos que fueron marinos hispanos los que enseñaron a navegar a los que ahora dominan los mares. España tiene una larga tradición marinera, y además en su guerra civil se vieron obligados a armar todo tipo de mercantes para bloquear a los rojos. Muchos de esos barcos aun estaban armados cuando España entró en la guerra, y salieron inmediatamente a cazar ingleses. Me parece que si los británicos pudiesen volver atrás en el tiempo, evitarían provocar a los españoles. Yo creo que en el futuro los historiadores describirán la entrada de España en la guerra como la clave del conflicto.

—Es una lástima que quien dirige a los hispanos sea ese enano con ínfulas de grandeza.

—No te ha caído bien el desplante del generalito ¿verdad? Pues pregunta a los que estuvieron en la Península durante la guerra y verás qué piensan de él, o con Von Manstein, que va diciendo pestes de Franco.

—Hablaré con Speer a ver si podemos hacer algo con ese tipo. Pero te estoy robando el tiempo cada vez que desbarro. Estabas hablando de los mercantes ingleses.

—Sí, y de la estratégica posición de España. Todavía siguen llegando a sus costas barcos alemanes o italianos procedentes de puertos neutrales, y últimamente lo están haciendo holandeses y noruegos. La última estupidez británica ha sido hacerse con el control de los barcos de esas banderas. Se han enterado de nuestros contactos con los reyes exiliados, y tiempo les ha faltado para echar mano de los mercantes. Total, para nada. Han conseguido apresar bastantes, supongo que por llevar tiempo preparando la operación, pero los que estaban fuera de su alcance se han puesto a salvo en puertos neutrales, y más de uno ha preferido volver a Europa.

—Wilhelm, como no sé si el gabinete te informa puntualmente, le voy a pedir a Roland que te cuente lo de la reina Guillermina.

Hasta entonces me había limitado a escuchar y a servirles café, pero al recibir la orden —aunque estuviese disfrazada de sugerencia— le conté al almirante lo que había dicho Schellenberg un par de días antes. La reina esa no podía ver a los ingleses ni en pintura, y si estaba con ellos era más por miedo a lo que pudiera pasar con sus colonias que por otra cosa. En cuanto le dimos seguridades, aprovechó un viaje a Estados Unidos para subir a un barco argentino y dejar a los ingleses con dos palmos de narices. Con lo de los mercantes capturados se había pillado un cabreo monumental, y aunque no hubiese hecho declaraciones públicas, pidió a su marina mercante que se resguarde en puertos franceses. Los noruegos no se habían atrevido a tanto, pero además de protestar, dieron órdenes a sus capitanes de abandonen las aguas inglesas y dirigirse a Sudamérica y, si no era posible, a Estados Unidos. En cualquier caso, los ingleses se habían quedado sin tres millones o cuatro de toneladas.

—¿Cuánto les queda? —preguntó el regente al almirante en cuanto acabé mi relato.

—A flote, bastante —respondió Marschall—. Casi veinte millones.

—Eso era lo que tenían antes de empezar la guerra, según me has dicho ¿Cómo es posible?

—Esos millones son contando los barcos de marinas aliadas más los que han construido, que no son pocos. Pero de ellos por lo menos cuatro millones de toneladas, la quinta parte, están en puerto esperando ser reparados. Muchos mercantes se han hecho a la mar tras apaños con poco más de cuerdas y cola de carpintero. Al parecer en algunos barcos se han limitado a tapar las brechas rellenando compartimentos con hormigón. En realidad, disponibles tienen quince millones de toneladas, que parece mucho, pero es apenas lo justo para la ruta del Atlántico Norte. Un tercio de esos barcos están atrapados en puertos ingleses sin poder salir, aguantando chaparrones de bombas. Imagina lo apurada de su situación que entre el convoy que ha salido de Escocia y los de Canadá sobrepasan de largo los tres millones de toneladas. Si los pierden, Inglaterra se perderá. Se están jugando la guerra a una carta.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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—Ya veo la responsabilidad que le ha caído a Ciliax. Saber que sus decisiones pueden decidir la guerra no le ayudará a dormir.

—Me consta que Otto es de esos hombres que aman la responsabilidad.

—Me alegro. Hay quien disfruta con ella, y otros la rehúyen. Ya conocí algunos así en Tanganica —dijo el regente—. Pero te he vuelto a interrumpir. Me ibas a describir el despliegue enemigo.

—Ya te he contado lo de los tres convoyes y los mercantes que intentan pasar por su cuenta, y lo de los barcos norteamericanos que van a las Bermudas. Aparte de eso, tienen en sus costas tienen buen número de unidades ligeras intentando limpiar las aguas de los miles de minas que estamos lanzando.

—Sí, el mayor ya me contó las quejas de Speer.

—Tampoco es para tanto. Las minas que empleamos son bombas normales con unos pocos cambios para que resistan el choque con el agua. Lo único complejo son las espoletas, pero comparadas con lo que cuestan el acero y los explosivos, vienen a ser como el chocolate del loro. Además me parece una manera mucho más rentable de emplear la munición. Cuando la Luftwaffe ataca cualquier objetivo, nueve de cada diez bombas estallan inofensivamente en el campo. Por el contrario, las minas se quedan en el fondo y pueden esperar días, semanas o meses. Es difícil saber cuál ha sido su efecto, ya que afectan sobre todo a pesqueros y a barcos de cabotaje. No es raro que los barcos más grandes solo sufran averías, y puedan llegar a algún muelle a esperar su turno de ser reparados. En cualquier caso, los marinos británicos las temen como la peste. Además las minas, aunque no hundan nada, obliga al enemigo a hacer esfuerzos desmesurados para detectarlas e inutilizarlas. Como te podrás imaginar, no se lo estamos poniendo fácil y muchas de las minas llevan dispositivos que las convierten en trampas letales destinadas a acabar con los dragaminas. Hasta la Luftwaffe ha copiado la táctica, y después de cada bombardeo lanza millares de pequeñas minas para dificultar la reconstrucción. La vida en Inglaterra va a ser peligrosa durante mucho tiempo.

—Ellos se lo buscaron —contestó Von Lettow.

—Sí, es verdad. En cualquier caso, los ingleses han tenido que alistar montones de dragaminas. Además tienen multitud de lanchas torpederas y cañoneras por toda la costa, aprovechando que son barcos baratos que pueden construir en cualquier astillero de ribera. Los agentes irlandeses nos han dicho que los británicos están haciendo apaños con maderas mal curadas y con motores procedentes de coches. Serán una porquería de barcas que apenas durarán unos meses, pero supondrán un problema si intentamos desembarcar. De hecho, casi diariamente hay rifirrafes con esas lanchas. Como las nuestras son mejores solemos llevar ventaja, pero servir en las fuerzas ligeras es una tarea peligrosa. De hecho, hemos tenido tantas pérdidas en esos escuadrones que he solicitado a la industria lanchas rápidas más grandes y mejor armadas, y otras baratas y sencillas al estilo inglés. Con todo, esos enfrentamientos en poco influyen en nuestras operaciones en el Atlántico.

—No estarán defendiéndose solo con canoas.

—Desde luego que no. Ya te he contado que tienen bastantes destructores ligeros, y después del susto que les dimos en la bahía de Lyme han desplegado más en Bristol, en Plymouth y en Portsmouth, a pesar de los bombardeos. Con sus lanchas y sus destructores no solo se defienden, sino que de vez en cuando efectúan incursiones contra las costas europeas queriendo distraernos. Otras fuerzas ligeras están en las Hébridas y las Orcadas, en las islas Feroe, Terranova, Canadá y el Caribe. Tenían algunos cruceros auxiliares en el Atlántico pero se han visto forzados a retirarlos, o los han trasladado a aguas más lejanas en las que no corren tanto riesgo de encontrarse con nuestra flota. Eso, en el Atlántico. Además tenían cruceros en Durban pero parece que los han retirado, y en Ceilán hay una escuadra de barcos viejos y algunos cruceros australianos.

—Todo eso son minucias.

—Minucias pero ya sabes, por falta de un clavo se perdió una herradura… Pero es verdad que he empezado por lo menos importante. Más peligrosos son sus submarinos. Hemos hundido muchos pero siguen construyéndolos a buen ritmo y los envían a atacar el cabotaje, a vigilar las bases, y al Atlántico a intentar pillar a la Combinada aprovechando que los norteamericanos dan cuenta de sus movimientos. Ciliax está jugando con ellos al gato y al ratón. Pero lo importante es la Home Fleet. La habían trasladado a Belfast para alejarla de las bombas, y nos han hecho un favor porque estando allí los agentes irlandeses han podido controlarla. Han avisado de su salida a la mar, y un Junkers de reconocimiento ha confirmado que los amarraderos están vacíos.

—Así que la batalla es inminente.

—Eso parece. Lo malo es que Ciliax no lo va a tener fácil con los barcos norteamericanos y los aviones enemigos siguiéndole. No le será sencillo sorprender a los ingleses.

—¿No habías dicho que Ciliax iba a emplear la astucia?

—Sí, eso he dicho. Va a tener que hacer como el prestidigitador que hace sus trampas a la vista de todos. Ha sido una idea de Zymalkowski, el encargado de los sistemas de comunicaciones, que propuso que…



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Las noticias que Fraser recibía eran cada vez peores. Los alemanes, como era de esperar, habían empleado sus aviones y submarinos, pero en lugar de dirigirlos contra el convoy se habían cebado en los portaaviones. El día anterior habían hundido al de escolta Archer y a un MAC, un petrolero con cubierta de vuelo. Ahora acababa de saber que un gran ataque aéreo había acabado con los otros dos MAC. Tovey se había quedado sin aviones, y como el convoy ya había empleado los cuatro Hurricane de sus mercantes con catapulta, tampoco iba a poder librarse de los aviones de reconocimiento alemanes.

También acababa de llegar un despacho del Coastal Command. Un Sunderland, al que guiaban las emisiones de un patrullero norteamericano, había comprobado que los petroleros del enemigo navegaban hacia el suroeste, pero que los cruceros que los escoltaban se habían unido a la flota enemiga. Después un despacho de Washington confirmó que Combinada navegaba con rumbo norte. Era lo que había imaginado: el enemigo había repostado y ahora se iba a lanzar contra el convoy. Fraser les dio la razón a sus tripas: la batalla era inminente.



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Van varios de los increíbles dibujos de reytuerto:

El escuadrón de batalla de la Home Fleet de Tovey, en la batalla de Islandia.

Los petroleros de Pastor Tomasety en la batalla de Islandia

U-bootes en la batalla de Islandia

Por el tamaño de las imágenes no se pueden presentar en el foro, pero se da el enlace para DeviantArt.

De nuevo, gracias reytuerto por su ayuda.

Saludos



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Más dibujos de reytuerto:

El escuadrón de Lütjens

El escuadrón de acorazados de Ciliax

Gracias a reytuerto por su trabajo.

Saludos



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