Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Olexiy fue uno de los últimos en ser empujado. Cayó sobre la blanda capa y dio varias volteretas antes de parar. Inmediatamente empezó a contorsionarse hasta conseguir poner las manos ante su cara. Apartó la capucha, viendo que estaba en un camino en medio de un bosque, ahora sin hojas. Iba a intentar quitarse las ataduras cuando le pareció escuchar un ruido. Temiendo una añagaza, Olexiy cubrió con nieve la marca que había hecho al caer, se tendió bajo un arbusto y se cubrió con más nieve. Poco después pasó un camión que circulaba muy despacio, con dos milicianos agarrados a las puertas que parecían buscar huellas; pero no vieron a Olexiy y el camión pasó de largo. Solo cuando se hubo alejado el soldado empezó a frotar las cuerdas contra una piedra, hasta conseguir cortarlas y liberarse las manos. Luego se introdujo dos dedos en el ano: aunque los hubiesen registrado, Olexiy conocía un escondite que los guardias no revisaban. Sacó un estuche que limpió con la nieve, y de él unos rublos, una pequeña navaja y una brújula. Con la navajita, que no asustaría ni a un niño, cortó un palo y lo aguzó: ya tenía un arma.
Entonces Olexiy meditó sobre sus próximas acciones. El cielo estaba encapotado y no se veía el sol, pero con la brújula supo que la carretera iba de norte sur. Tampoco le servía de mucho, porque ni sabía dónde estaba ni dónde quedaba su objetivo; poco conseguiría andando sin rumbo por el bosque. Pero si seguía por la carretera, las ropas de presidiario le delatarían. Cualquier policía que lo viese lo detendría, y se habría acabado el ejercicio, la participación en la operación, y a saber qué más. Es decir, tenía que hacer dos cosas. Necesitaba cambiar sus ropas, y tenía que averiguar dónde estaba. En la Rodina no había carteles de carreteras, y no podía ir a la primera casa que encontrase y preguntar. Salvo que…
Olexiy anduvo hasta los bosques, dejando un rastro más que visible, y volvió sobre sus huellas para volver a ocultarse junto a la carretera. Un par de horas después había empezado a caer la noche y la temperatura se había hecho heladora, pero en el agujero cubierto de nieve no se aguantaba mal. Entonces oyó que el camión volvía. Al pasar junto a sus huellas se detuvo, y del vehículo descendieron dos milicianos que siguiendo el rastro se adentraron en el bosque. En la caja del camión se quedaron tres prisioneros esposados, vigilados por el conductor. Poco después también el tercer guardia bajó y se acercó a un árbol, con la intención de aliviarse. No notó que Olexiy se le acercaba hasta que rodeó su cuello con la chaqueta y empezó a apretar. Olexiy hizo señas a los prisioneros para que siguiesen en silencio. Cambió sus ropas por las del guardia inconsciente y tomó su fusil. Luego esperó a los milicianos que se habían internado en el bosque.
Pocos minutos después volvieron, con sus uniformes cubiertos de nieve y rezongando.
—Vladimir ¿has visto algo? El rastro se pierde entre los árboles y con tan poca luz me podría chocar con ese malnacido y no lo vería —dijo uno de los milicianos mientras se aproximaba.
Olexiy no respondió, porque no sabía hasta qué punto se conocían los guardias y si se reconocerían por sus voces. Los dejó acercarse y, cuando estaban a punto de subir a la cabina, les apuntó con el fusil. Sorprendidos, los dos milicianos levantaron las manos. Olexeiy los desarmó y los ató con sus propias ropas, y mientras los seguía encañonando registró la cabina hasta que encontró las llaves de las esposas. Soltó a sus compañeros y les dijo que desnudasen a los guardias.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó uno.
—Si los dejamos, nos delatarán —repuso otro de los soldados.
—Pero no podemos matarlos.
—Las instrucciones fueron claras —dijo Olexiy—. Tenemos que hacer lo que sea para conseguir nuestro objetivo, y si fuese por mi me los cargaba. Pero aun nos harán un servicio. Dadles vuestros uniformes de presos, pero quedaos con las botas.
Los dos milicianos se pusieron las ropas. Olexiy les ordenó que tomasen al otro guardia —solo inconsciente— y que subiesen a la cabina.
—Si queréis vivir seguiréis mis órdenes. Os vamos a atar y amordazar, y además os vigilaremos de cerca. Como os oiga aunque solo sea toser, os abandonaremos en el bosque.
—¡Sin botas no aguantaremos ni una hora!
Olexiy era un soldado de élite y durante su servicio en Finlandia había sentido en su nuca el aliento de los cobardes de la NKVD, que solo se atrevían a disparar contra indefensos reclutas. Despreciaba a los guardias de los campos, y creía que su muerte haría más bien que mal a la patria. Apuntó a los dos vigilantes hasta que cedieron. Los compañeros los ataron y los echaron al fondo de la caja del camión. Luego se puso al volante y abandonó el lugar.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Había un plano en la cabina del camión, pero seguía sin servir de mucho si Olexiy no sabía dónde estaba. Pero ahora el uniforme de la NKVD le daba la manera de averiguarlo. Condujo el camión por la carretera hasta que se aproximó a una granja; entonces lo escondió en un ramal, cuidando con no dejarlo atrapado en la nieve, pero sin olvidar cubrir el rastro. Con un compañero se dirigió hacia la casa; los otros esperaron en la cabina del camión y vigilando a los guardias. Olexiy aporreó la puerta de la isba; una mujercilla abrió la puerta y al verle, empezó a temblar; nada era más temido que una visita nocturna de los Órganos, la temida NKVD.
El soldado empujó a la mujer y entró en la casa. Allí empezó a gritar. Estaba persiguiendo a unos contrarrevolucionarios fugados ¿se habían escondido allí?
—No, señor policía, aquí no he visto a nadie, se lo juro por… Digo, le prometo por mis padres que aquí no están.
—Vieja, a los órganos no se les engaña ¿Dónde están esos traidores?
La mujer siguió insistiendo en que estaba sola. Dijo que su marido había muerto y que su hijo había sido reclutado. Olexiy siguió acosándola y le obligó a que le mostrase la despensa, para comprobar que no estuviese contrabandeando alimentos. Una vez en ella, “confiscó” un par de botellas de vodka y un buen pernil. Solo entonces le dijo a la mujer que creía en lo que le decía, pero que tenía que seguir buscando a los presos. Le preguntó a qué distancia estaba la siguiente aldea.
—Noshul está a quince verstas hacia mediodía.
Los dos falsos policías salieron: habían averiguado dónde estaban. Exigieron en otra isba que les diesen pan y licor y volvieron al camión. Salieron en la dirección que les había dicho la mujer; pero se desviaron en el primer cruce, y no mucho más allá se escondieron de nuevo para pasar la noche: nadie en su sano juicio conduciría con temperaturas tan bajas. En la cabina habían encontrado el material que necesitaban para pasar la noche: una lona que tendieron alrededor del camión, y una pequeña estufa de carbón que pusieron bajo el motor: la lona y la estufa eran fundamentales para los conductores rusos en invierno. Se amontonaron en los bajos —hasta los guardias presos, pues dejarlos en la caja hubiese sido igual que matarlos— y pasaron la noche lo mejor que pudieron.
Al amanecer siguieron por la carretera. Se cruzaron un par de veces con policías, e incluso con una patrulla con presos, que resultaron ser otros compañeros. Olexiy decidió repetir la jugada de la tarde anterior: diez minutos después los presos eran guardias y los guardias, presos amordazados. La comitiva entró en Koygorodok sin problemas: bastó con esgrimir los documentos de los milicianos y gritar un poco. Una vez en la ciudad, buscó un patio donde esconder los dos camiones. La mayor parte de los soldados se quedaron, vigilando los vehículos y a los presos.
El coronel no había dicho nada de poner la señal personalmente, y Olexiy se temía otra celada. Tomó los clavos de sus compañeros, y acompañado por otro soldado, también disfrazado de guardia, se aproximó al monasterio. No parecía que estuviese vigilado; mas la aventura por el bosque le hacía desconfiar. Que no viese a nadie no quería decir nada: si había vigilantes, estarían escondidos. Hasta resultaba peligroso quedarse rondando por ahí. Pero se le había ocurrido una manera de dejar los clavos sin riesgos. Se vistieron otra vez con los uniformes de presidiario y llamaron a un arrapiezo, al que convencieron para que dejase las marcas en la puerta a cambio de una botella de alcohol. Una vez el chiquillo se fue volvieron a ponerse los uniformes de guardias y vigilaron desde lejos lo que hacía el crío. Habían hecho bien en ser precavidos: el niño pudo llegar a la puerta y dejar los clavos, pero cuando volvía le salieron al paso dos policías. Olexiy y su compañero se volvieron hasta los camiones. La policía empezó a buscar presos por las calles de la ciudad, pero los camiones ya habían salido hacia el campamento.
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Olexiy y los doce hombres que lo acompañaron fueron los primeros en cumplir la misión. El soldado no sabía que esperar, pues no sabía si el objetivo del ejercicio era demostrar su iniciativa o su capacidad de sobrevivir en el bosque en invierno. Tampoco estaba seguro que hubiese hecho bien liberando a sus compañeros. De hecho, el coronel se sorprendió cuando los vio llegar tan pronto. Tras ordenar que llevasen a un calabozo a los guardias que sus soldados habían apresado, llamó por teléfono a Koygorodok para comprobar que se hubiesen logrado su objetivo. Luego interrogó a los soldados uno por uno, ordenándoles que, por su bien, no callasen nada. Olexiy hasta contó lo del estuche que llevaba en el recto, un viejo truco carcelario que le había enseñado su padre antes de morir en la Guerra Civil.
El coronel interrogó a los demás solados y luego llamó a Olexiy a su despacho. Empezó a acosarlo, preguntándole quién le había dado permiso para apresar policías, para liberar a otros soldados o para robar a los civiles. El soldado no se dejó amedrentar: si se había equivocado al interpretar las órdenes, de todas formas sería castigado, y pidiendo disculpas solo conseguiría empeorar las cosas. Con todo el aplomo que consiguió reunir respondió al coronel que sus órdenes le autorizaban para tomar cualquier medida. El jefe calló unos momentos antes de echarse a reír. Palmeó la espalda de Olexiy, y tras sacar una botella de alcohol y dos vasos, brindó por su ascenso a sargento.
En los días siguientes siguieron llegando otros soldados. La mayoría habían cumplido su misión andando a pie por los bosques nevados, y varios habían tenido que escapar tras ser capturados. Olexiy y sus nuevos amigos —pues los hombres que le habían acompañado sabían que debían a su nuevo líder el superar la misión— pudieron darse el placer de hacer algunas burlas a los recién llegados antes de felicitarles y convidarles. Finalmente fueron treinta y dos soldados los que culminaron la misión; a los siete más lentos no se les descartó, sino que formaron un equipo de reserva. Por desgracia, hubo cuatro hombres que desaparecieron en los bosques nevados, y entre ellos estaba el teniente Sviatoslav; Olexiy lo sustituyó al mando del equipo. Lo formaban Viktor, Arkhip y Emelyan, más Irakli había sustituido a Savely, que había fallado.
A partir de entonces los equipos empezaron a entrenarse en el poblado Potemkin. Se reunió a los soldados en el cobertizo, donde se les proyectó una película; no era de entretenimiento, ni siquiera un documental, sino una sucesión de fotografías de una ciudad que por sus formas se veía claramente que no era rusa. Luego les entregaron un plano y les llevaron a recorrer el decorado. Vieron que las casas seguían fielmente el trazado de las calles del mapa. En la periferia la confección del decorado era muy tosca, pero a medida que se acercaban al centro los edificios estaban mejor imitados. Solo en su aspecto, pues eran poco más que andamios con lonas pintadas que simulaban las fachadas; pero puertas y ventanas eran practicables. Incluso en algunos edificios del centro el interior también estaba imitado; aunque los instructores tenían pocas fotos de esos interiores —apenas unas pocas del gran templo— disponían de descripciones bastante detalladas.
Los soldados se familiarizaron con el poblado. Primero, paseando por él; luego, entrenándose por sus calles. Tenían que perseguirse unos equipos a otros, defender objetivos o buscarlos, tender emboscadas… juegos que parecían pueriles pero que estaban destinados a que conociesen las calles tan bien como las palmas de sus manos. Se entrenaron tanto a la luz del día como por la noche a pesar del frío helador. Luego, en los periodos de descanso, volvían a repasar las fotografías de la ciudad.
Un día les entregaron otras fotos, esta vez de personas, y se les ordenó que las estudiasen: iban a ser sus objetivos.
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La Purga del Hambre
La Purga del hambre (en ruso “produvka golod”, aunque también conocida en Rusia como la “era de Beria”) es el nombre que se da a una serie de campañas de represión, persecución y asesinatos políticos llevadas a cabo en la Unión Soviética en 1941 y 1942. Fue continuación de la “Gran Purga”, y fue llamada “del hambre” por coincidir con una grave hambruna provocada por la requisa de grandes cantidades de cereal que iban a ser vendidas a Alemania y a sus aliados.
En esta purga el número de ejecuciones fue inferior al de la “Gran Purga”, y se estima que el número de víctimas directas de la represión fueron entre la tercera parte y la mitad del de la persecución anterior. Sin embargo la hambruna causó un número de muertes muy superior. La mayoría se produjeron en distritos sospechosos de colaboración con los enemigos de la Unión Soviética, en las que las requisas de cereales apenas dejaron reservas; los documentos demuestran que esas exacciones fueron aprobadas personalmente por Stalin, el dirigente de la Unión Soviética.
Los militares fueron de nuevo los más afectados por la persecución, especialmente los de los distritos militares del oeste o los relacionados con las fuerzas mecanizadas. En esta ocasión la persecución no se limitó, como en la anterior, a los oficiales de alta graduación, sino que también afectó a oficiales subalternos. Decenas miles fueron ejecutados, y muchos más enviados a campos de trabajo, expulsados de las fuerzas armadas o, si tenían suerte, degradados. Se promovió a sus sustitutos atendiendo sobre todo a sus antecedentes proletarios, y el cuerpo de oficiales políticos fue reforzado, pasando a ejercer la máxima autoridad del ejército. También sufrieron la persecución sectores ya afectados por la anterior purga, y muchos presos fueron juzgados de nuevo y ejecutados.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 5
Que inapropiado llamar Tierra a este planeta, cuando es evidente que debería llamarse Océano.
Arthur C. Clarke
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El combate de las islas Dahlak
Tras la caída de Jartum en manos italianas el general Platt comunicó a Londres que no podría mantener la resistencia en Sudán, y ordenó al XX cuerpo emprender la retirada hacia la costa del mar Rojo. Platt disponía de unos 52.000 hombres, de los que tan solo 16.000 eran tropas de combate, con las que estableció un perímetro en torno a los puertos de Suakim y Port Sudán. La línea defensiva era de casi setenta kilómetros, por lo que las tropas de Platt solo pudieron establecer media docena de puntos fuertes, notoriamente insuficientes en caso de un ataque acorazado. Considerando la debilidad de sus fuerzas, Platt apremió a Londres para que acelerase la evacuación. Sin embargo la presencia de cuatro destructores italianos en Massawa obligaba a escoltar a los buques que participasen e impedía utilizar lanchas u otras unidades ligeras.
El seis de enero, el mismo día en el que los italianos enlazaban con su colonia aislada de Abisinia en Mentema, llegó a Port Sudán un primer convoy británico compuesto de dos cruceros, cuatro destructores y siete buques de transporte, que evacuó a 17.000 hombres. La navegación del convoy discurrió sin incidentes hasta las cercanías de Adén, donde fueron atacados por aviones franceses e italianos, que averiaron al transporte Duchess of Bedford. Un segundo convoy evacuó de Port Sudán a otros once mil hombres el doce de enero, pero el Empress of Japan se hundió en el estrecho con gran pérdida de vidas tras chocar con una mina. Por entonces Platt había tenido que evacuar Port Sudán y tan solo mantenía Suakim. Aunque al reducirse el perímetro de la bolsa la resistencia era más firme, se estaba quedando sin municiones, por lo que solicitó que el siguiente convoy le suministrase las que necesitaba.
Hasta entonces la flota del Índico, mandada por el almirante Layton y formada por el acorazado Royal Sovereign, el portaaviones Hermes, cuatro cruceros pesados y tres ligeros, se había mantenido fuera del Mar Rojo para no exponerse a los ataques aéreos. Sin embargo Layton recibió un informe según el cual el Canal de Suez estaba abierto de nuevo a la navegación, y que varios buques de guerra de grandes dimensiones lo estaban atravesando. Layton decidió escoltar al convoy con su acorazado y con los cruceros pesados Shropshire y Exeter. Renunció a llevar al Hermes a causa de lo restringido de las aguas, la carencia de blindaje y lo débil de su grupo de caza.
El día catorce de enero una agrupación francesa mandada por el almirante Laborde había cruzado el Canal de Suez. Estaba formada por el acorazado Strasbourg, cuatro cruceros (Algérie, Dupleix, Colbert y Marseillaise) y seis destructores. Los buques de Laborde se mantuvieron en las cercanías de Sarm-el-Seikh hasta que el diecinueve de enero fue informado de la entrada de una escuadra enemiga en el Mar Rojo. Laborde confiaba que sus buques derrotarían con facilidad a los barcos ingleses, ya que no sabía que su enemigo contaba con un acorazado.
Al amanecer del día 21 un hidroavión lanzado por el Marseillaise localizó al convoy a ochenta millas al sur, escoltado por cruceros y destructores, pero falló en detectar la presencia del acorazado de Layton. Simultáneamente los barcos de Laborde eran descubiertos por un hidroavión del Exeter. Dos horas después desde el Strasbourg se divisaron los mástiles de un crucero, que resultó ser el Shropshire, y diez minutos después el acorazado francés abrió fuego. Unos minutos más tarde se incorporaron al combate los cruceros pesados de ambos bandos. Los cruceros de Layton, en desventaja frente a los barcos franceses, se retiraron hacia el Royal Sovereign. A las 9:55 desde el Strasbourg se descubrió la presencia del acorazado británico.
El Royal Sovereign era, aparentemente, más potente que el acorazado francés, a veces descrito como crucero de batalla a causa de sus limitados armamento y protección. Los cañones de 381 mm del acorazado británico podían perforar con facilidad los 280 mm de coraza francesa, mientras que los cañones de 330 mm franceses solo tenían capacidad marginal contra el barco británico. Sin embargo el Royal Sovereign apenas había sido modificado en el periodo de entreguerras. Su artillería principal seguía teniendo una elevación máxima de 20º que limitaba el alcance a 21.000 m, mientras que la del Strasbourg superaba los 40.000 m.
Al descubrir la presencia de un acorazado enemigo Laborde rehuyó el combate y mantuvo una distancia superior a 22.000 m. Layton intentó dar caza a los barcos franceses, pero la superior velocidad del Strasbourg permitió que Laborde permaneciese a distancia. Cada pocos minutos el Strasbourg se cruzaba en el rumbo del Royal Sovereign y disparaba varias andanadas, para luego aumentar la distancia antes de caer dentro del alcance británico. En esa fase del combate el Strasbourg consiguió un impacto en el Royal Sovereign: el proyectil, cayendo con gran ángulo de incidencia, perforó la cubierta blindada e inició un peligroso incendio que dejó fuera de combate tres casamatas de 152 mm de estribor. Layton intentó que sus tres cruceros pesados interviniesen en el combate, pero el Strasbourg cambió de blanco y disparó tres andanadas que se acercaron peligrosamente al Shropshire, obligando al almirante británico a ordenar la retirada de los cruceros.
Layton comprendió que no solo no podría alcanzar al Strasbourg, sino que su buque corría serio peligro en un combate a larga distancia, a pesar de lo cual mantuvo la persecución de Laborde para alejar a los franceses del convoy. Laborde suspendió el fuego para ahorrar munición (pues había disparado treinta andanadas con 217 proyectiles), e intentó rodear por el este a los buques ingleses. Pero en el estrecho Mar Rojo Layton no tuvo dificultades para abortar el intento francés. Laborde decidió volver a enfrentarse con el acorazado inglés. Sin embargo la torre II sufrió una avería en su motor que la dejó fuera de combate durante una hora, obligando al almirante francés a interrumpir el combate por segunda vez. Una vez reparada la avería Laborde envió su buque contra Layton. En este tercer enfrentamiento el Royal Sovereign fue alcanzado otras dos veces sin graves consecuencias.
Tras ocho horas de combate para Laborde era evidente que salvo que consiguiese un disparo de fortuna, no iba a conseguir dejar fuera de combate al acorazado inglés. La noche se aproximaba, y el almirante francés sabía que los barcos ingleses estaban equipados con radiotelémetros que les daban superioridad en el combate nocturno, por lo que suspendió definitivamente el combate y se retiró hacia el norte. Layton también abandonó la persecución para no alejarse demasiado del convoy.
Mientras el convoy, que se estaba acercando a Suakim, fue atacado por bombarderos Ju 88 alemanes y torpederos SM.79 italianos. La artillería antiaérea derribó seis de los aviones atacantes, pero estos consiguieron alcanzar al Empire Brutus, cargado con gasolina y municiones, que estalló y se hundió. Los transportes de tropas Orford y Cameronia también fueron alcanzados; aunque el Cameronia pudo seguir con el convoy, el Orford tuvo que embarrancar en la costa de Arabia Saudí. El resto de los buques llegaron a Suakim, pero el estrecho canal de entrada hizo que el convoy no pudiese entrar en el puerto hasta la mañana siguiente. Una vez en la rada los barcos sufrieron repetidos ataques que hundieron al Cameronia y al Ascania.
Durante el día Laborde intentó de nuevo atacar al convoy, pero de nuevo fue descubierto por un hidroavión. El Royal Sovereign se aprestó de nuevo contra el Strasbourg, que rehuyó el combate. Pero desde el Strasbourg se guio a los aviones del Pacto contra los buques de Layton; el almirante inglés sabía que de ser alcanzado su buque no solo estaría perdido el convoy, sino que se comprometería la posición británica en el Índico, por lo que Layton indicó a Platt que solo podría permanecer frente a Suakim hasta el amanecer del día siguiente. En las siguientes horas por lo menos doce mil soldados embarcaron en los tres transportes de tropas que quedaban, que al amanecer partieron hacia Adén. Un nuevo intento de Laborde fue de nuevo abortado por el acorazado de Layton. Sin embargo el Royal Sovereign sufrió un nuevo ataque aéreo, siendo alcanzado por un torpedo que causó daños moderados, pero que limitó su velocidad a 12 nudos. En Adén el convoy fue atacado de nuevo, y el Reina del Pacífico fue alcanzado por cuatro bombas y se incendió; aunque no se hundió, los soldados abandonaron el buque en masa y cientos de ellos perecieron ahogados o atacados por tiburones.
Laborde no intentó perseguir a Layton, sino que condujo sus buques contra Suakim. El crucero Colbert chocó con dos minas y tuvo que volver hacia Suez remolcado por el Marseillaise, pero el resto de la flota inició el bombardeo de las posiciones británicas. Rodeado, casi sin municiones y sin esperanza de rescate, Platt capituló con sus últimos doce mil hombres el 26 de enero.
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Relato de Víctor Loreto Leñanza
La Guerra en el mar estaba adquiriendo el mismo ritmo frenético que había tenido en la pasada Guerra Civil. Acabábamos de llegar a Casablanca escoltado al convoy de vuelta desde Tenerife, cuando tuvimos que aprestarnos a hacernos de nuevo a la mar. Apenas pude bajar a tierra ni para degustar la excelente cocina marroquí, que a decir de los entendidos era de las mejores del mundo. Desde luego, estar en Casablanca era bastante mejor que en Port Étienne, la base desde la que habíamos operado el mes anterior. No es que no nos gustase Port Étienne, que tan apartada como estaba y con las Afortunadas por medio daba una libertad de acción a la flota que no vea usted. El caserío no valía un pimiento: casas bajas de adobe que necesitaban una buena mano de cal, basuras por las calles, algún antro en el que mejor no entrar… lo típico de los puertos norteafricanos. También la bahía tenía sus defectillos, sobre todo esa amplísima entrada a la bahía que parecía que estaba diciendo a los submarinos enemigos “ven por aquí a ver si nos hacer un buen roto”. Pero los franceses, que seguían de lo más molestos con sus vecinos británicos por aquello de las acrobacias sobre Verdún, estaban haciendo de ese fondeadero una base naval como Dios manda, con campos de minas que hacían más azarosas las intrusiones, los aviones suficientes para espantar a cualquier portaaviones con malas ideas, y hasta un radiotelémetro —operado por los alemanes— que como el nuestro del Galicia, era un centinela infatigable que permitía irse a la cama sabiendo que no vas a despertar a remojo.
Además las visitas de los submarinos ingleses, de los que no hará falta que le recuerde lo malintencionados que eran, se habían hecho menos frecuentes desde que les habíamos expulsado de Portugal. La base más cercana que tenían era Madeira, y tras el repaso que les habíamos dado unas semanas antes los pérfidos se lo pensaban dos veces antes de dejar sus submarinos ahí, no sea que volviésemos a amanecer por esas aguas. Las Azores o la misma Inglaterra estaban bastante más lejos, por lo que solo los mayores submarinos —los más fáciles de detectar y destruir— se acercaban a la costa marroquí, y no se quedaban mucho tiempo. Mientras los gabachos, que seguían bastante amoscados con los ingleses, habían establecido un sistema de pequeños convoyes que iban dando saltos entre los puertos de la costa marroquí, evitando pasar la noche en alta mar. Eran protegidos por los aviones que tanto los franceses como los alemanes estaban basando en la costa, y escoltados por patrulleros franceses y españoles. Estos convoyes costeros estaban llegando con bastante seguridad hasta Fuerteventura, donde se estaba construyendo un segundo aeródromo, y luego a Port Étienne.
Sin embargo, Casablanca seguía teniendo grandes ventajas. Por de pronto era una ciudad como Dios manda, y aparte de la típica medina de callejones estrechos y sucios tenía alguna avenida digna de verse. Pero lo principal estaba en la base naval, una de las principales que los franceses tenían en sus colonias, y disponía de las instalaciones adecuadas para mantener buques de guerra, incluso un dique seco que podía acoger cruceros. Estaba comunicada por ferrocarril con el Mediterráneo, algo que siempre resultaba de utilidad a la hora de traer caprichillos que se les antojasen a los almirantes: que si algún torpedillo, mire usted si no tendrán a mano unas pocas minas. La rada estaba atestaba, no solo por la flota que por sí sola ya ocupaba bastante, sino porque estaba llena de patrulleros: tras el disgusto que nos había dado un britón la última vez que salimos de ese puerto, el almirante Moreno había ofrecido a los franceses una flotilla de bous, sabiendo que les haría pupa en su amor propio, que ya sabe lo sensible que lo tienen los galos. Ni cortos ni perezosos, habían mandado a Marruecos un buen surtido de escoltas.
Tras los patrulleros que limpiaron el camino de polvo y paja había llegado un compañero al que vimos llegar con sentimientos ambivalentes. Porque la vista del Gneisenau nos recordaba al pobre Scharnhorst, que se deshacía contra las piedras de Larache, y al todavía más desafortunado Hipper. Al menos el Gneisenau no llegaba solo, pues los italianos, tras el sonado fiasco de Iachino, habían enviado al contralmirante Cattaneo con tres soberbios cruceros pesados: los Zara, Pola y Gorizia, que vinieron acompañados de media docena de destructores. Les acompañaba el Ermland, un petrolero de flota alemán capaz de alcanzar los 20 nudos.
Un pajarito me dijo que Gibraltar no había quedado vacío, pues los transalpinos habían mandado a un par de acorazados, los modernizados Doria y Duilio. No los había visto nunca en persona, pero sí algunas fotos, y los italianos los habían dejado hechos una preciosidad, que parecían cruceros de lujo. Mi duda estaba en si se había quedado todo en la carrocería, porque esos acorazados ya tenían sus añitos y me daba que no estaban para jugar en Primera División. Pero Radio Macuto decía que esos acorazados solo estaban allí para dejarse ver, y que en todo caso si salían al mar no se alejarían mucho y estarían en casa antes de las diez, como buenos chicos. Les acompañaban algunos cruceros ligeros, también con una línea preciosa, que eso se les daba muy bien a nuestros aliados. Al menos, como los cruceros italianos se parecían unos a otros como hermanos gemelos, los espías que pudieran tener por allí los míster no podrían diferenciarlos de los cruceros pesados.
Radio macuto estaba parlanchina, y se decía que también las frías aguas norteñas se estaban calentando, y esos acorazados de bolsillo tan cucos que tienen los alemanes —había visto al Scheer en Cádiz durante la guerra y majo era y tenía buenos cañones, pero me pareció un poco chiquitujo— se habían plantado en Noruega con ganas de decir “eh, que aquí estoy yo y a ver si me hacéis un poco de caso”.
No había que ser un Sherlock Holmes para imaginar que algo se cocía, y gordo. Como se puede imaginar, se decía de todo por la escuadra: desde que íbamos a recuperar las Azores hasta que se preparaba un desembarco en Dover. El mando tampoco ayudaba, pues era el primero en hacer correr todo tipo de rumores descabellados: lo mismo mandaban estudiar cómo estibar minas en la cubierta del Bismarck —eso hubiese sido curioso de ver, un monstruo de medio millón de quintales haciendo de minador— como la coordinación con hidroaviones. Unos cuantos chuletas de la Luftwaffe, que también se estaba dejando ver por esas aguas, iban diciendo que en habiendo hidros como los suyos, sobraban los portaaviones. Los que conocíamos el percal les dejábamos hablar un rato sin reírnos mucho, e incluso nos dejábamos invitar a un par de copas, que a la postre no eran malos compañeros y los aviadores habían puesto su granito de arena en la reciente victoria.
Al caer la noche los contramaestres tocaron sus chifles y los buques empezaron a desfilar por la bocana. Para variar el Galicia abría la marcha, pues el RTM que llevábamos estaba dando mucho de sí, pero esta vez las aguas estaban despejadas y no tuvimos ningún tropiezo. La flota, que era mandada por el recién ascendido Ciliax —para algo los alemanes ponían los barcos más gordos— enfiló al noroeste ¿Nos dirigíamos hacia el Atlántico Norte? Unas semanas antes los buques de Ciliax habían hecho barrabasadas por ahí, y el Canarias también había hecho alguna diablura; pero los cruceros italianos eran de patas cortas y no me los imaginaba rondando por aguas islandesas.
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No iba muy desencaminado, pues poco antes del orto, cuando ya estábamos lejos de la costa, cambiamos el rumbo hacia el sudoeste. Esta vez nos mantuvimos alejados de la costa para no repetir el error de Iachino, y seguimos devorando millas. En la camareta los rumores que corrieron eran otros: en esa dirección estaban las Islas Afortunadas ¿íbamos a cañonear a los canadienses hasta que se rindiesen? No veía yo muy claro que movilizasen semejante flota solo para pegar unos cuantos pepinazos. Pero como si quisieran llevarme la contraria, desde el Canarias nos ordenaron al Díaz y a nuestro Galicia que nos adelantásemos —con señales ópticas, nada de usar la indiscreta radio—; el Barbiano seguiría con la escuadra haciendo de ojos y oídos. Iba a ser nuestro capitán, Don Pedro Nieto Antúnez, el que mandase los dos cruceros: parecería raro el papel tan protagonista que tenían los mandos españoles, pero España no solo ponía el Galicia sino también los destructores, y sobre todo, nuestro crucero tenía los mejores instrumentos de detección.
Don Pedro, fiel a su costumbre, nos dijo lo que sabía. O lo que podía decir, que tal vez no fuese lo mismo.
—Muchachos, volvemos a Canarias. No toda la flota, sino solo el Díaz y nuestro Galicia. Aunque Don Francisco —se refería al almirante Regalado— le ha jurado y perjurado al almirante Ciliax que en Canarias hasta las gaviotas llevan la cruz de San Andrés, el hombre no se fía del todo y quiere que demos otro repasito a los aeródromos. Por lo que nos dicen, el de Gando ya no está para muchos trotes pues la artillería que tenemos en la isla está dejando su pista perfecta para sembrar papas. Pero es posible que en Lanzarote aun haya algún avión que vuele, y nos han encargado que nos acerquemos a visitarles. Luego nos llegaremos hasta Gran Canaria, que tampoco pasará nada si damos un buen espectáculo de fuegos artificiales antes de reunirnos con la flota.
Esta vez no hizo falta tanto disimulo como en otras ocasiones. A plena luz del día nos acercamos a Lanzarote —una de las dos únicas islas canarias que aun sufrían el yugo inglés— sin temor a la aviación. Pues aunque aviones se veían, eran un par de Súper Pavas, que por lo visto vigilaban el aeródromo para guiar a los bombarderos procedentes de Fuerteventura. Señal que ya no quedaban cazas ingleses, y pocos de lo demás. Disparamos un par de cientos de pepinos antes de seguir hacia el sur, para pasar por el estrecho de la Bocaina y dirigirnos hacia Gran Canaria. Durante la noche nos acercamos a la gran isla, y saludamos al amanecer disparando primero contra el Puerto de la Luz y luego contra las posiciones inglesas de Arinaga. No tiramos mucho porque había que reservarse, y solo se trataba de recordar a nuestros enemigos que mientras siguiesen en las Islas Afortunadas vivían de prestado.
No nos entretuvimos demasiado. Quedaba la parte más importante de la operación, y Ciliax quería recuperar el RTM del Galicia. Su Tirpitz llevaba equipos que daban ciento y raya al nuestro, y también tenía al Barbiano; pero tres ojos ven más que dos. Una corta estrepada y nos reunimos con la escuadra, que había sobrepasado el canal entre Fuerteventura y África y estaba casi en la latitud de Villa Cisneros.
Los siguientes tres días tan solo el trazo del lápiz sobre la carta mostró nuestros movimientos, pues las aguas, muy calmadas como es habitual en esas latitudes, permanecían vacías. Suponíamos que nuestra partida de Casablanca no había pasado inadvertida y que los peces gordos del Almirantazgo sudaban tinta intentando adivinar nuestras intenciones. Tampoco sería de extrañar que supiesen de la incorporación del Gneisenau a nuestra escuadra: aunque su puesto de observación de Gibraltar había sido destruido —los compañeros llegados del Peñón nos habían descrito el búnker de vigilancia clandestino que habían construido los ingleses—, seguían quedando demasiados malos españoles que se alegrarían si nuestro sempiterno enemigo nos derrotaba.
Para despistar a la galería, según nos contó Don Pedro Nieto Antúnez, los barcos italianos que quedaban en la bahía de Algeciras —los acorazados Andrea Doria y Caio Duilio, más una escuadra de cruceros ligeros, acompañados del habitual cortejo de destructores— iban a hacer una excursión por la costa española y portuguesa. Sin alejarse demasiado de la costa, para poder refugiarse en cualquier rincón si los britones hacían alguna insinuación, pues esos dos acorazados, como ya le he dicho, eran más presencia que otra cosa. Aunque la aviación del Pacto desplegada en Andalucía y Portugal estaba preparada para dar un quite —ya no solo la española y la alemana, pues los italianos también se habían invitado y habían llevado un buen número de torpederos—, cualquier buque de batalla de los míster, hasta los más viejos, podían mandar a los acorazados transalpinos a visitar a Neptuno. Según Don Pedro, el mando contaba con la aparente debilidad de esa división. Hasta ahora todas las operaciones de la flota del Pacto habían contado con diferentes agrupaciones que se apoyaban unas a otras; cuando los ingleses viesen que una, flojita y pequeñita, salía de paseo, tal vez se imaginasen que tenía sorpresa escondida y se lo pensasen dos veces antes de desenvolver el regalo. Ciliax quería aprovechar ese me lo estoy pensando para dar su golpe.
El 25 de enero el Ermland suministró fuel a los destructores —barcos rápidos pero de corto recorrido— antes de volverse hacia el norte. La escuadra pasó el canal entre Dakar y Cabo Verde por la noche, para escapar a los aviones de reconocimiento que pudiera haber en el archipiélago portugués. No tuvimos ningún mal encuentro y seguimos rumbo sur; más adelante se supo que un comando alemán transportado en submarino había hecho una incursión contra el aeródromo de Praia, en Cabo Verde. Ya estábamos todos un poco extrañados ¿Qué se nos había perdido tan lejos? Tampoco se nos escapaba que los cruceros italianos tenían la autonomía justa para cruzar una piscina, y pronto tendrían que quemar el aceite de las ensaladas para seguir moviéndose. Nuestro objetivo real tenía que estar cerca.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Por la tarde del día siguiente se acabó nuestra soledad. Nos estábamos acercando a aguas vigiladas, pues en Freetown, la capital de las colonias inglesas del Golfo de Guinea, estaba la principal base británica en aguas ecuatoriales. Su abrigada bahía era una importante escala de los convoyes que se dirigían a Sudáfrica y al Índico.
Dos horas antes del ocaso nuestro RTM detectó un contacto que se nos aproximaba ¡por el oeste! Debía ser uno de los aviones de patrulla antisubmarina, que tras pasarse el día explorando las aguas en las que cazaban nuestros submarinos, se volvía a su base para echar un sueñecito. Lo malo es que en medio estábamos nosotros, y con un cielo en el que no se veía ni una miserable nube, no podíamos soñar con eludirlos. La flota aprestó los cañones por si tenía la fortuna de derribar al intruso, que en esas latitudes solo podía ser inglés. El RTM fue dando las marcaciones, y no mucho después pudimos ver un puntito que en poco tiempo se convirtió en un gran hidroavión cuatrimotor. La escuadra permaneció en silencio, pues Ciliax había dado la orden para hacernos pasar por barcos ingleses. El engaño no duraría mucho, pero con un poco de suerte el hidro de las narices se acercaría más de la cuenta y podríamos meterle un buen petardo.
Al principio todo resultó como esperábamos. El hidroavión, con un candor propios de tiempos más tranquilos, se acercó, nos echó un buen vistazo, e incluso preguntó —con una lámpara de señales— aquello de What ship? El muy inocente debió pensar que en el Golfo de Guinea solo podríamos ser barcos de la Royal Navy haciendo una gira por las colonias. La andanada con la que el Tirpitz le recibió, que fue seguida por un centenar de cañones de la flota, debió enseñarle que no hay que hablar con desconocidos. Pero el inglés tuvo la suerte de los tontos, y ni un solo cañonazo le acertó. El hidroavión salió echando mixtos y gritando por la radio que había encontrado esa flota enemiga que no se sabía dónde se había metido.
Tampoco importaba demasiado. Estábamos a solo ciento cincuenta millas de Freetown, apenas ocho horas para nuestros potentes barcos. Podíamos llegar en bastante menos tiempo, pero Ciliax no forzaba las máquinas sin motivo, pues quería ahorrar fuel. El Galicia tuvo el honor de encabezar a la escuadra, usando el RTM para explorar nuestro curso. Bien que nos vino, porque a media noche detectamos un contacto a doce mil metros, que tras disparar unos iluminantes resultó ser otro de los malditos submarinos británicos. A esa distancia no nos podía hacer daño, y como un par de andanadas le obligaron a sumergirse, pudimos sortear el peligro sin sufrir sorpresas como la que no mucho antes se había llevado Iachino.
Aun era de noche cuando nos acercamos a la costa y el mar se llenó de ecos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Los supervivientes nos dijeron que en Freetown se habían refugiado los buques de dos convoyes. Uno procedía de Liverpool y se estaba preparando para continuar hacia sus distantes destinos, pues la actividad de los corsarios alemanes y españoles hacía que la navegación independiente fuese peligrosa incluso en tan lejanas aguas; para garantizar su seguridad se organizaban pequeños grupos de buques escoltados por cruceros auxiliares. El otro convoy se estaba formando con buques procedentes de medio mundo cargados con valiosas mercancías, y estaba esperando a que los acorazados alemanes fuesen localizados para intentar llegar a Inglaterra. Además de cuatro cruceros auxiliares, media docena de cañoneros ofrecían “seguridad” al convoy, y si algún marino no estaba tranquilo del todo, bastaba con ver la airosa figura del crucero pesado Australia para calmar sus ansias. Al menos, hasta que el hidroavión de la tarde anterior dio el aviso.
No entiendo como al inglés que ostentaba el mando de la base no le dio un patatús cuando supo que media flota del Pacto le estaba cayendo encima. Las defensas de la base eran ridículas: lo único medianamente decente eran dos cañones de 23 centímetros que debían llevar años sin disparar. En la cercana base aérea había unos pocos aviones de transporte, y algún hidro en la bahía; suficiente para espantar a corsarios de medio pelo, pero no a un acorazado de verdad.
Yo no sé qué decisión hubiese tomado. Los marineros de tierra adentro que lean estas líneas pensarán que quedaban horas suficientes para dispersar los barcos por todo el Golfo de Guinea. Pero todos esos cargueros esperaban con las calderas apagadas, pues los marinos mercantes tienen muy presentes las economías, a veces demasiado, y les iba a costar horas hacerse a la mar. Aunque tuviesen presión tampoco podían salir por las buenas, pues las mareas imponían su ley, aparte que sacar un centenar de barcos de una rada no es algo que se haga en un momentín. Dicen que por ello el crucero Australia no pudo hacerse al mar hasta el amanecer. La otra opción hubiese sido ordenar a las tripulaciones que desembarcasen: los barcos se perderían —al fin y al cabo solo eran hierros— pero las vidas se salvarían. Lo malo es que una decisión tan humanitaria hubiese sido vista como cobardía, y desde lo del almirante Byng en el dieciocho todos los marinos ingleses sabían cómo las gastaba el Almirantazgo con prudentes y cobardes. Así que el contraalmirante de la reserva que era el mandamás británico ordenó que los barcos se hiciesen a la mar, y que sea lo que Dios quiera.
Nos cruzamos con los más diligentes cuando aun era de noche. El Galicia no les hizo mucho caso, pues con el Barbiano y el Díaz teníamos la misión de siempre: arrasar un aeródromo que los británicos tenían muy cerca del mar, al norte de la bahía. Pero detrás llegaban destructores y cruceros pesados como ángeles vengadores. A nuestra popa pudimos ver las luces de los proyectores y los fogonazos de las salvas que señalaban el fin de las pobres embarcaciones.
Al amanecer empezamos a disparar contra las pistas de la base aérea mientras el Bismarck lidiaba con la batería costera que defendía la rada —que intentaba defenderla, mejor dicho—. Los cruceros pesados siguieron machacando mercantes, y en medio de todo estaba el Tirpitz, con Ciliax señalando los blancos a cada buque. En la bahía había más barcos de los que haya visto nunca: según nos dijo luego el piloto de uno de los hidroaviones Arado del Gneisenau, había contado un centenar.
Estábamos metidos en faena cuando un crucero pesado inglés salió del puerto con sus cañones desafiantes. Apuntó al Fiume y dando muestras de excelente puntería, consiguió centrarlo en la primera salva y tocarlo con la tercera. No hubo más. El Tirpitz tomó por blanco al crucero, y sus proyectiles de casi una tonelada hundieron sus planchas como si fuesen de papel. El crucero, ardiendo en pompa, aun pudo virar y embarrancar. Tras el crucero salieron varios buques de pasaje armados con cañones; pero los pesados proyectiles del Tirpitz los deshicieron como si fuesen blancos de una galería de tiro. Igualmente valiente fue la lucha de los pequeños cañoneros de escolta que salieron a retarnos. Para los cruceros pesados transalpinos fue un ejercicio de puntería mandar un par al fondo, y dañar de tal manera al resto que tuvieron que echarse a la costa.
Quedó la matanza. Nuestro crucero hundió a media docena de mercantes que intentaban escapar, y ni sé los que envió al fondo el resto de la flota. Los demás ingleses decidieron que su única oportunidad estaba en adentrarse en la pantanosa bahía. Siempre sería mejor embarrancar que ser deshechos a cañonazos, pero a pocos les salió bien. Los cruceros y acorazados lanzaron sus hidroaviones que no solo guiaron el fuego de los grandes cañones de la flota, sino que tiraron pequeñas bombas contra los barcos más alejados. Tras silenciar las baterías costeras el Bismarck disparó contra las instalaciones portuarias de la base. Llegó un momento en el que el humo de incendios se hizo tan denso que fue preciso suspender el fuego; pero fue el turno de los destructores, que se adentraron en la bahía buscando presas: la desbandada de los mercantes demostraba que no había campos de minas que la protegiesen.
Al caer la tarde habíamos gastado dos tercios de nuestras municiones. Abandonamos Freetown, que estaba convertida en un cementerio de barcos: habíamos hundido o destruido cincuenta o sesenta barcos, por lo menos trescientas mil toneladas. En los bajos fondos de la bahía Tagrin —una especie de estuario pantanoso en cuya punta sur estaba la ciudad— había incontables pecios, unos quemándose, otros con la quilla rota, que seguramente serían pasto del soplete. La ciudad ardía como una hoguera: la explosión de un mercante que debía ir cargado de explosivos, junto con el petróleo ardiente que escapaba de los petroleros despanzurrados, habían iniciado un pavoroso incendio que estaba arrasando Freetown. Tampoco quedaba mucho de la base aérea ni de los hidroaviones de patrulla enemigos. El mar estaba lleno de botes y lanchas salvavidas, tantos que a veces no podíamos evitarlas y las pasábamos por ojo. Con nuestro corazón ya no satisfecho sino oprimido por la terrible masacre que habíamos desencadenado, abandonamos esas funestas aguas y nos dirigimos hacia el norte.
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- reytuerto
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Cierto gobierno en Londres debe estar colgando de un hilo muy delgado !
La verdad nos hara libres
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Las botellas de coñac y los puros deben escasear ya bastante...
- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Es la ventaja de tener una salida libre al mar. Que se pueden hacer barrabasadas por medio mundo... aunque queda la vuelta.
Saludos
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- JLVassallo
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Algo habrán pensado imagino porque no vas a planear flor de quilombo en el patio del vecino sin una vía de escape. Pero bueno, veremos que nos depara la historia. Yo la verdad desesperadooooo porque ahora es a cuenta gotas, este autor nos tira un huesito cada tanto. jajajajajaDomper escribió:Es la ventaja de tener una salida libre al mar. Que se pueden hacer barrabasadas por medio mundo... aunque queda la vuelta.
Saludos
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- KL Albrecht Achilles
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Vaya paliza, el raid de Freetown ha sido mas devastador que Tarento, Pearl Harbour y Bari juntos.
Saludos
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It matters not how strait the gate. How charged with punishments the scroll.
I am the master of my fate: I am the captain of my soul. - From "Invictus", poem by William Ernest Henley
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Similar a lo de Hailstone (Truk).
Saludos
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