Sección 8: Pacto en la Sombra
Las luces bajas de la suite de un hotel discreto en Túnez creaban un ambiente propicio para conversaciones delicadas. El Coronel Amin al-Zahra, vestido con un traje civil que no lograba ocultar su porte militar, esperaba. Frente a él, sentado con una calma estudiada, estaba un hombre corpulento con un bigote espeso y ojos atentos: el Mayor Jamal al-Fassi, un oficial de inteligencia libio con acceso directo a los círculos de poder en Trípoli.
—Mi Presidente Bassiri le envía sus saludos, Mayor al-Fassi —comenzó Al-Zahra, la formalidad un delgado velo sobre la desesperación—. La situación en lo que queda de Marruecos es... precaria. España y Argelia han despojado a nuestra nación y ahora consolidan su ocupación sobre tierras históricas.
Al-Fassi asintió lentamente. —Conocemos la situación, Coronel al-Zahra. El Líder de la Revolución, el Coronel Gaddafi, sigue de cerca los acontecimientos en el Magreb. No vemos con buenos ojos la expansión de potencias... ajenas a la verdadera causa árabe en la región. Ni tampoco la complacencia de algunos regímenes.
Al-Zahra entendió la indirecta a España (y quizás a la propia Argelia, a la que Gadafi a veces veía con recelo). —Nuestro gobierno, y muchos marroquíes que viven bajo la ocupación o en el exilio, están decididos a resistir. Pero nos faltan recursos. Necesitamos apoyo. Armas, fondos, un lugar para entrenar a nuestros jóvenes patriotas que quieren luchar contra el ocupante español.
Al-Fassi sonrió, apenas perceptible. —El Líder Gaddafi admira el espíritu de resistencia. Libia siempre está dispuesta a apoyar a los movimientos que luchan contra el imperialismo y la ocupación. Podemos proporcionar... asistencia. Cierta cantidad de fondos, armas ligeras, y facilidades de entrenamiento. En Libia, o quizás en algún otro lugar amigo.
La oferta era exactamente lo que esperaban, pero Al-Zahra sabía que no sería gratis. —¿Qué espera Libia a cambio, Mayor?
Al-Fassi se inclinó ligeramente. —El Líder Gaddafi espera que la lucha de los marroquíes patriotas sirva a una causa más amplia: la unidad árabe genuina, la expulsión de las influencias extranjeras, y la consolidación de regímenes verdaderamente revolucionarios en la región. Espera lealtad a la causa panarabista... tal como la define el Líder. Y quizás... compartir información sobre las actividades de España y de aquellos que se oponen a nuestra visión.
Al-Zahra tragó saliva. Era un pacto con el diablo, pero ¿qué otra opción tenían? La supervivencia de la idea misma de un Marruecos libre y unificado parecía depender de ello. —Transmitiré sus condiciones a Presidente Bassiri. Creo que encontraremos puntos en común.
—Asegúrese de ello, Coronel —dijo Al-Fassi, su sonrisa desapareciendo—. Nuestros canales deben ser seguros y discretos. Nadie debe saber de esta conexión. Especialmente... nuestros amigos argelinos, que aprecian la discreción en ciertos asuntos.
La indirecta era clara. Argelia, aunque hostil a España, no vería con buenos ojos que Libia interfiriera o apoyara a un régimen marroquí al que ellos mismos habían contribuido a desmembrar. Este pacto en la sombra creaba una red de lealtades y rivalidades cruzadas.
Al-Zahra asintió. —Discreción absoluta.
Se estrecharon la mano, sellando un acuerdo peligroso. El Coronel Amin al-Zahra tenía ahora la tarea de ser el hilo conductor entre la desesperación de Rabat y la errática generosidad de Trípoli, un enlace vital para la tenue esperanza de resistencia marroquí.
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El ave negra (what if).
Sección 09: Ecos desde el Sur
El Coronel Ramiro Fuentes ajustó la lámpara de su escritorio, proyectando un círculo de luz sobre los informes mecanografiados que tenía delante. Las ventanas de su despacho en el Cuartel General del Ejército, a pesar de estar insonorizadas, no lograban acallar por completo el murmullo distante de la ciudad de Madrid. Era un miembro respetado de la inteligencia militar, uno de esos oficiales que trabajaba en la sombra, intentando dar sentido al incierto panorama estratégico de principios de los 70.
Los informes provenían de diversas fuentes: agregado militar en Argel (aunque su acceso era limitado), interceptaciones electrónicas (siempre difíciles con los sistemas argelinos y soviéticos), redes de informantes (a menudo poco fiables o dobles), y análisis de imágenes satelitales disponibles (primitivas para los estándares modernos, pero algo era algo).
Lo que Fuentes estaba viendo no era una imagen clara, sino una serie de "ecos" inquietantes. Había un aumento notable en la actividad de ciertas instalaciones militares en el interior de Argelia, zonas remotas del desierto que parecían experimentar un tráfico inusual de vehículos pesados y la construcción de nuevas estructuras, algunas subterráneas. Los patrones de comunicación del Alto Mando argelino mostraban picos de actividad inusual, a menudo utilizando canales cifrados que la inteligencia española no lograba descifrar completamente.
También había informes fragmentados sobre movimientos extraños en algunos puertos argelinos, ajenos a la actividad comercial habitual o a los ejercicios navales ya conocidos con los soviéticos. Y, quizás lo más desconcertante, sus informantes más fiables (aquellos menos dados a la exageración) susurraban sobre un aumento paranoico en la seguridad interna argelina, centrado en "proyectos de alta prioridad" y una vigilancia férrea sobre cierto personal científico y técnico. Había una mención velada a un "activo de alto valor" cuya seguridad era una obsesión para la contrainteligencia argelina (el DGPS).
Fuentes frunció el ceño. Tomó una taza de café ya frío. Ninguno de estos informes, por sí solo, era una prueba concluyente de nada específico. Podía ser un ejercicio a gran escala, un programa de desarrollo militar convencional, una campaña interna de represión. Pero juntos, creaban un patrón de actividad clandestina y secreta que apuntaba a algo más significativo de lo habitual.
Sabía que el Ministro de la Torre estaba particularmente preocupado por Argelia y la influencia soviética. También sabía que el General Mendoza y su círculo en la inteligencia militar estaban más enfocados en la seguridad del Proyecto Íslero y en la lucha por el control interno del régimen. Presentar estos informes fragmentados corría el riesgo de ser desestimado como alarmismo o distracción.
Sin embargo, la persistencia de los "ecos" era difícil de ignorar. La actividad en esas instalaciones remotas, el secretismo en las comunicaciones, la vigilancia sobre el personal científico... no encajaba del todo con un programa convencional. ¿Podría Argelia, con la ayuda soviética, estar desarrollando algo... diferente?
Fuentes tomó un bolígrafo y comenzó a redactar un resumen para sus superiores. Lo haría de forma concisa, objetiva, presentando los datos sin conclusiones definitivas, pero subrayando los patrones inusuales y el alto nivel de secretismo argelino. Mencionaría la posibilidad de "desarrollos militares no convencionales" como una de las explicaciones posibles, aunque sin pruebas sólidas.
Sabía que este informe se filtraría a través de los complejos canales de la inteligencia española, dividida por lealtades y prioridades internas. Quizás llegaría a manos del General Mendoza como una justificación más para la necesidad de control militar sobre cualquier activo estratégico. Quizás captaría la atención de Manuel de la Torre como una confirmación de sus temores. O quizás, simplemente, se perdería en el laberinto burocrático del régimen.
Pero el Coronel Fuentes sentía que era su deber señalar esos ecos. Algo importante estaba sucediendo al otro lado del Mediterráneo. Y España, ensimismada en sus propias luchas internas y secretos, podría no estar prestando la atención necesaria.
El Coronel Ramiro Fuentes ajustó la lámpara de su escritorio, proyectando un círculo de luz sobre los informes mecanografiados que tenía delante. Las ventanas de su despacho en el Cuartel General del Ejército, a pesar de estar insonorizadas, no lograban acallar por completo el murmullo distante de la ciudad de Madrid. Era un miembro respetado de la inteligencia militar, uno de esos oficiales que trabajaba en la sombra, intentando dar sentido al incierto panorama estratégico de principios de los 70.
Los informes provenían de diversas fuentes: agregado militar en Argel (aunque su acceso era limitado), interceptaciones electrónicas (siempre difíciles con los sistemas argelinos y soviéticos), redes de informantes (a menudo poco fiables o dobles), y análisis de imágenes satelitales disponibles (primitivas para los estándares modernos, pero algo era algo).
Lo que Fuentes estaba viendo no era una imagen clara, sino una serie de "ecos" inquietantes. Había un aumento notable en la actividad de ciertas instalaciones militares en el interior de Argelia, zonas remotas del desierto que parecían experimentar un tráfico inusual de vehículos pesados y la construcción de nuevas estructuras, algunas subterráneas. Los patrones de comunicación del Alto Mando argelino mostraban picos de actividad inusual, a menudo utilizando canales cifrados que la inteligencia española no lograba descifrar completamente.
También había informes fragmentados sobre movimientos extraños en algunos puertos argelinos, ajenos a la actividad comercial habitual o a los ejercicios navales ya conocidos con los soviéticos. Y, quizás lo más desconcertante, sus informantes más fiables (aquellos menos dados a la exageración) susurraban sobre un aumento paranoico en la seguridad interna argelina, centrado en "proyectos de alta prioridad" y una vigilancia férrea sobre cierto personal científico y técnico. Había una mención velada a un "activo de alto valor" cuya seguridad era una obsesión para la contrainteligencia argelina (el DGPS).
Fuentes frunció el ceño. Tomó una taza de café ya frío. Ninguno de estos informes, por sí solo, era una prueba concluyente de nada específico. Podía ser un ejercicio a gran escala, un programa de desarrollo militar convencional, una campaña interna de represión. Pero juntos, creaban un patrón de actividad clandestina y secreta que apuntaba a algo más significativo de lo habitual.
Sabía que el Ministro de la Torre estaba particularmente preocupado por Argelia y la influencia soviética. También sabía que el General Mendoza y su círculo en la inteligencia militar estaban más enfocados en la seguridad del Proyecto Íslero y en la lucha por el control interno del régimen. Presentar estos informes fragmentados corría el riesgo de ser desestimado como alarmismo o distracción.
Sin embargo, la persistencia de los "ecos" era difícil de ignorar. La actividad en esas instalaciones remotas, el secretismo en las comunicaciones, la vigilancia sobre el personal científico... no encajaba del todo con un programa convencional. ¿Podría Argelia, con la ayuda soviética, estar desarrollando algo... diferente?
Fuentes tomó un bolígrafo y comenzó a redactar un resumen para sus superiores. Lo haría de forma concisa, objetiva, presentando los datos sin conclusiones definitivas, pero subrayando los patrones inusuales y el alto nivel de secretismo argelino. Mencionaría la posibilidad de "desarrollos militares no convencionales" como una de las explicaciones posibles, aunque sin pruebas sólidas.
Sabía que este informe se filtraría a través de los complejos canales de la inteligencia española, dividida por lealtades y prioridades internas. Quizás llegaría a manos del General Mendoza como una justificación más para la necesidad de control militar sobre cualquier activo estratégico. Quizás captaría la atención de Manuel de la Torre como una confirmación de sus temores. O quizás, simplemente, se perdería en el laberinto burocrático del régimen.
Pero el Coronel Fuentes sentía que era su deber señalar esos ecos. Algo importante estaba sucediendo al otro lado del Mediterráneo. Y España, ensimismada en sus propias luchas internas y secretos, podría no estar prestando la atención necesaria.
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Seccion 10
El vasto despacho del Jefe del Estado Mayor de la Armada (JEMA) en Madrid olía a cera pulida y salitre. Tras el imponente escritorio de caoba, el Almirante Don Carlos de Breda, un marino de voz calmada pero mirada resuelta, estudiaba un mapa de gran formato del Mediterráneo occidental y la costa africana. Había navegado esas aguas durante décadas, y sentía en sus huesos cómo las corrientes geopolíticas se estaban volviendo turbulentas.
A sus cincuenta y pocos años, el Almirante de Breda representaba a una facción dentro de la Armada consciente de la necesidad de modernizar una flota con recursos limitados y heredera de tecnologías de la posguerra. No era ajeno a la lealtad al régimen, pero su prioridad principal era garantizar que España tuviera una Armada capaz de defender sus costas, proteger sus intereses (ahora expandidos en África) y operar en un mar cada vez más disputado.
Llamó a su ayudante. —Teniente, tráigame los últimos informes sobre plataformas de alta velocidad. Los de aliscafos y aerodeslizadores.
Minutos después, repasaba documentos y fotografías de buques rápidos extranjeros: elegantes hidroalas italianos cortando olas, y extraños aerodeslizadores soviéticos y británicos deslizándose sobre la superficie del agua y la tierra.
"La velocidad es clave, Carlos," le había dicho una vez un viejo camarada británico en Gibraltar, "en este mar, el que llega primero y golpea rápido a menudo gana."
El Almirante de Breda estaba de acuerdo. La Armada necesitaba responder rápidamente a las amenazas emergentes: lanchas rápidas de misiles y torpederos argelinos respaldados por la 5ª Escuadra soviética (Sección 4, 6), la necesidad de patrullar miles de kilómetros de nuevas costas en África (Prólogo, Sección 10), y la urgencia de reaccionar ante incidentes en puntos calientes como el Estrecho.
Las fragatas y destructores actuales eran esenciales, pero carecían de la agilidad y la velocidad para ciertas misiones. Los hidroalas o aliscafos le parecían prometedores para la patrulla costera rápida y el ataque relámpago. Podían superar los 40 nudos, volar literalmente sobre las olas, lo que los hacía menos vulnerables a las minas y más rápidos en mares agitados. Tenía informes sobre diseños italianos que parecían particularmente avanzados, y pensaba que España debería considerar seriamente su adquisición o, al menos, la compra de licencias.
Los aerodeslizadores eran otra posibilidad. Recordaba vagamente las pruebas que se habían realizado años atrás en El Carmolí (Murcia) (resultados mixtos, proyectos experimentales que no habían fructificado a gran escala), pero la idea de un vehículo capaz de moverse indistintamente sobre el agua, la arena y terrenos pantanosos tenía una aplicación obvia en la vigilancia y el asalto rápido en las extensas costas africanas, muchas de ellas con zonas de difícil acceso. Podrían ser ideales para desembarcar pequeñas unidades de infantería de marina o equipos de reacción rápida.
Sabía que proponer la inversión en estas tecnologías, vistas por algunos como experimentales o demasiado caras, sería una batalla cuesta arriba. Los recursos eran limitados, el Ejército tenía sus propias prioridades (como el secreto Proyecto Íslero, que él intuía que consumía una parte importante del presupuesto de Defensa, aunque los detalles exactos se le escaparan), y Carrero Blanco (aunque no estuviera directamente al mando de la Armada) tenía su propia visión de las fuerzas armadas.
Pero el Almirante de Breda estaba convencido. El futuro de la guerra naval en el Mediterráneo pasaba por la velocidad y la flexibilidad. Mientras otros se enfocaban en los grandes buques o los secretos terrestres, él veía el potencial de una flota más ágil, capaz de ser los "ojos y los puños rápidos" de España en un entorno cambiante.
Decidió convocar una reunión con su equipo de planificación naval. Pondría sobre la mesa la urgencia de evaluar seriamente los hidroalas y aerodeslizadores. Era hora de que la Armada tomara la iniciativa en la modernización estratégica, antes de que los acontecimientos en el sur se aceleraran aún más.
—Caballeros —comenzó el Almirante de Breda, señalando un mapa con las rutas marítimas clave—, nuestras responsabilidades han aumentado exponencialmente, mientras que nuestros recursos... siguen siendo limitados. Necesitamos pensar de forma innovadora. Nuestra flota actual es sólida, pero carecemos de la velocidad y la versatilidad para responder eficazmente a ciertas amenazas y para operar en los entornos costeros y litorales de nuestras nuevas posesiones.
El Capitán de Navío Antonio Robles, jefe del departamento de Planificación, tomó la palabra. —Almirante, hemos estado evaluando plataformas de alta velocidad. Los hidroalas o aliscafos, como los desarrollados en Italia, ofrecen velocidades superiores a los 40 nudos. Podrían ser ideales para patrullas rápidas en el Estrecho, interceptación de embarcaciones de alta velocidad, y vigilancia costera. Su tecnología está probada, aunque su operación requiere aguas relativamente calmadas y su coste unitario es elevado.
Otro oficial, el Comandante Javier Ortiz, presentó diapositivas sobre aerodeslizadores. —Hemos revisado los informes de las pruebas pasadas en El Carmolí. Aunque fueron prototipos iniciales, la capacidad de transitar entre agua y tierra es única. Para el control de las costas africanas, muchas de ellas con playas de difícil acceso y zonas pantanosas, un aerodeslizador rápido con capacidad de transporte ligero sería invaluable para desembarcar unidades de Infantería de Marina o equipos de reacción. Sin embargo, la tecnología es más compleja, su mantenimiento exigente y su perfil acústico... considerable.
El Almirante de Breda asintió, absorbiendo la información. —Ambas tecnologías tienen potencial, pero debemos ser realistas con los costes y las aplicaciones. ¿Y qué hay de nuestra capacidad de proyección de fuerza más allá de la superficie?
La conversación giró hacia la aviación naval. El Capitán de Navío Enrique Giménez, del departamento de Material, intervino. —Nuestro portaaviones Dédalo sigue siendo el eje de nuestra capacidad aeronaval. Nuestros helicópteros SH-3 Sea King son esenciales para la guerra antisubmarina y el transporte. Pero necesitamos una capacidad de ala fija que nos dé más pegada y flexibilidad desde el portaaviones, especialmente uno de sus características.
Giménez mostró una diapositiva de un avión con aspecto peculiar. —Nuestros agregados en Estados Unidos han informado sobre los notables avances del avión de despegue y aterrizaje vertical/corto AV-8A Harrier. Es un concepto revolucionario. Podría operar perfectamente desde la cubierta del Dédalo, sin necesidad de catapultas o cables de apontaje. Nos daría una capacidad de ataque a tierra, apoyo cercano y reconocimiento aéreo que actualmente no tenemos.
—El Ejército del Aire tiene sus propias prioridades —señaló un oficial escéptico—, y el coste sería... considerable. Además, la tecnología es nueva.
—Pero la necesidad es apremiante, Capitán —replicó De Breda con firmeza—. Con la creciente actividad argelina y soviética, y la responsabilidad de defender las nuevas provincias, un portaaviones con capacidad de ala fija como el Harrier nos daría una ventaja estratégica fundamental. Nos permitiría proyectar poder aéreo rápido sobre zonas costeras, apoyar operaciones anfibias con aerodeslizadores (si los adquirimos), y tener una capacidad de disuasión creíble en el Mediterráneo y el Atlántico.
La discusión continuó, sopesando los pros y los contras, el presupuesto, las prioridades del régimen y la urgencia estratégica. El Almirante de Breda dejó clara su posición: la Armada debía explorar activamente la adquisición de hidroalas o aerodeslizadores para roles específicos, y, crucialmente, debía priorizar y acelerar la adquisición de los aviones Harrier para el Dédalo. Era una inversión estratégica indispensable para el futuro de la Armada y la defensa de España en esta nueva y peligrosa era.
El vasto despacho del Jefe del Estado Mayor de la Armada (JEMA) en Madrid olía a cera pulida y salitre. Tras el imponente escritorio de caoba, el Almirante Don Carlos de Breda, un marino de voz calmada pero mirada resuelta, estudiaba un mapa de gran formato del Mediterráneo occidental y la costa africana. Había navegado esas aguas durante décadas, y sentía en sus huesos cómo las corrientes geopolíticas se estaban volviendo turbulentas.
A sus cincuenta y pocos años, el Almirante de Breda representaba a una facción dentro de la Armada consciente de la necesidad de modernizar una flota con recursos limitados y heredera de tecnologías de la posguerra. No era ajeno a la lealtad al régimen, pero su prioridad principal era garantizar que España tuviera una Armada capaz de defender sus costas, proteger sus intereses (ahora expandidos en África) y operar en un mar cada vez más disputado.
Llamó a su ayudante. —Teniente, tráigame los últimos informes sobre plataformas de alta velocidad. Los de aliscafos y aerodeslizadores.
Minutos después, repasaba documentos y fotografías de buques rápidos extranjeros: elegantes hidroalas italianos cortando olas, y extraños aerodeslizadores soviéticos y británicos deslizándose sobre la superficie del agua y la tierra.
"La velocidad es clave, Carlos," le había dicho una vez un viejo camarada británico en Gibraltar, "en este mar, el que llega primero y golpea rápido a menudo gana."
El Almirante de Breda estaba de acuerdo. La Armada necesitaba responder rápidamente a las amenazas emergentes: lanchas rápidas de misiles y torpederos argelinos respaldados por la 5ª Escuadra soviética (Sección 4, 6), la necesidad de patrullar miles de kilómetros de nuevas costas en África (Prólogo, Sección 10), y la urgencia de reaccionar ante incidentes en puntos calientes como el Estrecho.
Las fragatas y destructores actuales eran esenciales, pero carecían de la agilidad y la velocidad para ciertas misiones. Los hidroalas o aliscafos le parecían prometedores para la patrulla costera rápida y el ataque relámpago. Podían superar los 40 nudos, volar literalmente sobre las olas, lo que los hacía menos vulnerables a las minas y más rápidos en mares agitados. Tenía informes sobre diseños italianos que parecían particularmente avanzados, y pensaba que España debería considerar seriamente su adquisición o, al menos, la compra de licencias.
Los aerodeslizadores eran otra posibilidad. Recordaba vagamente las pruebas que se habían realizado años atrás en El Carmolí (Murcia) (resultados mixtos, proyectos experimentales que no habían fructificado a gran escala), pero la idea de un vehículo capaz de moverse indistintamente sobre el agua, la arena y terrenos pantanosos tenía una aplicación obvia en la vigilancia y el asalto rápido en las extensas costas africanas, muchas de ellas con zonas de difícil acceso. Podrían ser ideales para desembarcar pequeñas unidades de infantería de marina o equipos de reacción rápida.
Sabía que proponer la inversión en estas tecnologías, vistas por algunos como experimentales o demasiado caras, sería una batalla cuesta arriba. Los recursos eran limitados, el Ejército tenía sus propias prioridades (como el secreto Proyecto Íslero, que él intuía que consumía una parte importante del presupuesto de Defensa, aunque los detalles exactos se le escaparan), y Carrero Blanco (aunque no estuviera directamente al mando de la Armada) tenía su propia visión de las fuerzas armadas.
Pero el Almirante de Breda estaba convencido. El futuro de la guerra naval en el Mediterráneo pasaba por la velocidad y la flexibilidad. Mientras otros se enfocaban en los grandes buques o los secretos terrestres, él veía el potencial de una flota más ágil, capaz de ser los "ojos y los puños rápidos" de España en un entorno cambiante.
Decidió convocar una reunión con su equipo de planificación naval. Pondría sobre la mesa la urgencia de evaluar seriamente los hidroalas y aerodeslizadores. Era hora de que la Armada tomara la iniciativa en la modernización estratégica, antes de que los acontecimientos en el sur se aceleraran aún más.
—Caballeros —comenzó el Almirante de Breda, señalando un mapa con las rutas marítimas clave—, nuestras responsabilidades han aumentado exponencialmente, mientras que nuestros recursos... siguen siendo limitados. Necesitamos pensar de forma innovadora. Nuestra flota actual es sólida, pero carecemos de la velocidad y la versatilidad para responder eficazmente a ciertas amenazas y para operar en los entornos costeros y litorales de nuestras nuevas posesiones.
El Capitán de Navío Antonio Robles, jefe del departamento de Planificación, tomó la palabra. —Almirante, hemos estado evaluando plataformas de alta velocidad. Los hidroalas o aliscafos, como los desarrollados en Italia, ofrecen velocidades superiores a los 40 nudos. Podrían ser ideales para patrullas rápidas en el Estrecho, interceptación de embarcaciones de alta velocidad, y vigilancia costera. Su tecnología está probada, aunque su operación requiere aguas relativamente calmadas y su coste unitario es elevado.
Otro oficial, el Comandante Javier Ortiz, presentó diapositivas sobre aerodeslizadores. —Hemos revisado los informes de las pruebas pasadas en El Carmolí. Aunque fueron prototipos iniciales, la capacidad de transitar entre agua y tierra es única. Para el control de las costas africanas, muchas de ellas con playas de difícil acceso y zonas pantanosas, un aerodeslizador rápido con capacidad de transporte ligero sería invaluable para desembarcar unidades de Infantería de Marina o equipos de reacción. Sin embargo, la tecnología es más compleja, su mantenimiento exigente y su perfil acústico... considerable.
El Almirante de Breda asintió, absorbiendo la información. —Ambas tecnologías tienen potencial, pero debemos ser realistas con los costes y las aplicaciones. ¿Y qué hay de nuestra capacidad de proyección de fuerza más allá de la superficie?
La conversación giró hacia la aviación naval. El Capitán de Navío Enrique Giménez, del departamento de Material, intervino. —Nuestro portaaviones Dédalo sigue siendo el eje de nuestra capacidad aeronaval. Nuestros helicópteros SH-3 Sea King son esenciales para la guerra antisubmarina y el transporte. Pero necesitamos una capacidad de ala fija que nos dé más pegada y flexibilidad desde el portaaviones, especialmente uno de sus características.
Giménez mostró una diapositiva de un avión con aspecto peculiar. —Nuestros agregados en Estados Unidos han informado sobre los notables avances del avión de despegue y aterrizaje vertical/corto AV-8A Harrier. Es un concepto revolucionario. Podría operar perfectamente desde la cubierta del Dédalo, sin necesidad de catapultas o cables de apontaje. Nos daría una capacidad de ataque a tierra, apoyo cercano y reconocimiento aéreo que actualmente no tenemos.
—El Ejército del Aire tiene sus propias prioridades —señaló un oficial escéptico—, y el coste sería... considerable. Además, la tecnología es nueva.
—Pero la necesidad es apremiante, Capitán —replicó De Breda con firmeza—. Con la creciente actividad argelina y soviética, y la responsabilidad de defender las nuevas provincias, un portaaviones con capacidad de ala fija como el Harrier nos daría una ventaja estratégica fundamental. Nos permitiría proyectar poder aéreo rápido sobre zonas costeras, apoyar operaciones anfibias con aerodeslizadores (si los adquirimos), y tener una capacidad de disuasión creíble en el Mediterráneo y el Atlántico.
La discusión continuó, sopesando los pros y los contras, el presupuesto, las prioridades del régimen y la urgencia estratégica. El Almirante de Breda dejó clara su posición: la Armada debía explorar activamente la adquisición de hidroalas o aerodeslizadores para roles específicos, y, crucialmente, debía priorizar y acelerar la adquisición de los aviones Harrier para el Dédalo. Era una inversión estratégica indispensable para el futuro de la Armada y la defensa de España en esta nueva y peligrosa era.
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