Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »

FalcoX escribió:Por cierto, sobre la opinión que tengo de la tercera parte, hay una manera rápida de hacer que los imperiales se rindan incondicionalmente, y es destruir a la Royal Navy, o al menos a la Home Fleet. El imperio sin Armada no es NADA, y sin RAF sería una isla completamente aislada del resto del mundo, sin poder ayudar a ninguna de sus colonias, a la que sólo quedaría aceptar una rendición incondicional.

Y sobre eso, me sorprende que no haya manifestaciones multitudinarias en todas las ciudades inglesas pidiendo la cabeza de Churchill y la firma inmediata de un tratado de paz. ¿Tanto son capaces de aguantar los británicos?
Gracias por los inmerecidos elogios.

Respecto a la Royal Navy, por completo de acuerdo pero ¿cómo destruirla? La RN sigue siendo superior no solo en medios, sino tácticamente: dispone de portaaviones, está entrenada para operar unida (no como la contraria que es una suma de buques de diversas procedencias), tiene más personal entrenado, y mayor capacidad industrial detrás (no olvidemos a Estados Unidos).

Por otra parte las naciones estado modernas solían aguantar hasta el final. Extraño es el caso italiano pero se trataba de una guerra impopular que ni iba ni venía a la gente. Pero Alemania o Japón lucharon hasta el final. Hablando de estos últimos, la IJN, aunque gravemente dañada, seguía siendo una fuerza potente cuando la nación capituló.

La RN, a una mala, podría abandonar escenarios "periféricos", de menor valor, y operando desde Escocia, la costa oriental inglesa, y Canadá, mantener las líneas del Atlántico Norte, escenario en el que el "Pacto" está en desventaja.

Con todo, pronto volveremos al mar.

Saludos
Última edición por Domper el 01 Feb 2017, 12:18, editado 1 vez en total.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »


Cuatro días y dos trasbordos costó que el batallón llegase a un campamento polvoriento en Tarfaya, donde esperaron para hacer la última etapa de su viaje. A pesar de ser febrero, el viento era cálido y el sol abrasador. Los soldados no sabían si permanecer en el agobiante interior de las tiendas, o quemarse bajo los rayos del rey de los cielos. Dieron vueltas por los alrededores, buscando las casas de tolerancia que tan famosas se habían hecho en Ceuta y Melilla, pero solo encontraron rocas abrasadas por el sol. Tuvieron que limitarse a fumar, sudar y esperar. Mientras, grupos de soldados montaban en grandes aviones —Marsupiales los llamaban— que los transportaban a Canarias: aunque la distancia era corta, el estrecho entre el Sáhara y Canarias hervía de submarinos y el mando no quería arriesgarse a perder soldados. Solo el material, más fácil de reponer que los hombres, era enviado en barcos que salían desde Casablanca y Agadir. Al tercer día llegó el turno de Eustaquio y de quince de sus compañeros, que montaron en uno de los aparatos. Iban cargados como mulas: en sus mochilas llevaban raciones para diez días, y portaban cajas con munición para fusiles, ametralladoras y morteros. El suelo del Marsupiale estaba cubierto de sacos con legumbres y arroz. Los hombres se amontonaron como pudieron y el aparato empezó a arrastrarse por la pista. Sobrecargado, el avión italiano apenas aceleraba y en el aire cálido las alas no generaban suficiente sustentación: los soldados veían pasar la pista sin que el avión se remontase, y sabían que se acercaban al final. Pero en el último momento el Savoia despegó y puso rumbo al oeste. Dos horas después aterrizó en una pista cercana a Maspalomas.

Al saltar a tierra a ningún soldado le quedaron dudas de que era una zona de combate. Los márgenes de la pista estaban colmados de restos de aviones, cráteres y más cráteres eran el resultado de las frecuentes visitas nocturnas de la Royal Navy, y el hedor a muerte indicaba que no todos sus disparos fallaban. Los soldados fueron conducidos a la carrera hacia el interior: aunque los españoles habían conseguido arrinconar a los ingleses en el norte, la artillería naval batía con tanta frecuencia la costa que las comunicaciones se hacían por los difíciles caminos de la montaña. Pero el batallón no podía partir hasta que estuviese completo, y para esperar se refugió en un barranco. Lo justificado de la medida se demostró cuando esa misma noche varios barcos ingleses dispararon contra el aeródromo durante casi una hora.

Un guía local les explicó lo que ocurría: los aviones españoles y alemanes que operaban desde Tenerife y Fuerteventura habían expulsado a los barcos ingleses, pero solo de día: los buques herejes aprovechaban las noches para descargar provisiones para la asediada guarnición, y de paso bombardear la base y la carretera costera. Los españoles hacían lo contrario: en cuanto se acercaba la aurora cuadrillas de trabajadores se afanaban en reparar la pista —muchos eran canadienses capturados— y en cuanto había luz los aviones de transporte traían suministros, y pequeños cargueros que saltaban de isla en isla intentaban llegar al cercano puerto de Mogán. Ese cruce era tan peligroso que ya se habían perdido media docena de barcos —tres de ellos se oxidaban, semihundidos, en la bahía— aunque los correíllos solo se aventuraban a intentar el paso cuando los Condor habían comprobado la ausencia de inoportunas visitas británicas.

A la mañana siguiente los hombres se pusieron en marcha. Les quedaban cincuenta kilómetros de sube y baja por montañas de paredes verticales. Eustaquio miraba el paisaje, pensando en lo lejos que estaba de su tierra: en lugar de los montes suaves y verdes, con las laderas doradas por el cereal, se veían riscos vertiginosos con todos los tonos del amarillo, el rojo y el negro. Pasaron la noche cerca de las ruinas de San Bartolomé de Payeras, antes de Tirajana, mientras los guías les hablaban de las hazañas del Comandante Pepe que ahí había caído. Los locales contaron como los herejes canadienses, tras herirlo, lo habían arrastrado por media isla para luego asesinarlo. Cuando los recién llegados se condolieron, un canarión se rio y le mostró que llevaba un cinturón hecho con orejas.

—Caro les salió a los herejitos matar al comandante, que no vamos a dejar uno ni p’a muestra.

Eustaquio fue el único que no sonrió. Entonces llegó el sargento y le palmeó la espalda.

—¿Qué pasa Curilla? ¿Echas de menos el Seminario? Esto es la guerra y se viene a matar o a morir.

Aun tan lejos del frente la quietud les permitió escuchar el retumbar de la artillería. A media noche una batería española atronó las montañas disparando intermitentemente. Eustaquio no sabía qué alcance tenían esos cañones, pero supuso que no mucho. El frente estaba cerca.



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Mensaje por FalcoX »

Bueno, tienes razón. Pese a los reveses la RN aún es la mayor y más poderosa armada del mundo, pero te sugirieron antes la trampa perfecta. Simular con unos cuantos barcos y hombres que se van a invadir las Islas Británicas, y una vez el grueso de la flota esté en el Canal de la Mancha, cerrar la trampa y aniquilar a la Armada mediante la flota de la UP y la Luftwaffe. El tamaño de ésta considero que es suficiente para arrasar a cualquier flota.


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Mensaje por kaiser-1 »

Coincido con Vesspa. Tienes que leer Duelo de Águilas. Es genial. Y no desmerece en nada a la Opus Magna de Domper (tanto más meritoria porque es una obra emprendida en solitario). También puedes mirar La Fractura, donde participamos unos cuántos. Te vas a quedar bizco con tanta lectura... :green: :green:


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Mensaje por FalcoX »

kaiser-1 escribió:Coincido con Vesspa. Tienes que leer Duelo de Águilas. Es genial. Y no desmerece en nada a la Opus Magna de Domper (tanto más meritoria porque es una obra emprendida en solitario). También puedes mirar La Fractura, donde participamos unos cuántos. Te vas a quedar bizco con tanta lectura... :green: :green:
Ya estoy leyendo Duelo de Águilas, me echa un poquillo para atrás la forma de escribirlo pero está muy interesante. Y lo de la Fractura lo leeré después ;) ¿me podrías pasar el enlace a eso, por favor?


Domper
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Mensaje por Domper »

De la trampa a la RN, tenéis que pensar al revés ¿Cuándo empeñaríais la RN en aguas dominadas por la aviación enemiga? Tendrçía que ser una invasión creíble, no una incursión, que sería combatida con destructores y poco más. Pero una invasión precisa buen tiempo y estamos en febrero.

Aparte de eso, la RN ya ha tenido algún disgusto con los aviones en el Mediterráneo y probablemente le tenga un sano respeto a los aviones. Es decir, solo se internará en esa zona en circunstancias favorables.

Para acabar ¿una trampa con la marina del "Pacto"? Implica dividir la flota (que ya es inferior) y luego librar un duelo al cañón que suelen ser parejos ¿Y si gana la RN, algo perfectamente factible?

Se me ocurren otras ideas.

Saludos



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Mensaje por FalcoX »

La cuestión es que de una manera o de otra, habría que sacrificar parte de la flota de la UP. Después la Luftwaffe y las demás fuerzas aéreas destruirían a la RN. Y una vez destruida, la UP tendría tiempo de sobra para construir una flota de invasión a las Islas.


cornes
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por cornes »

Me sumo a los parabienes, que si no posteo más aquí es para no entorpecer la lectura.

En cuanto a poner la flota del Pacto a tiro de la Royal Navy yo personalmente lo considero un suicidio. Por mucho daño que se le pudiera hacer a la Royal Navy ellos también causarían mucho daño, y las unidades navales del Pacto son oro en paño, perder unas cuantas podría dejar a la Navy con una ventaja decisiva que podría volcar a voluntad en otros teatros.

En cuanto a la superioridad aerea sobre el canal, podría ser relativa, si yo fuese alguien en el Almirantazgo o la RAF y me ofreciesen una batalla decisiva en esas circunstancias, estaría dispuesto a quemar a la RAF, ya muy desgastada y poco útil frente a fuerzas muy superiores, para comprar con su aniquilación el tiempo necesario para machacar a la flota del Pacto...


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reytuerto
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por reytuerto »

Hola SH Domper:

Una pregunta inoportuna y ajena al desarrollo de tu historia. No es posible hacer una seccion de comentarios aparte? Digo, para no perder fluidez en la lectura. Por lo demas, esta estupendo el relato de las Canarias. Un abrazo.


La verdad nos hara libres
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Mensaje por Domper »

Pues igual es mejor. Cierto es que las historias que tienen su hilo de discusión se siguen con más comodidad.

Saludos



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Ya está abierto el hilo:

Comentarios para el Visitante - La Pugna - Crisis

Saludos



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Mensaje por Domper »


Los cinco destructores de transporte supervivientes se acercaron hacia la casi destruida ciudad de Las Palmas, mientras los cruceros seguían hacia el sur, para bombardear a los españoles. La noche era muy oscura: una capa de nubes cubría el cielo tapando la luna y las estrellas. Tan negra era que para entrar en el puerto los barcos tuvieron que guiarse por las pequeñas linternas que había en las boyas que marcaban el canal. Una vez en la rada, las lanchas fueron arriadas: iban tan cargadas de suministros que se hundieron hasta la regala. Un pequeño bote las remolcó a tierra donde serían abandonadas, pues no habría tiempo para recuperarlas; solo los destructores que se veían obligados a pasar el día allí colmaban su cubierta con las pequeñas embarcaciones antes de intentar volver a las Azores. Minúsculas luminarias guiaron a los soldados, que saltaron por parejas a una pasarela tendida sobre bidones e intentaron mantener el equilibrio mientras llevaban las pesadas cajas. El ambiente era fresco y una suave lluvia no cuadraba con esa isla que William suponía desértica.

El soldado estaba ya cerca del muelle, que olía a hoguera mal quemada y a petróleo, cuando escuchó un silbido. Se quedó quieto, sin saber qué hacer, mientras los soldados que les esperaban en tierra se tiraban al suelo. Entonces algo cayó al lado de la pasarela y le salpicó con agua manchada de aceite.

—¡No os quedéis ahí! ¡Corred, cretinos!

Por fin William y su compañero llegaron a tierra, donde otros soldados tomaron el cajón: las municiones que contenía eran más valiosas que los reclutas. Se oyó otro silbido, y esta vez William sí se tiró. Al momento se escuchó una explosión cercana y oyó como la metralla rasgaba el aire sobre su cabeza. Comprendió que estaba vivo solo porque el anterior proyectil había fallado.

Un sargento les apremió a levantarse y a refugiarse entre las ruinas que rodeaban el puerto.

—¡Cabrones, corred u os joderá la Tía Nicolasa!

Más tarde se lo explicaron a William: los españoles ponían motes a sus cañones, y tenían unos de montaña a los que llamaban Nicolasas. Eran pequeños, de corto alcance, que no tenían nada que ver con el pesado cañón del diez y medio que todas las noches martirizaba el puerto; pero los ingleses habían confundido el mote y cuándo se supo que era un cañón de otro tipo, ya era tarde para cambiar costumbres. La Tía Nicolasa disparaba contra el puerto cada vez que llegaban destructores, y la artillería británica, corta de proyectiles, no había conseguido silenciarla. Los cruceros, que en ese momento empezaron a disparando desde el mar contra el interior de la isla, habían intentado acallarla una y otra vez, pero los manditos Dons debían habían escondido el cañón en el fondo de alguno de los cientos de barrancos que había en la condenada isla.

Poco duró el descanso. En cuanto los destructores desembarcaron a sus pasajeros, los sargentos avivaron a los soldados para que saliesen de la zona cercana al puerto. El batallón —lo que quedaba de él tras perderse una compañía en el Hartlepool— tuvo que tirar de pequeños carros en los que se habían cargado los suministros, pues era vital apartarlos de los muelles. El motivo resultó evidente a William poco después: los bombarderos del Eje, al amanecer, lanzaron rosarios de bombas contra el puerto. Tenían por costumbre visitarlo después de los desembarcos ingleses.

De día pudo ver que de la ciudad de Las Palmas quedaba muy poco. Los españoles habían resistido en ella en 1940, y luego un barco de municiones había estallado en la rada. Más adelante había sido bombardeada una y otra vez por barcos, por aviones o por la artillería que los Dons tenían cada vez en mayor cantidad. Los pocos edificios que aun se mantenían en pie estaban ennegrecidos por el fuego y sus tejados se habían hundido. Además el olor del hollín y de los cadáveres de hombres y animales impregnaba cada rincón. Media compañía esperaba encontrar casas de tolerancia en las que aliviarse, pero en todo el recorrido lo único vivo que pudieron ver fue unas cuantas ratas y moscas, muchas moscas.

Los refuerzos se necesitaban tan urgentemente que el batallón ni se detuvo para descansar, sino que siguió hacia el sur, por una carretera estrecha y retorcida, también plagada de cráteres. Los suboficiales ordenaron a los soldados que no se acercasen a los márgenes: podía haber minas o trampas explosivas colocadas por los guerrilleros. Ahí escuchó William por primera vez hablar del Artista, un negro malnacido que construía artefactos que podían estar escondidos en cualquier rincón. Unos veteranos que acompañaban a la compañía les instruyeron: evitar las cunetas y los refugios, moverse sol por las huellas de los que les precedían y, cuando entrasen en casas, no tocar absolutamente nada. Los Dons habían demostrado una perversa habilidad para diseñar las trampas más enrevesadas. Si encontraban una pluma estilográfica, seguramente estaría atada a un cable detonador. En las dependencias, un cuadro torcido podría ser una trampa para los maniáticos del orden.

No era la única amenaza: cuando llevaban tres horas de fatigosa marcha cuesta arriba llegaron a un tramo en el que el camino recorría una loma entre dos profundas vaguadas. Se oyó un silbido, y William, que ya empezaba a aprender algunas mañas de la guerra, se tiró a una cuneta, hubiese minas o no. Pero otros que quedaron de pie paralizados fueron triturados por los proyectiles que cayeron: esa loma estaba a la vista de los observadores enemigos. Cuando el cañoneo amainó, algo que ocurrió pronto porque los Dons tampoco estaban sobrados de explosivos, los supervivientes se pusieron en pie para auxiliar a los heridos. Pero los sargentos les forzaron a seguir: no se podía perder tiempo, y ya llegaría después una unidad sanitaria que se haría cargo de los desgraciados.

Por la tarde llegaron a su destino: un pueblo llamado Teror. No a la localidad propiamente —tampoco quedaba mucho de ella, ni tampoco de su iglesia, un templo antes muy venerado por los papistas canarios— sino a un alto cerro un poco al oeste que dominaba dos barrancos. Un soldado los guió hasta el sector que debían defender, la dorsal de una cresta entre dos valles. Viéndolo, William pensó que no estaba en Canarias sino en Flandes: la ladera estaba cruzada por trincheras cavadas en la tierra volcánica, que estaba tan empapada de agua que las paredes rezumaban barro. Las explosiones habían convertido el paisaje en una sucesión de cráteres donde la tierra, los restos de la vegetación y de los soldados se pudrían en un lodo infecto. Algunas alambradas —pocas porque faltaba alambre— cruzaban la colina. Más allá, los Dons.



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Esa noche los cruceros ingleses volvieron a bombardear la isla. Buscaban a la Tía Nicolasa, como la llamaban, que era en realidad una batería de cañones alemanes sK 18 que había costado Dios, ayuda y muchos juramentos subir hasta Las Lagunetas, que así se llamaba la aldea en la que el batallón se estaba reagrupando. Los proyectiles de la Nicolasa pesaban como un pecado, y los mulos que hacían el trayecto de ida y vuelta hasta Mogán solo podían llevar dos disparos en cada viaje; pero desde tan alto los cañones cubrían todo el territorio dominado por los ingleses, y tirando con el máximo alcance llegaban hasta el Puerto de la Luz.

Los pobres vecinos de Las Lagunetas no tenían especial aprecio a la eficacia de la Tía Nicolasa. Molesta tenía que ser, porque los herejes no dejaban de disparar a ver si le metían un buen pepino, pero los cañones estaban escondidos en un barranco y era la pobre aldea la que se llevaba los premios. De lo que fue pueblo apenas quedaban cuatro muros y algunas piedras, que los ingleses se empeñaban en convertir en grava a base de explosivos. Por eso los sargentos prohibieron a los reclutas acercarse a los restos. Entre las paredes a medio caer y la munición sin estallar, cortesía no solo de los cañones de montaña sino de la artillería de los cruceros pérfidos, el lugar era peor que un campo minado. Los soldados se acomodaron como pudieron tras los muretes que separaban los campos, que además de cobijar protegían de la metralla, y se prepararon para pasar la noche, que se adivinaba húmeda y desagradable. Eustaquio, que suponía que Gran Canaria iba a ser similar a la costa africana, se encontró con que el norte de la isla era tan húmedo como su Navarra, y la montaña, en invierno, estaba casi permanentemente cubierta de una niebla helada que se pegaba a los huesos.

Sin poder dormir, encendió un pitillo para intentar pasar las horas. Entonces oyó que unos veteranos cuchicheaban.

—¿Qué pasa tíos? ¿Tampoco podéis dormir?

—¿Eres un pollito? Ah, debes ser el curilla. Como se nota que estás verde. Cuando llueve hierro, solo duerme el hideputa del Ballarín —dijo uno, señalando una forma acurrucada un poco más allá.

Se oyó entonces un ruido como una tela que se desgarraba. Los soldados, instintivamente, se encogieron, como si apretar los hombros resguardase contra la metralla. Al momento una andanada de proyectiles cayó al otro lado del barranco. Toda la compañía se sobresaltó, menos el sargento, que seguía a pierna suelta.

—Caguenla, ya está otra vez el Jorgito tirando como un cabrón. A ver si el Pichote le da por cul* de una vez.

Eustaquio le pidió a un canario que le explicase lo que había dicho.

—Tíos, vosotros los godos no os enteráis. Los herejes llaman Nicolasa al Pichote, que no saben qué dicen porque las Nicolasas son pequeñitas y el Pichote es como el Pichi pero con redaños. Pero los hijos de puta tienen una especie de Nicolasa de repetición que llamamos Jorgito por el cul* prieto de su rey, y que si te pilla en abierto te deja mirando pa Pamplona ¿T’aclaras curilla?

Eustaquio asintió mientras rumiaba para sus adentros que esos isleños no parlaban cristiano sino algarabía. Entonces otra explosión retumbó entre las peñas y todos los soldados se volvieron a encoger. Menos el sargento Ballarín, que seguía roncando con unos bramidos que desafiaban a los cañonazos. Tampoco se movía otro tipo que estaba a su lado. Eustaquio no lo conocía, y los destellos de las explosiones le habían dejado ver que vestía unas ropas que parecían harapos, y que llevaba una especie de rifle de cazador.

—¿Quién es ese tipo? No le había visto antes —para un recluta siempre es bueno conocer los nombres de los cómitres de la compañía.

—¿No lo conoces? Es el sargento Atienza, que estuvo con Urraúl en Ciudad Rodrigo ¿No conoces a Urraúl? Es navarro como tú, curilla.

A Eustaquio no le sonaba el nombre, pero le contaron su historia. El tal era un cazador furtivo que durante la guerra civil se había dedicado a cobrarse comisarios rojos. En el cuarenta había vuelto a la caza mayor, pero esta vez de herejes, a ser posible de los que llevaban esas gorras tan aparentes con su cintita roja. En Ciudad Rodrigo se había lucido haciendo agujeros en esos trapillos, y se decía que entre Urraúl y unos cuantos más habían logrado que una división canadiense, enterita, se pasase todo el día con la tripa abrazando el barro. Al menos eso contaban, porque parecía imposible que unos pocos tipos con rifles pudiesen enfrentarse a quince mil. Pero del navarro se decía que era un hacha que si le marcaban una mosca a mil pasos, preguntaba si preferían el tiro en el ojo derecho o el izquierdo. Atienza, un soriano de Ólvega, era de los que habían acompañado a Urraúl, y uno de los cuatro que consiguieron volver, que no era poco mérito. Decían que no era tan fino como el navarro: en lugar de sacarle un ojo a la mosca con una bala, le aplastaba los dos.

—¿No crees lo que te digo, curilla? Pues mañana por la mañana mira el pasador que lleva en la guerrera, blanco y con la bandera, y fíjate como hasta los coroneles se ponen tiesos al verlo.

Eustaquio siguió sin comprender hasta que le dijeron que Urraúl ostentaba la Cruz Laureada por su defensa de Ciudad Rodrigo, y Atienza la Medalla Militar Individual. El soriano se había venido para las Canarias y estaba haciendo el agosto descabezando a herejes imprudentes. De vez en cuando se retiraba del frente para descansar un poco, y al escuchar que llegaba la Leona se había acercado a buscar a Ballarín, al que conocía del Ebro.



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Al escuchar el silbido el soldado William Hinkle se aplastó contra el suelo de la trinchera. Segundos después el suelo se estremeció cuando el morterazo estalló a apenas unos metros. Cayeron dos o tres más, y luego pararon: era como los Dons saludaban los buenos días. Los morteros ingleses respondieron: en ese terreno infernal eran mejores que los cañones, y ambos bandos los empleaban con profusión.

Las bombas inglesas cayeron en lo alto de la montaña, pero el soldado no se arriesgó a mirar. Había un Don que era un demonio y que ya había matado a cuatro de sus compañeros. Bastaba un despiste para que se escuchase un estampido seco y otro buen inglés cayese con la cabeza abierta. Lo malo era que al cavar trincheras encontraban, apenas un metro por debajo de la tierra roja de la maldita isla, una capa de lava petrificada, dura como el granito. Las zanjas solo cubrían a los hombres si se arrastraban por su fondo, que estaba colmado de un barro pegajoso y rojizo mezclado con orines y heces. Pues nadie se atrevía a salir para aliviarse, y aun menos a cavar letrinas, estando tan cerca de los Dons.

William notó un retortijón e intentó contenerse, pero un líquido marrón y repugnante se extendió entre sus piernas. Toda la compañía estaba con diarrea, culpa de la miríada de moscas que zumbaban por la posición y que ni se espantaban de los manotazos. Avergonzado, el soldado se arrastró hacia el puesto de vigilancia: una rendija entre sacos terreros, en la que había un pequeño periscopio. Ahí tampoco se incorporó pues en ese lugar ya había caído un compañero.

—John, el sargento me envía a relevarte —dijo al centinela que había pasado la noche junto a la aspillera.

—Por aquí todo tranquilo. No he conseguido ver nada. Estate atento porque dentro de un rato van a sacar a pasear a Pete.

Pete era un muñeco que habían construido, y que movían de vez en cuando a ver si el tirador se delataba. William revisó su sector con el periscopio: era el comienzo de la pendiente que daba al barranco, y poco más allá caía vertiginosamente. La tierra roja estaba removida por las explosiones, y de la vegetación solo quedaban muñones ennegrecidos. Entonces vio que llegaban unos cuantos compañeros arrastrándose.

—Vamos a bailar a Pete. Atento.

Un soldado elevó un casco con un palo, solo unos centímetros sobre el borde. Unos segundos después, y a unos metros de distancia, elevaron otro casco. Finalmente izaron a Pete para que asomase la cabeza y los hombros. Lo movieron por la zanja, con arte para que pareciese un recluta despistado. Pero el Don, si estaba allí, no se tragó el anzuelo.

—El cabrón no ha debido venir. Esperad que voy a echar una ojeada.

—¡No, Charles…!

¡Pacumm! Un ruido seco y Charles se deslizó hacia atrás con la cara destrozada.

—¿Habéis visto algo?

—Me parece que a doscientos metros, a la derecha —dijo el tirador que acompañaba a la partida mientras se incorporaba. Se oyó otro disparo y el soldado se derrumbó.

—Hijo puta sangriento, ya te pillaré —masculló un compañero. El español se sabía todos los trucos y había aprovechado para matar a otros dos incautos. William miró con el periscopio pero no vio nada. Se irguió un poco, y escuchó una bala zumbar a unos centímetros de su cabeza.

—¡Todos a tierra, imbéciles!

Un sargento llamó por el teléfono de campaña. Diez minutos después los proyectiles de artillería reventaron a pocos metros de la trinchera.

—¡Bravo por Little George! —dijeron agitando los cascos. No muy alto, porque con lo cerca que caían los disparos la metralla podía llevarle la mano al imprudente que la asomase. La compañía siguió coreando a la batería de 25 libras que estaba machacando el terreno donde pensaban que se ocultaba el francotirador.

—Que buenos son los Little George. Qué pena que les falte munición.

—¿Por qué los llamáis así?

—Son los Dons que no saben llamar las cosas por su nombre y piensan que poniendo nombres tontos a los cañones se arregla todo. Los Little George, los cañones de 25 libras, dan sopa y onda a sus Nicolasas, Pichis y Pichotes, pena que anden justos de munición. Cuando la marina nos traiga la que necesitamos patearemos a todos esos culos negros fuera de la montaña.

El eco de las explosiones sonó en los oídos de William durante horas. Los soldados seguían en el fondo de las zanjas sin atreverse a asomar la cabeza; pero no se escuchaban más tiros ¿habrían cazado al Don? Nadie se atrevía a comprobarlo. Un par de veces volvieron a jugar con Pete pero el tirador, si seguía vivo, no picó.



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—¿Hay algún cazador en la sección? Pelo o pluma, poco importa ¿Algún escopetero?

El teniente Padrós seguía buscando pero los reclutas, aun llevando cuatro días en el ejército, ya sabían que en la mili voluntarios ni para el rancho, y menos ahí, donde los ingleses premiaban a los espontáneos con medallas de plomo. El oficial juró un par de veces y al final habló con el sargento Ballarín, que pegó un berrido.

—¡Curilla! ¡Dónde leches te has metido!

—A sus órdenes, mi sargento —dijo Eustaquio resignándose.

—¿No pone en tu cartilla que tiras bien? ¿Es que no quieres servir a la Patria?

—Mi sargento, le di a la diana pero debió ser suerte. Era seminarista y no cazador —el recluta pensó que allá arriba le disculparían la mentirijilla. Había cazado una miríada de bichos pero no quería anotarse nada que tuviese alma.

—Me importa una polla que acertases por suerte o porque pasase un ángel. Ve zumbando con el sargento Atienza que él te explicará. No penes por añorar nuestra compañía que pronto estarás en un sitio mejor —dijo el sargento mirando hacia lo alto.

El humor negro del suboficial era lo último que le faltaba al recluta. Se acercó hasta el otro suboficial, el que por sus ropas parecía un pordiosero. Eustaquio sabía del rango porque se lo habían dicho, porque en eso que hacía pasar por uniforme no se veía ninguna insignia. El suboficial lo miró de arriba abajo y empezó a preguntarle.

—¿No eras tú el seminarista? Mejor, que en mi comarca los curas eran los más escopeteros ¿Tú cazabas?

Eustaquio notó que el sargento estaba mirando como empuñaba el arma, y supo que no podría engañarle.

—Un poco, mi sargento. De crío con tirachinas, luego en las vacaciones del Seminario salía con mi padre a gastar unos granos de pólvora.

—¿Vacaciones? ¿Cazabas en verano? Vaya furtivo que estás hecho. Después te confesarías.

—Mi sargento, siempre llevábamos una perdiz o algún conejo a la parroquia. Para los pobres.

—¡P’al pobre cura, me imagino! —dijo Atienza riendo—. Me gustas. Si cazabas con tirachinas será porque sabes acercarte a los bichos. Mejor, porque aquí me dedico a otra caza que es un poco respondona. Más vale que sepas disimulo o no durarás mucho conmigo. Pero primero veremos si dices verdad ¿Ver esa chumbera? ¿La que está a cincuenta pasos?

—Claro, mi sargento.

—Pues entonces me dices en qué lado está la flor.

Eustaquio señaló un punto de color en una pala a la derecha.

—Quiero que la desmoches. Tienes tres tiros. Tómate tu tiempo y hazlo bien.

El antiguo seminarista pero también cazador miró la hierba y vio que la sacudía un vientecillo que podía desviar el proyectil. Además no conocía su fusil, que le habían entregado en Algeciras pero que no había usado aun. Cargó el primer cartucho y apuntó a una piedra situada en una ladera. Disparó y vio que la bala se había ido una mano a la derecha y abajo. Entonces encaró la chumbera, compensó la desviación, respiró suavemente y mientras espiraba apretó el gatillo. La flor se deshizo. Sobraba un disparo.

—Bien, bien. Buen truco lo de ensayar con la ladera.

—Como no había podido regular el fusil he tirado para hacerme idea del ajuste. Es un truco que usábamos por Artajona para no espantar la presa.

—Me parece que nos llevaremos bien. Aunque —siguió el sargento mientras miraba a Eustaquio de arriba abajo— ¿Tú no tendrás reparos en matar herejes?

—Mi sargento…

—Me lo imaginaba. Todas esas pamplinas del no matarás que os meten en la mollera. Sepas que lo de no matar es a personas y los herejes no lo son ¿Entendido? Son ralea, hijos indignos de loba y Satanás que no merecen ni el plomo con el que los envío al infierno. Pero no te preocupes que no tendrás que disparar.

El sargento explicó al navarro cuál sería su papel—: Los pacos —le gustaba usar esa palabra de sabor africano— no vamos solos. Por lo menos los que seguimos vivos. Yo necesito un ayudante que vigile por mí y que me guarde las espaldas. Lo que tienes que hacer es adelantarte y revisar el terreno con cuidado, mirando que no haya ningún vivales jugando a lo mismo que nosotros. Eso sin dejarse ver, pero no hará falta que se lo explique a un cazador ¿no? Luego yo me iré por delante mientras tú vigilas con estos prismáticos —le entregó unos excelentes Zeiss. Que ves peligro, me silbas, y yo lo dejaré para otro rato. Que ves que disparo, te fijas en si acierto o no. Y si salen los herejes a darme caza, me tienes que defender, que yo con todos no podré ¿Estamos? Ahora vamos a arreglarte un poco.

El resto de la tarde Eustaquio, que nunca había cosido, aprendió a emplear aguja e hilo prendiendo de su ropa tiras de tela de arpillera, hasta que acabó pareciendo un mendigo andrajoso como Atienza. Comprobó que cuando el sargento se quedaba quieto era casi imposible verlo, porque las tiras manchadas de tierra rompían la silueta. También cambió el casco por un gorro cuartelero con hierbajos prendidos. Tuvo que descoser las insignias, y cubrir las hebillas metálicas con telas. Finalmente Atienza revisó con cuidado el equipo comprobando que no hubiese nada que pudiese golpear y hacer ruido. Menos le gustó al ex seminarista tener que mancharse la cara con el sucio barro del lugar. Cuando el soriano estuvo satisfecho le ordenó que le siguiese.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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