La Pugna Continuación de "El Visitante"

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Domper
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Pero con Guderian no se acababan los problemas en el ejército, al contrario. Varios mariscales, más antiguos que Von Manstein, eran renuentes a acatar sus órdenes. Peor aun, un grupo de generales y mariscales se creían postergados por el ascenso de Von Manstein, y habían creado una camarilla que buscaba el apoyo de Von Brauchitsch, nuestro amado canciller. Afortunadamente ni entre ellos se ponían de acuerdo: los mariscales no aceptaban subordinarse a vulgares coroneles generales, y hombres endiosados como Von Kluge o Von Reichenau discutían por la preeminencia, rechazando a otros conspiradores como Halder por no pertenecer a la nobleza. Esas rencillas entorpecieron las maquinaciones del coronel general Halder, que era el intrigante que alentaba a sus colegas. También ayudó que los mariscales discutiesen incluso la autoridad del mismísimo Von Brauchitsch, el canciller nombrado por el Directorio.

Los problemas de Rommel en Mesopotamia fueron presentados por esos generales de opereta como demostración de cómo solo los generales de más rancia tradición prusiana estaban capacitados para llevar a los ejércitos alemanes a la victoria… y para ocupar el trono de Hitler y Goering. Aunque Von Manstein hubiese deseado que los problemas del ejército no saliesen a la luz, fue el general Schellenberg quien los presentó en una reunión.

—Eric, estoy seguro que ya sabes lo que esos elementos están tramando a tus espaldas ¿Qué piensas hacer con esa gente?

La pregunta llevaba implícita la respuesta: Von Manstein había sido el mayor partidario de la purga que había barrido el Partido Nazi. Pero Von Manstein aun no estaba seguro de que fuese oportuno limpiar el ejército.

—Walter, ya me conoces, y te podrás imaginar lo que me gustaría hacer con ellos. No podemos olvidar que nuestros soldados siguen muriendo por medio mundo. El general que pretenda usar el sacrificio de la juventud alemana en su propio provecho es un traidor, y merece el castigo reservado para los traidores. Si por mi fuese, pondría a esas sanguijuelas una corbata de cáñamo, porque no merecen ni el pelotón de fusilamiento. Pero, por desgracia, creo que no es el momento.

—Claro, como son tus colegas —dijo Schellenberg—. No te dolió hacer desaparecer a los nazis, pero a los oficiales del ejército sí.

El mariscal hizo un esfuerzo para conservar la calma—. No es eso. No sabes cómo deseo limpiar el ejército de esos tipos. Pero creo que en este momento no resultaría conveniente para Alemania. Lo de Tikrit y lo de Guarda han sido picotazos minúsculos, pero la prensa inglesa está proclamando esas escaramuzas como las mayores victorias desde Waterloo. Relevar ahora a medio generalato alemán será una muestra de debilidad.

—No creo que semejante medida fuese bien vista por nuestros aliados —intervino por primera vez Von Papen.

—Ni por nuestros aliados, ni por el resto del ejército —siguió Von Manstein—. Hay demasiadas tendencias rivales: unos son partidarios de la reinstauración de la monarquía, otros, de la vuelta de los nazis. No falta quien preferiría una dictadura militar como la de Franco, y todos esperan que cualquier cambio los encumbre. Liquidar a unos mariscales incompetentes tal vez solo sirva para que quienes conspiren sean los generales o los coroneles.

—Algo habrá que hacer —dijo Schellenberg—. Como esos tipos le den ideas a Von Brauchitsch estaremos metidos en un buen lío ¿Te parecería mejor mandarlos a su casa con una buena pensión?

—Yo no me atrevería a tener a esos elementos rondando por Berlín sin ningún control —dijo Von Manstein—. No, los conspiradores merecen castigo. Como mínimo, juicio militar, degradación y una temporada en prisión. Aunque no sean procesos públicos, será bueno que en el ejército se sepa quién manda, y lo que le pasa al que no acata las órdenes. Pero en lo que no concuerdo contigo no en el castigo, sino en el momento. Creo que, por ahora, es mejor esperar. Salvo que los conspiradores lleguen a algo concreto. Supongo que sabrás hasta lo que toman para cenar.

—Halder tomó ayer patatas y un Schnitzel —dijo riéndose Schellenberg . Luego preguntó— ¿Cuándo será el momento oportuno?

Von Manstein no dudó—. Si se mueven, en cuanto se muevan los aplastaremos. Si no lo hacen, el momento llegará dentro de un par de meses. Después de la Victoria.



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También Von Papen estaba muy preocupado. Varios de nuestros supuestamente fieles amigos, aprovechando lo ocurrido en Mesopotamia y Portugal, se estaban buscando la vida por su cuenta. Los que más nos debían fueron los primeros en volvernos la espalda: en Roma, el rey Víctor Manuel III había aprovechado la muerte de Mussolini y las heridas de Ciano para poner al frente del gobierno a uno de sus protegidos, el mariscal Badoglio. El hombre se apresuró a desmontar las estructuras del estado fascista, y queriendo consolidar su poder ¡estaba intentando pactar una paz por separado con los ingleses!

Los movimientos italianos habían sido bastante torpes. Tenían pocas formas de encontrarse con los británicos: tenía que ser en Suiza o en Suecia, ya que Turquía se había negado en banda: en Ankara aun se recordaba como Italia había conseguido su imperio colonial robando provincias a los otomanos. Los turcos no sólo se negaron a la demanda italiana, sino que nos avisaron de las maniobras de Badoglio, poniéndonos sobre la pista de lo que pasaba. Sin la ayuda turca, los contactos iniciales entre ingleses e italianos probablemente se produjeron en Suiza. No era buen sitio: aunque los italianos podían entrar con facilidad en el país usando cualquiera de los muchos pasos fronterizos, los ingleses estaban mucho más limitados. Los agentes de Schellenberg vigilaban de cerca a los miembros de la embajada británica y, aunque al principio los suizos pusieron algunos inconvenientes a la actuación de nuestros agentes, bastó con recordarles lo delicado de su posición para que dejasen de interferir. Además los ingleses, al no poder enviar una comisión negociadora, necesitarían llevar la negociación mediante mensajes cifrados, método lento, poco flexible y peligroso. Casi con seguridad en Suiza sólo se produjeron los primeros tanteos, y ambas partes concertaron una cita en algún otro lugar.

Descontadas Turquía y Suiza, solo quedaban la Unión Soviética, de la que nadie se fiaba —lógicamente—, Suecia, y las naciones más o menos neutrales de las dos Américas. Pero Italia no tenía frontera con Suecia y no les sería fácil enviar una delegación, y además en el país había más agentes nuestros que abetos. Más difícil parecía mantener contactos al otro lado del océano. Pero el ingenio humano podía superar cualquier obstáculo, y aunque los italianos podrían ser soldados mediocres, como intrigantes no tenían precio. Por si acaso, Schellenberg ordenó aumentar las medidas de vigilancia, que ahora no sólo afectarían a las legaciones británicas en Suecia y Suiza, sino también a los principales pasos de frontera y aeródromos y, no menos importante, a las organizaciones pacifistas. Así encontró el extremo del hilo con el que desenredaría la madeja. Lo extraño fue hallarlo en Grecia.

Antes de la guerra, buena parte de las necesidades alimentarias de los griegos se cubrían con importaciones que, obviamente, fueron imposibles tras nuestra invasión. La vecina Turquía antes hubiese enviado matarratas que comida, y las reservas de alimentos del Reich apenas bastaban para las necesidades de nuestros aliados españoles e italianos. En Grecia se estaba pasando hambre, y la Cruz Roja empezó a enviar cargamentos de cereal norteamericano en barcos de bandera sueca… lo que les daba un pretexto ideal para mover gente por toda Europa. En Salónica un agente nuestro, que vigilaba el puerto discretamente, reconoció a un pacifista italiano que Badoglio acababa de liberar. El hombre estaba embarcando en uno de esos buques suecos que tenía por destino Nueva York. Uno de nuestros agentes en Estados Unidos —realmente, un diplomático argentino de ascendencia española— esperó la llegada del barco y a que desembarcase el pacifista italiano, y pudo comprobar que lo recogía un coche del consulado inglés.

Esos contactos probablemente explicaban la inacción en que se había sumido Italia, en un momento en el que estaban a un paso de la victoria. En Sudán se habían detenido tras la conquista de Jartum, cuando solo faltaba expulsar a los británicos de Port Sudán para enlazar con sus colonias en Eritrea y Abisinia que, por otra parte, ya no eran atacadas desde Kenia. Las islas de Creta y de Chipre estaban indefensas, casi pidiendo que una flota italiana las conquistase, pero tampoco habían sido molestadas. En el Atlántico, con el pretexto de la pérdida del crucero Attendolo, solo se hacían a la mar sus submarinos, que recorrían los océanos sin hundir nada.

El caso francés era parecido. Existía una tregua tácita entre franceses e ingleses, según la cual ambas potencias se abstenían de molestarse en las colonias y evitaban los enfrentamientos entre buques o aviones. De vez en cuando los franceses atacaban algún destacamento británico, más que nada para guardar las formas y tenernos contentos, pues sabían que su posición en Indochina dependía de nuestro apoyo. Los ingleses respondían ocupando algún islote sin valor en el Pacífico, procurando no excederse.

El resultado era que el peso de la guerra descansaba casi exclusivamente en nuestros hombros, y en los de los sufridos españoles, claro, aunque en Madrid también había algún intrigante partidario de la paz. Así no íbamos a ninguna parte. Lo que realmente nos apetecía era enviar a Vichy y a Roma a nuestros paracaidistas, detener a esos políticos traidores, e imponer gobiernos que nos fuesen favorables. Pero medidas de ese tipo resultarían contraproducentes. Serían vistas como actos de desesperación, nos harían aparecer más débiles, y convertirían a nuestros renuentes aliados en aparentes amigos a la fuerza y, realmente, en enemigos disimulados.



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Von Papen quería demostrar que la Unión Paneuropea no era un imperio alemán, sino una unión entre potencias amigas, en la que no cabía el uso de la fuerza. Por ello rechazó las sugerencias del general Schellenberg, que era el que proponía una intervención, fuese una invasión militar, fuese alentando golpes de estado. El golpe que el ministro de Exteriores iba a dar era de otro tipo. Se estaba acercando el aniversario del armisticio de 1918 que había puesto fin a la guerra anterior. El año anterior o no hubo conmemoraciones, o pasaron desapercibidas: nadie quería ofendernos. Pero este año tanto Roma como París deseaban hacer una celebración por todo lo alto que marcase distancias.

El tres de noviembre Von Papen sorprendió a propios y extraños acudiendo a Asiago, donde el rey de Italia y el mariscal Badoglio iban a celebrar el aniversario de su victoria de Vittorio Veneto de 1918. Los italianos decían que esa batalla había sido la puntilla que derrotó al Imperio Austrohúngaro y, de rebote, a Alemania. Olvidaban que solo habían atacado cuando los aliados ya habían derrotado a los austríacos en Macedonia y sus vanguardias corrían hacia Viena y Budapest, pero era algo típico de nuestros queridos aliados. No hará falta decir lo que pensábamos de esas niñerías: si no hubiese sido por nuestra ayuda, los italianos no estarían para celebrar nada, porque hubiesen perdido todo su imperio colonial, la mitad de su marina y el dominio del Mediterráneo, que solo habían conservado gracias a la Luftwaffe y a nuestros submarinos. Pero a veces es mejor soportar pequeñas descortesías y tragar algún sapo en bien de la amistad, aunque los batracios resultan más digestivos cuando se consigue que los demás también tengan que degustar alguna ranita.

Eso hizo Von Papen en Asiago. Informó en el último momento de su presencia, cuando el orgullo italiano ya no les permitiría anular sus festejos. El ministro confiaba que ni siquiera nuestros desagradecidos vecinos del sur se atrevieran a desairarle. Una vez allí ofrendó una corona de flores que llevaba los colores del Reich y de Italia. En su discurso, en un italiano vacilante pero inteligible, el ministro evitó cuidadosamente ofender a sus anfitriones. Evitó cualquier referencia al extinto Imperio Austrohúngaro, sempiterno enemigo de Italia. Tampoco habló de victoria o de derrota, sino que sus palabras recordaron a esa juventud que había muerto en las trincheras, y dijo que austríacos, alemanes e italianos, antes enemigos, ahora estaban abrazados en la muerte, como abrazadas estaban Alemania e Italia.

Al día siguiente la radio y los periódicos no solo del Reich, sino de buena parte de Europa —pagados con buenos marcos, presionados por los diplomáticos alemanes o, cuando era necesario, por los agentes del general Schellenberg—, se hicieron eco del acontecimiento, mostrándolo como una fiesta de la amistad y no como el feo que nos hacían los italianos recordando la derrota de nuestros padres. Hubiese pagado por ver las caras que debieron poner Badoglio y su rey en Asiago mientras escuchaban las palabras de Von Papen. Mejor aun tuvo que ser verlos cuando leían la prensa, porque según rumores Badoglio se sulfuró tanto que casi sufrió una apoplejía. No hubiese debido enfadarse tanto, porque un discurso no podía cambiar mucho: las fuerzas armadas italianas mantenían su inactividad, y los barcos suecos seguían moviendo agentes italianos entre Nueva York y Salónica. Pero al menos había servido para restregar por la cara al rey y a Badoglio su ingratitud, y para que el pueblo italiano supiese que Alemania seguía siendo su aliada. Ahora Von Papen quería repetir la jugada en Verdún.

La celebración del día del Armisticio era la segunda fiesta más importante del calendario francés, y solo había dejado de celebrarse públicamente el año anterior. Pero esta vez fue el ministro Von Papen el que sugirió al embajador francés que Alemania deseaba unirse a Francia en la conmemoración del final de la Gran Guerra. El lugar que Von Papen sugirió fue el fuerte de Douaumont, en Verdún, escenario de alguna de las batallas más terribles, y en cuyos sótanos reposaban los restos de cientos de soldados franceses y alemanes. Un monumento recordaba a los visitantes la tempestad de acero que veinticinco años antes había recorrido esas colinas. Douaumont podía ser el lugar donde demostrar al mundo que las heridas de la Gran Guerra estaban cerradas, y que Europa marchaba unida.



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Mensaje por reytuerto »

El SH Domper no deja de sorprenderme! Chapeau!


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JLVassallo
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Este Von Papen si que se las jugo lindo.
Slds.


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Francia suponía un problema peliagudo. Mientras que Italia y Alemania habían sido aliadas gran parte su historia, salvo durante la catástrofe que fue la Gran Guerra —todo para que franceses e ingleses burlasen a los italianos el botín de la victoria—, Francia y Alemania habían sido enemigas desde tiempos inmemoriales. Los Países Bajos, esos estados artificiales que Inglaterra mantenía como una cuña entre las dos mayores potencias del continente, eran conocidos como “el reñidero de Europa”, ya que casi en cada aldea se había peleado alguna batalla con franceses y alemanes en bandos contrarios. Esa rivalidad se había enconado desde que Alemania se había unificado en el siglo XIX, y parecía que cada generación de franceses y alemanes necesitaba desahogarse batallando en una nueva guerra.

No había que olvidar que el resentimiento francés no había nacido con su derrota de 1940. La Gran Guerra estaba demasiado cercana. Todas las familias francesas habían perdido un padre, un hermano o hijo, y cada francés rumiaba en el fondo de su alma el ansia de desquite. Por si la memoria de la eterna enemistad fuese poco, el conflicto por las regiones fronterizas entre Alemania y Francia era motivo de perenne enfrentamiento.

Clásicamente, las regiones del noroeste de Francia habían pertenecido a la Lotaringia, un reino artificial creado para contentar al nieto de Carlomagno, formado con las marcas occidentales alemanas, que eran ajenas al núcleo francés. Pueblos de hablas germanas habitaron la región: flamencos y holandeses en el norte, loreneses, franconios y suizos en el sur. Pero los monarcas galos y luego la república francesa convirtieron la antigua Lotaringia en el objeto de sus apetencias. Mientras Alemania fue fuerte consiguió mantener la germanidad de esas regiones. Pero cuando Francia fue fuerte y Alemania débil, los monarcas francos impusieron su ley y su cultura. El estado francés había suprimido ferozmente las diferencias regionales, hasta crear una balsa de uniformidad de la que solo se habían salvado partes de Alsacia y pequeños rincones de Lorena. Para nosotros era obvio que Lorena y Alsacia eran regiones alemanas que debían volver al redil germano, pero tantos años de opresión habían conseguido que muchos loreneses, e incluso algunos alsacianos, se considerasen tan franceses como los parisinos.

Además el irredentismo envenenaba cualquier razonamiento. Cualquier nacionalista que se precie tiene una idea de nación en la que no importan ni la historia, ni la lengua, menos todavía el sentimiento de los pobladores. Para los nacionalistas franceses, la “frontera natural” de Francia, perseguida desde Luis XIV, era el Rin. Cualquier rincón donde alguna vez hubiese puesto sus ojos algún propagandista galo era territorio irredento que tenía que ser incorporado a Francia. Si sus habitantes tenían la osadía de sentirse alemanes, no eran más que franceses descarriados que debía ser reeducados quisiesen o no. En Alemania no se iba a la zaga, se sentía que el Reich estaba incompleto sin la cuna de Karl der Grosse —Carlomagno, el primer káiser—, de la que Francia no era sino una parte, lo que los autorizaba para apropiarse de cualquier rincón de Europa que pudiesen desear. Un nacionalista alemán se sentía insultado al ver la bandera tricolor ondeando más allá del Mosa. También había demasiados compatriotas que creían que el espíritu alemán solo se fortalecía pisoteando a los franceses en el campo de batalla.

Intentar satisfacer los bajos instintos del nacionalismo era receta infalible para la guerra. Ambas partes tendrían que moderar sus apetitos. El Reich tendría que entender que quien se sintiese francés era francés, viviese en Burdeos o en Estrasburgo. Francia debía comprender que el Rin era tan alemán como Prusia. Afortunadamente, había un premio con el que podíamos tentar a los franceses. Que además nos permitiría solventar otra crisis que, aunque no fuese del todo inesperada, comprometía el futuro de la Unión.



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Sebastian Haffner. “El nacimiento de Europa”. Op. cit.

La expulsión de Gran Bretaña de los asuntos continentales creó la que con posteridad fue llamada cuestión holandesa.

Los Países Bajos estaban formados por marismas costeras y por llanuras aluviales formadas por los ríos Rin, Mosa y Escalda. El terreno originalmente era inhóspito: pantanoso, cubierto periódicamente por las crecidas y por la marea alta, y sujeto al cambio del curso de los ríos. Siendo el clima frío y húmedo, la densidad de población había sido baja, formando una barrera demográfica entre las fértiles llanuras del norte de Francia y de Alemania. Solo al sur las suaves colinas belgas favorecían la agricultura y propiciaron mayor densidad de población. Aunque la región estaba habitada por pueblos teutones, el Imperio Romano la anexionó, y el latín acabó sustituyendo a las lenguas germánicas en el sur, en la zona más favorable para la agricultura y con más habitantes. Tras el hundimiento del Imperio Romano de Occidente los Países Bajos quedaron en el reino franco y posteriormente en el Imperio Carolingio. Pero cuando Ludovico Pío dividió el imperio entre sus tres hijos los Países Bajos fueron incorporados a Lotaringia, un estado tapón situado entre Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico, el primer Reich.

Lotaringia desapareció durante la Edad Media, siendo incorporada en parte al Primer Imperio Alemán y en parte a Francia. Durante este periodo la introducción de nuevas técnicas agrícolas, la desecación de las marismas, la canalización de los cauces fluviales y la construcción de diques que protegiesen a los campos de cultivo de mareas y crecidas, permitieron el aumento de la población. Al confluir en los Países Bajos varios de los ríos navegables de Europa se desarrolló la industria y el comercio, convirtiendo a la antes inhóspita región en una de las más ricas de Europa, objetivo del apetito de los monarcas alemanes, franceses y españoles.

La reforma protestante dividió a los Países Bajos. La región sur fue conservada por la monarquía hispánica y luego por la austríaca, manteniendo la religión católica, aunque perdiendo importantes territorios a manos de los Borbones franceses. La zona norte, casi al nivel del mar y cruzada por grandes ríos y canales, se adscribió a los estados reformados y consiguió su independencia, pudiendo resistir a los ejércitos españoles apoyándose en las barreras naturales. Gracias a sus vías navegables, que la convertían en el cruce de comunicaciones de Europa, consiguió gran prosperidad económica y formó un estado pujante, Holanda, que llegó a rivalizar con las potencias navales de la época, España e Inglaterra, llegando a crear un gran imperio colonial. Sin embargo en los siglos XVII y XVIII Holanda fue derrotada por Inglaterra y Francia, y finalmente conquistada por los ejércitos revolucionarios franceses, que la incorporaron a la República y luego al Imperio Francés como un estado títere. Durante el dominio francés se descubrieron grandes yacimientos de carbón que permitieron el inicio de la Revolución Industrial en el continente.

El control de los Países Bajos por Francia era visto por Inglaterra como una grave amenaza, ya que convertía al estado rival en una gran potencia económica y marítima. Tras la derrota de Napoleón, Inglaterra consiguió que los Países Bajos pasasen a ser un reino gobernado por la casa de Orange, pero bajo tutela británica. La revolución de 1830 causó la división del reino en una parte norte, Holanda, de religión luterana y de lengua germánica, y otra sur, Bélgica, católica, en la que convivía el norte germánico y el sur francófono. Bélgica también fue tutelada por Gran Bretaña, y los dos pequeños países fueron mantenidos como una artificial cuña entre la República Francesa y la Alemania reunificada en el Segundo Imperio.



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Capítulo 22

De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

El Holandés o Neerlandés (Nederlands en neerlandés) es una lengua germánica perteneciente a la familia de las lenguas germánicas occidentales, entre las que se incluyen el inglés, el bajo alemán y el alemán. Es la lengua mayoritaria de los Países Bajos, hablado por tres cuartas partes de los habitantes. Solo la marca valona, al sur de Bruselas, es mayoritariamente francófona. El Neerlandés es también hablado en las Antillas Holandesas y en pequeñas zonas de Estados Unidos, Canadá y Australia. En gran parte de Sudáfrica se habla el Afrikaans, un dialecto del holandés mutuamente inteligible.

El Neerlandés está relacionado con el inglés y sobre todo con el alemán. El Neerlandés está estrechamente emparentado con el Bajo Alemán, conjunto de variedades lingüísticas germanas habladas en el norte de Alemania, norte de los Países Bajos y sur de Dinamarca, siendo mutuamente inteligible con los dialectos bajoalemanes occidentales. Comparte con el alemán gran parte del vocabulario, en proporción mucho más elevada que con el inglés, y también tiene la característica del alto alemán y de otras lenguas nórdicas de formar largas y complicadas palabras compuestas.



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Diario de Von Hoesslin

Nuestras relaciones con Japón no estaban en su mejor momento. La verdad es que solo el oportunismo había hecho que los nipones se nos acercasen: para su extraña cultura, tan ajeno era un capitalista neoyorquino como un fascista calabrés: todos eran demonios blancos que debían ser expulsados de su vecindad. Vecindad que interpretaban con verdadera amplitud: según nuestra legación en Tokio, por el país circulaban panfletos en los que se reclamaba para Japón toda Asia hasta los Urales, y todo el Pacífico, incluyendo las Montañas Rocosas. Dado que en Japón no caía ni una flor de cerezo sin que lo supiese su temible policía política, la Kenpeitai, teníamos que suponer que esos folletines mostraban las verdaderas ambiciones japonesas, que solo la conveniencia momentánea y, más que nada, la carencia de suficiente fuerza militar, mantenían a raya.

Von Papen ya había tenido un roce con los japoneses la primavera anterior, cuando apoyaron a su protegido tailandés en su guerrita contra la colonia francesa de Indochina. En esos momentos nos interesaba que París nos asistiese en nuestras operaciones en Oriente Medio e Irak, y por eso nos pusimos de lado de los franceses frente a los japoneses. Nada llamativo: según explicó Von Papen, el asunto no había pasado de unas cuantas conversaciones entre diplomáticos de bajo nivel. Al final Von Papen había conseguido aplacar a los franceses ofreciéndoles Bélgica, y a los japoneses con el cebo de las Indias Orientales Holandesas. Pero las conversaciones no habían pasado de promesas vagas y sin concreción. Von Papen había pedido a los japoneses un año de margen, pero a la velocidad que se estaba enconando el conflicto entre Japón y Norteamérica, dudaba que le diesen ni la mitad de ese tiempo.

Fue el general Schellenberg, de nuevo, el que hizo estallar la bomba, mostrando unos mensajes mecanografiados.

—¿Qué es esto? —preguntó Von Papen.

—Una serie de informes de algunos de los agentes que tengo por el mundo. No hará falta que os recuerde que el presidente norteamericano Roosevelt no nos tiene mucho cariño ¿no es cierto?

—¿Tienes redes nuevas en América? ¿Sabes algo nuevo de Washington? —preguntó, preocupado, Von Papen.

—No tengo más agentes, ni creo que haga falta. Los norteamericanos son tan bocazas que sus periódicos publican lo que hacen, lo que dicen y hasta lo que piensan. Supongo que habréis leído los resúmenes que envía nuestra embajada: Roosevelt está consiguiendo modificar la opinión pública norteamericana.

—Es cierto —contestó Von Papen—. El pueblo norteamericano está adoptando una actitud cada vez más beligerante. Incluso ha habido algún asalto a negocios de italianos o de japoneses.

—Cierto. Todo es obra de Roosevelt. Es un truhan muy ladino. Si confesase su verdadera intención, que no es otra que declararnos la guerra y destruirnos, sus votantes lo rechazarían. Pero ha adoptado una postura sibilina: va sugiriendo que la guerra es inevitable. Desde luego, no dice que está provocándonos cuanto puede: por poner un ejemplo, escoltar barcos de bandera inglesa en aguas internacionales es un acto hostil que podríamos considerar casus belli. Pero eso no lo cuenta. Solo va susurrando que habrá guerra. Poco a poco, los norteamericanos han ido aceptándolo, tanto que han votado unos presupuestos militares monstruosos. Pero para saber eso no necesito ningún informe especial. Lo que os enseño es algo peor.

—¿Peor? ¿De qué se trata? —volvió a inquirir Von Papen.

—Son mensajes de y sobre Tokio. No, no son de nuestro embajador en Japón. Ott es un buen hombre pero no se entera de mucho. Todo lo que nos enviaba procedía de los rumores que escuchaba un amigote suyo, un tal Sorge, que ha resultado ser un espía ruso. Como para fiarse mucho de lo que haya podido contarle a Ott: seguro que cualquier cosa que hubiese llegado desde Tokio había sido revisada antes en Moscú. Lo malo es que la sección de inteligencia de la embajada tampoco funciona muy fina, y no ha conseguido sino recoger unos pocos rumores.

—¿Qué es lo que tienes? Ve al grano, por favor, que no tenemos todo el día. Salimos para Verdún pasado mañana ¿no os acordáis? —contestó Von Papen, de forma un tanto desabrida.

—Me voy a explicar, pero tendré que extenderme un poco. Ya sabemos que Roosevelt está buscando cualquier pretexto para declarar la guerra, y yo creo que para eso quiere utilizar a Japón. Está apretándole cada vez más las clavijas, y la situación nipona está llegando al límite. No me malinterpretéis: no estoy dando la razón a los japoneses, porque no la tienen. Se han metido en una guerra de conquista en China, más descarada aun que la que quería emprender nuestro añorado Statthalter en Rusia —todos sonrieron—, y encima en Tokio pretenden que sea Estados Unidos quien la financie. La economía japonesa, su ejército y su marina necesitan todo tipo de materias primas, desde petróleo hasta chatarra, que proviene de Estados Unidos o de las colonias inglesas y holandesas. Como no las pueden pagar, quieren que los bancos norteamericanos les presten el dinero, no se sabe con qué garantía. Es como si un atracador pidiese a un banco un crédito a fondo perdido para comprar una pistola.

—Se pueden decir muchas cosas de la política japonesa, salvo que sea coherente —dijo Von Papen—. El poder reside en unos cuantos militares y mafiosos, de entendederas bastante justas, que además creen que Japón es el pueblo de los dioses.

—Tienes razón —siguió Schellenberg—. La política japonesa es menos predecible que una ruleta. A veces parece que se perjudiquen a sí mismos aposta ¿no es allí costumbre suicidarse clavándose espadas en la tripa? Es como si quisieran hacer eso con su nación.

—Están locos —dijo Speer—. Su economía no llega ni a la décima parte de la norteamericana, y van diciendo que quieren conquistar el Pacífico ¿A dónde creen que se dirigen?

—Eso precisamente es lo que me estaba preguntando —siguió Schellenberg—. Si escuchamos lo que dicen los políticos nipones, están dispuestos a llegar a un acuerdo solo si Roosevelt se arrodilla ante ellos y toca el suelo con la frente.

—Si Roosevelt lo intenta, se dará un buen cabezazo y no se podrá levantar: está tullido —rio Von Papen.

Schellenberg siguió—: No lo menosprecies. Será tullido, pero es más peligroso que una cobra. El presidente entiende a los japoneses y sabe provocarles: es como el torero que agita una muleta ante un toro. Ha presentado propuestas, que pueden parecer razonables a la opinión pública norteamericana, pero que en Tokio son vistas como un insulto: exige a los nipones retirarse de China, aunque se supone que están ganando la guerra. Eso, para un guerrero samurái, es una vergüenza que solo puede lavarse con la muerte… suya, o la de sus enemigos. La cuestión es ¿van a responder los nipones a las provocaciones? Según todos estos papeles, sí.

—¡No lo quiera Dios! Entonces Estados Unidos irá a la guerra, y estaremos perdidos —dijo Speer.

—No será para tanto —comentó el mariscal—. Para los norteamericanos no será nada fácil vencernos.

—Repasad los informes sobre la economía norteamericana que os entregué no hace mucho, e igual cambias de opinión.

Von Papen recondujo la discusión—. Por favor, no tenemos mucho tiempo. Sigue, Walter, por favor.

—Como iba diciendo, me he puesto a investigar a los japoneses. Ya que apenas tenemos fuentes fiables en Tokio, he tenido que usar medios indirectos. Este mensaje que os enseño ha sido enviado por un agente que tenemos en la principal base naval norteamericana de las islas Hawái. Hace un año cedimos el agente a la inteligencia japonesa, que estaba muy interesada en la base pero no conseguía introducir a ninguno de los suyos. Nosotros les prestamos uno de nuestros oficiales, un tal Küln. Lógicamente, Küln también nos informa a nosotros. No temáis por la seguridad de las claves, porque los mensajes se envían con un sistema de cuaderno único absolutamente inviolable. Lo importante no es lo que Küln haya descubierto, sino que gracias a él sabemos que es lo que interesa a los japoneses. Al principio, eran generalidades: cuántos barcos suele haber en la base, si sus dotaciones son veteranas o novatas, si están insatisfechas, cosas de ese tipo. Pero ahora le están pidiendo datos muy concretos, preguntando por la posición de los barcos norteamericanos, la presencia de cañones antiaéreos y de redes antitorpedos, donde están emplazados, qué aviones hay en los aeródromos y donde los estacionan. Son cuestiones que resulta peligroso investigar, y tan específicas que perderán su utilidad en unas semanas. A pesar de eso, para conocerlas se están arriesgando a quemar un agente muy valioso.

—O sea, que crees que están preparando un ataque inmediato —dijo Von Manstein.

—Sí. Pero no me fío de una única fuente. Entonces pensé que, aunque nosotros no tengamos fuentes fiables en Tokio, tal vez otros sí que las hayan conseguido ¿Quién podría estar interesado? Obviamente, los norteamericanos, y también los ingleses y holandeses. Por desgracia, no tenemos demasiadas informaciones sobre sus actividades. Pero supuse que los estados ribereños del Pacífico también debían estar preocupados. Especialmente Perú, que tiene una importante colonia nipona. En esos países la maquinaria del Estado se engrasa con dinero, y unos pocos marcos tienen un efecto muy beneficioso para nuestros intereses. He conseguido una copia de los despachos del embajador de Perú en Tokio. El hombre se ha ganado la amistad de varios japoneses influyentes, que le han dicho que Japón está preparándose para atacar a Estados Unidos en las próximas semanas. El embajador, además, ha hecho el trabajo por nosotros: ha cotejado sus fuentes y comprobado lo que le decían. Solo cuando estuvo seguro confeccionó un informe que ha enviado a su capital en Lima en manos de un amigo. No sabía el buen hombre que su amigo también lo era nuestro. Mejor dicho, de los billetes de curso legal.

—Preocupante —dijo Von Papen— ¿Algún indicio más? Porque hasta ahora solo nos has ofrecido eso, indicios.

—Los planes japoneses no los tengo, pero hay otros sucesos sospechosos. Ya sabéis que hemos infiltrado algunas redes de espías soviéticas, que hasta ahora habían estado muy interesadas en saber si teníamos planes conjuntos con Japón para invadirles. Hará un par de meses dieron la orden de abandonar cualquier investigación en ese sentido, justo antes de la detención del agente de Stalin en Tokio. Además en Pradva se ha publicado una lista de militares arrestados por traición, e incluye varios que estaban destacados en Extremo Oriente: hasta ahora Stalin no había tocado ni un pelo de ese ejército.

—Es como si supiese algo que nosotros no sabemos.

—Por último, tengo lo más interesante. He tenido a los chicos del B-Dienst estudiando el cifrado japonés: si los ingleses pueden desvelar nuestra Enigma, nosotros podemos intentar lo mismo ¿no? Además tenemos la ventaja de poder echar algún vistazo por las noches a la máquina que tienen en su embajada en Berlín. El aparato es muy complejo, y aunque me dicen que es parecida a la Enigma, y los muchachos de Zymalkowski creen que pronto conseguirán desentrañar su sistema de cifrado, por ahora no podemos leer sus mensajes… pero sí robarlos —el general sacó unos papeles—. Son transcripciones de las cintas de las máquinas de escribir de la embajada, que una limpiadora recoge cada día y cambia por otras, para que el embajador no sospeche que estamos mirando por encima de su hombro. Pues bien, ayer mismo recibieron un mensaje que indicaba que el 25 de noviembre es la fecha límite para un acuerdo con los americanos.

—¿Tenemos solo tres semanas? —dijo Von Papen.

—Con suerte. Tal vez menos.



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Urbano Calleja
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La Pugna Continuación de "El Visitante"

Mensaje por Urbano Calleja »

Se calienta el relato...veo por donde van los tiros en Europa.
A ver por donde van los tiros en Asia :guino:


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Mensaje por APVid »

Lo de Bélgica me parece rescatar el plan de 1917 de dividir en dos el país e integrar la parte flamenca en Alemania (aquí también Holanda y Luxemburgo).

Por supuesto entregarle el enorme Congo a Francia le parecería muy bien (aunque primero debería ocuparlo).


Lo de Japón es peligroso, yo les daría lo que pidan para que no se muevan durante un año y firmen una tregua en China (y de paso que hagan una inclinación hasta el suelo en Washington): Indonesia, Indochina, Timor, Macao, Madagascar,..., como si quieren espadas samurais de oro. Es crucial aguantar hasta noviembre de 1942.


Domper
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Mensaje por Domper »


La reunión prosiguió toda la tarde, analizando las diferentes opciones que le quedaban a Alemania.

Si Japón atacaba a Estados Unidos, lo haría por sorpresa. Era lo que los nipones habían hecho en todos sus conflictos anteriores: contra China en 1895, contra Rusia en 1904, y contra nosotros cuando invadieron Tsing-Tsao en 1914. Además, a la luz de conflictos anteriores, lo más probable era que intentasen una repetición de Port Arthur en 1904, cuando la flota japonesa dirigida por el almirante Togo atacó la principal base rusa en el Pacífico. La base más importante de Estados Unidos estaba en San Diego, en California, pero era poco probable que los nipones fuesen tan atrevidos. Tenían otra gran base naval en Cavite, en la bahía de Manila, pero solo albergaba unidades de escaso porte. Pero por orden de Roosevelt la flota norteamericana del Pacífico se había trasladado a Pearl Harbor, Puerto Perla, una abrigada bahía en las islas Hawái. Ese archipiélago estaba al alcance de los japoneses, y la disposición de sus defensas estaba interesando mucho a los hijos del Sol Naciente. Por tanto, era razonable pensar que la marina japonesa iniciase sus operaciones atacando por sorpresa esa base.

Parecía como los japoneses no tuviesen en cuenta el efecto de una operación así. La consecuencia de la agresión de Churchill a la flota francesa en Mazalquivir, Dakar y Alejandría había sido poner Francia a nuestro lado. En este caso lo menos que podía pasar era que Estados Unidos declarase la guerra a Japón. Pero probablemente fuese mucho peor: igual que para un nipón el honor lo era todo, los norteamericanos se orgullecían de su sentido del fair play, el juego limpio, aunque sus intromisiones en nuestras operaciones militares fuesen cualquier cosa menos pulcras. Era probable que los ciudadanos estadounidenses se sintiesen ofendidos hasta puntos inimaginables, de tal forma que el ataque por sorpresa convirtiese a una nación neutral y pacifista en una enemiga acérrima ansiosa de venganza.

De todas formas, si fuese por nosotros, como si el presidente Roosevelt se merendaba Nipón con crisantemos, Fuji Yama y todo. Pero por desgracia no podíamos olvidar que el objetivo final del tullido no era Japón. Su obsesión era derrotar a Alemania, y usaría el desgraciado ataque como el pretexto ideal para unirse a la guerra contra nosotros. El mariscal no estaba demasiado preocupado: pensaba que los norteamericanos no sabían luchar, y que Alemania ganaría la guerra antes que aprendiesen. Lo único malo es que la entrada en guerra de Estados Unidos sería como un balón de oxígeno para Inglaterra, a la que teníamos contra las cuerdas.

Speer estaba mucho más alarmado. Nos enseñó unas estadísticas que ya había mostrado al finado Statthalter, que además nadie podía negar, pues las había publicado la prensa norteamericana: el presidente Roosevelt había puesto como objetivo construir ¡100.000 aviones en un año, ocho veces más que nosotros! Incluso en tiempos de paz la producción aeronáutica norteamericana era más que respetable: durante la preguerra había conseguido expulsar del mercado de aviones de pasaje a los fabricantes de otros países, incluyendo a Fokker, ya que los aviones norteamericanos eran mucho mejores. Ahora estaban proveyendo de aviones a la RAF y, aunque sus cazas eran mediocres —pero bastante mejores que los italianos—, fabricaban unos polimotores que ya quisiésemos para nosotros. Por ejemplo, tenían un bombardero pesado, el Boeing 17, del que la RAF había usado algunos ejemplares. Por lo que habíamos podido ver en un ejemplar que habíamos derribado, era justo lo que nuestros ingenieros querían fabricar y aun no podían. Solo era cuestión de imaginar formaciones de miles de cuatrimotores como el B-17 o de los modelos más avanzados que estaban desarrollando, surcando los cielos de nuestra patria.

Además, era de ilusos pensar que conseguiríamos mantener a los Estados Unidos al margen: Roosevelt estaba decidido a ir a la guerra, y le quedaban tres años de mandato, durante los que podría intrigar y maquinar hasta fabricar el pretexto que necesitaba. Pero no le sería tan fácil si conseguíamos que Inglaterra firmase la paz, porque sin bases en Gran Bretaña le resultaría muy difícil emprender operaciones militares contra nuestra patria. Es decir, necesitábamos tiempo. Tiempo para derrotar a los ingleses o, al menos, para imponerles una paz que nos fuese favorable. El ataque que por lo visto estaba preparando Japón nos iba a quitar ese tiempo que Alemania necesitaba para consolidar su victoria. Porque el presidente Roosevelt aprovecharía lo que hiciesen los japoneses para acusarnos de traicionar a los Estados Unidos y declararnos la guerra. Desde luego, el presidente no tendría nada de lo que acusarnos, pero poco importaría, porque esgrimiría argumentos panfletarios, llamando al corazón y no a la mente de sus ofendidos conciudadanos.

Por tanto, teníamos que parar los pies a los japoneses, y no sería sencillo. Su retorcido sentido del honor podría hacer que nuestras presiones tuviesen el efecto contrario. Por otra parte, si Japón iba a la guerra era porque su situación económica era pésima: Speer señaló que apenas les quedaban reservas para unos meses. Por eso se querían apropiar de la joya de Extremo Oriente: las Indias Orientales Holandesas, ricas en petróleo, minerales y caucho, una de las colonias más valiosas del mundo.

Claro que eso planteaba otra cuestión: si lo que deseaban era las colonias holandesas ¿por qué atacar a Estados Unidos? Bastaba con mirar un mapa para entenderlo: en medio estaban las Filipinas, que Estados Unidos había robado a nuestros aliados españoles a finales del siglo anterior: el archipiélago formaba una cuña entre Japón y su objetivo. Desde un punto de vista exclusivamente militar, dejar atrás las Filipinas era muy arriesgado. Pero para anularlas, antes era necesario destruir la flota norteamericana, y entonces los nipones se meterían en una guerra que, pensasen lo que pensasen en Tokio, no podían ganar. Vamos, que necesitaban las Indias Orientales, pero para ello tenían que atacar Estados Unidos, que acabaría derrotándolos y, de paso, obtendría el pretexto que necesitaban para ir a la guerra. Es más, conociendo a Roosevelt no sería raro que se centrase en nosotros ignorando a Japón. En semejante tesitura no sería extraño que el tercero en discordia, es decir, la Unión Soviética, se apuntase al baile.



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Mensaje por Domper »


Para el ministro Von Papen la solución al embrollo parecía evidente: era preciso convencer a nuestros dudosos aliados de ojos rasgados de que dejasen a los norteamericanos en paz, y que se limitasen a las colonias holandesas.

—De verdad, a veces no entiendo a los chicos de Tokio. Con tanto arroz y tanta geisha han debido perder el norte. Ya les dije lo mismo la primavera pasada: sus problemas en China no se deben a que los norteamericanos o los soviéticos regalen un par de aviones viejos a los chinos, sino a que están intentando tragar un bocado demasiado grande. Dicen que están ganando porque a los japoneses les basta con escupir para derrotar al ejército chino, pero cada victoria significa conquistar una región inmensa, que solo produce un poco de arroz, y que necesita miles de hombres para vigilarla. A este paso, ganarán tantas batallas que perderán la guerra.

—Conquistar China… se ha hecho pero con ejércitos inmensos —dijo el mariscal—, que los japoneses no tienen. Tampoco disponen de suficiente motorización que pueda multiplicar la eficacia de sus tropas.

—Están metidos en un buen lío —siguió Von Papen—. Si reconociesen que la han cagado, aun podrían intentar llegar a un acuerdo. Fácil no les resultará, porque con esa manía que tienen de destripar niños los nipones no están resultando muy simpáticos, pero untando a Chiang Kai-Shek y a su familia –era famosa la devoción que por el oro tenía la señora Chiang–, tal vez pudiesen conseguir algo. Luego solo tendrían que quedarse sentados a ver como Chiang y Mao se matan entre sí, para luego recoger lo que quedase.

—¿Por qué no lo hacen? —preguntó Speer.

—Por orgullo. Puto orgullo —raro era oír maldecir a Von Papen, denotando lo enfadado que estaba—. Si un japonés reconociese que han metido la pata en China, quedaría tan avergonzado que tendría que suicidarse. Si fuesen honestos, la mitad de los generales del Emperador tendrían que postrarse y decir “como soy más tonto que Bohnenstroh han muerto cien mil soldados” o “como no sé ni donde tengo las orejas mando a los súbditos de su Majestad Imperial de cabeza a la picadora de carne”, y luego se abrirían las tripas. Pero esos cabrones, en lugar de reconocer que son unos ineptos y suicidarse, prefieren que se suicide su nación. Siguen lanzándose de morros contra las alambradas enemigas, y culpan de su fracaso a los ingleses, a los norteamericanos, y hasta a los venusianos si se tercia.

—Que yo sepa, Venus sigue siendo neutral, al menos por ahora. Aunque si fuese por Roosevelt…— bromeó el general Schellenberg.

—No te rías, Walter, que es algo serio. Esos inútiles están llevando a su patria al abismo, y a nosotros con ella.

Todos callaron, esperando a ver si Von Papen proponía alguna solución. El ministro de Exteriores siguió.

—El problema es todavía más complejo de lo que parece, porque los que mandan en Tokio están cabalgando en un tigre. Han educado a los oficiales de su ejército para que se crean los elegidos de los dioses, y los han excitado hasta tal punto que no aceptan nada que no sea lanzarse contra cualquier enemigo que se ponga por delante para destriparlo. Si cualquier ministro presenta una propuesta apaciguadora, peligra su vida. Además, cada vez que ganan una escaramuza a los chinos, los soldados japoneses se creen superhombres, sin pensar que tienen enfrente al peor ejército del mundo.

—¿Hay alguna opción? —preguntó Speer—. Hay que evitar como sea que ataquen a los norteamericanos.

—No será sencillo, pero había pensado en ofrecerles lo que quieren: las Indias Orientales Holandesas.

—Pero si no están en nuestro poder.

—Mejor todavía.

El ministro presentó su propuesta que, además, serviría para matar dos pájaros de un tiro.

En Europa, el problema era Francia: había que conseguir ofrecerle algo tan valioso que la inclinase definitivamente en nuestro favor. El bocado era, como no, la parte francófona de Bélgica: sus minas de carbón y su industria pesada, que unidas a las de Lorena –que Von Papen recomendaba que siguiesen en manos galas, al menos en parte–, rivalizarían con las del Rur, y superarían a las de Inglaterra, otro rival ancestral de los franceses. Pero entonces ¿qué se podría hacer con la región norte, que hablaba flamenco, una lengua germánica estrechamente emparentada con el holandés y con dialectos alemanes? Esa era la parte maquiavélica del plan de Von Papen.

En su día lo que separó Bélgica de Holanda fue la religión: el norte luterano y calvinista se opuso al sur católico. Cuando tras el Congreso de Viena Bélgica fue incluida en la corona de Orange, fueron las medidas anticatólicas las que propiciaron una sublevación que separó a Bélgica de Holanda. Pero en este siglo descreído la religión importaba mucho menos que la lengua. Von Papen proponía unir Holanda y el norte de Bélgica en una nación de habla holandesa a la que, además, se le ofrecería periódicamente la integración en el Reich. No era ningún secreto que buena parte de los holandeses habían sido admiradores de Hitler, y la versión descafeinada del nacional socialismo que era ahora la oficial sería mucho más admisible para los neerlandeses. Von Papen también proponía que se declarase indigna a la reina Guillermina por escapar del país –mientras que los reyes Leopoldo de Bélgica y Cristián de Dinamarca habían seguido al frente de sus pueblos–, y en su lugar se crease una república, que quedaría más o menos subordinada al Reich. Más adelante se podría refrendar la unión con un plebiscito.

¿En dónde entraba Japón en todo eso? Pues en las colonias. Si se declaraba que el gobierno holandés en el exilio era indigno e ilegal, la nueva república podría reclamar las Indias Orientales Holandesas y si, como era previsible, las autoridades coloniales –manejadas por los ingleses– se negaban, se podría declarar la independencia de las colonias –aunque nominalmente bajo autoridad holandesa, algo así como los dominios británicos–, y pedir a Japón que actuase como “potencia protectora”, deponiendo a las autoridades rebeldes.

Ya solo quedaría intentar que los nipones no hiciesen el burro cuando ocupasen las Indias Orientales, y que se comportasen medianamente bien, como habían hecho en Indochina: nada de matanzas como las de Nanking, que daban muy mala imagen. Von Papen iba a tener que hablar con el embajador Oshima.



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Mensaje por APVid »

Un detalle: las Guayanas.

La Guayana Francesa es provichy pero no se ha movido, quizás usando también la Guayana holandesa se pueda agitar un poco el avispero.
Están Venezuela y Brasil al lado, en Venezuela hay una comunidad alemana y el país ha conseguido mejorar sus derechos sobre el petróleo; Brasil por su parte tiene su propio Estado Novo y no le habrá gustado nada lo sucedido en Portugal.

Quizás incitar a Brasil para que se hagan cargo de la Administración de las Guayanas francesa y holandesa, Inglaterra no creó que lo permita pero ni Brasil ni Venezuela aceptarían una Gran Guayana Británica.


Domper
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Mensaje por Domper »

Hay muchos otros rincones que antes o después se van a ver en un brete. Por ejemplo, las pequeñas islas junto a Terranova, las islas caribeñas, la Polinesia francesa, etcétera. Dado su alejamiento a la metrópoli, su situación queda un tanto en el aire. Respecto a las colonias holandesas, habría que suponer que están controladas indirectamente por los británicos.

Pero el problema es otro. Francia está en un plan me lo pienso, no me lo pienso ¿Será sensato andar toquiteando su Imperio colonial, o mangoneando en sus cercanías? La alianza francesa vale mucho más que cualquier ayuda brasileña. Brasil, probablemente, se limite a mantenerse neutral. Las élites de esos países sabían que sus puestos (e incluso sus cabezas) dependían demasiado de los manejos en la sombra de los anglosajones, y cualquier veleidad proalemana podría acabar en el enésimo golpe de estado.

Por ahora yo esperaría a ver que dice Oshima.

Saludos



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