Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Resultó que ese personaje desconocido que resultó llamarse Felipe de la Ripa era un escritor que acompañaba al ejército para relatar sus glorias —Betorz esperaba que no las miserias—, y darlas a conocer mediante el Heraldo del Reino. El marqués había pensado que al público le agradaría conocer las hazañas españolas de primera mano, y había invitado a varios escritores, que ahora llamaba «corresponsales de guerra», por la correspondencia que enviaban. De la Ripa era un turasionense que había pasado a Valencia para hacer fortuna, y la había encontrado en el Heraldo con su pluma. Lazán, como buen aragonés, había dado preferencia a los de su reino, y De la Ripa había sido de los invitados a acompañarle.

El escritor le contó que había estado en la batalla de Nagimán y que había quedado horrorizado al ver el campo cubierto de cadáveres desmembrados.

—Don Felipe —dijo el desde hacía poco capitán—, solo hay una cosa más triste que una batalla ganada, y es una batalla perdida. Al menos, y por lo que sé, las carroñas que alfombraban ese lugar eran casi todas turcas. En Presburgo, por desgracia, no faltaron las cristianas.

—Es verdad, usted estuvo en Presburgo, entre los que participaron en la gloriosa defensa de la colina Estarce.

—Cierto es. El margrave de Baden-Baden nos había encomendado el extremo de la línea. Desde la colina, los cañones Trubia españoles se cobraron en sangre las intentonas turcas, hasta que, por desgracia, las fuerzas imperiales no pudieron resistir las acometidas de los pichacor… Perdón, de los paganos.

—¿Puede relatarme como fue la batalla?

—Pues la verdad es que no puedo decirle mucho. Si los hispanomoravos estaban en el extremo de la línea, mis hombres eran el extremo de la línea hispanomorava, al otro lado de la colina, desde donde poco se veía. Habíamos ido para instruirles en el empleo de las armas modernas, y nos tocó dirigirlos. Eran buenos chicos que derrotaron una y otra vez los asaltos de esos demonios con turbante, pero al ceder el centro del ejército nos tuvimos que retirar.

—Luego le preguntaré sobre esa retirada, pero antes quisiera que me relatara lo que pasó en Presburgo. Al parecer, fue una masacre.

—De nuevo, solo puedo relatarle lo que oí, porque desde mi posición no divisaba la ciudad. Por lo que me contaron, los demonios se comportaron como lo que eran, demonios, y mataron, violaron y esclavizaron. Sepa que esos malnacidos no tienen temor de Dios y cometen crímenes execrables por allá donde pasan. Como le he dicho, no vi los de Presburgo, pero sí los que cometían en los bosques. Fue ahí donde me convertí en vengador.

—A eso quería llegar ¿Cómo fue que se quedó atrás?

—Tras el ataque de esos perros, la posición el batallón acabó siendo muy comprometida y hubo que retirarse por los bosques. Me encomendaron cubrir ese repliegue. Busqué a algunos moravos que tenían experiencia como cazadores y con su auxilio causé a los sin Dios tales molestias que, en lugar de perseguir al batallón, me persiguieron a mí.

—Con poca fortuna, por lo que veo.

—Usted lo ha dicho. En mi pueblo dicen que es de temer el lobo acorralado, y a mí me intentaron acorralar. Entonces…

Betorz siguió contando sus aventuras mientras De la Ripa escribía. Esa tarde salió un mensajero con el artículo, que se publicó en Valencia quince días después.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La carrera hacia el sur

Mientras el ejército imperial iniciaba las operaciones para expugnar Buda, el ejército español del marqués de Lazán (mandado accidentalmente por Espínola, ya que el marqués se había reunido con el emperador Leopoldo y los generales aliados) había emprendido una marcha acelerada hacia el sur. El objetivo era aprovechar la gran victoria de Nagimán para expulsar a los turcos de la llanura del Danubio. En palabras de Lazán:

«El visir turco había cometido el error de concentrar sus tropas en los alrededores de Viena y, creyendo que el número le daría más fuerza, lo engrosó con mercenarios, con voluntarios asesinos de cristianos indefensos, y con las guardias de las principales plazas. Dios puso en mis manos a los paganos y los pude destruir con Su Ayuda y con la de nuestros aliados, de manera tan aplastante que la llanura del Danubio quedó colmada de cadáveres enemigos. Ahora tenía la oportunidad de reconquistar para la Fe todas esas tierras que dos siglos antes se habían perdido, pero solo si nos movíamos deprisa, ya que el imperio de los enemigos de Dios era muy fuerte y sus recursos, casi inagotables».

Efectivamente, entre las fuerzas destruidas en Nagimán, o que habían quedado aisladas en las fortalezas del Danubio, estaba una fracción importante de las guarniciones de los Balcanes. Para reforzar el ejército turco los pequeños puestos habían sido evacuados, dejando amplísimos espacios sin vigilancia. En los mayores quedaban fuerzas suficientes para mantener sojuzgada a la población, pero nada más. En toda esa extensión, que estaba casi desguarnecida, corrió el pánico cuando los espagi que habían conseguido escapar llevaron la noticia del tremendo desastre. Además, pisándoles los talones llegaba la caballería aliada.

Los únicos contingentes de alguna entidad en Transdanubia eran los moldavos de Jorge Ducas y los valacos de Serban Cantacucino, fuerzas cuya lealtad era dudosa. Ambos príncipes eran cristianos ortodoxos, vasallos del imperio otomano, y habían sido forzados a unirse a la campaña de Viena. Sin embargo, no tenían interés en ampliar el dominio turco, como demostraron proporcionando información a los aliados, y prometiendo retirarse sin combatir. A pesar de ello, sus motivos no estaban claros. Ambos príncipes tenían motivos de resentimiento contra los turcos, que los habían depuesto en alguna ocasión, pero en otras les habían apoyado para hacerse con el poder. Además, Ducas y Cantacucino eran rivales y se habían enfrentado por el trono de Valaquia. Ducas, de origen albanés, había conseguido ser el voivoda de Moldavia con el apoyo otomano, e incluso llegó a príncipe de Valaquia hasta que los turcos lo sustituyeron por su rival; en conjunto, había salido beneficiado de los otomanos, aunque es probable que la pérdida de Valaquia le condicionara; con todo, el albanés temía una rebelión en sus estados, donde conspiraba Stefan Petriceicu, el anterior voivoda, que también había sido apartado por el visir. El caso de Cantacucino ofrecía todavía más dudas, ya que había sustituido a Ducas en Bucarest gracias al apoyo de Estambul. Durante el asedio de Viena, el valaco había enviado mensajeros a los aliados prometiendo retirarse sin luchar; pero también otros en los que proponía a Leopoldo la división del imperio turco (Cantacucino demostró ser de los pocos capaces de ver las letras en la pared), y parece que aspiraba a reinar en Constantinopla como líder de los cristianos balcánicos.

El gran visir no podía prescindir de sus sospechosos vasallos y menos de sus hombres, aunque fueran cristianos, pero ortodoxos. Sin embargo, tampoco se atrevió a conferirles responsabilidades de importancia, desaire que ofendió a los soldados, no solo por la afrenta al honor sino por su deseo de conseguir un buen botín. Primero los desplegó en la orilla del Danubio y en sus islas, hasta que los polacos se acercaron. Entonces los trasladó a las afueras de Viena para que trabajaran en las obras de asedio, algo que fue visto como un insulto. Cuando los españoles llegaron a Neustadt fueron de nuevo trasladados, esta vez a Transdanubia, para proteger la frontera y las comunicaciones terrestres con Belgrado.

El cambio en el despliegue alejó a valacos y moldavos de la llanura vienesa y de la catástrofe de Nagimán. Ducas aprovechó el desastre turco para retirarse con sus tropas a Moldavia, donde los boyardos amenazaban rebelión. Por su parte, Cantacucino había demostrado preferir la cruz a la media luna al no atacar el flanco derecho de Lazán durante la maniobra del lago Balatón; aunque sea más que dudoso lo que un contrataque hubiera podido conseguir, la inacción del príncipe facilitó el cerco del ejército otomano. Sin embargo, el príncipe pensó que cambiar de bando resultaría demasiado arriesgado, ya Bucarest seguía en manos turcas. Finalmente decidió volver a sus estados, no se sabe con certeza si por propia iniciativa (como argumentan los historiadores valacos) o siguiendo las instrucciones de Lazán (el historiador Rigoberto del Gamo encontró en el archivo de la Inquisición Civil una carta en tal sentido, que no se ha podido autentificar). Ante la carencia de pruebas concretas, el consenso entre los historiadores es que Cantacucino estaba buscando su oportunidad mientras seguía con un doble juego. En todo caso, el grueso de los valacos y moldavos se retiró, pero Cantacucino dejó atrás parte de sus fuerzas con órdenes de unirse a los aliados.

Mientras el pánico se extendía entre los turcos de Transdanubia, Lazán siguió acosando a sus enemigos con esa rapidez que le daría el apodo de «el rayo de la guerra». Tras la batalla, envió a la caballería ligera para que acosara al enemigo en fuga, mientras concedía a sus fuerzas solo las pocas horas necesarias para reagruparse. A la mañana siguiente hubiera debido unírsele el cuerpo de Idiáquez, pero el retraso aliado (el grueso de sus fuerzas aun estaba lejos de Nagimán) obligó a enviarlo a Buda. Tuvo que ser el de Espínola el que emprendiera en solitario la persecución, con sus jinetes abriendo paso.



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Lazán no les había dado tiempo ni para suspirar. La división se había agotado peleando en Nagimán, pero los caballos habían quedado en la retaguardia y estaban frescos cual lechugas. El general Larrando de Mauleón solo dejó reposar a sus hombres durante la noche, mientras recibía más municiones y llamaba a sus coroneles para informarles de las nuevas instrucciones: el cuerpo de ejército de Espínola, en lugar de participar en la limpieza, iba a realizar una carrera hacia el sur, y la división de caballería formaría la cabeza.

Ahora, más que división era casi cuerpo de ejército. Cuando llegaron a Fegervar a mediodía del siguiente, encontraron a su tercer tercio, que llegaba en una marcha forzada tras desembarcar diez días antes en Fiume. Además, les habían asignado un regimiento de húsares magiares, dos de húsares imperiales y otros dos de ulanos polacos. Hasta la artillería se había reforzado con otro grupo montado.

Tras salir de Fegervar se adentraron en territorio enemigo. La división se movía en un frente muy amplio, dando caza a los rezagados —en Tolna los imperiales acabaron con algunos espagis que habían quedado atrás— y rodeando las posiciones otomanas que no se rendían. Que fueron las menos, ya que los hombres de Larrando de Mauleón descubrieron que la principal fuerza otomana en el área no era otomana, sino valaca. Los valacos eran cristianos, aunque ortodoxos, y habían sido obligados a unirse a la campaña de Viena por el finado Kara Mustafá. Sin embargo, el príncipe Cantacucino, que los mandaba, se había decidido por la cruz frente al turbante. Así que los españoles se llevaron la sorpresa de que las plazas les abrieran las puertas y que los valacos se les unieran.

Con tal escolta, el avance fue un paseo, y a los tres días de partir llegaron a Funfkirchen, donde los valacos que había allí se habían unido a los moradores para ofrecer a los recién llegados el pan, la sal, y lo que quedaba de la guarnición turca, que habían desarmado por sorpresa. La marcha se aceleró aun más, y al día siguiente vadearon el río Drava y tomaron Esseg. Ahí ya no había valacos, sino turcos con un susto de muerte que escaparon al ver las banderas españolas. Solo quedaron algunos derbencis que se sometieron sin luchar. Esa tarde, un grupo de ulanos consiguió el mejor éxito de la persecución al capturar intacto el gran puente de barcas construido por Solimán I. Un batallón quedó para proteger la importante captura, pero el resto de la división siguió moviéndose hacia el sur, a un ritmo que apenas podían mantener hombres y caballos. Se hicieron con Wukowar, también vacía, y después evitaron las colinas de Fruska Gora por el sur. Tras otros cinco días de movimiento agotador, por una campiña vacía de turcos y entre los vítores de los campesinos serbios, llegaron al río Sava en Ostruznica. Los lugareños pusieron barcas a su disposición, y esa tarde acamparon ante Belgrado, la ciudad blanca.

Siguiendo las órdenes que según le dijo el coronel, procedían del general, la compañía de Gorriti se unió a las que trabajaban en levantar un gran campamento capaz de acoger a un gran contingente; como medios no tenían, montaban tiendas falsas con lienzos, sábanas y ramas. Otras compañías patrullaban el campo, y algunos hombres tenían la misión de mantener encendidas innumerables hogueras. Parecía evidente que la intención de Larrondo era aparentar que un enorme ejército se disponía a asaltar la ciudad. Para dar más credibilidad, la artillería de la división empezó a disparar contra las murallas y contra el castillo.

A la mañana siguiente, los hombres de Gorriti comenzaron a cavar una trinchera que se dirigía oblicuamente hacia las murallas. En realidad, no era más que una estrecha zanja que esperaba engañara a los turcos. Los cañones seguían disparando contra la muralla medieval, cuyos lienzos verticales, que no estaban preparados para resistir los modernos proyectiles, empezaron a desmoronarse. El capitán estaba en la trinchera, agachado para evitar que algún otomano con malas pulgas le volase la cabeza, cuando sintió más que vio un relámpago blanco. Se asomó para ver qué pasaba, e inmediatamente volvió a resguardarse, ya que una pared de humo y rocas parecía dirigirse hacia él. Al momento, polvo y escombros cayeron sobre los hombres de la compañía.

Durante unos instantes el mundo pareció detenerse. Luego, Gorriti se incorporó, aun aturdido por la explosión. A su alrededor lo hacían los soldados, cubiertos de un polvo blanco que los hacía parecer estatuas. De la ciudad se elevaba una tremenda columna de humo; pronto se levantaron otras, ya que el general ordenó a los artilleros incrementar el ritmo de fuego. Hasta que la muralla se llenó de turcos que agitaban ramas y trapos.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

La reconquista de Belgrado

Las fuerzas de Espínola, como sabemos, consistían en dos divisiones de infantería a pie y una de infantería montada, incrementadas con caballería ligera polaca y húngara. El día veintinueve de agosto, dos días tras la batalla, el cuerpo de ejército se adentró en territorio enemigo. En Fegervar había recibido refuerzos desembarcados unos días antes en Fiume, y también se le unió allí la mayor parte de la caballería ligera aliada, que no era necesaria para el asedio de Buda. Sin detenerse, los aliados siguieron avanzando por la orilla derecha del Danubio: en vanguardia iban los ulanos y los magiares, duchos en el arte de la correría y la infiltración, apoyados de cerca por la división de cazadores montados de Larrando de Mauleón, la que se había distinguido en Nagimán. Tras sus pasos avanzaban a marchas forzadas las otras tres divisiones aliadas, cada una con una legión española más infantería ligera austriaca o polaca), mientras que los jinetes austriacos actuaban como pantalla en ambos flancos.

Como se ha dicho, apenas había fuerzas otomanas, y las valacas y moldavas huyeron o cambiaron de bando. Al no encontrar apenas resistencia, el avance de los ulanos fue tan rápido que llegaron a algunas plazas incluso antes que los fugitivos. El mayor éxito de ese movimiento tan veloz fue la captura del gran puente de barcas de Solimán I sobre el Danubio: un escuadrón de ulanos, que se hizo pasar por caballería aquinci, sorprendió a los guardias antes de que pudieran destruirlo. Al mismo tiempo, la división de Larrando ocupó Funfkirchen (cuya guarnición valaca había desarmado a los pocos turcos que quedaban), cruzó el Drava y se hizo con Esseg y Wukowar. Además, la noticia de la destrucción del ejército turco, junto con el paso de la caballería ligera aliada, desencadenaron la sublevación de los croatas y de los serbios.

Tras sobrepasar Wukowar, las fuerzas de Espínola se dirigieron al paso entre la sierra Friska Gora y el río Sava; con solo quince kilómetros de anchura, hubiera podido ser defendido con facilidad, pero los puestos turcos estaban vacíos, y la guarnición de Belgrado no se atrevió a salir al llano. Con la ayuda de la población local, los ulanos cruzaron el río Sava en Ostruznica, y al día siguiente lo hizo la división de caballería de Larrando, que llegó ante Belgrado a los siete días de salir de Fegervar.

Belgrado, la capital de Serbia, estaba en una colina situada en la confluencia de los ríos Danubio y Sava. Estaba rodeada por un doble cinto de murallas, otros muros dividían la ciudad en barrios, y en lo alto de la colina se alzaba un extenso castillo medieval. Era una de las plazas fuertes que hubiera debido ser modernizadas, pero apenas se había trabajado en reforzar algunos muros del castillo. Aun así, seguía siendo respetable, y su guarnición ascendía a seis mil hombres que disponían de gran cantidad de provisiones y de pólvora, ya que era uno de los depósitos que alimentaron el avance hacia Viena del finado gran visir.

Larrando de Mauleón decidió aprovechar la conmoción que debía haber supuesto el desastre de Kara Mustafá en Viena, así como la inesperada llegada de los aliados a las puertas de la ciudad. Suponiendo que los turcos carecían de informes sobre el tamaño real de sus fuerzas, puso a sus hombres a levantar un gran campamento, y envió patrullas a recorrer los alrededores continuamente, aparentando que se trataba del ejército español al completo y no de una débil fuerza de caballería. Ordenó que se cavaran trincheras de aproximación (en realidad, zanjas superficiales) y situó a su artillería de campaña para que disparara contra el punto que le pareció más débil de las murallas. Los proyectiles de los cañones de campaña empezaban a hacer mella en los muros medievales, cuando una enorme explosión sacudió la ciudad: al parecer, se debió a una batería de acompañamiento que desde lejos disparaba contra el castillo alcanzó un gran depósito de pólvora. El estallido causó centenares de muertes entre los defensores. Entonces, Larrando ordenó que sus cañones dispararan al mayor ritmo posible, aun a costa de agotar sus escasas reservas de municiones, para que pareciera que el asalto era inminente. El pachá Umur, que tenía el mando de la plaza, consideró imposible la defensa y capituló. Al ver que se había rendido a una pequeña fuerza de caballería, se lanzó contra sus captores, que tuvieron que matarlo.

En Belgrado, igual que ocurría en otras ciudades balcánicas como Buda, los cristianos habían sido desalojados tiempos ha, y la población estaba formada casi exclusivamente por hebreos y musulmanes. Estos últimos fueron expulsados de la ciudad; a los hebreos se les permitió permanecer tras abonar una sustanciosa contribución; aun así, muchos serían desterrados posteriormente por los serbios.



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Las sublevaciones de Eslavonia y de Serbia

La inesperadamente rápida conquista de Belgrado no solo cortó las comunicaciones otomanas, sino que desencadenó un levantamiento en masa de los croatas de Eslavonia. Bastó la cercanía de las avanzadas aliadas para que se rebelaran y atacaran a sus vecinos musulmanes, odiados no solo por descender de renegados, sino por acusarles de ser derbencis, es decir, gendarmes al servicio de los turcos. Hasta entonces, los mahometanos habían gozado de superioridad militar pero, como se ha descrito previamente, las pequeñas guarniciones habían sido evacuadas, y las de las ciudades, disminuidas. Aunque las plazas de la frontera cerraron sus puertas y consiguieron resistir durante algún tiempo (Bihacs y Virovitica, sometidas a bloqueo, no capitularon hasta el invierno), los derbencis no pudieron resistir a los cristianos, que fueron auxiliados por unidades imperiales. En pocas semanas se acabó con la resistencia organizada. Los musulmanes que quedaban en Croacia tuvieron que huir, acosados por los aliados. Las expulsiones de Belgrado y de Eslavonia crearon una pauta: en lo sucesivo, se echaría a los musulmanes de cualquier territorio o ciudad que presentara resistencia. Eslavonia, que tras un siglo de guerras había quedado casi vacía, fue repoblada por croatas, germanos y magiares, y Belgrado con serbios.

Inmediatamente tras la rebelión de Eslavonia se produjo la de Serbia. Sus habitantes tenían bien ganada fama de ser fieros resistentes contra los turcos, que habían tenido muchas dificultades para someterlos. Además, ocurría como en Eslavonia, que apenas quedaban fuerzas de guarnición. Por otra parte, la reconquista de Belgrado había descabezado la administración otomana. Líderes serbios se reunieron en Orasac, una aldea a unos cincuenta kilómetros al sur de Belgrado. Petar Obrenovic fue elegido como líder, y tras pronunciar su famosa frase «Evo mene, evo vas. Rat Turcima!» (¡Aquí estoy, aquí estáis ¡Guerra a los turcos!) reunió una numerosa fuerza que dirigió contra los ocupantes.

Por desgracia para los serbios, se iban a encontrar con mayores dificultades que los eslavonios. Las guarniciones otomanas recibieron refuerzos desde Bosnia y Albania; además, los mal equipados serbios no quisieron coordinarse con los aliados, temiendo que Serbia fuera absorbida por los Habsburgo. Los rebeldes marcharon hacia Nis, pero fueron derrotados en Cegar y Jasika. Aunque las pérdidas serbias no fueron graves, tuvieron que replegarse ante la presión otomana, obligando a Obrenovic a solicitar auxilio a los aliados. Estos le proveyeron con grandes cantidades de armamento que, paradójicamente, procedía en su mayoría del capturado a los turcos en los alrededores de Viena. Con él, más el auxilio de fuerzas imperiales, los serbios vencieron a los turcos en Ivankovac, Misar y Deligrad, expulsando definitivamente a los turcos de la llanura serbia, aunque sin conseguir hacerse con la estratégica ciudad de Nis.

El resultado de la caída de Belgrado y de las sublevaciones de Eslavonia y Serbia fue que el flanco sur aliado quedó protegido, permitiendo que el ejército de Lazán emprendiera la siguiente fase en la destrucción de las fuerzas turcas: la invasión de la Gran Llanura de Hungría y la reconquista de Buda.



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Ni siquiera tras la conquista de Belgrado el cuerpo de Espínola disfrutó de descanso. En la ciudad solo permanecieron cinco días, y no fueron de asueto. Primero, tuvieron que vigilar la salida de la ciudad de sus habitantes. Casi todos eran islámicos: en su día, la administración otomana había vaciado de cristianos las principales ciudades, y tras la reconquista, se les pagaba con la misma moneda. Solo se les permitió conservar lo que pudieran llevar a cuestas, y el resto quedó como botín para el ejército. Oficiales del cuerpo de abastos se hicieron cargo de casas y enseres, para luego entregarlos a los ejércitos aliados, ya que Espínola tenía órdenes de compartir lo que se tomara. Tuvieron que vigilar que los hebreos no se hicieran con las posesiones de sus antiguos vecinos; aunque se les permitió quedarse, tuvieron que pagar una multa de cien mil coronas por haber colaborado con los ocupantes.

El quinto día llegó un regimiento imperial; mejor dicho, apenas la mitad, ya que la rápida marcha dejó rezagados que se fueron incorporando los días siguientes. A los imperiales se les sumaron voluntarios serbios, que con las armas capturadas a los otomanos formaron la guarnición de la ciudad. Más fuerzas estaban en camino, aunque no parecía probable que los turcos intentaran reconquistar Belgrado, al menos hasta que no pasara algún tiempo. De todas maneras, el cuerpo de Espínola tenía otra misión.

A medida que llegaban serbios e imperiales, las unidades de la división salieron de la ciudad y cruzaron el río Sava con el trasbordador que los ingenieros habían apañado. Luego continuaron hasta Petrovaradin, una pequeña ciudad con un castillo junto al Danubio. La guarnición había escapado al ver llegar a la segunda división del cuerpo de Espínola; el comandante, el bey Husred, fue ejecutado por cobardía, una medida extrema adoptada por el nuevo gran visir Kara Ibrahim, que intentaba contener el derrumbamiento turco.

En Petrovaradin los ingenieros españoles habían trabajado con denuedo. Llevaban herramientas y herrajes, y contaban con la madera de los bosques de Friska. Cuando llegó la compañía de Gorriti, ya estaba funcionando un trasbordador que había permitido el cruce de la segunda división. Llevó dos días el paso de los hombres de Larrando, que mientras esperaban se engrosaron con otro regimiento de cazadores montados: lo que inicialmente era una legión, había adquirido el tamaño de un cuerpo de ejército. Después, igual que había protagonizado la carrera hacia el sur, comenzó otra hacia el norte.



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La maniobra le recordaba a Gorriti la del lago Balatón, pero a escala aun mayor. Fueron seis días de marchar y cabalgar sin apenas detenerse, recorriendo en dirección norte la orilla occidental del río Tisza; húsares magiares abrían camino y capturaban o destruían las embarcaciones, de tal manera que la caudalosa corriente se convirtiera en barrera. No encontraron resistencia: solo quedaban turcos en unas pocas guarniciones que habían sido bloqueadas por los húsares. La compañía de Gorriti pasó ante Segedin, Sollnock —como ahí estaba el único puente, Larrando dejó un tercio con artillería para tomarla— y Mischkolz. Después siguió hacia su objetivo final, Kaschau, al pie de los montes Tatra.

Esa ciudad suponía una cuestión delicada. Al ser fronteriza, estaba fortificada —aunque muros y bastiones seguían teniendo un aire medieval— y, sobre todo, pertenecía al recientemente creado principado de la Alta Hungría, un estado vasallo de los otomanos. Era regido por el príncipe Emérico Tokoli, un enemigo declarado del emperador Leopoldo, en parte por ser protestante, y también por resentimiento por la muerte de su padre. Aun así, por aquello de nadar y guardar la ropa, había mantenido relaciones con Viena que no le impidieron participar en la campaña turca. Se contaba que había conseguido salir con vida —pocos pudieron decirlo— aunque pensando que tal vez había llegado el momento de romper lazos con sus amos otomanos. Sin embargo, los aliados no estaban dispuestos a tolerar medias tintas, y el tercio de Rocroi lo dejó claro. El coronel Martín del Real desplegó sus cañones ante la puerta de Buda y exigió que se abriera. Al ver las amenazadoras bocas, el burgomaestre se decidió y ordenó deponer las armas. Los españoles recorrieron las calles ante las miradas cariacontecidas de los kaschausenses, que veían con disgusto como ondeaba ante sus casas la odiada cruz de San Andrés. Tampoco los pocos ortodoxos agradecieron su llegada, y solo la minoría católica ovacionó a los soldados.

El Rocroi quedó como guarnición, esperando la llegada de alguna formación austriaca. A la compañía de Gorriti se le encomendó la puerta de Munkatsch. El oficial estaba comiendo una especie de estofado muy especiado que allí llamaban gulás, acompañado por un vinillo blanco que no estaba nada mal, cuando fue interrumpido por un ayudante.

—Mi capitán, han llegado unos nobles exigiendo ver al emperador Leopoldo.

—Pues lo tienen claro, que a saber por dónde andará, pero en este villorrio no. Que esperen a que termine de comer.

Gorriti salió cuando todavía llevaba los labios un poco escocidos por el picante, y se encontró con unos tipos con muchos aires que iban vestidos a la turca. Resultó que eran húngaros de Transilvania, y un traductor explicó lo que decían.

—Mi capitán, es el conde Emérico Tokoli, príncipe de la Alta Hungría y líder de los kurucok…

—¿Curas?

—No, mi capitán, no son curas sino kurucok, que es como llaman a los húngaros que se resisten al emperador.

—Acláreme —dijo Gorriti mientras el noble seguía esperando— ¿Este tipo es de los buenos o de los malos?

—Mi capitán, no es fácil explicarlo. El conde es un eminente noble magiar, de religión luterana.

—Acabáramos. Es de los malos.

—Es más complicado, mi capitán. El emperador Leopoldo se encontró en las tierras húngaras que liberó en la anterior guerra que había muchos miembros de la iglesia reformada…

Gorriti miró al traductor con suspicacia— ¿Iglesia reformada dices? ¿Tú no serás por casualidad otro hereje?

—No, mi capitán —se excusó el traductor—, soy el más devoto adorador de la Virgen María —dijo aferrando su escapulario.

Gorriti lo entendió. El luteranismo no era demasiado popular en los territorios de Leopoldo y, aunque se toleraba, no eran pocos los que habían vuelto al redil y ostentaban escapularios, medallas o lo que fuera para alejar sospechas.

—Ya veo, tú eres un católico de los buenos buenísimos. Dejemos eso para otro momento, y sigue.

—Mi capitán, le decía que Leopoldo encontró muchos herejes en las tierras y permitió que se quedaran y mantuvieran su religión, igual que ustedes hacen con los flamencos. Sin embargo, les exigió un impuesto bastante oneroso. Muchos se negaron a pagarlo y escaparon a Transilvania. Esos son los kurucok.

—Entiendo. Religión, tragan con la que sea, pero cuando les tocan el bolsillo se ponen estupendos.


—Lo que usted diga, mi capitán. La cuestión es que el conde Tokoli los manda. Los kurucok se unieron a los turcos y marcharon hacia Viena, pero pocos han conseguido volver.

—Por lo visto, ese conde sí lo ha logrado ¿Qué quiere ahora?

—Viene a ofrecer su ayuda al emperador Leopoldo contra los turcos.

Gorriti le miró con más prevención—. Vaya joya de tipo. Se junta con los pichacortadas cuando se trataba de joder a las vienesas, pero como la aventura ha salido rana, ahora se convierte en el más fiel admirador de Leopoldo ¿Sabe lo que me gustan los traidores? Pues imagine el agrado que siento ante el que traiciona dos veces. Dígale a ese señor conde y a sus lacayos que desmonten, que entreguen sus armas, y luego los conduciré al coronel para que decida.

—Mi capitán, será mejor que no les ofenda.

—¿Qué no ofenda a unos cabrones renegados? Bastante es que no les abra las tripas. Hala, traduce lo que le he dicho, y marchando.



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Ni bien había doblado la carta de Ignacio, cuando me llegó el barullo de los muchachos que llegaban, bastante animados por lo que podía oír:
- Albricias, Don Francisco! Una nutrida comitiva está llegando con las ollas que conquistamos en Derna. Y viene Josefa para hacer que vuestra casa reluzca de nuevo; y Leonor, para que vos dejéis libres los fogones y volváis a ser el cirujano de siempre!
- Muchacho malagradecido! Es que no os gusta lo que os preparo?
- A fe mía que sí! Lo que vos hacéis hace que el yantar sea un placer. Pero es que comer los gusanillos esos que vos hacéis, con la papada de cerdo y la yema de huevo cada dos días de tres, pues como que cansa!
- Ah, es que aún no perfecciono el punto, muchacho! (lo que no dejaba de ser cierto! En mi descargo está que es difícil hacer una buena carbonara sin queso parmesano reggiano de verdad!). Bueno, decidme de una bendita vez a que se debe tanto jolgorio.
- Recibimos cartas! A Fadrique por un lado y a mí por el otro, nos cuentan que vuestra ama de llaves junto con unos mozos armados que el buen Marques del Puerto les puso de escolta, están llegando mañana o pasado a la villa.
- Pues vuestra noticia llega tarde a mis oídos, jóvenes! – Me permití una risita de burlona complacencia – Acabo de leer cartas no solo del Marques del Puerto, sino de la mismísima Leonor contándome que entrarán por el camino de Arganda.
- Don Francisco! Vos ya habéis terminado el trabajo de la Condesa, y Martinico está aprendiendo a ser un esposo ejemplar…
- Eso no se aprende, Fadrique – interrumpí - Martinico será un esposo ejemplar, pero no por lo que está aprendiendo en casa de la Condesa.
- Os concedo razón! – respondió con un gesto aburrido – os concedo razón, pero el bueno de Martín está muy ocupado intentando dominar los intríngulis de la chacona, la zarabanda y las folías. Por qué no nos acompañáis mañana a Arganda? Es apenas medio día de camino hasta allí.
- Par de diablos!, y que haréis allí?
- Pues esperar la llegada de Josefa y las ollas de los moros! Y mientras esperamos, empujarnos medio cochinillo, que tengo entendido son tan buenos como los de Segovia. Vamos, maestro! Animaos!
- Yo tengo que hacer diligencias mañana por la mañana.
- Pues entonces saldremos después del almuerzo.
- Y si nos cruzamos por el camino con Josefa y las ollas?
- No os preocupéis! Pablo adelantará camino y saldrá con las primeras luces. Yo y mi ropera os serviremos de guardaespaldas – afirmó Fadrique con pícara diligencia.
- Ah, diablillos, ya todo lo habéis pensado, eh! Ea! Iremos pues!

Al dia siguiente, Martinico acudió presuroso a mi gabinete, pues le había dicho que necesitaba su presencia y que yo sería su paciente.
- Don Francisco! Dígame, cuál es su dolencia?
- Dolencia? No, nada Martin.
- Pero, vos no seréis mi paciente?
- Sí, pero no es por una dolencia en realidad.
- No, intrigado me tenéis!
- Vos debéis recordar cómo se hace una máscara mortuoria?
- Sí, y vos me dijisteis que con alginato y yeso eso era incluso más fácil.
- Exactamente. Pues bien, ahí tenéis todo lo necesario.
- Queréis que os haga una impresión de la cara?
- Eso mismo. Pero recordad que yo aún no soy cadáver, y que respiro! Ponedme esos tubos de cobre en cada narina antes de comenzar vuestra faena. Y recordad, la gasa debe estar húmeda y debéis colocarla antes que el alginato se ponga duro, y al yeso de París ponedle raspaduras de yeso para que fragüe con más presteza.
- Os puedo preguntar para que deseáis que os haga esto?
- Ideas locas, pero os adelanto que algo tiene que ver Lope de Toledo. No preguntéis más y trabajad!

Luego de ponerme los tubos en los huecos de la nariz, Martín mezclo el agua y el alginato con el aplomo que da la práctica, y con igual seguridad fue colocándolo en mi cara, no pude evitar sonreír, a lo que mi ayudante observó.
- Don Francisco, si comenzáis a sonreír, deberéis mantener vuestra sonrisa hasta que el alginato y el yeso fragüen. Yo os recomendaría estar con la cara sin gestos.
Asentí con la mano. Buena observación y dicha con propiedad. Se anotó un punto! Martin, conforme iba colocando el alginato, iba poniendo las gasas humedecidas. Y luego de comprobar que respiraba bien, coloco una capa generosa de yeso Paris sobre el alginato, y sé que era generosa porque pesaba como una losa sobre mi cara!
A la media hora, me liberaron de la prisión parcial en la que se encontraba mi cabeza. Inspeccione la impresión y se notaba bien. “Ea! Martinico! Habéis hecho un buen trabajo! No lo arruinéis haciendo un mal vaciado. Completad el modelo”.
Luego de lavarme y cambiarme, fui a visitar al Maestro Miruela, el armero. Nos saludamos con afecto y luego de narrarles las peripecias vividas y en especial, el tiro marrado en la playa de Salou, se quedó pensativo por un rato y dijo:
- Don Francisco, vuestro disparo era difícil, no es bueno para la puntería tener el corazón agitado, menos tener el agua por la cintura. Hizo bien en apoyarse en el hombro de su ayudante. Voy a hacerle un nuevo par de pistolas, rayadas y del mismo calibre, pero les podrá atornillar un culatín y las miras las pondremos para 75 pasos. Podrá derribar a un hombre que lo apunte con un mosquete.
- Vuestras observaciones son pertinentes, Maestro Miruela. Que sea como vos decís. También hacedme un juego de dos pistolas pequeñas, como para llevarlas debajo de la capa.
- Ah! Vos sois justo la persona indicada para lo que estoy perfeccionando.
- Intrigado me tenéis…
- Una pistola de doble cañón!
- Yo ya había visto una de esas salidas de su taller.
- Sí, y recuerdo que no os gustó por ser demasiado voluminosas.
- Si, dos cañones lado a lado la hacían muy ancha. Lo que es bueno para una escopeta no lo es tanto para una pistola.
- Os escuche, creedme que os escuche! Y teníais razón! Así que las nuevas pistolas tiene los cañones uno encima de otro. No abultan más que las que todos usan.
- Y tienen un disparo de gracia! Decidme, y el mecanismo no es farragoso de usar?
- Fue lo más difícil, pero al final puse ambas llaves al mismo lado, con las cazoletas cerrando los oídos, uno de ellos con el trayecto más largo, como vos, que sois entendido de mi arte, imaginará. Y para facilitar el disparo, tienen doble gatillo.
- Y las animas serán lisas o rayadas?
- A vuestro gusto! Pero recordad que son armas de corto alcance, yo diría que para usos in extremis, tal vez el rayado no sea necesario.
- Pero mejor la seguridad de un disparo recto, así sea a menos de 3 pasos. Además, como irán cargadas de antemano, no me será menester que se carguen con facilidad.
- Pues serán rayadas, si esa es vuestra preferencia.
- Las podréis tener pronto?
- Tenía las partes de vuestras armas listas, esperando un pedido nuevo – lo dijo regalando una sonrisa satisfecha - Sabía por vuestras cartas que estabais satisfecho y lo que está bueno, yo no lo toco. Además vuestros gustos son espartanos. No me permitís grabar ni siquiera una hoja de acanto!
- Pero Maestro, siempre le pido maderas nobles para la culata! Vamos, no os quejéis! podéis usar ébano en estas armas!
- A fe mía que lo haré. Antes de un mes tendréis vuestras armas.
- Y un favor, a mí me sirven más unas buenas fundas que una caja de maderas finas y terciopelo
- Don Francisco, no os preocupéis por eso. Decidme, vos andaréis siempre con vuestra ropera?
- No, creo que en las andanzas que vienen, llevaré más la espada de guerra.
- Mejor aún. Disparáis bien con la izquierda?
- Algo, pero solo al bulto. Como bien sabéis, tanto espada como pistolas las manejo con la diestra.
- No se hable más! Cuando esté completamente armado, llevará 6 disparos encima, además de espada y daga. Y usareis cada arma con el orden con el que desvestís una dama!
- Y si me salto un paso? – pregunte socarronamente, y agregue con picardía – a veces las damas llevan prisa!.
- Podríais perder el gaznate! – respondió con igual desfachatez – pero no os preocupéis, antes habréis mandado al infierno a media docena!

Luego de dejar al armero, pasé a ver a Lope de Toledo. Era la primera vez que lo veía sin las presiones del caso de la Condesa de Paredes. Hablamos distendidamente, de las peripecias pasadas, la guerra en África y lo que me podía esperar en Lejano Oriente.
- No, Lope, no os equivoquéis. No porque los nipones no tengan naves como nuestros galeones, o cañones como los nuestros, no significa que sean mancos ni puedan ponernos en muchos apuros.
- Con arcos y flechas?
- Con arcos, flechas, picas, alabardas y espadas. Pero también con mosquetes. Sabíais que los nipones inventaron las descargas escalonadas de arcabuces?
- No fue el hereje Mauricio de Nassau?
- Eso lo dicen ellos, que mienten más que ... las primeras descargas de sucesivas de las que se tienen recuerdo, fueron obra Carvajal, el demonio de los Andes, un anciano teniente del traidor Gonzalo Pizarro, pero eso fue el una batalla muy pequeña, una escaramuza entre vanguardias en los ejércitos reales. En cambio, cuando hablo de los nipones estoy hablando de una batalla campal, un hito importante para poner fin a una guerra civil de 150 años.
- 150 años?
- No solo eso, Al final de ese periodo los ejércitos eran enormes. Sabéis el tamaño de la hueste Spinola en Breda?
- No, ya no lo recuerdo.
- Unos 25 mil hombres de Dios, los herejes tenían dentro de los muros de Breda a unos 15,000. En cambio, en la batalla que termino la guerra civil japonesa, ninguno de los ejércitos bajaba de 80 mil guerreros, entre gente de a pie y caballería. Cuatro veces más que en Flandes.
- Y vos?, cómo podréis rescatar a los cristianos de Cipango?
- Pienso comprar su libertad. Y debo impresionarlos con una riqueza que ni yo, ni el reino tenemos. Para eso, vos me tendréis que ayudar.
- Yo? No, no. El rico aquí sois vos que traéis la mierda de pájaros de las Indias.
- No, mi buen Lope. Vos me ayudareis mucho más que con vuestra hacienda. Conocéis la historia de Balduino de Jerusalén?
- El rey leproso?
- Exactamente! Quiero que me hagáis una máscara como la de él, pero no de plata sino de oro.
- Eso me llevará mucho, mucho tiempo! Yo no soy escultor.
- No os preocupéis de eso, mi buen Lope! Ya he tomado las previsiones. Apenas llegue Martinico, mi asistente, lo podréis ver.
Dicho y hecho! El muchacho llegaba presuroso, con un pesado bulto entre sus brazos. Luego de los saludos de rigor, puso el modelo sobre la mesa.
- Vos sois ave de mal agüero, Francisco! Como osáis a hacer vuestra propia máscara mortuoria! – Y luego de examinar el modelo, agrego riendo – Parecéis un muerto tonto! Estáis con cara de alelado!.
- Mortuoria o no, alelado o no, allí tenéis mi cara – respondí siguiendo la chanza - Haréis mi mascara?
- Y seguro que exigiréis que una sonrisa le ensanche la cara.
- No, haced la cara inexpresiva. Indiferente. Recogéis el guante?
- A fe mía que sí. En una semana lo habré hecho.
- Os tomo la palabra!
- Maestro, Fadrique está en la puerta, reclamando por vos!


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Lo que menos esperaba Gorriti era tener que hacer de niñera de esos dichosos húngaros. Mucha gracia no les hizo soltar sus armas, y solo se resignaron al ver las amenazadoras bocas de los fusiles. Después los llevó ante el coronel, que tampoco se deshizo en amabilidades. Permitió que se les devolvieran las espadas, pero nada más, y ordenó al capitán que escoltara a esos magiares hasta Buda, que estaba siendo asediada por el ejército imperial. No dejó que Tokoli llevara su escolta personal, pero a cambio destinó una compañía completa a su protección, lo que no decía mucho de la seguridad del territorio que pisaba. Como tenía orden de llegar cuanto antes, no pudo rodear por el sur, sino que tuvo que marchar hasta Mischkolz —hasta allí sin malos encuentros, pues era por donde se estaba moviendo la división— y luego enfilar directamente hasta el Danubio, pasando entre plazas otomanas que seguían resistiendo. Aunque, al final, tampoco fue para tanto. La caballería ligera magiar que participaba en el asedio de Buda había pasado a la orilla oriental y las patrullas habían obligado a los turcos a encerrarse tras los muros. De hecho, la compañía de Gorriti se encontró con los húsares a apenas un día de Mischkolz. Dos días más —cuatro en total— y llegaron a Buda.

En las tres semanas que había llevado la campaña de Belgrado y la invasión de la gran llanura los aliados habían completado el asedio de la ciudad. No había sido un camino de flores. Carlos de Lorena, ofuscado por las repetidas victorias, había ordenado un asalto intempestivo que se saldó con excesivas bajas, y el revés había obligado a que Lazán acudiera a la ciudad llevando tropas y artillería. Viendo las fuertes defensas —los muros eran medievales, pero se alzaban en una ladera casi vertical, y solo por el norte se podía lanzar un asalto—, el marqués aconsejó un sitio regular. Con el apoyo de los cañones se cruzó el canal del Danubio que separaba la isla Margarita, y después se pasó a la orilla oriental. La caballería aisló la ciudad —además, la maniobra de Espínola estaba a punto de cercar toda la llanura— y después se emplazaron cañones frente a Pest, la ciudad al otro lado del río.

Gorriti llegó a tiempo para presenciar la caída de Pest. Más que barrio, era una ciudadela con una muralla bien diseñada y un foso anegado. Una plaza que no hubiera desmerecido a las holandesas, pero sus defensores iban a descubrir que los tiempos habían cambiado. Los zapadores abrieron trincheras para acercar morteros del dieciocho, y sus bombas reventaron en los baluartes rompiendo cañones y vidas turcas. Después, una batería de enormes obuses abrió en pocas horas una amplia brecha. La artillería pesada siguió tirando, ahora contra los baluartes, y los morteros y la artillería ligera dieron cobertura a los zapadores que colmaron el foso con sacos de tierra y maderos. Mientras, un regimiento imperial se preparó para el asalto, pero no llegó a haber combate, ya que la guarnición escapó a Buda con barcas.

Para la compañía, el cruce del río fue bastante más cómodo, ya que los pontoneros habían tendido puentes sobre el canal del Danubio, y entre la isla Margarita y la orilla oriental. En la ribera oeste se hizo cargo de los húngaros un contingente imperial. Volvieron al día siguiente; por la expresión que trajeron, su gestión no parecía haber sido demasiado afortunada.



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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.

El primer asalto a Buda, y la conquista de Vac y de Pest

Mientras el cuerpo de ejército de Espínola marchaba hacia Belgrado, el grueso del ejército imperial se preparó para tomar Buda, la antigua capital húngara. Como ya se ha relatado, el cuerpo de Idiáquez llegó ante las murallas de la ciudad dos días después de la batalla de Nagimán, y ocupó varias colinas que serían claves en las semanas siguientes. Como carecía de los medios necesarios para expugnar la ciudad, tuvo que esperar mientras los aliados reconquistaban algunas de las principales fortalezas del norte de Hungría. Además de Raab, Presburgo, Gran y Fegervar, el ejército polaco emprendió la reconquista del eyalet de Neuhaus, en la orilla norte del Danubio.

Al llegar el grueso imperial, Idiáquez marchó hacia el sur para consolidar la reconquista de Transdanubia y de la región de Belgrado. Mientras, fueron los austriacos los que emprendieron el sitio. La sucesión de victorias les había dado alas, y su generalísimo Carlos de Lorena pensó que podría tomar Buda al asalto. El primer ataque fue contra Budafok, al sur de la ciudad. Su muralla medieval no había sido mejorada y tuvo que rendirse cuando los cañones Trubia abrieron brechas; la conquista de Budafok completó el cerco de Buda por el sur.

Junto a los imperiales llegaron las divisiones mixtas de Von Schultz y de Ruiz de Apodaca, que emplazaron su artillería en las colinas al norte y al oeste de Buda. Sin embargo, pronto se apreció que la ciudad era una plaza de mayor entidad que Gran. Los cañones españoles dañaron el puente de barcas entre Buda y Pest, pero no pudieron impedir que la ciudad siguiera aprovisionándose con barcas.

Carlos de Lorena ordenó que la artillería disparara contra la puerta de Viena, en el extremo norte. Al tratarse de piezas de campaña, el efecto de sus proyectiles fue limitado: causaron daños en el revestimiento de la muralla y del baluarte, pero la brecha estaba lejos de ser practicable. Además, el fuego de los morteros resultó poco efectivo ya que los defensores, tras la experiencia de Gran, habían excavado galerías para protegerse. El marqués de Lazán desaconsejó el ataque; aun así, Lorena ordenó que la noche del veinticinco de septiembre seis mil hombres asaltaran el baluarte. La operación acabó en un costoso fracaso: cuando los imperiales llegaron a la brecha detonaron varias minas turcas, que causaron grandes bajas. Aun así, los austriacos consiguieron escalar los escombros a costa de muchas pérdidas, pero al llegar a lo alto del muro encontraron cortaduras y un segundo muro que frenó su avance. Después fueron contratacados por los turcos, que consiguieron expulsarlos. Al final Lorena tuvo que ordenar la retirada; las bajas ascendían a dos mil quinientos hombres, de ellos mil seiscientos muertos; la elevada proporción de decesos se debió a que los enfurecidos turcos asesinaron a los heridos. Las pérdidas otomanas también fueron altas, tanto en los combates en la cortadura como por el fuego de los cañones, que se cebaron en las formaciones turcas que se aprestaban para contratacar.

El sangriento fracaso obligó a los aliados a emprender un sitio regular. El primer paso fue la apertura del Danubio. Los fuertes de Nagymaros y de Visegrad (en las orillas norte y sur del Danubio, respectivamente, aguas arriba de Buda) tuvieron que capitular tras un corto bombardeo. Después, la artillería aliada protegió el cruce del canal del Danubio y la toma de la isla Margarita, que con sus veinte por tres kilómetros era de las mayores del río. Tras asegurar la isla, se cruzó el canal principal al sur de Vac. Esta ciudad, la última posición turca en el norte del Danubio, requirió cinco días para ser conquistada: tres divisiones (la española de Ruiz de Apodaca, y dos austriacas) rodearon la ciudad y la sometieron a un intenso bombardeo. Abiertas varias brechas, la guarnición tuvo que retirarse al castillo, que acabó rindiéndose tras otro cañoneo. Ya sin amenazas a la espalda, los aliados avanzaron hasta el extremo sur de la isla Margarita y por la orilla oriental del Danubio, hasta rodear Pest.

La conquista de Pest fue todavía más rápida que la de Vac. El dominio del río había permitido la llegada de artillería pesada aliada (principalmente española), y que se tendiera un puente de pontones al norte de Buda. Una batería de obuses del dieciocho abrió fuego contra las murallas. Estas piezas, de origen naval, no deben confundirse con los obuses del ejército, sino que eran en realidad grandes cañones que disparaban proyectiles explosivos. El veintiocho de septiembre abrieron fuego y a las pocas horas habían desbaratado dos baluartes y un lienzo de la muralla. Después, la artillería y los tiradores protegieron a los zapadores, que llevaron piedras, tierra y ramas para colmar el foso. Sin embargo, no llegó a ser necesario un asalto: al ver que sostenerse era imposible, la guarnición de Pest empleó sus barcas para escapar a Buda por la noche.

La caída de Pest significó que la antigua capital húngara quedó cercada por completo, tanto por tierra como por el río, que estaba dominado por la artillería y vigilado por la flotilla fluvial austriaca. Las embarcaciones imperiales pudieron desfilar ante Buda sin ser molestadas, ya que la guarnición estaba reservando la pólvora que quedaba para frenar los previsibles asaltos aliados.



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La campaña de la Gran Llanura

Al mismo tiempo que los aliados formalizaban el sitio de Buda, el ejército español emprendió una maniobra tan ambiciosa como la del lago Balatón. Tras dejar una guarnición imperial en Belgrado, cruzó el Danubio por el puente de Solimán y por otro tendido en Petrovaradin, y después se dirigió hacia el norte siguiendo la orilla occidental del río Tisza. La caballería ligera (como sabemos, compuesta de húsares magiares y españoles, así como de ulanos polacos) se apropió de embarcaciones con las que cruzó el caudaloso río, encontrando que la orilla oriental estaba vigilada por partidas de húngaros que supuestamente eran aliados de los turcos, pero que prefirieron mantenerse a distancia. Mientras, continuó la marcha hacia el norte. Las fortalezas otomanas del río Tisza quedaron aisladas, y apenas una semana tras el cruce se llegó a la ciudad de Kaschau, la capital del principado de la Alta Hungría, situada en las estribaciones de los Cárpatos. La Alta Hungría era un estado vasallo de los otomanos, que había sido creado recientemente para acoger a los rebeldes húngaros, y que tras la calamitosa campaña de Viena quería mantenerse neutral. Sin embargo, Kaschau tuvo que abrir sus puertas ante la amenaza de ser tomada al asalto. Su caída dejó aislada a lo que quedaba de la Hungría otomana.

Una vez consolidada la línea del Tisza, los aliados (mayoritariamente, españoles) marcharon hacia el Danubio, convergiendo hacia Buda. De nuevo, las plazas fuertes fueron bloqueadas, primero por la caballería, después por los campesinos húngaros, que se unieron con entusiasmo a los liberadores. La caballería ligera procedente del este justo se encontró con la magiar que bloqueaba Pest justo cuando la artillería aliada abría fuego contra las murallas.

Con las formaciones aliadas llegó el conde Emérico Tokoli (Imre Thökhöly en las fuentes turcas), escoltado por caballería española. El conde regía la Alta Hungría y era uno de los líderes de los kurucok (cruzados), que eran los húngaros que se resistían a la autoridad imperial. Tokoli había participado en el sitio de Viena, donde el desastre turco había arrastrado a la mayoría de los kurucok. El conde consiguió escapar, y quiso negociar con el emperador Leopoldo, ofreciendo la neutralidad a cambio de que se respetasen sus libertades. Lo mismo pretendió hacer el príncipe Michael Apafi de Transilvania, una marioneta de los turcos. También había estado en Viena y, como Tokoli, logró huir, aunque dejando atrás a los suyos.

Para su desgracia, ni Tokoli ni Apafi tenían mucho que ofrecer. El principado de la Alta Hungría estaba en manos aliadas, salvo algunas localidades de la orilla oriental del río Tisza, y Transilvania seguía bajo el dominio turco. Los dos líderes se encontraron en situación insostenible cuando los aliados se negaron a aceptar sus requerimientos. De hecho, el emperador Leopoldo era partidario de acceder a sus demandas. Sin embargo, el monarca polaco Sobieski veía con peores ojos a los transilvanos, ya que buena parte de la nobleza era protestante, y fue Lazán el que se opuso con mayor firmeza. Argumentaba que esos nobles eran unos renegados que repetidas veces se habían levantado contra el emperador para alinearse con los turcos. Mantenerlos en sus privilegios significaría, por una parte, que podrían seguir presionando a sus vasallos (entre los que había muchos católicos y ortodoxos) y, por otra, que antes o después serían germen de nuevas revueltas.

Leopoldo se vio obligado a ceder, ya que España era quien estaba financiando y armando a los aliados. Dio a Tokoli y a Apafi dos opciones: prestar juramento de fidelidad al emperador y unirse al bando aliado sin reservas, en cuyo caso Leopoldo se comprometía a ser benévolo con los que luchasen a su lado, o seguir con los turcos y ser considerados traidores. Ambos pidieron volver a sus tierras para consultar con sus nobles, pero solo fue para enfrentarse entre ellos: Tokoli se declaró el líder de los nuevos Uj kurucok frente a Apafi, que pretendía seguir nadando entre dos aguas. El resultado fue que en Transilvania comenzó una guerra civil que acabó con bastantes de los nobles transilvanos que habían sobrevivido al desastre de Viena.



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La reacción turca

Mientras los ejércitos aliados reducían las plazas fronterizas e iniciaban Buda, y las fuerzas españolas tomaban Belgrado y recorrían la llanura húngara, el imperio turco parecía paralizado. La muerte del gran visir y la destrucción del ejército turco causaron gran conmoción en Estambul: la única noticia de que algo iba mal había sido la de las actividades aliadas en torno a Viena, y después quedaron cortadas las comunicaciones. Quince días después empezaron a llegar a Sofía los fugitivos. Los primeros en llegar no sabían decir qué había sido del ejército o de Kara Mustafá. Solo una semana más tarde consiguió llegar la ciudad Abaza Siyabus, el mando de mayor categoría que había sobrevivido. Tomo el mando para poner algo de orden y organizar a los supervivientes (pues los búlgaros estaban cerca de la rebelión), e informó a Estambul de la catástrofe. La noticia llegó casi al mismo tiempo que las de la caída de Belgrado y del sitio de Buda.

Al principio, las malas nuevas fueron recibidas con incredulidad. En lugar de celebrar la conquista de Viena, que se esperaba en cualquier momento, se había sufrido una derrota no se sabía de qué magnitud, el ejército de Kara Mustafá parecía haber desaparecido, los enemigos se extendían por las posesiones otomanas cual mancha de aceite, y a su paso los pueblos sojuzgados se les unían. Tras el escepticismo, llegó el pánico: bastó la presencia de una escuadrilla hispana en el Egeo (cuatro fragatas, enviadas por el almirante Abaria para atacar el comercio turco) para que corriera el rumor de que los españoles estaban forzando los estrechos y que Estambul iba a ser sitiada. No fueron pocos los que enviaron fortunas y familias a lugares más seguros en Anatolia. Otros, por el contrario, empezaron a murmurar.

El sultán Mehmet, que veía peligrar su trono, promulgó un Hatt-ı Hümayun (decreto imperial) destituyendo a Kara Mustafá y ordenándole que se presentara en la capital, y que nombraba como sucesor a Kara Ibrahim (apodado «el valiente de Babyburt», por su ciudad natal), un protegido del desaparecido Kara Mustafá, que le había dejado en Estambul como visir gobernador. Que Kara Ibrahim hubiera sido bandolero en su juventud, y que no estuviera emparentado con la influyente familia Koprulu causó muchos recelos en la ciudad. Para afirmarse en su cargo, el nuevo gran visir tuvo que combatir con energía a sus posibles rivales. No se atrevió a ejecutar y ni siquiera a detener a los Koprulu, pero ordenó la salida de Estambul de miembros más destacados, empezando por Abaza Siyabus (emparentado con el clan por matrimonio), al que acusó del desastre de Viena y le ordenó que se retirara a Rodas.

No fue hasta principios de octubre cuando Kara Ibrahim se sintió suficientemente seguro para afrontar la amenaza aliada. Por entonces, las escasas fuerzas que otomanas que quedaban estaban intentando formar una línea defensiva en el río Tizsa, dejando un vacío de poder en Transilvania que Tokoli y Apafi aprovecharon para intentar hacerse con el poder. Las diferentes facciones se enfrentaron en una sangrienta guerra civil que diezmó la nobleza de origen húngaro.

La nueva crisis forzó a la intervención de Kara Ibrahim, que no podía permitir que los transilvanos cambiaran de bando. La defección de Transilvania no solo dejaría a los turcos sin su principal posición al norte de los Cárpatos, sino que podría llevar a la sublevación de los levantiscos búlgaros y valacos. Más importante para el visir era que un nuevo revés conllevaría una pérdida de prestigio que le costaría el cargo y, probablemente, la vida.

Por entonces, ya se estaba reuniendo un nuevo ejército. Kara Ibrahim se beneficiaba de los preparativos de su predecesor, y gozaba de bastantes recursos humanos. Especialmente, las bajas de los jenízaros pudieron suplirse con voluntarios que querían entrar en el prestigioso cuerpo. Algo parecido se hizo con los espagis, y se reclamó al kan de Crimea que enviara todavía más jinetes (debe recordarse que los tártaros eran los que menos proporción de bajas habían sufrido). Asimismo, se extrajeron aun más fuerzas de las fortalezas balcánicas (salvo de las amenazadas Morea y Valaquia), se reunieron miles de sekbán anatolios, y se hizo una nueva llamada a la guerra santa. Sin embargo, los nuevos voluntarios no eran tantos como se esperaba, carecían de entrenamiento y casi por completo de armamento. Problema añadido fue que las revueltas de croatas y serbios, más la presión aliada en la costa del Adriático, obligaron a que los voluntarios bosnios (junto con Albania y Tracia, eran las regiones europeas con mayor proporción de musulmanes) tuvieran que reforzar a las escasas fuerzas otomanas de su región. Allí se planteó el mismo problema, el de encontrar armas y equipos para los no demasiado numerosos voluntarios.

La industria armamentística otomana no podía suministrarlos. Seguía siendo artesanal y empleaba técnicas obsoletas. Cuando los ejércitos europeos estaban sustituyendo sus mosquetes por fusiles rayados y empezaban a experimentar con la retrocarga, los armeros turcos seguían fabricando anticuados arcabuces de llave de mecha o, a lo sumo, con llaves de rueda o, en proporción bastante menor, de chispa. Las fundiciones de cañones seguían procedimientos anticuados, eran de escasa capacidad, y entre el bloqueo naval y la catastrófica situación económica, les costaba encontrar metal. Armas blancas había suficientes, pero no arcos, pues los compuestos que preferían los turcos eran de manufactura casi compleja como las armas de fuego.

El visir pidió ayuda a las otras potencias europeas, pero no pudieron proporcionarla: el dominio español del Mediterráneo hacía que solo pudiera llegar a través de los ríos rusos, pero el zar estaba sopesando hacerse con parte del imperio turco, y no permitió el paso de armamento sueco, el único que los turcos habían conseguido. De tal manera que para equipar al nuevo ejército hubo que recurrir a las armas anticuadas que quedaban en los almacenes, retirar piezas de artillería ligera de la flota, y desproveer a las fuerzas que guardaban la frontera persa, ya que el visir no se atrevió a debilitar los ejércitos de Palestina y de Morea.

Mientras, los aliados seguían explotando su victoria. La conquista de Transdanubia, de Belgrado y de la Gran Llanura, los levantamientos eslavonio y serbio, y la guerra civil en Transilvania, habían dejado la llanura del Danubio vacía de fuerzas otomanas. Los ejércitos aliados pudieron hacerse con las plazas turcas que aun resistían y que, al verse sin posibilidad de auxilio, fueron capitulando durante las semanas siguientes. Buda, sin embargo, seguía aguantando, obligando a los aliados a capturarla antes de emprender otras operaciones.



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El cabo Celestino Subías todavía no estaba recuperado por completo del sablazo que le habían propinado en Neustadt, pero no podía quedarse en el hospital mientras sus compañeros batían el cobre. El sargento Fernández no había puesto buena cara al verle llegar, pero necesitaba de su puntería, así que el nerinés volvió al frente. Un frente que en poco se parecía a lo que había vivido en Neustadt.

Celestino era un hombre de bosques, y en los alrededores de las murallas no quedaba ni una brizna de hierba; la que no habían reventado las explosiones se había quemado con los cohetes incendiarios. Ahora bien, los escombros tampoco le venían mal para esconderse. Durante la tarde inspeccionó el glacis hasta ver un lugar de su gusto, y al oscurecer se acercó poco a poco. Sin embargo, no pudo llegar. Primero, porque no cesaban los fogonazos de los cañones, y después porque notó algún movimiento que no le terminaba de gustar. Se tumbó con cuidado y alistó su Mieres. Justo a tiempo, porque el siguiente destello le permitió atisbar a unos cuantos turcos que habían salido del foso y que hurgaban entre las ruinas de las casitas que antes se levantaban en el glacis, seguramente buscando metal para cargar sus armas. El montañés esperó a los siguientes destellos, antes de meter una bala en la tripa del que iba detrás. Al escucharle gritar, sus compañeros se volvieron, y Celestino tuvo tiempo de pegarle a otro un tiro en la espalda. Los demás salieron a escape; pero el rincón había demostrado ser peligroso y, en cuanto pudo, se retiró.

A la noche siguiente cambió de lugar; esta vez, en ver de ir despacio, prefirió hacerlo a la carrera, aprovechando que el cañoneo se estaba produciendo al otro lado de la ciudad. Llegó a la piedra que había elegido, se cubrió con restos, y a esperar. Hasta que la luz del amanecer le permitió ver que un tipo se asomaba por el foso. Debía pertenecer a las patrullas que lo recorrían, y Celestino le enseñó prudencia abriéndole un tercer agujero en la nariz. La pólvora del humo y la velocidad supersónica de las balas de su fusil Mieres impidieron a los turcos localizar el lugar del disparo; pero como a los otomanos valor no les faltaba, fueron varios los que se asomaron intentando descubrir la posición. Celestino tuvo que esperar hasta la noche siguiente sin atreverse a pestañear; eso sí, cuando empezaba a oscurecer aprovechó para levantar un turbante y, de paso, los sesos de su propietario.

Los otomanos pronto se hartaron y situaron aun más vigías por todas partes, protegidos con parapetos de hierro y madera. En cuanto detectaban un tirador, los arqueros disparaban hacia el cielo de tal manera que pudieran hacerlo a cubierto, y las flechas llovían sobre el lugar. Ferreira tuvo que salir corriendo con un asta atravesándole el brazo, y a partir de entonces el duelo se libró desde las trincheras. Los tiradores, bien con Mieres, bien con trabucones, disparaban contra las troneras y contra cualquier insensato que asomase la cabeza. De nuevo, los turcos aprendieron a asomar peleles con turbantes para que los aliados desperdiciaran munición; la respuesta fue emplazar cañones que, apuntando cual fusiles, tiraban contra los parapetos y el camino de ronda. Así, el duelo de ingenio y muerte se fue cobrando vidas.



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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

Mensaje por Domper »


Tras la caída de Pest, la batería de Estébanez se había unido a las que martirizaban la muralla norte de la ciudad alta. Era imponente, como mostraba el plano de las fortificaciones que se había hecho desde un globo aerostático: en el exterior, una empalizada de la que poco quedaba, pero que los imperiales no podían tomar ya que desde el muro que se elevaba a pocos metros, los turcos acababan con cualquiera que intentase aposentarse. Tras este, una empinada ladera donde antes había casas pero que los otomanos habían derribado, convirtiendo la pendiente en un laberinto sembrado de trampas, estacas y abrojos. Después se llegaba a la principal muralla, tan gruesa como cualquiera de Flandes y con tres grandes baluartes, defectuosos —eran redondeados— pero descomunales para cualquier asaltante, que antes tendría que superar un foso que también servía como camino cubierto. Aunque se lograra escalar la muralla, después quedaba un barrio de casas fortificadas, y un último muro entre la ciudad alta y el castillo.

Sin embargo, los ingenieros que concibieron la muralla no contaban con los nuevos cañones. Los españoles habían situado dos baterías pesadas del dieciocho y otra de obuses navales del mismo calibre, casi igual de potentes. Los proyectiles pesados deshacían las piedras en nubes de esquirlas. Al mismo tiempo, dos decenas de obuses del veintiuno y otros tantos morteros pesados disparaban bombas tremendamente destructivas que reventaban en lo alto de los baluartes y al otro lado de los muros. Les apoyaban un centenar de cañones de campaña, cuyos proyectiles de metralla hacían suicida asomarse, apoyados por otro centenar de piezas imperiales y polacas.

El primer objetivo fue el muro que se alzaba tras la empalizada. Para los cañones del dieciocho fue casi un entrenamiento abrir brechas, mientras los morteros cubrían de explosivos la ladera de detrás, y los obuses y los cañones de campaña barrían la muralla principal e incendiaban el barrio situado tras ella. Abierto el paso, la artillería pesada alargó su fuego para batir la ladera y los baluartes principales; entonces, los obuses cambiaron de objetivo y lanzaron toneladas de bombas explosivas e incendiarias a la ciudad alta. Mientras, los cañones ligeros dispararon más bombas de metralla. La intensidad del fuego impidió a los turcos responder, permitiendo que los infantes imperiales sobrepasaran la empalizada y asaltaran el primer muro. Los austriacos primero con fusiles, pistolas y bombas, luego con cañones, acabaron con los pocos otomanos que se aferraban a las torturadas piedras. Tras dos horas de salvajes combates, con la artillería aliada tirando contra la muralla principal e impidiendo que las piezas turcas respondieran, las fortificaciones externas quedaron en manos imperiales. Después, los ingenieros cavaron zanjas en zigzag hacia la muralla principal, protegidos por tiradores que buscaban blancos en la muralla.

Llevó dos días cavar trincheras de aproximación, mientras la muralla principal y los baluartes se convertían en objetivos de la artillería pesada, que con su alcance los batía sin precisar cambiar de posición. Los proyectiles del dieciocho se enterraban y estallaban rompiendo el revestimiento de piedras; después, deshicieron el relleno; pronto había un paso practicable en el baluarte de Gran, el del extremo noroccidental, y a las pocas horas también en los otros dos baluartes.

Durante la noche se mantuvieron encendidas antorchas que iluminaban los muros. Sabia precaución, porque, de repente, la puerta se abrió para dar paso a una salida de los sitiados. De nuevo, no contaban con la eficacia de los cañones. Fueron los proyectiles disparados por los de Estébanez los primeros en estallar entre la masa que se agolpaba para salir; después, la metralla obligó a retirarse a los que no habían caído. Ya todo estaba preparado para el asalto.



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Domper
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Mensaje por Domper »


Otra vez a bailar con la más fea. El batallón del África había sido seleccionado por el Altísimo para participar en el ataque a la ciudad alta. Iban a ser tres: dos imperiales, y el español, cuyo objetivo sería el baluarte de Gran. O, mejor dicho, sus ruinas, porque la artillería se había cebado con sus martirizadas piedras. Cada pocos minutos era alcanzado por un cañón pesado. Las explosiones proyectaban fragmentos que se unían al hierro de las bombas de metralla. Ya no quedaban cañones turcos; el fuego aliado había desmontado los que quedaban. Además, un mortero había alcanzado unas cargas preparadas, y la deflagración derruyó la cara interna del baluarte. Con todo, seguía siendo una defensa imponente, como había demostrado el malhadado intento de dos semanas antes. Tomarlo sería un negocio sangriento; o no.

Los «morenitos» del África llevaban una semana entrenando en las ruinas de Budafok. Aunque fueran valerosos veteranos, tenían que aprender a combatir en un medio completamente diferente, y a emplear las nuevas armas con las que intentarían que la sangre que se vertiera no fuera la suya.

La señal fueron seis cañonazos seguidos de un cohete. Los soldados salieron de la trinchera y se alinearon en el muro bajo. Lo mismo hicieron los dos batallones austriacos. Sonaron las cornetas, y empezaron a ascender por la ladera. Al principio no hubo respuesta, pero apenas habían ascendido cincuenta pasos cuando los turcos empezaron a apostarse en el baluarte, preparados para disparar a los atacantes. Pero…

Entonces sonó otra corneta, y los soldados aliados se retiraron, al mismo tiempo que se desataba el infierno sobre la muralla. Doscientos cañones dispararon en pocos segundos, los cañones contra las ruinas, los obuses y los morteros contra las casas de detrás. Las explosiones eran continuas, sonando como el trueno de la peor tormenta de la Historia. El fuego se mantuvo durante otros minutos y la guinda fue una andanada de cohetes Derna que reventaron en las casas de la ciudad.

Dos horas más tarde se repitió la pantomima. Los soldados salieron, se acercaron a los muros para luego retirarse, y entonces una nueva andanada estalló contra la muralla. Dos veces más se hizo, una al atardecer, la otra de madrugada. Al amanecer los soldados volvieron a alinearse y los cañones a disparar, pero esta vez la artillería no calló, sino que alargó su fuego. Los soldados aliados volvieron a subir por la ladera, esta vez sin que hubiera respuesta, y se prepararon para ascender por las ruinas. Aunque antes iban a emplear una temible arma que llevaba siglos olvidada.

Equipos de tres hombres acercaron artefactos a la base del muro, mientras los fusileros disparaban para protegerlos. Las máquinas consistían en artilugios parecidos a pequeños hornillos con un tambor encima. Una vez en posición, hicieron girar unas manivelas para dar presión, mientras un soldado portaba una manguera con una boquilla de metal. Una mecha encendía la mezcla en chorros de llamas que cayeron sobre las ruinas, no solo para abrir camino a los grupos de asalto, sino para hacer detonar las minas que hubieran podido preparar los turcos. Después, equipos de infantes ascendieron por la brecha, moviéndose a saltos, unos disparando, otros reptando. Al llegar a lo alto lanzaron bombas de mano al otro lado. Detrás llegaron los fusileros, que se hicieron con los muros y empezaron a tirar contra los aturdidos turcos.

Con la conquista de los baluartes no había acabado la operación. Las ruinas de las casas que estaban tras el muro habían sido convertidas en un laberinto de muros y fosos, que fueron batidos por los grandes cañones y los cohetes desde el flanco derecho. Los atacantes subieron los lanzallamas, que lanzaron chorros incendiarios sobre las primeras casas; bastó para que los otomanos que las defendían salieran a escape, presa del atávico temor al fuego. Detrás fueron los aliados, moviéndose paso a paso y empleando explosivos para arruinar las casas que quedaban en pie. A media mañana estaban ante el tercer muro, que se había convertido en el objetivo de los obuses. Entonces se llenó de trapos blancos.



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