Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Al caer la noche William se arrastró por la trinchera de comunicación. Le habían advertido que tuviese cuidado, que había Dons que veían como gatos; el sonido de un disparo alejado confirmó que había alguno de caza. A rastras, tardó casi una hora en llegar al lugar a resguardo de un farallón donde la compañía descansaba. Mostrando su plato se unió a la cola. Cuando llegó su turno el cocinero le correspondió con una cucharada de potaje y una rebanada de pan duro como la piedra.

—¿No le gusta el servicio, señoría? ¡Arreando que no tenemos toda la noche!

William intentó ingerir una pasta que venía a quedar entre el engrudo y la masa de modelar, de la que colgaban churretes de algo blando y pringoso. Partió el pan en trozos y lo mezclo con la bazofia a ver si se ablandaba. Luego intentó ingerirla, rumiándola poco a poco, hasta que un retortijón le obligó a echarla por la borda.

—¡Cuida con lo que vomitas, que no estás solo! —refunfuñó un compañero.

Apremiado por la urgencia William buscó algún rincón reservado. Cuando volvió ya no quedaba nada del condumio.

—Como no lo querías tampoco lo iba a dejar para los Dons.

William alzó la mano pero vio que el ladrón llevaba galones de cabo. Se resignó e intentó acomodarse para pasar la noche. Cada poco oía el retumbo de las explosiones. Hacia el norte, de repente, el horizonte se encendió.

—¡Bien por la Marina! —empezó a corear.

Los proyectiles rugieron como trenes expresos y cayeron no mucho más allá. William siguió gritando hasta que un veterano le recriminó.

—Deja de animar a esos merluzos que no pueden oírte. Solo disparan por quedar bien, no creas que apuntan a algo. Bastante es que no nos hayamos comido alguno de sus regalos. Luego se van a descansar en sus camarotes mientras el camarero les sirve su copa de grog, mientras nosotros nos quedamos aquí a chupar barro.

Entonces se oyó un silbido y todos se lanzaron a tierra. Al momento estalló un proyectil no lejos de donde estaban.

—¿Ves? Ese ha debido ser un Pichi. Mucha fuerza no tienen pero sí una puntería de cojo***. Los limeys cabrean a los Dons que luego la pagan con nosotros. Menos mal que los Dons tampoco tienen muchos pepinos, o las pasaríamos putas.

La noche transcurrió entre explosiones. Poco antes del amanecer empezó a llover otra vez, añadiendo más miseria a la vida de los soldados. William apenas había descansado cuando vio que se formaba la fila para el rancho. Allí le dieron otro trozo de pan, esta vez ya no seco sino enmohecido, y una lata de sardinas. Un compañero le comentó que los españoles de arriba de la montaña también eran aficionados al laterío. Iba a contestarle cuando otro apretón le obligó a agacharse para abonar la tierra. Se estaba subiendo los pantalones cuando un sargento hizo pitar un silbato.

—Todos para arriba.

La compañía empezó a ascender por la empinada ladera. Subiendo por el camino serpenteante William pensó que las vistas serían maravillosas si alguna vez se iba la condenada niebla; pero luego comprendió que si él podía ver, también le verían. La bruma les protegió y llegaron a lo alto de la colina sin incidentes, pero varios compañeros quedaron por el camino derrotados por la diarrea. Los demás se introdujeron en las trincheras que cubrían la estrecha cresta y se prepararon para defenderlas. Justo a tiempo, porque entonces empezaron a caer los morterazos. Una Vickers desgranó una carcajada hacia la derecha, y luego el tiroteo se generalizó. El soldado intentó ver algo pero solo había niebla y humo. Escuchó el estampido seco de las bombas de mano, señal que los españoles estaban cerca, pero luego todo acabó. Varios veteranos vitorearon, diciendo que habían derrotado un asalto. Pero William no había visto nada.



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A Eustaquio no le molestó haberse perdido el ataque. Sus compañeros se habían internado en el gris húmedo que cubría las posiciones herejes para atacarlas por sorpresa, pero habían vuelto con el rabo entre las piernas, y bastantes menos de los que habían salido. Hasta el teniente Padrós retornó en parihuela, con el costado convertido en carne picada por la metralla. Pero no era bueno porque significaba que el desgraciado del Ballarín quedaba al mando. Atienza le tranquilizó.

—No pienses que Ballarín es un tragafuegos. Le conozco de Portugal y se deja la piel por sus hombres. No como esos tenientillos que piensan que por sacar pecho los herejes se rendirán. Ya verás como lo hace mejor que Padrós. Pero arreando, que tenemos faena.

Los dos tiradores se arrastraron por la cresta. No pasaron por lo alto, por donde había asaltado la compañía, sino por la empinada ladera, donde aun quedaban arbustos. Eustaquio iba adelante, moviéndose con cuidado de no caer ni de mover las ramas, y vigilando los pocos metros que la niebla dejaba ver. Entonces le pareció notar algo raro, y se quedó quieto como una estatua. Unos metros más atrás, Atienza apreció el gesto: en la niebla, si uno no se movía resultaba invisible. Pero si se paraba significaba que el seminarista había notado algo. Con suma lentitud Atienza se llevó el fusil a la cara y empezó a inspeccionar el terreno por delante de su ayudante. Hasta que notó una forma demasiado regular.

Eustaquio seguía esperando —la paciencia es la virtud del cazador— sin atreverse a pestañear. Una mosca de esas gordas que comen carroña se posó en su cara; pero el navarro contuvo su repugnancia. El inglés que tenía a veinte metros por delante no supo aguantarse y agitó una mano para apartar los insectos; las moscas volaron pero también lo hicieron sus sesos arrancados por la bala que le disparó Atienza. Eustaquio siguió sin moverse: donde hay uno puede haber dos y tres. No vio nada pero no se fiaba. Con cuidado tomó la bomba de mano que llevaba en el zurrón, presto a quitarle el seguro. Escuchó un débil silbido a su espalda: la señal. Eustaquio quitó el pasador y tiró la granada, para luego esconderse tras una piedra rezando para que herir a nadie. Aun no estaba protegido cuando algo silbó cerca de su oreja, pero al momento estalló la bomba. El estampido le ensordeció, y por eso no oyó el disparo con el que Atienza liquidó a otro inglés.

—Bien, curilla —le susurró—. Tenemos que irnos, que ya saben que estamos por aquí y las cosas van a ponerse calientes.



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El siguiente asalto fue mucho peor. Los cañones de los Dons no dispararon y la niebla ocultó a los atacantes hasta que las bombas de mano cayeron como lluvia en la trinchera adelantada; luego saltó un demonio que con su metralleta iba barriendo a los compañeros de William. El soldado prefirió eludirlo y escapó corriendo hasta llegar a un repecho, sin haber llegado a disparar ni un tiro. Justo entonces los cañones ingleses volvieron a disparar y el asalto español se detuvo. Pero habían perdido una posición clave que habría que retomar.

Un sargento —el único suboficial que quedaba de la compañía— reunió a los pocos soldados supervivientes y los empujó hacia adelante. William iba en la segunda línea y solo pudo ver como algunos de sus compañeros caían. Al final alcanzaron una brecha en la loma que daba algún resguardo. Poco después llegó otra escuadra. Un soldado llevaba una ametralladora ligera, y otro unos bidones en la espalda que William reconoció por haberlos visto en los documentales. Un compañero sonrió, diciendo que ahora sí que correrían los negros.

La artillería británica volvió a disparar y lo que quedaba de la compañía, poco más de una sección, comenzó a moverse tras la barrera de explosiones. Cuando se aproximaron a las trincheras que los españoles acababan de arrebatarles el lanzallamas las empezó a barrer con su chorro ígneo. Dos soldados enemigos, con las ropas ardiendo, salieron corriendo hasta que el ametrallador, piadoso, los remató. El portador del lanzallamas siguió adelante, y con su depósito a la espalda y la manguera en las manos parecía un fumigador que en lugar de dispersar sulfatos despedía un chorro de llamas. De repente se encogió y empezó a derrumbarse. Segundos después fue el ametrallador el alcanzado. Los demás ingleses retrocedieron hasta la brecha.



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Eustaquio vio cómo se replegaban los británicos. Los tenía a tiro, pero prefirió disparar contra sus pies para meterles prisa. Temblaba pensando que había estado a punto de tirar al del lanzallamas. Pero mientras lo tenía en la mira, intentando superar todo lo aprendido en el seminario, Atienza se había adelantado metiéndole dos tiros.

Eliminada la amenaza del lanzallamas y del ametrallador ingleses, la sección de Ballarín reemprendió el ataque. No se movían por la estrecha loma, donde estaban demasiado expuestos, sino por la izquierda, unos metros por debajo, justo por encima del cantil que caía a pico sobre un barranco. Allí la vegetación les cubría, y con los morteros bombardeando la cresta, los españoles podían acercarse a la posición inglesa. Si conseguían desalojarlos, los ingleses tendrían que replegarse hasta la Laguneta, un antiguo cráter donde el relieve se suavizaba y resultaría más difícil defenderse. Quién sabe, tal vez hasta tuviesen que abandonar las ruinas que habían sido Teror.

La artillería española, corta de munición, no prodigaba sus agasajos, y tenía que ser labor de Atienza suplirla. El soriano corrió por lo alto del cerro hasta resguardarse tras un murete de piedra casi derribado, y desde ahí empezó a vigilar la línea enemiga, disparando cada vez que veía movimiento para obligar a los contrarios a seguir con la cabeza baja. Eustaquio se situó a unos metros a su derecha. La pequeña barrera les protegía, pero no podía olvidar que tenían la espalda expuesta y si Jorgito disparaba les dejaría fritos. Pero mientras sus compañeros se jugaban la vida él no podía esconderse. Entonces el navarro vio que un inglés se movía y señalaba al barranco: habían descubierto a los hombres de Ballarín y se preparaban para enviarles una lluvia de bombas de mano. Atienza se adelantó, y con dos disparos tiró a dos ingleses. Eustaquio también disparó, pero fallando aposta.

—Curilla, como sigas sin darles te la corto —gritó Atienza.

Eustaquio estaba pensando qué responderle y por eso no oyó venir al morterazo. Vio que el sargento se encogía. Luego, un destello y una sacudida, y sintió el costado entumecido, mientras le parecía que la niebla se cerraba. Aun escuchó al soriano decir—: ¡No me jodas, curilla, aguanta!

Luego, nada.



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William estaba corriendo para tirar bombas de mano por la ladera cuando sintió más que oyó las explosiones de los morteros. Temiendo un ataque por la cresta se asomó con cuidado pero solo vio a un español con un uniforme que parecía hecho con jirones, que corría a auxiliar a un compañero. Tomó el fusil y lo encaró, pero Atienza fue más rápido. El inglés vio un fogonazo, y no llegó a sentir la bala.

Luego, nada.



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José Manuel Martínez Bande. La campaña de Canarias. Servicio Histórico Militar. Madrid, 1977.

La llegada a Gran Canaria de refuerzos y de importantes cantidades de suministros tras la batalla del Cabo de San Vicente y la incursión en Freetown, más la sustitución del coronel Pimentel por el general Muñoz Grandes, nuevo comandante del recién creado Cuerpo de Ejército de Gran Canaria, dieron impulso a la contraofensiva española, gracias. Se esperaba que la superioridad de la aviación hispanoalemana en Tenerife, Fuerteven-tura y el Sáhara, junto al aislamiento al que estaban sometidas las fuerzas canadienses, permitiesen una fácil victoria que culminase con la reconquista de la isla.

El mando español pensaba que la guarnición canadiense, mandada por el general Roberts, estaba en situación muy delicada. Estimaba que había quedado reducida a cuatro brigadas incompletas, desmoralizadas, escasas de municiones y en malas condiciones sanitarias. Sin embargo el cálculo español resultó excesivamente optimista. Aunque Roberts había perdido una brigada en Fuerteventura y un regimiento en Lanzarote, la evacuación de las islas occidentales había permitido reforzar la guarnición grancanaria. Además se habían suplido las bajas incorporando al ejército al personal de la marina y de la fuerza aérea presente en la isla. También llegaban refuerzos procedentes de la metrópoli transportados por buques rápidos e incluso submarinos. Roberts se había retirado a la línea Telde –Santa Brígida – Teror – Gáldar para concentrar sus tropas en un frente más corto y fácilmente defendible, aunque implicaba renunciar a Gando. En todo caso no podía emplear la base tras la destrucción de las fuerzas aéreas en la isla, y podía negarla a los españoles mediante el fuego de la artillería terrestre y sobre todo naval.

Por otra parte el terreno impuso a las fuerzas de Muñoz Grandes dificultades similares a las padecidas por los británicos cuando luchaban contra los guerrilleros. Aunque los españoles partían de posiciones a mayor altura que las británicas, el relieve era muy abrupto, con estrechos valles separados por sierras de paredes casi verticales. Lo angosto de los barrancos impedía la progresión por ellos, y las sierras que los dominaban no solo eran muy estrechas sino que al estar muy próximas unas a otras permitían que las posiciones se prestasen apoyo mutuo. Había multitud de quebradas y brechas aptas para la resistencia a ultranza. Los espacios de relieve más dulce estaban cubiertos de cultivos con taludes reforzados con mampostería, y había buen número de alquerías, aldeas e incluso localidades de cierto tamaño que habían sido fortificadas. La abundante vegetación, que hubiese podido dar cobertura a los atacantes, había sido talada por los defensores o resultó arrasada durante los combates. No menos importante, la franja costera oriental, que tenía menores dificultades orográficas, era frecuentemente bombardeada por cruceros británicos. En ese sector los canadienses podían apoyarse en las casas de Telde, la segunda ciudad en tamaño de la isla, y en la sierra que la dominaba por el norte.

La actividad de los grupos aéreos basados en Tenerife y Fuerteventura había obligado a la Royal Navy a prescindir de los convoyes convencionales y emplear en su lugar destructores anticuados transformados en transportes rápidos, que podían situarse más allá del alcance de la aviación, acercarse por la noche y descargar. Luego partían esa misma noche o esperaban a la siguiente, amparados por las baterías antiaéreas del Puerto de la Luz. Pero eran barcos con capacidad reducida, mientras que las necesidades de Roberts eran muy importantes debido a la necesidad de alimentar a la población civil de la isla. Durante la insurrección que precedió a la fase de guerra convencional los civiles españoles habían sido concentrados en el norte para privar de apoyo intentando contener a la guerrilla. El avance español había privado a los británicos de los suministros agrícolas de los que dependía la población, obligando a llevar alimentos a la isla. En diciembre dos terceras partes de los suministros transportados fueron de provisiones para los refugiados, y aun así resultaron insuficientes: cuando se produjo la ofensiva española ya habían perecido unos veinte mil canarios por inanición o a causa de enfermedades agravadas por la desnutrición. Al comenzar 1942 Roberts se enfrentaba a una catástrofe humanitaria; aunque hasta ese momento sus tropas habían tratado con poca misericordia a los canarios, el general temía por sus hombres en caso de derrota. Por tanto llegó a un pacto con Muñoz Grandes, mediado por la Cruz Roja, según el cual se permitiría la evacuación de los civiles en buques de pasaje con bandera argentina. Pero una vez firmado el acuerdo Roberts restringió las partidas de alimentos destinadas a la población, a pesar del retraso de los buques argentinos de suministros y de pasaje. Cuando llegaron los barcos el general canadiense, incumpliendo el pacto alcanzado, reservó para sus tropas buena parte de las provisiones recibidas. Tras la evacuación suspendió casi por completo la entrega de provisiones a la población que quedaba. Esta seguía siendo bastante numerosa pues se había retenido a los varones entre quince y cincuenta años que pudieran ser alistados, a las mujeres jóvenes solteras, aduciendo que podrían contribuir al esfuerzo de guerra enemigo, y a muchas familias completas, bien porque pudieran correr peligro de caer en manos españolas por sus tendencias republicanas, o como castigo por haberse significado apoyando a la guerrilla. Solo cuando la situación se hizo crítica y los canarios empezaron a morir cada día por cientos, Roberts permitió el paso de los más debilitados a la zona española, donde tampoco sobraban los alimentos. En total, se calcula que en los seis últimos meses de 1941 y en los primeros de 1942 perecieron cincuenta mil canarios, siendo la mortalidad especialmente elevada entre los niños y ancianos que no habían sido evacuados. No acabó ahí el calvario de los desplazados, pues en las islas ya reconquistadas por los españoles la agricultura apenas bastaba para alimentar la población preexistente y no había reservas. El gobierno español solicitó que la Cruz Roja enviase cargamentos de productos de primera necesidad desde Argentina, pero el gobierno británico, deseoso de agravar el bloqueo a la Unión Paneuropea, rechazó conceder los salvoconductos. Similar argumento sería empleado poco después contra Gran Bretaña.

El general Muñoz Grandes tras la llegada de las divisiones 50ª y 74ª tenía superioridad marginal sobre los canadienses, pero carecía de la masa artillera necesaria para romper las fuertes defensas enemigas. Se pretendía suplirla con la aviación basada en Tenerife y en Fuerteventura, pero en el norte de Gran Canaria, durante el invierno, es habitual la formación de una capa de nubes bajas que impiden la actuación de los aviones. Por otra parte el Cuerpo de Ejército de Gran Canaria también afrontaba sus propios problemas de abastecimiento al no disponer del dominio del mar. Aunque tras los combates de San Vicente y de Freetown las unidades pesadas de la Royal Navy se habían retirado a las Azores, en la costa marroquí actuaban submarinos británicos que operaban desde las Azores y luego desde Madeira cuando se reconstruyó la base. A pesar de los esfuerzos de los buques de escolta españoles, franceses, italianos y alemanes, y de navegarse a la vista de la costa resguardándose en campos de minas, las pérdidas fueron graves y en diciembre el 30% de los buques enviados fueron hundidos. Existía una línea ferroviaria que comunicaba los puertos mediterráneos con el sur de Marruecos, pero su rendimiento era escaso y tampoco había puertos adecuados al sur de Agadir. Un puente aéreo entre Tarfaya y las Canarias permitía transportar al personal de refuerzo y los suministros más necesarios, pero resultaba insuficiente para las necesidades de las fuerzas en Canarias. Además los grupos aéreos basados en Fuerteventura y en Tenerife requerían grandes cantidades de combustible y munición, dejando aun menos capacidad de carga disponible para las fuerzas de Muñoz Grandes. Otro problema fue que los suministros se descargaban en el sur de Gran Canaria, y los bombardeos ingleses de la carretera costera obligaron a emplear las rutas del interior, en mal estado y que no permitían el paso de vehículos pesados. Fue necesario trasladar a la isla gran número de mulas para que pudiesen transportar provisiones y municiones por los difíciles caminos de la montaña, sobrecargando aun más el puente aéreo.

A pesar de los inconvenientes la 50º división pasó al ataque y con gran espíritu consiguió tomar la mayor parte de Telde, pero los intentos de tomar las colinas al norte de la ciudad fracasaron. Un segundo asalto en Valsequillo también fue rechazado, y lo mismo ocurrió con un tercero en la Herradura. Muñoz Grandes comprendió que mientras los británicos siguie-sen controlando la montaña de Las Palmas progresar por el sector sería imposible, por lo que trasladó la ofensiva al interior. La 74ª división atacó en Teror y, tras intensos combates con gran coste para ambos bandos, consiguió expulsar al quinto batallón (Huntingdonshire) del regimiento Northamptonshire (una unidad territorial británica llegada como refuerzo) de las ruinas de la ciudad, pero el avance fue detenido en Guanchia. Tras perder la tercera parte de la infantería de sus dos mejores divisiones, Muñoz Grandes renunció a realizar nuevos ataques hasta que no dispusiese de armamento pesado y no mejorase su abastecimiento. Fue por ello que a mediados de febrero las operaciones ofensivas se detuvieron, aunque prosiguió una intensa actividad de patrullas. Ambos bandos entendieron que para proseguir las operaciones sería preciso el envío de refuerzos, armamento pesado y municiones.



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Capítulo 11

Quiero sacar a luz todos los secretos de vuestro fondo; y cuando estéis expuestos, escarbados, al sol, también vuestra mentira estará separada de vuestra verdad.

Friedrich Nietzsche


Los treinta mejores reclutas fueron reunidos en un barracón. Ahí entraron dos hombres: uno era cetrino, con aspecto mediterráneo. Otro era delgado y tenía unas facciones finas y pecosas, casi traviesas. Olexiy no se llamó a engaño: serían guerreros tan duros como él.

Cuando entraron los treinta hombres se pusieron en pie: tras el revés que había significado la Guerra de Invierno, la Unión Soviética había comprendido lo necesario de la disciplina y el respeto. Formaron en cuatro escuadras de cinco hombres. La de Olexiy incluía a Victor que sería su pareja, Arkhip con Emelyan, más un francotirador, Irakli. Las otras escuadras eran las de Andrey, Eduard y Grigorii. Otros cuatro hombres formaron con los recién llegados, y quedaba media docena de hombres sin asignar: se trataba candidatos que habían superado la prueba del bosque pero que eran menos prometedores, y que si seguían era para suplir posibles bajas.

El hombre de facciones aniñadas se dirigió a los hombres. Les dijo que se llamaba Iván y que iba a ser su jefe. El moreno, Pavel, iba a ser el segundo. No les dijo sus grados: en lo sucesivo iban a prescindir de la parafernalia militar y se tratarían como camaradas. Aun así no dejarían de ser la sección más dura de toda la Rodina; pero la disciplina no se rebajaría a llevar uniformes pulcros o a saludar a los mandos. Tampoco quería una obediencia ciega: Iván les dijo que al ser veteranos inteligentes esperaba que mostrasen iniciativa y supiesen reaccionar ante situaciones cambiantes. Finalmente animó a los hombres a que lo interrumpiesen si tenían alguna duda.

Olexiy se fijó en que hasta ahora no se había dicho ni una palabra de política. Como si le leyese la mente, Iván siguió.

—Camaradas, esto no va a ser otra charla de zampolit. Sois servidores seleccionados de la Patria y no es necesario insuflar vuestro ánimo con propaganda barata. Las soflamas son para los tontos; vosotros ya sabéis cuál es vuestro deber. Pensad tan solo en que nuestra acción ayudará al pueblo a librarse de los tiranos.

Luego ordenó a los hombres que se presentasen uno a uno: tenían que llegar a conocerse como si fueran amigos de toda la vida. También asignó las funciones. Su escuadra sería la de mando. Las de Olexiy, Andrey y Eduard, de asalto, y la de Grigorii actuaría como apoyo.

Fue Grigorii el primero en preguntar—: ¿No nos faltará potencia de fuego? Mi sección es la única que tiene dos fusiles ametralladores. Los demás solo llevan metralletas, fusiles y bombas. Supongo que nuestros objetivos estarán muy bien defendidos y no creo que nos baste solo con la sorpresa.
—Bien pensado, Grigorii, ese es el espíritu que busco. No es tontería lo que dices, y todos vosotros, que sois veteranos, sabéis de la importancia de las armas de apoyo. Pero se trata de una operación clandestina, en territorio enemigo ¿Cómo vamos a poder cargar hasta allí un cañón, ni siquiera un mortero? Tendremos que suplirlos con entrenamiento y con valor. Aunque algo llevaremos —Iván ordenó a los hombres que le siguiesen hasta un pequeño almacén, donde había unas cajas.

—Olexiy ¿te importará ir abriéndolas?

Al soldado no le gustó mucho lo que encontró en las primeras cajas. Conocía las armas por haberlas visto en manuales, no por haberlas empleado: subfusiles MAS-38, un par de ametralladoras ligeras M29, y fusiles MAS 36, un fusil de cerrojo preciso, tremendamente resistente, pero con el bonito detalle de carecer de seguro. En otra caja encontró bombas de varios tipos. Unas eran unas minas de un sistema de “carga hueca” capaz de atravesar un tanque. Otras eran “limonka”, las bombas de mano de diseño francés fabricadas en Rusia. Buenas herramientas pero que no suponían gran diferencia en un apuro.

—Olexiy, abre esa otra caja pero con mucho cuidado.

Ahí encontró unos cilindros parecidos a latas de conserva.

—Ve con tiento —dijo Iván—. Son bombas de gas mostaza.

—¿Vamos a usar gases venenosos? Pensaba que estaban prohibidos —dijo un tal Kostya de la tercera escuadra.

—Esas prohibiciones son artimañas capitalistas para arrebatar al pueblo las armas que necesita para lograr sus objetivos —respondió Iván—. Las emplearemos para sacar a los fascistas de sus nidos. Pero primero nos entrenaremos con ellas.

Iván les mostró el equipo que iban a usar: máscaras que les cubrían la cara, guantes para las manos, y unos uniformes que parecían acartonados porque estaban tratados con sustancias químicas que antagonizaban el gas mostaza.

—Iván —dijo Ilya, un soldado de la segunda escuadra— ¿No te parece que esos uniformes no nos darán suficiente protección contra los gases?

—No os preocupéis, que menos defensa tendrán los fascistas.

Las ropas eran duras, olían mal, y hacían sudar incluso en el frío invernal. También costaba respirar con las máscaras puestas. Enfundados con el equipo de protección hicieron marchas y carreras, y luego se entrenaron con las bombas de gas. También aprendieron a usar las nuevas armas, que a fin de cuentas tampoco eran tan diferentes a las soviéticas. Finalmente, repitieron los ejercicios en el poblado Potemkin —esta vez ya no por escuadras sino la sección al completo— envueltos por las nubes amarillentas de los gases. Se entrenaron en asaltar el palacio del centro del poblado una y otra vez. Fueron ejercicios difíciles: Ilya, el que había protestado por los uniformes, sufrió un colapso durante una marcha, y cuatro hombres tuvieron que ser reemplazados tras sufrir quemaduras químicas.



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Tras los ensayos con gases, Iván ordenó al grupo que prendiese fuego al poblado Potemkin. Dedicaron horas a extender las llamas hasta que apenas quedaron ascuas. Luego fueron hasta la puerta del campo de los presos. Al llegar vieron que los guardias ya no estaban. Iván alineó a los soldados ante la puerta, que era un marco de alambre de espino, y se dirigió al hombre de la tercera escuadra, el que antes había cuestionado el empleo de gases:

—Kostya, tráeme una cabeza.

—Perdona, Iván, no te entiendo.

—¿No hablo ruso? Te lo explicaré ¿Tienes un cuchillo?

—Ya sabes que sí, Iván.

—Enséñamelo.

El llamado Kostya se lo mostró a Iván. Era un cuchillo de combate del ejército, pero afilado y afinado como una navaja.

—Perfecto. Pues ahora vas al campo y me traes una cabeza. Quiero que sea morena, de ojos azules. Tienes cinco minutos —dijo mientras sacaba un reloj.

El tal Kostya salió corriendo, abrió la puerta y la cerró tras pasar. A los cuatro minutos trajo un objeto del que chorreaba sangre.

—Bien. Déjalo allí. Sergei, ahora quiero unas manos. Que sean del mismo juego. Petya, tú me traerás unos pies. En la cabaña de las herramientas encontraréis hachas.

—¿Qué quieres que hagamos con sus dueños?

—¡Qué más me da! Son enemigos del Estado. Haced lo que os digo.

Uno a uno los despojos sangrientos fueron acumulándose. Las “misiones” se hicieron cada vez más comprometidas pues los gritos de alarma estaban corriendo por el campo y muchos internos habían salido de sus barracones. Algunos estaban tratando de superar las alambradas, pero se habían enredado en ellas. Otros habían formado grupos que esgrimían sus herramientas de trabajo para defenderse.

No costó mucho que llegase el turno de Olexiy.

—Olexiy, ya vi lo bien que te manejas con el cuchillo en tu excursión por el bosque. Vamos a ver qué tal lo empleas ahora. Quiero ojos. Una docena. No me importa el color.

El soldado asintió. Sacó su cuchillo y se dirigió al campo, pensando que Iván no había establecido normas ni tampoco había indicado ningún tiempo. Por entonces los presos, que sabían lo que les esperaba, se estaban organizando, y Olexiy comprendió que si se enfrentaba con ellos no tendría ninguna oportunidad. Pero las órdenes pueden cumplirse con brutalidad o con ingenio. Se fijó en que varios de los prisioneros seguían atrapados en el alambre de espino, que era demasiado denso y se había enredado en las ropas de los que trataban de saltar la barrera. Olexiy entró en la barraca de las herramientas hasta encontrar unos alicates y el mango de un pico. Luego entró en el campo, se dirigió al primer cadáver que encontró —era el que había matado Petya— y le quitó el gorro y arrancó un paño de la chaqueta acolchada. Volvió a salir y con los alicates cortó un buen trozo de alambre de la alambrada exterior, y protegiéndose las manos con los trapos lo ató al palo formando una lazada. Luego entró en el espacio entre las dos líneas de alambradas que cerraban el campo, y se acercó a uno de los presos que estaban atrapados en el alambre de la valla interior. Con el lazo de alambre lo enganchó, y entonces lo degolló y le sacó los ojos, que dejó caer en el gorro que había tomado. Hizo lo mismo con otros cinco y luego presentó su cosecha a Iván.

—Bien, bien, veo que tienes recursos. Bueno, se acabaron los juegos. Vais a limpiar el campo. Organizaos como queráis, usad lo que encontréis pero no quiero que queden testigos.

Una treintena de hombres con cuchillos no lo tenían fácil contra los cientos que, desesperados y pretendiendo llevarse a alguno de sus asesinos con ellos, se habían reunido en el otro extremo del campo. Algunos habían arrancado tablas de sus barracones, y otros, empleando ropas para protegerse, habían conseguido superar la alambrada interna. Un grupo había formado una línea para defenderse de los asesinos.

—Vamos a buscar herramientas en la cabaña —dijo Kostya, que parecía haber perdido sus escrúpulos— y luego acabaremos con ellos.

A Olexiy no le gustó mucho la propuesta—: mirad esos de allí: están a punto de saltar al bosque y si lo consiguen nos costará mucho encontrarlos. Vamos a hacerlo de otra manera.

Los soldados al ver que Olexiy tomaba el mando se subordinaron instintivamente, mientras recibían las órdenes.

—Kostya y los demás de la tercera escuadra, tomad mi palo y las hachas de Sergei y Petya, e id a patrullar la valla por fuera para que nadie salte. Grigorii, quédate con la cuarta escuadra para proteger la puerta. Los demás vamos a buscar armas.

En la cabaña de herramientas tomaron cuatro picos y la media docena de hachas que había. Con ellas cortaron varias ramas y ataron los cuchillos a los extremos, para fabricar lanzas improvisadas. Con las hachas rompieron el revestimiento de la pared para fabricar rudimentarios escudos. Luego Olexiy llevó a las dos escuadras al espacio entre ambas vallas, matando a la docena de presos que habían conseguido superar la primera y que pensando estar más cerca de la libertad habían quedado aislados de sus camaradas. Entonces la tercera escuadra, la de Kostya, pasó a vigilar ese espacio, mientras la cuarta seguía guardando la puerta. Las otras dos entraron en el campo, donde dieron caza a los presos que estaban separados. Los prisioneros, aunque solo llevaban listones y estaban debilitados por el hambre y el frío, se agruparon para resistir a los soldados. Olexiy formó una cuña que, protegida con los escudos y empuñando las lanzas improvisadas, atacó a la masa. Con la ventaja que da la distancia, hirieron a los presos hasta que estos perdieron el ánimo y escaparon para refugiarse en los barracones. Olexiy ordenó rematar a los heridos, mientras miraba las barracas. Allí esperaban los presos; sabían que no podrían escapar pero intentarían llevarse consigo a los primeros soldados que se asomasen por la puerta o las ventanas.

No era esa la intención de Olexiy. Dejando a sus hombres vigilando, se volvió hacia la entrada, tiró abajo la puerta de la caseta de los guardias y la registró hasta encontrar varias botellas de vodka y algunas pastillas de margarina. Embardunó con las grasas unos trapos, los ató a las botellas, y fue hacia el primer barracón acompañado por dos escuadras. Una bloqueó las salidas, la otra, empleando las lanzas, alejó a los presos de una ventana, por la que Olexiy lanzó dos botellas incendiarias. Luego solo fue cuestión de bloquear las salidas hasta que el barracón ardió por los cuatro costados. Lo mismo hizo con otro. Del tercero algunos intentaron escapar por las ventanas, con los harapos en llamas, solo para ser finiquitados por los soldados. Los presos de las dos últimas barracas salieron corriendo, pero fue fácil matarlos uno a uno.

Iván entró en el campo y le gritó a Olexiy.

—¿Quién te ha autorizado a quemar los barracones?

—Me diste orden de limpiarlos como fuese. Lo he hecho con fuego.

—Pues has hecho bien y me has ahorrado trabajo. Quemad los demás. Estad atentos por si queda algún reaccionario escondido.

Durante las dos horas siguientes fueron incendiando el resto del campo y matando a los pocos presos que aun seguían ocultos.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Miles de trabajadores se afanaban en la ciudad. Las obras en la catedral ya estaban prácticamente acabadas, y ya se habían instalado las colgaduras que al mismo tiempo darían lustre al sobrio edificio y también proporcionarían algún aislamiento. Sabiendo que el tiempo puede ser inclemente en el noroeste de Francia, se instaló en el exterior una gran caldera con un radiador y un sistema de tiro forzado que introduciría aire caliente en la nave, pues no tendría buen efecto que en las filmaciones los delegados apareciesen con pellizas y mitones.

También se colocaron estufas en el palacio adyacente, en las que artesanos de media Europa trabajaban en la decoración. Las que habían sido austeras salas estaban preparadas para acoger a los distinguidos visitantes que se esperaban, y ya no recordaban una sede episcopal sino a las galerías de Versalles o de Postdam. Con más retraso iban los trabajos en el liceo y en los barracones de madera que acogerían a las delegaciones de menor importancia; aunque estuviesen hechos de madera se estaba procurando que ni el interior ni el exterior desmereciesen a un hotel de lujo.



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Dos excavadoras entraron en el campamento de los presos. Donde había estado un barracón el calor había ablandado la tierra, y poco costó cavar una gran zanja donde amontonaron los restos ennegrecidos. Los hombres estaban cabizbajos con el olor a muerte y a carne quemada aun flotando, pero Olexiy entendió los motivos de Iván: quería que sus soldados probasen la sangre, que entendiesen que matar era fácil. Iván les dijo:

—No os lamentéis. Esos que habéis ejecutado eran criminales que merecían mil veces la muerte. Estoy orgulloso de vosotros. Es ahora cuando formamos de verdad un equipo.

Luego se dirigió a Olexiy.

—Enhorabuena, camarada. Si la Rodina tuviese mil hombres como tú no le quedarían enemigos. Pero recuerda que nada hubieses hecho sin la ayuda de tus compañeros. Vámonos, que aun nos queda mucho por hacer.

Mientras las dos excavadoras se dirigían al poblado Potemkin para aplastar los restos, Iván llevó a los hombres hasta el cercano campo donde se habían alojado hasta ahora. Allí cambiaron sus uniformes por ropas civiles. Luego, llevando las cajas de las armas, subieron a dos camiones que los acercaron al apartadero del ferrocarril, donde subieron a un vagón cerrado. Iván volvió a hablarles:

—Ha acabado la preparación. Ahora vamos a cumplir nuestra misión. Ya os imagináis cuál va a ser: tenemos que acabar con esos fascistas reaccionarios cuyas caras habéis estudiado. Más adelante repasaremos los planes. Pero primero tenemos que llegar a nuestro objetivo sin que nadie sepa que nos acercamos. Tomad estos folletos y leedlos. Vamos a convertirnos en marineros.

Los libritos describían de manera un tanto superficial un barco, sus partes, y los cometidos de una tripulación. Iván les ordenó estudiarlos para que no llamasen “parte de delante” a la proa y supiesen que no había que mear contra el viento. No se pretendía que marinasen un buque, sino que pudiesen dar alguna explicación si algún policía se la pedía. Estudiando los folletos se entretuvieron durante el largo viaje, cinco días de traqueteos, hasta que llegaron a un puerto situado en una costa montañosa. El olor a hidrocarburos flotaba en el aire, que era fresco pero ya no helador. Pero los soldados siguieron en el vagón hasta que se hizo de noche. Solo entonces desembarcaron y marcharon hasta el puerto, donde embarcaron en un petrolero, el Mossovets. A los soldados les pareció enorme pero según Iván era bastante pequeño.



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Relato de Federico Artigas Lorenzo

Extrañado me tenía el coronelejo gatuno pues en habiendo en Canarias un circo de tres pistas con jaula de leones, no me había reclutado voluntario ni para trapecista. Que se batiese el cobre por Las Palmas y a mí no me buscasen para hacer de protagonista me daba repelús pues señal era que el mando, digo el gilieso de coronel que por mí velaba en Madrid, me tenía reservado para más altos menesteres. Por eso raro se me hacía pasar el tiempo jugando al mus y chupando un morapio de Borgoña que malo no estaba pero que lo debían fabricar en toneles con duelas de palosanto de caro que era.

Me venía para la chola que algo se tramaba y justo fue pensarlo y llegar un emperifollado teniente coronel directamente desde el Ministerio. Se decía que el tal Felipe Montes que nos habían mandado era el primeraco de la promoción del veintiséis, la promoción de la flor en el cul* que les decíamos, que habían salido estampillados cuando en el moro ya no había tiros y bastaba con una merendola campestre para conseguir galones, y entre esos y los que ganaron haciendo cuartel lograron las estrellas que se necesitaban para no mamar trinchera en la Cruzada. El tal Montes, blandiendo su puesto en la promoción, se había pasado toda la guerra en el Estado Mayor del Caudillo, sacando un par de promociones supongo que por méritos de escritorio más que de guerra. Luego el buen hombre se había colocado en Madrid cuando los boinazos con los herejes, me imagino que de correveidile de mi amorcito de las estrellas de ocho puntas, que debió recordar que yo me aburría en Versalles y lo mandó para que me diese la tabarra.

El elemento era un ordenancista que lo primero que hizo fue pasarnos revista como si fuésemos cadetes. Al menos se ahorró los sopapos que según radio macuto volaban por la Academia, y mejor porque si me toca un pelo de la cara el hijo de la señora Lorenzo le devuelve un revés que le deja mirando pa Cuenca. Que la Militar Individual además de engrosar la nómina sirve para que el menda pueda tomarse alguna libertad, y más si no hay nadie mirando. Le recuerdo que los compañeros que tenía en Versalles podían avergonzar hasta a los de la O.N.C.E. si se terciaba. Además ¿qué era lo peor que podía caerme? ¿Unas vacaciones en un castillo? Total, en Figueras o en la Mola haría fresquito pero no caía acero inglés.

No hubo esa suerte. El comandante Fernández debió tener una charla con el general Galera, y ese mismo día llamaron al Montes para una conferencia con Madrid de la que volvió con las orejas coloradas. Con todo, siguió insistiendo en lo de la presencia, que mal no me parecía, que la cara es el espejo del alma y si el alma era española mejor era que fuese bien rasurada, no fuesen a pensar los gabachos y los krauts que éramos una panda de bandoleros. Como a esas alturas ya nos habíamos pillado un par de gabachitas que nos hacían la colada y la plancha, nos alineamos refulgiendo como soles ante el teniente coronel. Yo con la cintita de la Individual, que siempre luce más que la Cruz de San Hermenegildo que paseaba nuestro nuevo amigo.

El Montes tenía como misión, además de dar la barrila, meternos en vereda. Pues al mando no se le había ocurrido mejor idea que organizar una unidad con oficiales de todas las armas y servicios —vamos, que no sería una unidad sino una pluridad, una muchicidad o cómo se diga— para lucirnos ante la concurrencia. Íbamos a participar en un desfile multinacional, y no querían que diésemos la nota con ese particular gracejo que sabemos sacar a relucir en el momento más oportuno. Hablando en plata, que aunque los alemanes hiciesen el paso de la oca, nada de emularlos con el brinco del ganso.

Entendámonos, yo eso de las formaciones y los desfiles lo tenía un tanto olvidado, que durante la Guerra Civil era más de trinchera que de alinearse, y en los cuatro días que hubo de paz luego no me dio tiempo ni para aprender a ponerme firmes. Que a fin de cuentas eso es cosa de sargentos y reclutas y no de oficiales hechos y derechos, que siempre podemos formar con un poco de relajo mirando con condescendencia a los metepatas que hay en todas las compañías. Menos mal que nos dijeron que no todos íbamos a desfilar a pie, sino montados en coches y en blindados pues por ahí abajo andaban muy orgullosos de lo de Valiño en Estremoz y querían mostrar al mundo que en la Península también nos apañábamos con las máquinas. Mejor aun, como se trataba de lucirse, en lugar de mandarnos algún Pardillo abollado o un Tejón lleno de agujeros, íbamos a recibir directos desde Praga una hornada de preciosos Tejones 2, o Marder 2 para los amigos teutones. No vaya a pensar que eran unos leviatanes con cadenas, sino los Pardillos de siempre pero con el mismo arreglo que los Tejones, aunque viniendo de fábrica era de esperar que estuviese mejor hecho. Lo que no me hizo mucha gracia fue lo del cañón. Los amigos de ČKD —que curiosa esa especie de mezcla de ce y de eñe— sabían que los Tejones iban a ser para la plebe y no para el olimpo alemán. Por eso, en lugar de ponerles esos Pak 40 del siete y medio tan monos que ya había visto cuando mi pase por los panzer, le habían plantado un checo del ocho. Buen cañón pero ni por asomo como el teutón. A cambio hubo otro detalle que me gustó, y mucho, y era que le habían metido techo al invento. Luego supe que fue por sugerencia del comandante Don Félix Verdeja del que luego les contaré. No a todo el mundo gustaba, que estar encerrado en una casamata da agobio, y salir por pies cuando las cosas se ponen que arden resulta más entretenido. Pero las placas de metal vienen muy bien para proteger de la lluvia, sea de agua o de metralla.

Lo mejor de la llegada del bicho fue que yo iba a ser uno de los agraciados con un paseo en blindado. Resultó que como mi medalla y sobre todo la Cruz de Hierro molaban mucho por estos lares, iba que desfilar en un Tejón, de pie, firme y saludando. Mejor, que en tanque se dan menos traspiés que marcando el paso y hasta había una agarradera por los baches. Un solo Tejón II no quedaba demasiado lucido y Montes preguntó a la capital si podrían mandarnos alguno de los otros, pero le dijeron que los Pardillos necesitaban una mano de pintura y que en la chapa de los Tejones había demasiadas ventilaciones por cortesía británica. Vamos, que mis camaradas iban a tener que seguirme en el coche de San Fernando, con el primeraco a la cabeza —a ver qué tal se le daba lo de formar— y yo iba a ser el único en procesionar en taxi. Desfilar en limusina, aunque fuese con cañón, era buen cambio tras pasadas experiencias.



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La guerra que había recorrido el Mediterráneo apenas había tocado a la Costa Azul. Durante las dos semanas que había durado el enfrentamiento entre Italia y Francia se habían avistado algunos submarinos transalpinos, que en los meses siguientes fueron sustituidos por los británicos. Pero tras la caída de Gibraltar y de Suez esos funestos peces de acero habían desaparecido dejando que los puertos se dedicasen a sus actividades tradicionales. Los barquitos que salían de Antibes, La Ciotat o Canet volvían cargados de pescados que esperaban ansiosos los encogidos estómagos galos. El flujo de proteínas marítimas resultaba tan necesario que desde París se había dado orden a la gendarmería de no molestar a los pescadores ni cuando entretenían sus ratos con actividades más lucrativas. Los gendarmes, fumando sus Chesterfield, recibieron con entusiasmo la directriz.

Los tiempos de guerra eran ideales para los emprendedores locales, que cada vez con más frecuencia en vez de buscar los pescados que escondían las olas preferían los alijos que esperaban en calas recónditas. Henry había resultado tener una aguda visión empresarial, y sus idas y venidas resultaron tan provechosas que había sustituido su Vieux Charles por el Jeune Charles, un precioso barquito de veinte metros tal vez algo excesivo para la pesca diaria. Por tanto a nadie extrañaba que las singladuras del barco se alargasen varios días, y que a la vuelta la esposa del Adjudant-Chef luciese medias de seda nuevas. Porque el tam-tam contaba que el Jeune Charles se citaba en alta mar con un buque de bandera turca que empleaba su pabellón neutral como enseña de bazar flotante, en el que se mercadeaba con estilográficas, cigarrillos, licores o cualquier chirimbolo de esos que tan poco gustaban a los aduaneros. Ayudaba a los negocios que el patrón de la patrullera guardacostas nunca se encontrarse con Henry en el mar, pues un sueldecillo extra siempre ayuda en los años difíciles.

Henry, aunque parecía un devoto partidario del libre comercio, tenía otro lado que le había llevado a comprar una novela de Romain Roland, con la que descifraba los mensajes que emitían desde Suiza. La Central no solo le había indicado como servir al pueblo, sino que le había proporcionado la embarcación con la que ahora tan bien se ganaba la vida. Que si el servidor de la Revolución experimentaba los decadentes lujos capitalistas era para conocer mejor al enemigo.

Así que el Jeune Charles se hizo a la mar, y como tras él partió el Vieux Charles, la parroquia pensó que Henry estaba mostrando una sana ambición que volvería a levantar a Francia y de paso lograría que los francos corriesen por las calles de Martigues. Que tuviese que llevar un par de botes a remolque era lo sensato porque las mejores capturas se cobraban junto a la costa, tanto las de escama como las de matute. Nadie se molestó porque Henry hubiese enrolado a esos marselleses a los que nadie conocía, que la mies es mucha y hay alijos para todos.

Negocios similares surgían por toda Francia y no era el menor el de los transportes. Camionetas movidas a gasógeno recorrían estrechas carreteras en las que los gendarmes no se aventuraban o no querían aventurarse. Si Marcel, ese amigo de Henry, había traído sus vehículos hasta la costa era porque esperaba que su colega consiguiese una gran captura. De lo que fuese, que la curiosidad perdió al gato y no eran buenos tiempos para los cotillas.



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Los soldados permanecieron en un sollado hasta que el petrolero estuvo lejos de la costa. Solo entonces pudieron subir a cubierta pero siempre manteniéndose apartados de la dotación, y atentos al sonido del silbato que les ordenaba esconderse. Pitido va pitido viene los soldados no pudieron admirar ni la bella Estambul ni los Dardanelos. Tampoco les importó mucho, pues en el Mar Negro el Mossovets tuvo que lidiar con un temporal y al llegar a los estrechos sus pasajeros estaban terriblemente mareados.

En el Egeo el tiempo mejoró aunque el petrolero aun tuvo que soportar una mar de fondo que apenas dio pausa a los estómagos. En los momentos que Iván mejoraba lo suficiente —en los cortos ratos que el mar daba alguna tregua— el oficial ilustraba sobre las circunstancias del viaje a aquellos de sus hombres que podían prestarle atención. Según Iván la Unión Soviética, necesitada de obtener los recursos con los que apoyar la lucha del proletariado, estaba vendiendo petróleo a los fascistas, y el Mossovets era uno de los buques que lo llevaban. El buque, que ya había hecho varios viajes a Marsella cargado de oro negro, era candidato ideal para llevar otras mercancías no menos importantes. También les dijo que el único peligro al que se enfrentaba el comando era el de echar hasta la primera papilla, porque el Mediterráneo se había convertido en un mar alemán. Los fascistas y sus esbirros dominaban todas sus orillas y hasta los últimos ingleses que resistían en Chipre habían terminado por rendirse. Así que nada perturbó la singladura del barco mientras ponía rumbo a Poniente, si se exceptúa algún que otro golpe de mar. El petrolero evitó el estrecho de Mesina, paso que acortaba el viaje pero podía someterlo a alguna inoportuna inspección, y cruzó estrecho de Sicilia, más amplio y ahora limpio de minas. Solo tras superar el cabo Spartivento varió hacia el Norte, proa hacia Marsella. Dos días después el barco atracó ante una costa desconocida.

Con mejor tiempo las citas de contrabandistas resultan más tranquilas en alta mar, pero el Mediterráneo, con esa pinta de bonachón que tiene en verano, reserva sus malos humos para el invierno. Soplando el gregal resultaba conveniente aprovechar la tradición corsa de no ver, no oír, y pase lo que pase no hablar. Los cargésiens hacían gala de su herencia y dejaban que su bahía fuese lugar de encuentro entra barcos y barcas que no solo se dedicaban al comercio y la pesca sino a actividades que rolaban entre el mercadeo y la piratería. Dado que la numerosa tripulación del Mossovets podía resultar llamativa incluso para el aduanero más miope, el petrolero atracó en la bahía ondeando pabellón turco —de la nación que hacía su agosto en un mundo en guerra— mientras el viejo y el joven Charles se le abarloaban. Por el lado del mar, que aunque los cargésiens supiesen callar siempre podía haber algún gendarme pinzuti con una malsana curiosidad por esos pasajeros sin deseos de registrarse en la aduana. En unas horas de faena trasbordaron a los pesqueros varias pesadas cajas y después a los turistas procedentes del Este. Luego tanto el Mossovets como los Vieux y Jeune Charles levaron anclas y si te he visto no me acuerdo. El petrolero siguió su derrota hacia Marsella mientras los dos barquitos se internaron en el mar y no se dirigieron hacia su destino real hasta estar muy lejos de tierra.

Para Henry, conocido por ser no solo un negociante próspero sino también espléndido, poco había costado encontrar un par de vecinos deseosos de ganar una buena propina por una leve ocupación. Pues esperar por la noche en una cala rocosa era desagradable por el viento fresco, pero bastante menos cansado que destripar los duros terrones de esa tierra reseca. Todo lo que tuvieron que hacer fue esperar hasta ver las luces en el mar, y luego responder con la señal convenida. Luego se alejaron, pues los negocios de Henry no se beneficiaban de las vistas ajenas. Por eso no vieron que a los botes que llegaron a la orilla les esperaban dos viejos camiones Renault de gasógeno que emitía nubes de humo negro, en los que subieron pasaje y carga. A la mañana siguiente los dos Charles entraron en el puerto. Mucho pescado no llevaban, pero sí un licor que hizo las delicias de los gendarmes.



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Relato de Federico Artigas Lorenzo

Con el Tejón llegó una caja de proyectiles que había que probar. Algún comité había debido pasar muchas sobremesas rumiando sobre la dura piel de los tanques herejes Matilda y Valentina, que se reían hasta de los checos del ocho. Aunque viendo que ni con tanto acero como llevaban podían impedir que los cañones sin retroceso les hiciesen sietes, el comité encargó para los cañones checos unas granadas del mismo tipo, de las de carga hueca. Así que me fui con el blindado al campo de tiro para probar los perdigones nuevos. No fue mal del todo. El cañón que ya conocía seguía siendo igual de preciso, y los proyectiles especiales también hacían buenos agujeros, aunque no funcionasen tan bien como los que allí mismo había disparado hacía un par de meses, cuando estuvimos probando los cañones sin retroceso antes de la excursión a Portugal.

Lo mejor de todo era el nuevo Tejón. Heredaba las buenas cualidades del Pardillo y en vez de parecer una batidora motorizada como los Tejones antiguos, era casi hasta cómodo. El techo ya le he dicho que venía de perlas, aunque estando dentro del blindado no se veía ni un pimiento; en el polígono de tiro ya vi que, si se podía, era mejor ir de pie en la escotilla. Claro que entonces pega el sol y la lluvia, y pensé en hacerme un sombrajo como esos que montamos en los Tejones antiguos en Ciudad Rodrigo. Pero Montes me dijo que ni se me ocurriese, que los armadijos de hierros y lona no quedan bien en los desfiles. Magnífica idea en una tierra en las que llueve un día sí y otro también, pero me agencié un paraguas de pastor y por lo menos no me mojaba en las idas y vueltas al campo de tiro. Aunque, bien mirado, si un Tejón con toldo tenía poca presencia, imagínelo con un paraguas.

Con el Tejón llegó una bienvenida visita, nada menos que el comandante Félix Verdeja. El tío era un hacha de esos que con una bacinilla y unos alicates te hacen un reloj despertador. Él solito había diseñado un tanque cuando la Guerra Civil que daba sopas con honda a panzer, T-26, Covenanter y demás. Solo quedaba fabricarlo pero ya se sabe cómo son las cosas por nuestra amada Patria. Aun andaba el proyecto rebotando de un despacho a otro cuando entraron las prisas con lo del Castillo de Bellver, y más cuando los herejes se plantaron en Lisboa. Pero se pusieron a construir los tanques de Verdeja en una fábrica valenciana que llamaban “El portarretratos” porque servía para colocar a la familia. Los trabajadores eran buenos, pero en la dirección había tal cuadrilla de mangantes cuyo único mérito era su relación con jerarcas y gerifaltes, que ya se puede imaginar lo que salió de esa cueva de ladrones. Lo que fabricaban más que tanques eran adefesios, y Verdeja decidió mandar a todos esos inútiles con influencias por donde no luce el sol, y se pasaportó para Europa a buscar si veía alguna cosa que le pareciese aparente.

Muy quemado tenía que estar Don Félix para ser tan sincero, que hasta nos contó que la fábrica de los Pardillos y los Tejones tampoco le había terminado de gustar. No por la simpleza tecnológica de los tanques, que el comandante sabía qué manazas teníamos por casa y mejor no darles Haigas a esos bestias que pasaban por conductores. Lo que no le parecía bien era el acero, que según decía era demasiado rígido y se rajaba cuando le daban un pepinazo al tanque. Satisfacía que por una vez no era culpa nuestra sino de los checos, que ya sabe, en todas partes cuecen habas. Pero sabiendo eso no daba demasiada confianza montar en un Pardillo salido de esa factoría.

Otra cosa que disgustaba al comandante era el cañoncito de juguete que llevaban los Pardillos. El apaño de los Súper Pardillos era eso, un apaño que permitía montar un cañón de verdad a costa de dejar un blindaje que era como los visillos, que protegían de las vistas y nada más. Los Tejones a Verdeja le parecían útiles, pero solo como medida de emergencia pues carecían de torre. Sobre todo, fuesen Pardillos, Súper Pardillos o Tejones le parecía que tenían poco blindaje para su gusto. Tampoco para el mío que por poco dejan sin hijo a la señora Lorenzo en Ciudad Rodrigo, así que le daba la razón. Por eso el comandante había aconsejado no fabricar esos tanques en España sino mirar algo mejor, y seguía rebuscando a ver qué encontraba.



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Javier de Mazarrasa. Los carros de combate en España. Colección Armas nº 1. San Martín. Madrid, 1977.

El Verdeja fue un carro de combate de proyecto autóctono destinado a reemplazar a los tanques Panzer I y T-26 del Ejército Español. Fue desarrollado por el capitán Don Félix Verdeja Bardales, que estaba al mando de la compañía de Carros de Combate de la Legión. El capitán Verdeja, comprendiendo la necesidad que el Ejército Nacional tendría de tanques, emprendió el diseño de un carro de combate que aunase las mejores características de los tanques Panzer I alemanes y T-26 rusos. Debido a su posición el capitán tenía acceso a los dos modelos, conocía tanto su rendimiento en combate como sus principales defectos, y pensaba que podía diseñar un nuevo tanque que, mejorando los dos carros antes citados, pudiese ser construido por la industria nacional.

Desde un primer momento Verdeja mostró mayor visión que los proyectistas de otros países al escoger el cañón más potente disponible: el 45L46 de origen soviético, que tenía capacidad para disparar proyectiles perforantes y explosivos. El montaje del cañón tenía gran elevación, dándole capacidad de tiro antiaéreo, algo de dudosa utilidad contra aviones pero que permitía combatir los pisos altos en los combates urbanos. Asimismo montaba dos ametralladoras ligeras coaxiales. La suspensión era una modificación de la que llevaba el T-26, que a su vez era copia de un diseño Vickers. Estaba propulsado por un motor Ford V8 de 85 HP, con el que conseguía una velocidad máxima de 70 km/h. La característica más interesante del tanque era la protección: por primera vez en la Historia se daba prioridad a la seguridad de la tripulación. Fue el primer tanque en llevar coraza sería oblicua con gran inclinación, que hacía que los 30 mm de protección máxima equivaliesen a 75 mm verticales (mayor protección que los Panzer IV alemanes) con un peso contenido. La distribución no era convencional al llevar el motor delante, lo que proporcionaba protección adicional. La cámara de combate (con la torre) estaba retrasada, separada por un mamparo del motor y del depósito de gasolina. La munición se almacenaba en el suelo del carro para hacerla menos vulnerable a los impactos. Como comparación, la del T-26 se almacenaba en los costados de la torre, protegida por una plancha de solo 10 mm, y bastaba un único impacto de fusil antitanque o de ametralladora pesada para que la munición se incendiase y abrasase a los tripulantes. Por el contrario, la dotación de un carro de combate Verdeja hubiese tenido muchas probabilidades de sobrevivir tras un impacto incluso de gran calibre. Además, el bajo perfil convertía al Verdeja en un blanco difícil. El jefe del carro disponía de un periscopio panorámico que daba excelente visibilidad, que le permitía mantener el contacto con las tropas propias y detectar precozmente al enemigo: el capitán Verdeja sabía que la limitada visibilidad de los modelos existentes hacía que muchas veces los tanques se desorientasen en el campo de batalla o que fuesen sorprendidos por combatientes aislados: durante la guerra civil un tanque T-26 fue averiado por un legionario que pudo acercarse sin ser advertido y dañar los radiadores con su cuchillo de combate.

El proyecto fue aprobado en 1938, pero la penuria obligó al capitán a construir su prototipo aprovechando restos desechados de otros vehículos: el motor Ford fue tomado de un camión civil, la transmisión de un Panzer I, y la suspensión con rodillos procedía de un T-26. Las pruebas fueron favorables, recomendándose solo pequeñas modificaciones. De haberse construido en ese momento, el Verdeja hubiese sido uno de los mejores tanques del mundo: con un peso de 7 tn, estaba mejor armado que los tanques alemanes (a excepción del Panzer IV) y tan bien protegido como los tanques de infantería ingleses.

Tras la aprobación el capitán Verdeja empezó a construir un segundo prototipo en la factoría de la Unión Naval de Bilbao. Los trabajos avanzaban lentamente debido a la escasez de recursos, hasta que la agresión inglesa de septiembre de 1941 hizo que España buscase nuevas fuentes de armamentos, potenciándose la industria autóctona. Se aprobó la construcción de 1.000 tanques Verdeja en una nueva factoría que originariamente hubiese debido construirse en Zaragoza, pero que finalmente se instaló en Valencia.

Sin embargo las grandes carencias de la industria española retrasaron la producción del nuevo tanque. El segundo prototipo no estuvo listo hasta enero de 1941, y solo en marzo de 1941 pudo iniciarse la construcción de la primera serie de 100 unidades. Pero los objetivos que se pretendían eran excesivamente ambiciosos, y la producción simultánea de 100 carros de combate colapsó las pequeñas instalaciones de la Unión Naval del Levante. Los frecuentes apagones por falta de energía eléctrica, los retrasos en el suministro de las placas de coraza y la mala calidad de los materiales supusieron más obstáculos. En mayo se tomó la decisión de paralizar la construcción de 80 barcazas para poder finalizar cuanto antes las 20 más adelantadas. Los primeros tanques fueron entregados al ejército en julio. Se planificó la entrega de una serie más de veinte ejemplares en agosto, y otra más en septiembre.

Las pruebas de las primeras unidades de serie mostraron graves deficiencias, relacionadas con la mala calidad de los materiales y la tosca construcción: aunque el motor era fiable, la caja de cambios se averiaba con facilidad, y las ballestas de la suspensión se rompían por emplearse acero que no cumplía los estándares solicitados y al que además se le había aplicado un tratamiento térmico de pobre calidad. El ejército consideró que la primera serie de Verdeja no era apta para el combate, y ordenó la finalización de otros veinte ejemplares rectificando los peores defectos. Para acelerarla se emplearon componentes de la primera serie. La invasión inglesa de Portugal hizo la necesidad de tanques más apremiante, y a pesar del retraso que conllevó la corrección de los fallos, la segunda serie de veinte tanques se empezó a entregar en septiembre. Los nuevos tanques fueron enviados urgentemente a Segovia, para equipar una compañía de la Legión.

Coincidiendo con la entrega de los Verdeja, el ejército alemán cedió un gran número de tanques Panzer 38 (unos 250) procedentes de sus almacenes, así como varias decenas de cañones de asalto Marder. Los nuevos vehículos (llamados en España Pardillos y Tejones) no eran mejores que los tanques Verdeja, estando peor protegidos. Pero estaban disponibles inmediatamente y eran más fiables. Se decidió anular la fabricación de los Verdeja tras la entrega de la tercera serie, también de 20 unidades. En su lugar se construirían diseños de origen exterior: inicialmente se consideró fabricar el Panzer 38, pero finalmente se escogió el carro de combate Lince diseñado por Ansaldo. Las barcazas que quedaban en la factoría y que estaban en diferentes estados de finalización fueron desmanteladas, salvo una docena que se usaron en la misma fábrica como tractores. Similar destino corrió la primera serie de 20 ejemplares, de los que se habían retirado los motores y otros componentes clave. Algunos Verdeja inacabados fueron convertidos en prototipos de cañones de asalto o de artillería autopropulsada, pero no fueron aceptados para la producción en serie.

La única unidad equipada con tanques Verdeja, la compañía de tanques de la Legión, fue reequipada con tanques T-26, cediendo sus Verdeja a la escuela de carros de combate de Segovia. En la escuela apenas fueron empleados y la mayor parte fueron dados de baja y desmantelados, o usados como blancos cuando quedaban fuera de servicio por las frecuentes averías mecánicas. Con la tercera serie se equipó una compañía de tanques en Marruecos que no llegó a combatir; sus carros fueron sustituidos por tanques Lince a finales de 1943, siendo desguazados los Verdeja. Hoy solo quedan siete ejemplares conservados como monumentos en diferentes acuartelamientos, la mayor parte incompletos. Los dos en mejor estado se encuentran en el Museo Panzer de El Goloso, pero son reconstrucciones partiendo de tractores abandonados en la fábrica de la Unión Naval en Valencia.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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