Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Mensaje por Domper »

Qué sería de los cruceros sin el acompañamiento de los destructores.

Destructores hispano ítalo germanos en DeviantArt

De nuevo, gracias a reytuerto por su esfuerzo.

Saludos



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Más dibujos, la mayoría, como no, de reytuerto.

La división de acorazados de la Home Fleet

La división de cruceros de Fisher a la que se incorpora el Barha,.

Los cruceros de Lütjens

Los acorazados de la Flota Combinada (dos alemanes y dos italianos).

División de cruceros de Da Zara

Grupo de petroleros: creo que ya se mostró hace unos días.

Ya solo queda la división de cruceros de Leonardi, que subiré en breve.

Saludos



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von Scheer
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Mensaje por von Scheer »

Y la divisón de cruceros de la Home Fleet


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Más dibujos, es la guerra.

División de Bourragé.

División de Leonardi

Gracias a reytuerto por sus trabajos.

Saludos



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von Scheer escribió:Y la divisón de cruceros de la Home Fleet
Esa está sin dibujar, al menos por ahora.

Saludos



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VVAA. Guía ilustrada de la Kriegsmarine (de la Guerra de Supremacía). Editorial Folio. Madrid, 1983

El crucero pesado Seydlitz

El Seydlitz fue el cuarto crucero pesado de la clase Hipper, y el último en entrar en servicio. Una quinta unidad, el Lützow, fue vendida a la Unión Soviética en 1939, y trasladada a Leningrado para su finalización. El Lützow fue rebautizado Petropavlovsk y hubiese debido ser terminado en 1943, pero el empeoramiento de las relaciones entre Alemania y la URSS hizo que las obras se detuviesen por falta de materiales. Fue hundido por bombarderos alemanes antes de ser finalizado. En 1946 fue recuperado y fue inspeccionado para considerar si reemprender las obras, pero había sufrido importantes daños y se decidió desguazarlo.

El retraso en la finalización del Seydlitz permitió incorporar las lecciones aprendidas con las unidades precedentes de la clase. Un defecto que compartía con otros buques pesados alemanes era la baja borda, pensada para el Báltico, que resultaba muy húmeda en el tormentoso Atlántico. Elevarla hubiese requerido una reconstrucción que no era práctica estando las obras tan adelantadas, pero alzando la proa se consiguió mejorar el comportamiento del buque con mala mar. Otro problema a corregir fue el de la planta motriz. Los cruceros de esa clase llevaban calderas de vapor de alta presión, ligeras y económicas, pero tan poco fiables que para la clase siguiente, los Stadt, se escogió una maquinaria convencional pesada pero más segura. Por desgracia, lo avanzado de los trabajos no permitía sustituir la maquinaria salvo a costa de importantes retrasos, pero se hicieron algunas pequeñas modificaciones, siendo la principal disminuir ligeramente la presión. Aunque la potencia disminuyó en un 9% y la velocidad máxima quedó limitada a 32 nudos, se evitaron los graves fallos que había experimentado el Hipper en sus cruceros por el Atlántico. Un tercer cambio importante fue el del armamento antiaéreo, cuya importancia se había apreciado tras los combates aeronavales de 1941. Como había ocurrido con el Tirpitz, también se instalaron modernos equipos electrónicos.

Externamente, las diferencias más llamativas estuvieron en los mástiles y en las antenas de los radiotelémetros, que en algunos aspectos eran superiores a los que llevaba el acorazado Tirpitz, y en la sustitución de las torres de 10,5 cm por las nuevas MPL/43. Estas modificaciones conllevaron un incremento de pesos altos que obligó a prescindir de dos de las torres de 10,5 cm, e instalar las otras cuatro una cubierta más abajo. Aun así se conseguía una cadencia de tiro superior a la del Prinz Eugen, el otro superviviente de la clase. Por desgracia, los nuevos montajes aun no estaban disponibles cuando el Seydlitz entró en servicio, y el crucero fue finalizado con cuatro torres dobles Dop. L. C/41 también de 10,5 cm, que fueron sustituidos por las MPL/43 en diciembre de 1942. Además de la batería secundaria, el Seydlitz llevaba una batería antiaérea ligera con control de tiro centralizado, formada por dieciocho montajes dobles M41 de 3,7 cm; en su momento fue la más potente instalada en un buque. Se complementaba con seis montajes cuádruples C38/43 de 2 cm. Se conservaron los cuatro montajes triples de tubos lanzatorpedos de 53,3 cm, que fueron desembarcados en 1944, al igual que la catapulta y los aviones.

El crucero llevaba equipos electrónicos que incluían radiotelémetros de exploración FuMO 23d Zermatt y FuG 301 Morse, de control de tiro FuG 304 Narwhal, FuMO 26 y FuG 41 Killerwal, de detección FuMB 3 Bali y FuMB 7 Timor, y de interferencia FuMS/T 5 Libau. Eran similares a los del Tirpitz; aunque las antenas de menores dimensiones disminuían el rendimiento, tenían nuevos filtros que discriminaban mejor los contactos y que aumentaban la resistencia a las contramedidas. El Seydlitz fue el primer buque de la Kriegsmarine en llevar radiotelémetros Reutlingen asociados a calculadores de tiro de estado sólido Gr 02 para sus baterías antiaéreas de 10,5 y 3,7 cm. Otra innovación fue la instalación de un sistema de comunicación Klein Elbing, que permitía transmitir a otros buques la información recogida por los radiotelémetros del Seydlitz; aunque era poco fiable, dio capacidad de combate sin visibilidad a buques sin radiotelémetros. Otro equipo novedoso fue un lanzador de Düppel para confundir a los radares de tiro enemigos.

Con estos cambios, el crucero entró en servicio en noviembre de 1941, y fue trasladado a Noruega un mes después. Lo avanzado de los equipos electrónicos hizo que el Seydlitz fuese seleccionado por el almirante Lütjens como su buque insignia en las operaciones en el Atlántico de 1942, como la destrucción del convoy HX-174 y la batalla de Islandia…



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error de hilo

mil disculpas
Última edición por von Scheer el 20 Abr 2020, 17:38, editado 1 vez en total.


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Aquí tenemos al barco:

El Seydlitz en DeviantArt

Saludos



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Aunque en el piso hiciese frío, y Savely fuese un soldado, se puso a sudar cuando las sirenas empezaron a sonar. En Finlandia podía agazaparse, pero en Berlín no podía bajar al refugio del sótano, y solo podía suspirar por que las bombas lo evitasen. Como veterano, sabía del riesgo de las explosiones cercanas, y se refugió en el pasillo mientras los estampidos se acercaban. De repente todo el edificio tembló en un estruendo, mientras se desprendía escayola del techo. La onda expansiva deshizo los tableros, que fueron proyectados en astillas.

Savely se sacudió el polvo mientras pensaba en lo que le habría pasado de no haberse puesto a cubierto. Después maldijo a los ingleses y a su bomba porque los destrozos podían atraer visitas inoportunas. No tenía como repararlos. De haber estado el puerco de Felix… pero no podía confiar en ese debilucho. Tuvo que limitarse a amontonar tablones para esconderse, y poner unos restos en la ventana.

Durante toda la noche escuchó el crepitar de las llamas y las voces de los bomberos. A la mañana siguiente se arriesgó a mirar por las rendijas y vio que la calle estaba cubierta de cascotes; parecía que uno de los edificios aledaños había sido destruido, aunque no podía comprobarlo sin sacar la cabeza, algo que no pensaba hacer.



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—¡Maldita sea! ¿Has visto cómo ha quedado la calle?

El día anterior, la única muestra de que la guerra eran algunos árboles desmochados, y los tableros con los que se habían reparado apresuradamente las ventanas. La pareja de policías solo había dejado un par de pisos pendientes de visitar, cosa de media o una hora a lo sumo. Al volver, se les cayó el alma a los pies. La manzana en nada se parecía a la del día anterior. La esquina se había derrumbado y los escombros aun despedían el olor a cenizas mojadas. No quedaba ni una ventana entera.

—Qué horror. Malditos ketzer.

—Hans, se me hace raro que uses esa palabreja ¿sabes que para los españoles nosotros también somos herejes?

—Puede, pero esos cabrones ingleses son más ketzer que nadie. Mira cómo ha quedado la calle. Cualquiera sabe ahora cuáles eran los departamentos que teníamos que revisar.

—Vamos a preguntar ¡Eh, ustedes! ¡Díganme dónde está el portero!

Una señora que llevaba un abrigo que sería bonito de no estar cubierto de polvo blanco les respondió.

—Lo siento, señores policías, pero no creo que pueda decirles nada. Está ahí abajo —dijo señalando la montaña de cascotes.

—Pues tendrá que ser usted ¿Sabe si han hecho alguna reparación en el edificio?

—Sí, señores policías. Frau Schneider reformó su piso el año pasado. Juntó dos habitaciones y le quedó un saloncito precioso…

—¡Señora, no me venga con tonterías! ¿Se ha hecho alguna obra en el último mes? ¿Han reparado ventanas?

–Sí, en mi piso reventaron los cristales hace poco y Herr Schultz mandó un obrero que nos cambió las contraventanas y puso unas celosías. Tendrían que verlas porque hacen un efecto...

—Mire, me importa un pimiento si pone celosías o cortinas de encaje ¿Hay algún piso vacío?

—Herr policía ¿cómo va a haberlos con tanta gente buscando casa? El otro día llamé a la policía porque es una vergüenza la gente que se está metiendo por aquí. Imagínense que me encontré toda la escalera llena de pisadas. Esos guarros no tienen maneras ¿Le parece normal que esos puercos nos ensucien la escalera?

—Sí, señora, tomo nota— dijo antes de volverse a su compañero—. Elmer, no tenemos tiempo para tonterías. Vamos a ver si encontramos a alguien con más luces.



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Capítulo 43

Yo no me encuentro a mí mismo donde me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero.

Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu


Néstor González Luján. Op. cit.

La batalla de la Meseta del Telégrafo

La mayoría de los enfrentamientos aeronavales de la Guerra de Supremacía se produjeron a gran distancia de la costa, y recibieron el nombre de accidentes geográficos que solían estar bastante alejados. El enfrentamiento de mediados de abril de 1942 también fue llamado el «segundo combate de Rockall» o «la batalla de Islandia», pero ambos lugares estaban muy lejos de la zona en la que se libró el combate, que se produjo aproximadamente a 60° de latitud norte y 20° de longitud oeste. Los alemanes la bautizaron como la «batalla de la Meseta del Telégrafo», por un accidente submarino que fue descubierto durante los intentos de tendido de un cable telegráfico transatlántico y que en realidad es parte de la Dorsal Mesoatlántica, una cordillera submarina que forma parte del sistema de dorsales oceánicas.



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Para qué voy a negarlo, no necesité ni dos minutos para saber que nos habían mandado a la quinta puñeta. El mundo se reducía a dos líneas: un horizonte apenas ondulado cruzado por setos negros, y un cielo gris con un techo de nubes tan bajo que parecía que pudiera tocarlo con la mano. A ratos caía una mezcla de llovizna y aguanieve, y a otros diluviaba; para los desgraciados que veníamos de las cálidas Canarias, nos parecía que si no era el cul* del mundo, tenía un aire a la rabadilla.

Bajé del Fokker que nos había traído —un buen bicho y más para los que nunca habíamos volado en un Douglas— y fui para el barracón, donde el comandante Salvador nos iba a dar las últimas órdenes. No serían ni cien metros, pero entre lluvia y charcos acabé chipiado. He de decir del talante del clima normando que aguardó a pillarnos a descubierto para propinarnos un monumental aguacero. Tiritando como un gato ahogado, entré en el barracón, que era una cabañucha de tablones que dejaba entrar todos los vientos. Una porquería de estufa en una esquina ni intentaba aliviar el barojí. Sin medios de calefacción externos, no tuve otro remedio que administrarme un buen lingotazo de Veterano, que no falte el pirriaque para los militares y menos para los aviadores. Un tanto reconfortado me senté a escuchar las explicaciones del comandante.

—No lo parecerá con esta mierda de clima, pero parece que por fin se ve la luz. Los herejes están en las últimas y solo necesitan un empujoncito para que se caigan por el precipicio. Labor nuestra será dárselo, y espero que con vuestro entusiasmo devolvamos a esa sarta de herejes las atenciones y puñaladas traperas que nos han dedicado desde que el mundo es mundo.

Olé, hubiese dicho. A nadie le gusta pegar tiros, pero siempre se hace más a gusto cuando los de enfrente son los malparidos britanos y no algún rojillo que con mala suerte igual era tu vecino de escalera. Empecé a pensar en cómo habían cambiado las cosas desde aquellos tiempos de Salamanca, cuando al coronel Gallarza se le ocurrió la receta para flambear herejes. No, no era cosa del Veterano y si cerré los ojos solo era para concentrarme. Estaba pensando en los buenos tiempos sobre Lisboa cuando el comandante me acertó en la chola con la tiza.

—A ver, Chiquitín, no te me despistes o luego tendré que ir detrás de ti por media Inglaterra.

—A tus órdenes, comandante. Es que con el calorcito…

—Será el calorcito del alpiste que has mamao, que nos conocemos. Bueno, como os decía, el Caudillo ha accedido a la petición de Von Manstein, y como las cosas por Canarias están más tranquilas, vamos a echarles una mano a nuestros fraternales aliados. No, no será una mano al cuello y basta de risas por ahí atrás, que esto va en serio. Aprovecharemos nuestros Mochos para mandar al infierno a todos los herejes que podamos ¿estamos?

Luego el comandante explicó las operaciones que íbamos a realizar. Que iban a ser un poco de todo. Dependiendo de cómo pintase la cosa, nos dedicaríamos a escoltar a los bombarderos que estaban dejando Inglaterra convertida en un patatal, o llevaríamos algún huevo para metérselo al Churchill por donde no luce el sol. Pero íbamos a empezar con algo que no iba a tener mucho misterio: cargaríamos con depósitos extra para patrullar las vías férreas inglesas hasta donde llegásemos, y si veíamos algún tren, pues lo dejábamos mirando pa Cuenca. Nos dijo que teníamos barra libre contra los de mercancías, pero si eran de pasajeros, solo contra locomotoras y ténderes, salvo que respondiesen al fuego. Aun así, nos recomendaba centrarnos en las máquinas, pues los vagones además de ser resistentes se reparaban en un plis plas. A fin de cuentas, cañones y ametralladoras a una góndola no le hacían ni cosquillas, pero perforando un agujerito en la caldera la dejábamos contenta. Para la ocasión cargaríamos munición perforante en las ametralladoras, aunque la de los cañones la llevaríamos tal cual, por si nos salía algún hereje despistado y queríamos practicar el «vuelo español», que era como llamaba el comandante Salvador a la maniobra que llevaba su nombre.



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Desde que la flota combinada había iniciado el bloqueo, varios convoyes habían tenido que volverse, o incluso dispersarse ante la amenaza de la flota del Pacto. Solo cinco consiguieron cruzar el Atlántico: los de ida HX-175, HX- 176 y el SC-75, más dos de retorno de Inglaterra a América, los ON-73 y ON-74. El coste había sido inaceptablemente elevado, ya que submarinos y aviones se habían cebado con ellos. Se había perdido la cuarta parte de los buques de escolta, y la quinta de los mercantes. También se enviaron barcos rápidos a intentar la travesía en solitario, pero solo lo logró la mitad. Tal tasa de pérdidas significaba que apenas la mitad de los marinos sobrevivirían a tres viajes. Para los hombres de la Merchant Navy, el servicio se estaba convirtiendo en una condena a muerte. Su sacrificio, además, en poco aliviaba los sufrimientos de su patria, ya que tres convoyes apenas significaban una gota para las necesidades británicas.

Las importaciones inglesas estaban siendo insuficientes desde el otoño de 1941, y las reservas descendían rápidamente. Según Churchill, en Inglaterra solo se obtenía «el agua para el té y el carbón para calentarla», pero no era del todo cierto: con grandes esfuerzos se había logrado estar cerca de la autosuficiencia en materia alimentaria, y en los últimos meses había comenzado la extracción de petróleo. Aun así, la campaña aérea y submarina estaba provocando déficits en determinadas áreas: por ejemplo, la gasolina de aviación era cada vez más escasa debido a la disminución de las importaciones y a la destrucción de las instalaciones de refino. A pesar del traslado de las escuelas de vuelo a Canadá y al Caribe, y de reducir las actividades aéreas a lo imprescindible, solo quedaba combustible para unos días de operaciones. También estaban disminuyendo las reservas de explosivos: desde enero, casi la décima parte de los bombardeos se habían dirigido contra la industria química. Las instalaciones de producción de amoníaco habían quedado fuera de servicio, y como consecuencia, Inglaterra dependía de las importaciones de Nitrato de Chile, y de los explosivos fabricados en Estados Unidos, cuya importación casi cesó al iniciarse el bloqueo. Aunque había más reservas de explosivos que de gasolina de alto octanaje, había sido necesario restringir el empleo de munición antiaérea para tener suficientes existencias cuando los alemanes desembarcasen.

Los ataques aéreos se habían hecho cada vez más intensos, y desde el verano de 1941 se habían reanudado los bombardeos diurnos. Además la colaboración de los servicios irlandeses (sobre todo a través del IRA) había permitido identificar los puntos débiles de la economía británica. Tras analizarlos y compararlos con los similares de la industria alemana, se había modificado el objetivo de los ataques. Las fábricas de aviones y de armamentos habían conocido una tregua parcial, pero puertos y astilleros sufrieron ataques continuos, y la tercera parte de las misiones fueron contra la industria química, las plantas de energía, los campos petrolíferos y las refinerías. Sin embargo, el que cayesen menos bombas sobre las fábricas de armas no bastó para que se recuperase la producción militar. Faltaban combustible y materias primas. Además, muchos componentes se hacían en factorías de pequeño tamaño y en los talleres de las ciudades, que sufrieron las consecuencias de los repetidos bombardeos de las centrales eléctricas. Los cortes de electricidad fueron cada vez más frecuentes y prolongados. En Londres solo se disponía de electricidad seis horas al día, y algunas ciudades de las Midlands estaban aun peor. No solo significaba que los ingleses pasaban frío y vivían a oscuras, sino que tuviesen que cesar su actividad multitud de pequeñas empresas.

Otro punto débil británico estaba en el transporte. Incluso antes de la guerra la red interna de ferrocarriles y carreteras era insuficiente, requiriéndose del cabotaje, especialmente para cargas pesadas y voluminosas como el carbón. La navegación costera había sido atacada ocasionalmente durante 1940, pero a partir del verano de 1941 se convirtió en objetivo de ataques aeronavales. Más le afectó la siembra masiva de minas que obligaba al cierre de puertos. Los pocos canales que aun se empleaban fueron también minados, y la red de ferrocarriles fue objeto de una ofensiva sistemática, no solo contra puentes y túneles, sino también fueron atacadas las grandes instalaciones de mantenimiento (que por desgracia solían estar en grandes ciudades), cuya destrucción dificultó la reparación de los daños. Además los cazas de escolta, una vez finalizada su misión, sobrevolaban las vías de tren y ametrallaban los convoyes ferroviarios, dañando tantas locomotoras que a partir de febrero empezó a faltar material rodante. Entre destrucciones y falta de locomotoras y vagones el transporte ferroviario empezó a trastornarse, agravando las dificultades de la distribución a las grandes ciudades y de la industria. Por ejemplo, la llegada de carbón a las industrias del Gran Londres se había reducido en un tercio durante 1941, y a un 40% durante los primeros meses de 1942.

La situación se deterioró todavía más cuando en abril comenzó el bloqueo naval y las importaciones disminuyeron casi a cero. Las existencias disminuían a un ritmo alarmante, especialmente (como ya se ha dicho) las de gasolina de aviación y de explosivos. El Estado Mayor Imperial advirtió al gobierno que en pocos días serían necesario recurrir a las reservadas para una invasión alemana, o a suspender por completo las operaciones de la RAF y a que callasen las defensas antiaéreas. La llegada de cinco petroleros que pudieron burlar el bloqueo supuso un alivio temporal, aunque fue a costa de perder otros siete (cuatro hundidos y tres capturados). La situación se hizo tan crítica que fue preciso emplear buques de la flota. Por ejemplo, los cruceros pesados Kent y Berwick, que estaban siendo reparados en Nueva York y en Norfolk, fueron parcialmente desarmados para ser empleados como petroleros improvisados, que realizaron varios viajes entre Estados Unidos e Inglaterra con depósitos y sollados llenos de fuel, y las cubiertas superiores atiborradas de explosivos. El transatlántico Queen Mary, recién llegado del Índico a Nueva York, hizo un viaje similar con cinco mil toneladas de municiones, pero el Mauretania voló al ser torpedeado por el U-407.



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Acababa de llegar a Carpiquet una escuadrilla española de Focke Wulf, o de Mochos, que así los llamaban ellos. No sabía que querría decir esa palabra, pero seguro que tenía retintín, que esos tipos se tomaban a chanza hasta la guerra. No me extrañaba que mis compatriotas pensasen que los españoles eran unos inútiles; pero tanto a mí como al mayor Quasthoff aun nos escocían los rabos que nos metieron el comandante Salvador y su ayudante, y sabíamos que si se trataba de matar, los españoles siempre estaban dispuestos.

En el aeródromo les esperaban Fw 190 nuevecitos, y solo vino el personal. Nosotros teníamos ganas de que llegasen, pues nos habían avisado que era la recién llegada escuadrilla de Salvador. Nos faltó tiempo para hacerles los honores como Dios manda, con una botella de Calvados de las que levantan el alma. Los españoles se habían traído alguna de brandy de Jerez —no sabía que por ahí también había licorerías— y otras de anís. Era un licor que a primera vista se parecía al vodka si no fuese por la etiqueta, con una especie de mono que más parecía un señor victoriano; además no era un licor seco sino dulzón y bastante cabezón.

Tras festejar el encuentro, el mayor Quasthoff y el comandante Salvador se pusieron de acuerdo para las siguientes operaciones. Íbamos a aprovechar que los Focke Wulf de los españoles eran bastante mejores que nuestros Friedrich para las labores agrícolas, es decir, para tirar bombas a los ingleses. Sin embargo, volar bajo y cargados de explosivos era una invitación al diablo, y aunque últimamente se veían pocos aviones de la RAF, íbamos a prestarles protección por si acaso. La misión de la escuadrilla española iba a ser sencilla: dar caza a los trenes. Los convoyes ferroviarios eran conspicuos, y cuando circulaban por medio del campo eran objetivos sencillos. Los españoles iban a volar Fw 190A-3/U-2 recién salidos de fábrica, que además de cuatro cañones del dos y dos ametralladoras pesadas, tenían raíles para cohetes y podían lanzar bombas.

El día siguiente fue para vuelos de familiarización, y al otro, aprovechando que había escampado —estaba siendo un invierno horrible— las dos escuadrillas salimos de caza. Los aviones de la escuadrilla hispana iban cargados con una mezcla de munición perforante y explosiva, más seis cohetes y un depósito de trescientos litros. Con semejante carga les costó despegar; por lo que sabía de los Würger —es decir, alcaudón, que era como en Alemania llamábamos al avión—, no eran nada fáciles de controlar en tierra, sobre todo tan cargados. Pero una vez en el aire cambiaban, y a nosotros nos costaba mantenernos a la par. Cruzamos el canal y nos dispusimos a rodear Londres por el este, pero pocos minutos tras pasar el Támesis el jefe español —un ayudante de Salvador, un tiarrón que dejaba chicos hasta a los alemanes y que por ignotos motivos llamaban pequeñín o algo así— agitó las alas indicando que había visto algo. Tras dar un rodeo se lanzó contra un largo convoy de mercancías; eso significaba que la caza era libre. Los ocho aparatos españoles largaron sus cohetes, aunque me parece que pocos acertaron, y después ametrallaron la máquina hasta que vimos los chorros de vapor blanco que significaban que habían perforado la caldera. Por entonces varios vagones ardían; entre las averías de la máquina y los coches destrozados, a los ingleses les costaría despejar la vía.

Unos kilómetros más allá repitieron el ametrallamiento, pero esta vez los vagones eran de pasaje. Los españoles se centraron en la locomotora, hasta que a algún inglés inconsciente se le ocurrió disparar; entonces nuestros camaradas repitieron la pasada para que la gente se alejase, y después tiraron contra los vagones hasta que empezaron a quemarse. Como ya no les quedaba munición nos volvimos para Francia. Veíamos las humaredas que se levantaban por todas partes y que mostraban una nueva fase de la ofensiva aérea.



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Los cortes de energía, la falta de materias primas y la disrupción de las comunicaciones, no solo hicieron que disminuyese la producción industrial, sino que deterioraron la calidad de vida de los británicos. Durante el invierno del 41 al 42, los bombardeos de las ciudades se hicieron cada vez más frecuentes. Aunque se habían declarado zonas seguras, había demasiados objetivos industriales y de comunicaciones en medio de barrios populosos. Parte de sus habitantes no quisieron o lo pudieron abandonar sus domicilios, pasaban las noches en refugios a oscuras; los que habían sido evacuados malvivían en edificios abarrotados, ya que solo unos pocos habían sido realojados en mansiones de distritos ricos. La mayoría fueron realojados en otros barrios obreros, en los que ya faltaban alojamientos tras los bombardeos de 1940 y 1941. No era raro que tuviesen que vivir dos o tres familias en pisos dañados por las bombas. Esos alojamientos eran fríos, húmedos, y en ellos era imposible la intimidad. El hacinamiento favoreció las infestaciones por parásitos y las enfermedades transmisibles, produciéndose varios brotes de escarlatina y uno de tifus entérico.

Además de la oscuridad y el frío, la escasa alimentación se añadió a los padecimientos de los británicos. El racionamiento se endureció, al incluir las comidas tomadas en cantinas y restaurantes. Alimentos como la leche en polvo desaparecieron y no podían encontrarse ni para los niños. En realidad la dieta era escasa pero suficiente, e incluso mejoró la salud de los que antes estaban obesos, pero era flaco consuelo, al ser muy poco apetitosa. Resultaba difícil obtener los alimentos racionados, y los que se conseguían, aunque fuesen nutritivos, hubiesen sido calificados como desperdicios pocos años antes. En el mercado negro se encontraban hasta productos de lujo, pero solo algunos adinerados podían adquirirlos. El prestigio del primer ministro disminuyó aun más cuando corrió el rumor (real) de que solo en su desayuno tomaba más proteínas que un niño pobre en una semana. La situación se deterioró aun más con el «Convoy panic» que dejó a muchas familias de trabajadores sin medios de subsistencia.

Ante la crisis el partido laborista estaba dividido. El ala más moderada intentaba calmar a las masas por querer mantener la resistencia, aunque la mayoría de los miembros del partido empezaban a deplorar lo que consideraban una «guerra imperialista». El ala extremista también incitaba a la resistencia, parece que siguiendo instrucciones de la Tercera Internacional (es decir, por órdenes de Stalin, aunque no se han hallado pruebas documentales, y los implicados en la cuestión desaparecieron). Sin embargo, solo sirvió para que creciese el movimiento anarquista, con jóvenes líderes como Vernon Richards y Albert Meltzer.
Una manifestación anarquista llevó a los disturbios de Chelsea. Los manifestantes recorrieron el Mall y Piccadilly, pero cuando quisieron acercarse a Belgravia (barrio en el que se encontraban muchas embajadas, incluyendo la norteamericana) fueron disueltos por la policía. Muchos escaparon a los barrios cercanos, viendo grandes zonas que apenas mostraban efectos de las bombas, viandantes elegantemente vestidos, y los mostradores de las tiendas llenos de productos. Agitadores anarquistas excitaron a los manifestantes, que saquearon e incendiaron comercios, edificios oficiales e iglesias. La policía se vio desbordada (según algunos testigos, porque se negó a emplear armas contra los manifestantes) y las algaradas se extendiesen Los disturbios se extendieron. Esa tarde Richards proclamó la «república libertaria de Inglaterra» en la iglesia de Holy Trinity, siendo aclamado por la multitud.

El movimiento anarquista duró pocas horas. El gobierno llamó a Londres a la 11ª división acorazada y a la 54ª división de infantería, y tomó el control de la policía metropolitana, que fue equipada con armas del ejército. Muchos manifestantes se dispersaron y otros fueron detenidos. Solo un pequeño grupo intentó resistir en la sede de la recién proclamada república, que fue asaltada por las fuerzas gubernamentales. En ese lugar se produjeron la mayor parte de las víctimas, cuando los policías dispararon contra los que intentaban resistir. El resto fueron apresados, y cinco de ellos, ahorcados tras ser juzgados en un consejo de guerra sumario. Richard y Meltzer fueron detenidos y también iban a ser ejecutados, pero el proceso quedó anulado tras una protesta presentada por Lord Halifax en la cámara de los lores.

Fueron los disturbios de Londres los que obligaron al gabinete de Churchill a tomar una decisión. Eran los más graves desde las revueltas cartistas de un siglo antes, y el enfrentamiento estuvo a punto de romper el gobierno de unidad nacional. Los laboristas que habían apoyado inicialmente al gobierno deploraron el uso de las tropas contra los manifestantes. Muchos recordaron que en 1926 Churchill ya había pretendido emplear las armas contra los huelguistas. Las tensiones internas acabaron fracturando al partido cuando el ala izquierda, liderada por Bevan, se unió al partido comunista británico (en el Partido Socialista Unificado de Inglaterra; hubo secciones de Gales, Escocia e Irlanda).

El partido conservador también estaba al borde de la quiebra. Ya en 1940 una facción, liderada por Lord Halifax, había pretendido llegar a un acuerdo con los alemanes. El éxito de la evacuación de Dunkerque y la victoria de la RAF en la Primera Batalla de Inglaterra quitaron fuerza a los disidentes, que tuvieron que abandonar el gobierno; además, los alemanes hicieron oídos sordos a sus tímidos intentos de negociar, reduciendo aun más su prestigio. Sin embargo, la sucesión de derrotas estaba arrebatando el apoyo que tenían los partidarios de la resistencia a ultranza. El prestigio británico se había hundido, incluso en los países ocupados, con sonoras defecciones como la de la reina Guillermina de Holanda. El desastroso «Convoy panic» había desencadenado una seria crisis económica en Estados Unidos, y desencadenado revueltas por toda Hispanoamérica que hicieron caer a las elites anglófilas. El que en la misma Inglaterra se produjesen disturbios hizo que muchos de los que habían apoyado a Churchill creyesen que el país estaba al borde de una revolución bolchevique, y se uniesen a la facción de Halifax, que había conseguido un éxito moral en la cámara de los lores al anular la sentencia contra Richard y Meltzer.

A Churchill la revuelta le alarmó. En su día ya había declarado, cuando se le pidió que apoyase a los republicanos españoles: «¿Cómo había de defenderlos cuando sabía que, de haber sido español, ellos nos habrían asesinado a mí y a mi familia y amigos?». Temía que Gran Bretaña sufriese una revolución sangrienta como la rusa, y sabía que la moral de los soldados se estaba hundiendo. En Chelsea algunas unidades habían confraternizado con los manifestantes, igual que los policías el día anterior, y no se podía descartar que se produjesen motines en el ejército. Churchill ordenó a Menzies que el MI5 vigilase a los principales líderes obreros (incluyendo a Bevan), y que los neutralizase ante la más mínima sospecha de que se estuviesen preparando para derrocar al gobierno. Que tomase tal decisión sin consultar con el gabinete, a sabiendas de su ilicitud, es señal de hasta qué punto estaba alarmado.

Aun así, el primer ministro sabía que la única posibilidad de Inglaterra pasaba por la reanudación del sistema de convoyes. Se necesitaba una victoria que elevase la moral, era imprescindible mejorar el abastecimiento a la población, y al parecer había recibido un mensaje personal del presidente Roosevelt en el que le exigía una victoria que calmase los mercados.

El almirante Fraser sabía que para que los convoyes volviesen a llegar, iba a tener que vencer a la lota enemiga, algo improbable dada la debilidad de la Home Fleet. Por eso recomendaba emplear las reservas para ganar algo de tiempo con el que alistar las unidades en mejor estado, y para incorporar buques de guerra estadounidenses. Sin embargo, la situación política no permitía más demoras. Al primer ministro Churchill no le quedaban alternativas, y ordenó la salida de la Home Fleet para escoltar a los convoyes transatlánticos.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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