Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Con respecto al plan de bombardeos, Speer nos dice:

El hecho de que en el Este pudieran encontrarse objetivos mucho más provechosos lo dejaba indiferente, aunque en ocasiones, incluso en el verano de 1944, se mostrara de acuerdo con mis argumentos: ni él ni el Estado Mayor de la Luftwaffe eran capaces de hacer una guerra aérea basada en consideraciones tecnológicas, en vez de en anticuados conceptos militares. Al principio también al enemigo le sucedió lo mismo.
Mientras me esforzaba en demostrar a Hitler y al Estado Mayor de la Luftwaffe la existencia de objetivos ventajosos, el enemigo occidental desencadenó, en ocho días (del 25 de julio al 2 de agosto de 1943), cinco grandes ataques aéreos contra una sola ciudad: Hamburgo.
Y aunque esta acción contradecía cualquier reflexión táctica, sus consecuencias fueron catastróficas. En los primeros ataques resultaron destruidas las tuberías de conducción de agua, por lo que los bomberos no pudieron extinguir ningún incendio durante los ataques siguientes. Las lenguas de fuego de las gigantescas hogueras bramaban como ciclones. Ardió el asfalto de las calles y las personas se asfixiaban en los refugios o quedaban carbonizadas en la vía pública. El efecto de aquella serie de bombardeos sólo podría compararse al de un terremoto. El jefe regional Kaufmann telegrafió repetidamente a Hitler rogándole que visitara la ciudad. Como no tuvo éxito, le pidió que recibiera al menos a una delegación compuesta por grupos de salvamento que se hubieran distinguido de manera especial, pero Hitler también rechazó hacerlo.
En Hamburgo se produjo lo que Hitler y Göring habrían deseado hacer con Londres en 1940.
Durante una cena en la Cancillería del Reich, Hitler se había ido dejando dominar por el ansia de destrucción:
—¿Han visto ustedes alguna vez un mapa de Londres? La ciudad está tan apiñada que un solo foco de incendio bastaría para destruirla, como pasó hace más de doscientos años. Göring quiere emplear una gran cantidad de un nuevo tipo de bombas incendiarias para que se inicie el fuego en distintos barrios. Incendios por todas partes. Miles de incendios que se unirán para formar una enorme hoguera. Göring ha tenido una buena idea: las bombas explosivas no sirven, pero con las incendiarias sí se puede hacer:¡Destruir Londres por completo! ¿De qué les van a servir sus bomberos cuando empiece todo esto?.


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En este pasaje del libro Speer nos cuenta una anécdota entre Galland y Göring que demuestra que no sólo Hitler estaba alienado de la realidad:

Milch y yo organizamos en septiembre de 1943 una reunión en el Centro de Experimentación de la Luftwaffe de Rechlin, a orillas del lago Müritz, para comentar con mis colaboradores los problemas del armamento aéreo. Milch y sus especialistas hablaron, entre otras cosas, de la futura producción de aviones enemigos. Nos mostraron imágenes de los distintos tipos y comparamos las curvas de producción americanas con las nuestras. Las cifras que más nos asustaron fueron las relacionadas con los cuatrimotores de bombardeo diurno; de acuerdo con ellas, lo que habíamos sufrido hasta entonces no era más que un preludio. Naturalmente, surgió la pregunta de hasta qué punto Hitler y Göring estaban al corriente de aquellas cifras. Milch me explicó con amargura que hacía meses que intentaba en vano que sus expertos en armamento enemigo expusieran la situación a Göring, quien no quería ni oír hablar del asunto. Al parecer, Hitler le había dicho que todo aquello no era más que propaganda y él había aceptado su explicación. También yo fracasé cada vez que traté de llamar la atención de Hitler al respecto.
—¡No se deje usted engañar! —me contestaba—. Todos esos informes están amañados, y los derrotistas del Ministerio del Aire caen en la trampa como niños.

Hitler ya rechazaba con observaciones de este tipo nuestras advertencias en invierno de 1942, y seguía en sus trece mientras nuestras ciudades eran reducidas a escombros una tras otra durante 1943.
Por la misma época fui testigo de un altercado entre Göring y el comandante de los pilotos de caza, Galland, quien informó a Hitler de que algunos cazas que escoltaban a las escuadrillas de bombarderos americanos habían sido derribados cerca de Aquisgrán y le habló del peligro que correríamos si los americanos, utilizando unos depósitos de combustible mayores, lograban que sus aparatos se internaran más en territorio alemán.
Hitler comunicó estas preocupaciones a Göring, quien se disponía a ir en su tren especial hacia el valle del Rominte cuando apareció Galland.
—¿Cómo se le ha ocurrido —preguntó Göring encarándose con él— decirle al Führer que los pilotos americanos han penetrado en el territorio del Reich?.
—Señor mariscal del Reich —respondió Galland sin inmutarse—, pronto llegarán aún más lejos.


Göring reaccionó con vehemencia:
—¡Eso son tonterías, Galland! ¿De dónde saca esas fantasías? ¡Es mentira!.
—¡Son hechos, señor mariscal del Reich! —
dijo Galland negando con la cabeza.

Tenía aspecto tranquilo, con la gorra un poco ladeada y el cigarrillo entre los labios
—.Hemos derribado cazas americanos cerca de Aquisgrán. De eso no hay duda.
—Sencillamente, eso no es verdad, Galland. ¡Es imposible!—insistió Göring:
—Puede usted ordenar que alguien compruebe si hay cazas americanos cerca de Aquisgrán, señor mariscal del Reich —
respondió Galland, algo burlón.
Göring cambió de tono:
—Mire, Galland, déjeme que le diga una cosa: soy un piloto de caza experto y sé lo que es posible y lo que no. Confiese que se ha equivocado.

En lugar de responder, Galland se limitó a negar con la cabeza. Göring terminó diciendo:
—Sólo queda la posibilidad de que fueran derribados mucho más al Oeste. Quiero decir que, si estaban muy altos cuando los derribaron, pudieron planear un buen trecho durante la caída.

Galland permaneció imperturbable.
—¿Hacia el Este, señor mariscal? Si yo fuera alcanzado por un proyectil... — contestó con ironía.

- Bueno, señor Galland —dijo Göring enérgico, tratando de zanjar la disputa—, le ordeno oficialmente que admita que los cazas americanos no llegaron hasta Aquisgrán.

Galland intentó protestar por última vez.
—¡Pero si estaban allí, señor mariscal del Reich!

En ese momento, Göring perdió los estribos:
—¡Le ordeno oficialmente que admita que no estaban allí! ¿Lo ha entendido? ¡Los cazas americanos no estaban allí! Queda claro, ¿verdad? Voy a comunicárselo al Führer.

Göring se volvió para irse, aunque lo miró amenazadoramente una vez más:
—Tiene usted una orden, oficial.
—A sus órdenes, señor mariscal del Reich —
replicó Galland con una sonrisa inolvidable.
(INCREIBLE. Este diálogo desopilante deja al descubierto la negación de la realidad de los jerarcas nazis.)

Continuará


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Luego Speer hace un análisis de la actitud negatoria de GÖring:

En el fondo, no es que Göring se negara a ver la realidad, y en varias ocasiones lo oí enjuiciar la situación con acierto. Actuaba más bien como un banquero a punto de quebrar que quiere engañar a los demás y a sí mismo hasta el último momento. Su arbitrariedad y despreocupación ante los acontecimientos ya llevaron al famoso piloto de caza Ernst Udet a buscar la muerte en 1941, y otro de los más estrechos colaboradores de Göring, jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe desde hacía más de cuatro años, el capitán general Jeschonnek, fue encontrado muerto en su despacho en agosto de 1943. También se había suicidado. Según supe por Milch, Jeschonnek dejó una nota sobre la mesa: no quería que Göring asistiera a su entierro. Sin embargo, este asistió y depositó en su tumba una corona de flores de parte de Hitler.

Siempre consideré una virtud en extremo deseable ser capaz de ver la realidad y no dejarse llevar por ideas delirantes. No obstante, cuando reflexiono sobre mi vida antes de ingresar en prisión, veo que en ningún momento me libré de las visiones engañosas.
El alejamiento creciente de la realidad no es una característica específica del régimen nacionalsocialista. Ahora bien, mientras que en circunstancias normales esto se ve compensado por el entorno, por las burlas, las críticas y la pérdida de credibilidad, en el Tercer Reich no se daban tales correctivos, sobre todo entre la clase dirigente. Al contrario: igual que en una sala de espejos, cada autoengaño se multiplicaba en la imagen, confirmada una y otra vez, de un mundo quimérico que no tenía nada que ver con la sombría realidad exterior. En estos espejos sólo podía ver reflejada repetidamente mi propia imagen; ninguna mirada extraña perturbaba la uniformidad de cien rostros siempre iguales y que siempre eran el mío. (INCREÍBLE)
Existían distintos grados de evasión. No hay duda de que Goebbels estaba muchísimo más cerca de la realidad que, por ejemplo, Göring o Ley. Pero las diferencias se reducen si tenemos en cuenta lo alejados que vivíamos, tanto los ilusos como los supuestos realistas, de lo que realmente estaba pasando.

Los antiguos colaboradores de Hitler coincidían con sus asistentes en que este había sufrido un cambio durante el último año. Eso no podía sorprender a nadie, pues durante aquel período vivió la catástrofe de Stalingrado, vio impotente cómo más de 250.000soldados capitulaban en Túnez y presenció la destrucción de ciudades alemanas sin poder ofrecer apenas resistencia; al mismo tiempo, tuvo que renunciar a una de sus mayores esperanzas bélicas y aceptar la decisión de la Marina de retirar los submarinos del Atlántico. No hay duda de que Hitler se daba cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos, ni de que reaccionó ante ellos como un ser humano: sintiéndose desengañado y abatido; su optimismo era cada vez más forzado. Puede que hoy en día Hitler se haya convertido en un objeto de frío estudio para el historiador; pero para mí sigue siendo una persona, sigue estando físicamente presente.
Entre la primavera de 1942 y el verano de 1943 se mostró deprimido algunas veces, pero después pareció producirse en él una extraña transformación. Incluso en las situaciones desesperadas solía mostrar plena confianza en la victoria. Apenas recuerdo una palabra suya sobre nuestra catastrófica situación en los últimos tiempos, aunque yo la esperaba.
¿Se había autosugestionado hasta tal punto sobre la victoria que creíaciegamente en ella? En todo caso, se mostraba más firme y convencido de la infalibilidad de sus decisiones cuanto más inevitable parecía la catástrofe. Su entorno más íntimo veía con preocupación su creciente reserva. Adoptaba sus decisiones en un aislamiento consciente. También se fue volviendo menos flexible y apenas se interesaba por las novedades. En cierto modo, avanzaba por un camino trazado de antemano y no encontraba fuerzas para apartarse de él.
La causa principal de su anquilosamiento era lo forzado de la situación a que lo había arrastrado la superioridad de sus enemigos, que en enero de 1943 acordaron proseguir la lucha hasta obtener la capitulación incondicional de Alemania. Es posible que Hitler fuera el único que no se hacía ilusiones sobre la seriedad del momento.
Goebbels, Göring y otros jugaban en sus conversaciones con la idea de aprovechar las desavenencias políticas entre los aliados. También había quien esperaba que Hitler trataría al menos de paliar las consecuencias políticas de sus derrotas. Antes, desde la ocupación de Austria hasta el pacto con la Unión Soviética, ¿no se le habían ocurrido siempre, con aparente facilidad, nuevas artimañas, nuevos giros, nuevos refinamientos?
En cambio, en las reuniones estratégicas decía cada vez con más frecuencia: «No se hagan ustedes ilusiones. Ya no podemos volver atrás. Sólo podemos seguir adelante; se han roto todos los puentes que había a nuestras espaldas.» El trasfondo de estas palabras, con las que Hitler privó a su propio gobierno de toda capacidad de negociación, no se vería con claridad hasta el proceso de Nuremberg.
(lo que se dice, un MEGALÓMANO COMO NERÓN, DISPUESTO A LLEVAR A LA HOGUERA A TODA ALEMANIA)


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Luego Speer nos habla del poco contacto que Hitler tenía con la línea del frente que distorsionaba su visión de la realidad:

A Schmundt y a mí nos pareció que sería buena idea presentar a Hitler a jóvenes oficiales llegados del frente, que podrían introducir algo del espíritu del mundo exterior en la sofocante y cerrada atmósfera del cuartel general, pero nuestro intento fue un fracaso. Por un lado, Hitler no mostró grandes deseos de emplear en ello su escaso tiempo, y además tuvimos que reconocer que más bien creaba contratiempos. Por ejemplo, un joven oficial de una división acorazada le habló del avance en el Terek, en el que su unidad casi no había encontrado resistencia y sólo se había visto detenida por la falta de municiones. Hitler se excitó mucho e insistió durante varios días en el tema.
—¡Eso es lo que ocurre! ¡Falta munición del siete y medio! ¿Qué pasa con la producción? Hay que aumentarla rápidamente como sea.

De hecho, a pesar de la escasez de nuestros recursos, disponíamos de existencias suficientes de aquel tipo de munición, pero la impetuosidad del avance había hecho imposible que el suministro llegara a tiempo; debe tenerse en cuenta que la trayectoria de abastecimiento era desmesurada. Pero Hitler se negaba a aceptarlo.
Sus encuentros con jóvenes oficiales del frente le permitieron averiguar otros detalles en los que quiso ver enseguida serias negligencias del Estado Mayor. En realidad, la mayor parte de las dificultades se debían a la velocidad que Hitler imponía a las tropas, pero a los especialistas les resultaba imposible hacérselo ver porque no conocía bien el complicado aparato que implicaba un avance de tal naturaleza.
El té nocturno de Hitler, al que también nos invitaba en el cuartel general, se había ido retrasando paulatinamente hasta las dos de la madrugada y terminaba a las tres o a las cuatro. Hitler demoraba cada vez más la hora de acostarse y no se iba a la cama hasta altas horas de la mañana, lo que me hizo decir en una ocasión:
—Si la guerra dura mucho más, conseguiremos ajustamos al horario de los madrugadores y los tés nocturnos de Hitler se convertirán en nuestro té de la mañana.

Continuará.


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Con respecto al insomnio de Hitler, Speer nos dice:

No hay duda de que Hitler sufría de insomnio. Hablaba de torturantes horas en blanco si se acostaba demasiado pronto. Durante la hora del té solía quejarse de que la noche anterior no había conseguido conciliar el sueño hasta primeras horas de la mañana y que aquel rato se le había hecho interminable. Sólo eran admitidos al té los conocidos más íntimos: sus médicos, sus secretarias, sus asistentes militares y civiles, el delegado del jefe de prensa, el embajador Hewel, a veces su cocinera vienesa, algún visitante que le fuera muy próximo y el inevitable Bormann. También yo era bien acogido en todo momento. Tomábamos asiento en el comedor, en incómodas butacas. A Hitler le gustaba seguir creando una atmósfera«agradable», a ser posible frente al fuego del hogar. Servía el pastel a las secretarias con gesto caballeroso y se ocupaba afectuosamente de sus invitados, como un anfitrión despreocupado. A mí me daba pena; sus intentos de irradiar calidez para poder recibirla eran del todo inútiles.
Como en el cuartel general la música estaba mal vista, sólo nos quedaba la conversación, cuyo peso llevaba Hitler casi exclusivamente. Aunque sus archisabidos chistes eran recibidos con las mismas risas de la primera vez y sus relatos sobre su dura juventud o sus «tiempos de lucha» se escuchaban con el mismo interés que el primer día, aquel círculo no podía contribuir mucho a animar la velada. Una ley no escrita prohibía hablar de política o de los sucesos del frente, y también criticar a los dirigentes. Es comprensible que Hitler no tuviera ganas de hablar de eso. El único que se permitía hacer comentarios provocativos era Bormann. También las cartas de Eva Braun podían romper aquella regla si escribía, por ejemplo, sobre la extrema cerrazón de los departamentos oficiales. Cuando en pleno invierno se prohibió a los muniqueses practicar el esquí en las montañas cercanas, Hitler se mostró muy alterado y pronunció unas parrafadas interminables sobre su lucha eterna y vana contra la estupidez de la burocracia. Al final Bormann recibía el encargo de ocuparse del asunto.
La insignificancia de los temas tratados demostraba hasta qué punto había descendido el umbral del interés de Hitler. Con todo, las nimiedades servían para relajarlo, pues lo devolvían a una escala pequeña en la que su criterio seguía teniendo valor y le hacían olvidar, al menos por unos momentos, la impotencia que sentía desde que era el enemigo quien determinaba el curso de los acontecimientos y sus órdenes militares no conseguían los objetivos deseados.
Sin embargo, a pesar de todos sus intentos de evadirse, Hitler no se podía sustraer ni siquiera en aquel reducido círculo a la conciencia de la situación. Entonces le gustaba repetir sus viejas lamentaciones de que en realidad se había hecho político en contra de su voluntad, que en el fondo era un arquitecto frustrado y que si no había logrado ejercer era sólo porque había tenido que convertirse en promotor estatal para encargar las únicas obras que estaban a su altura. Se dejaba llevar por la autocompasión y solía decir que sólole quedaba un deseo:
Volveré a colgar la guerrera gris en cuanto me sea posible. Cuando la guerra concluya y hayamos logrado la victoria, la misión de mi vida habrá terminado y me retiraré en Linz, cerca del Danubio. Y entonces, ¡que mi sucesor se apañe con todos los problemas!-

Aunque ya había expresado a veces tales pensamientos antes de la guerra, durante las relajadas tertulias de té del Obersalzberg, entonces sólo se trataba de una especie de coquetería. Ahora, sin embargo, formulaba estas ideas sin nada de patetismo, en un tono normal y mostrando una amargura que parecía real.
También su interés siempre vivo por los proyectos relacionados con la ciudad a laque pensaba retirarse parecía cada vez más una forma de evadirse de la realidad. En los últimos tiempos de la guerra, Hermann Giessler, el arquitecto jefe de Linz, era llamado cada vez con más frecuencia al cuartel general para presentar sus proyectos, mientras que Hitler apenas se acordaba de los proyectos de Hamburgo, Berlín, Nuremberg o Munich, que tanto habían significado para él. Después decía abatido que los tormentos que teníaque soportar hacían que la muerte sólo significara una liberación. Al examinar los planos de Linz, ese estado de ánimo lo llevaba a mirar una y otra vez los bocetos de su tumba, que debía situarse en una de las torres de las instalaciones del Partido en Linz. De este modo dejaba claro que ni siquiera después de ganar la guerra estaba dispuesto a ser enterrado junto a sus mariscales en la «Galería de los Soldados» de Berlín.
En las conversaciones nocturnas mantenidas en los cuarteles generales de Ucrania o de la Prusia Oriental, Hitler daba a menudo la impresión de estar desequilibrado. A los pocos que participábamos en ellas nos afectaba la plúmbea pesadez de las primeras horas de la mañana. Sólo la cortesía y el sentido del deber nos movían a quedarnos, aunque aduras penas lográbamos mantener los ojos abiertos, ya que aquellas monótonas charlas tenían lugar después de las agotadoras reuniones estratégicas.


Continuará.


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Luego Speer nos sigue contando rutinas de Hitler:

Después de que Hitler hubiera desayunado, a última hora de la mañana, se le presentaban los periódicos del día y los comunicados de prensa. Este servicio era de crucial importancia para que se formara una opinión e influía mucho en su estado de ánimo. Ciertas noticias del extranjero provocaban en él una reacción inmediata; daba entonces réplicas oficiales, por lo general agresivas, que solía dictar a su jefe de prensa, el doctor Dietrich, o a su representante, Lorenz. Se inmiscuía sin reflexionar en asuntos que incumbían a uno u otro Ministerio y no informaba siquiera a los ministros responsables, normalmente Goebbels o Ribbentrop. A continuación, Hewel le exponía cuestiones de política exterior, que Hitler se tomaba con más calma que los comunicados de prensa. Visto en retrospectiva, tengo la impresión de que daba más importancia al efecto que a la realidad y de que las noticias impresas le interesaban más que los propios acontecimientos. Acto seguido, Schaub le facilitaba los informes sobre los ataques aéreos de la noche anterior, que habían sido transmitidos a Bormann por los jefes regionales. Como uno o dos días después yo solía inspeccionar las fábricas de las ciudades destruidas, estoy en disposición de afirmar que Hitler era correctamente informado sobre la magnitud de los daños. De hecho, habría sido poco inteligente que los jefes regionales trataran de restarles importancia, puesto que su prestigio aumentaba si conseguían reactivar la producción y la vida normal de la ciudad a pesar de los terribles desperfectos.
Hitler quedaba visiblemente abatido tras escuchar estos informes, aunque menos por las bajas sufridas por la población o porque se hubieran destruido zonas habitadas que por la pérdida de edificios valiosos, sobre todo si eran teatros. Al igual que antes de la guerra con sus proyectos para «reestructurar las ciudades alemanas», lo que le interesaba por encima de todo era la representación. En cambio, pasaba por alto la penuria social y el sufrimiento humano; sus exigencias casi siempre incluían que se reedificaran los teatros destruidos por las llamas. Le hice notar más de una vez las dificultades por las que pasaba la construcción y, al parecer, también los departamentos políticos locales vacilaban antes de poner en práctica unas órdenes tan impopulares; Hitler, absorbido por la situación militar, apenas se informaba nunca sobre el estado de los trabajos. Sólo se impuso en dos ciudades: insistió en que los teatros de ópera de Munich, su segunda ciudad natal, y Berlín fueran reconstruidos a cualquier precio.

Por lo demás, demostraba un notable desconocimiento de la verdadera situación ydel ambiente de la calle cuando rechazaba todas las objeciones diciendo:
—Las representaciones teatrales deben proseguir precisamente para elevar el estado de ánimo de la población. No cabe duda de que la gente que vivía en las ciudades tenía otras preocupaciones.

Las palabras de Hitler demostraban una vez más su «espíritu burgués».Durante la lectura de los informes de daños, Hitler acostumbraba insultar groseramente al Gobierno británico y a los judíos, a los que consideraba culpables de los ataques. Decía que sólo la creación de una gran flota de bombarderos podría obligar al enemigo a suspenderlos. Si yo objetaba que carecíamos de aviones y explosivos suficientes para una guerra de bombardeos prolongada, su respuesta era siempre la misma.
—Usted ha hecho posibles tantas cosas, Speer, que también conseguirá esto.

Visto en retrospectiva, creo que el hecho de que nuestra producción aumentara continuamente a pesar de los bombardeos enemigos fue una de las razones de que Hitler no se tomara en serio la batalla aérea que se estaba librando en los cielos de Alemania y de que rechazara las propuestas que le hacíamos Milch y yo de disminuir de manera radical la fabricación de bombarderos y aumentar la de cazas hasta que fue demasiado tarde.
Intenté que Hitler viajara por las poblaciones arrasadas y se dejara ver en ellas; el propio Goebbels fracasó en el empeño a pesar de su ascendiente sobre Hitler, y se refería con envidia al comportamiento de Churchill:
—¡Con el partido propagandístico que yo podría sacarle a una visita así!

Hitler, sin embargo, no quería hacerlo. Cuando se dirigía desde la estación de Stettina la Cancillería del Reich o acudía a su domicilio de Munich, en Prinzregentenstrasse, ordenaba que se tomara el camino más corto, cuando antiguamente siempre le había encantado dar grandes rodeos. Algunas veces lo acompañé en esos viajes y pude constatar el desinterés y la indiferencia con que tomaba nota de las imágenes que ofrecía el enorme campo de ruinas que atravesaba su coche.
(UN MISERABLE)

Continuará


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Speer nos cuenta las caminatas de Hitler con su perra Blondi:

A pesar de que Morell le había recomendado dar largos paseos, no le hizo demasiado caso. ¡Con lo sencillo que habría sido trazar algunos caminos en los bosques de la Prusia Oriental! Pero Hitler se oponía a ello, y su paseo diario se limitaba a un breve trayecto circular, de apenas cien metros de longitud, dentro de la zona restringida número-1.
Durante sus paseos, el interés de Hitler no se centraba en su acompañante, sino en su perro pastor Blondi, al que intentaba amaestrar. Después de algunos ejercicios de cobrado de piezas, el perro tenía que hacer equilibrios sobre una pasarela de unos veinte centímetros de anchura y ocho metros de longitud, montada a una altura de dos metros. Naturalmente, Hitler sabía que para el perro no hay otro amo que el que le lleva la comida, y antes de dar al criado la orden de abrir la puerta de la perrera hacía que el animal, excitado por la alegría y el hambre, se pasara algunos minutos saltando contra la cerca de tela metálica entre ladridos y aullidos. Como yo disfrutaba del favor de Hitler, alguna vez me permitió acompañarlo a dar de comer al perro, mientras que todos los demás tenían que asistir a esta operación desde lejos. Es probable que aquel perro pastor desempeñara el papel principal en la vida privada de Hitler; era más importante que sus más estrechos colaboradores.
(En mi país a los dirigentes políticos que les interesan más los animales que su propio pueblo los llamamos H de P.)


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Luego Speer nos cuenta la forma en que Hitler buscaba chivos expiatorios y trataba de cobardes a sus generales:

Se dice que ser un líder militar es cuestión de inteligencia, tenacidad y nervios de acero: Hitler creía poseer estas cualidades en grado mucho mayor que sus generales.
Desde la catástrofe del invierno de 1941 a 1942, no cesaba de predecir que quedaban por superar situaciones aún más difíciles y que hasta entonces no se demostraría realmente su firmeza y la resistencia de sus nervios.

Esas manifestaciones ya eran de por sí bastante humillantes para los oficiales, pero no era raro que Hitler también dirigiera palabras ofensivas directamente a los miembros del Estado Mayor que estaban junto a él; los acusaba de ser poco resistentes, de favorecer siempre las retiradas, de abandonar sin razón alguna el terreno conquistado. Acusaba a aquellos cobardes del Estado Mayor de no haber entrado jamás en una guerra. Decía queno cesaban de oponerse a él, de decirle que nuestras fuerzas eran demasiado débiles.
Pero ¿a quién le daba la razón el éxito sino a él? Hitler reiteraba la acostumbrada enumeración de sus antiguas victorias militares y de la postura negativa adoptada por el Estado Mayor ante las operaciones que las permitieron. Dada la situación a la que se había llegado, todo aquello resultaba bastante increíble. En algunos momentos Hitler llegaba a perder los estribos y, rojo de cólera, gritaba atropelladamente:
—¡No sólo son unos cobardes declarados, sino que además son unos hipócritas!¡Unos embusteros redomados! ¡La educación del Estado Mayor sólo enseña a mentir y estafar! ¡Zeitzler, estos datos son falsos! ¡También a usted lo engañan! ¡Créame, nos presentan la situación como si fuera desfavorable para forzarme a la retirada!

Naturalmente, Hitler ordenaba que se mantuviera la línea del frente a cualquier precio, y con la misma naturalidad las fuerzas soviéticas tomaban esa posición unos días o semanas después. Esto generaba nuevos exabruptos de Hitler, unidos a nuevas afrentas a los oficiales y frecuentemente acompañados de juicios desfavorables sobre los soldados alemanes:
—Los soldados de la Primera Guerra Mundial eran mucho más resistentes. ¡Lo que tuvieron que aguantar en Verdún, en el Somme! Si hoy se encontraran en una situación así, echarían a correr.

Más de uno de los que tuvieron que sufrir sus afrentas participó después en el atentado del 20 de julio. Hitler iba sembrando vientos. Antes había tenido una aguda capacidad para dirigirse de la manera más adecuada a cada una de las personas que lo rodeaban. Ahora se mostraba incapaz de dominarse. Su torrente de palabras se desplegaba sin límites, como el de un detenido que revela peligrosos secretos a su acusador. Hitler, me parecía a mí, hablaba como si estuviera bajo presión.
Con objeto de poder demostrar a la posteridad que sus órdenes siempre habían sido acertadas, ya a finales de otoño de 1942 Hitler hizo venir del Reichstag a unos taquígrafos jurados que se sentaban a la mesa de la sala de reuniones estratégicas para tomar nota de cada palabra.
A veces, cuando creía haber encontrado la solución de un dilema, añadía:
—¿Lo ha anotado? Sí, algún día se me dará la razón, aunque estos idiotas delEstado Mayor no quieran hacerme caso.

Incluso cuando las tropas retrocedían en masa, seguía diciendo triunfante:
—¿No ordené hace tres días que esto se hiciera de tal y tal modo? Han vuelto a desoír mis órdenes. Ustedes no me obedecen y luego me vienen con la excusa de los rusos. Me mienten diciendo que los rusos les han impedido llevarlas acabo.

Hitler no quería admitir que sus fracasos se debían a la debilidad de la posición a que nos había conducido su guerra de varios frentes. Puede que, unos meses antes, los taquígrafos que habían ido a parar por sorpresa a aquella casa de locos todavía creyeran en la imagen ideal de un Hitler dotado de un espíritu superior que Goebbels había creado, pero allí no tenían más remedio que ver la realidad. Es como si aún los estuviera viendo escribir con cara de susto, ir afligidos de un lado a otro por el cuartel general en sus ratos libres. Para mí eran como delegados del pueblo, condenados a ser testigos de primera fila de la tragedia.


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Luego Speer nos cuenta cómo Hitler fue cambiando su visión de Rusia:

Mientras que al principio Hitler, dominado por su teoría del subhombre eslavo, calificó la guerra contra los rusos como un «juego de castillos de arena», estos fueron despertando su respeto a medida que se prolongaba la campaña. Admiraba la entereza con la que aceptaban sus derrotas. Hablaba de Stalin con gran aprecio, acentuando sobre todo el paralelismo de su capacidad de resistencia: el peligro al que se vio expuesto Moscú en el invierno de 1941 le parecía similar a la situación en que él se encontraba en ese momento. Cuando lo invadía la fe en la victoria, decía a veces con socarronería que lo mejor sería confiar a Stalin la administración de Rusia después de conquistarla —bajo soberanía alemana, naturalmente—, pues era el mejor hombre que cabía imaginar paramanejar a los rusos. En general veía en Stalin a una especie de colega. Quizá este respeto explica que ordenara dar un trato especial al hijo de Stalin cuando cayó prisionero

Habían cambiado mucho las cosas desde los días que siguieron al armisticio con Francia, cuando Hitler vaticinó que la guerra contra Rusia sería como derribar castillos de arena. Sin embargo, a pesar de que llegó a convencerse de que tenía que vérselas con un enemigo decidido en el Este, Hitler se obstinó en su idea preconcebida acerca del escaso valor combativo de las tropas occidentales hasta los últimos días de la guerra. Ni siquiera los éxitos conseguidos por los aliados en África e Italia pudieron disuadirlo de su convicción de que echarían a correr en cuanto se vieran frente al primer ataque serio. En su opinión, la democracia debilitaba a los pueblos. En el verano de 1944 seguía repitiendo que todos los territorios del Oeste serían reconquistados pronto. Y su opinión sobre los estadistas occidentales no era mejor. En las reuniones estratégicas afirmaba con frecuencia que Churchill era un demagogo incapaz, entregado a la bebida, y decía muy enserio que Roosevelt no padecía las secuelas de una parálisis infantil, sino de origen sifilítico, por lo que no era responsable de sus actos. También aquí se evidenciaba la evasión de la realidad que caracterizó los últimos años de su vida.


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Con respecto a la creencia del propio Hitler de que tenía facultades extraordinarias, nos dice:

El entorno de Hitler tenía su parte de culpa en el hecho de que este se convenciera cada vez más de que tenía facultades sobrehumanas. Ya al mariscal Blomberg, el primer y último ministro de Guerra del Reich de Hitler, se había dedicado a ensalzar su extraordinario genio estratégico. Incluso alguien que tuviera una personalidad más controlada y modesta que él habría perdido la capacidad de juzgarse a sí mismo a causa de los continuos himnos de alabanza y de los atronadores aplausos que recibía.
Por su manera de ser, a Hitler le gustaba aceptar consejos de personas que vieran las cosas aún con más optimismo e ilusión que él. Ese solía ser el caso de Keitel. Siempre que Hitler adoptaba una resolución que los oficiales aceptaban sin expresar asentimiento, sólo con un ostensible silencio, Keitel trataba de apoyarlo con convicción. Siempre estaba cerca de él y se había rendido por completo a su influencia. A lo largo de los años, este general honorable y sólidamente burgués se había convertido en un criado servil, hipócrita y sin instinto. En el fondo, a Keitel lo hacía sufrir su propia debilidad. La inutilidad de iniciar cualquier discusión con Hitler lo había llevado a prescindir de sus propias opiniones. Por otra parte, si las hubiese defendido con firmeza, Hitler lo habría sustituido por otro Keitel.
(Todo dictador necesita de un esclavo de fidelidad perruna, que le dé siempre la razón y al cual humillarlo como chivo expiatorio)

Cuando, en 1943-1944, Schmundt, ayudante en jefe de Hitler y jefe de personal del Ejército, intentó con muchos otros que Keitel fuera sustituido por el enérgico mariscal Kesselring, Hitler contestó que no podía prescindir de él, pues le era «fiel como un perro». Quizás Keitel fuera la encarnación más perfecta del tipo de hombre que Hitler necesitaba a su lado.
También eran raras las ocasiones en que el capitán general Jodl contradecía abiertamente a Hitler. Solía proceder de un modo estratégico. Por lo general se guardaba sus propias opiniones, puenteando así las situaciones difíciles, pero sólo para conseguir más tarde que Hitler modificara su actitud, llegando incluso a hacer que rectificara resoluciones ya adoptadas. Las palabras despectivas con que a veces aludía a Hitler demostraban que había logrado conservar una visión relativamente clara de los acontecimientos. Los subordinados de Keitel, como por ejemplo su representante, el general Warlimont, difícilmente iban a tener más coraje que él. Al fin y al cabo, Keitel no los defendía cuando Hitler los atacaba. En ocasiones, mediante insignificantes adiciones que Hitler no acertaba a comprender, conseguían revocar órdenes claramente contraproducentes. Bajo la dirección del sumiso y dependiente Keitel, el Alto Mando de la Wehrmacht tenía que recurrir a toda clase de rodeos para poder llegar a su meta.
Es posible que también cierto cansancio permanente haya contribuido a la sumisión del generalato. El horario de trabajo de Hitler no guardaba relación con la jornada habitual de trabajo del Alto Mando de la Wehrmacht, lo que muchas veces impedía a sus componentes dormir a horas regulares. Puede que esta clase de sobreesfuerzos desempeñe un papel más importante del que se suele admitir, sobre todo cuando se exige un rendimiento máximo a largo plazo. También en el trato privado tanto Keitel como Jodl daban la impresión de estar siempre cansados.


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Con respecto a las últimas batallas y a la proximidad del ejército soviético, nos dice cómo trató de evitar la destrucción de puentes y fábricas:

En las reuniones estratégicas de principios de abril e 1945, a pesar de que los frentes se hundían y los rusos habían llegado al río Oder, Hitler seguía hablando de operaciones de contraataque y de incursiones sobre los flancos descubiertos del enemigo, que, tras haber rebasado Kassel, avanzaba a marchas forzadas en dirección a Eisenach.
Hitler seguía moviendo divisiones de un lugar a otro, en un juego de guerra terrible y siniestro. Cuando al regresar de uno de mis viajes al frente vi marcados en el mapa los movimientos de nuestras tropas, no pude sino constatar que en el sector que yo había recorrido no se las veía por ninguna parte; a lo sumo se divisaba a unos cuantos soldados sin armas pesadas, equipados sólo con fusiles.
También en mi despacho se celebraba ahora cada día una pequeña reunión estratégica a la que mi oficial de enlace con el Estado Mayor aportaba las últimas noticias, desobedeciendo así una orden de Hitler, que había prohibido informar sobre la situación militar a los organismos no militares. Día tras día Poser nos indicaba, con bastante exactitud, los territorios que iban a ser ocupados por el adversario durante las siguientes veinticuatro horas. Sus partes, sobrios y realistas, en nada se parecían a los discursos encubiertos que se pronunciaban en el bunker de la Cancillería. Allí no se hablaba de evacuaciones ni de retiradas.
Me daba la impresión de que el Estado Mayor dirigido por el general Krebs había desistido definitivamente de poner a Hitler al corriente de la realidad y que se limitaba en cierto modo a entretenerlo jugando a la guerra. Cuando, en contra de las previsiones de la víspera, caían ciudades y sectores, Hitler se mostraba tranquilo. Ya no increpaba a sus colaboradores como hacía semanas atrás. Parecía resignado.

A primeros de abril, Hitler llamó a Kesselring, comandante en jefe del sector occidental. Casualmente, fui testigo del grotesco diálogo que mantuvieron: Kesselring trataba de exponer a Hitler lo desesperado de la situación, pero al cabo de dos o tres frases, éste monopolizó la conversación y dio una clase magistral sobre cómo, asacando el flanco con unos cuantos cientos de tanques, aniquilaría a la avanzadilla americana de Eisenach, con lo que la sumiría en un pánico colosal y expulsaría al enemigo occidental de Alemania. Hitler se perdió en una larga perorata sobre la notoria incapacidad de los soldados americanos para encajar una derrota, a pesar de que durante la ofensiva de las Ardenas había tenido ocasión de comprobar todo lo contrario.
La reacción de Kesselring me irritó; tras resistírsele un poco, se mostró de acuerdo con las fantasías de Hitler y pareció tomar en serio sus planes. En cualquier caso, no tenía ningún sentido irritarse por batallas que ya no iban a tener lugar.


En una de las siguientes reuniones estratégicas, Hitler expuso de nuevo su idea de atacar por el flanco. Con la mayor sequedad, comenté:
—Si todo queda destruido, recuperar esos territorios no me va a servir de nada. Ya no podré producir en ellos.
Hitler guardó silencio. —No podría reconstruir los puentes con tanta rapidez —
añadí.

Entonces, visiblemente eufórico, Hitler me respondió:
—Tranquilícese, señor Speer. No se han destruido tantos puentes como yo he ordenado.

Con la misma jovialidad, casi en broma, repliqué que resultaba curioso alegrarse porque no se hubiera cumplido una orden. Para mi sorpresa, Hitler se mostró dispuesto a examinar un decreto que yo le presentara al efecto.
Cuando le mostré el texto a Keitel de la destrucción de los puentes, que él mismo había aprobado, perdió los estribos por un momento:
—¿Por qué otra contraorden? ¡Pero si ya tenemos la orden de destrucción...! ¡Sin volar puentes no se puede hacer una guerra!.

Finalmente, tras introducir algunas rectificaciones sin importancia, Keitel aprobó el decreto y Hitler firmó que a partir de entonces sólo se paralizarían las instalaciones de transportes y comunicaciones, conservando intactos los puentes hasta el último momento.
Una vez más, tres semanas antes del fin, hice que Hitler corroborara que, al aplicar «las medidas de destrucción y evacuación, deberá procurarse que cuando se recuperen los territorios perdidos estos puedan ser reutilizados para la producción alemana».

No obstante, tachó con lápiz azul una frase que decía que había que demorar la destrucción, aun a riesgo de que «en caso de producirse un rápido movimiento del enemigo pudiera caer en sus manos un puente intacto».


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Esta última anécdota es imperdible y muestra lo alienados de la realidad que estaban todos los nazis:

A mediados de diciembre de 1944, al finalizar el último concierto que ofreció en BerlínWilhelm Furtwängler con su Filarmónica, este me llamó a su camerino. Con una ingenuidad que desarmaba, me preguntó si aún teníamos alguna posibilidad de ganar la guerra. Cuando le respondí que el fin era inminente, Furtwängler asintió; la respuesta debió de responder a sus expectativas. Me pareció que corría peligro, ya que Bormann,Goebbels y el mismo Himmler no habían olvidado muchas de sus francas declaraciones nisu intercesión en favor del proscrito compositor Hindemith. Así pues, le aconsejé que no regresara a Alemania después de su próxima gira por Suiza.
—Pero ¿qué va a ser de mi orquesta? ¡Soy responsable de ella!.
Le prometí ocuparme de los músicos en los meses siguientes.

A primeros de abril de 1945, Gerhart von Westermann, intendente de la Filarmónica, me comunicó que, por orden de Goebbels, todos los miembros de la orquesta habían sido llamados a luchar en la defensa de Berlín. Traté de conseguir por teléfono que no fueran reclutados por el Volkssturm. Goebbels me respondió secamente:
—Yo he encumbrado a esta orquesta. Ha llegado a ser lo que hoy representa en el mundo gracias a mi iniciativa y a mi dinero. Quienes vengan después de nosotros no tendrán ningún derecho a ella. Que se hunda con nosotros.
(GOEBBELS ERA OTRO FANATICO Y MISERABLE COMO HITLER)

Su contestación me molestó, más que nada porque durante años yo había pedido que más de dos millones de burócratas y empleados públicos que sobraban en la administración central y que no tenían un puesto productivo ni reelevante, sino que calentaban una silla y habían conseguido su trabajo por ser afiliados del NSDAP, y siempre los Jefes Regionales habían protegido a esas personas, negándome la posibilidad de sumarlos a las fábricas de armamentos para aumentar la producción, y ahora Goebbeles no dudaba en enviar al frente a simples músicos que carecían de una instrucción militar, pero a los cuales les sobraba talento y sensibilidad artística.
Inclusive en abril de 1945 esos millones de burócratas seguían aferrados a sus sillas, sin aportar nada a la guerra, protegidos por el aparato político del nazismo. Solo unos pocos fueron sumados al Volksstrum, y sólo en Berlín fueron movilizados casi en un 100%. Pero en ciudades que estaban en el lado occidental como Hamburgo, Mainz Hannover, Düsseldorf o Sttutgart, esos millones de empleados públicos protegidos por el NSDAP jamás empuñaron un arma o agarraron una herramienta en una fábrica de armamentos.
( A esto me refiero cuando digo que Speer ME ABRIÓ LOS OJOS. Gracias al diario de mañana, YO, en mi carácter de Hitler, voy a sumar esos 2 millones de empleados públicos a las fábricas, PERO ESA DECISIÓN LA VOY A TOMAR EN SEPTIEMBRE DE 1941, DE TAL MANERA QUE EN EL VERANO DE 1942 VOY A OBTENER LOS FRUTOS DE ESA INTELIGENTE DECISIÓN)

Entonces recurrí al sistema por el cual Hitler, al principio de la guerra, había impedido que se movilizara a sus artistas predilectos y pedí al coronel Von Poser que destruyera los papeles de los miembros de la Filarmónica que hubiera en las oficinas de reclutamiento. A fin de apoyar también económicamente a la orquesta, el Ministerio organizó algunos conciertos.
—Cuando se interprete la Sinfonía romántica de Brückner, será que ha llegado el fin —dije a mis amigos.

Aquel concierto de despedida se celebró el 12 de abril de 1945 por la tarde. En la sala de la Filarmónica, sin calefacción, sentados en sillas traídas de casa y con el abrigo puesto, se habían reunido todos los habitantes de la ciudad amenazada que se enteraron de aquel último concierto. Los berlineses debieron de llevarse una sorpresa, ya que aquel día, por orden mía, se suprimió el corte de corriente habitual a aquella hora, a fin de que pudiera iluminarse la sala. Para la primera parte había elegido la última aria de Brunilda y el final de “El crepúsculo de los dioses”; un gesto patético y melancólico a la vez ante el fin del Reich. Después del Concierto para violín de Beethoven, la Sinfonía de Brückner, con su último movimiento de corte arquitectónico, cerró durante mucho tiempo todas las experiencias musicales de mi vida.

Cuando regresé al Ministerio encontré un aviso de que debía llamar inmediatamenteal asistente de Hitler.
—¿Dónde se había metido? El Führer lo está esperando.

Al verme, Hitler se precipitó a mi encuentro con una vivacidad inusitada, agitando en la mano una noticia de la prensa:
—¡Tome, lea esto! Aquí, ¡aquí! Usted, que nunca ha querido creerlo... —

Hablaba atropelladamente.— Aquí tiene el gran milagro que yo siempre había vaticinado. Y ahora,¿quién tiene razón? La guerra no está perdida. ¡Lea usted! ¡Roosevelt ha muerto!

Era incapaz de tranquilizarse. Creía definitivamente demostrado el carácter infalible de la Providencia que lo protegía. Goebbels y muchos de los presentes confirmaban, radiantes, que no se equivocaba en el convencimiento que había expresado hasta la saciedad: ahora se repetía la historia que en el último momento, cuando la derrota parecía inevitable, había dado la victoria a Federico el Grande. ¡El milagro de la casa de los Brandenburgo! La zarina había vuelto a morir, se había producido el punto de inflexión, repetía Goebbels sin cesar. Por un momento, aquella escena retiró el velo de optimismo fingido de los últimos meses. Después, Hitler se dejó caer exhausto en su butaca, como liberado y aturdido a la vez; a pesar de todo, parecía desesperado.

Varios días después, como una más de las incontables fantasías que brotaron por todas partes tras la noticia de la muerte de Roosevelt, Goebbels me mandó decir que, puesto que yo gozaba de tanto renombre en el Occidente burgués, quizá fuera aconsejable que tomara el avión para visitar al nuevo presidente, Truman. Tales ideas se desvanecían tan rápidamente como aparecían.
En la que antaño fuera la vivienda de Bismarck, en aquellos mismos días de abril me encontré al doctor Ley rodeado de un grupo de personas, entre ellas Schaub y Bormann, además de varios asistentes y secretarios; reinaba una gran confusión. Ley corrió a mi encuentro con estas palabras:
—¡Se han inventado los rayos de la muerte! Esun aparato sencillísimo que podemos fabricar a gran escala. He estudiado bien los planos y no hay duda: ¡ con esto daremos el golpe !—Mientras Bormann lo animaba con un gesto de asentimiento, el doctor Ley prosiguió, tartamudeando como siempre y en tono de reproche:
—En su Ministerio no quisieron escuchar al inventor, que por fortuna me escribió a mí, y ahora va a tener que ocuparse personalmente del asunto. Enseguida...¡Ahora mismo no hay nada más importante!.

Ley la emprendió entonces con la insuficiencia de mi organización; dijo que estaba demasiado burocratizada y que era excesivamente rígida. Todo aquello resultaba tan absurdo que ni siquiera lo contradije:
—¡Tiene toda la razón! ¿No quiere ocuparse personalmente de ello? Estaréencantado de asignarle el cargo de «responsable de los rayos de la muerte».

Ley se mostró entusiasmado con la propuesta:
—¡Desde luego! ¡Yo me encargaré! En este asunto, incluso estoy dispuesto a subordinarme a usted. ¡Al fin y al cabo, procedo de una familia de químicos!.

Le sugerí que hiciera un experimento y le aconsejé que utilizara conejos propios, ya que muchas veces los animales preparados resultaban engañosos. Efectivamente, varios días después me llamó su asistente desde un apartado lugar de Alemania para darme la lista de los aparatos electrónicos que necesitaban.
Decidimos seguir la comedia. Pusimos al corriente a nuestro amigo Lüschen, jefe del a industria electrónica, y le pedimos que suministrara al inventor los aparatos que solicitaba.
Poco después regresó diciendo:
—He podido darles todo lo que pedían, menos un interruptor del circuito. No tenemos ninguno que dé la velocidad de interrupción que quieren. Sin embargo, el «inventor» insiste precisamente en este punto. ¿Sabe lo que he averiguado? — añadió Lüschen entre risas—. Este interruptor hace cuarenta años que no se fabrica y se menciona en una vieja edición del Graetz , un manual de Física de enseñanza media, de allá por el año 1900.

Casos como este proliferaron cada vez más a medida que se acercaba el enemigo. Ley defendía, completamente en serio, la siguiente teoría: —Si los rusos nos arrollan por el Este, la ola de refugiados alemanes se hará tan fuerte que caerá sobre el Oeste como una gran migración, lo invadirá y terminará dominándolo.
Aunque Hitler se burlaba de las ridículas fantasías de Ley, por aquellos tiempos era uno de los miembros favoritos de su entorno personal.

(Dios no dejo de asombrarme; estaban todos locos. Cómo fue posible que esta caterva de fanáticos esquizofrénicos asumieran el control de Alemania???).

FIN DEL CAPÍTULO.

Próximo Capítulo: TIERRA QUEMADA.


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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LA ORDEN DE TIERRA QUEMADA SEGÚN SPEER

A continuación Speer relata en su libro una serie de medidas que tomó para evitar la orden de Hitler de arrasar con todas las instalaciones de Alemania:

Cuando en febrero de 1945 me enteré de la orden de Hitler de destruir todas las instalaciones fabriles de Alemania, las represas, los trenes, las minas, las industrias, los puentes, las usinas eléctricas y arrasar con todas las ciudades, dejando tierra quemada al enemigo, me asaltó la angustia.
No pude dormir durante toda la noche. Al otro día me propuse un objetivo titánico: “Debía desactivar esa orden a como dé lugar, en caso contrario Alemania retrocedería a la edad media y la población civil sufriría terribles privaciones durante muchas décadas”.
Y la forma de desactivar una orden tan drástica era recorriendo toda Alemania y con promesas a media, órdenes ambiguas, poder de persuasión y un poco de demagogia, apelaría al sentido común de los Jefes Regionales, convenciéndoles de que arrasar con todas las instalaciones civiles y militares de Alemania, lo único que provocaría sería un gran sufrimiento a los habitantes, pero ningún beneficio a los aliados.
Mi idea era convencerlos de que había que pensar en el futuro de nuestro país y de que el día de mañana la población no votaría por el nacionalsocialismo si sus políticos más importantes habían destruido a su propio país.
A todo político le interesan los votos y pensé que apelando a ese recurso, los convencería. Con el tiempo me daría cuenta que estaba equivocado y que el fanatismo y la subordinación ciega a Hitler eran más fuerte que el sentido común o el amor a Alemania. (Debería haberme dado cuenta de la actitud servil y de la resistencia de los Jefes Regionales, ya que habían sido ellos los principales opositores a la movilización de la economía de guerra y quienes más trabas y zancadillas habían interpuesto a mi Ministerio en mi afán de aumentar la producción de armas).

Ilusionado emprendí mi viaje con la idea de salvar a Alemania de su ruina.
En febrero de 1945 volé a los yacimientos húngaros de petróleo, a lo que nos quedaba de la cuenca carbonífera de la Alta Silesia, a Checoslovaquia y a Danzig. En todas partes conseguimos contar con el apoyo de los delegados locales del Ministerio y y con la comprensión de los generales. Junto al lago Balatón, en Hungría, pude contemplar el desfile de varias divisiones de las SS que debían tomar parte en una gran ofensiva ordenada por Hitler. Puesto que aquella operación estaba calificada de altamente confidencial, resultaba grotesco que aquellas unidades proclamaran con las insignias de sus uniformes su carácter de formaciones de élite, aunque también lo era, más aún que aquel despliegue descubierto de tropas para preparar un ataque sorpresa, la idea de Hitler de que podría destruir el poderío soviético recién establecido en los Balcanes con unas cuantas divisiones acorazadas. Pensaba que, después de haberlo sufrido durante unos meses, los pueblos del sudeste de Europa estarían cansados del dominio soviético. En la desesperación de aquellas semanas, Hitler se empeñó en convencerse a sí mismo de que unos cuantos triunfos iniciales supondrían un punto de inflexión. Sin lugar a dudas se produciría un levantamiento contra la Unión Soviética y la población haría causa común con nosotros hasta lograr la victoria. Resultaba delirante.
Mi visita a Danzig me llevó al cuartel general de Himmler, comandante en jefe delGrupo de Ejércitos del Vístula. Lo había instalado en Deutsch-Krone, en un tren especial muy bien acondicionado. Por casualidad oí que hablaba por teléfono con el general Weiss; Himmler atajaba con toda clase de estereotipos los argumentos del general para abandonar una posición perdida:
—Le he dado una orden. Responde usted con su cabeza. Si perdemos la posición,
tendrá que rendirme cuentas personalmente.

Sin embargo, cuando al día siguiente visité al general Weiss en Preussisch-Stargard, supe que la posición había sido abandonada durante la noche. Weiss no se mostró en absoluto intimidado por las amenazas de Himmler.
—No pienso exponer a mis tropas a unas exigencias que es imposible cumplir y que costarían cientos de bajas. Sólo hago lo que es posible.
Me tranquilizó que las amenazas de Hitler y de Himmler empezaban a perder efecto. También durante aquel viaje hice que el fotógrafo del Ministerio registrara las interminables columnas de refugiados que, presos de un pánico silencioso, se dirigían hacia el Oeste, y Hitler volvió a negarse a mirar las fotos. Sin enojo, más bien con resignación, las dejó tan lejos de sí como pudo sobre la gran mesa de mapas.
Durante mi viaje a la Alta Silesia conocí de cerca al capitán general Heinrici, en quien vi a un hombre sensato, y trabajé en estrecha colaboración con él durante las últimas semanas de la guerra. A mediados de febrero decidimos que las instalaciones ferroviarias que en el futuro deberían utilizarse para transportar carbón hacia el Sudeste debían ser respetadas. Juntos visitamos una mina en Ribnyk. Las tropas soviéticas dejaban que siguiera funcionando, a pesar de que se encontraba en las inmediaciones del frente; también el enemigo parecía respetar nuestra política de no destrucción. Los obreros polacos se habían acomodado al giro de la situación y trabajaban a pleno rendimiento gracias a nuestra promesa de conservar la mina intacta si renunciaban al sabotaje.


Continuará


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A primeros de marzo de 1945 me trasladé a la cuenca del Ruhr con el fin de averiguar las medidas que exigían allí el inminente final y la futura reconstrucción. Los medios de transporte eran lo que más preocupaba a los industriales: aunque se conservaran intactas las minas de carbón y las acerías, si se destruían los puentes quedaría interrumpido el ciclo del carbón, acero y laminado. Por ello, el mismo día de mi llegada fui a ver al mariscal Model.

Me contó muy excitado que Hitler acababa de ordenarle que atacara con unas divisiones determinadas al enemigo en su flanco de Remagen y que recuperara el puente. En tono resignado, dijo:
—Al haber perdido las armas, estas divisiones carecen de toda fuerza combativa y su importancia militar es inferior a la de una compañía.
Como siempre, en el cuartel general no tienen ni idea. Luego, naturalmente, me echarán a mí la culpa del fracaso. El mal humor que le habían provocado las órdenes de Hitler hizo que Model prestara atención a mis propuestas. Me aseguró que durante la lucha en la cuenca del Ruhr se respetarían los insustituibles puentes del sector y en especial las instalaciones ferroviarias. A fin de reducir en lo posible la destrucción de puentes, tan comprometedora para el futuro, acordé con el capitán general Guderian redactar un decreto fundamental básico sobre «Medidas destructivas en territorio propio» para prohibir cualquier voladura que«impidiera el abastecimiento de la población». Las destrucciones se limitarían al mínimo indispensable, procurando que las interrupciones de servicio así causadas pudieran restablecerse fácilmente. Guderian aceptó dictar esta disposición, bajo su propia responsabilidad, para que se aplicara en el frente oriental; cuando trató de convencer al capitán general Jodl, a cuyo mando estaba al frente occidental, para que firmara también el decreto, no tuvo más remedio que enviárselo a Keitel, quien tomó el borrador y dijo que lo discutiría con Hitler. El resultado era de prever: en la siguiente reunión estratégica, este ratificó las severas órdenes de destrucción vigentes y se mostró muy irritado por la actitud de Guderian.


Continuará.


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Speer nos cuenta un memorándum que escribió a Hitler para evitar la destrucción de Alemania:

A mediados de marzo volví a presentarle a Hitler una memoria en la que le daba sin ambages mi opinión sobre las medidas que había que aplicar en aquel momento. Sabía muy bien que mi escrito violaba todos los tabúes que él había impuesto durante los últimos meses. Sin embargo, pocos días antes había convocado a todos mis colaboradores de la industria a una reunión en Bernau y en ella les dije que respondía con mi cabeza deque, aunque la situación militar siguiera empeorando, de ningún modo serían destruidas las industrias. Al mismo tiempo, envié una circular a todas mis delegaciones en la que les ordenaba que se abstuvieran de destruir nada.

A fin de conseguir que Hitler leyera la memoria, en la primera página empleé el tono habitual, empezando con un informe sobre la producción de carbón. Sin embargo, ya en la segunda página el presupuesto para armamentos aparecía en el último lugar de una lista que encabezaban las necesidades de la población civil: alimentos, servicios, gas y electricidad.

La memoria que yo había escrito seguía diciendo que, «con toda seguridad, cabía esperar el hundimiento definitivo de la economía alemana» en unas cuatro u ocho semanas, después de las cuales «la guerra tampoco podría proseguir en el terreno militar». Luego, con una alusión directa a Hitler, decía: «Nadie puede pretender que el destino del pueblo alemán esté ligado a su destino personal.» Durante aquellas últimas semanas de la guerra, el deber más honroso del Gobierno tenía que ser «ayudar al pueblo en todo lo posible». Y concluía con estas palabras: «En esta fase de la guerra, no tenemos ningún derecho a provocar destrucciones que puedan afectar a la vida del pueblo.»Hasta aquel momento había combatido los propósitos devastadores de Hitler escudándome tras el hipócrita optimismo de la línea oficial y arguyendo que las industrias no debían ser destruidas, a fin de que «pudieran volver a utilizarse a la mayor brevedad posible cuando fueran recuperadas». Hitler difícilmente podía oponerse a este argumento.
Por el contrario, ahora le decía por primera vez que había que conservar el potencial industrial «aun en el caso de que no pareciera posible reconquistarlo. De ningún modo la actividad militar en nuestra patria puede consistir en destruir tantos puentes que, con los medios limitados de la posguerra, hagan falta años para reconstruir la red de comunicaciones. Su destrucción supone anular las posibilidades de supervivencia del pueblo alemán».

Esta vez no me atreví a entregar mi memoria a Hitler sin tomar ciertas medidas. Era demasiado imprevisible y podía reaccionar con precipitación. Por lo tanto, di las veintidós páginas de mi escrito al coronel Von Below, mi oficial de enlace en el cuartel general del Führer, y le recomendé que se lo presentara en el momento más oportuno. Después le pedí a Julius Schaub, asistente personal de Hitler, que le solicitara una foto con su dedicatoria personal con motivo de mi cuadragésimo cumpleaños. Yo era el único de los colaboradores cercanos de Hitler que no se la había pedido aún en doce años. Ahora, al final de su dominio y de nuestras relaciones personales, quería darle a entender que, aunque me oponía a él y en mi escrito constataba abiertamente la derrota, seguía venerándolo como siempre y daba valor a la distinción que suponía una foto dedicada. De todos modos, me sentía inseguro y dispuse todo lo necesario para situarme lejos de su alcance en cuanto hubiera entregado la memoria. Aquella misma noche quise trasladarme en avión a Königsberg, amenazada por los ejércitos soviéticos; el pretexto me lo brindaba la habitual entrevista con mis colaboradores para evitar destrucciones innecesarias, y también quería despedirme de ellos.
Finalmente, la noche del 18 de marzo acudí a la reunión estratégica para quitarme aquel papel de encima. Desde hacía algún tiempo, las reuniones ya no se celebraban en el suntuoso despacho que yo diseñara siete años antes. Hitler las había trasladado definitivamente a su pequeño gabinete del bunker subterráneo. Con melancólica amargura me dijo:
—Sabe, señor Speer, su hermosa arquitectura ya no resulta un marco adecuado para las reuniones estratégicas.


Continuará.


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