Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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El próximo paso que Fromm pensaba dar era telefonear a Hitler. Le rogué en vano que fuera antes a mi Ministerio, pero insistió en ver a Goebbels, aunque sabía tan bien como yo que el ministro sentía hacia él animosidad y desconfianza. En el domicilio de Goebbels ya se había detenido al comandante militar de Berlín,el general Hase. Fromm explicó brevemente los acontecimientos en mi presencia y rogó a Goebbels que lo pusiera en comunicación con Hitler. Sin embargo, en vez de responderle ,Goebbels le pidió que entrara en una habitación contigua y llamó él mismo a Hitler. Cuando obtuvo la comunicación me invitó a dejarlo solo. Unos veinte minutos después salió a la puerta y ordenó a un centinela que hiciera guardia frente a la habitación en laque se encontraba Fromm. Mucho después de medianoche llegó al domicilio de Goebbels el hasta entonces ilocalizable Himmler. Sin que nadie lo invitara a hacerlo, comenzó a explicar el motivo de su alejamiento con una vieja regla muy acreditada para sofocar levantamientos: había que mantenerse siempre lejos del centro e iniciar las contraofensivas desde el exterior.

Era una cuestión de estrategia. Goebbels pareció aceptar esta explicación. Se mostró de muy buen humor y disfrutó demostrando a Himmler, mediante un pormenorizado relato de los acontecimientos, cómo había dominado prácticamente solo la situación. —¡Si no hubiesen sido tan torpes! Han tenido una gran oportunidad. ¡Qué triunfostenían! ¡Qué chiquilladas! ¡Cuando pienso en cómo lo habría hecho yo. . . ! ¿Por qué no han ocupado la radio y no han difundido las más increíbles mentiras? ¡Me ponen centinelas delante de la puerta, pero me dejan que llame al Führer con toda tranquilidad y que movilice a todo el mundo! Ni siquiera me han cortado el teléfono. ¡Con los triunfos que tenían en la mano. . . ! ¡ Menudos principiantes!-

Prosiguió diciendo que aquellos militares habían confiado demasiado en la trasnochada idea de la obediencia, según la cual cualquier orden es ejecutada con toda naturalidad por los oficiales subordinados y las tropas. Sólo eso ya habría condenado el golpe al fracaso, pues, añadió con una satisfacción singularmente fría, en los últimos años los alemanes habían sido educados por el Estado nacionalsocialista para pensar políticamente. —Hoy ya no se los puede someter como muñecos a las órdenes de una camarilla de generales.
—Goebbels se detuvo repentinamente al llegar a este punto. Y añadió, como si le molestara mi presencia: —Tengo que hablar a solas de unas cuantas cosas con el Reichsführer, mi querido señor Speer. Buenas noches.


Continuará.


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Al día siguiente, 21 de julio, los ministros más importantes fueron llamados alcuartel general de Hitler para felicitarlo. En mi invitación se me indicaba que llevara conmigo a Dorsch y Saur, mis dos principales colaboradores. La petición era insólita, tanto más cuanto que los demás ministros llegaron sin acompañamiento. Durante la recepción, Hitler los saludó de forma ostensiblemente cordial, mientras que al pasar junto a mí me estrechó mecánicamente la mano. También el entorno de Hitler se comportaba de una manera inexplicablemente reservada. Tan pronto entraba en una habitación, cesaban las conversaciones y los presentes se retiraban o se apartaban. Schaub, el asistente civil de Hitler, me dijo con mirada significativa:
—Ahora sabemos quién estaba detrás del atentado.- Y dicho esto me dejó plantado.

No logré averiguar nada más. Saur y Dorsch incluso fueron invitados sin mí al té nocturno del entorno íntimo. Todo era inquietante y yo me sentía muy intranquilo. Keitel, en cambio, había vencido definitivamente las sospechas que quienes rodeaban a Hitler habían expresado en las últimas semanas. Según contaba Hitler, tras levantarse del polvo inmediatamente después del atentado y ver que este se encontraba en pie, ileso, se precipitó hacia él exclamando:
«¡Mein Führer, está vivo, está vivo!», y lo abrazó con vehemencia sin respetar ninguna convención.

Estaba claro que después de esto Hitler ya no lo dejaría de su mano, sobre todo teniendo en cuenta que Keitel le parecía el hombre apropiado para tomar dura venganza de los conjurados. —Keitel ha estado a punto de morir. No va a tener compasión.

Al día siguiente Hitler volvió a mostrarse más amable conmigo y su entorno hizo lo mismo. Presidida por él, se celebró en la casa de té una reunión en la que participé al lado de Keitel, Himmler, Bormann y Goebbels. Aunque sin declararlo así, Hitler había hechosuya la idea que yo le había propuesto por escrito quince días antes y nombró a Goebbels «apoderado del Reich para la guerra total».

Su salvación lo empujaba a tomar decisiones. En pocos minutos se alcanzaron objetivos por los que Goebbels y yo habíamos luchado durante más de un año. Acto seguido, Hitler se centró en los acontecimientos de los últimos días y dijo con expresión de triunfo que había llegado por fin el gran giro positivo de la guerra. Según él, había quedado atrás la época de la traición; unos generales nuevos y mejores iban a tomar el mando. Prosiguió diciendo que ahora se daba cuenta de que Stalin, con su proceso contra Tujachevski, había dado un paso decisivo para llevar adelante la guerra con éxito. Al liquidar al Estado Mayor, había dejado sitio a gente fresca que ya no procedía de la época de los zares. Siempre había tenido por falsas las acusaciones formuladas en el año1937, durante los procesos de Moscú; sin embargo, después de la experiencia del 20 de julio, se preguntaba si no habría habido algo de verdad en todo aquello. Aunque seguía sin tener pruebas concretas, siguió diciendo, no podía excluir la posibilidad de que los dos Estados Mayores hubieran conspirado conjuntamente. Todos dijeron estar de acuerdo. Goebbels se dedicó entonces a verter frases despectivas y burlas sobre el generalato. Cuando traté de matizar su postura, enseguida se encaró conmigo con dureza y hostilidad.
Hitler escuchaba en silencio.


Continuará.


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El hecho de que el general Fellgiebel, jefe de transmisiones, fuera también uno delos conjurados dio ocasión a Hitler para un exabrupto en el que se mezclaban la satisfacción, la cólera y el triunfo con la conciencia de su propia justificación:
—Ahora sé por qué en los últimos años han fracasado todos mis grandes planes en Rusia. ¡Todo era traición! ¡Sin esos traidores, hace mucho tiempo que habríamos vencido! ¡Esta es mi justificación ante la Historia! ¡Ahora hay que comprobar sin falta siFellgiebel tenía contacto directo con Suiza para comunicar desde allí todos mis planes a los rusos! Hay que emplear todos los medios para interrogarlo. . . ¡He vuelto a tener razón!¿Quién quería creerme cuando me oponía a todo intento de unificar la jefatura de laWehrmacht? ¡Gobernada por una sola mano, la Wehrmacht es un peligro! ¿Siguen pensando que fue casualidad que hiciera organizar la mayor cantidad posible de divisiones de las Waffen-SS? Yo sé por qué he dado esa orden contra toda resistencia. . . Por eso nombré a un inspector general de las tropas acorazadas: todo lo hice única y exclusivamente para dividir aún más al Ejército de Tierra.

Luego montó en cólera al hablar de los conjurados; iba a «exterminarlos y aniquilarlos» a todos. Entonces se le ocurrieron varios nombres de personas que se le habían enfrentado de algún modo y a las que ahora incluía en el círculo de los conjurados. Schacht, por ejemplo, había sido un saboteador en el campo de los armamentos. Por desgracia, él siempre se había mostrado demasiado tolerante. Ordenó que se detuviera enseguida a Schacht.
—También Hess será ahorcado sin miramientos, exactamente igual que esos cerdos, esos oficiales criminales. Fue él quien dio el primer ejemplo de traición.

Después de esos exabruptos, Hitler se tranquilizaba. Con el alivio de alguien que acaba de superar un tremendo peligro, habló de las circunstancias que habían originado el atentado, del giro que este había dado a la situación y de la victoria, ahora ya cercana. Lleno de euforia, extrajo una nueva confianza del fracaso del atentado y también nosotros nos dejamos convencer demasiado fácilmente por su optimismo.


LO QUE VIENE A CONTINUACIÓN ES INTERESANTE:
Poco después del 20 de julio quedó terminado el bunker cuyas obras habían obligado a Hitler a celebrar la conferencia en mi barracón el día del atentado. Si hay algo que se pueda considerar símbolo de una situación y que se exprese por medio de un edificio, eso era el bunker de Hitler: semejante por fuera a un monumento funerario del Egipto faraónico, en realidad sólo era un gran bloque de hormigón carente de ventanas, sin entrada de aire directa, cuya sección presentaba un espacio útil muchísimo menor que el que ocupaban las masas de hormigón. Hitler vivía, trabajaba y dormía en aquella tumba. Parecía como si los muros de cinco metros de espesor que lo rodeaban también lo separaran en sentido metafórico del mundo exterior y lo encerraran en su propio delirio. (Un análisis acertado).

Aproveché mi estancia en el cuartel general para hacer una visita de despedida al jefe del Alto Estado Mayor del Ejército de Tierra, Zeitzler, que había sido destituido de su cargo la misma noche del 20 de julio. Me dirigí a su cercano cuartel general sin poder evitar que Saur me acompañara. Durante nuestra conversación se presentó el asistente deZeitzler, teniente coronel Günther Smend, que sería ajusticiado unas semanas más tarde. Saur concibió sospechas al instante:
—¿Se ha fijado en la mirada de complicidad que han intercambiado al saludarse? Repliqué enojado con un «no».

Poco después, cuando Zeitzler y yo nos quedamos solos, supe que Smend venía de Berchtesgaden, donde había vaciado la caja fuerte del Estado Mayor. Precisamente el hecho de que Zeitzler me hablara de ello con tanta tranquilidad confirmó mi impresión de que los conjurados no lo habían iniciado en sus intrigas. Nunca he sabido si Saur comunicó a Hitler su observación. Regresé a Berlín a primeras horas de la mañana del 24 de julio, tras haber permanecido tres días en el cuartel general del Führer.
Kaltenbrunner, capitán general de las SS y jefe de la Gestapo, se presentó en mi domicilio, donde no había estado nunca antes. Lo recibí tumbado, pues la pierna volvía a dolerme. Kaltenbrunner, tan peligrosamente cordial ahora como durante la noche del 20de julio, pareció mirarme inquisitivo. Sin mayores preámbulos, comenzó: —En la caja fuerte de la Bendlerstrasse hemos encontrado la lista del Gobierno del20 de julio. Figura usted en ella como ministro de Armamentos. Me preguntó si sabía algo del cargo que me había sido asignado por los conjurados; por lo demás, se mostró correcto y con su buena educación habitual. Quizá puse una cara tan consternada ante su revelación que se convenció de que lo que yo decía era cierto. Pronto renunció a seguir haciendo pesquisas y, en vez de eso, sacó un documento del bolsillo: el plan de organización del Gobierno golpista. Parecía obra de un oficial, pues la estructuración de la Wehrmacht había sido estudiada con particular esmero. Un «Alto Estado Mayor» abarcaba las tres ramas de la Wehrmacht. Subordinado a él se encontraba el comandante en jefe del Ejército, que al mismo tiempo era el jefe supremo de todo lo relacionado con los armamentos. Dependiente de este y entre otras muchas casillas, limpiamente escrito con letra de imprenta leí: «Armamentos: Speer. » Un escéptico había escrito al lado con lápiz: «Si es posible», añadiendo un signo de interrogación. Este desconocido, y el hecho de que no hubiera aceptado la invitación de Fromm para comer en la Bendlerstrasse el 20 de julio, me salvaron. Curiosamente, Hitler nunca me habló de ello.

Por supuesto, en aquel entonces me pregunté qué habría hecho si el golpe del 20 de julio hubiera triunfado y me hubiesen invitado a seguir desempeñando mi cargo. Es posible que lo hubiese hecho durante un período de transición, aunque no sin reservas. Con todo lo que sé hoy sobre las personas y los motivos de la conjura, creo que mi colaboración con ellos me habría desligado en poco tiempo de mis vínculos con Hitler y me habría ganado para su causa. Sin embargo, precisamente esos vínculos habrían hecho muy problemático en el primer momento que yo estuviera en el Gobierno y me lo habrían imposibilitado ante mí mismo, pues una consideración moral acerca de la naturaleza del régimen y de mi posición personal en él tendría que haber comportado que en la Alemania posterior a Hitler no fuera imaginable que yo ocupara un puesto dirigente. Aquella misma tarde, al igual que se hizo en todos los Ministerios, organizamos un acto de adhesión que se celebró en la sala de reuniones y al que asistieron los colaboradores más relevantes. No duró más de veinte minutos. En él pronuncié el más vacilante y débil de mis discursos. Mientras que hasta entonces había solido evitar las fórmulas estereotipadas, en aquella ocasión resalté con vehemencia la grandeza de Hitler y nuestra fe en él, y acabé por primera vez un discurso con un «Sieg Heil!».
(Aparte de cínico, Speer era un obsecuente).

Nunca había tenido necesidad de recurrir a esos bizantinismos, tan opuestos a mi temperamento como a mi arrogancia. Pero ahora me sentía inseguro, comprometido y, a pesar de todo, implicado en turbios procesos. Desde luego, mis temores no carecían de fundamento. Circulaban rumores de queme habían detenido, mientras que otros pretendían saberme ya ajusticiado; era un síntoma de que la opinión pública, que subsistía a pesar de todo, veía peligrar mi posición.

Todos estos temores se disiparon cuando Bormann me transmitió la invitación a dar una nueva charla sobre armamento el 3 de agosto, durante una reunión de jefes regionales en Poznan. Los asistentes todavía estaban bajo la impresión del 20 de julio; a pesar de que la invitación me rehabilitaba de forma oficial, tropecé desde el principio con una helada reserva. Me hallé solo entre los numerosos jefes regionales que se habían reunido allí. Nada podía definir mejor la situación que unas palabras que dijo Goebbels aquella mañana a los jefes regionales y nacionales del Partido que lo rodeaban:
—Ahora sabemos por fin dónde está Speer.


Continuará.


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Precisamente en julio de 1944 nuestra producción de armamentos había alcanzado su punto culminante. Para no irritar de nuevo a los jefes del Partido y perjudicar aún más mi posición, esta vez me mostré muy cauteloso con las observaciones genéricas y en cambio volqué sobre ellos un alud de cifras que demostraban el éxito alcanzado hasta entonces con nuestra actividad y el cumplimiento de los nuevos programas que Hitler había confiado a mi Ministerio. Todo aquello se dirigía a demostrar incluso a los jefes del Partido que mi aparato y yo éramos insustituibles. Logré relajar un poco la tensión reinante cuando, recurriendo a numerosos ejemplos, demostré que la Wehrmacht disponía de grandes reservas que no estaban siendo utilizadas. Goebbels gritó: «¡Sabotaje,sabotaje!», evidenciando así hasta qué punto, desde el 20 de julio, la dirección del Partido veía traiciones, conjuras y perfidias por todas partes. Con todo, los jefes regionales quedaron impresionados por mi informe de rendimiento. Después, los asistentes fueron desde Poznan al cuartel general, donde al día siguiente Hitler les dirigió la palabra en la sala de proyecciones. Me invitó expresamente a participar en la reunión, aunque, de acuerdo con mi categoría oficial, no pertenecía a aquel círculo.

Tomé asiento en la última fila. Hitler habló sobre las consecuencias del 20 de julio, atribuyó de nuevo los fracasos que había sufrido hasta entonces a la traición de los oficiales del ejército y se mostró lleno de esperanza ante el futuro: dijo haber adquirido ahora una confianza «como jamás la he sentido en mi vida».
Añadió que hasta aquel momento todos sus esfuerzos habían sido saboteados, pero ahora se había descubierto y eliminado por fin la camarilla de criminales, por lo que quizá esta intentona fuera un acontecimiento prometedor para nuestro futuro. Hitler, por lo tanto, no hizo sino repetir casi palabra por palabra lo que había dicho ya, ante un círculo más reducido, justo después del fracaso del golpe. Yo ya estaba a punto, a pesar de todas mis reservas, de dejarme prender por la magia de sus palabras cuando pronunció unas frases que, como si hubiera recibido un latigazo, me despertaron de mi autoengaño: —Si el pueblo alemán sucumbe en esta lucha, será que ha sido demasiado débil. Enese caso, no habrá superado su prueba ante la Historia y únicamente estará destinado al hundimiento.

Sorprendentemente, en aquel discurso Hitler, rompiendo su costumbre de no destacar a ningún colaborador, hizo alusión a mi trabajo y a mis méritos. Es posible que supiera o sospechara que, teniendo en cuenta la postura hostil de los jefes regionales, era necesario que me rehabilitara si quería que continuara teniendo éxito en mi trabajo en el futuro, y de aquel modo demostró de una forma inequívoca a los dirigentes del Partido que sus relaciones conmigo no se habían enfriado después del 20 de julio. Aproveché la renovada firmeza de mi posición para ayudar a conocidos y colaboradores que se habían visto afectados por la ola de persecuciones provocada por el atentado del 20 de julio.

Saur, en cambio, denunció a dos altos oficiales de la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra, el general Schneider y el coronel Fichtner, cuya detención fue ordenada por Hitler inmediatamente. A pesar de todo, Saur sólo le había hablado de unas supuestas declaraciones de Schneider en las cuales este habría dicho que él, Hitler, no estaba capacitado para juzgar sobre cuestiones técnicas; para detener a Fichtner bastó que no hubiese impulsado con toda energía la fabricación del nuevo tipo de tanques que le solicitó al principio de la guerra, lo cual lo hizo sospechoso de sabotaje. Sin embargo, la inseguridad de Hitler hizo que se manifestara conforme de inmediato en poner en libertad a aquellos dos oficiales cuando intercedí por ellos, si bien puso la condición de que no volvieran a trabajar en la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra.

Continuará.


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Un ejemplo que demuestra la inquietud que embargó a Hitler por la supuesta falta de fiabilidad de sus oficiales fue el acontecimiento que viví el 18 de agosto en el cuartel general. Durante un viaje que había emprendido tres días antes a la zona ocupada por el VIII Ejército, el mariscal Kluge, comandante en jefe del frente occidental, estuvo ilocalizable durante varias horas. Al tener noticia de que Kluge se había aproximado al frente acompañado únicamente por su asistente, que llevaba un transmisor, Hitler comenzó a hacer suposiciones que se fueron concretando hasta que ya no le cupo ninguna duda de que Kluge se había dirigido a un lugar prefijado donde, opinaba él, habrían de celebrarse unas negociaciones pactadas con los aliados occidentales para la capitulación de los ejércitos alemanes del frente del Oeste; si las negociaciones no se efectuaron, decía, era sólo porque un ataque aéreo había interrumpido el viaje del mariscal y había hecho fracasar sus traidoras intenciones.

Cuando llegué al cuartel general, Hitler ya había destituido a Kluge y le había ordenado presentarse ante él. Cuando finalmente se recibió la noticia de que el mariscal había muerto durante el viaje a consecuencia de un ataque cardíaco, Hitler, guiándose por su sexto sentido, ordenó inmediatamente que la Gestapo practicara la autopsia al cadáver. Cuando se demostró que la muerte había sido causada por un veneno, Hitler se mostró triunfal: ahora estaba completamente convencido de los traidores manejos de Kluge, a pesar de que antes de suicidarse el mariscal le había dejado una carta en la que le aseguraba su fidelidad hasta la muerte. Durante esta estancia en el cuartel general vi, en la mesa de mapas de Hitler, los informes de los interrogatorios efectuados por Kaltenbrunner. Un asistente de Hitler con quien me unía una relación de amistad me los dejó dos noches enteras para que los leyera, porque yo seguía sin sentirme seguro.

Mucho de lo que antes del 20 de julio se habría considerado una crítica justificada, ahora constituía una prueba de cargo. Sin embargo, ninguno de los detenidos había declarado contra mí. Los conjurados tan sólo habían tomado de mí el remoquete de «asnos cabeceantes» con que yo había bautizado a los miembros del entorno de Hitler que decían amén a todo. En aquellos días también había sobre la mesa un montón de fotografías. Un día las tomé distraídamente, pero volví a dejarlas enseguida. En la primera foto se veía a un hombre ahorcado; llevaba ropas de presidiario con una amplia franja de tela de color en los pantalones. Un jefe de las SS que se encontraba a mi lado me explicó: —Es Witzleben. ¿Quiere ver también las otras? Son fotografías de las ejecuciones. Por la noche se proyectaron películas de las ejecuciones en la sala de proyección.
Yo no podía ni quería verlas. Para no llamar la atención, pretexté estar sobrecargado de trabajo, pero vi entrar en la sala a mucha gente, sobre todo paisanos y jefes de poca categoría de las SS. Sin embargo, no vi a un solo oficial de la Wehrmacht.

Aquí termina el análisis de Speer sobre el atentado contra Hitler.

A continuación se analizará el fracaso en el Cáucaso y conquista del Monte Elbrus.


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FRACASO EN EL CÁUCASO Y CONQUISTA DEL MONTE ELBRUS

Apenas tres semanas después de comenzar la operación Blau y del victorioso avance en todo el Cáucaso, Hitler se trasladó aun cuartel general avanzado, cerca de la ciudad ucraniana de Vinnitsa. Como los rusos no mostraban actividad aérea y esta vez el Oeste se hallaba demasiado lejos incluso para la habitual suspicacia de Hitler, no exigió que se construyeran búnkers especiales y, en vez de las típicas construcciones de hormigón, surgió una amable colonia de bloques de viviendas dispersas por un bosque. Mis vuelos al cuartel general me permitieron recorrer el país; en una ocasión fui hasta Kiev. Mientras que inmediatamente después de la Revolución de Octubre la arquitectura moderna rusa se había visto influida por vanguardistas como Le Corbusier, May o El Lissitzky, a fines de los años veinte y bajo la égida de Stalin se orientó hacia un estilo clasicista y conservador. El edificio de congresos de Kiev, por ejemplo, podría haber sido diseñado por un buen alumno de la École des Beaux Arts. Jugué con la idea de averiguar quién era el arquitecto, con el fin de darle trabajo en Alemania. Había un estadio clasicista adornado con atletas que seguían el modelo antiguo, pero que, conmovedoramente, llevaban bañadores de medio cuerpo o de cuerpo entero.

Hallé reducida a escombros una de las más famosas iglesias de Kiev. Según me dijeron, un polvorín soviético alojado en ella había volado por los aires. Más tarde supe por Goebbels que la iglesia había sido destruida por orden del «comisario del Reich para Ucrania», Erich Koch, con el fin de eliminar aquel símbolo del orgullo nacional ucraniano. Goebbels me lo contó con disgusto: estaba escandalizado por el curso brutal que seguía la ocupación de Rusia.
De hecho, en aquella época Ucrania todavía estaba en paz y se podía viajar sin escolta por sus extensos bosques, mientras que sólo medio año después todo el territorio se había llenado de partisanos a causa de la errónea política de los comisarios para el Este.
(INCREÍBLE que todavía en el verano de 1942 Ucrania estuviera sin actividad partisana. Y más INCREÍBLE aún que los nazis no hubieran aprovechado a toda la Nación Ucraniana).

Continuará.


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En el verano de 1942 visité el centro industrial de Dniepropetrovsk. Lo que más me impresionó fue la ciudad universitaria en construcción, que superaba cualquier escala alemana y daba una idea imponente de la voluntad de la Unión Soviética de convertirse en una potencia técnica de primer orden. También visité la central eléctrica de Zaporozhie, volada por los rusos, en la que se montaron turbinas alemanas después de que un gran comando de obreros tapara la brecha abierta en la presa por la explosión. Antes de retirarse, los rusos interrumpieron el suministro de aceite a las máquinas mientras estas se hallaban en marcha, por lo que se sobrecalentaron y terminaron convertidas en un inútil montón de chatarra: una efectiva forma de destrucción que pudo ejecutar un solo hombre moviendo una palanca. Más adelante, cuando Hitler declaró su intención de transformar Alemania en un desierto, este recuerdo me persiguió en mis horas de insomnio.

En el cuartel general, Hitler se atuvo a la costumbre de comer en compañía de sus colaboradores más próximos; en la Cancillería del Reich habían predominado los uniformes del Partido, y ahora lo rodeaban los generales y oficiales de la plana mayor. Al contrario que la sala lujosamente amueblada de la Cancillería, este comedor tenía más bien el aspecto del restaurante de la estación de un villorrio. Paredes cubiertas de tablas, ventanas como las de un barracón y una larga mesa para unas veinte personas, rodeada de simples sillas. Hitler tomaba asiento cerca de la ventana, en el centro de la larga mesa. Keitel se sentaba» frente a él, y los dos lugares de honor, a la izquierda y a la derecha de Hitler, estaban reservados a los visitantes, que siempre eran distintos. Como en los viejos días de Berlín, Hitler hablaba largamente de sus invariables temas favoritos y los comensales quedaban degradados a la categoría de simples oyentes. Estaba claro que se esforzaba por exponer sus ideas de la forma más impactante posible a aquel círculo, tan alejado de él y, además, tan superior en su origen y formación.

De este modo, el nivel de las conversaciones de sobremesa del cuartel general se distinguía ventajosamente del de la Cancillería. En las primeras semanas de ofensiva, durante la comida comentábamos con animación nuestro rápido avance por las estepas de la Rusia meridional, pero dos meses después los rostros fueron reflejando una opresión creciente, y también Hitler comenzó a perder su seguridad. Aunque nuestras tropas se adueñaron de los campos petrolíferos de Maikop y la vanguardia acorazada luchó a orillas del Terek y avanzó hasta el Volga meridional, cerca de Astracán, a través de una estepa sin vías de comunicación, el avance perdía la velocidad de las primeras semanas. Los refuerzos no podían llegar tan lejos y las piezas de repuesto con que contaban las tropas se habían acabado hacía tiempo, por lo que los efectivos de los combatientes se iban reduciendo cada vez más. Tampoco nuestra producción mensual de armamentos respondía a las exigencias de una ofensiva que se extendía por tan gigantescos espacios: entonces sólo fabricábamos una tercera parte de los tanques y una cuarta parte de la artillería que lograríamos producir en 1944. Por otra parte, aunque no se hallara resistencia, aquellos grandes avances implicaban un extraordinario desgaste. El centro de pruebas de Kummersdorf sostenía que cualquier tanque pesado que hubiera recorrido 600 u 800 kilómetros necesitaría alguna reparación.

Hitler no entendía nada. Con la intención de sacar partido de la presunta debilidad del enemigo, quería forzar el avance de sus exhaustas tropas por el sur del Cáucaso, hacia Georgia. Por consiguiente, desvió buena parte de los efectivos de la vanguardia, ya muy debilitada, y quiso que avanzaran hacia Sochi y que, tras rebasar Maikop, trataran de alcanzar Sujumi, enclavada más al sur, moviéndose a lo largo de la estrecha carretera de la costa. Ordenó llevar hacia allí al contingente principal; creía que podría conquistar la región situada al norte del Cáucaso sin dificultad.
Pero las unidades estaban exhaustas. A pesar de las órdenes de Hitler, no conseguían avanzar. Durante las reuniones para analizar la situación, Hitler pudo ver fotografías aéreas de los impenetrables bosques de nogales de Sochi. Halder, jefe del Estado Mayor, intentó convencerlo de que la empresa que pretendía llevar a cabo en el sur fracasaría, pues los rusos podían hacer intransitable durante mucho tiempo la carretera dela costa mediante voladuras y, por otra parte, aquel camino era demasiado estrecho y no permitía el paso de grandes unidades.
Pero Hitler no se dejó impresionar y vociferando exclamó:
—¡Estas dificultades son superables, como todas! Antes de nada tenemos que hacer nuestra la carretera. Entonces nos quedará libre el camino hacia las estepas del sur del Cáucaso. Allí podremos asentar tranquilamente a nuestras tropas e instalar puntos de aprovisionamiento. Después, dentro de uno o dos años, lanzaremos una ofensiva contra el bajo vientre del Imperio Británico. Liberar Persia e Irak no nos costará mucho, y los indios acogerán con entusiasmo a nuestras divisiones.


Continuará.


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Cuando en 1944 hicimos una criba en el ramo de la imprenta para suspender los trabajos innecesarios, tropezamos en Leipzig con un pedido del Alto Mando de laWehrmacht de gran número de mapas de Persia y manuales de conversación, que seguían imprimiéndose porque el encargo había sido olvidado. Ni siquiera a un profano le resultaba difícil darse cuenta de que la ofensiva había alcanzado su límite logístico. Entonces llegó la noticia de que un destacamento de las tropas alemanas de montaña había conquistado la cima más alta del Cáucaso —el Elbrús, de 5.600 metros de altura, rodeado de extensos glaciares—, en la que había clavado la bandera de guerra de Alemania. Sin duda se trató de una operación innecesaria y, por otra parte, de un alcance mínimo: la aventura de unos alpinistas apasionados.

Todos nos mostramos comprensivos frente a una acción que, por lo demás, nos pareció insignificante. Vi a Hitler rabioso a menudo, pero pocas veces llegó a estallar como al recibir esta noticia. Vociferó durante horas, como si aquello hubiese echado a perder todos un plan de campaña. Varios días después seguía maldiciendo a aquellos «montañeros locos que deberían comparecer ante un consejo de guerra», a los que en plena guerra se les había ocurrido perseguir su ambición estúpida —opinaba Hitler, lleno de furor— y alcanzar una cima igualmente estúpida, y eso a pesar de que había dado la orden de que todas las fuerzas se concentraran en Sujumi. Así podíamos ver todos cómo se obedecían sus órdenes, exclamaba.

Continuará.


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Asuntos urgentes reclamaron mi presencia en Berlín. Poco después fue relevado de su cargo el comandante en jefe de los ejércitos del Cáucaso, a pesar de que Jodl lo defendió con energía. Cuando unos quince días después regresé al cuartel general, Hitler se había enemistado con Keitel, Jodl y Halder. No les daba la mano para saludarlos ni participaba en las comidas comunes. Desde entonces y hasta el fin de la guerra se hizo servir la comida en su bunker, al que ya sólo invitaba a algún elegido de vez en cuando.

Las relaciones de Hitler con el entorno militar se habían roto para siempre.¿Se debía sólo al fracaso de una ofensiva en la que había puesto tantas esperanzas?¿O quizá, por primera vez, presentía un cambio general? Puede que se mantuviera alejado de sus oficiales porque ya no se habría sentado entre ellos como un triunfador, sino como un fracasado. Además, seguramente se le habían agotado las ideas que exponía ante aquel círculo extrayéndolas de su mundo de diletante, y a lo mejor también percibió que su magia le había fallado por primera vez..

Hitler no tardó en tratar con más amabilidad a Keitel, que, muy preocupado, lo había estado rondando varias semanas, mostrando la máxima diligencia. Las aguas también volvieron a su cauce con Jodl, quien, de acuerdo con su manera de ser, no había manifestado reacción alguna. Pero el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, el capitán general Halder, tuvo que marcharse. Halder era un hombre sereno e introvertido que posiblemente no estaba a la altura del dinamismo vulgar de Hitler y siempre parecíaalgo desamparado. Su sucesor, Kurt Zeitzler, era todo lo contrario: directo, insensible y vocinglero. No respondía al tipo de militar capaz de pensar por sí mismo y es posible que encarnara justo lo que quería Hitler: un «ayudante» de confianza que, como le gustaba decir, «no pierda el tiempo reflexionando sobre mis órdenes, sino que se ocupe de cumplirlas con decisión». Posiblemente por eso no lo eligió entre los militares de alta graduación; Zeitzler tenía un rango menor, y fue ascendido dos grados para ocupar su nuevo destino.
Después del nombramiento del nuevo jefe del Estado Mayor, Hitler me permitió asistir a las reuniones estratégicas que se celebraban para analizar la situación, en las que al principio yo era el único civil.

Podía tomármelo como una prueba especial de que estaba satisfecho con mi trabajo, para lo que, desde luego, tenía todos los motivos, dado el incremento incesante de las cifras de producción. Sin embargo, no me habría dado ese permiso si hubiese temido que las objeciones o las disputas mermaran su prestigio ante mí. La tormenta se había aplacado y Hitler había vuelto a dominarse.

La «gran sesión» tenía lugar cada día alrededor de las doce y solía durar de dos a tres horas. Hitler era el único que se sentaba ante la gran mesa de mapas, en una sencilla butaca de mimbre. Alrededor de la mesa, en pie, se situaban los oficiales del Alto Mando de la Wehrmacht, los del Estado Mayor del Ejército de Tierra y los de enlace de la Aviación, de la Marina, de las Waffen-SS y de Himmler; por lo general, se trataba de rostros jóvenes y simpáticos, normalmente con el grado de comandante o coronel. Entre ellos, sin ceremonia alguna, se situaban Keitel, Jodl y Zeitzler.

A veces también participaba Göring, quien, como distinción especial o a causa de su corpulencia, se sentaba en un taburete acolchado al lado de Hitler. Unas lámparas de oficina con largos brazos extensibles iluminaban los mapas. En primer lugar se deliberaba sobre el frente oriental. Se ponían ante Hitler tres o cuatro mapas del Estado Mayor formados por varios pedazos, cada uno de ellos de unos 2,50 x1,50 metros, en los que figuraban los avances del día anterior, incluso las operaciones de reconocimiento, y casi todas las indicaciones eran explicadas por el jefe del Estado Mayor. Los mapas iban siendo desplazados fragmento a fragmento, de manera que Hitler, que iba anotando las modificaciones respecto a la víspera, tuviera siempre delante el sector del que se hablaba. La preparación diaria de las conferencias, en las que se dedicaban una o dos horas al frente oriental y bastante más rato a los acontecimientos importantes, si los había, representaba un enorme esfuerzo para el jefe del Estado Mayor y sus oficiales, que tenían cosas más importantes que hacer. Yo, profano en la materia, me asombraba al ver cómo Hitler decidía objetivos, desplazaba divisiones o se ocupaba de uno u otro detalle.

En tales ocasiones, al menos todavía en 1942, parecía aceptar con calma los reveses graves; en todo caso, nunca manifestaba reacciones extremas: trataba de mantener la imagen del jefe imperturbable. Solía recalcar que su experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial lo había familiarizado más con los asuntos bélicos de lo que lo habría hecho la escuela de altos mandos, con todos sus asesores militares. No hay duda deque esto era cierto en algunos aspectos; sin embargo, muchos oficiales opinaban que precisamente esta «perspectiva de trinchera» le impedía tener la visión general que la jefatura requería, y que sus conocimientos de detalle, en su caso los propios de un cabo, eran más bien un estorbo.
El capitán general Fromm, en el estilo lacónico que lo caracterizaba, decía que un civil podría haber sido un comandante en jefe mucho mejor que un cabo que además nunca había luchado en el Este, por lo que era incapaz de comprender los problemas especiales que presentaba aquel frente.

Todos esos vicios que Hitler torpemente cometía no hacían más que llevar a Alemania al desastre. Y Stalingrado iba a ser el inicio del fin..

Aquí termina.
Por último analizaremos el desastre de Stalingrado según Speer.


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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EL DESASTRE DE STALINGRADO.

Hitler procedía como un «zapatero remendón» de lo más mezquino. A ello hay que añadir la desventaja de que los mapas sólo permiten deducir de manera Insuficiente la naturaleza del terreno. A principios del verano de 1942 ordenó utilizar los primeros seis tanques Tigre, de los que esperaba mucho, como siempre que aparecía un arma nueva.
Nos anticipó imaginativamente cómo los cañones antitanque rusos de 7,7 cm, que perforaban el blindaje de nuestros Panzer IV incluso a gran distancia, dispararían en vano proyectil tras proyectil, y cómo finalmente los Tigre terminarían arrollando sus cañones.
El Estado Mayor le hizo notar que el subsuelo pantanoso que había a ambos lados de la carretera elegida imposibilitaría toda evolución táctica de los tanques. Pero Hitler rechazó de plano esta objeción y se inició el primer ataque de los Tigre. Todo el mundo esperaba ansioso el resultado y yo también estaba un poco nervioso, pero la prueba general no llegó a producirse. Los rusos dejaron tranquilamente que los tanques pasaran ante su puesto de cañones antitanque y después dio de lleno al primero y al último en el costado, donde el blindaje era más ligero. Los cuatro restantes quedaron inmovilizados porque no podían avanzar ni retroceder, ni tampoco escapar por los lados a causa del suelo pantanoso, y pronto estuvieron también fuera de combate. Hitler no dijo nada sobre aquel fracaso total, ni entonces ni nunca.

El capitán general Jodl exponía la situación del escenario occidental de la guerra, que entonces todavía se desarrollaba en África, después del análisis del frente oriental. También aquí Hitler tendía a entrometerse en todos los detalles. Rommel provocó en distintas ocasiones su enojo, pues a veces se pasaba varios días facilitando informes muy vagos sobre sus movimientos, es decir, encubriéndolos frente al cuartel general, para después lucirse por sorpresa con una posición distinta. Hitler, que sentía un afecto personal por Rommel, se lo toleraba, aunque a disgusto.
Jodl, en su calidad de jefe de la plana mayor de la Wehrmacht, tendría que haber sido en realidad el coordinador de los distintos escenarios bélicos, título que Hitler se había arrogado aunque no lo ejerciera, por lo que Jodl en el fondo no tenía ninguna tarea definida. Con el fin de tener al menos un campo de actividad, la plana mayor de la Wehrmacht se hizo cargo de la dirección independiente de cada uno de estos escenarios, así que de hecho había dos estados mayores y Hitler actuaba como arbitro entre ellos, cosa que respondía al principio de la competencia al que ya he aludido varias veces.

Cuanto más crítica se volvía la situación, más duramente disputaban entre sí los dos estados mayores para que se trasladaran más divisiones del Este al Oeste, o viceversa. Tras exponerse la situación del Ejército de Tierra, de la Marina y aérea, se pasaba a informar concisamente sobre los sucesos de las últimas veinticuatro horas, tarea de la que solía encargarse un oficial de enlace o algún asistente del arma de que se tratara, aunque alguna vez lo hacía el comandante en jefe correspondiente. Los ataques contra Inglaterra y los bombardeos de las ciudades alemanas se trataban con brevedad, al igual que los últimos éxitos en la guerra submarina. Hitler dejaba amplísima libertad a sus comandantes en jefe para dirigir las batallas aéreas y navales y, al menos en aquel tiempo, intervenía en ellas en contadas ocasiones y sólo como asesor.

Acto seguido, Keitel presentaba a Hitler algunos documentos para que los firmara. Por lo general se trataba de «órdenes de garantía», en parte temidas y en parte objeto de burla, que tenían el objeto de cubrirlo a él o a otra persona de futuros reproches. En aquella época califiqué este procedimiento de intolerable abuso de la firma de Hitler, puesto que de ese modo adquirían forma de orden unas ideas e intenciones totalmente incompatibles, lo que generaba un embrollo inextricable.

La habitación donde tenían lugar aquellas reuniones era relativamente pequeña, teniendo en cuenta que acudía a ellas bastante gente, y por lo tanto el aire enseguida se viciaba, lo que a mí, como a la mayoría, me adormecía. Había un dispositivo para renovar el aire, pero Hitler opinaba que producía una «sobrepresión» que daba dolor de cabeza y lo embotaba, y por eso sólo funcionaba antes y después de las reuniones. Por otra parte, la ventana solía estar cerrada y las cortinas corridas aunque el tiempo fuera excelente. Todo esto hacía que la atmósfera estuviera muy cargada.

Yo había esperado que durante las conferencias estratégicas reinara un silencio respetuoso, y me sorprendió que los oficiales a los que no les tocaba participar conversaran entre ellos, aunque lo hacían en voz baja. También era frecuente que durante la reunión se formara un grupo en el fondo que charlaba sin tener en cuenta la presencia de Hitler. Todas aquellas conversaciones secundarias hacían que hubiera un murmullo continuo que a mí me habría puesto nervioso, pero a Hitler sólo lo molestaba que las voces subieran de tono, y bastaba que levantara la cabeza desaprobadoramente para que el ruido disminuyera.


Continuará.


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Más o menos desde otoño de 1942, había que tener mucho cuidado si se querían manifestar opiniones contrarias a las de Hitler respecto a asuntos de importancia durante aquellas reuniones. Aún permitía las objeciones de terceras personas, pero no de los que pertenecían a su entorno habitual. Cuando trataba de convencer a alguien, comenzaba a divagar y procuraba generalizar tanto como podía. Apenas dejaba hablar a sus interlocutores. Si en el transcurso de la discusión surgía un punto controvertido, solía escurrirse con gran habilidad y el asunto quedaba aplazado. Decía que los jefes militares no estaban dispuestos a ceder en presencia de los oficiales de su plana mayor. Es posible que también contara con sacar más partido de su magia personal y su poder de convicción en una entrevista privada. Como por teléfono estas dos cualidades tenían menos efecto, Hitler mostró siempre una manifiesta aversión a mantener discusiones telefónicas importantes.

Además de la «gran sesión», después se celebraba una «sesión de tarde» en la que un joven oficial del Estado Mayor se entrevistaba a solas con Hitler y le exponía la evolución de las últimas horas. A veces Hitler hacía que lo acompañara en ellas después de comer juntos. Sin duda se mostraba mucho más relajado entonces que durante la «gran sesión». La atmósfera resultaba mucho más respirable.
El entorno de Hitler tenía su parte de culpa en el hecho de que este se convenciera cada vez más de que tenía facultades sobrehumanas. Ya al mariscal Blomberg, el primer y último ministro de Guerra del Reich de Hitler, se había dedicado a ensalzar su extraordinario genio estratégico. Incluso alguien que tuviera una personalidad más controlada y modesta que él habría perdido la capacidad de juzgarse a sí mismo a causa de los continuos himnos de alabanza y de los atronadores aplausos que recibía.

Por su manera de ser, a Hitler le gustaba aceptar consejos de personas que vieran las cosas aún con más optimismo e ilusión que él. Ese solía ser el caso de Keitel. Siempre que Hitler adoptaba una resolución que los oficiales aceptaban sin expresar asentimiento, sólo con un ostensible silencio, Keitel trataba de apoyarlo con convicción. Siempre estaba cerca de él y se había rendido por completo a su influencia. A lo largo de los años, este general honorable y sólidamente burgués se había convertido en un criado servil, hipócrita y sin instinto. En el fondo, a Keitel lo hacía sufrir su propia debilidad. La inutilidad de iniciar cualquier discusión con Hitler lo había llevado a prescindir de sus propias opiniones. Por otra parte, si las hubiese defendido con firmeza, Hitler lo habría sustituido por otro Keitel.

Cuando, en 1943-1944, Schmundt, ayudante en jefe de Hitler y jefe de personal del Ejército, intentó con muchos otros que Keitel fuera sustituido por el enérgico mariscal Kesselring, Hitler contestó que no podía prescindir de él, pues le era «fiel como un perro». Quizás Keitel fuera la encarnación más perfecta del tipo de hombre que Hitler necesitaba a su lado.
También eran raras las ocasiones en que el capitán general Jodl contradecía abiertamente a Hitler. Solía proceder de un modo estratégico. Por lo general se guardaba sus propias opiniones, puenteando así las situaciones difíciles, pero sólo para conseguir más tarde que Hitler modificara su actitud, llegando incluso a hacer que rectificara resoluciones ya adoptadas. Las palabras despectivas con que a veces aludía a Hitler demostraban que había logrado conservar una visión relativamente clara de los acontecimientos. Los subordinados de Keitel, como por ejemplo su representante, el general Warlimont, difícilmente iban a tener más coraje que él. Al fin y al cabo, Keitel no los defendía cuando Hitler los atacaba. En ocasiones, mediante insignificantes adiciones que Hitler no acertaba a comprender, conseguían revocar órdenes claramente contraproducentes. Bajo la dirección del sumiso y dependiente Keitel, el Alto Mando de la Wehrmacht tenía que recurrir a toda clase de rodeos para poder llegar a su meta.

Es posible que también cierto cansancio permanente haya contribuido a la sumisión del generalato. El horario de trabajo de Hitler no guardaba relación con la jornada habitual de trabajo del Alto Mando de la Wehrmacht, lo que muchas veces impedía a sus componentes dormir a horas regulares. Puede que esta clase de sobreesfuerzos desempeñe un papel más importante del que se suele admitir, sobre todo cuando se exige un rendimiento máximo a largo plazo. También en el trato privado tanto Keitel como Jodl daban la impresión de estar siempre cansados. Con el fin de romper este círculo de agotamiento, además de a Fromm quise introducir en el cuartel general también a mi amigo el mariscal Milch, que ya me había acompañado en varias ocasiones con el pretexto de exponer asuntos de la Central de Planificación.
Algunas veces salió bien y Milch pudo ganar terreno frente a Hitler con su plan de imponer un programa de producción de cazas en lugar de la flota prevista de grandes bombarderos. Pero entonces Göring le prohibió volver a presentarse en el cuartel general.

En mi What IF yo ahorco a Göring y en su reemplazo nombro a Milch.

Para los que desen leer mi What IF, el link es: what-if-imaginemos-un-barbarroja-en-2-etapas-t35809.html

Continuará.


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Cuando me reuní con él a fines de 1942 en el pabellón que se había construido para sus breves estancias en el cuartel general, Göring me pareció exhausto. Disponía de sillones cómodos y no tenía que sufrir una instalación tan espartana como la de Hitler en su bunker de trabajo. Me dijo con voz apesadumbrada:
—Nos podremos dar por satisfechos si después de esta guerra Alemania conserva las fronteras de 1933.

Aunque trató de corregir inmediatamente esta observación con unas cuantas banalidades, tuve la impresión de que veía acercarse la derrota, a pesar de la desfachatez con que siempre seguía la corriente a Hitler.
Cuando llegaba al cuartel general del Führer, acostumbraba retirarse unos minutos a su pabellón particular, mientras que Bodenschatz, el general de enlace entre Hitler y Göring, abandonaba la reunión estratégica para, según suponíamos, informar por teléfono a Göring de las cuestiones más conflictivas. Un cuarto de hora después este entraba en la sala y defendía con el mayor énfasis, sin necesidad de que se le invitara a hacerlo, precisamente el mismo punto de vista que Hitler acababa de intentar imponer a su generalato. Entonces Hitler miraba significativamente en derredor suyo y decía:
—¿Lo ven? El mariscal del Reich opina exactamente lo mismo.

Continuará.


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La tarde del 7 de noviembre de 1942 acompañé a Hitler en su tren especial a Munich; durante estos viajes, liberado de la rutina del cuartel general, era más accesible a las prolijas discusiones sobre asuntos armamentistas de carácter general. El tren disponía de radio, teletipo y centralita telefónica. Jodl y algunos oficiales del Estado Mayor acompañaban a Hitler.
El ambiente era tenso. Llevábamos ya un retraso de muchas horas, pues en cada estación importante se hacía una larga parada para conectar el cable telefónico a la red de los ferrocarriles y obtener así las últimas noticias. Desde primera hora de la mañana, un impresionante convoy, escoltado por una gran formación naval, estaba entrando en el Mediterráneo por el estrecho de Gibraltar.

Años atrás, Hitler solía mostrarse al pueblo por la ventanilla de su tren especial en cada parada. Sin embargo, ahora no deseaba hacerlo, por lo que las cortinas que daban al andén se bajaban en cada estación. Por la noche, cuando nos sentamos a cenar con Hitler a la mesa ricamente servida del vagón comedor revestido de palisandro, ninguno de nosotros se dio cuenta al principio de que en la vía contigua a la nuestra se había detenido un tren de mercancías: desde los vagones de transporte de ganado, las caras de los soldados alemanes que llegaban del Este derrotados, hambrientos y heridos miraban fijamente la comida. Al alzar la vista, Hitler vio la siniestra escena a dos metros de su ventana. Sin saludar, sin manifestar la menor reacción, ordenó enseguida a su criado que bajara las cortinas. Así fue como, en la segunda mitad de la guerra, terminó uno de los raros encuentros de Hitler con simples soldados del frente entre los que él mismo se contaba tiempo atrás.

En cada estación se comprobaba que el número de unidades navales avistadas había aumentado. Se estaba iniciando una operación sin igual. Por fin se terminó el paso del estrecho. Todos los barcos de los que habían informado los aviones de reconocimiento navegaban ahora por el Mediterráneo rumbo al Este.
—Es la operación de desembarco más grande de la Historia —declaró Hitler con respeto, a pesar de que quizá se daba cuenta de que se dirigía contra él.

La flota de desembarco se mantuvo al norte de las costas de Argelia y Marruecos hasta la mañana siguiente. Durante la noche, Hitler desarrolló varias versiones distintas para explicar aquel enigmático comportamiento. En su opinión, lo más probable era que se tratara de una gran maniobra para fortalecer la ofensiva contra el apurado Afrika Korps; las unidades navales debían de estarse concentrando para cruzar el canal entre Sicilia y África al amparo de la oscuridad, que las protegería de los ataques de la aviación alemana. O bien, y esto respondía mejor a su arriesgada visión de las operaciones militares:
—El enemigo va a desembarcar esta misma noche en Italia central. Ahí no topará con ninguna resistencia. No hay tropas alemanas, los italianos echarán a correr, y así podrán separar el norte de Italia del sur. ¿Qué será de Rommel entonces? Enseguida estará perdido. No le quedan reservas y nosotros no podremos enviarle refuerzos.

Hitler se embriagaba con la posibilidad de planear operaciones de gran envergadura, lo que le estaba negado hacía tiempo, y se ponía más y más en la piel del enemigo:
—Yo ocuparía Roma inmediatamente y formaría allí un nuevo Gobierno italiano.
O, y esa sería la tercera posibilidad, desembarcaría con esta gran flota en el sur de Francia. Siempre hemos sido demasiado condescendientes. ¡Miren de qué nos sirve! Allí no hay fortificaciones ni tropas alemanas. Es un error que no tengamos nada allí. ¡Naturalmente, el gobierno de Pétain no va a ofrecer resistencia!.

Parecía haber olvidado que aquella amenaza mortal se dirigía contra él.

Continuará.


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Las reflexiones de Hitler dejaban a un lado la realidad. A él nunca se le habría ocurrido no vincular semejante operación de desembarco a un gran golpe. Hacer aterrizar las tropas en posiciones seguras desde las que se pudieran extender de un modo sistemático, no arriesgar más de lo necesario: esta era una estrategia totalmente ajena a su manera de ser. Pero sí tuvo algo claro aquella noche: el segundo frente empezaba a ser una realidad.
Todavía recuerdo lo escandalizado que me sentí cuando al día siguiente Hitler pronunció un gran discurso con ocasión del aniversario de su fracasado golpe de Estado del año 1923. En vez de aludir a la gravedad de la situación y hacer un llamamiento al pueblo alemán para que extremara sus esfuerzos, se mostró banal, seguro de la victoria y lleno de confianza:
—Son bien tontos —dijo apostrofando a nuestros enemigos, cuyas operaciones seguía con cierto respeto el día anterior— si piensan que algún día podrán destruir Alemania... Nosotros no vamos a caer; así pues, caerán ellos.

A fines de otoño de 1942, Hitler constató triunfante, durante una reunión estratégica:
—Los rusos envían a combatir a sus cadetes.170 Es la prueba más segura de que están acabados. Uno sólo sacrifica a sus futuros oficiales cuando ya no le queda nada más.

Unas semanas más tarde, el 19 de noviembre de 1942, Hitler, retirado desde hacía unos días en el Obersalzberg, recibió las primeras noticias de la gran ofensiva rusa de invierno, que conduciría, nueve semanas después, a la capitulación de Stalingrado.
Fuertes contingentes soviéticos habían abierto brecha en las posiciones que el ejército rumano defendía en Serafinov mediante violentas descargas de la artillería. Al principio, Hitler trató de explicar y minimizar la catástrofe hablando con menosprecio del valor combativo de sus aliados, pero las tropas soviéticas no tardaron en derrotar también a las divisiones alemanas. El frente comenzaba a desmoronarse.

Hitler se paseaba de un lado a otro de la gran sala del Berghof diciendo:
—Nuestros generales están volviendo a cometer sus viejos errores. Siempre sobrestiman la fuerza de los rusos. Según los informes que llegan del frente, el enemigo no dispone de bastantes hombres. Su posición es débil, ha perdido demasiada sangre. Pero, naturalmente, nadie quiere tener en cuenta estos informes. Y además, ¡qué mala formación tienen los oficiales rusos! No se puede contar con ellos para organizar ninguna ofensiva. ¡Nosotros sabemos lo que hace falta para eso! A la corta o a la larga, se van a quedar simplemente inmovilizados. Quemados por el esfuerzo. Entonces mandaremos allí a unas cuantas divisiones de refresco que se ocuparán de poner orden.

Retirado en su montaña, Hitler no comprendía lo que se le estaba viniendo encima.

La nube de irrealidad en la que vivía Hitler fue fatal para el pobre VI ejército.

Continuará.


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Sin embargo, tres días después, al ver que las malas noticias no cesaban, se puso precipitadamente en camino hacia la Prusia Oriental.
Unos días más tarde, en Rastenburg, pude ver en el mapa del Estado Mayor que cubría el sector meridional, de Voronej a Stalingrado, una extensión de 200 kilómetros marcada con gran cantidad de flechas rojas que señalaban los movimientos ofensivos de las tropas soviéticas, interrumpidas por pequeños círculos azules que designaban los reductos de resistencia de las divisiones alemanas y aliadas. Stalingrado estaba rodeada de círculos rojos. Preocupado, Hitler ordenó que unidades procedentes de todos los demás sectores del frente y de los territorios ocupados se dirigieran a toda prisa hacia allí. Y es que no había unidades de reserva, a pesar de que el general Zeitzler, mucho antes de que el frente se derrumbara, había hecho observar que las divisiones situadas en el sur de Rusia tenían que defender un sector de inusual longitud,172 por lo que no estarían en condiciones de resistir un ataque a fondo de las tropas rusas.

Cuando Stalingrado ya estaba cercada, Zeitzler, cuya cara enrojecida reflejaba falta de sueño, insistió enérgicamente en su opinión de que el VI Ejército tenía que batirse en retirada hacia el Oeste. Expuso con todo detalle que el avituallamiento de los sitiados era insuficiente y se refirió a la falta de combustible, que impedía que los soldados que luchaban entre las ruinas o en los campos nevados, a muchos grados bajo cero, recibieran comida caliente. Hitler permaneció tranquilo y firme, como si quisiera dar a entender que la excitación de Zeitzler se debía a una psicosis.
—La contraofensiva que he ordenado lanzar desde el sur conseguirá levantar el sitio de Stalingrado, y la situación quedará restablecida. No es la primera vez que nos las vemos con algo así, y al final siempre hemos sabido imponernos.

Hitler ordenó que se estacionaran trenes de refuerzo y de avituallamiento tras las tropas que se aprestaban a la contraofensiva, con el fin de aliviar las penurias de los sitiados en cuanto se levantara el cerco. Zeitzler contradijo a Hitler: las fuerzas destinadas a la contraofensiva eran demasiado débiles. No obstante, si conseguían unirse a un VI Ejército que se hubiera retirado hacia el Oeste, estarían en situación de establecer nuevas posiciones más al sur. Hitler sostenía lo contrario, pero Zeitzler no cedía. Ya llevaban más de media hora discutiendo cuando la paciencia de Hitler llegó a su fin.
—Tenemos que conservar Stalingrado y basta. Tenemos que hacerlo, es una posición clave. Si interrumpimos el tráfico por el Volga en este punto, causaremos grandes dificultades a los rusos. ¿Cómo transportarán el trigo desde el sur de Rusia hacia el norte?. (Hitler estaba tan alienado de la realidad que sonaba ridículo y patético ante la tragedia que se desplegaba a sus ojos. Lo que no entiendo cómo los demás adulones de Jodl, Keitel Zeitzler no hacían nada para evitar el desastre).

Hitler no sonaba muy convincente; yo tuve más bien la impresión de que Stalingrado era un símbolo para él. Sin embargo, por de pronto la discusión terminó con estas palabras.

Al día siguiente, la situación había empeorado. Los ruegos de Zeitzler eran más apremiantes. En la sala de reuniones reinaba un ambiente opresivo, y el propio Hitler parecía abatido y agotado. Incluso llegó a hablar de retirada, e hizo calcular de nuevo cuántas toneladas de vituallas diarias hacían falta para mantener la fuerza combativa de aquellos más de 200.000 soldados.

Veinticuatro horas más tarde, el destino del ejército sitiado quedó definitivamente decidido, pues en la sala de conferencias hizo su aparición un Göring fresco y resplandeciente como un tenor de opereta en el papel de mariscal victorioso del Reich.

Hitler, deprimido, con un tonillo suplicante en la voz, le preguntó:
—¿Qué pasa con el abastecimiento de Stalingrado desde el aire?.
Göring se puso firmes y contestó solemnemente:
—¡Mein Führer, le garantizo que el VI Ejército, sitiado en Stalingrado, será abastecido desde el aire! ¡Puede confiar en ello!.


Göring fue tan miserable y patético como Hitler y compartió responsabilidades con Hitler.

Continuará.


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