Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Para la faena teníamos unos Mochos nuevecitos, recién llegados de la fábrica. Eran del modelo A-3/U2, con morro alargado para soportar más carga, y que podían llevar depósitos de trescientos litros y cohetes bajo las alas. A los tres días hicimos la primera misión que era de las «facilitas»: rodear Londres buscando trenes. Como los herejes se habían visto forzados a usar carbón, vimos desde lejos la humareda. Miradita para arriba para asegurarse que no había moscones, y al tajo. Era un mercancías de los buenos, con vagones tanque que estarían llenos de gasolina o de cosas de esas que arden bien. Le largamos los cohetes —una porquería porque cada uno fue hacia donde le apeteció— y luego lo trabajamos un rato. Como no había prisa, primero hicimos unas pasadas solo con las ametralladoras, para dejarlo como un colador, y luego los cañones pusieron la llamita para que pegase un soberbio petardazo.

Volviendo para casa aun vimos otro tren. Llevaba vagones de pasaje así que fuimos todo finura e hicimos puntería únicamente contra la locomotora, hasta que empezó a echar vapor por todas partes. A los ceporros de los ingleses no se les ocurrió mejor idea que dispararnos. Lo lógico y natural hubiese sido ponerles tibios, pero teníamos órdenes estrictas, y además a nadie le agrada convertir mujeres y niños en coladores. Así que hice un par de pasadas para que se acojonasen y saliesen de estampida, y después tocó dar un repaso a los vagones. Acabada la faena y sin municiones, nos volvimos p’al sur, a esa birria de aeródromo normando.

Para un cazador como Salvador —o como lo era yo— dedicarse al tiro a la locomotora no era plato de gusto, no solo por falta de afición sino porque los herejes empezaron a usar vagones plataforma con ametralladoras y cañones. Mala decisión, porque eso nos daba barra libre: si nos disparaban, disparábamos, y pobres a los que pillásemos debajo. Tan solo se libraban los trenes de pasaje si llevaban las cruces de la Cruz Roja, o si veíamos mujeres o niños saltar de los vagones; entonces nos centrábamos en la máquina y en los antiaéreos antes de reducir los coches a pavesas. Ya nos habíamos hartado de los cohetes, que parecía que los fabricase el enemigo, ya que salían disparados para todos lados menos a donde queríamos. Los teutones nos suministraron contenedores de bombetas que tenían la ventaja de no necesitar mucha puntería, pero también llegaron algunas incendiarias del tipo Gallarza; apuntar con ellas no era fácil, pero con un poco cuidado conseguíamos que reventasen a la vera de los trenes, que quedaban convertidos en satisfactorias hogueras. Como en Portugal, los herejes mostraron escaso gusto por el flambeado, y maquinistas, antiaéreos, pasajeros y quienes se terciase, salían despavoridos al ver los Mochos.

En tres días pudimos anotarnos media docena de locomotoras y ni sé de vagones, que no está mal. Además, visto que la RAF no amanecía, el comandante Salvador llegó a un acuerdo con Quasthoff, y cuando nos quedaba poca munición eran los Bf 109 los que se cepillaban alguna maquinita. También volaban por allí cazabombarderos franceses, unos Potez con muy buena pinta pero que volaban como un barril con alas. Como cazas, no eran malos sino peores, pero lo que echar bombas no se les daba tan mal, y también pusieron su granito de arena.



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Error. Duplicado.

Gracias a JLVassallo por el aviso



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En abril de 1942 la Royal Navy apenas era una sombra de lo que había sido. Su situación estratégica era mala, pues mientras que el Pacto disfrutaba de una posición central y podía trasladar sus flotas del Atlántico al Índico a través del Mediterráneo, las unidades inglesas en otros océanos (especialmente la Eastern Fleet del Índico) estaban demasiado alejadas para intervenir. La Home Fleet aun disponía de buen número de cruceros y destructores, aunque sin la enorme superioridad de principios de la guerra, pero su principal deficiencia estaba en buques de batalla. Se había quedado sin portaaviones, salvo unos pequeños buques apenas aptos para la escolta, y solo contaba con tres viejos acorazados modernizados, de artillería potente pero con protección deficiente y velocidad limitada. Casi la única ventaja británica estaba en la cohesión de sus fuerzas, porque las británicas llevaban años operando juntas, mientras que el Pacto reunía barcos de cuatro banderas. Sin embargo, esa desventaja era menor de lo que parecía, porque las unidades de cada bandera operaban en divisiones homogéneas, y las pocas mixtas (como la hispanoitaliana del almirante Regalado) llevaban muchos meses trabajando juntas. Lo mismo, respecto a los buques de batalla. Además la Flota Combinada todavía contaba con seis acorazados, tres modernos y tres modernizados, todos ellos varios nudos más veloces que los ingleses. Las unidades italianas estaban mal protegidas, pero las alemanas eran de las mejores a flote.

El almirante Fraser era renuente a presentar batalla en tal situación de inferioridad, y quería esperar a recuperar algunas unidades dañadas, a la entrada en servicio del acorazado Howe (en el que se trabajaba con gran intensidad) y a la cesión de unidades norteamericanas, pero la situación interna británica hacía impensables las demoras. Aun así, a los ingleses les sonrió la fortuna por partida doble: las averías del acorazado Barham pudieron ser reparadas en menos tiempo del esperado, y la Flota Combinada se vio obligada a dejar en puerto dos de sus grandes buques; uno era el italiano Cesare, un barco viejo y de valor limitado, pero el otro era el potente acorazado alemán Bismarck. Temporalmente, la Home Fleet podría equipararse con la enemiga.

Aunque a desgana, Fraser ordenó que comenzase la operación Mirror (espejo). Partieron tres grandes convoyes, dos desde Canadá (los HX-177 y SC-76, cada uno con setenta mercantes y veinte petroleros) y el ON-75 desde Escocia, que iba a ser el mayor de la guerra con sus ciento veinte barcos.

La Royal Navy se dispuso a protegerlos con sus limitados medios. La escolta antisubmarina era muy potente, y cada convoy estaba rodeado una treintena de destructores, cañoneros, corbetas y buques menores, y también tenía cada uno dos mercantes CAM con catapultas. Sin embargo, no fue posible incorporar los MAC con cubiertas de vuelo, que se necesitaban para la Home Fleet. Dos cruceros protegían a cada convoy de Terranova, y al ON-75 lo custodiaban seis (dos pesados, dos ligeros y dos antiaéreos). Aun así, la escolta sería insuficiente para protegerlos de la poderosa flota del Pacto, y por eso la Home Fleet acompañaría a los convoyes en la parte más peligrosa de su recorrido, escoltando primero al ON-75 hasta llegar a la mitad del Atlántico, y desde ahí hasta Escocia a los convoyes de Canadá. Al mando estaba el almirante Tovey, que contaba con cuatro acorazados (Queen Elizabeth, Valiant, Malaya y Barham), cuatro grandes cruceros (Newcastle, Sheffield, Trinidad y Belfast) y uno antiaéreo (Cleopatra). Además disponía de una pequeña fuerza aeronaval con el portaaviones de escolta Archer, tres buques MAC y el crucero antiaéreo Calcutta. Debido a la escasa velocidad del Archer y de los MAC, no se unirían a la Home Fleet, sino que formarían una agrupación independiente que se mantendría en la proximidad de los convoyes.

La actividad británica no pasó desapercibida y el último día de marzo un Junkers 86P de reconocimiento observó los preparativos en Belfast y el convoy que se estaba reuniendo en el Clyde. En cuanto recibió el informe el almirante Marschall ordenó la salida al mar del escuadrón de cruceros pesados alemanes de Noruega, que debía entrar en el Atlántico por el sur de Islandia o por el estrecho de Dinamarca (entre Groenlandia e Islandia) dependiendo de la vigilancia británica de esos pasos. Poco después otro Ju 86P y después los submarinos detectaron la salida del convoy de Escocia y de la Home Fleet, y también fueron descubiertos los convoyes que procedían de Canadá. El almirante Fraser ya lo esperaba e indicó a Tovey que era probable que fuese atacado por la flota enemiga.

Los primeros disparos los hicieron los cazas del ON-75. El convoy era seguido por aviones Dornier Do 217 y su comodoro, el contraalmirante Dawson, perdió los nervios y dio la orden de lanzar sus aviones. Los cuatro Hurricane de sus dos CAM derribaron tres aviones germanos (dos Do 217 y un Fw 200) y después aterrizaron en Irlanda del Norte: a partir de entonces el convoy dependería de los aviones embarcados en el Archer y los MAC. Esa noche otros seis Do 217 realizaron un ataque con torpedos de largo alcance que acabó con dos mercantes.
Última edición por Domper el 02 May 2020, 21:40, editado 1 vez en total.



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Y ya que vuesas mercedes pedían ración doble, ahí va:



Ya le estábamos pillando el tranquillo al asunto ferroviario cuando llegó un coche de mando. Al momento llamaron a los mandamases, es decir, al jefe del grupo, a los de las escuadrillas y a Salvador. Poco después el comandante nos contó de qué iba la nueva fiesta.

—Bueno, mozos, vamos a tener variación. Ahora resulta que nuestros amiguetes si nos querían por aquí no era tanto por festejar con los trenes sino por motivos de mayor enjundia. Atentos todos, tú también, Chiquitín —le había dado por meterse conmigo, total porque a veces reflexionase profundamente durante las reuniones—. Sobre todo, de esto ni palabra ni a la novia, ni a la querida, ni a nadie.

Fuimos a contestar que sabíamos callar, pero nos cortó—: que sí, que sois muy buenos tipos, obedientes, cumplidores, que os peináis con raya, y cuándo os pasáis por el hotelito de Madame Didí sois comedidos hasta con lo que pensáis. Si solo fuese por vosotros no me preocuparía mucho, aunque no sé yo si me fiaría de lo que podáis charlar con la Didí tras desahogaros y con dos copas encima. Pensad que aquí hasta las vacas espían para los herejes. Además, tal vez confíe en vosotros, pero yo no firmaría por todo el personal, que por la Patria queda mucho Rogelio suelto y me huelo que alguno se nos habrá podido colar. Así que chitón, y ni palabra a asistentes, mecánicos, amiguitas, ni a nadie. Si alguno se quiere confesar, que lo haga conmigo, que no me fío del capellán y ni siquiera del de arriba ¿Estamos? Pues atentos a la jugada.

El comandante abrió la cortina, descubriendo un mapa del Canal de la Mancha.

—Esto, por si algún ceporro no se ha dado cuenta a pesar de sobrevolarlo todos los días, es el Canal de la Mancha. O el canal inglés, que dicen los de enfrente, que ya sabéis cómo las tienen con los nombres que les ponemos a las cosas. Me acaban de decir que a nuestros amigos berlineses les apetece hacer turismo, y que les han dicho que enfrente hay un rincón con vistas preciosas ¿Lo veis?

El comandante estaba señalando con el puntero una isla con forma de rombo a mitad de la costa sur inglesa.

—Ese manchurrón de ahí no es que se nos haya mojado el mapa, sino que se llama la isla de Wight, y viene a ser como media Gran Canaria, pero sin volcanes y en llano. Esa isla es una especie de tapón tras el cual los herejes tienen una de sus mejores bases navales, o tenían, que de tanto bombazo no debe quedar grúa sobre piedra. Me ha dicho un pajarito que esa isla es muy majica, aunque sin comparación con Mallorca, no os vayáis a creer. Da lo mismo, porque los alemanes se han encaprichado con ella y quieren comprar unos terrenitos por allí, y que les vendría bien nuestra ayuda. De ahí lo de callar, que si los herejes de lo huelen subirán los precios, que ya sabéis que en estos negocios se pagan al contado y en sangre.

Hicimos las típicas preguntas enjundiosas, sobre si estábamos hartos ya de islas e islotes, que si ahí también había ronmiel y que si las wighteñas tenían buen ver —no, no lo tenían, por si alguien lo duda; disfrutan de las curvas de un furgón y las adornan con el estilo de un estibador y la cortesía de una pescadera—. Salvador se hartó de tanto comentario inteligente, y yo me callé antes de que me metiese otro tizazo.

—Agradezco a vuesas mercedes sus finas muestras de ingenio pero, si no tienen mayor inconveniente, podrían hacerme el favor de dedicar algún momento de su valioso tiempo a un asuntillo que me viene preocupando. Nada que pueda alarmarles, tan solo una guerrita de nada. Entendería que sus premiosas ocupaciones no lo permitiesen; en ese caso les asistiré en sus cuitas, y para que dispongan de tiempo con el que atender sus asuntos, les asignaré al servicio de imaginaria hasta que el cabo Machichaco ascienda a sargento ¿les parece?

Entendimos la indirecta y decidimos tomarnos el asunto en serio. O medio en serio, que los que conocíamos al comandante sabíamos que tras su máscara de seriedad, estaba a punto de echar unas carcajadas. Salvador empezó a explicar la faena que se nos iba a venir encima.

—A estas alturas parece que los ingleses tengan algo de sangre EDITADO POR MODERADOR , porque siguen aguantando a pesar de la sarta de sopapos que les hemos metido. Al final, la única manera de cazar a un tejón es yendo a su guarida, y es lo que vamos a hacer. Pero los que recuerden los desastres de Galípoli o de Cartagena sabrán lo difícil que es desembarcar frente a unos cañones. En Alhucemas salió bien porque los moros, EDITADO POR MODERADOR serán un rato, pero poco cañón tenían para la porrada de acorazados que les echamos. Sin embargo, los herejes de artillería van sobrados. Además me han dicho que el problema no es solo desembarcar, sino consolidarse antes que la Royal Pérfida haga de las suyas, y de paso resistir el indefectible contrataque. Pero ahí hay una isla que viene que ni pintada. Siempre es más fácil aislarla, y esa será nuestra labor.

Salvador siguió dando explicaciones sobre el mapa: italianos y franceses se dedicarían a aplastar las fortificaciones costeras; a esas alturas apenas quedaban antiaéreos, así que sería tarea sencilla. Los alemanes —con nosotros echándoles una manita— se habían apuntado a una tarea más comprometida, que sería bloquear la isla. Los bombarderos se cebarían con el puerto de Cowes, que estaba en la costa de Wight del Solent (el Solent era el estrecho entre la isla y Gran Bretaña), y con los de Portsmouth y Southampton, en la orilla inglesa. Pero los muelles son instalaciones de piedra y hormigón que se ríen de las bombas, e incluso las grúas tenían su aquel, más que nada por ser mamotretos de vigas de acero de seis palmos de ancho. Como muelles y grúas de poco sirven sin cosas que naveguen, los cazas nos dedicaríamos a repasar todo lo que viésemos a flote; también lanzaríamos minas que iban a hacer esas aguas más peligrosas que el colchón de un faquir.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Igual que los ingleses intentaban proteger los convoyes, el Pacto se afanaba en destruirlos. Las aguas costeras de Escocia y de Irlanda eran vigiladas por aviones de largo alcance y por submarinos modernos equipados con schnorchel, que no necesitaban emerger para cargar sus baterías. En Noruega y en España estaban desplegados aviones de reconocimiento y de torpedeo; fue durante esta operación cuando se utilizaron por primera vez los torpedos pesados de largo alcance H3d-Fa (o LT-900), que podían ser lanzados desde fuera del anillo de escoltas. También se disponía de los nuevos Fw 200D de reconocimiento, capaces de llegar más allá de Islandia.

Mientras se preparaba la salida de los convoyes, se incrementó el número de submarinos en el Atlántico. Habían aprovechado el anterior crucero de la Flota Combinada para volver a sus bases y ser puestos a punto, y regresaron al mar incluso antes de que se detectasen movimientos británicos. El primero de abril de 1942 había sesenta unidades alemanas, quince italianas y diez francesas en el Atlántico norte. Como hemos visto, los U-Boot más modernos vigilaban las costas inglesas, mientras que los anticuados patrullaban en las cercanías de Terranova y de la costa este americana, siendo su principal misión observar los movimientos enemigos, e interceptar a los barcos que navegasen aisladamente. La fuerza principal se había dispuesto en el meridiano de Islandia, en medio de las líneas transatlánticas. Hasta entonces los submarinos habían sido apoyados por una docena de cruceros auxiliares, pero se estaban retirando ante la inminente salida de la Home Fleet.

La pieza principal en el bloqueo de Inglaterra era la marina de superficie del Pacto, cuyo grueso estaba en el Atlántico. Se había dividido en tres grupos. El principal, la Flota Combinada que mandaba Ciliax, contaba con cuatro acorazados y once cruceros. Algo más al sur, un grupo de petroleros estaba escoltado por cuatro cruceros italianos mandados por el vicealmirante Leonardi. Además, y como se ha dicho, los tres cruceros pesados del contraalmirante Lütjens se preparaban para cruzar el estrecho de Dinamarca entre Groenlandia e Islandia, que según los informes de los submarinos no estaba vigilado. No se sabía en Berlín que tras las pérdidas sufridas por los buques de patrulla, la Royal Navy había renunciado a controlar los estrechos y solo los reconocía con aviones. Además, estaban basados en Brest tres cruceros ligeros, una docena de destructores y torpederos, y gran número de unidades ligeras, que mantenían frecuentes enfrentamientos con sus contrapartes británicas. Finalmente, en el Atlántico Central acechaba una docena de cruceros auxiliares alemanes y españoles, que operaban conjuntamente con los submarinos y con la aviación de gran alcance.

A pesar del gran número de unidades del Pacto presentes en el Atlántico, tenían la desventaja del el constante seguimiento del que eran objeto por buques norteamericanos, que condicionó la estrategia de Marschall y Ciliax…



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Dicho y hecho, y la mañana siguiente salimos a la caza del barquichuelo. Cada Mocho llevaba cuatro bombas de cincuenta kilos; parecían poquita cosa, pero bastaban para las lanchas y chalupas que proliferaban por la costa. Además llevábamos la munición habitual para cañones y ametralladoras.

El día había salido medianejo tirando a malo, con una capa de nubes bajas que obligaban a volar al alcance de la antiaérea. Rodeamos Wight por el este, y nos acercamos a Portsmouth volando a pocos metros sobre el agua. Sin embargo, el estrecho estaba vacío. Las embarcaciones que solían verse por esas aguas se habían refugiado; significaba que se habían olido lo que se les venía encima. Mala pinta tenía: traducido al cristiano, significaba que la seguridad alemana tenía tantos agujeros como un colador, y en Londres se habían enterado de la fiesta aunque no les hubiesen mandado invitaciones.

Si no estaban en el mar, habría que jugársela buscándolos en el puerto. Portsmouth está en un estuario, y en su orilla oriental había amarres para pesqueros que ahora ocupaban las embarcaciones ligeras. Lo malo era que si no había barcos a la vista era porque nos esperaban, y los artilleros tendrían el dedo apoyado en el gatillo. De haber seguido por el estuario nos hubiesen frito a cañonazos; menos mal que el comandante lo había previsto y ya sabíamos qué hacer. Pasamos la bocana de largo, pero al momento viramos al norte y luego al este, volando sobre los campos al nivel de las casitas de la orilla oriental. Nos elevamos lo justo para distinguir el objetivo y nos zambullimos hacia él, mientras desde las dos orillas se levantaba una nube de trazadoras. Soltamos las bombas, que eran retardadas; no sé ni donde cayeron, porque viendo las bolas blancas que se me acercaban por todas partes bastante tenía con maniobrar como un loco. Hasta veía como las ráfagas de la antiaérea pegaban en los edificios que tenía enfrente. Luego seguimos rasantes sobre la ciudad, donde ya no podían dispararnos, y luego, ya sobre el campo, viramos al sur y nos volvimos a Carpiquet, con un susto de los que quitan el alma del cuerpo pero por lo menos, de una pieza.



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El seguimiento que la marina norteamericana hacía de las escuadras del Pacto tenía una ventaja: permitía el empleo liberal de la radio, por lo que Ciliax pudo confirmar que había recibido los mensajes que le informaban de la posición de los convoyes británicos y de la Home Fleet.

Inmediatamente después inició la primera fase de la operación: por todo el Atlántico las unidades del Pacto empezaron a emitir. Tras el cambio de los sistemas de emisión, que ya no empleaban operadores humanos para transmitir, sino sistemas electromecánicos, los analistas aliados ya no eran capaces de identificar a los emisores por su «estilo». Los primeros en hacerlo fueron los cruceros de Leonardi y los petroleros, y después lo hicieron todo tipo de unidades: buques meteorológicos, cruceros auxiliares y, sobre todo, submarinos. En los mapas el océano se llenó de posibles agrupaciones del Pacto. La mayor parte de los contactos no pudieron confirmarse, pero no todas eran falsas, como demostró el avistamiento de los petroleros, que empezaron a ser seguidos por el cañonero norteamericano Eire. La estrategia dio sus frutos: las unidades estadounidenses encargadas de la vigilancia no daban abasto, y no se pudo destinas ninguna más a la vigilancia de la Combinada, que solo era seguida por el crucero Memphis.

Ciliax se dirigió hacia el sur, para reunirse con los petroleros y rellenar los depósitos de sus destructores; de paso, incorporó a la Combinada los cuatro cruceros ligeros del almirante Leonardi. Después de repostar los petroleros pusieron rumbo suroeste, mientras la Combinada volvía al norte. El Memphis la siguió, pero el Eire no tenía velocidad suficiente y se quedó con los petroleros, aunque esa noche los perdió, engañado por un cañonero español.

Más al oeste, Lütjens se lanzó contra los convoyes procedentes de Canadá. El almirante Vian reunió los cuatro cruceros de escolta e intentó dar caza a su contraparte alemán. Durante la noche, Vian buscó a Lütjens, mientras este trataba de esquivarlo. Durante la madrugada estuvieron cerca de enfrentarse, pero los sistemas electrónicos del crucero pesado Seydlitz detectaron a los cruceros británicos, y Lütjens realizó una maniobra afortunada que le permitió rehuir el combate. Siendo imposible atacar a los convoyes de Canadá, se dirigió hacia el Este, de vuelta encontrada con el ON-75, mientras que Vian tuvo que permanecer en las cercanías de los vitales convoyes canadienses.



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Re: Crisis. El Visitante, tercera parte

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La escuadrilla había salido del ataque a Portsmouth aporreada, pero entera. Otros no tuvieron tanta suerte. El grupo del mayor Quasthoff perdió tres aviones; uno pudo llegar al mar y su piloto fue rescatado por una lancha, pero otro estalló en el aire, y el tercero desapareció sin más. Algo parecido pasó por toda la costa, a pesar de los informes que aseguraban que apenas quedaba antiaérea. Quedó claro que la estaban reservando, y que nos hicieron los honores porque sabían que se acercaba la invasión.

A pesar de todo, esa misma tarde volvimos sobre la ciudad. Por la mañana, coincidiendo con nuestro ataque, se habían lanzado octavillas recomendando la evacuación inmediata, y quien ahí se hubiese quedado ya sabía a lo que se exponía. Esta vez nuestra misión era de escolta. El tiempo había mejorado un poco, y pudimos volar a una altura más confortable. Una vez sobre las posiciones de la antiaérea, dejamos caer nuestra carga, que eran bombas de gasolina del tipo Gallarza. No era la mejor elección, pues desde tan alto caían por donde les apetecía y no a donde apuntábamos, pero el comandante nos había dicho que se estaba lanzando tanto explosivo sobre Inglaterra, que empezaba a escasear, y por eso íbamos a usar las incendiarias. Después llegaron ciento cuarenta Heinkel a lo que más que un bombardeo fue una ejecución: lanzaron una combinación de bombas explosivas y de fósforo que convirtieron el centro de la ciudad en un horno. Una vez la ciudad estuvo ardiendo como una tea, llegó una escuadrilla de Bf 110 que lanzó minas en el canal de acceso al puerto, aprovechando la humareda para cubrirse. Cuando acabó la operación, apenas quedaba nada de esa desgraciada ciudad.

Al día siguiente se repitió la gracia, pero esta vez contra Yarmouth, un pueblo pesquero al noroeste de la isla. Estaba menos defendido y pudimos darnos el gustazo de lanzar las bombas sin que nos molestasen; yo coloqué las mías en una hilera de pesqueros pintados de gris. Por la tarde tocó patrullar por el Solent, donde descubrimos a un par de lanchas que quedaron convertidas en arrecifes tras el repaso que les dio Salvador.

La ofensiva mantuvo el mismo tono en los días siguientes. Al aeródromo llegó una escuadrilla mixta italiana, equipada con cazabombarderos Reggiane Re 2001 y Re 2002 Ariete. Este último era un aparato muy majete que con su motor radial hasta parecía un Mocho. Sus pilotos chapurreaban el español, pues casi todos eran veteranos de nuestra guerra —señal que la Regia Aeronautica estaba mandando a Normandía lo mejor de lo mejor—, y nos dijeron que al principio los motores de los Ariete habían dado bastante guerra, hasta que los ajustaron para que empleasen gasolina de alto octanaje. También nos dijeron, en plan confidencial, que ese combustible que usaban provenía de los nuevos yacimientos de Libia, que empezaban a producir un petróleo de tal calidad que daba ganas de suministrarlo en botellas de champán. Aun así, no nos engañemos, el Ariete no tenía ni parecido con el Mocho, y se lo demostramos en un par de combates figurados obre Carpiquet. Como era buena gente no se mosquearon mucho y nos invitaron a tomar algunos Calvados, una especie de orujo que ahí hacen con la sidra.

Los italianos trajeron otras cosas que ya no eran tan aparentes. El caza Macchi MC.202 era una delicia, y en combates figurados no lo hacía mal, aunque aun no habían encontrado como responder al «vuelo español», o «vuelo de Salvador» que decíamos todos cuando el comandante no estaba presente. En combate de verdad no era tan bueno, ya que a algún iluminado se le había ocurrido equiparlo con tirachinas en lugar de armas de verdad. A nosotros, acostumbrados a la pegada de los Mochos que deshacía a los herejes, con una ráfaga, nos daban un poco de pena nuestros colegas. Con todo, como la RAF raramente se dejaba ver, tampoco fue tanto problema.

Para no variar, volvieron a verse los Fiat CR.42, que eran biplanos como los Chirri, pero con redaños. Mejor dicho, con un pelín más de redaños, que en 1942 se quedaban en nada. Al menos no tenían la osadía de intentar combatir en el aire, y se empleaban en ametrallamientos de las defensas costeras, empleando también bombas Gallarza, que ya he contado que empezábamos a hacer corto de explosivos.

Los gabachos, nuestros odiados aliados o fraternales enemigos, quédese cada cual con lo que quiera, también querían vestirse de campanillas y se pusieron sus últimos cacharrillos, que eran unos cazas pequeñines pero muy cucos. Los Dewoitine DH.600 eran sus cazas de siempre, los D.510 que tan mal lo hicieron en España y los D.520 que tampoco lo habían hecho bien en Francia. Los DH.600 tenían mejor pinta, que se dejaba ver la mano de los ingenieros Hispano, pero era un caza de andar por casa. El otro, el Arsenal VG.39, era un avioncito de maderitas que pesaba como una pluma, y por eso volaba que era un primor. Un enemigo temible, pero si le pillabas con una ráfaga, se rompía en trocitos, que se notaba la manufactura con palillos y papelina. De los vecinos del norte solo nos gustaban sus cazabombarderos Potez 670, siempre que no se le ocurriese a nadie usarlo como caza, que con los dos radiales anémicos que llevaba apenas tenía para mantenerse en vuelo. Sin embargo, era otra cosa cuando se trataba de tirar pepinos o bombas Gallarza —los gabachos también nos habían copiado—, pues era bastante preciso, resistía todo lo que le disparasen, y además tenía un alcance razonable, no como los Dewoitine y Arsenal, que les llegaba para despegar, dar una vuelta sobre Wight y para casa.

Con tanta concurrencia, las misiones sobre la pobre isla parecían procesiones con las escuadrillas pidiendo turno. Por todas partes veíamos aviones lanzando explosivos, minas o bombas de gasolina.



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Re: Crisis. El Visitante, tercera parte

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Mientras Ciliax repostaba y Vian buscaba a Lütjens, el convoy ON-75 estaba cruzando la primera barrera de submarinos del Pacto. Como hemos visto, estaba formada por unidades modernas del tipo VIIE, provistas de schnorchel. El U-216 detectó al grupo del portaaviones al norte de Belfast, consiguió entrar en el anillo de escoltas y torpedeó al portaviones Archer y al MAC Amastra. Ambos se hundieron, el Archer con gran pérdida de vidas. Apenas se acababa de recoger a los supervivientes cuando la agrupación sufrió un ataque masivo realizado por torpederos Dornier Do 217. Aunque los buques de escolta consiguieron derribar tres bombarderos, no pudieron impedir que fuesen torpedeados los dos MAC que quedaban, el Alexia y el Miralda. A partir de entonces los aviones de reconocimiento germanos ya no corrieron el peligro de encontrarse con cazas ingleses, aunque los cruceros antiaéreos derribaron varios aparatos alemanes que cometieron el error de acercarse demasiado.

Horas después el U-217, gemelo del U-216, ejecutó un ataque torpedero desde larga distancia contra la Home Fleet. Aunque no logró ningún blanco, las maniobras para evitar los torpedos dañaron el timón y debilitaron los mamparos del Barham, cuya reparación había sido excesivamente apresurada. La velocidad del acorazado quedó limitada a quince nudos y Fraser ordenó a Tovey que el Barham se uniese al convoy. La Home Fleet se quedó con solo tres buques de batalla, pero la escolta el ON-75 pasó a ser de un acorazado y siete cruceros (ya que el Calcutta, que había acompañado a los portaaviones, también se les había unido).



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Re: Crisis. El Visitante, tercera parte

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Ahora que las Canarias se habían quedado sin herejes, digo sin ingleses —se me estaba pegando el habla de las islas—, pude disfrutar de unas vacaciones isleñas. Teníamos a los aviones ametralladores aparcados en el aeródromo de Tefia, y solo de vez en cuando íbamos a hacer prácticas a unos islotes que había por el norte, más que nada para no perder la mano, pero sin jugarnos el tipo: prohibí bajar de los dos mil metros de altura, y volábamos siempre bien separados y con las luces de posición encendidas. El coronel Möller ya no me dirigía demasiadas miradas aviesas, llevaba tiempo sin decirme nada de su Siebel, y solo me decía que no pasase más tiempo del debido en la cantina. Por una vez yo le obedecía, y no tomaba demasiadas cervezas; aunque me parece que mi definición de «demasiadas» no coincidía con la del coronel.

Entre jarras y vinos —los lugareños eran más dados al morapio que a la cerveza—, conseguí que me enseñasen las maravillas del lugar. Era una isla bastante seca, mejor dicho, prima hermana del Sáhara, pero tenía unas playas increíbles en las que disfruté como un enano. También pasé a la cercana Lanzarote, que un volcán había cubierto de lava creando unas formas caprichosas no propias de la tierra sino de ese Averno en el que tanto ansiaban la llegada de Inge.

No hay que mentar el nombre del diablo, y me bastó con pensar en ese demonio con tetas —bastante aparentes, no nos engañemos— para que llegase otra carta perfumada. Llevaba unos días tontos y al verla pensé en sus curvas y no en lo que tenían pegado. Por una vez, la abrí en vez de archivarla en la papelera. Menos mal, porque en la nota esa encantadora jovencita me anunciaba que se había enrolado como auxiliar de la Luftwaffe, y que había conseguido que la destinasen a Canarias. Me pegue la noche entera sin dormir imaginando el auxilio que pudiera prestarme Inge, y a primera hora de la mañana me planté ante Möller diciendo que la escuadrilla estaba perdiendo el tiempo mientras se jugaba el destino de Alemania, que el futuro del Reich me necesitaba, y que me mandase donde fuera y cuánto antes. He de decir que al coronel no le molestó demasiado mi sugerencia; aunque volvió a sacar aquello de la Siebel, accedió a mi petición, pero luego dijo con una medio sonrisa aviesa que me iba a buscar un rincón con todos los antiaéreos que pudiera desear.

Organicé a la escuadrilla con una diligencia en la que la inminente llegada de cierta auxiliar poco tuvo que ver. Tuve que abroncar a tipos que no entendían las razones que me movían a abandonar Fuerteventura., y que no entendían que yo les apremiase. Lo hacía por su bien, no fuese que tras ver las defensas delanteras de Inge les diese por quedarse para disfrutar de la chiquilla; cuando la conociesen y quisiesen salir espantados, sería tarde.

Esta vez el viaje de vuelta no fue tan accidentado como a la ida. Me acordé que España estaba llena de cordilleras, e incluso logré sobrevolarlas sin mayores incidentes, salvo ese pico que debió moverse y por eso salió entre la niebla, aunque bastó con una suave maniobra —si hubo quien vomitó fue porque eran unos blandos— y conseguí llegar de una pieza a mi destino. Era el aeródromo de Maupertus, cerca de Normandía, una región donde llueve aun más que en Alemania; igual daba mientras no lloviesen Inges.

Allí me pusieron en antecedentes. Se estaba preparando una gran operación anfibia, y se necesitaría de los Dornier torpederos para ahuyentar a los de la Navy, que eran aficionados a las correrías nocturnas. También tendría que echar una mano con mis aviones ametralladores. Me enseñaron el mapa de la isla de Wight, que parece que la hubiesen hecho aposta para conquistarla: con unos cuantos acantilados en el borde, pero con un interior apenas ondulado, ideal para el uso y disfrute de pánzer y, además, a tiro de piedra de las bases en Francia

Esa misma noche hice mi primer ametrallamiento. El objetivo era una batería que defendía una playa del sureste. La cosa tuvo su emoción, porque empezaron a buscarme los reflectores, y ya sabía que a su vera tendrían unos preciosos antiaéreos. Les largué unas ráfagas a los de las luces para desanimarlos, y como además yo no trabajaba solo, un Dornier les tiró algunos petardos. Por fin localicé el fuerte, que era una cosa antediluviana de cuando solo volaban las gaviotas, y metí unos centenares de tiros en la batería. Pero no sé si hice algo, porque no vi explosiones secundarias, señal que tenían la munición a buen recaudo. Como un cañón es un cacho de acero bien gordo, los tiros tampoco les harían mucho. Igual me cargué alguna mira, pero no sé.

Durante las noches siguientes la tónica fue parecida, salvo que los reflectores se lo pensaban dos veces. Ya que con los fuertes no estaba haciendo mucho, me mandaron a buscar posiciones de la antiaérea, labor más divertida sobre todo cuando un pepino —se me han pegado los dichos de los españoles— atravesó el ala de mi Heinkel, por suerte sin explotar.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Por entonces Ciliax ya había rellenado los depósitos de sus buques y se dirigía hacia el norte. Cuando se planeó la batalla se había tenido en cuenta el efecto de la probable vigilancia norteamericana, y para despistarla se habían tomado varias medidas. Ya hemos visto como los submarinos emplearon la radio para saturar a sus perseguidores ingleses. Fue el momento de la segunda fase del engaño.

Los submarinos que estaban despegados en la ruta del Atlántico Norte estaban convergiendo hacia el convoy ON-75. Se trataba en su mayoría de unidades no modernizadas de los tipos VIIB y VIIC, que empleaban la táctica de la «manada de lobos»: se mantenían a distancia durante el día, para lanzar por la noche un ataque torpedero en masa, navegando en superficie. Dicha táctica estaba empezando a mostrar sus limitaciones frente a los nuevos equipos electrónicos ingleses, y por eso se había modificado, dando prioridad al ataque a los barcos de escolta. En todo caso, cualquier convoy que fuese a sufrir un ataque de este tipo era rodeado por submarinos que tenían que emplear sus radios para mantenerse en contacto. Ahora volvieron a hacerlo, pero de manera mucho más intensa de lo habitual, cambiando continuamente de posición y emitiendo con sus equipos electromecánicos que no tenían la firma característica de los operadores humanos. La intención era que al captarse multitud de mensajes desde diversos orígenes, pareciese que el convoy estaba rodeado por muchos más submarinos que en la realidad. El almirante Marschall pensaba que así haría parecer que las aguas cercanas al ON-75 eran muy peligrosas y que los ingleses, escarmentados por sus pérdidas en Mogador, evitarían situar sus buques de batalla en las inmediaciones. Así ocurrió: en las proximidades de los mercantes solo permanecieron el acorazado Barham y los cruceros, que se resguardaban dentro del anillo de escoltas. La Home Fleet se distanció, manteniéndose a unas sesenta millas al sur, interponiéndose entre la Combinada y el convoy.

La tercera maniobra de engaño la realizó Ciliax, que dividió sus fuerzas cuando solo quedaban unas horas para el enfrentamiento. Los cruceros franceses, españoles y parte de los italianos (tres cruceros pesados y cuatro ligeros, al mando del almirante hispano Regalado) siguieron hacia el norte, mientras que los acorazados de la combinada más los cruceros ligeros de Leonardi y da Zara lo hacían hacia el noroeste. La separación fue observada por el crucero norteamericano Memphis, que se mantuvo en la estela de los acorazados, y por un hidroavión Catalina de la RAF.

La división de la Combinada planteó un serio problema a Tovey. Era meridiano que los alemanes querían que él, a su vez, dividiese sus fuerzas, para luego intentarían destruir al detalle. La respuesta ortodoxa era hacer justamente lo contrario: mantenerse concentrado y combatir en las inmediaciones del convoy, donde podría contar con el apoyo de los destructores de escolta. Pero la Home Fleet estaba demasiado lejos, y además para hacerlo tendría que cruzar aguas que creía infestadas de submarinos, no solo por los mensajes interceptados, sino por la pérdida del Archer y del Amastra, y las averías del Barham, que le habían mostrado que el ON-75 estaba atrayendo sumergibles como la miel a las moscas. En esos momentos se estimaba que lo rodeaban entre cuarenta y sesenta submarinos alemanes. También preocupaban a Tovey los ataques con torpedos de largo alcance, realizados tanto por aviones como por submarinos; aunque habían sido poco efectivos, un torpedo había pasado a menos de cincuenta yardas de la proa del Barham. Tanto Tovey como Fraser creyeron que para la Home Fleet sería demasiado peligroso acercarse al convoy, y la Home Fleet se mantuvo a distancia.

Fueron las averías del Barham las que dieron otra opción a Tovey. Como su artillería y blindaje bastaban para frenar a los cruceros enemigos, se podía debilitar la escolta del convoy sin demasiado riesgo. Tovey ordenó que los cruceros que protegían al ON-75 interceptasen los enemigos de su mismo tipo (a la agrupación de Regalado). La protección cercana del convoy quedó reducida al citado Barham, a tres cruceros antiaéreos que solo tenían cañones de 102 mm, inútiles en un combate de superficie, y a una docena de destructores de escolta, en parte unidades anticuadas modificadas y en parte modernos destructores ligeros de la clase Hunt.

Mientras los cruceros de Fisher se separaban del convoy, Tovey dirigía a la Home Fleet al encuentro de la Combinada, cuya posición conocía gracias a que el crucero norteamericano Memphis jalonaba los movimientos de Ciliax emitiendo con su radio.



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Después de los sustos del primer día, las operaciones rodaron mejor. La escuadrilla siguió castigando la isla de Wight y la cercana costa inglesa. Los Mochos cumplieron como leones y ni sé la cantidad de explosivos que lanzamos. Además, el fuego antiaéreo se fue haciendo cada vez menos intenso, no sé si por la destrucción de las piezas, porque se quedaron sin munición, o por si la guardaban para el gran día.

Un poco tardíamente para mi gusto, el mando debió decidir que si nos centrábamos exclusivamente en la isla de marras igual dábamos pistas al enemigo sobre lo que se cocía. Como si no se oliesen el pastel, pues a pesar de los esfuerzos de los ingleses en esconder sus afanes, los pilotos podíamos ver que las trincheras crecían como las malas hierbas, y que por todas partes plantaban cañones. Supongo que serían de pega, y los de verdad los esconderían; lo malo fue que en una de las misiones, cuando acabábamos de darles un viaje a esos cañones para ver si eran de verdad o iban de farol —de farolillo—, pude ver unas siluetas que en seguida identifiqué como esos tanques yanquis grandes como catedrales. Ya no llevábamos explosivos, y aunque los rociamos a base de bien con cañones y ametralladoras, no pudimos evitar que se escondiesen en un bosquecillo. Pero si los herejes tenían tanques por ahí, lo de desembarcar iba a tener su emoción.

En esto el mando seguía impasible el ademán. Tan solo consintió en desperdiciar unas bombas por ahí, a ver si toreábamos a los de enfrente, que según decía Churchill hubiese hecho buen papel como pablorromero: encastado, con fijeza, e intenciones aviesas.

Los de arriba tendrían muchas cosas menos comedimiento, y puestos a malgastar explosivos, pues a lo grande. Prácticamente toda la costa sur de Inglaterra recibió la indeseada visita de los bombarderos. Por lo que sé, Dover fue declarada «sobrebombardeada», lo que quería decir que tirar más explosivos solos serviría para remover las piedras. Nosotros escoltamos una incursión sobre un par de puertuchos de Cornualles, Penzance y Torbay. También hicimos un par de ataques rasantes sobre las Sorlingas, unos islotes situadas todavía más al este y en las que apenas había praderas, cuatro árboles, y después de nuestro paso, ruinas.

Volviendo de las islas esas pasamos sobre Cherburgo, y pudimos ver la flota que se estaba reuniendo para la invasión. Una vez en Carpiquet, tuvimos que hacer sitio a las decenas de Junkers y de Fokkers que empezaron a llegar. También llegó bastante tropa, pero con un uniforme moteado y las alas de la Luftwaffe: paracaidistas.



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En el Almirantazgo, el inminente enfrentamiento hacía que la tensión se sintiese cual melaza que dificultaba la respiración e incluso el raciocinio. Propuestas de último momento abrumaban a Fraser, que estuvo considerando seriamente ordenar al ON-75 que invirtiese su curso hasta que se resolviese el enfrentamiento entre la Home Fleet y la Flota Combinada enemiga. Otros abogaban por la dispersión del ON-75, pero rodeado por medio centenar o más de submarinos, sería una carnicería. Pero el almirante sabía que el objetivo real de toda la operación era mantener las líneas transatlánticas abiertas. Si el convoy volvía a Inglaterra, se estaba reconociendo la derrota.

Poco ayudaba que el ejército estuviese haciendo demandas cada vez más acuciantes, que algunos oficiales considerasen histéricas. Porque para la marina la suerte del Imperio se iba a decidir al sur de Islandia, pero el ejército pensaba que la batalla crucial estaba a punto de librarse en el Canal de la Mancha. Porque, por primera vez en siglos, era inminente la invasión de Inglaterra.

Durante el verano de 1940 la RAF había conseguido rechazar a la Luftwaffe y alejar la amenaza de un desembarco alemán, pero no era sino un alivio temporal. La mejor señal de que Alemania no había desistido de sus intenciones era la creación de una gran fuerza de desembarco. Ya durante aquel verano se habían empezado a reunir medios para un asalto anfibio. Inicialmente se había tratado de improvisaciones: barcazas fluviales a las que se les había instalado rampas, ferris adaptados al transporte de tanques, lanchas ligeras, y poco más. Durante el invierno muchas de esas barcazas habían sido devueltas a sus propietarios, y otras enviadas al Mediterráneo, donde habían desempeñado un papel de gran importancia.

A pesar del traslado al Mediterráneo de esas barcazas, la fuerza de desembarco había seguido creciendo. El ejército alemán había creado un cuerpo de ejército, el Seekorps, especializado en operaciones anfibias. Inicialmente solo contaba con una división, pero a lo largo de 1941 se había expandido hasta formar una fuerza respetable. El Seekorps tenía sus cuarteles en la bahía de Kiel, donde ensayaba una y otra vez, y también realizaba ejercicios en la costa suroccidental de Dinamarca. En esos ensayos también participaba una división paracaidista, que seguramente formaría la punta de lanza de la invasión.

La Kriegsmarine también había creado un grupo especial especializado en los desembarcos, el Stossgruppe. Incluía una fuerza de bombardeo que incluía los acorazados Schlesien y Schleswig-Holstein, y las baterías flotantes Ariadne, Thetis y Undine, que eran tres viejos acorazados de defensa costera holandeses y noruegos que habían sido someramente restaurados. Esas unidades realizaban frecuentes ejercicios de tiro en la costa danesa a pesar de lo peligroso de esas aguas, como demostró la pérdida del Thetis a causa de una mina de fondo.

El Stossgruppe no solo incluía viejas glorias, sino también lanchas de desembarco de reciente construcción. Las fotografías aéreas mostraban que los alemanes estaban haciendo un enorme esfuerzo para incrementar su flota. Se habían construido gradas no solo en los puertos alemanes sino en los holandeses e incluso en los grandes ríos. La mayor parte se estaban destinando a la construcción de buques de guerra, desde dragaminas a grandes portaaviones, pero también se había incrementado la producción de medios anfibios. Los había de todo tipo. Desde ferris improvisados uniendo pontones, a buques de gran porte, prácticamente iguales a los barcos de desembarco de tanques de la Royal Navy. Los analistas estimaban que la marina alemana tenía capacidad para realizar un desembarco en el que participasen cuatro divisiones.

Si ya era alarmante la existencia del Seekorps y del Stossgruppe, aun lo era más el cuerpo de ejército paracaidista. En los dos años de guerra transcurridos, los paracaidistas habían participado en la mayor parte de las ofensivas. A la primera división se cazadores paracaidistas, la original, se había añadido la segunda, que ensayaba en Kiel, y la tercera, que había tenido su bautismo de fuego en Oriente Medio. Tanto el Stossgruppe como el Seekorps y el cuerpo paracaidista eran vigilados de cerca, ya que su traslado sería indicio de las intenciones alemanas. Lo preocupante era que habían empezado a moverse.

Las primeras fueron las fuerzas anfibias. Centenares de barcazas habían empleado la red de canales francesa para llegar a los puertos del Canal, desplegándose en Le Havre, en Cherburgo y en puertos menores. Las fuerzas anfibias de la bahía de Kiel se habían trasladado al Canal. Parte estaba en los puertos belgas y holandeses, y el resto había atravesado el peligroso estrecho de Dover, donde se produjeron varios enfrentamientos entre unidades ligeras británicas y alemanas. Los viejos acorazados del grupo de bombardeo estaban en Zeebrugge, en Cherburgo tres cruceros ligeros, y en los puertos del Canal, tanto al este como al oeste de Dover, decenas de mercantes cargaban suministros.

El ejército y la Luftwaffe también habían desplazado sus fuerzas. El Seekorps se había trasladado a las cercanías de Cherburgo, y las fotografías aéreas mostraban como embarcaba su material pesado. Los paracaidistas habían sido los últimos en moverse. La primera división seguía cerca de París, asegurando la cooperación francesa, pero las otras dos habían llegado a Normandía a lo largo del mes de marzo. Con ellas lo habían hecho varios centenares de aviones de transporte, la mayoría los viejos pero sólidos Junkers Ju 52, pero también había Fokker F.25 y planeadores motorizados Gotha Go 244.



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El Estado Mayor Imperial no necesitaba mucho más para saber que la invasión era inminente. Por desgracia, la amenaza era mucho peor que en 1940.

En ese primer verano, la pérdida en Francia del material pesado del ejército (los soldados pudieron escapar en Dunkerque, pero solo con sus armas personales) condicionó la estrategia británica. El general Brooke, al que se encomendó la defensa de Inglaterra, y que más adelante detentaría durante algunos meses la jefatura del Estado Mayor Imperial, preconizaba una defensa flexible. Sin embargo, la penuria obligó a adoptar un dispositivo lineal. Posteriormente el ejército se pudo rearmar y hasta se logró organizar una reserva blindada móvil, pero los desastres de Oriente Medio, Portugal y Canarias lo dejaron sin soldados y sobre todo sin cuadros veteranos. En 1942, las divisiones que defendían la costa estaban formadas por viejos reservistas, reclutas imberbes y mandos sin experiencia. Su única fuerza estaba en la artillería, aunque no tenían suficientes municiones. Se apoyaban en extensas zonas fortificadas, pero el trazado de muchas de esas obras era deficiente, y además eran bombardeadas casi diariamente. Solo la reserva central, reequipada con armas norteamericanas, mantenía su capacidad. Por desgracia, el enfrentamiento con Irlanda había obligado a trasladar al Úlster a una de sus mejores divisiones, la primera acorazada polaca.

Hasta entonces la debilidad de las fuerzas terrestres no había sido motivo de preocupación, ya que el papel principal en la defensa de Gran Bretaña correspondía a la marina. En caso de invasión, el ejército debía contener la oleada inicial y, sobre todo, impedir la conquista de los puertos, para dar tiempo a que la Royal Navy derrotase a los invasores. Primero responderían los destructores y las lanchas de la patrulla anti invasión, que estaban desplegados en las zonas más amenazadas. Mientras, la Home Fleet zarparía desde sus bases, situadas más allá del alcance de la Luftwaffe, y se acercarían durante la noche para destruir la flota de invasión. Finalmente la reserva acorazada del ejército acabaría con los alemanes que pudiesen quedar en suelo inglés.

Sin embargo esa estrategia estaba fallando. Las graves pérdidas sufridas en Mogador habían acabado con la superioridad naval británica. La batalla del Mar de Irlanda había mostrado como los alemanes podían emplear sus aviones y submarinos para diezmar a la Home Fleet, y los ataques de la Luftwaffe a las bases navales escocesas, que no podía considerarse a salvo en ningún puerto británico. Además los destructores de la patrulla anti invasión eran objeto de ataques continuos, y ni reuniéndolos en unos pocos fondeaderos protegidos fue posible salvaguardarlos. Las pérdidas en esos valiosos buques estaban siendo tan graves que hubo que retirar los destructores más modernos y valiosos (y por tanto, más potentes) a Bristol y al estuario del Támesis, dejando en la costa sur solo los anticuados que habían sido cedidos por los Estados Unidos.

Hubo que planificar la defensa sin la ayuda de la marina. Además, había indicios de que la táctica germana se había modificado. Los informes decían que en 1940 el ejército alemán había estado pensando en un asalto en un frente muy amplio, que abarcase casi toda la costa sur inglesa, creyendo que así evitaría las zonas mejor defendidas. Aunque una operación tan amplia significaba que serían asaltadas muchas zonas en las que las fortificaciones fuesen escasas, también implicaría que los atacantes no serían fuertes en ningún punto. Pero las maniobras alemanas en la bahía de Kiel hacían pensar que en lugar de gran número de asaltos de escasa potencia, serían atacadas solo unas pocas playas pero con fuerza abrumadora.

Para el general Deverett, jefe del Estado Mayor Imperial, eran malas noticias. No confiaba en las divisiones que defendían la costa, y no creía que pudieran resistir por sí solas. Incluso dudaba que aguantasen el tiempo que tardaría la reserva acorazada en llegar. Hasta ahora había estado desplegada en las cercanías de Londres y de Bristol, desde donde solo costaba unas horas llegar a la costa. Pero el dominio que el Pacto tenía de los cielos hacía dudoso que las fuerzas acorazadas llegasen a las zonas amenazadas en las primeras horas. La alternativa era desplegar las formaciones acorazadas más cerca de la costa, de tal manera que pudiesen intervenir desde el primer momento, pero sería a costa de retrasar su traslado a otras zonas.

Deverett aun no había decidido si desplazar o no sus fuerzas blindadas, cuando desde Francia llegaron informes Francia que sugerían que el objetivo era la isla de Wight. No era ninguna sorpresa: en su costa sudoriental había largas playas, el interior no tenía especiales obstáculos naturales y, sobre todo, las pocas millas que la separaban de Gran Bretaña harían muy difícil el traslado de refuerzos. La guarnición de Wight consistía en dos divisiones de infantería y un batallón acorazado, equipado con los viejos tanques Covenanter que tan mal resultado habían dado en Portugal. El general dudaba que resistiesen un asalto apoyado por la potente fuerza aérea del Pacto, pero no iba a ser fácil reforzarla. En los últimos días los puertos del Solent habían sido bombardeados casi continuamente, las instalaciones portuarias habían quedado seriamente dañadas, y tanto los canales de los puertos como el estrecho habían sido sembrados con minas.

Wight necesitaba refuerzos, pero si a Deverett le preocupaba trasladar su reserva a la costa, menos aun le gustaba enviarla a Wight, de donde sería difícil retirarla si el asalto se producía en algún otro lugar. Aun así, tras sopesar diversos escenarios, el general decidió que era harto improbable un desembarco en otro lugar en esa época del año, cuando el tiempo en el Canal era inseguro, y no se podía asegurar el envío de refuerzos. Pero en Wight los alemanes no tenían que temer una reacción rápida británica, podrían hacerse fuertes sin depender tanto de la llegada de refuerzos desde Francia, y tras expugnar el resto de la isla, cruzar el estrecho del Solent, cuyas costas no estaban fortificadas. Si se perdía Wight, se perdía Inglaterra.

Con renuencia, Deverett ordenó el traslado de una división de infantería y de una acorazada a la isla, aunque con la intención de retirarlas si la invasión no se materializaba.



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Por fin llegó el día de autos. Nos lo imaginamos cuando se ordenó el cierre de las bases aéreas, para evitar que algún deslenguado se fuese con el cuento a Londres. Ese día escoltamos a un grupo de bombarderos que repartió trilita por una zona donde se sospechaba que había tanques, pero nos volvimos pronto para que los mecánicos repasasen a fondo los aviones. El pronóstico meteorológico era decente, y con tanto indicio no costó imaginar que algo se cocía. Se confirmó por la tarde, cuando el comandante Salvador nos llamó a la sala de reuniones. Nos describió someramente cuál iba a ser el plan de invasión, revisó las misiones que íbamos a realizar. Luego nos mandó a descansar, que el día siguiente iba a ser largo.

Nos levantamos con las gallinas y partimos para la primera misión del día. Hubo suerte con el tiempo, y solo se veían algunas nubes altas; igual era que se acababa la racha de temporales que estábamos soportando. Íbamos a realizar una de esas misiones que tanto nos gustaban: atacar posiciones fortificadas con bombas Gallarza, para que los antiaéreos británicos nos pusiesen a caldo. Nos imaginamos que nos iban a tirar hasta las escobillas de los excusados, pero nos sorprendió no encontrar oposición. Pasamos por encima de una flotilla alemana, y en cuanto vimos el aeródromo picamos, lanzamos nuestros ingenios —que tenían la ventaja de no dejar cráteres— y nos volvimos. En Carpiquet se dieron prisa en repostar y armar los Mochos, y salimos para repetir la jugada. Esta vez teníamos que ser finos, ya que teníamos que prender fuego a una arboleda en la que podía haber fuerzas inglesas. La idea no solo cocinar los soldados bien hechos, sino levantar una columna de humo que ocultase el descenso de los paracaidistas. Como a esas alturas ya habíamos adquirido bastante maña, tuvimos una puntería que hubiese causado asombro hasta en una caseta de feria, y convertimos los árboles en satisfactorias antorchas.

Detrás nuestro llegó una formación de Fokker, y el cielo se llenó de paracaídas.



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